Portugal y España: Retórica del iberismo democrático Hipólito de la Torre Gómez

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Hipólito de la Torre Gómez
Portugal y España:
Retórica del iberismo democrático
El mundo de las jergas y los tópicos
es muy frecuente en política y también,
claro es, en política exterior. Amistad
con los países árabes, vocación europea,
etcétera, son ejemplos bien conocidos.
Todos tienen su razón y su sinrazón de
ser, su mayor o menor contenido real
Aquí quiero ocuparme de uno que hace
referencia a las bases de las relaciones
peninsulares.
Está últimamente bastante de moda
anunciar felices auspicios de inteligencia
hispano-portuguesa, posible ahora, se
dice, desde la condición democrática de
la vida interna de uno y otro Estado.
«Neoiberismo democrático», declaraba
en Lisboa hace poco Raúl Moro* do. Y
aún más recientemente, el 20 de febrero,
hablaba Mario Soares en televisión de
un «gran tratado de amistad», como
reflejo de un «acuerdo entre Estados
democráticos y no entre dictaduras;
entre pueblos y no entre políticos». La
tesis que subyace es muy sencilla: la
profunda separación entre españoles y
portugueses es obra de políticos, de
intereses de Estado, de dictadores;
nunca de pueblos, que, desde el
momento en que pueden vivir en
libertad, son llamados a protagonizar
un espontáneo, sincero y respetuoso reencuentro.
A mí me parece que los adictos españoles de esta fe optimista pecan bas-
tante de ingenuos. Y reputo como cierto
que, en el fondo, los coros lusitanos 'de
estas mismas sinfonías peninsularis-tas,
por muy democráticas que sean, reflejan
más retórica que sinceridad.
La idea de una reconversión regeneradora del orden tenso de las relaciones
internacionales, como resultado de la
liberación del individuo dentro del
Estado, es de antigüedad casi venerable.
Como teoría es incorrecta, desde el
momento en que confunde los datos
constitutivos de dos planos, que, por
lo mismo, son distintos: el de las relaciones intraestatales y el de las interestatales. En estas últimas, el nacionalismo es un elemento clave, que tiene
un nítido registro de voluntad colectiva,
imposible de definir como simple (ni
mucho menos consciente) agregado de
libres decisiones individuales. En cuanto
credo, no ha dejado en ningún momento
de arrojar saldos muy frustrantes. Y, si
no, ahí están los continuos ejemplos de
suspicacias, tensiones y colisiones
internacionales, que no parecen tener
muy en cuenta los internacionalismos
democráticos ni las expectativas y
proyectos, tampoco recientes, de paz
universal y permanente.
Esta reflexión creo que viene muy
al
caso
de
las
relaciones
hispano-portu-guesas, porque esperar de
la democratización de la vida interna
de uno y
otro Estado el derrumbe del secular
extrañamiento me parece ensoñación
por parte española y retórica hueca
del lado lusitano. Y no ya de cara a las
propuestas específicamente iberistas
(nada frecuentes en la actualidad), sino
respecto de los más humildes propósitos
de llegar a una estrecha inteligencia y
colaboración peninsular. Porque el
obstáculo será siempre el inveterado
nacionalismo portugués, que se define y
afirma históricamente en contraposición
a España y aparece, por tanto, cargado
de un signo marcadamente antiespañol.
Para medir toda la profundidad de sus
anclajes habrá que entender que ese
rasgo no tiene nada de ocasional y
mucho menos de gratuito. Al contrario,
es natural producto de una pulsación
agónica, que bracea rabiosamente para
afirmar la personalidad colectiva en el
seno de unos datos de negación,
representados por una geografía, una
cultura y hasta una historia compartidas
con el resto de la Península. Todos ellos,
con cuanto representan de perenne,
fundamentan de manera objetiva las
previsiones
de
peligrosidad
contempladas
siempre
por
los
sentimientos nacionalistas portugueses
y explican asimismo, sin acudir necesariamente a expresos voluntarismos
ab-sorcionistas, la natural propensión del
otro socio peninsular a adoptar, por
mor de su mayor potencia, posiciones
de preponderancia.
La dialéctica hispano-portuguesa, tanto
ayer como hoy, se asienta sobre este
tipo de realidades, factores estructurales
e inamovibles y ante los cuales
difícilmente puede el nacionalismo portugués descargarse de su signo antiespañol sin desvirtuarse en su propia
esencia. Por eso, no me parece mínimamente posible que el libre albedrío
de los ciudadanos de la Península sea
capaz de ejercer cualquier influjo sustancial para modificar algo que no sea
meramente epidérmico en el tenor de
las relaciones entre Portugal y España.
Si acudimos a la verificación histórica,
el resultado tampoco ofrece muchas
dudas. Con iberismos o sin ellos, cualquiera que sea la situación política de
España, las actitudes de separación y
prevención lusitanas han seguido siempre en pie. Todo lo que no haya sido
esto, apenas ha pasado de ¡retórica de
aproximación o de pretextos incidentales
para justificar el hecho más profundo de
una fractura estructural.
La retórica de la fraternidad entre
pueblos no es precisamente nueva. Para
no remontarnos muy lejos, puede recordarse cómo se prodigó con bastante
largueza a uno y otro lado de la raya,
en la euforia republicana peninsular,
que promueve la caída de la monarquía
portuguesa en 1910. La hazaña del republicanismo luso, vendrá a decirse, es
el primer paso hacia la democratización
de toda la Península, que abriría el torrente de espontánea confraternización
democrática de ambos pueblos, ahogados y manipulados en sus naturales sentimientos por bastardos intereses dinásticos. Por entonces, hasta el presidente
del Gobierno provisional republicano,
Teófilo Braga, se permitía afirmar que
«la confederación es necesaria y ha de
llegar, cuando España se despoje de los
atavismos que la dominan».
Claro que en los años siguientes no
sólo no vino la confederación, sino que
las relaciones hispano-portuguesas, lejos
de mejorar, empeoraron de forma alarmante. La verdad es que había razones
de sobra, porque la vecina monarquía,
que siguió siendo «unitaria» y «reaccionaria», para incordio de los demócratas lusitanos, hostigó no poco el
¡régimen de Lisboa y acarició incluso
proyectos de unidad ibérica. La
hispa-nofobia, siempre presta a reventar,
creció por entonces a tope y movió en
altísimo
grado
la
intervención
portuguesa en la Gran Guerra, como
estrategia
para
un
«nuevo
Aljubarrotá» en el
foro internacional. Pero sería ingenuo
suponer que sin los peligrosos amagos
de España en esa coyuntura los republicanos portugueses hubieran avanzado
lo más mínimo en algo práctico de
cuanto parecían anunciar las declaraciones de ese irresponsable político (y de
otros prestigiosos ideólogos como él)
que era Teófilo Braga. Porqué el republicanismo que gobierna desde 1910 lo
hace desde un realismo firme y un nacionalismo portuguesista tan hipertrofiado, que no era fácil equivocarse en
el pronóstico de a qué iba a quedar
reducido
el
programa
ibérico:democrá-tico de los lejanos
tiempos
decimonónicos
de
la
propaganda. Cuando en Portugal se
gobierna no hay mucho margen para
esos lujos de retórica descomprometida.
Como la España de la monarquía
«reaccionaria» y «unitaria» había albergado durante unos cuantos años (sobre todo entre 1910 y 1914) intenciones
poco tranquilizadoras hacia Portugal,
parecían más que razonables los
reiterados alegatos de los demócratas
portugueses coincidentes al señalar en
el régimen vecino la bestia negra de sus
temores y de sus odios. La
hispano-fóbia
solía
ahorrar
expresamente al pueblo español,
víctima asimismo, se decía, de la
reacción de sus gobiernos.
¿Cómo el Portugal democrático podía
convivir sin aprensiones con esa España
cargada de agresividad reaccionaria? Y
¿cómo esperar cualquier aproximación
con un vecino mayor, hecho de
imposición «unitaria», sin que la
personalidad del socio más pequeño se
viese, antes o después, seriamente
amenazada? El ancestral despecho «castellano» hacia el hecho de la independencia portuguesa, asumido por el Estado español, no podía desvanecerse
«mientras todos los pueblos de la Península vivan bajo la presión dominadora
castellana». Tal era el juicio, bastante
difundido entonces, del representante
diplomático portugués en Madrid, en
1919.
Todo muy razonable... Si no fuera
porque, a la vuelta de muy pocos años, lo
que parecía axioma para una
hispa-nofobia coyuntural daba un giro
de ciento ochenta grados. Con la
dictadura de Primo de Rivera, España se
hará más reaccionaria y unitaria si cabe;
al contrario, en los umbrales de la Segunda República, la propaganda de sus
partidarios españoles ofrece, con la democracia y el federalismo, la liquidación
de cuanto parecía oponerse a la
reconciliación en la Península. ¿Reacción de Lisboa? Un recuerdo saudosó
para la monarquía «reaccionaria» y
«unitaria», que desde 1919, y más aún a
partir de la dictadura primorriverista, ha
dado muestras de un respeto y una
consideración que no han pasado inadvertidos al otro lado de la frontera, Y
un repudio indignado para la «estupidez»
de los renacidos profetas del
rompecabezas ibérico en libertad. ¿Simple antagonismo de modelos políticos?
(dictadura en Portugal desde 1926;
pronósticos sencillos de una ulterior democratización en España desde 1930).
Quien lea la correspondencia del embajador de Lisboa en Madrid percibirá
de inmediato cómo la nueva obsesión
no se refiere exactamente a la democracia, sino al iberismo. El problema, a
pesar de la natural imbricación de ambos
términos, no es sólo de régimen político,
sino de prevenciones nacionalistas.
A su luz se completa la verdadera
naturaleza del indisimulado antagonismo hispano-luso durante la Segunda
República y de los tempranos apoyos
de Lisboa a los nacionalistas en rebeldía
desde julio de 1936. No hay que olvidar
que en aquel antagonismo y este apoyo
se alberga una buena carga de
componente antíibérico, a que da lugar
las maniobras injerencionistas del bienio de izquierdas republicano y la pro-
paganda revolucionario-federal de determinados sectores más radicales en el
período de guerra. La ecuación se ha
invertido ahora por razones obvias de
incompatibilidades de regímenes políticos en la Península. Si antes la España
peligrosa es la España «reaccionaria»,
ahora lo será la España «roja». La explotación política del nacionalismo es
un hecho, pero lo es precisamente por
la propia fuerza de un sentimiento tan
hipertrofiado que siempre encontrará
razones y pretextos-bastantes para alejarse de España.
Lo menos importante es que, para
fines poco confesables de política doméstica, se designe, en una u otra España, la amenaza a la integridad nacional, porque si, de un lado, el hecho
escueto de esa manipulación y de la
audiencia de sus resultados son expresivos de un intenso sentir antiespañol
en el pueblo a que aquélla se destina,
de otro ha de repararse en el hecho
indiscutible de que, cualesquiera que
sean los movimientos, la posición o
la configuración que adopte el vecino
Estado, detectará siempre Portugal
eventuales contingencias de peligrosidad. Y este peligro será ciertamente
sincero.
Una realidad así de profunda rio la
corrigen desde luego los paralelismos
de las políticas internas en uno y otro
país. En paralelismo estrecho ha vivido
la Península desde 1939: bajo dictaduras, hasta 1974-75; en situaciones democráticas, a partir de entonces. Sin
embargo,
el
extrañamiento
hispano-portugués en nada sustancial se
ha modificado.
Hoy, la retórica del reencuentro democrático endosa con alguna frecuencia
sobre las dictaduras la responsabilidad
del entendimiento hispano-luso. Eso
mismo, y con la misma ligereza, dijeron
ya los portugueses en 1910 de la
monarquía bragantina. La acusación es,
en el mejor de los casos, ingenua.
El régimen del general Franco parece
que ha sido no poco respetuoso hacia
las susceptibilidades nacionalistas lusitanas. ¿Acaso querían los portugueses
idílicas propuestas de fraternidad, que
siempre les espantan? En cuanto a
Sa-lazar, fue, efectivamente, un
nacionalista a ultranza, como lo fueron
también los demócratas del régimen
que siguió a la dictadura. En este punto,
las dictaduras ibéricas no levantaron
ningún muro que no existiera ya.
Simplemente, las razones profundas de
una histórica ruptura se impusieron
bajo un silencio de congruencia. Pero,
además, no me parece muy seria esa
proclividad a la inculpación del pasado,
cuando, a pesar de la reciente vida en
democracia de ambos países, en nada
se ha desdibujado hasta hoy el abismo
que separa a portugueses y españoles,
sino que más bien todos los indicios
apuntan a lo contrario. Sin mencionar la
ininterrumpida continuidad de ese
divorcio que subsiste en aspectos positivos, de comunicación y colaboración
(culturales, políticos, económicos), ¿habrá que recordar las cuestiones de la
OTAN, el Mercado Común o el afilado
contencioso pesquero?
No podrá decirse., sin incurrir en ligereza, que estas desavenencias no tienen
más alcance que el puramente
co-yuntural. Por el contrario, se trata de
exponentes bien manifiestos de hasta
qué punto las prevenciones nacionalistas
antiibéricas portuguesas siguen hoy en
pie. Y así seguirán. Porque, mientras
Portugal sienta la condena de compartir
la Península, descubrirá siempre
motivos (legítimos desde su punto de
vista) de amenaza «iberizante», sin que
importe mucho el ser o el estar político
del vecino Estado. Hace ahora dos años,
abordando el problema de la seguridad
nacional, establecía el coronel Cabral
Couto, entre otras, dos previsiones de
peligrosidad en relación con España: de
una parte, «la eventual
evolución de España hacia un Estado
federal [que] podría originar un renacimiento [..;] de tendencias iberistas»;
de otra, el «fuerte desequilibrio de
potencialidad entre ambos Estados, impulsando siempre el riesgo de una relación que, pretendiendo que sea de
cooperación, en pie de igualdad, se
convierta en una relación tutelar más o
menos tolerante». No es necesaria
mucha perspicacia para comprender
cómo, desde una perspectiva semejante,
que ha sido además en todo momento la
propia del nacionalismo lusitano,
cualquier iniciativa de aproximación
peninsular desemboca obligatoriamente
en un cul de sac.
Todavía resulta, si cabe, más sintomática la posición de algunos demócratas
portugueses, como la reflejada en un
reciente artículo en El País del conocido
político socialista Jaime Gama. La
«democratización interna» en ambos
países —se constata allí— no ha modificado el tenor secular de las relaciones
peninsulares. ¡Al fin, el Mediterráneo!
Pero como la ecuación democracia
interna/democracia internacional no
puede fallar o no interesa que falle, se
endosa al «estilo desigualitario», que
sigue practicando España respecto a su
vecino, la responsabilidad en la persistencia del antagonismo peninsular.
Todo el artículo está destinado a mostrar
cómo Portugal tiene firmísima voluntad
de soberana independencia; cómo allí
«el rechazo de toda metodología
globalizante, iberizante, es siempre
automático»; y cómo, en fin, España
persiste aún en la práctica de esta
«metodología». Conclusión: «Las relaciones igualitarias entre los dos Estados
y la corrección de las prácticas anteriores
plantean un desafío al nuevo ejecutivo
español.» O sea, en esa nueva
dimensión, los españoles debemos acabar
de democratizarnos.
Yo no sé si el propio Jaime Gama
se cree el hilo teórico-argumental de su
exposición o lo utiliza simplemente a
modo de ingenuo chantaje democrático.
Porque lo que, en cualquier caso, se
concluye fácilmente de la larga disertación que hace en su artículo (para
subrayar el vigor del nacionalismo lusitano, sus extremados recelos antiibéricos y, al contrario, la persistencia de
los designios «globalizantes» españoles)
es que esa dialéctica de solapado antagonismo peninsular escapa siempre a
las coyunturas y a las actitudes de los
gobiernos; es, históricamente, insuperable. Y el señor Jaime Gama, mal que
le pese, lo delata.
Creo que, en sustancia, continúan
hoy reflejando la profunda realidad del
nacionalismo lusitano las siguientes palabras, escritas en 1922 por el ministro
de Negocios Extranjeros al representante en Madrid: «Debe el procedimiento de Vuestra Excelencia guiarse
por el pensamiento de que la prudencia
nos aconseja una gran reserva en las
relaciones con el vecino reino. Es obvio
que nos conviene mantener con España
las mejores relaciones de amistad, pero
sin que de modo alguno la línea rígida
de las fronteras políticas y económicas
deje de existir sin solución de
continuidad. El milagro de nuestra
existencia de país independiente, de
pequeñísima extensión y diminuto número de habitantes, al lado de una
Castilla imperialista, fuerte y rica, se
explica por el sentimiento constante de
peligro, que nos hace exagerar el sistema
de defensa y creó un sentimiento general
y profundo de animadversión contra
España. No juzgo conveniente que en el
alma
popular
desaparezca
o
profundamente se adormezca la hostilidad secular.»
Todo esto no es bueno ni malo; no
pretende ni debe suscitar pesimismos
ni optimismos. Es una realidad
descrip-tible, no calificable. Ambos
países disponen, por supuesto, de un
margen de maniobra, de cuyo uso
depende el que
sus relaciones resuelvan en armonía e
interés ¡recíproco muchas cuestiones
que a ambos importan. Pero de ahí a
rasgarse las vestiduras ante esas ya tó
picas (y ciertas) espaldas vueltas, o es-
* Profesor de la U. N. E. D.
perar de su paralelismo democrático
una nueva era de cuasi milagrosos amores, hay un verdadero abismo,
H. DE LA T. G.*
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