1 LAS CARAS DEL DIOS JANO, O LA VIOLENCIA REPRESIVA

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LAS CARAS DEL DIOS JANO, O LA VIOLENCIA REPRESIVA
José Luis Ledesma
The European University Institute, Florencia (Italia)
Fenómeno proteico y ciertamente ubicuo, al tiempo generador de
fascinación y de rechazo, lo que entendemos por violencia política ha
impregnado e impregna la vida social de las sociedades contemporáneas en
sus múltiples facetas. Incluida, cómo no, su producción artística y cultural. De
este modo, por limitarnos a algunas manifestaciones plásticas de esa
producción –tan a propósito en el marco de este volumen–, desde que Goya
abriera las puertas de sus Los desastres de la guerra a una inédita y
demoledora plasmación del dolor causado por la barbarie humana, hasta que
las pavorosas fotografías tomadas en el campo de exterminio serbo-bosnio de
Omarska
retrotrajeran
de
forma
directa
a
las
imágenes
de
los
Konzentrationslager nazis, la violencia y su representación se han instalado en
el núcleo mismo del espacio público de la cité. Más aun, ayudan tal vez a
“erigir” y a revisar “nuestro sentido del presente y del pasado inmediato”.1 Pues
bien, lo que se representa y evoca en esos casos, lo que ha causado las
mayores tragedias de nuestro tiempo y tiñe de pesimismo las otrora
hegemónicas visiones laudatorias del “progreso” de la civilización, es casi sin
excepción la violencia procedente del poder. O, para decirlo en términos más
concretos y tangibles, la ejercida desde la principal y más común estructura de
dominación histórica: el Estado, y desde sus diversas instancias oficiales,
bastiones oficiosos y, en determinadas circunstancias, eventuales sustitutos.
Es decir, esa violencia que, en genérico y por mor de una mínima y aquí
necesaria claridad expositiva, podríamos denominar represiva.
Semejante noción, sin embargo, poliédrica y vidriosa, no está exenta de
problemas y controversias. No se trata de adentrarnos en los ásperos territorios
de la disquisición teórica y académica, que nos llevaría a abordar
problemáticas imposibles de resumir en estas páginas –como, pongamos por
caso, la naturaleza, fundamentación y atribuciones del poder en general, y del
Estado en particular, en el sentido político, jurídico y filosófico–. Pero sí parece
1 Susan SONTAG, Ante el dolor de los demás, Alfaguara, Madrid, 2003, p. 99.
conveniente consignar, por un lado, la complejidad que define en conjunto la
cuestión que nos ocupa. Y, por otro, ejemplificarla con algunos aspectos de la
misma, cuales los obstáculos que rodean su percepción en los planos sociopolítico y de la memoria, o su difícil definición y delimitación. O como las
heteróclitas consideraciones metacientíficas de tipo moral, político e ideológico
que contaminan el tema –tanto, al menos, como los otros tipos de violencia– y
desde las que a menudo se [mal]interpreta. Es todo ello, entre otras cosas, lo
que hace de la violencia represiva un fenómeno de arduo análisis y de, cuando
menos, bifronte naturaleza. Al tiempo constante histórica y trágicamente
adaptada a la más cruda modernidad; ora aceptada y “legítima”, ora denostada
y fuente de descrédito político; en principio limitadora del uso de la fuerza en la
res publica, pero en ocasiones apocalíptica sublimación del mismo, la violencia
represiva parece mirar siempre, cual el dios Jano, al menos en dos direcciones
opuestas. Y, como esa misma divinidad clásica de las puertas, los comienzos y
los tránsitos, parece acompañar tanto a las gestaciones históricas como a
cualquier “final de una era”; y diríase que resulta un privilegiado actor, y un
buen barómetro, presente en todo cambio epocal y en toda transformación
socio-política de cierta envergadura. Todo ello daría sin duda lugar a la
confusión
y
perplejidad
del
observador.
Pero
también
conforma
la
trascendencia de una problemática que, a pesar de esos obstáculos y
contradicciones, es imposible menospreciar.
1. La (in)visibilidad de la violencia represiva
El primer punto a tratar, y con él la primera contradicción, es el referido a
la propia existencia de la violencia represiva. Ante la evidencia histórica,
difícilmente cabría negar la magnitud de los victimarios imputables a los
actores, grupos e instancias gubernamentales de todo jaez –infinitamente
mayores que los causados por cualquier forma de violencia subversiva como
las rebeliones o el terrorismo–.Pero otra cosa ha sido, tradicionalmente, su
consideración y visibilidad como fenómeno de violencia política. Dos han sido,
al menos, las razones principales. En primer lugar, la violencia es un asunto
“sensible” inextricablemente unido a la compleja urdimbre de la memoria y de
los usos públicos del pasado. De hecho, los principales y más sangrientos
procesos violentos ejercidos bajo el palio del poder (el Holocausto, el terror
stalinista, la represión bajo las dictaduras latinoamericanas, etc.) son también,
precisamente por ello, las latitudes pretéritas de menos cómoda asunción y
recuerdo, más intensa utilización –si no tergiversación– política y, por tanto,
mayores obstáculos para su comprensión. Más aun, el resultado ha sido a
menudo la evacuación de toda lógica analítica y su sustitución por la
controversia, por los juicios politizados y/o morales o, simplemente, por el
silencio. De todo ello resulta un ejemplo cercano, por lo demás, el episodio de
violencia más gravoso de nuestra historia contemporánea –la represión
franquista–, que sólo ahora, seis décadas más tarde, comienza a ser
adecuadamente descifrado.
Pero a ello se añade, en segundo término, la fortuna y pervivencia de un
axioma –si no un prejuicio– firmemente anclado en las ciencias sociales y que
viene a cuestionar el carácter “político”, y aun el de “violencia”, del empleo de
esta última por parte de los actores oficiales. A partir de una tradición de
pensamiento político cuyos más notables jalones serían Locke, Hobbes y
Hegel, pero a la que tampoco es ajena una posterior e indudable pátina
funcionalista, se ha tendido a presentar la violencia gubernamental no como tal,
sino en términos de mera “fuerza”; fuerza empleada “legítimamente” para
mantener el orden social y político existente en respuesta a la “violencia” de los
grupos concurrentes y/o subversivos. Es decir, se ha tendido a establecer una
artificiosa e inviable “distinción entre fuerza (legítima) y violencia (ilegítima)”.2
De ahí que, en una suerte de sinécdoque conceptual, cuando se habla de la
segunda se aluda a menudo a sus variantes “subversivas”, y que semejante
identificación del todo con la parte se haya extendido no sólo al ámbito
científico, sino en buena medida a la población.
Y sin embargo, maniobras teóricas y valoraciones ético-jurídicas del
hecho violento al margen, parece más ajustado a la compleja realidad social
adoptar otra definición de la violencia que englobe cualquier uso de la fuerza
física en el ámbito de los conflictos por los espacios del poder, provenga o no
de los actores estatales e institucionales. Encontramos desde esa perspectiva,
por un lado, que la violencia está íntimamente ligada a la cuestión del uso y el
abuso del poder, del que sería una forma y una manifestación más –acaso
2 Charles TILLY, The Politics of Collective Violence, Cambridge U.P., Cambridge, 2003, p. 27.
extrema y no pautada, pero frecuente y en absoluto “primitiva”– en el marco de
la concurrencia en la contienda política. Lo cual, a su vez, nos llevaría a
retomar la consideración de la política, apuntada en uno de los textos previos,
como campo y modo de interacción social del que la violencia, siquiera de
forma implícita y como ultima ratio, nunca estaría enteramente ausente.3 Y si
de poder y política se trata, es inevitable situar en el centro del análisis, al
menos por lo que respecta a las sociedades contemporáneas, al Estado. De
todo lo cual parece lógico inferir que esas tres nociones conforman una terna a
la que la violencia, de una u otra forma, será difícilmente ajena.
Y encontramos por otro lado también, tal vez sobre todo, la
incontrovertible evidencia del papel tristemente protagonista desempeñado por
los aparatos estatales en la violencia que ha conocido nuestro tiempo. No se
trata únicamente de que exista una violencia política represiva, como veremos
más abajo, de tan diversas manifestaciones como, en ocasiones, devastadoras
magnitudes, y responsable de la práctica totalidad de las grandes masacres
registradas en la historia reciente. Ocurre también que, pese a ciertos lugares
comunes, ni se limita a aparecer en forma de supuesta “defensa” ante violentos
ataques previos o ante una radical amenaza revolucionaria, ni su intensidad
represiva corre siempre paralela a la de tales desafíos al status quo.4 Y sucede
asimismo, además, como se ha apuntado en el capítulo precedente, que al
margen de administrar y “generar” la violencia de forma directa, las
maquinarias estatales son con frecuencia las responsables de que la ejerzan
otros grupos competidores y colectivos sociales, y de que, al reprimirlas por la
fuerza, sus movilizaciones desemboquen en actos de agresión. Como
mostraran los Tilly, la mayor parte de las acciones colectivas no son
intrínsecamente violentas, y “una parte importante de la violencia efectiva
producida en el curso de la acción colectiva es obra de las fuerzas represivas
3 Eduardo GONZÁLEZ CALLEJA, La violencia en la política. Perspectivas teóricas sobre el
empleo deliberado de la fuerza en los conflictos de poder, C.S.I.C., Madrid, 2002, pp. 16, 3638, 261-272, e Yves MICHAUD, La violence, P.U.F., París, 1998 (édition actualisée), p. 60.
Véase asimismo Walter BENJAMIN, Para una crítica de la violencia y otros ensayos, Taurus,
Madrid, 1991, pp. 23-45, y Elias CANETTI, Masa y poder, Alianza, Madrid, 1995 [1960], v.gr. p.
277.
4 Antes bien al contrario, como muestran por ejemplo los golpes de Estado, y la sangrienta
represión que les acompañó, dirigidos en la España de 1936 y en el Chile de 1973, no contra
ninguna “revolución”, sino contra sendas repúblicas reformistas.
especializadas”, que son “las iniciadoras y ejecutantes más coherentes de la
violencia colectiva”. Y todo ello tendría una posible explicación desde el largo
plazo de la sociología histórica. Según esos mismos autores, los estados se
han desarrollado en los últimos cinco siglos mediante el acaparamiento y el uso
de la violencia y “han generado violencia por todas partes” entre los grupos que
se resistían a su desarrollo y a sus implicaciones. Por ello, estatales o no, todas
las prácticas violentas “son parte del mismo proceso que una literatura
optimista reciente denomina la ‘construcción del Estado y la nación’.” 5
2. Genealogía de la violencia represiva, legitimidad y Estado
Por lo tanto, la violencia, en la doble óptica de su control y su ejercicio,
sería en suma un elemento absolutamente nuclear del propio Estado. Y todo
ello sería en principio, por añadidura, fruto de un determinado devenir histórico
y de una eventual genealogía paralela a la del propio Leviathan moderno. A
partir de las clásicas hipótesis de, precisamente, Hobbes o de Weber, parece
asumido que una de las claves de bóveda del proceso de formación histórica
del Estado no es otra que su labor de centralización, monopolización y
racionalización de la violencia política; o al menos, sin olvidar lo que todo eso
tiene de metáfora, de su administración y gestión “legítimas”. En la influyente
argumentación weberiana, por ejemplo, el eje rector de la transición a la
Modernidad sería el paso desde las sociedades feudales –caracterizadas por la
fragmentación y privacidad de la coerción– a las “configuraciones sociales”
modernas del poder institucionalizado, donde el Estado ha obtenido el
“monopolio de la violencia física legítima” en cada país y, con ello, la
racionalización de su empleo. De hecho, el “Estado sólo es definible
sociológicamente por referencia a un medio: la violencia física”, que, “sin serle
exclusivo, es ciertamente específico y para su esencia indispensable”.6 Se
5 Charles TILLY, Louis TILLY, Richard TILLY, El siglo rebelde, 1830-1930, P.U.Z., Zaragoza,
1997 [1975] (entrecomillados en pp. 298 y 300); Charles TILLY, From Mobilization to
Revolution, Ramdom House, Nueva York, 1978 (cita en p. 177) y Las revoluciones europeas,
1492-1992, Crítica, Barcelona, 1995, esp. pp. 50-75. Sobre lo anterior, cfr. Donatella DELLA
PORTA, Social Movements, Political Violence, and the State. A Comparative Analysis of Italy
and Germany, Cambridge U.P., Nueva York, 1995, passim.
6 M. WEBER, Economía y Sociedad, pp. 44-45, 1056, y Le savant et le politique, Plon, París,
1959 [1919], pp. 124-125. Vid. asimismo Miguel BELTRÁN, “La violencia política institucional”,
en Revista Internacional de Sociología, 2 (1992), esp. pp. 151-152.
entendería así la supresión de otros actores violentos ligados a otras instancias
y sectores de las élites o a grupos al margen de las mismas –bandidos, piratas,
bandas nómadas, etc.–. Y se hace de este modo inteligible el crucial papel que
habrían desempeñado en la génesis de los estados-nación contemporáneos
sus medios de coerción, desde los propios ejércitos hasta los cuerpos
policiales, pasando por instancias de corte mixto –Gendarmerie francesa,
Carabinieri italianos, la Guardia Civil– y otros tipos de “fuerzas armadas
irregulares”. Pues esos grupos y burocracias especializadas protagonizaron la
centralización del empleo de la violencia mediante su constante fortalecimiento,
profesionalización, actualización tecnológica y “división tripartita del trabajo
(aún existente) en policía, fuerzas paramilitares y ejército regular”.7 Y ellas
serían en cada contexto histórico las garantes del “orden público”, es decir, de
la teórica retirada de la violencia de la esfera pública y privada para garantizar
la “paz social”.
Claro que no sería éste siempre un idílico proceso de feliz culminación y
neutro caminar. Respecto de lo segundo, obligado es apuntar, por un lado, que
se trata en buena medida de un modelo teorético basado en dos “tipos ideales”
macrosociológicos, y que hace por tanto abstracción de los diversos
obstáculos, avances y retrocesos, sombras, contradicciones y diferencias
geográficas y diacrónicas de un proceloso recorrido extendido desde los
albores de la Edad Moderna, o al menos desde Westfalia (1648), pero
acelerado en las dos últimas centurias. Y conviene añadir, en segundo término,
que, como es lógico, tras la defensa del “orden público” y la “pacificación
interna” se ubica la salvaguardia del orden social, de las relaciones económicas
y del proyecto político sobre los que se sustenta el naciente Estado. Semejante
“encapsulación” de la violencia pública es un proceso anejo a las grandes
transformaciones sociales vividas en el mundo occidental durante los siglos
precedentes y, como tal, forma parte –o es uno de los rostros– de un fenómeno
más amplio ligado a las nuevas formas de control social y de relación entre el
poder y los ciudadanos propias de las sociedades contemporáneas. Nuevas
7 Según expresión de Michael MANN, Las fuentes del poder social, II. El desarrollo de las
clases y los Estados nacionales, 1760-1914, Alianza, Madrid, 1997, p. 536. Véase Diane E.
DAVIS, Anthony W. PEREIRA (eds.), Irregular Armed Forces and Their Role in Politics and
State Formation, Cambridge U.P., Cambridge, 2003, esp. la “Introduction” de D. Davis y las
contribuciones de Ch. Tilly y A. Pereira (pp. 3-34, 37-81 y 387-407).
formas que ya no se basarían tanto, como en los tiempos del ancien régime, en
la punición física y abiertamente violenta, sino más bien en la supervisión
disciplinaria y la vigilancia laboral, política y militar propias del industrialismo
capitalista y del creciente aparato administrativo y jurídico-policial del Estado.
Pero que no por ello dejarían de ser coercitivas, al menos en su dimensión
discriminada y regulada, tras la burocratización y “ocultación” de la violencia y
tras la “disolución de la responsabilidad” de la misma consiguientes a su
administración “a distancia” y oficial.8
Sea como fuere, el resultado de todo ese proceso “centralizador” parece
haber sido una considerable y meritoria retirada del uso de la violencia en la
arena pública, y privada, de nuestras sociedades, así como su control y
sustitución por formas coactivas menos explícitas y más soterradas,
institucionales y normativizadas como la justicia. Y también, según se anotó
páginas atrás, la mengua de las acciones violentas “desde abajo”, habida
cuenta que difícilmente puede organización o grupo alguno enfrentarse con
garantías de éxito a un aparato estatal que cuenta con unos demoledores
recursos materiales –sus poderosos e hiperprofesionalizados medios de
coerción– y, lo que no es menos importante, políticos y culturales: entre ellos,
la legitimidad de sus actuaciones, incluido el empleo de la violencia. Si, como
se analiza en un capítulo previo, esta polifónica noción es inseparable de la
comprensión del hecho violento, eso implicaría, entre otras cosas, la obtención
en exclusiva por parte del Estado de la consideración de la administración
“legítima” de la fuerza. Y conllevaría, asimismo, que existe una cierta relación
inversa o negativa entre legitimidad y violencia estatal en la medida en que la
segunda tiende a mitigarse, por ser menos funcional o "necesaria", en el marco
de regímenes que disfrutan en mayor grado de la primera; mientras que, por lo
mismo, aparece fundamentalmente –como también la respuesta subversiva–
8 Yves MICHAUD, Violencia y política, Ruedo Ibérico, París, 1980, pp. 15-16, 28-31; Anthony
GIDDENS, The Nation-State and Violence, Polity Press, Cambridge, 1985, y Michel
FOUCAULT, Vigilar y castigar. El nacimiento de la prisión, Siglo XXI, Madrid, 1994, v.gr. p. 40.
La propia Arendt afirmaría que “la sociedad moderna […] no ha logrado erradicar lo coercitivo
de la vida humana, sino solamente sus “síntomas” manifiestos […] Ya no podemos distinguir
entre coacción y libertad… [y] somos doblegados sin notarlo siquiera”: Hannah ARENDT, Diario
de reflexiones, Herder, Barcelona, 2004 (en prensa) [cuaderno XVIII, agosto 1953]. R. I.
MOORE remonta los primeros pasos de esta transformación a la Plena Edad Media: La
formación de una sociedad represora. Poder y disidencia en la Europa occidental, 950-1250,
Crítica, Barcelona, 1989.
cuando y donde los gobiernos se ven más contestados y el disenso colectivo
parece haber florecido en los intersticios del sistema político.
Sin embargo, eso mismo nos conduce a la otra cara de la moneda con
que se muestra, también en lo relativo al resultado del proceso que venimos
refiriendo, la violencia represiva. Porque el propio poder estatal que acapara la
gestión de la violencia para así librar de su uso –metafóricamente al menos– a
la sociedad, es el mismo que a menudo ha demostrado con los hechos que
“para quien tiene un martillo, el mundo se asemeja a un clavo”; el mismo que
se ha servido de esa capacidad y supremacía en materia de coerción física
para desplegarla en determinadas circunstancias contra sus enemigos externos
e internos, supuestos o reales, de manera en ocasiones poco metafórica y
cruelmente real. Circunstancias heterogéneas, pero a las que en conjunto
definirían un peligro, ya fuere cierto ya supuesto, ante contrincantes sólidos,
una amenaza percibida como creíble por el Estado y/o sus agentes o, en suma,
una carencia de legitimidad o de base social suficiente.9
No es preciso, en orden a afirmar lo anterior, aceptar la existencia de
una supuesta maldad inherente al Leviathan, ni tampoco participar sin fisuras
de las tesis que, bajo el impacto de los totalitarismos de los años treinta y
cuarenta –y con versiones literarias como 1984 de G. Orwell–, apostaban por el
extremado carácter coercitivo del Estado y su imparable militarización como
rasgos crónicos y crecientemente nucleares de la política moderna. Basta con
lanzar una mirada a la experiencia de la pasada centuria, cuya sucesión de
baños de sangre ha abocado a que se nuble toda confianza en la desaparición
de la violencia y a que las peores atrocidades y la barbarie hayan sido
presentadas como elemento definitorio de un Novecientos, al parecer, más
“oscuro” y “violento” que pacífico. Y es suficiente constatar que, tras la mayor
parte de esos luctuosos episodios, se hallan en última instancia los entes
9 O, dicho de otro modo, la “violencia sanguinaria” aparece cuando existe una “imposibilidad de
simbolización” del poder, es decir, una “imperfecta” reproducción-renovación del “sistema social
y político” en términos rituales y colectivos: Michel MAFFESOLI, La violence totalitaire. Essai
d’anthropologie politique, Desclée de Brower, París, 1999 (nouvelle édition augmentée), p. 35,
47. Vid. también Norbert Elias, “Violence and Civilization: the State Monopoly of Psysical
Violence and Its Infringment”, en John KEANE (ed.), Civil Society and the State. New European
Perspectives, Verso, Londres, 1988, pp. 177-198. El entrecomillado, en Johan GALTUNG,
“Estado, Capital y Sociedad Civil: Un problema de comunicación”, en Seminario de
Investigación para la Paz – Centro Pignatelli (ed.), Convulsión y violencia en el mundo,
Gobierno de Aragón, Zaragoza, 1995, pp. 17-38 (p. 22).
estatales y sus brazos militares y coercitivos. Tal cosa encontramos, en primer
lugar, en la Europa de 1914-1945. Periodo de profunda crisis política –y de
legitimidad– y de lucha a gran escala por la configuración del orden social entre
proyectos excluyentes, aquella “guerra de los treinta años” del siglo XX se
saldó con dos guerras mundiales, numerosas guerras civiles, inéditos procesos
revolucionarios y contrarrevolucionarios y formas de terror estatal de todo tipo.
Es decir, con fenómenos masivos de violencia política orquestados y/o
protagonizados por los estados y que, además de otros incontables
sufrimientos y consecuencias lesivas, se cobraron la vida, según la última
estimación, de al menos setenta millones de personas.10
Pero además, en segundo lugar, si violencias de tales dimensiones
parecen desterradas de las sociedades occidentales en el último medio siglo,
algunos indicios impelen a ser menos optimistas en términos globales. Diríase
que, como es casi trivial subrayar, los regímenes democráticos –léase los más
“legítimos”– han reducido ostensiblemente sus prácticas represivas, por más
que la mera atenta observación, muestren que queda no poco por hacer. Sin
embargo, semejante panorama se nubla de forma trágica si salimos del “oasis
occidental” y viajamos a su más cercana periferia, donde, desde los territorios
ocupados por Israel a las dictaduras militares del cono sur americano, de la
Rumanía de Ceacescu a la Sudáfrica del apartheid, en la Argelia de los años
noventa o por supuesto en la Bosnia desgarrada por la última guerra,
encontramos a lo largo de las últimas décadas maquinarias estatales y ejércitos
dedicados al ejercicio del terror. Y el cuadro termina de oscurecerse, a menudo
sin remisión, si nos adentramos en el “tercer mundo” y contemplamos la
situación de innumerables sociedades sometidas bajo la férula de terribles
dictaduras y regímenes de todo jaez –o de “señores de la guerra” que
sustituyen a los poderes centrales–. Dictaduras y regímenes que, en
Centroamérica, el Asia islámica, China o la práctica totalidad de África, han
practicado y practican toda clase de torturas, persecuciones y matanzas; que,
en el marco de contiendas interminables, han propiciado y/o impulsado en
10 Mark MAZOWER, La Europa negra. Desde la Gran Guerra hasta la caída del comunismo,
Ediciones B, Barcelona, 2001 [1998], p. 445, precisamente una de las principales obras que
han balizado el debate sobre el “violento siglo XX”, junto, entre otras, a Eric J. HOBSBAWM,
Historia del siglo XX. 1914-1991, Crítica, Barcelona, 1995 [1994].
ocasiones apocalípticas masacres como las que ensangrentaron Ruanda en
1994 o la Indonesia de 1965; y que, sin embargo, cuentan en no pocos casos
con un apoyo no sólo político y económico sino también directamente militar y
“represivo” –véase la extensión de la estrategia nortamericana de la
“contrainsurgencia” o su respaldo al propio régimen de Suharto– por parte de
las “pacíficas” democracias occidentales. Una situación ante la que no faltará
quien establezca un correlato entre la relativa ausencia de las políticas
represivas en éstas y su crónica presencia en el resto del globo; sobre todo si a
ello se suma la reciente “exportación” –¿evacuación?– simbólica y real de la
violencia, en dirección centrífuga hacia los márgenes de los centros de poder
mundiales, a través de la actual guerra “preventiva” y “contra el terrorismo”.11
Sea como fuere, esto último nos lleva, a su vez, a otro elemento de la
violencia “desde arriba” que, junto a su pervivencia, importa subrayar aquí: su
carácter relacional. No parece conveniente demonizar a los entes estatales
como máquinas infernales y autónomas que funcionaran al margen de
determinados intereses y aun consensos. Y, a pesar de lo que puedan sugerir
los episodios violentos más macabros y devastadores, no resulta en ningún
caso un fenómeno gratuito y fruto de la mera sevicia humana y del poder. La
suelen respaldar nociones y discursos justificadores con grados diversos de
complejidad y veracidad y por lo común basados en la construcción de la
categoría de “enemigo”. Y, lo que es más importante, laten en su seno fines
políticos objetivos como paralizar o neutralizar a grupos y colectivos
concurrentes, eliminar amenazas al orden social o apuntalar identidades
colectivas y las posiciones y espacios propios de poder. Asunto distinto, y de
nuevo contradictorio, es discernir si la prosecución de esos fines mediante tales
sendas violentas garantiza a los actores responsables, consideraciones
morales al margen, resultados adecuados. Aunque la diversidad de casos se
impone, ineficaces, peligrosas y aun autodestructivas pueden ser para el propio
poder semejantes prácticas, máxime a largo plazo, si su uso es percibido por la
población como desproporcionado e indiscriminado, y en suma ilegítimo–; si no
11 Como ya había sucedido a gran escala anteriormente cuando, desde principios del siglo
XIX, las “guerras depredatorias” desaparecieron de los estados europeos, mientras que éstos
las acometieron ampliamente en el resto del mundo, sobre todo durante la “era del
imperialismo”.
van acompañadas de otras formas de socialización y el Estado no se reviste de
unas mínimas cuotas de consenso político –pues ningún régimen moderno
puede asentarse únicamente sobre la represión; y, sobre todo, en el caso de
regímenes, como el III Reich, embarcados en dinámicas y escaladas de
violencia cuyo timón se les va de las manos.
Ahora bien, por otro lado, en otras muchas ocasiones las mismas
prácticas han sido hasta cierto punto “eficaces” para sus ejecutantes, sobre
todo en el corto plazo y cuando menos en determinadas circunstancias. Ocurre
tal cosa, fundamentalmente, cuando los objetivos de la violencia gozan de un
sólido consenso popular, o cuando sus efectos negativos se ven contrapesados
por la amplia aceptación civil del sistema político y el orden social y por otras
fuentes alternativas de legitimidad. Pero cabe encontrarlo asimismo en
coyunturas particularmente críticas de radical crisis política, cambio de régimen
y/o enfrentamiento bélico, cuando la violencia invade la arena pública y su uso
parece llegar a “institucionalizarse” y a ser “funcional” con vistas a asentar las
estructuras políticas y como instrumento “fundacional”, socializador y
articulador de identidades colectivas.12 Lo cual implicaría, a su vez, al menos
dos cosas. Por una parte, que cabría proponer como hipótesis que, junto la
referida relación “negativa” entre violencia represiva y legitimidad, existe tal vez
una relación “positiva”, en la medida en que la primera podría activarse no sólo
para cubrir una carencia de la segunda, sino también como vía excepcional de
obtención de la misma. E implicaría igualmente que, sea en calidad de actores
y denunciantes, sea con la mera concesión del respaldo y “consenso” a tales
prácticas, la participación de la población no puede ser soslayada a la hora de
comprender este fenómeno en todas sus múltiples manifestaciones.13
12 Cfr. Rajni KOTHARI, “Institutionalization of Violence”, Encyclopedia of Violence, Peace, &
Conflict, Academic Press, San Diego, 1999, vol. II, pp. 223-229; M. MAFFESOLI, Essai sur la
violence banale et fondatrice, Librairie des Méridiens, París, 1984; Philippe BRAUD, “La
violence politique: repères et problèmes”, en Id. (dir.), La violence politique dans les
démocraties occidentales, L’Harmattan, París, 1993, esp. pp. 20-27; y, respecto de las guerras
y terrores masivos del siglo XX, Omer BARTOV, Mirrors of Destruction. War, Genocide, and
Modern Identity, Oxford U.P., Oxford, 2000.
13 Incluso, como muestra la nueva historiografía, en el caso nazi, habitualmente considerado
paradigma del terror dirigido desde un todopoderoso Estado. Véase por ejemplo Robert
GELLATELY, No sólo Hitler. La Alemania nazi entre la coacción y el consenso, Crítica,
Barcelona, 2002.
3. Delimitación y formas de la violencia “desde arriba”.
La radical heterogeneidad formal de la violencia represiva es en efecto,
abstracciones y generalizaciones al margen, uno de sus rasgos esenciales. Y
es, al mismo tiempo, uno de los mayores problemas que plantea no sólo su
comprensión, sino asimismo su definición –en el sentido etimológico de su
delimitación–. Si de encontrar sus lindes y fronteras se trata, las dificultades no
se hacen esperar. Pero por eso mismo, forzoso es delimitarla adecuadamente
de cara a manejar una noción operativa. Equívoco aunque aconsejable resulta,
para empezar, establecer la cesura entre esta violencia “desde arriba” y su alter
ego o violencia subversiva. No es preciso extenderse en esta última, dado que
ha sido abordada en el texto precedente. Pero sí conviene apuntar que algunas
de sus manifestaciones despliegan formas que a la postre podríamos calificar
de “represivas”. Así, tal cosa sucede allí donde sus actores provienen de una
parte del propio Estado o de sus burocracias coercitivas –caso de los golpes de
Estado– y, al tiempo que tratan de asaltar el mismo, acometen prácticas
persecutorias en mayor o menor escala contra sus rivales y sus apoyos civiles.
Ocurre también cuando esas mismas prácticas tienen lugar en el marco de
situaciones de “soberanía múltiple” –véase guerras civiles y revoluciones–,
donde, por una mera necesidad logística y de un control primario del territorio
en sus manos, los agentes “subversivos” se dotan de unas mínimas estructuras
de dominación y de poder alternativas. Y sucede asimismo, como es obvio,
cuando esos coups d’État, revoluciones, etc. triunfan, sus impulsores instauran
un nuevo régimen y, a partir de ahí, convierten el empleo de la violencia en
arma para asentar, conducir y/o intensificar su poder desde la cima del Estado.
Y, en segundo término, problemático pero necesario resulta igualmente
fijar la distinción entre la violencia represiva y lo que habitualmente se conoce
por “violencia estructural” e “institucionalizada”. Es decir, un variopinto conjunto
de realidades y hechos sociales, que no actuaciones y políticas concretas con
rostros específicos, donde encontraríamos, por un lado, las macro-condiciones
socio-políticas y económicas causantes del conflicto y del desigual reparto del
poder y los recursos y, por ende, generadoras de la violencia; y, por otro, las
estrategias coactivas y de control social de carácter disciplinario, discriminado,
y normativo propias de los estados contemporáneos y ajustadas a lo que
convencionalmente
se
denomina
“Estado
de
derecho”.
Proponer
tal
diferenciación no conlleva menospreciar, y mucho menos negar, el carácter
eventualmente conflictivo, censurable e incluso “represivo” de algunas
condiciones estructurales, prácticas y normas amparadas por los poderes
ejecutivo, legislativo y judicial. Y, de hecho, tampoco implica dejar de soslayo lo
que de lábil y paradójico tiene no pocas veces la diferenciación entre derecho y
violencia; o, en otras palabras, las complejas cuestiones sobre el carácter
“legal” o no de numerosas acciones de la vida societaria y acerca de la
relatividad histórica y ética de tales distinciones.14 Supone, más bien, apostar
por una caracterización del hecho violento represivo que evite una excesiva
amplitud del concepto que redundaría en una sensible pérdida de su
consistencia y valor heurístico.
De este modo, quedaría
dentro de esa categoría una, así y todo,
amplísima gama de manifestaciones de violencia política cuyos directos
responsables y ejecutores estarían ligados a cualquier estructura de poder
mínimamente institucionalizada, principal pero no únicamente el Estado; una
gama que iría desde las actuaciones de los aparatos coercitivos estatales al
margen del Estado de derecho –para establecer una frontera más o menos
nítida, aunque convencional– hasta las peores atrocidades masivas y
genocidios dirigidos por entes gubernamentales, pasando por un vasto
espectro de prácticas y políticas.
Encontraríamos en ese nutrido elenco represivo, para empezar, las
extralimitaciones y abusos de los Estados y de sus brazos judiciales y
armados, oficiales u oficiosos, cuando se conculcan los marcos jurídicos
democráticos y violan los derechos humanos. Abusos y violencias policiales –
dirigidos o amparados por las autoridades–; depuraciones profesionales y
económicas; presos, exilios, deportaciones o persecuciones por “crímenes
políticos” y por motivos ideológicos, sociales, étnicos, religiosos, etc.; pero
también otras formas más radicales como la pena capital o la tortura, todas
ellas tendrían cabida en este capítulo, y su empleo más o menos excepcional o
14 Eligio RESTA, La certeza y la esperanza. Ensayo sobre el derecho y la violencia, Paidós,
Barcelona, 1995. Para lo anterior, vid. Johan GALTUNG, “A Structural Theory of Aggression”,
en Ivo K. y Rosalind L. FEIERABEND, Ted R. GURR (eds.), Anger, Violence, and Politics.
Theories and Research, Prentice Hall, Englewood Cliffs, 1972, pp. 85-97; Wolfang KNÖBL,
“Social Control and Violence”, y Kathleen M. WEIGERT, “Structural Violence”, en Encyclopedia
of Violence, Peace, and Conflict, op. cit., vol. 3, pp. 301-310 y 431-440.
corriente sería un elemento central a la hora de definir la naturaleza de cada
régimen. Huelga decir, en efecto, que aquellos de carácter dictatorial y
autoritario son los que más abundante y aun sistemáticamente se han servido y
sirven de tales modos represivos, y los que han llegado al punto de integrarlos
en ciertos casos en su propio ordenamiento legal. No obstante, como indican la
evidencia histórica o los recientes informes de las O.N.G. y de ciertas agencias
de la O.N.U., se trata de prácticas que distan de haber desaparecido de las
democracias occidentales.15
En un segundo grupo de esta suerte de tipología cabría incluir aquellas
variedades de la violencia represiva que, en conjunto, se sitúan en el ámbito de
lo que se conoce como “terrorismo de Estado”. Desde el asesinato político
discriminado promovido por los gobiernos y sus instancias legales o
paralegales –v.gr. los de Trotsky en 1943 o Benigno Aquino en 1983–, hasta
las terroríficas “desapariciones” de civiles que asolaron Chile y Argentina en los
años setenta, pasando por la “guerra sucia” y la “violencia vigilante” o por los
“escuadrones de la muerte” centroamericanos, los aparatos estatales –
incluidos en ocasiones los democráticos– han empleado de forma más o
menos esporádica diversas estrategias categorizables como “terroristas”, y
desde luego ilegales desde sus marcos normativos e institucionales, con las
que han afrontado desafíos reales o virtuales mediante el expeditivo recurso de
“el fin justifica los medios”.16
Ahora bien, cuando el fin resulta más ambicioso y menos discriminado –
instaurar el miedo en el núcleo de las relaciones políticas, a través de una
represión vasta y arbitraria, física y psicológica, para destruir toda articulación
de disenso–; los medios movilizados son abusivos y transgreden sin cortapisas
el ordenamiento legal –o lo desnaturalizan para adecuarlo a esos fines–; y el
15 Y no sólo, aunque sea el ejemplo más palmario, de los EE.UU. Véase v.gr. Mario
MARAZZITI (ed.), No matarás. Por qué es necesario abolir la pena de muerte, Península,
Barcelona, 2001 [1998]; Amnistía Internacional, Informe 2003. El pasado dice cosas que
interesan al futuro, Ed. Amnistía Internacional, Madrid, 2003.
16 Para esto y para lo que sigue, vid. los dos volúmenes de Michael STOHL y George A.
LÓPEZ (eds.), The State as Terrorist, y Government Violence and Repression: An Agenda for
Research, ambos en Greenwood Press, Nueva York, 1984 y 1986 (definición de “terrorismo
estatal” en p. 8); P. Timothy BUSHNELL et al. (eds.), State Organized Terror. The Case of
Violent Internal Repression, Westview Press, Boulder (Col.), 1991; y, en castellano, E.
GONZÁLEZ CALLEJA, “Definiciones e interpretación del fenómeno terrorista”, en Id. (ed.),
uso de la violencia estatal se convierte en mecanismo central de control social,
entonces esta última se integraría en lo que cabría denominar “terror de
Estado”. Dicho terror, de entrada incompatible con cualquier tipo de sistema
político democrático, es propio de regímenes abiertamente dictatoriales y
autoritarios, militares o no, y encontró tal vez su máxima expresión en los
totalitarismos de las décadas centrales del siglo pasado. Pero el abanico de
“estados terroristas” es mucho más amplio y cruza transversalmente los cinco
continentes y la Edad Contemporánea.
Por lo pronto, hallamos la mayoría de ellos en el marco de los conflictos
bélicos que jalonan la historia reciente. Interestatales o civiles, y ya sea
abiertas y declaradas ya “soterradas” o “irregulares”, las guerras pueden de
hecho ser consideradas en sí mismas los más devastadores episodios de
violencia política. Y, como es obvio, resultan a su vez los viveros principales de
otras formas de esta última, que implican además no sólo a los elementos
militares sino también, cada vez en mayor grado, a los civiles. Formas que se
despliegan a la sombra del conflicto principal nutriéndose de la radical invasión
de la res publica por parte de las armas, así como de las dinámicas de
“brutalización” política y social, de generalización de la categoría de “enemigo”,
y de venganza y exclusión que son propias a estos episodios. Pero que, a
pesar del énfasis reciente en su carácter “extra-estatal”, “local” y “privado”, no
pueden comprenderse de ninguna manera desligadas de su relación, a la que
se aludió más arriba, con los conflictos y mecanismos de control político de los
territorios por parte de los poderes militares o civiles en liza.17 De ahí el
tenebroso cortejo de masacres, persecuciones, ejecuciones
sumarias,
violaciones masivas de mujeres y niños y éxodos forzados, entre otros muchos
Políticas del miedo. Un balance del terrorismo en Europa, Biblioteca Nueva, Madrid, 2002, esp.
36-41.
17 Algo que parece especialmente útil subrayar en el caso de las contiendas civiles, donde los
extraordinarios grados de violencia no proceden de ningún eventual regreso a anómicos
“estados de naturaleza” hobbesianos, sino más bien de la división de la soberanía y la ruptura
“interna” del monopolio de la violencia que las define, y de su particular “carácter triangular” –el
hecho de que los contrincantes involucran directamente a las poblaciones civiles y las
consideran objetivos prioritarios–. Véase al respecto Stathis KALYVAS, “The Ontology of
‘Political Violence’: Action and Identity in Civil Wars”, Perspectives on Politics, 1, 3 (2003), pp.
475-494, y “La violencia en medio de la guerra civil. Esbozo de una teoría”, Análisis Político
(Bogotá), 42, 1 (2001), pp. 3-25; Peter WALDMANN, Fernando REINARES (comps.),
Sociedades en guerra civil. Conflictos violentos en Europa y América Latina, Paidós, Barcelona,
1999, esp. la contribución del primero: pp. 27-44. En general, et Stéphane AUDOIN-ROUZEAU,
et al. (dirs.), La Violence de guerre 1914-1945, Complexe, Bruselas, 2003.
tipos, que acompaña a toda situación bélica –y, a menudo, a sus posguerras–.
Y de ahí que estén siempre entre sus protagonistas principales, en grado de
participación directa variable, los actores armados y el Estado; o, en
determinadas circunstancias, sus eventuales “sustitutos” –como los citados
“señores de la guerra”– que actúan bajo la cobertura del poder o desde una
noción menos institucionalizada y local del mismo.
Sin embargo, los contextos bélicos no tienen la exclusiva de los
regímenes de terror. Ni los justifican. Ocurre más bien que, en su variada
casuística desde la guerra total a la “guerra informal”, se muestran como
marcos privilegiados para el florecimiento y más fácil desarrollo de tales
políticas “terroristas” “desde arriba” cuyos más profundos orígenes parecen
ubicarse, sin embargo, en otra parte. Se ubican, a nuestro modo de ver, en la
confluencia de, al menos, tres grandes elementos. Por una parte, en el nivel de
la longue durée, el hecho de que la monopolización de la violencia arriba
descrita ha puesto en manos de los Estados contemporáneos en general, y de
sus brazos armados en particular, unas capacidades y medios coercitivos
demoledores, “industriales” y sin parangón. Por otro lado, en un tempo medio,
la “brutalización” y “militarización” de la cosa pública desde, al menos, los
albores del siglo XX. Es decir, el proceso por el cual, ante los retos que plantea
para el control social la “era de las masas”, se han extendido frente a ellas
tanto prácticas y mecanismos represivos de sesgo masivo como categorías y
valores –el “enemigo”, la “banalización” de su muerte, incluso a gran escala–
propios de la esfera militar; prácticas y valores metabolizados en las muchas
guerras del Novecientos, pero que se remontan a las culturas y estrategias
excluyentes generadas por los europeos durante su sangriento proceso
colonizador e imperialista allende sus fronteras. Y por último, en el nivel del
“tiempo corto”, todo lo anterior se puede activar en determinadas coyunturas
históricas cuando –en la guerra o en la paz, en el “primer” y en el “tercer
mundo”– estados no débiles per se, pero sí gravemente minados en su
legitimidad y carentes de una cierta “tradición de política civil”, se ven
cuarteados por profundas crisis sociales y políticas y caen en manos de élites
militares y/o autoritarias que palian esas carencias “democráticas” con una
política radicalmente coactiva.18
Tales elementos encontramos, en mayor o menor grado, en el caso de
los terrores de Estado implementados por los poderes pretorianos de todo tipo
que cabe contemplar desde la Europa de entreguerras –Polonia y Bulgaria,
Rumanía o Grecia– a las dictaduras sudamericanas –caso del terror contra los
Ixil en Guatemala–, pasando por un gran número de los setenta y cinco nuevos
estados nacidos de la descolonización desde 1945 en Asia, Oceanía y el
trágico continente africano. Los hallamos también, por supuesto, en los
regímenes fascistas históricos, para los que la amplia violencia represiva, bien
definida y programada, era un ingrediente central en el ejercicio del poder, una
fórmula constitutiva de su praxis política y social. Y los hallamos, cómo no, en
aquellos episodios extremos de “terror” que, por sus dimensiones, radicalidad e
implicaciones morales, son conocidos como “limpieza étnica”, “genocidio” y
“democidio”. Limpiezas étnicas –es decir, combinaciones de expulsión,
masacres, actos de terror y botín, violaciones, etc. contra un grupo étnico o
nacional, mas sin afán de exterminio– como la ejercida en Bosnia por los
serbios.
Los democidios, por su parte, según una noción de reciente creación,
incluirían los episodios y procesos masivos de persecución, represión y
eliminación física dirigidos contra grupos sociales de todo tipo en cuanto tales –
no sólo étnicos, sino también religiosos, lingüísticos, políticos, sociales, etc.–
desde los poderes estatales. Una de las variantes o tipos particulares de
democidio serían, por recuperar otro reciente concepto, sería el “politicidio”, o
persecución y eliminación fundamentada en términos políticos. Otra, ésta de
formulación más antigua y de uso público, es el genocidio. Definidos por el
criterio étnico, religioso o nacional del grupo perseguido, los episodios
genocidas implicarían en principio tanto añadir a las formas de limpieza étnica
el componente “exterminador” –físico, identitario y cultural– como ser
ejecutados en el marco de maquinarias estatales coherentes y estrategias
18 Un argumento en cierto modo cercano, en Ch. TILLY, The Politics of Collective Violence,
esp. pp. 41-53. Para lo anterior, John R. GILLIS (ed.,) The Militarization of the Western World,
New Brunswick (NJ), 1989; George L. MOSSE, De la Grande Guerre au totalitarisme. La
brutalisation des sociétés européennes, Hachette, París, 1999 [1990]; y, desde el campo de la
teoría social, Hans JOAS, War and Modernity, Polity Press, Cambridge, 2002.
deliberadas y organizadas. Semejante definición “restrictiva” dejaría de lado
fenómenos represivos y de terror cuya consideración como “genocidios”, en
buena medida por su valor de “convocatoria emocional”, parece sin embargo
profundamente enraizada. Desde este punto de vista, casos de terror masivo
como los ejercidos desde la URSS stalinista y la China de Mao hasta las
matanzas de comunistas y timoreses en la Indonesia de los años sesenta y
setenta, pasando por las grandes matanzas indo-pakintaníes (1947-1948) o de
los Ibo nigerianos (1967-1970), no serían genocidios, sino que corresponderían
a otras categorías de terror y democidio. Y, según algunos autores, se podría
discutir esa categorización incluso para los terroríficos baños de sangre
ejercidos contra los armenios en la Turquía otomana, los Jemeres Rojos en
Camboya o los hutus en Ruanda.19 No obstante, disquisiciones nominalistas al
margen, son pavorosas y dramáticas muestras del eventual alcance de la
violencia represiva; extremas plasmaciones no sólo de la “barbarie” humana,
sino asimismo de su “Modernidad”, o al menos del reverso de su, también,
doble faz. Como lo es también, quizá más que ningún otro caso, el Holocausto
de unos seis millones de judíos por el III Reich en general, y los campos de
concentración y exterminio en particular. Fenómeno zarandeado por los
mecanismos de la memoria y el uso público del pasado, ora negado y
soterrado ora convertido en “emblema moral” y “matriz” de lo contemporáneo,
su devastadora radicalidad deja a la intemperie todo juicio ético e impide
convertir a Auschwitz en ningún tipo “paradigma”. Pero tampoco resulta
epistemológicamente adecuado definirlo en términos de “incomprensibilidad” y
“unicidad”. Parecería más bien la atroz aparición de una tendencia latente en
19 Esa visión restrictiva y la crítica a la abusiva extensión del término, en Mark MAZOWER,
“Violence and the State in the Twentieth Century”, American Historical Review, 107, 4 (October
2002), pp. 1158-1178. Eso sí, “el hecho de que un crimen no sea un genocidio no mengua ni
un ápice la responsabilidad del criminal y no altera en absoluto los derechos de las víctimas a
recordar y a ser resarcidas”: Yves TERNON, El Estado criminal. Los genocidios del siglo XX,
Península, Barcelona, 1995, p. 11. Una noción más amplia, por ejemplo, en Ryszard
KAPUSCINSKI, “De la nature des génocides”, Le Monde Diplomatique, 564 (mars 2001), p. 3.
Según la definición del creador del concepto Raphael Lemkin (1944), incluiría “los actos
cometidos con la intención de destruir, en parte o totalmente, a un grupo nacional, étnico, racial
o religioso” (cit. en Michael BROWN, The International Dimensions of Internal Conflict, M.I.T.
Press, Cambridge (Mass), 1996, p. 3). Quien introduce lo de democidio es Rudolf J. RUMMEL;
vid. su síntesis y “contabilidad” mortífera en Death by Government, Transaction Books, New
Brunswick (NJ), 1997. Cfr. por último el reciente monográfico sobre “Genocidios y crímenes
contra la humanidad” de Historia y Política, 10 (2003).
las sociedades contemporáneas. Un episodio excepcional, y por tanto anormal,
cuya posibilidad se inscribía en la normalidad de la racionalización moderna.20
Precisamente quien legara uno de los más lúcidos testimonios sobre el
horror de los campos nazis, Primo Levi, afirmaría que si comprender no es
posible en casos así –por cuanto se acerca a “justificar”–, conocer resulta
“necesario”. Necesario no sólo por el respeto al recuerdo de los supervivientes
sino como función redentora del conjunto de la sociedad. Algo similar parece
transmitir otro “perseguido”, Walter Benjamin, cuando, frente al olvido y
oscuridad de las víctimas de la violencia y del progreso –esa “montaña de
ruinas que se eleva hacia el cielo”–, propone su crítica y la indagación, a partir
de sus casos concretos, como elementos de conciencia social del presente. No
es, desde luego, tarea siempre fácil. Son muchos los riesgos, como difuminar
unas violencias mediante el énfasis en otras (el ahora ubicuo Holocausto),
desembocar en pesimismos paralizantes o recluirse en juicios morales
desmesurados que evacuan el análisis real. O como, según se desprende de
algunas representaciones –mediáticas y plásticas– de la violencia, trivializarla
por la saturación y “espectacularización” de éstas, provocar un mero
“voyeurisme” o incluso orientar políticamente las reacciones que suscita.21
Pero así y todo, como concluye S. Sontag en el ensayo evocado al inicio de
estas líneas, “nada hay de malo en apartarse y reflexionar” sobre el fenómeno,
aunque sólo fuera porque “nadie puede pensar y golpear a alguien al mismo
tiempo”.
20 Enzo TRAVERSO, L’Histoire déchirée. Essai sur Auschwitz et les intellectuels, Cerf, Paris,
1997, pp. 221-223, 231-236, y La violenza nazista. Una genealogia, Il Mulino, Boloña, 2002;
Zygmund BAUMAN, Modernidad y Holocausto, Sequitur, Madrid, 1997, 7-24, 145-152. Cfr.,
entre una literatura abrumadora y en prometedor proceso renovador, Omer BARTOV (ed.), The
Holocaust. Origins, implementation, aftermath, Routledge, Londres, 2000.
21 Yves MICHAUD, Changements dans la violence. Essai sur la bienveillance universelle et la
peur, Odile Jacob, París, 2002, pp. 87-105.
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