LA REGLA DE SAN BENITO Y SU CAPACIDAD DE LIDERAZGO

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LA REGLA DE SAN BENITO Y SU
CAPACIDAD DE LIDERAZGO
El pasado 16 de abril se reunieron en el Valle de los Caídos 132 abogados de Mondeléz International,
procedentes de los cinco continentes. Deseaban conocer algunos aspectos de la Regla benedictina
aplicables a la organización empresarial, asunto que hoy suscita gran interés. Sobre esta cuestión
habían escuchado anteriormente al profesor Craig Galbraith, de la Universidad de Carolina del
Norte. Por su parte el abad Anselmo Álvarez les dirigió las siguientes palabras.
Los Monasterios como lugar de acogida y encuentro
Saludo a esta distinguida asamblea de abogados procedentes de tantos países, que tienen como
referente común la asesoría jurídica de una gran empresa multinacional, Mondeléz, que trabaja en
el ramo de la alimentación. Una actividad que les acerca a Ustedes al hombre en una dimensión tan
sensible de su existencia.
La acogida, por nuestra parte, a personas como Ustedes es algo que se viene repitiendo desde
los mismos comienzos de la Orden Benedictina. Pertenece a su tradición más antigua el que los
Monasterios sean un lugar de encuentro para quienes desean pasar horas o días en contacto con
los monjes. Toda clase de personas que vienen en busca de descanso, de silencio y de paz, de
encuentro consigo mismos, de meditación y espiritualidad. En realidad, el Monasterio es ante todo
un centro de vida espiritual, uno de los pocos lugares donde el espíritu y lo trascendente tienen
todavía un refugio y una expresión.
Toda clase de gentes: personas corrientes, profesionales, empresarios, profesores y estudiantes,
intelectuales, políticos, gobernantes, indistintamente creyentes o agnósticos. O bien grupos que
buscan un lugar aislado y tranquilo para el estudio y la reflexión. ¿Por qué este atractivo?
El monasterio es el lugar donde sobreviven, de manera privilegiada, las realidades esenciales
que afectan al hombre y a la sociedad: el espíritu, la trascendencia, la presencia y la acción de lo
divino, el fondo profundo de lo humano, la posibilidad de una realización óptima del hombre a
partir de estas realidades. Un lugar, por tanto, donde, en opinión de estas personas, se conserva la
memoria del hombre auténtico, en un tiempo en que muchos consideran que esa memoria se ha
diluido o pervertido.
Se trataría de la posibilidad del encuentro con los valores esenciales del humanismo, con la
forma, tal vez más genuina, de concebir y realizar al ser humano en su autenticidad. Lugar donde lo
divino y lo humano se encuentran y se conjugan entre sí de manera armoniosa
(El profesor Craig Galbraith les ha ilustrado ya acerca de las aportaciones de la Regla de San Benito a
las cuestiones de liderazgo y colaboración y a la organización del trabajo en equipo en las empresas.
Algo que puede resultar sorprendente.)
Concepción espiritual del monasterio
Todo monasterio, siguiendo la letra y el espíritu de la Regla, presta una atención primordial a los
factores internos, profundos, que conforman la realidad del monje. El monasterio está constituido
por una comunidad de hombres que, por encima de todo, buscan a Dios. Por eso se define como
“escuela del servicio divino”, y se debe inquirir del que aspira a formar parte de la comunidad “si
verdaderamente busca a Dios”.
Por consiguiente, se trata de una existencia centrada en Dios. Los monjes se reúnen en el
nombre de Dios y con la preocupación fundamental de buscarle, conocerle y servirle. Ello
representa su aspiración fundamental, tanto porque coincide con la máxima realidad del hombre,
como porque Dios es alguien de quien merece la pena ocuparse exclusivamente. El trabajo, las
actividades y todo lo que constituyen las ocupaciones de los monjes están inspiradas y orientadas
hacia Él.
El trabajo mismo representa una dimensión teológica del hombre: Dios está en actividad
permanente y ha encomendado al hombre el cultivo y la transformación de la tierra como actividad
propia del destino del hombre. Es una visión característica del pensamiento cristiano y uno de los
secretos que han hecho posible la civilización occidental.
La clave de la eficacia y del dinamismo de los monjes está en algo que se encuentra por encima
de ellos, pero encarnado en ellos: la presencia de lo divino y la fuerza del espíritu. Ello es el factor
constitutivo esencial del hombre. En ellos y en todos. Pero ellos han asumido esta realidad de
manera más consciente y continuada, a partir de la convicción radical de que el hombre es un ser
para Dios. Este es el núcleo del código monástico benedictino. Un saber y experiencia acerca de las
realidades humanas que procede, además, de un conocimiento superior del hombre mediante la
aproximación a su propio origen, que se sitúa en Dios. Algo que en lugar de anular la eficacia de la
actividad humana la potencia al máximo, como demuestra la experiencia de los monjes y, en
conjunto, de la civilización occidental, moldeada durante siglos en estos mismos principios.
Por eso, sus fines fundamentales son eminentemente espirituales: la búsqueda, el servicio, la
adoración y la alabanza, la identificación con Dios. Dios, Ser supremo, pero también un Dios
personal, cercano, con el que es posible establecer una relación personal y filial. Dios es Padre y
esta paternidad se extiende a todos los hombres. Realidad que tiene para el monje una
consideración determinante y que es válida para todos los hombres.
Y por eso, nuestra actuación y sus resultados no se sustentan principalmente en unos valores
éticos o humanos, sino en unos principios y afirmaciones fundamentalmente teológicos. Los valores
necesitan una sustentación superior a ellos mismos. Más que una filosofía moral, necesitan una
concepción religiosa y trascendente del hombre. De lo contrario, como ocurre siempre con toda
filosofía, serán algo inestable y frágil, que queda al arbitrio de cada hombre y cada época, de la
emoción de cada momento de la vida y del talante de cada etapa de la historia. Precisamente, uno
de los secretos que han permitido la eficacia que los monjes han mostrado en todas las épocas de
su historia es la continuidad en unos principios que, por otra parte, han demostrado tener una gran
solidez en sí mismos. Si la vida monástica fuera solamente producto de una filosofía hace mucho
tiempo que habría desaparecido.
Dimensión humana del monasterio
En el monasterio la colaboración se basa en un doble concepto esencial: la idea de comunidad,
fundamentada a su vez en la de fraternidad. Los monjes viven en comunidad y bajo un fuerte
espíritu comunitario. Y ello de manera permanente; monasterio y Comunidad son sinónimos.
No colectivo o sociedad, sino comunidad: ‘común unidad’, con fines a la vez espirituales y
humanos. Para ello se parte de unos principios teológicos, como son los conceptos de Cuerpo
Místico y Comunión de los Santos, que aluden a una unidad espiritual muy estrecha, fundamento de
una vida espiritual y de unos bienes sobrenaturales comunes, participados por todos los que se
integran en ellos. Una colaboración que se consolida sobre algunas cualidades básicas: la primacía
del bien común, la fraternidad, la disciplina, la obediencia, la austeridad y sobriedad, el silencio, el
orden.
Lo cual permite, por una parte, estrechar la relación interpersonal y crear unos vínculos
humanos muy fuertes, de orden espiritual más que social, y al mismo tiempo fomenta una disciplina
interior que permite asumir y mantener el proyecto común del monasterio.
En él todos tienen el mismo objetivo y todos trabajan en la misma dirección: viven juntos y
caminan juntos, sus proyectos y objetivos son comunes, y se realizan con la colaboración recíproca
de todos. Entre ellos existe una división del trabajo y de las funciones, pero un solo corazón y un
mismo espíritu; con los mismos derechos y obligaciones. Lo cual no ocurre por un tiempo
determinado, sino de manera permanente.
No nos mueven factores de utilidad o rentabilidad, de conveniencia o eficacia, sino actitudes
desinteresadas, movidas por la solidaridad. Nos conducimos, al mismo tiempo, por un sentido de
responsabilidad ante Dios, porque no somos una empresa en la que priman los fines y los intereses
humanos sino el bien de los hermanos, el servicio al hombre y a la sociedad, y la gloria de Dios.
Por consiguiente, no aspiramos a convertir los monasterios en grandes corporaciones
económicas, mercantiles o financieras. Nosotros sabemos que de nada vale al hombre ganar el
mundo si pierde su alma y su vida. Por eso, sólo nos planteamos la perspectiva de vivir el día a día,
con una visión que nos permite hacer grandes las cosas pequeñas y pequeñas las que, falsamente,
parecen grandes.
Por otra parte, el monasterio está concebido como una pequeña ‘república’ autónoma que
se debe autoabastecer en todos los órdenes, lo cual requiere el esfuerzo conjunto y máximo de
todos los componentes, ordenado a un fin común, a un bien común, a los que todos sirven no por
unas horas al día, sino todas las horas de todos los días, de todos los años, de toda la vida:
permanecemos unidos a la ‘empresa’ hasta el fin de la vida, de una manera desinteresada: sin
sueldo, sin vacaciones, sin jubilación. No hay horas para la empresa y horas para la vida privada. La
nuestra se desarrolla íntegramente en el monasterio y con una entrega exclusiva a él, aunque la
Regla se ocupa al máximo de la vida personal, a fin de ésta adquiera el máximo de riqueza y
profundidad, en una conjunción armoniosa de comunidad y personalismo.
En el monasterio no hay privilegios: cada uno ocupa su puesto según el orden de antigüedad
en la llegada a él, sin tener en cuenta la condición social anterior o la edad. La Regla suprime en el
monasterio la división de clases (hombres libres o esclavos), enviando así a la sociedad, cuando
Europa todavía no existía como tal, un mensaje de libertad e igualdad. Sí se tiene en cuenta la
excelencia y el mérito personal, las cualidades que permiten buscar a los más adecuados para los
puestos de responsabilidad y para cada una de las funciones.
Un elemento esencial de la naturaleza del monasterio es la estabilidad, que implica la
permanencia duradera en el monasterio y la identificación con el grupo humano, con los fines
comunes, con el lugar. Echar raíces permanentes es esencial para la pervivencia de cualquier
agrupación humana.
Otra de las claves de la eficacia benedictina es la formación del hombre, la calidad humana
del individuo, la fortaleza de la persona. Los objetivos comunes, los métodos y técnicas del trabajo,
incluidos los más perfeccionados, son eficaces en la medida en que son manejados por un sujeto
humano en el que se ha desarrollado la máxima perfección personal, no sólo laboral y técnica y no
sólo el ‘espíritu de empresa’, sino la perfección espiritual, moral y humana.
Todavía más en el fondo, esta fecundidad se explica por la fundamentación trascendente
que damos no sólo a la concepción del monasterio, sino a nuestra visión del hombre, de la
existencia, de la historia, y a la vez por la tensión espiritual y humana que genera esa concepción.
Esta acción del monje, en todas esas direcciones, está movilizada por la ejecución de un proyecto
humano cuya inspiración y cuya fuerza derivan de un mandato divino. Esa es la razón por la que la
‘empresa’ benedictina pervive desde hace 16 siglos, y sigue atrayendo en todo el mundo a millares
de hombres y mujeres.
Todo esto permite la formación de una “raza de hombres fortísimos”, y posibilita “que el
monasterio sea sabiamente gobernado por hombres sabios”, según expresiones de la Regla
benedictina.
Elementos nucleadores del monasterio
En primer lugar, una Regla, que es el estatuto del monje y del monasterio (compuesta hacia
540). Es el código regulador de la vida espiritual y de la organización material del monasterio. Hoy
se sigue observando casi al pie de la letra, con adaptaciones indispensables a un contorno tan
diverso del original. Ha inspirado en buena medida la vida religiosa, social y política de la sociedad
europea.
Igualmente, el Abad. La Regla le caracteriza como el representante de Cristo, y le llama señor
-para subrayar su autoridad-, padre (‘abad’), maestro, médico, pastor, consejero. Su autoridad
deriva de la Regla y es, junto con ella, el soporte más importante de la organización del monasterio.
Está asistido por un Consejo (recuerdo del antiguo Senado de Roma) elegido por la Comunidad,
para todos los asuntos de importancia (es consultivo, no deliberativo: el Abad tiene siempre la
última palabra, aunque la Regla le insta a no distanciarse de las opiniones emitidas).
Su elección se hace por la Comunidad en virtud del mérito, “aunque sea el más joven” de
ella. Debe ser sabio y prudente, con máximo sentido de la discreción y la ponderación, cualidades a
las que se confía, de manera privilegiada, la dirección y el éxito de la organización monástica.
Constituye una de las características más destacadas, y celebradas, del gobierno monástico. Otros
dirigentes, colaboradores del Abad, son: el Prior, el administrador, los consejeros y decanos
(cuando la Comunidad era numerosa se organizaba en grupos de diez, bajo estos responsables, de
los que se requiere experiencia y sentido práctico)
Colaboración del monasterio con el entorno
Probablemente los monasterios han sido la institución privada más eficaz en la historia de
Europa, por la magnitud de su obra y por la duración de ésta. Colaboración hacia dentro y hacia
fuera, expresada ésta en la contribución a la formación de la sociedad europea como expansión de
la riqueza y de los valores del interior del Monasterio hacia el exterior. Fue una especie de big bang
surgido de la fuerza concentrada en el núcleo, en el corazón del monasterio.
Los monjes transformaron el continente europeo en un inmensa colmena cuyo trabajo
abarcó prácticamente todas las áreas y actividades humanas: la dimensión espiritual, el desarrollo
humano, la conservación del saber antiguo, la iniciación y extensión de la cultura entre las nuevas
poblaciones asentadas en Europa, la creación de pensamiento, la educación, el arte, la transmisión
del valor del trabajo, el desarrollo económico, las técnicas agrícolas e industriales, la ciencia, la
organización de la vida cívica, la asistencia hospitalaria, la promoción y defensa de la paz, etc. Todo
esto lo hicieron desde sus ‘factorías’, sin salir apenas de ellas.
Ello se sintetiza en la transmisión de los valores en que se fundamentaba el propio
monasterio:
Los valores religiosos y espirituales cristianos; por su propia excelencia, y como inspiradores de
los valores humanos y personales básicos.
La transmisión de la cultura: escuelas, academias, universidades, unida a la recuperación y
conservación de la cultura clásica: pensamiento y literatura grecoromanas y del derecho romano.
Fundamentación de la civilización sobre el valor de la persona, en sí misma y como núcleo
original de la sociedad, de la familia y de la comunidad social y política. Asimismo, la implantación
del derecho, el trabajo, la paz, la organización social.
Por otra parte, los monasterios fueron, con su organización interior, las primeras y, por mucho
tiempo, únicas democracias de Europa, mediante una ponderada conjugación y equilibrio entre los
principios de autoridad y participación.
El trabajo
Uno de los factores primordiales que hicieron posible esta fecundidad de los monasterios
fue la introducción del trabajo. En la historia de la civilización humana y de Europa el trabajo
aparece por primera vez en los monasterios como un valor humano, social y moral. Lo que habría
de ser uno de los factores más decisivos de dinamismo en la historia europea, es introducido por la
Regla de San Benito, repartiendo la vida del monje entre las actividades espirituales y las laborales:
ora et labora. Trabajo a la vez personal y comunitario: tendente a la subsistencia y desarrollo del
monasterio, pero también a la expresión de las capacidades de cada monje.
Hasta entonces el trabajo había sido exclusivo de los siervos y esclavos, no del hombre libre.
Era un contravalor. Pero fue contemplado por ellos como un valor humano primordial: un mandato
divino, que permite la creatividad del esfuerzo y del talento del hombre; ordenado a su desarrollo y
bienestar personal y colectivo.
Una actividad realizada bajo el principio del ‘trabajo bien hecho’, esto es, perfectamente
acabado, con la máxima excelencia técnica o artística. Porque es una obra hecha para Dios, para el
bien, el honor y la utilidad del Monasterio. La sociedad europea asumiría progresivamente este
axioma.
A esta aportación añadieron la Iniciación en todas las artes agrícolas, industriales y artísticas
de la época, proporcionando al mismo tiempo las tierras para el cultivo y colaborando en la
fabricación de los instrumentos de trabajo.
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