Coriolano - Biblioteca Virtual Universal

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Coriolano
Plutarco
I Muchos varones ilustres dio a Roma la familia patricia de los Marcios, de cuyo
número fue Gayo Marcio, nieto de Numa por su madre, y elegido rey después de Tulo
Hostilio. Eran asimismo Marcios Publio y Quinto, que trajeron a Roma el agua mejor y
más copiosa, y Censorino, a quien dos veces nombró censor el pueblo y a cuya
persuasión después propuso y estableció ley para que a ninguno le fuera permitido
obtener dos veces esta magistratura. El Gayo Marcio de quien vamos a escribir, educado
por la madre a causa de haber quedado huérfano de padre, hizo ver que, si bien la
orfandad trae otros males, no estorba empero que pueda alguno hacerse hombre virtuoso
y aventajado a los demás, aunque por otra parte dé motivo de queja y reprensión contra
ella a los viciosos, como que es quien por el descuido los echa a perder. Acreditó
también este Marcio que aun en aquellos de un natural excelente, por más generoso y
bien inclinado que éste sea, si le falta la instrucción, al lado de las buenas cualidades
produce otras malas, como en la agricultura un fértil terreno que se deja sin cultivo.
Porque aquella resolución y entereza de ánimo para todo produjo grandes y muy activos
conatos; pero el ser, por otra parte, vehemente e irreductible en la ira, le hizo desabrido
y poco asequible al trato con los demás hombres; por tanto, al mismo tiempo que
admiraban en él su impasibilidad respecto de los placeres, de los trabajos y del atractivo
de las riquezas, a la cual le daban los nombres de templanza, justicia y fortaleza,
teníanle para las conferencias políticas por altanero, molesto y mal sufrido; porque el
mejor fruto que los hombres sacan del trato con las musas es que por medio de la
elocuencia y la doctrina se suaviza la natural índole, reduciéndola en todo a la justa
medianía y desarraigando lo superfluo. En Roma, en aquella época principalmente, era
ensalzada la virtud que sobresale en los hechos de armas y de la milicia, y prueba de
ello es que a toda virtud no le dieron sino sola la denominación de la fortaleza, haciendo
nombre común del género el que a la fortaleza le era propia y peculiar.
II. Dominaba entre las demás pasiones de Marcio la de la guerra, y así desde niño
empezó a manejar las armas; y, juzgando que de nada les sirven las armas de afuera a
los que no tienen bien adiestrada y dispuesta el arma innata e ingénita, que es el cuerpo,
de mal modo ejercitó el suyo para toda especie de lid, que en el correr era sumamente
ligero, y para tenerse firme en la lucha y en los combates casi invencible; por tanto, los
que contendían con él en fortaleza y virtud, siéndole en ellas inferiores, echaban la culpa
a la robustez de su cuerpo, que era invencible e incapaz de doblarse con trabajo alguno.
III. Militó por la primera vez siendo todavía jovencito, cuando Tarquino, el rey de
Roma, desposeído ya del trono, después de muchas batallas y derrotas echó, se puede
decir, el resto, y vinieron en su auxilio, haciendo causa común contra Roma los más de
los Latinos y muchos de los pueblos de Italia, no menos en obsequio de aquel, que por
envidia y deseo de contener los progresos de la grandeza romana. En aquella batalla,
que por una y otra parte estuvo muy varia e incierta, peleaba Marcio con gran denuedo a
la vista del Dictador, y viendo caer a su lado a un romano, no le abandonó, sino que se
puso delante de él, y acometiendo al enemigo que lo acosaba, le dio muerte. Después de
la victoria, fue uno de los primeros a quienes el general ornó con una corona de encina,
porque ésta fue la corona que señaló la ley al que salvaba un ciudadano: bien fuera
porque tuviesen en veneración la encina a causa de los Árcades, denominados
comedores de bellotas por un oráculo del dios, bien porque siempre y en todas partes
tienen los que militan copia de encinas, o bien porque siendo de encina la corona de
Júpiter social creyesen que ésta era la que más propiamente debía darse por la salvación
de un ciudadano. Es además la encina el árbol de más copioso fruto entre los silvestres y
el de madera más sólida entre los cultivados. Era también alimento la bellota que de ella
proviene, y bebida el melicio; y daba además carne de fieras y de aves, proveyendo de
un instrumento para la caza, que es la liga. Dícese que en esta batalla se aparecieron los
Dioscuros, y que después de ella se les vio, con los caballos goteando de sudor, dar la
noticia en la plaza, en el sitio junto a la fuente donde está edificado su templo: de donde
proviene que en el mes de julio el día de los idus, que es fiesta triunfal, está consagrado
a los Dioscuros.
IV. La nombradía y los honores dispensados a los jóvenes, en los que son de índole
ligeramente ambiciosa, vienen a ser, a lo que parece, una cosa temprana que apaga su
espíritu y llena pronto su sed, dejándola fácilmente satisfecha; pero a los de ánimo
altivo y resuelto los honores los elevan y encienden, impeliéndolos, a manera del viento,
a lo que les parece honesto: porque no los reciben como salario, sino que más bien son
una nueva prenda que dan de que se avergonzarán de frustrar la esperanza que de ellos
se tiene y de no hacerla correr con iguales hechos a los anteriores. Siendo de este
carácter Marcio, sólo trataba de emularse a sí mismo en el valor, aspirando a mostrarse
cada día nuevo en sus proezas, a merecer premios sobre premios y ganar despojos sobre
despojos: yendo a competencia en cuanto a honrarle los últimos generales con los
primeros y queriendo excederlos en sus demostraciones, así es que de tantas guerras y
lides como las que entonces tuvieron que sostener los Romanos, de ninguna volvió sin
corona y sin premio. Para los demás era la gloria el fin de su virtud; Marcio, en cambio,
aspiraba a ella para que su madre tuviera de qué regocijarse: por cuanto el que ésta
oyese sus alabanzas, el que le viera volver coronado y el abrazarla cuando vertía
lágrimas de gozo, le parecía que acrecentaba sus honores y su felicidad. Estos mismos
sentimientos se dice por su confesión propia haber sido los de Epaminondas, que tuvo
por la mayor de sus satisfacciones el que su padre y su madre hubiesen visto en vida su
generalato y su victoria en la jornada de Leuctras; sino que éste disfrutó el placer de ver
a padre y madre alegrarse y congratularse juntos: pero Marcio, creyendo que debía a
Volumnia una gratitud doblada, no se aquietó con regocijarla y honrarla, sino que tomó
mujer enteramente a su gusto y habitó siempre, aun teniendo ya hijos, en la misma casa
con la madre.
V. Era ya grande por su virtud la fama y el poder de Marcio cuando ocurrió que el
Senado, favoreciendo a los ricos, puso en estado de sedición a la plebe, que se quejaba
de los muchos e insufribles agravios que los logreros le irrogaban, pues a los
medianamente acomodados los despojaban de cuanto tenían, tomándoles prendas y
vendiéndolas, y respecto de los enteramente pobres, se apoderaban de las personas,
aprehendiendo sus cuerpos cubiertos de cicatrices de las heridas y golpes recibidos en
los encuentros y batallas sostenidos por la patria. La última de éstas había sido con los
Sabinos, para la cual los ricos habían ofrecido ser en adelante más moderados, y el
Senado había designado al cónsul Marcio Valerio por fiador de esta promesa. Mas
como después de haber peleado denodadamente en esta batalla y haber vencido a los
enemigos, en nada hallasen más equitativos a los logreros, ni el Senado diera muestras
de acordarse de lo que estaba convenido, sino que antes viese con indiferencia que los
atropellaban y encadenaban, suscitáronse en la ciudad grandes y temibles alborotos.
Venida a noticia de los enemigos esta inquietud de la plebe, no se descuidaron en
invadir a hierro y fuego la comarca; y aunque los cónsules dieron la orden de tomar las
armas a todos los que se hallaban en edad designada, nadie la obedeció. Dividiéronse
con esto otra vez los pareceres de los que servían las magistraturas, siendo unos de
dictamen de que se condescendiera con los pobres y se relajara el excesivo rigor de las
leyes, y opinando otros muy al contrario, de cuyo número era Marcio, el cual no daba
por cierto gran valor a los intereses, pero clamaba por que se contuviera y apagara aquel
principio y tentativa de insulto y osadía de una muchedumbre insubordinada a las leyes.
VI Celebráronse sobre esto frecuentes senados, y como en ellos nada se concluyese,
sublevándose de repente los pobres y excitándose unos a otros, abandonaron la ciudad y
se retiraron al monte que ahora se llama Sacro, fijándose junto al río Anio, sin cometer
acto alguno de violencia o sedición, y gritando solamente ser antiguo en los ricos el
estarlos arrojando de la ciudad, y que el aire, el agua y algunos pies de tierra en que
sepultarse, que era lo único que disfrutaban con habitar en Roma, fuera del recibir
heridas y la muerte peleando a favor de los ricos, lo hallarían fácilmente en cualquier
parte. Llenó esta ocurrencia de recelo al Senado, que por tanto les mandó en embajada a
los más moderados y populares entre los Senadores. Llevaba la voz Menenio Agripa,
que a un mismo tiempo usó de ruegos con la plebe y habló francamente sobre la
conducta del Senado, viniendo a concluir con una especie de fábula su exhortación v
amonestamiento. Porque les refirió que en cierta ocasión los miembros todos del cuerpo
humano se rebelaron contra el vientre, y le acusaron de que, estándose él solo ocioso y
sin contribuir en nada con los demás, todos trabajaban y desempeñaban sus respectivos
ministerios, precisamente por contenerle y satisfacer sus apetitos; y que el vientre se
había reído de su simpleza, porque no echaban de ver que si tomaba para sí todo el
alimento, era para distribuirlo después y dar nutrición a los demás. “Pues de esta misma
manera, continuó, se conduce con vosotros, oh ciudadanos, el Senado: porque a
vosotros refiere cuantos consejos y negocios se ofrecen y con vosotros reparte cuanto
hay de útil y provechoso”.
VII. Reconciliáronse con esto, pidiendo al Senado y concediéndoseles que se eligiesen
cinco ciudadanos en defensores suyos, que son los que ahora se llaman tribunos de la
plebe. Fueron nombrados los primeros los que los habían acaudillado en el
levantamiento, Junio Bruto y Sicinio Beluto. Luego que la ciudad volvió a no ser más
que un cuerpo, al punto acudió a las armas la muchedumbre y se presentó a los jefes
muy presta y decidida a marchar a la guerra. No estaba contento Marcio con el
ventajoso partido que había sacado la plebe, habiendo tenido que ceder la aristocracia, y
observaba que como él sentían muchos de los patricios: excitábalos, por lo tanto, a no
quedar inferiores a los plebeyos en las lides que peleaban por la patria, sino hacer ver
que en la virtud, más bien que en el poder, les hacían ventaja.
VIII. En la nación de los Volscos, que era contra la que tenían la guerra, la ciudad de
Coriolos gozaba de la mayor nombradía; dirigiéndose, pues, contra ella el cónsul
Cominio, se alarmaron los demás Volscos y corrieron de todos lados en su auxilio, con
la mira de pelear en defensa de la ciudad y de atacar por dos partes a los enemigos.
Tuvo Cominio que dividir sus fuerzas, y como marchase en persona contra los Volscos
que le cargaban en campo abierto, dejando para mantener el cerco a Tito Larcio, varón
muy principal entre los Romanos, tuvieron los Coriolanos en poco las fuerzas que
quedaban; por lo que, haciendo una salida y trabando combate, al principio lograron
ventajas y persiguieron a los Romanos hasta su campamento. Desde él acudió Marcio
con bien poca gente, y arrollando a los que más se le oponían, y haciendo contenerse a
los que venían en pos de ellos, llamó a grandes voces a los Romanos: porque era un
soldado tal cual lo deseaba Catón, no sólo por la mano y por el golpe, sino también por
el tono de la voz y la fiereza del rostro, temible en el encuentro y aterrador del enemigo.
Reuniéronsele ya muchos y pusiéronse a su lado, con lo que, acobardados los enemigos,
volvieron la espalda; pero él, no dándose por contento, los persiguió y atropelló,
llevándolos en desorden hasta las puertas. Puesto ya allí, aunque vio a muchos de los
suyos cesar en la persecución por la copia de dardos que lanzaban de las murallas, no
cabiéndole a nadie en la imaginación el pensamiento de meterse envueltos con los
enemigos en una ciudad llena de hombres aguerridos y que estaban sobre las armas, esto
no obstante, él insistía y los alentaba, gritando que la fortuna más bien había abierto la
entrada de la ciudad a los perseguidores que a los perseguidos. Siguiéronle muy pocos,
con los que se arrojó a las puertas y se metió por entre los enemigos, no habiendo por lo
pronto quien osase resistirle ni sostener su ímpetu. Cuando luego echó, dentro, de ver
cuán en corto número eran los que habían de auxiliarle y combatir a su lado, y
mezclados confusamente amigos y enemigos, dícese que sostuvo, de acuchillar y herir,
de acudir prestamente a todas partes y de mostrar el ánimo más arrojado, una increíble
pelea en la ciudad, y que venciendo a cuantos acometía, ahuyentando a unos a los
últimos extremos, y obligando a otros a arrojar lar armas, dio oportunidad a Larcio para
venir con los Romanos que habían quedado a la parte de afuera.
IX. Tomada de esta manera la ciudad, los más se entregaron a la rapiña y al saqueo de
las casas: indignóse Marcio y los reprendía, pareciéndole cosa intolerable que mientras
el cónsul y los ciudadanos que con él se hallaban, quizá venían a las manos y combatían
con los enemigos. ellos por codicia los abandonasen, o bajo la especie de enriquecerse
se sustrajesen al peligro. Fueron en corto número los que le dieron oídos, y él, tomando
consigo a los que quisieron seguirle, marchó por el camino que entendió había llevado
el ejército, inflamando unas veces a sus soldados y exhortándolos a no abatirse, y
haciendo otras veces plegarias a los Dioses para que no le privasen de la gloria de
hallarse en la batalla, y antes le concediesen llegar en la oportunidad de, combatir y
partir los riesgos con sus conciudadanos. Tenían entonces la costumbre los Romanos, al
formarse para entrar en acción, de embrazar los escudos, ceñirse la toga y hacer
testamentos no escritos, nombrando ante tres o cuatro camaradas su heredero. Cuando
en esta disposición se hallaban los soldados, teniendo ya a la vista los enemigos.
sobrevino Marcio. Y lo que es al principio dio que temer a algunos, presentándose con
unos pocos cubiertos de sangre y de sudor; pero después que prestamente y con
semblante alegre se fue hacia el cónsul alargándole la diestra y le dio cuenta de cómo
había tomado la ciudad, Cominio le echó los brazos y le saludó con ósculo; y de los
demás, a los que se enteraron del suceso les inspiró confianza, y aliento a los que sólo lo
conjeturaron; por lo que gritaron todos que se les llevara a los enemigos y se trabara
batalla. Preguntó entonces Marcio a Cominio con qué orden estaban dispuestas las
diferentes armas de los enemigos y dónde habían colocado las tropas escogidas. Díjole
éste que en su entender ocupaban el centro los tercios de los de Ancio, gente muy
aguerrida y que a nadie cedía en valor. “Ruégote, pues, le contesto Marcio, y
encarecidamente te suplico, que nos coloques frente a ellos”; y el cónsul se lo concedió,
admirado de semejante decisión. Apenas comenzaron a herirse con las lanzas, se
adelantó contra los enemigos Marcio, y los Volscos que estaban a su frente no pudieron
resistirle, sino que la falange, por la parte por donde él acometió, fue al punto rota. Mas
como entonces los de uno y otro costado hiciesen una conversión y dejasen a Marcio
cerrado entre sus armas, lleno de cuidado el cónsul mandó a los más esforzados en su
auxilio, y trabada en rededor de Marcio una recia pelea, en la que en breve fueron
muchos los muertos, cargando aquellos con ímpetu y fuerza rechazaron a los enemigos,
en cuya persecución se pusieron luego, rodeando a Marcio, al que veían rendido de
cansancio y de heridas, que se retirase al campamento; pero respondiéndoles que nunca
se cansa el que vence, cargó también sobre los fugitivos. Todo lo restante del ejército
fue igualmente deshecho, siendo grande así el número de muertos como el de
prisioneros.
X. Al día siguiente, habiéndose presentado Marcio y concurrido gran muchedumbre
ante el cónsul, subió éste a la tribuna, y hecha de los Dioses la debida conmemoración
por tamañas prosperidades, volvió ya a Marcio su discurso. Hizo de él en primer lugar
un magnífico elogio, habiendo sido espectador de muchas de sus acciones en la batalla,
y habiéndole informado Marcio de las demás; y luego, habiendo sido muy grande la
presa en riquezas, en caballos y en hombres, le dio orden de que tomase de cada especie
de cosas diez. antes de hacerse la distribución a los demás, y separadamente por prez del
valor le regaló un caballo enjaezado. Aprobáronlo los Romanos; pero Marcio,
adelantándose, respondió que el caballo lo recibía, y le eran muy gratos los elogios del
general: pero en cuanto a las demás cosas, mirándolas más bien como salario que corno
honor, las renunciaba, contento con entrar como uno de tantos al reparto: con todo, que
una sola gracia especial pedía y les rogaba se la otorgasen. “Tenía, dijo, entre los
Volscos un huésped y amigo, hombre de probidad y moderación: éste ha sido ahora
hecho prisionero, y de rico y feliz que antes era, ha venido a ser esclavo; mas entre
tantos males como le agobian, de uno sólo es menester aliviarle, que es de ser vendido
en la almoneda”. Al oír tal propuesta todavía fue mayor la gritería de todos en loor de
Marcio, y muchos los que admiraron más su desprendimiento en punto a intereses, que
su ardimiento en los combates: de manera que aun a aquellos en quienes había algo de
emulación y envidia por los distinguidos honores que se le tributaban les pareció digno
de los mayores premios, por el mismo hecho de rehusarlos; y en más tenían la virtud
con que los despreciaba, que no aquella con que los había ganado; porque es más
laudable saber usar bien de las riquezas que de las armas, y más glorioso que el usar
bien de aquellas el no desearlas ni haberlas menester.
XI Luego que entró la muchedumbre cesó el alboroto y la gritería, volvió a tomar la
palabra Cominio, y dijo: “En cuanto a esos otros dones, oh camaradas, no hay como
precisar a Marcio, si no los admite o rehusa recibirlos: obsequiémosle, pues, con aquel
que concedido no pueda desecharle, y resolvamos que tome el nombre de Coriolano, si
es que ya su misma hazaña no se le dio”. Y desde entonces tuvo el de Coriolano por el
tercero de sus nombres: con lo que se pone más de manifiesto que entre éstos Gayo era
el nombre propio, y que el segundo era el de la casa y familia, esto es, el de Marcio. El
que usó ya en adelante fue el tercero, que se añadía por una acción, por un acaso, por la
figura, o por alguna virtud, al modo que los Griegos por una hazaña imponían el
sobrenombre de Sóter y de Calinico; por la figura el de Fiscón y Gripo; por la virtud el
de Evérgetes y Filladelfo, y por la dicha el de Eudemón al segundo de los Batos. En
algunos de los reyes los motes mismos pasaron a ser nombres, por los que fuesen
conocidos, como en Antígono el de Dosón, y en Tolomeo el de Látiro. Todavía fue más
común a los Romanos usar de este género de sobrenombres, llamando Diademado a uno
de los Metelos, porque, habiendo tenido por largo tiempo una llaga, salía a la calle con
una venda en la frente; y a otro Céler o Pronto, porque dispuso en muy pocos días el dar
solemnes juegos en el funeral de su difunto padre, manifestando así la admiración que
les causó la prontitud y ligereza de aquellos preparativos. A algunos, por el caso
ocurrido en su nacimiento, los llaman aun hoy Próculo al que nace estando su padre
ausente; Póstumo cuando el padre ha muerto; y al que habiendo nacido mellizo se le
muere el hermano, Vopisco. Por los motes y apodos no sólo dan los sobrenombres de
Silas, Nigros, Rufos, sino también los de Cecos y Claudios: acostumbrando muy
juiciosamente a no tener por tacha o afrenta la ceguera o alguna otra desgracia y falta
corporal, sino a ponerlas por nombre propio del que las sufre. Mas esto pertenece a
tratado diferente.
XII. Terminada la guerra, volvieron los tribunos a suscitar otra vez la sedición, no
porque tuviesen nueva causa o motivo justo de queja, sino haciendo que les sirvieran de
pretexto contra los patricios los males que necesariamente debieron seguirse a sus
primeras inquietudes y disensiones. La mayor parte del terreno se quedó, en efecto, por
sembrar e inculto, y no hubo oportunidad con motivo de la guerra para hacer prevención
de trigo forastero. Sobrevino, por tanto, una suma carestía, y viendo los tribunos que la
plebe estaba absolutamente falta de abastos, y que aun cuando los hubiese de venta no
tenían con qué comprarlos, echaron la calumniosa voz contra los ricos de que por pura
malignidad les habían atraído aquella hambre. Entre tanto, vino embajada delos de
Veletri, ofreciendo entregar la ciudad y pidiendo se enviasen allá colonos, porque una
enfermedad pestilente que los había afligido había hecho tal ruina y destrozo de
hombres, que apenas le habría quedado la décima parte de su población. Parecióles a los
hombres de juicio que había venido muy oportuna y sazonadamente esta demanda de
los Velitranos en ocasión en que, necesitando de algún alivio a causa de la escasez,
concebían la esperanza de calmar la sedición con limpiar la ciudad delo más revuelto y
más acalorado de los tribunos, como de una superfluidad nociva e incómoda.
Escogiendo, pues, a éstos los cónsules, formaron con ellos la colonia y la enviaron, y a
los demás les intimaron la necesidad de militar contra los Volscos; preparando así una
distracción de las turbaciones civiles, y pensando que, reunidos con las armas en el
campamento y en los comunes combates, los ricos, juntamente con los pobres, y los
plebeyos con los patricios, se mirarían recíprocamente entre sí con mayor mansedumbre
y dulzura.
XIII. Oponíanse principalmente los tribunos Sicinio y Bruto, diciendo a gritos que se
quería disfrazar la cosa más inhumana con uno de los nombres más benignos, pues era
como echar al Tártaro a los pobres, hacerles marchar a una ciudad llena de un aire
enfermizo y de cadáveres insepultos y enviarlos a la mansión de un Genio extranjero y
maléfico, y como si esto no fuera bastante, que a unos ciudadanos querían los acabase el
hambre, a otros los abandonaban a la peste, y además les suscitaban una guerra del todo
voluntaria para que no hubiera calamidad que a la ciudad no alcanzase, porque no se
prestaba a vivir en la esclavitud de los ricos. No circulando. pues, entre la plebe otros
discursos que éstos, no se presentaba a la revista de los cónsules, y desacreditaba la
resolución de enviar la colonia. Veíase en perplejidad el Senado; pero Marcio, que ya
estaba lleno de orgullo y tenía la reputación de altivo, haciéndose admirar por esta
cualidad, era entre los poderosos el que más abiertamente hacía frente a los tribunos.
Enviaron, pues, la colonia, precisando a salir con graves penas a los sorteados, y por lo
que hace a la milicia, como enteramente se negasen a ella, Marcio juntó sus clientes y
otros a quienes pudo persuadir, recorrió todo el país de los de Ancio, y habiendo
encontrado mucho grano, y hecho gran botín de ganados y esclavos, nada tomó para sí,
y volvió a Roma con sus soldados, que traían y conducían mucha hacienda: de manera
que los demás, pesarosos ya y envidiosos de los que se habían enriquecido, se irritaban
con Marcio y miraban con malos ojos su gloria y su poder, como que crecían en daño de
la plebe.
XIV. Presentóse de allí a poco tiempo Marcio pidiendo el consulado, y la mayor parte
condescendía, ocupando a la plebe cierta vergüenza para no desairar ni repeler a un
varón que, sobresaliendo a todo en linaje y en valor, había alcanzado tantos y tan
señalados triunfos; porque era costumbre que los que pedían el consulado hablaran y
alanzaran la diestra a los ciudadanos, presentádose con sola la toga y sin túnica en la
plaza, bien fuera para mostrar mayor sumisión en sus ruegos, o bien para poner de
manifiesto los que tenían cicatrices aquellos honrosos testimonios de su valor y
fortaleza, pues no era por sospecha de distribución de dinero o de presentes el obligar a
que el peticionario se presentara a sus conciudadanos desceñido y sin túnica, porque
tarde y muy largo tiempo después fue cuando se introdujo la corrupción y la venta, y
cuando el dinero se mezcló en las votaciones de los comicios; y ya desde entonces el
soborno, habiendo contaminado los tribunales y los ejércitos, impelió la ciudad hacia el
despotismo, cautivando las armas al dinero, pudiéndose asegurar que tuvo mucha razón
el que dijo que el primero que disolvió la república fue el que dio banquetes e hizo
distribución de dinero al pueblo. Mas este daño parece que se fue deslizando a
escondidas y poco a poco, y que no se manifestó de pronto en Roma, puesto que no
sabemos quién fue el que primero hizo en aquella ciudad donativos a los tribunales o al
pueblo; cuando en Atenas se dice haber sido el primero que dio dinero a los jueces
Ánito, el hijo de Antemión, acusado de traición acerca de Pilo, ya hacia el fin de la
guerra del Peloponeso, tiempo en que todavía en Roma dominaba en la plaza pública un
linaje verdaderamente áureo e incorrupto.
XV. Mostraba Marcio muchas cicatrices de gran número de combates en que había sido
herido en los diez y siete años seguidos que había militado, lo que hacía mirar con
respeto su valor, y unos a otros se habían dado palabra de designarle. Mas venido el día
en que había de hacerse la votación, como Marcio se hubiese presentado en la plaza
pública acompañándole pomposamente el Senado y pugnando todos los patricios por
ponérsele alrededor, demostración que jamás habían hecho con nadie, al punto la
muchedumbre depuso la inclinación que le tenía, pasando a mirarle con encono y
ojeriza, a los cuales afectos se juntaba, además, el temor de que un hombre tan
aristocrático, hecho dueño del mando y teniendo tanto ascendiente con los patricios,
pudiera privar enteramente al pueblo de su libertad. Con estas ideas desairaron en la
votación a Marcio. Luego que se vio ser otros los cónsules que se publicaron, el Senado
lo sintió profundamente, creyendo que el insulto, más que contra Marcio, era contra él
mismo; pero aquel no llevó con moderación ni con sosiego lo sucedido, estando por lo
común acostumbrado a usar de aquella parte de su carácter que era iracunda y
rencillosa, sin que lo dócil y suave que principalmente debe sobresalir en las virtudes
políticas se le hubiese en ningún modo inspirado por el discurso y la educación. y sin
que supiese que, como dice Platón, al que ha de tomar parte en los negocios públicos y
conversar sobre ellos con otros hombres, le conviene ante todo huir la arrogancia,
compañera inseparable del aislamiento, y abrazar la paciencia, que suele de algunos ser
escarnecida. Así es que, siendo hombre sencillo e inflexible, creído de que el vencer y
salirse con todo era obrar con fortaleza, mas no de que el entregarse a la cólera proviene
de debilidad y flaqueza, por lo que sufre y padece el espíritu, del que viene a ser como
un tumor la ira, se retiró de la plaza lleno de incomodidad y despecho contra el pueblo.
Los jóvenes patricios, que eran en la ciudad, por lo distinguido de su origen, lo más
ufano y floreciente, siempre se le habían mostrado sumamente afectos. En esta ocasión,
se pusieron de su parte decididamente, e irritados y dolidos como él, exasperaron
todavía más su cólera e indignación, porque era, cuando estaban de facción, su guía y su
maestro en las cosas de la guerra, y en el hacer que los que se gloriaban de hazañas
ilustres excitaran en los demás, no envidia, sino una honrosa emulación.
XVI Vino en esta sazón trigo a Roma, en gran parte comprado en Italia y en no pequeña
regalado por los Siracusanos, enviándolo al tirano Gelón, con el que muchísimos
concibieron lisonjeras esperanzas de que a un mismo tiempo iba la ciudad a verse libre
de escasez y de disensiones. Reunido, pues, el Senado, se derramó incontinente por las
inmediaciones el pueblo, cercando por la parte de afuera la Curia, en la esperanza de
que tendría grano en mucha conveniencia, y que lo regalado se distribuiría de balde; y
aun adentro había quien a esto mismo excitase al Senado. Mas levantóse en este punto
Marcio y contradijo acaloradamente a los que pensaban en haberse benignamente con la
muchedumbre, tratándolos de populares y de traidores de la nobleza, que fomentaban
contra sí mismos las semillas, ya prendidas, de osadía e insolencia, que hubiera sido
bueno no haber despreciado cuando se esparcían al principio, y no haber dejado a la
plebe hacerse poderosa con tan excesiva potestad: que ya hasta temible se les hacía con
querer que en todo se cediera a su voluntad y a nada pudiera precisárseles contra ella, no
guardando obediencia a los cónsules, y viviendo en anarquía con tener por caudillos a
los que se denominaban magistrados suyos: que con el presente y distribución del
grano, que al modo de los Griegos de mejor ordenadas repúblicas decretaban algunos,
no se haría otra cosa que dar aire a su desobediencia en ruina del Estado; “pues no
pueden reconocer que sea una recompensa por la milicia, de que desertaron, por las
escisiones con que abandonaron la patria, o por las calumnias que abrigan contra el
Senado, sino que en la inteligencia de que cediendo y lisonjeándolos de miedo les
hacemos semejante distribución, y, con la esperanza de salirse con todo, no pondrán a
su desobediencia término alguno, ni habrá cómo contenerlos de que armen disensiones
y alborotos: así que esto- decía- me parece una locura. Por tanto, si hemos de obrar con
prudencia, arranquémosles el tribunado, que es un jirón de la autoridad consular y un
rasgón de la república, no una ya como antes, sino de tal manera partida en trozos, que
ya no ha de poder en adelante unirse, ni tener concordia, ni dejar nosotros de estar
agitados y en continuos alborotos unos con otros”.
XVII. Diciendo Marcio muchas cosas por este término, entusiasmó extraordinariamente
a todos los jóvenes y puso de su parte a casi todos los ricos, que decían a gritos no tenía
la ciudad otro hombre invencible e incapaz de condescendencias, sino a él sólo.
Hacíanles, con todo, oposición algunos de los ancianos, previendo lo que iba a suceder;
pero nada de provecho adelantaron, pues los tribunos que se hallaban presentes, luego
que vieron que prevalecía el dictamen de Marcio, corrieron con gritería hacia la
muchedumbre, exhortándola a que se les uniese y les diese auxilio. Reunido
tumultuariamente el pueblo en junta, y referidas las expresiones en que había
prorrumpido Marcio, estuvo muy poco en que, llevada la plebe de la ira, no se arrojase
sobre el Senado; pero los tribunos, atribuyéndolo todo a Marcio, lo enviaron a llamar
para que se defendiese. Mas como con desprecio hubiese desechado a los lictores que se
le enviaron, los mismos tribunos se presentaron trayendo con los prefectos a Marcio por
fuerza, habiéndole echado mano, Concurrieron entonces los patricios, e hicieron retirar
a los tribunos, y a los prefectos aun les dieron algunos golpes; pero sobrevino la tarde y
disolvió aquel alboroto. A la mañana temprano, viendo los cónsules al pueblo
sumamente inquieto, que por todas partes corría hacia la plaza pública, temieron por la
ciudad, y congregando el Senado exhortaban a que mirase cómo con palabras suaves y
con proposiciones ventajosas se podría apaciguar y sosegar a la muchedumbre, pues no
eran momentos aquellos de pretensiones ni de contender por la autoridad, si tenían algo
de juicio, sino más bien tiempo delicado y de urgencia que exigía un manejo de mucha
mansedumbre y mucha humanidad. Convinieron los más, y dirigiéndose los cónsules a
la muchedumbre, le hablaron con mucha blandura y procuraron templarla, disipando
con agrado las calumnias y absteniéndose lo posible de quejas y reconvenciones, y en
cuanto al precio del grano comprado, dijeron que fácilmente se entenderían entre sí.
XVIII. Cuando la mayor parte de la plebe se hubo calmado, y se echó de ver en el
escuchar con orden y sosiego que se había dejado convencer y ablandar, tomando la
palabra los tribunos, ofrecieron que la plebe competiría en moderación y prudencia con
el Senado mientras así se la tratase; mas al mismo tiempo ordenaron que Marcio se
justificase de haber tratado de inflamar al Senado para trastornar el gobierno y disolver
la república, de haber sido rebelde a la citación de ellos mismos y, finalmente, de haber
dado golpes e insultado en la plaza pública a los prefectos, promoviendo en cuanto
estuvo de su parte la guerra civil y armando a los ciudadanos unos contra otros. Hacían
esta propuesta con la intención, o de humillar a Marcio si contra su carácter deponía la
altivez, o de encender más la ira contra él si usaba de su genio, que era lo que más
esperaban y en lo que ciertamente no se engañaron: porque se presentó como para
defenderse, y la plebe le prestó una reposaba atención; mas luego que ante unos
hombres que aguardaban un lenguaje sumiso empezó, no sólo a usar de un desenfado
chocante y de una acusación más chocante todavía que el desenfado, sino que aun en el
tono de voz y en todo su continente dio muestras de un desahogo que no distaba mucho
del desdén y del desprecio, la plebe se incomodó y se le veía que le era muy molesto
aquel discurso; y de los tribunos, Sicinio, que era el más pronto y arrebatado, habiendo
conferenciado brevemente con sus colegas y publicando que Marcio era condenado a
muerte por los tribunos, ordenó a los prefectos que, llevándole a la roca Tarpeya, le
arrojasen inmediatamente al barranco que está al pie de ella. Al ir los prefectos a echarle
mano, aun a los más de los plebeyos les pareció aquello sumamente duro y mal
meditado; y los patricios, levantándose y acudiendo de todas partes, pugnaban con
gritería por darle socorro, y unos apartaban a empellones a los que le asían, cogiendo a
Marcio en medio de ellos, y otros, levantando las manos, hacían plegarias a la
muchedumbre. De nada servían los discursos ni las voces en semejante tumulto y
confusión; conferenciando, por tanto, entre sí los amigos y familiares de los tribunos
sobre que sería imposible, sin gran mortandad de los patricios, sacar de allí y castigar a
Marcio, lograron persuadir a aquellos que desistieran de lo extraño y repugnante de
aquel modo de castigo, quitándole la vida por violencia, sin ser juzgado, y antes
permitieran al pueblo dar su voto. De sus resultas preguntó Sicinio a los patricios qué
era lo que intentaban con sustraer a Marcio de manos de la plebe que quería castigarle.
Y como aquellos le preguntasen a su vez: “¿Y qué resolución y presunción es la vuestra
de conducir así a uno de los primeros ciudadanos Romanos a un castigo tan feroz e
ilegal?”, “No hagáis, pues, contestó Sicinio, que esto sirva de pretexto para una
disensión y sublevación contra la plebe, ya que se os concede lo que apetecéis, que es
que sea juzgado: y a ti, oh Marcio, continuó, te asignamos el plazo de tres ferias para
que comparezcas, y si es que no has delinquido, lo hagas manifiesto a sus
conciudadanos, que con sus votos han de juzgarte.” XIX. Por entonces contentó mucho
a los patricios este desenlace, y se retiraron con Marcio sumamente gozosos. En el plazo
de las tres ferias, porque hacen los Romanos sus ferias de nueve en nueve días, dándoles
el nombre de núndinas, les dio esperanza de buen éxito el tener que levantar ejército
contra los de Ancio, pensando que iría largo y ocuparía tiempo, con el que la plebe se
haría más dócil, debilitándose el enojo concebido o borrándose del todo con la vuelta,
eran frecuentes las juntas de los patricios, temerosos y solícitos por no abandonar a
Marcio, ni dar otra vez a los tribunos motivo para conmover la plebe. Tenía opinión
Apio Claudio de ser uno de los más opuestos a ésta, y no la desmintió en esta ocasión,
diciendo que el Senado sería quien acabase con los patricios y quien disolviese la
república, si daba lugar a que la plebe tuviera voto contra los patricios; pero, por el
contrario, los más ancianos y más populares eran de dictamen de que la misma
autoridad, en vez de más áspera y más insolente, haría a la plebe más dulce y más
humana; porque para aquella, que más bien que despreciar al Senado estaba en
inteligencia de ser de él tenida en poco, sería de gran honor y consuelo esta facultad de
juzgar; de manera que en el acto mismo de tomar las tablas ya habrían depuesto la ira.
XX. Echando de ver Marcio que el Senado, por amor a él y por miedo a la plebe, estaba
en la mayor duda y perplejidad, preguntó a los tribunos qué era de lo que le acusaban y
sobre qué crimen le llevaban a ser juzgado por el pueblo. Respondiéndole éstos que la
acusación era de tiranía y le probarían que tiranizar había sido su intento, se levantó
prontamente, y de ese modo dijo: “Ahora mismo voy ante el pueblo a defenderme, y no
rehuso ningún modo de juicio, ni, si soy vencido, ningún género de pena, con tal que
sobre esto sólo sea mi acusación y no engañéis al Senado”. Y convenidos en ello, según
lo tratado, se entabló el juicio. Congregado el pueblo, ya desde luego hubo la novedad
de que se obtuvo a la fuerza por los tribunos que la votación se hiciese, no por curias,
sino por tribus, consiguiendo con esto que sobre los hombres acomodados, conocidos y
compañeros de Marcio en el ejército, prevaleciera en sufragios una muchedumbre
pobre, jornalera y poco cuidadosa del decoro. Después de esto, abandonando el juicio de
tiranía, para el que no tenían pruebas, trajeron a discusión el discurso de Marcio en el
Senado, cuando se opuso a la disminución del precio del trigo y se empeñó en que se
quitara a la plebe el tribunado. Acusáronle también de otro nuevo crimen, que fue la
distribución del botín que hizo en la comarca de Ancio, no habiéndolo aportado al erario
público, sino repartido a los que militaron con él; que se dice haber producido en
Marcio grande trastorno, porque de ningún modo lo esperaba; así cogido de repente, no
le ocurrieron razones bastante persuasivas para hablar a la muchedumbre, y antes con
hacer el elogio de los que fueron de la expedición indispuso contra sí a los que no se
hallaron en ella, que eran en mucho mayor número. Finalmente, dadas las tablas a las
tribus, excedieron de tres las que le condenaban, siendo la pena destierro perpetuo.
Luego que esto se anunció al pueblo, salió de la plaza con un gozo y una satisfacción
cual no había manifestado nunca después de haber vencido a sus enemigos. Por el
contrario, del Senado se apoderó una gran pesadumbre y abatimiento, arrepintiéndose y
llevando muy a mal el no haberse expuesto a todo antes que consentir que la plebe los
maltratase, autorizada con tan exorbitante facultad: de manera que para distinguirlos no
había entonces necesidad de atender al vestido u otras insignias, sino que al instante se
echaba de ver que el que estaba contento era plebeyo, y patricio el que se mostraba
incomodado.
XXI Sólo el mismo Marcio se mostraba sereno e imperturbable en su continente, en sus
pasos y en su semblante; y mientras los demás sufrían, él sólo se ostentaba impasible;
no por reflexión o apacibilidad, ni porque estuviese resignado a lo que le sucedía, sino
más bien agitado de ira y de impaciencia, lo cual engaña a muchos que no comprenden
que aquello es otra forma de pesar. Porque cuando éste se convierte en saña, como si
diera calentura, entonces se pierde el abatimiento y la inmovilidad, y el iracundo
aparece esforzado, al modo que fogoso el calenturiento, como si el alma estuviese
alterada, tirante y conmovida. Así es que muy luego dio muestras Marcio de esta
disposición; porque entrando en su casa se despidió de su madre y su mujer, a las que
encontré muy afligidas y llorosas; y exhortándolas a llevar con valor aquel trabajo,
marchó sin detenerse, y se encaminó a las puertas de la ciudad. De allí, adonde le habían
acompañado todos los patricios, sin tomar nada ni hacer algún encargo, se puso en
camino, no llevando consigo sino tres o, cuatro de sus clientes. Por unos cuantos días
estuvo en una de sus posesiones, revolviendo en su ánimo diferentes ideas, cuales el
enojo se las sugería, y no pensando nunca cosa buena o conveniente, sino cómo haría a
los Romanos arrepentirse, resolvió, por fin, ver el modo de suscitarles una guerra
peligrosa y cercana. Encaminóse, pues, antes que a otra parte a tentar a los Volscos,
sabedor de que estaban florecientes en gente y en dinero, y teniendo por cierto que con
las derrotas poco antes sufridas no se había disminuido tanto su poder, como se habían
aumentado su emulación y su encono.
XXII. Había en Ancio un ciudadano que, por su riqueza, por su valor y por lo ilustre de
su linaje, tenía una especie de autoridad regia entre todos los Volscos, y era su nombre
Tulo Aufidio. Sabía Marcio que éste le aborrecía más que a ninguno otro de los
Romanos, porque muchas veces en los combates se habían hecho amenazas y
provocaciones, usando de jactancias en los encuentros, como es propio de la vanagloria
y la emulación entre enemigos jóvenes; y así, a la enemistad común habían añadido el
odio particular del uno al otro. Mas con todo, conociendo también en Tulo cierta
grandeza de ánimo, y que más que ninguno entre los Volscos deseaba hacer daño por su
parte a los Romanos si daban ocasión a ello, confirmó la sentencia del que dijo:
Repugnar a la ira es arduo empeño: cómprase con la vida lo que anhela. Y así, tomando
un vestido y traje en el que, aunque lo vieran, no pudiera ser conocido, a la manera de
Odiseo, En la ciudad se entró de hombres contrarios.
XXIII. Era la hora de anochecer, y aunque tropezó con muchos, no fue conocido de
nadie. Dirigióse, pues, a la casa de Tulo, y entrándose repentinamente al hogar, se sentó
sin hablar palabra, y cubriéndose la cabeza, se estuvo quedo. Admiráronse los que allí
se hallaban; pero ninguno se atrevió a oponérsele, porque había cierta dignidad en su
continente y en su silencio; lo que sí hicieron fue referir a Tulo, que estaba cenando, lo
extraorDinario de aquel paso; y éste, levantándose de la mesa, se vino para él y le
preguntó quién era, y cuál el objeto de su venida. Entonces Marcio, descubriéndose y
parándose un poco, “si aún no me conoces, oh Tulo- dijo-, sino que con estar viéndome
todavía dudas, será preciso que yo me haga acusador de mí mismo. Soy Gayo Marcio,
que he causado a los Volscos muchos daños, y llevo un nombre que no me permitiría
negarlo, llamándome Coriolano, pues de todos mis trabajos y peligros no poseo otro
premio que este ilustre nombre, distintivo de mi enemistad contra vosotros; esto es lo
único que no se me ha quitado: de todos los demás bienes, por envidia e insolencia de la
plebe, y por flojedad y abandono de los que están en los altos puestos, que son mis
iguales, de una vez me he visto despojado. Me han echado a un destierro, y me he
acogido a tu hogar como suplicante, no de mi inmunidad y seguridad, porque a qué
había de venir aquí si temiera morir, sino en solicitud de tomar venganza, la que ya
tomo en alguna manera de los que me han desechado, haciéndote dueño de mí. Por
tanto, si anhelas dominar a tus enemigos, aprovéchate, oh hombre generoso, y saca
partido de mis desgracias, haciendo que se convierta en dicha vuestra el infortunio de un
hombre que tanto mejor peleará en vuestra defensa que contra vosotros, cuanto hacen
mejor la guerra los que conocen las cosas de los enemigos que los que las ignoran. Mas
si has desistido de aquel intento, ni yo quiero vivir, ni a ti te estaría bien el salvar a un
hombre que te es de antiguo contrario y enemigo, y ahora inútil y de ningún provecho”.
Al oír esto Tulo recibió grandísimo contento, y alargando la diestra, “levántate- le dijo-,
oh Marcio, y confía: porque nos traes un gran bien entregándote a ti mismo; y espera
todavía mayores cosas de los Volscos”. Dio entonces un banquete a Marcio con gran
regocijo, y en los días siguientes estuvieron confiriendo juntos entre sí sobre la guerra.
XXIV. En Roma la ojeriza de los patricios contra la plebe, acrecentada con la
condenación de Marcio, causó grande alteración; además, los agoreros, los sacerdotes y
los particulares referían muchos prodigios que debían inspirar cuidado. Cuéntase uno de
ellos en esta forma: había un Tito Latino, hombre poco conocido, no de la clase
jornalera, sino medianamente acomodado, libre de toda superstición y más todavía de
ostentación y jactancia. Éste, pues, tuvo un sueño, en el que se le apareció Júpiter y le
mandó dijese al Senado que había sido danzante poco diestro y poco agradable el que
había prevenido para que fuese delante de su procesión. Cuando tuvo este ensueño, dijo
que a la primera vez no hizo caso, y que cuando segunda y tercera lo despreció también,
le vino la nueva de la muerte de un hijo muy apreciable, y de repente se le baldó el
cuerpo sin poderse valer de él: de todo lo que, habiéndose hecho llevar en hombros, dio
cuenta al Senado; y según dicen, no bien lo hubo ejecutado, cuando sintió fortalecido su
cuerpo y se retiró andando por su pie. Quedáronse los senadores atónitos e hicieron
grandes pesquisas sobre este suceso, que resultó haber pasado así: un amo entregó en
manos de los otros a uno de sus esclavos con orden de que lo llevaran por la plaza
dándole azotes y después le quitaran la vida. En pos de ellos, cuando así lo cumplían y
hostigaban al esclavo, que con el dolor daba mil vueltas y hacía muchos movimientos y
contorsiones poco graciosas, acertó por casualidad a ir la rogativa de Júpiter, a cuya
vista muchos de los que allí se hallaron sintieron incomodidad, viendo un espectáculo
tan triste y aquellas odiosas contorsiones; mas ninguno se interpuso, y sólo se
contentaron con decir denuestos e imprecaciones contra el que tan ásperamente
castigaba. Trataban entonces a los esclavos con mucha equidad, por trabajar a su lado, y
porque viviendo juntos usaban con ellos de gran dulzura y familiaridad: así el mayor
castigo de un esclavo descuidado era hacerle que, tomando el palo del carro en que se
sostiene el timón, saliese así por la vecindad; porque el que sufría, y era visto de los
conocidos y vecinos, quedaba para siempre desacreditado; y a este tal le decían por
apodo Furcifer, porque llamaban horquilla los Romanos a lo que los Griegos apoyo o
sostén.
XXV. Luego que Latino les refirió esa visión, dudando quién podría ser el poco diestro
y poco grato danzante que había precedido a la rogativa de Júpiter, hicieron algunos
memoria, por la extrañeza del castigo, de aquel esclavo que azotado había sido
conducido por la plaza y después se le había dado muerte. En consecuencia, por
dictamen uniforme de los sacerdotes, el señor del esclavo fue castigado, y de nuevo se
hicieron en honor del dios la rogativa y los ruegos. En otras muchas cosas se echa de
ver que Numa fue un excelente ordenador de las cosas sagradas; pero sobresale
principalmente lo que estableció para hacer religiosos a los Romanos; en efecto, cuando
los magistrados y sacerdotes se ocupan en las cosas divinas, precede un heraldo, que
exclama en alta voz: hoc age, expresión que significa “haz esto”, prescribiendo a los
sacerdotes que presten atención y no interpongan ninguna otra obra o especie de
ocupación, como dando a entender que las más de las cosas humanas se hacen por una
cierta necesidad, sin intención del que las hace. Por lo que toca a los sacrificios, las
procesiones y los espectáculos, suelen los Romanos repetirlos, no sólo por una causa
tamaña, sino por otras más pequeñas; pues con que flaquease uno de los caballos que
arrastraban las llamadas tensas, o con que un auriga tomase las riendas con la mano
izquierda, decretaban que de nuevo se hiciese la rogativa, y aun en tiempos posteriores
se hizo hasta treinta veces el mismo sacrificio, porque siempre pareció que había habido
alguna falta o se había atravesado algún estorbo; ¡tal era en estas cosas divinas la piedad
de los Romanos! XXVI Marcio y Tulo, entre tanto, trataban en Ancio reservadamente
con los de mayor poder, y los exhortaban a promover la guerra, mientras los Romanos
estaban en disensiones unos con otros; y cuando trabajaban en persuadirlos, porque les
oponían la tregua y armisticio de dos años convenido entre los dos pueblos, los
Romanos mismos le dieron ocasión y pretexto con haber hecho publicar por pregón, a
causa de cierta sospecha, o más bien calumnia, que los Volscos que asistiesen a los
espectáculos y juegos debieran salir de la ciudad antes de ponerse el sol. Hay quien diga
que esto se hizo por amaño y dolo de Marcio, que envió a Roma quien falsamente
acusase a los Volscos de tener meditado sorprender a los Romanos en sus espectáculos
e incendiar la ciudad; ello es que aquel pregón a todos los enemistó más y más con los
Romanos. Acalorábalos además Tulo, e instigábalos de continuo, hasta que logró
persuadirles que enviasen a Roma a intimar la restitución de las tierras y las ciudades
que en la guerra se habían tomado a los Volscos. Mas los Romanos, oída la embajada,
se llenaron de indignación y dieron por respuesta que los Volscos serían los primeros a
tomar las armas, pero los Romanos serían los últimos en deponerlas. Con esto,
congregando Tulo al pueblo en junta general, luego que hubieron decretado la guerra,
les aconsejó que se llamase a Marcio, no conservando memoria alguna de los males
antiguos, sino teniendo por cierto que de auxiliarles haría más bien que mal les había
hecho siendo enemigo.
XXVII. Presentóse al llamamiento Marcio, y habiendo hablado a la muchedumbre,
como no menos que por las armas se hubiese mostrado por su elocuencia hombre
denodado y guerrero, y aun extraordinario en sus pensamientos y su osadía, se le
confirió juntamente con Tulo el absoluto mando para aquella guerra. Mas temeroso de
que el tiempo que los Volscos habían de gastar en sus preparativos, que podía ser largo,
le arrebatase la oportunidad de obrar, encargó a los principales ciudadanos y a los
magistrados que activasen y pusiesen en orden todas las cosas, y él persuadiendo a los
más decididos a que voluntariamente les siguiesen sin alistamiento, invadió
repentinamente el país de los Romanos, cuando menos lo esperaban. Así es que recogió
tan inmenso botín, que los Volscos tuvieron para retener, para llevar y para consumir en
el ejército, hasta cansarse. Era con todo la menor mira de aquella expedición el
procurarse provisiones y el talar y devastar la comarca; el objeto principal era acrecentar
la discordia entre los patricios y la plebe, para lo que, arrasando y destruyendo todo lo
demás, en los campos de los patricios no permitió que se hiciera el más leve daño, ni
que nadie tomara de ellos cosa alguna. Con efecto, por esta causa fue mayor la
disensión y contienda entre ellos, acusando a la plebe los patricios de haber desterrado
injustamente a un varón de tan grande importancia y culpando a éstos la plebe de haber
llamado por encono a Marcio; a lo que añadía que después le dejarían a ella la guerra,
quedándose tranquilos espectadores, por cuanto tenían a la parte de afuera por guarda de
su hacienda y de sus bienes a la misma guerra. Hecho esto, con lo que Marcio inspiró a
los Volscos mucho aliento y confianza, se retiró con la mayor seguridad.
XXVIII. Cuando estuvieron ya reunidas todas las fuerzas de los Volscos, como se
hallase ser muchas, determinaron dejar una parte en las ciudades para su guarnición y
con la otra marchar contra los Romanos; y en esta ocasión Marcio dio a escoger a Tulo
entre los dos mandos. Pero Tulo contestó que conocía bien que Marcio no le cedía en
valor, y que en fortuna le había visto ser muy favorecido en todos los hechos de armas;
así, que tuviera el mando de las que habían de salir a campaña, quedándose él mismo a
defender las ciudades y a facilitar a los del ejército cuanto fuera menester. Cobrando
con esto Marcio nuevo ánimo, volvió en primer lugar contra la ciudad de Circeyos,
colonia que era de los Romanos; mas como ésta se le entregase espontáneamente,
ningún daño le hizo. Desde ella pasó a talar el país de los Latinos, esperando con esto
que los Romanos vendrían a empeñar acción en defensa de los Latinos, por ser sus
aliados, y porque muchas veces los habían llamado. Mas la muchedumbre había decaído
de ánimo, y quedándoles a los cónsules muy poco tiempo de mando, en el que no
querían exponerse, por estas causas desatendieron a los Latinos; entonces Marcio
marchó contra las ciudades mismas, y sojuzgando por la fuerza a los Tolerinos, Lavicos
y Pedanos, y aun a los Bolanos, que le hicieron resistencia, se apoderó, al recoger la
presa, de sus personas, y distribuyó sus bienes. A los que voluntariamente se le
entregaron, los protegió con esmero para que, sin quererlo él, no recibiesen daño
alguno, aunque estuviera lejos con el ejército y distante del país.
XXIX. En seguida, tomando por asalto a Bolas, ciudad que no distaba de Roma más de
cien estadios, se hizo dueño de gran riqueza y pasó a cuchillo casi a todos cuantos
podían por la edad llevar armas. De los Volscos, aun aquellos a quienes no había tocado
quedarse en las ciudades no tenían paciencia, sino que se pasaban con sus armas a
Marcio, diciendo que a él sólo le reconocían por general y por caudillo. Era por toda la
Italia muy sonado su nombre y grande la opinión de su valor, pues que con la mudanza
de una sola persona tan extraordinario cambio se había hecho en todos los negocios. En
los de los Romanos, ningún concierto había, desalentados como estaban para salir a
campaña y no ocupándose diariamente más que en sus altercados y en expresiones de
discordia de unos a otros, hasta que les llegó la nueva de estar sitiada por los enemigos
la ciudad de Lavinio, donde los Romanos tenían los templos de los Dioses patrios y que
era la cuna y principio de su linaje, por haber sido la primera de que Eneas había
tomado posesión. Entonces, ya una admirable y común mudanza de modo de pensar se
apoderó de la plebe, y otra extraña también enteramente y fuera de razón trastornó a los
patricios. Porque la plebe se decidió a abolir la condena de Marcio, y a restituirle a la
ciudad, y el Senado, reunido a deliberar sobre aquella determinación, recedió de ella y
la contradijo, o porque en todo se hubiese propuesto repugnar a los deseos de la plebe, o
porque no quisiese que. Marcio debiera el favor de ésta su restitución, o porque ya se
hubiese irritado con éste porque a todos hacía daño sin haber sido de todos ofendido,
habiéndose declarado enemigo de la patria, en la que la parte principal y de más poder
sabía que había tenido que padecer y había sido agraviada juntamente con él.
Participada esta resolución a la muchedumbre, la plebe no tenía arbitrio para decretar
alguna cosa con sus sufragios y establecerla como ley sin que precediera la autoridad
del Senado.
XXX. Llegó a entenderlo Marcio, e irritado de nuevo levantó el sitio y lleno de enojo
marchó contra la ciudad, poniendo sus reales en el sitio llamado las Fosas Clelias,
distante de aquellos solamente cuarenta estadios. Viéronle; hízoseles temible, y
causando en todos gran turbación calmó por entonces las disensiones, pues nadie, ni
magistrados ni Senado, se atrevió ya a contradecir a la muchedumbre acerca de restituir
a Marcio, sino que viendo correr por la ciudad a las mujeres, en los templos las
plegarias y el llanto y los ruegos de los ancianos, y en todos la falta de osadía y de
consejos saludables, convinieron en que la plebe había pensado sabiamente acerca de
que se reconciliaran con Marcio, y el Senado había cometido grande error empezando a
manifestar enojo y enemiga cuando convenía poner fin a estas pasiones. Determinaron,
pues, de común acuerdo enviar a Marcio mensajeros que le ofrecieran la vuelta a la
patria y le pidieran pusiese término a la guerra. Los que envió el Senado eran de los
amigos de Marcio, y esperaban encontrar a su llegada la más benigna acogida en un
amigo y compañero suyo; mas nada de esto hubo, sino que, llevados por medio del
campamento de los enemigos, le hallaron sentado entre una gran comitiva con
intolerable severidad. Teniendo, pues, a su lado a los principales de los Volscos, les dio
orden de que dijesen qué era lo que tenían que pedir. Hablaron palabras moderadas y
humanas, convenientes a su presente situación, y concluido que hubieron, les respondió
ásperamente y con enfado por lo tocante a sí y a lo que se le había hecho sufrir; y
después, como general, por lo tocante a los Volscos, les puso por condición la
restitución de las ciudades y do todo el territorio que habían ocupado por la guerra y
quo habían de declarar a los Volscos una igualdad absoluta de derechos, como la
disfrutaban los Latinos: pues no podía haber otra reconciliación segura que la que se
fundase en igualdad y justicia; concedióles para deliberar un plazo de treinta días, con lo
que, despedidos los embajadores, al punto se retiró de aquella comarca.
XXXI Éste fue el primer motivo de queja que hicieron valer contra él aquellos de entre
los Volscos que ya antes miraban mal y con envidia su grande autoridad, de cuyo
número era Tulo, no porque en su persona hubiese sido en ninguna manera ofendido,
sino por lo que es la miseria de nuestra condición; Tulo no podía sufrir ver del todo
oscurecida su gloria y que ningún caso hacían ya de él los Volscos, en cuya opinión sólo
Marcio lo era todo, debiendo contentarse los demás con la parte de poder y mando de
que éste quisiera hacerlos participantes. De aquí tomaron origen los primeros cargos que
sordamente circulaban, e incomodados murmuraban entre sí, dando a aquella retirada el
nombre de traición; porque si no lo era de muros o de armas, lo era, sin embargo, de la
ocasión y oportunidad, con la que estas cosas suelen o ganarse o perderse, concediendo
un plazo de treinta días, más que sobrado para que pudieran sobrevenir las mayores
mudanzas. Y no porque Marcio pasase ocioso ese tiempo; por el contrario, durante él
hizo marchas con que desbarató y disipó a los aliados de los enemigos y les tomó siete
ciudades grandes y populosas. Mas los Romanos no se atrevieron a auxiliarlos; sino que
sus ánimos estaban poseídos del desaliento, y en cuanto a los peligros de la guerra se
parecían a los cuerpos soñolientos y paralizados. Pasado que fue el plazo, como se
presentase otra vez Marcio con todas sus fuerzas, enviáronle segunda legación,
rogándole que depusiese el enojo, y, retirando a los Volscos del territorio romano,
hiciera y propusiera lo que juzgase convendría más a ambos pueblos: en el concepto de
que por miedo nada cederían los Romanos: mas si entendía que en alguna cosa pudiera
tenerse condescendencia con los Volscos, todo se les otorgaría, deponiendo las armas. A
esto contestó Marcio que nada les respondía corno general de los Volscos, pero como
ciudadano que todavía era de Roma les aconsejaba y exhortaba que, moderando
aquellos orgullosos pensamientos, volviesen de allí a tres días, trayendo decretado lo
que se les había propuesto, pues si fuese otra la respuesta no tenían que contar con la
inviolabilidad para tornar con palabras vanas a su campo.
XXXII. Vueltos los embajadores, y oído por el Senado lo que traían, como en una
grande tormenta y borrasca de la república, echó éste por fin el áncora sagrada; ordenó a
cuantos sacerdotes había de los Dioses, o ministros y custodios de los misterios, o que
poseían de tiempo antiguo la adivinación patria de los sueños, que se encaminasen a
Marcio, cada uno con los ornamentos de que por ley debía usar en sus ceremonias y que
le hablasen y que exhortasen a que, dando de mano a la guerra, bajo esta condición
tratara después de los Volscos con sus conciudadanos. Recibiólos, sí, en el
campamento, pero en nada condescendió y nada hizo o dijo en que mostrase mayor
dulzura, sino que insistió en que con las condiciones propuestas admitiesen la paz o se
decidieran a la guerra. Con este regreso de los sacerdotes resolvieron, por lo pronto,
defender con gran fuerza los muros de la ciudad y lanzarse del mismo modo sobre los
enemigos, poniendo principalmente su esperanza en el tiempo y en los caprichos de la
fortuna; mas desengañáronse luego de que ningún salvamento les quedaba, por más que
hiciesen; la turbación, el desaliento y las ideas más desconsoladas se apoderaron ya de
la ciudad, hasta que tuvo lugar un suceso muy parecido a aquellos de que
frecuentemente habla Homero, aunque no satisfaga a la mayor parte: porque diciéndose
éste y exclamando en las grandes y extraordinarias ocasiones La garza Palas púsole en
las mientes y también: Cambióle un inmortal el pensamiento; el que en un solo
acalorado pecho del pueblo puso la gloriosa suerte; y en otra parte: O por sí lo pensó, o
es que algún numen le sugirió la provechosa idea; le vituperan como que con cosas
imposibles y con increíbles patrañas trata de quitar al juicio de cada uno el mérito de la
determinación propia; cuando Homero no hace semejante cosa, sino que los sucesos
ordinarios y comunes que se gobiernan con razón los pone a cuenta de lo que está en
nuestro poder; así que dice muchas veces: Yo lo determiné con grande aliento; y
asimismo: Apenas dijo, congojóse Aquiles y revolvió tan inquietante pena una vez y
otra en su alentado pecho y en otra parte: Mas mover no logró a Belerefonte, guerrero
cauto que con grande acierto los más prudentes medios discurría; y en las ocasiones
imprevistas y arriesgadas que piden cierto ímpetu y entusiasmo no pinta al numen como
que nos arrebata, sino como que mueve y dirige nuestra determinación; ni como que
produce por sí los conatos y esfuerzos sino ciertas apariencias ocasionales de ellos; con
las cuales no hace la acción involuntaria, sino que da un principio a lo voluntario con
infundir aliento y esperanza; pues tina de dos: o hemos de desechar enteramente el
auxilio divino de todas las acciones que llamamos y son nuestras, o si no ¿de qué otro
modo auxiliarán los dioses a los hombres y cooperarán con ellos? No ciertamente
amoldando nuestro cuerpo, ni aplicando ellos mismos nuestras manos y nuestros pies,
sino despertando con ciertos principios, con ciertas apariencias e inspiraciones la parte
activa y electiva de nuestra alma, o, al contrario, desviándola o conteniéndola.
XXXIII. En Roma, a la sazón, las mujeres hacían sus plegarias, unas en unos templos, y
otras en otros; pero las más y las de mayor lustre ante el ara de Júpiter Capitolino. Entre
éstas había una hermana del gran Poblícola, que tan señalados servicios hizo a Roma en
guerra y en paz, llamada Valeria. Poblícola había muerto antes, como lo referimos al
escribir sus hechos, y Valeria tuvo en la ciudad grande honra y reputación, porque en su
conducta no desdecía de su linaje. Sintiendo, pues, repentinamente un afecto de los que
he dicho, acertando no sin inspiración divina en lo que era conveniente, levantóse de
pronto, y haciendo levantar a todas las demás, se encaminó a casa de Volumnia, madre
de Marcio. Entra, hállala sentada con la nuera y teniendo a los hijos de Marcio en su
regazo: hácese cercar de las demás matronas y “nosotras- dice- ¡oh Volumnia!, y tú ¡oh
Vergilia!, venimos unas mujeres en busca de otras mujeres, no por decreto del Senado
ni por mandamiento del cónsul, sino que habiendo Júpiter, a lo que parece, oído
compasivo nuestros ruegos, nos infundió este impulso de venir acá en vuestra busca a
proponeros para nosotras y para los demás ciudadanos el remedio y la salud, y para
vosotras, si os dejáis mover, una gloria más brillante todavía que la que alcanzaron las
hijas de los Sabinos con haber traído de la guerra a la amistad y la paz a sus padres y a
sus esposos. Ea, venid con nosotras donde está Marcio; emplead vuestros ruegos y dad a
la patria el verdadero y justo testimonio de que, con haber sido tan maltratada, ningún
daño os ha hecho, ni ninguna determinación ha tomado contra vosotras en su enojo, sino
que os entrega en sus manos, aun cuando no haya de recabar ninguna condición
equitativa”. Dicho esto por Valeria, aplaudieron las demás matronas, y contestó
Volumnia: “En los comunes males ¡oh matronas! nos toca a nosotras la parte que a
todos, y en particular tenemos la desgracia de haber perdido la gloria y la virtud de
Marcio, considerando su persona defendida bajo las armas de los enemigos, pero no
salva. Mas con todo, nuestro mayor desconsuelo es que las cosas de la patria hayan
venido a tan triste estado que haya tenido que poner en nosotras su esperanza; pues no
sé si mi hijo hará algún caso de nosotras, o si no lo hará tampoco de la patria, que él
anteponía a la madre, a la mujer y a los hijos. Con todo, valeos de nosotras y
conducidnos a su presencia, a lo menos, cuando no sea otra cosa, para poder morir
intercediendo por la patria”.
XXXIV. Dicho esto, haciendo levantarse a Vergilia con los hijos y las damas matronas,
se encamina hacia el campamento de los Volscos, siendo aquel un lastimoso
espectáculo, que a los mismos enemigos les causó confusión e impuso silencio.
Hallábase casualmente Marcio sentado en el tribunal, con los demás caudillos, y luego
que vio venir a aquellas mujeres se quedó suspenso; mas habiendo conocido a su
esposa, que venía la primera, determinó en su ánimo mantenerse obstinado e inexorable
en su anterior propósito; pero vencido al fin de sus afectos y trastornado con semejante
vista, no pudo aguantar que le cogieran sentado, sino que bajando más que de paso, y
saliendo a recibirlas, primero y por largo tiempo saludó a la madre y después a la mujer
y a los hijos, no conteniéndose en el llanto ni en las caricias, sino más bien dejándose
como de un torrente arrastrar de sus afectos.
XXXV. Cuando ya se hubo desahogado cumplidamente, como advirtiese que su madre
iba a dirigirle la palabra, llamando la atención de los Volscos más principales, prestó
oídos a Volumnia, que habló de esta manera: “Puedes echar de ver ¡oh hijo!, aun
cuando nosotras no lo digamos, coligiéndolo del vestido y de los semblantes, a qué
punto de retiro y soledad nos ha traído tu destierro; reflexiona después cómo somos
entre todas las mujeres las más desventuradas, puesto que nuestra mala suerte ha hecho
que el encuentro, para otras más delicioso, sea para nosotras el más terrible; para mí
viendo a un hijo, y para ésta viendo a un marido que amenaza con destrucción a los
muros de la patria; y que lo que es para los demás un consuelo en todos sus infortunios
y desgracias, que es el orar a los Dioses, sea para nosotras objeto de mucha duda;
porque no nos es posible pedir a un mismo tiempo que la patria venza y que tú quedes
salvo, sino que nuestros votos se han de parecer a lo que por maldición pudiera
desearnos nuestro mayor enemigo; forzoso es que o de la patria o de ti vengan a quedar
privados tu mujer y tus hijos. Por lo que a mí toca, la desventura que haya de traer esta
guerra no me cogerá viva; pues si no pudiere persuadirte a que, restableciendo la
amistad y la concordia, seas antes el bienhechor de ambos pueblos que la ruina de uno
de ellos, ten entendido y está preparado a que no podrás acercarte a combatir la patria
sin que primero pases por encima del cadáver de la que te dio el ser; puesto que no debo
aguardar aquel día en el que vea que, o triunfan de mi hijo los ciudadanos, o él triunfa
de la patria. Y si yo te propusiera que salvaras a ésta con ruina de los Volscos, la prueba
sería para ti, oh hijo mío, ardua y difícil, porque el destruir a tus conciudadanos no es
honroso, y el, hacer traición a los que de ti se han confiado es injusticia; más ahora la
paz que te pedimos es saludable a todos, y más honesta y gloriosa todavía para los
Volscos, pues apareciendo superiores, se entenderá que son los que conceden tan
grandes bienes, no entrando ellos menos por eso a participar de la paz y de la amistad,
de las cuales serás tú el principal autor si se consiguen; y si no se consiguieron, a ti solo
te echarán la culpa unos y otros. Y, en fin, siendo la guerra incierta, esto hay de cierto
desde luego: que si vences, te está preparado el ser la abominación de tu patria, y si eres
vencido, has de tener la opinión de que por sus resentimientos has hecho venir sobre tus
amigos y bienhechores las mayores calamidades”.
XXXVI Escuchó Marcio este razonamiento de Volumnia sin responder cosa alguna; y
como aun después de haber concluido se mantuviese en silencio por bastante rato: “¿Por
qué callas, hijo?- continuó diciendo- ¿Será cosa honesta concederlo todo al enojo y a la
venganza y no lo será hacer merced a una madre que tan racionalmente pide? ¿O le está
bien al hombre grande conservar la memoria de los malos que ha sufrido, y el honrar y
reverenciar los beneficios que los hijos reciben de las madres no será propio de un
hombre grande y esforzado? Y en verdad que el mostrar reconocimiento, a nadie le
estaría mejor que a ti, que tan ásperamente te declaras contra la ingratitud, pues de la
patria bien costosa satisfacción tienes tomada: mas a tu madre no hay cosa en que la
hayas atendido, cuando nada debía ser tan sagrado como el que yo alcanzara de ti sin
premio las cosas tan honestas y justas que te pido; mas, pues que no acierto a moverte,
¿por qué no acudo a la última esperanza?” Y diciendo estas palabras se arroja a sus pies,
juntamente con la mujer y los hijos. Entonces Marcio exclama: “¡En qué punto me
habéis contenido, oh madre!” Y alzándola del suelo y apretándole fuertemente la mano:
“Venciste- le dice-, alcanzando una victoria tan feliz para la patria como desventajosa
para mí, que me retiro vencido de ti sola”. Dicho esto, habló aparte por breve tiempo
con la madre y la mujer, y a su ruego las volvió a mandar a Roma. Pasada la noche, se
retiró con los Volscos, que no todos pensaban de él o le miraban de una misma manera;
pues unos estaban mal con él mismo y con esta acción, y otros ni con lo uno ni con lo
otro, teniendo más dispuesto su ánimo a la concordia y a la paz. Algunos había que, a
pesar de estar disgustados con lo ocurrido, no culpaban con todo a Marcio, sino que le
creían excusable, por cuanto había sido combatido de afectos tan poderosos. Mas nadie
le contradijo, sino que todos le siguieron, más arrastrados de su virtud que de su
autoridad.
XXXVII. El pueblo romano, cuanto fue el miedo y el peligro mientras le amenazó la
guerra, otro tanto sintió de regocijo cuando la vio disipada. Apenas los que estaban en la
muralla vieron retirarse a los Volscos, abrieron todos los templos, llevando coronas
como en una victoria, y disponiendo sacrificios. Señalábase principalmente la alegría de
la ciudad en los honores y obsequios de las mujeres, del Senado y de la muchedumbre,
que reconocían y profesaban haber sido éstas la causa cierta de su salud. Decretó, pues,
el Senado que lo que en ellas mismas propusieran en reconocimiento y gloria suya,
aquello ejecutaran las autoridades: mas ninguna otra cosa pidieron, sino que se
construyera un templo a la Fortuna Femenil, haciendo ellas el gasto, y no poniendo la
ciudad más que lo relativo a las víctimas y culto que convinieran a los Dioses. El
Senado, aunque aplaudió su celo, labró el templo y la efigie a expensas del público;
pero no por eso dejaron aquellas de recoger dinero, e hicieron otra segunda estatua, de
la que refieren los Romanos que, colocada en el templo, articuló éstas o semejantes
palabras: “Con piadosa determinación me dedicasteis vosotras las mujeres”.
XXXVIII. Corre la fábula de que por dos veces se oyó esta voz, queriéndonos hacer
creer cosas tan monstruosas y difíciles; pues aunque no es imposible parezca a la vista
que las estatuas sudan y derraman lágrimas, supuesto que las maderas y las piedras a
veces contraen cierta suciedad que despide humor, y además descubren colores y
reciben tinturas del mismo ambiente, con las que puede muy bien indicársenos algún
prodigio, y aunque es también posible que las estatuas hagan cierto ruido semejante al
rechinamiento o al suspiro, proviniendo aquel de una fuerte rotura o despegamiento
interior de las partes; con todo, es enteramente incomprensible que en una cosa sin vida
se forme voz articulada y una habla tan cierta, tan determinada y tan distinta: cuando ni
al alma ni al mismo Dios es dado articular y hablar sin un cuerpo orgánico y dotado de
las partes apropiadas al efecto. Así, cuando la historia nos estrecha con muchos y
fidedignos testigos, es que se ha ejecutado en la parte imaginativa del alma una cosa
semejante a la sensación, y que se tiene por tal, al modo que en el sueño nos parece oír
lo que no oímos y ver lo que no vemos; sino que a los supersticiosamente piadosos y
religiosos para con los dioses, y que no se atreven a desechar o repugnar nada de tales
historias, lo maravilloso mismo les es de gran peso para creer, y la idea que tienen del
poder divino, muy superior al nuestro. Porque en nada se mide con la condición humana
ni en la naturaleza, ni en la inteligencia, ni en la fuerza, ni debe tenerse por extraño que
haga lo que a nosotros nos es negado hacer, o que dé cima a empresas que nosotros no
podemos realizar; sino que aventajándonos en todo, en las obras es en lo que menos se
nos ha de semejar y en lo que menos hemos de poder serle comparados. Mas, como
decía Heráclito, en las cosas divinas la desconfianza es la que más nos estorba el
conocerlas.
XXXIX. En cuanto a Marcio, no bien hubo dado a Ancio la vuelta, cuando Tulo, que
por miedo le aborrecía y no le podía sufrir, se propuso quitarle prontamente del medio,
porque si ahora escapaba, no volvería otra vez a dar asidero. Concitó y sublevó contra él
a otros muchos y le intimó que diera cuentas a los Volscos, deponiendo el mando. Mas
aquel, temiendo quedarse de particular bajo la autoridad de Tulo, que siempre
conservaba gran poder entre sus conciudadanos, respondió que entregaría el mando a
los Volscos si se lo ordenasen, y las cuentas las presentaría a cuantos de éstos quisieran
pedirlas. Congregóse, pues, el pueblo, y los agitadores, que se tenían prevenidos,
andaban acalorando a la muchedumbre; mas como luego que Marcio se puso en pie
hubiesen por respeto cedido los alborotadores, dándole lugar para hablar con
tranquilidad, y se viese bien a las claras que los principales entre los Anciates, contentos
con la paz, iban a oírle con benignidad y a juzgarle en justicia, Tulo comprendió que iba
a ser vencido si aquel se defendía. Porque era hombre que sobresalía en el don de la
palabra, y sus anteriores servicios pesaban más que la querella presente, siendo esta
misma la mayor prueba de cuánto era lo que se le debía; porque no hubiera llegado el
caso de tenerse por agraviados en que no hubiese tomado a Roma teniéndola en la
mano, si no se debiera al mismo Marcio el haber estado tan cerca de tomarla. No
juzgaron, por tanto, conveniente el detenerse y contar con la muchedumbre, sino que,
alzando gritería los más determinados de los conspiradores, diciendo que no había para
que escuchar o atender a un traidor que los tiranizaba y que se obstinaba en no dejar el
mando, se arrojaron en gran número sobre él y le acabaron, sin que ninguno de los
presentes le socorriese. Mas que esto se ejecutó contra el voto de la mayor parte, lo
manifestaron bien pronto, concurriendo de las ciudades a recoger el cuerpo y darle
sepultura, adornando con armas y despojos su sepulcro por prez de su valor y de la
dignidad de general. Sabida por los Romanos su muerte, ninguna demostración hicieron
ni de honor ni de enojo con él; solamente a petición de las matronas les concedieron que
le hicieran duelo por diez meses, como era costumbre hiciese duelo cada uno en la
muerte del padre, del hijo o del hermano: éste era el término del luto más largo,
señalado y prescrito por Numa Pompilio, como en la relación de su vida lo
manifestamos. Entre los Volscos muy luego el estado de sus cosas hizo ver la falta que
Marcio les hacía: porque primero indisponiéndose por el mando con los Ecuos, sus
aliados y amigos, llegó a haber entre ellos heridas y muertes; vencidos después en
batalla por los Romanos, en la que murió Tulo, y perdieron lo más florido de sus tropas,
tuvieron que someterse con condiciones vergonzosas, prestándose a hacer lo que se les
ordenase.
Comparación de Alcibiades y Coriolano
de Plutarco
I Referidos de estos dos varones aquellos hechos que nos han parecido dignos de
expresarse y recordarse, en los militares nada se descubre que pueda inclinar la balanza
ni a uno ni a otro lado, porque ambos en esta parte dieron con mucha igualdad en sus
mandos repetidas pruebas de valor y denuedo, de industria e inteligencia en las artes de
la guerra; a no ser que alguno quiera, a causa de que Alcibíades, en tierra y en mar, salió
vencedor y triunfante en muchas batallas, declararle por más consumado capitán. Por lo
demás, el haber manifiestamente mejorado las cosas domésticas mientras estuvieron
presentes y mandaron, y el haber éstas decaído, más conocidamente todavía, cuando se
pasaron a otra parte, fue cosa que se verificó en entrambos. En cuanto a gobierno, en el
de Alcibíades los hombres de juicio reprendían la poca formalidad y no estar exento de
adulación y bajeza en sus obsequios a la muchedumbre; y el de Marcio, enteramente
desabrido, orgulloso y exclusivo, incurrió en el odio del pueblo romano. Así, ni uno ni
otro manejo es para ser alabado; pero el de quien se abate a adular al pueblo es menos
vituperable que el de aquellos que, por no parecer demagogos, insultan a la
muchedumbre; porque el lisonjear a la plebe por mandar es cosa indecente; pero el
dominar haciéndose temible, vejando y oprimiendo, sobre indecente es además injusto.
II. Pues que Marcio era sencillo y franco en su conducta, y Alcibíades solapado y falso
en tratar los negocios públicos, nadie hay que lo ignore; pero en éste lo que sobre todo
se acusa es la malignidad y dolo con que engañó, como Tucídides refiere, a los
embajadores de Esparta y desvaneció la paz; mas aunque este paso precipitó otra vez en
la guerra a la ciudad, hízola más poderosa y más temible con la alianza de los de
Mantinea y los de Argos, que el mismo Alcibíades negoció. Y que también Marcio
suscitó con dolo la guerra entre los Romanos y Volscos, calumniando a los que
concurrían a los espectáculos, nos lo dejó escrito Dionisio, y por la causa vino a ser su
acción más censurable, pues no por emulación y por contienda y disputa de mando,
como aquel, sino por sólo ceder a la ira, con la que, según sentencia de Dión, nadie se
hizo jamás amable, alborotó mucha parte de la Italia, y por sólo el encono contra su
patria arruinó muchas ciudades, contra las que no podía haber queja alguna. También
Alcibíades fue, por puro encono, causa de muchos males a sus conciudadanos, pero en
el momento que los vio arrepentidos, ya los perdonó: y arrojado por segunda vez de la
patria, no cedió a los generales que tomaban una errada determinación, ni se mostró
indolente al ver su mal acuerdo y su peligro, sino que, así como Arístides es celebrado
por lo que hizo con Temístocles, esto mismo fue lo que ejecutó, avistándose con los que
entonces tenían el mando, sin embargo de que no eran sus amigos, e informándolos e
instruyéndolos de lo que convenía: mientras que Marcio hacía daño, en primer lugar, a
la ciudad toda, no habiendo sido agraviado de toda ella, sino antes habiendo sido
injuriada y ofendida con él la parte más principal y poderosa, y además de esto, con no
haberse ablandado y cedido a repetidas embajadas que conjuraban su ira y su
enfurecimiento, manifestó bien a las claras que no era su ánimo recobrar la patria y
procurar su vuelta, sino que para destruirla y arrasarla le movió una guerra cruel o
irreconciliable. Cualquiera dirá haberse diferenciado en que Alcibíades, perseguido y
acechado por los Esparcíatas, de miedo y odio se pasó a los Atenienses; y en Marcio no
estuvo bien el dejar a los Volscos que en todo le tuvieron consideración porque le
nombraron su general, y gozó entre ellos de gran confianza y gran poder, no como el
primero, que, abusando más bien que usando de él los Lacedemonios. entretenido en la
ciudad, y maltratado de nuevo en el ejército, por último tuvo que arrojarse en manos de
Tisafernes; a no ser que se diga que andaba contemplando a Atenas para que no fuese
del todo destruida, por el deseo que siempre le quedaba de volver.
III. En cuanto al dinero, de Alcibíades se cuenta haberle tomado muchas veces de los
que querían regalarle y haberlo malgastado en lujo y en disoluciones; cuando dándoselo
a Marcio con honor los generales, no pudieron convencerle, y por esto mismo se hizo
más odioso a la muchedumbre en los altercados que sobre las usuras ocurrieron con la
plebe, como que no por utilidad propia, sino por enemiga y desprecio, era contrario a
los pobres. Antípatro, en una carta que escribió sobre la muerte del filósofo Aristóteles,
dice, entre otras cosas: “Tuvo este varón hasta el don de llevarse tras sí las gentes”; y en
Marcio el faltarle esta gracia hizo sus acciones y sus virtudes poco aceptas a los mismos
que eran de él beneficiados, no pudiendo aguantar su altanería y aquel amor propio que,
en sentir de Platón, es inseparable del aislamiento. Mas, por el contrario, en Alcibíades,
que sabía sacar partido de cuantos se le acercaban, nada extraño era que sus felices
hechos alcanzasen una brillante gloria acompañada de benevolencia y honor, cuando no
pocas veces algunos de sus yerros encontraron gracia y aplauso. De aquí es que éste,
con haber causado no pocos daños ni en ligeras cosas a la ciudad, sin embargo muchas
veces fue nombrado caudillo y general, y aquel, con pedir una magistratura muy
correspondiente a sus sobresalientes hechos y virtudes, se vio desairado; así, al uno, ni
aun cuando recibían daño podían aborrecerle sus conciudadanos; y al otro, aun cuando
le admiraban, no podían amarle.
IV. Marcio, pues, en nada fue útil a su ciudad revestido de mando, sino más bien a los
enemigos contra su propia patria, mientras que Alcibíades, ya yendo al mando de otros,
ya mandando él, prestó grandes servicios a los Atenienses, y lo que es hallándose
presente, dominó como quiso a sus enemigos, no prevaleciendo las calumnias sino en su
ausencia. Pero Marcio presente fue condenado por los Romanos, y presente le acabaron
los Volscos: verdad es que fue injusta y abominablemente; mas él mismo les dio armas
con que defenderse, por cuanto no habiendo admitido la paz propuesta públicamente,
cedió a particulares ruegos de unas mujeres, no deponiendo la enemistad, sino
malogrando y destruyendo la sazón oportuna de la guerra que quedó pendiente, pues
hubiera sido razón que se hubiese puesto de acuerdo con los que de él se fiaron, si de la
justicia que les era debida hubiese hecho alguna cuenta. Mas si en la suya no entraron
para nada los Volscos, y sólo con el deseo de saciar su cólera acaloró primero la guerra
y después la entibió, no estuvo bien que por la madre perdonase a la patria, sino con ésta
también a la madre, puesto que ésta y la esposa eran una parte de la ciudad que sitiaba.
Rechazar inhumanamente los ruegos y súplicas de los embajadores y las preces de los
sacerdotes, y luego conceder a la madre la retirada, no fue honrar a su madre, sino
afrentar a la patria, rescatada por el duelo y el ademán de una sola mujer, como si no
fuera por sí misma digna de que se le salvase: gracia que, debió ser mal vista, y que fue
en verdad cruel y sin agradecimiento, no habiéndose hecho recomendable ni a los unos
ni a los otros, pues que se retiró sin tener condescendencia con los combatidos y sin la
aprobación, de los que con él combatían; de todo lo cual fue causa lo intratable y
demasiado arrogante y soberbio de su condición; pues siendo ya esto por sí mismo muy
incómodo a la muchedumbre, si se junta con la ambición, se hace enteramente
desabrido e intolerable; porque los tales no tiran a congraciarse con la muchedumbre,
haciendo que no aspiran a los honores, y después se ponen desesperados cuando no los
alcanzan. También tuvieron esta partida de no ser obsequiosos y amigos de adular a la
muchedumbre Metelo, Arístides y Epaminondas; pero porque de veras no se les daba
nada de aquellas cosas que la plebe es árbitra de darlas o de quitarlas, desterrados
muchas veces, desatendidos y condenados, no se enojaron con sus conciudadanos poco
reconocidos, y después, cuando los vieron mudados, se mostraron contentos y se
reconciliaron con los que los fueron a buscar; porque el que menos tiene de
condescendiente con la muchedumbre menos demostrarse ofendido de ella, que el
incomodarse, a más de no alcanzar los honores, nace precisamente de haberlos
apetecido con más ansia.
V. Alcibíades, pues, no negaba que le era muy satisfactorio verse honrado y que sentía
ser desatendido; procuraba, por tanto, ser afable y halagüeño con cuantos se le
presentaban; en cambio, a Marcio no le permitió su orgullo hacer obsequios a los que
podían honrarle y adelantarle, y al mismo tiempo la ambición le hizo irritarse y
enfadarse cuando le desatendieron. Y esto es lo único que puede mirarse como culpable
en tan esclarecido varón, habiendo sido todos los demás hechos suyos sumamente
brillantes: y en cuanto a la templanza y desprendimiento del dinero, era digno de que se
le comparara con los más excelentes y más íntegros de los Griegos, y no con Alcibíades,
sumamente osado en estos puntos, y que hacía muy poca cuenta de la virtud.
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