32. ALVARO GOMEZ HURTADO (1919 - ). Abogado, profesor, periodista, ensayista y político. Estudios secundarios en el Colegio Saint Michel, de Bruselas (Bélgica); en Saint Louis, de París (Francia), y en San Bartolomé, de Bogotá (1936). Cursó jurisprudencia en la Pontificia Universidad laveriana, donde se graduó con la tesis Influencias del estoicismo en el derecho civil (1942). Concejal de Bogotá (1942-44). Representante a la Cámara (1948-49). Senador por Cundinamarca (1950-57, 1958-74 y 1978-82). Miembro de la Asamblea Nacional Constituyen te (1953-57). Ministro plenipotenciario en Suiza (1946-48). Delegado a la Conferencia Internacional de Comercio (GATI) (La Habana), de Aviación Civil (Suiza), de Libertad de Información y de Ciencias Administrativas (Suiza). Embaiador en Italia. Delegado a los congresos de prensa de Caracas, La Habana y Nueva York. Profesor de ideas políticas en la universidad donde siguió su carrera. Perteneció a la Academia Caro (1945). Uno de los fundadores del Banco Popular y miembro de su junta directiva. Director de la Revista Colombiana (1938-42). Director de El Siglo (Bogotá) en tres etapas: 1948-52, 1957-66 y de 1976 hasta el presente. Candidato a la Presidencia de la República (1974). En su obra principal, La revolución en América, campean amplios conocimientos de losoffa de la historia con interpretación muy original. Es, además, autor de doce libros sobre temas económicos y políticos. ñ- Formación del acervo tradicional hispanoamericano (De La revolución en América) En la formación del acervo tradicional hispanoamericano existe un contenido intencional que no puede desconocerse; porque 854 constituye su característica más notable. Estamos aquí, por lo menos en cuanto se refiere al siglo XVI, ante una modalidad sui generis en la constitución de las tradiciones. Porque éstas, ordinariamente, se forman basándose en lo que ha sido y sigue siendo. Lo que importa es su existencia y no su contenido. Y esa existencia se comprueba con métodos empíricos que en la historiografía moderna alcanzan notables desarrollos. Podemos decir que las tradiciones, como tales, prescindiendo de lo que ellas entrañen, pertenecen al orden del ser. Se crean mediante la decantación de valores a lo largo del tiempo y son como un producto natural de cada sociedad. Las tradiciones iniciales de Hispanoamérica, muy por el contrario, no surgieron de ninguna evolución, sino que se dieron ya estructuradas. Fueron trasplantadas artificialmente. Su vigencia dependía, casi exclusivamente, de su contenido: era éste el que las justificaba y hacía perdurar. Por eso podemos decir también que; por lo menos en su etapa inicial, las tradiciones hispanoamericanas pertenecen al orden del deber ser. Cierto que este carácter artificial podría inducimos a no considerar esas tradiciones como tales, ya que faltaría en ellas la nota esencial de haber sido algo vigente durante un cierto tiempo. Pero insistiremos en llamarlas tradiciones, aferrándonos precisamente al sentido etimológico de la palabra, formada por trans y dare, que significa "dar más allá". Nuestras primeras tradiciones fueron efectivamente dadas con el carácter de tales desde Europa. ¿Quiere esto decir que, a su vez, eran tradiciones vigentes en el Viejo Mundo y que allí habían sufrido en el tiempo la decantación que les faltaba en América? No necesariamente. Las tradiciones impuestas en-el Nuevo Mundo no fueron las mismas que imperaban en España, aunque unas y otrasemanaran de una misma concepción del mundo. La diferencia consistía, precisamente, en la forma en que se habían constituído. Las españolas provenían de la Edad Media tras un largo proceso selectivo de orden social, mientras que las americanas tenían en buena parte un origen teórico, determinado por el designio planificador que dirigía la colonización. Unas surgían espontáneamente de la evolución social; otras se creaban, en algunos casos, en tomo a los actos y costumbres de los conquistadores, pero', en parte también, en torno a las ideas generales contenidas en las capitulaciones, las ordenanzas e instrucciones de los reyes y en la legislación de Indias. Es855 ta dirección de la política colonial implicaba naturalmente una apropiación de la experiencia histórica de la Península, o sea, una consideración constante de su propio patrimonio tradicional. Pero entrañaba también una selección de ese patrimonio, dentro de un concepto depurado de lo que debería ser el Nuevo Mundo. Concepto que, a su vez, sólo pretendía ser la expresión americana de una visión más general, ecuménica, de la vida y del hombre. (ps. 72-73). Hispanoamérica ha sufrido la Reforma, la Revolución Francesa y la revolución técnica a un mismo tiempo Es cierto que todos los pueblos atraviesan por similares períodos de crisis. Los de Occidente, por ejemplo, han pasado en la Edad Moderna por tres transformaciones radicales: la Reforma, la Revolución Francesa y la revolución técnica Pero en Hispanoamérica nos ha tocado vivir las tres a un mismo tiempo. Por eso no podemos decir con propiedad que hemos tenido crisis, sino más bien que vivimos en crisis: Nos hallamos, desde la Independencia, soportando un proceso de transformación que no tiene ritmo, que carece de ciclos, y en el que difícilmente pueden señalarse períodos de verdadera potencialidad creadora. Sobre este fondo revolucionario que muchas veces no logramos entender, porque sobrepasa los planteamientos sociológicos y políticos de cada país, los hispanoamericanos hemos venido participando en una serie de revoluciones inauténticas de segundo orden, que forman una cadena de crisis falsificadas, porque tratan de ser algo en sí mismas, cuando en realidad sólo son síntomas o manifestaciones de un fenómeno revolucionario que ni se ha provocado ni se puede dirigir, sino que simplemente se padece sin tener adecuada conciencia de él. Nuestras "revoluciones" son fruto de ese estado primordial de tensión que generalmente no logramos identificar. Por eso todas ellas han carecido de sentido y, por consiguiente, de poder renovador. En nuestra historia social y política forman una continuidad de fracasos, de períodos huecos y sucesos infecundos; una continuidad de soluciones de continuidad. (ps. 107-108). 856 El salto del régimen colonial patemalista a las formas liberales más abstractas y exóticas produjo un traumatismo en el cuerpo social hispanoamericano Todo era nuevo para aquellas gentes surgidas de la tutelar organización política de la Colonia. Cuando ft'Oy·repasamos la historia de la emancipaci6n de los Estados Unidos, nos llama la atenci6nla forma reiterada en que Jefferson confiesa que al redactar el acta de Independencia norteamericana, no quiso implantar ninguna novedad, sino tan sólo ratificar solemnemente conceptos que eran conocidos y practicados por la sociedad anglosajona. En Hispanoamérica no podría decirse lo mismo sino todo lo contrario. Allí, las bases en que se apoyaban los nuevos sistemas políticos, no sólo eran ignoradas por el pueblo, sino que contrariaban las tradiciones del medio social. La implantación del régimen republicano significó, por esta razón, un impacto sobre la totalidad de la cultura hispanoamericana, que en sus efectos revolucionarios trascendía el alcance inicial del movimiento separatista. La comprobada infiltración previa de las ideas liberales en el medio colonial no autoriza, sin embargo, a afirmar que los hombres de nuestra Independencia tuvieran el propósito deliberado de sustituír elhumanismo cristiano de la Contrarreforma por el humanismo racionalista del enciclopedismo. Tamaño objetivo hubiera estado fuera de su experiencia y de su alcance. Tampoco ha de presumirse que mantuvieran firmemente la idea de efectuar una revolución de carácter social. Su preocupaci6n consistía en encontrar las formas políticas con las que debían estructurar el Estado y en ello se concentraba preferentemente su atención. De ahí que no tuvieran recato alguno en importar sistemas extranjeros que en la mayor parte de las ocasiones resultaban reñidos con las circunstancias y costumbres del lugar donde se' querían imponer. La adhesión a las formas republicanas se hizo sobre la base apriorístíca de su bondad inttfnseca y prescindiendo de todo estudio de las realidades locales. La transfonnaci6n política no se llevó a cabo a través de estadios evolutivos en los que la experiencia hubiera podido modificar el rigor de las concepciones teóricas que se pretendían alcanzar, Lo que se hizo fue dar un salto del 'régimen colonial patemalista y a veces casuístico, a las formas liberales más abstractas y exóticas, con el consiguiente traumatismo del cuerpo social. Esta drástica suplantaci6n de sistemas es, en el fondo, la causa de ese radicalismo re857 volucionario que se advierte como una constante política de Hispanoamérica. en la evolución Estos avances revolucionarios se "hipostasiaron" en la organización colonial superviviente y lograron convivir con ella. Se dio así origen a ese dualismo singular, que aún subsiste, en que, por un lado, se reconoce como un dato cierto la existencia de una sociedad católica fuertemente afianzada en nociones espirituales, y, por otro, se preconiza, o por lo menos se acepta, que a esa sociedad se le dé una organización racionalista privada de todo contenido religioso. A lo largo de la historia independien te de los países hispanoamericanos se advierte un constante divorcio entre la realidad social y su expresión política, que no ha podido ser superado y que no es sino uno de los síntomas de la profunda lucha interior entre dos diferentes concepciones del mundo, la tradicionalista y la revolucionaria, de las cuales la primera actúa como fuerza de resistencia, mientras la segunda encauza en un solo esfuerzo todas las tendencias secularizantes y progresistas del mundo moderno. (ps. 115-118). Del estado de naturaleza rusoniano al binomio oscuridad-luz de la interpretación histórica de la Ilustración Los hispanoamericanos, recientemente emancipados y por lo tanto sometidos al hechizo de su nueva situación, no estaban en condiciones anímicas de oponer una resistencia crítica a la fascinación de ese binomio oscuridad-luz que para ellos, en términos políticos, significaba Colonia-Independencia. El Nuevo Mundo empezó a creer entonces en el mito del progreso, creencia que iría afianzándose hasta nuestros días, al estímulo del paulatino desarrollo material de las nuevas naciones. Pero esta visión de la historia no queda completa si prescindimos de la aportación de Juan Jacobo Rousseau. Porque si bien Voltaire era el autor más leído por el pueblo, fue sin duda el ginebrino el que más influyó en la élite dirigente de Hispanoamérica. Su entusiasmo prerromántico, el vigor de su fantasía y, aunque parezca paradójico, la propia incongruencia de sus opiniones, lo convirtieron en una cantera inagotable de la que sin discriminación al858 guna extraían material los sostenedores de las variadas tendencias filosóficas y políticas que empezaban a configurarse. Pero su papel más importante consistió en traducir o actualizar y poner al servicio de la revolución las viejas ideas del estado de naturaleza y del pacto social, en las que los criollos no pudieron menos de ver un estrecho parentesco con las doctrinas ortodoxas de Mariana y de Suárez. Las tesis rusonianas permitieron anteponerle un tercer miembro al binomio oscuridad-luz de la interpretación histórica de la Ilustración. El estado de naturaleza prehistórico descrito por el ginebrino, fue asimilado, sin parar mientes en el rigor de la analogía, con las seudocivilizaciones indígenas precolombinas, que aparecieron de pronto generosamente adornadas con los más primorosos y fantásticos caracteres idílicos y se convirtieron en el prototipo histórico de las fantasías sociales imaginadas en tomo al mito del Buen Salvaje. Rousseau había sugerido la idea, y lo demás fue obra del entusiasmo de los americanos. Los personajes de la historia azteca o inca adquirieron la condición de semidioses y sus hazañas se relataron con énfasis homérico, con el deliberado propósito de crearle a América, valiéndose de la prehistoria indígena, su propia antigüedad clásica. De esta suerte, el esquema de la historia americana quedaba completo: al principio había sido la edad de oro del estado de naturaleza; con los españoles sobreviene el oscurantismo y la tiranía; como un tercer estadio, la Independencia aportaba el triunfo de la razón, y con ella la promesa de una nueva edad dorada. (ps. 121-122). Con la independencia hispanoamericana se originó una lucha entre las nuevas formas de organización política y la estructura tradicionalista de una sociedad sin medios positivos de defensa El ser de las nuevas repúblicas había quedado inscrito, por razón de circunstancias fatales, en el bando de la revolución. Lo tradicional dejó de ser una fuerza activa de la política; es más, dejó de ser una tendencia lícita porque, por definición, era antinacional. Lo revolucionario se convirtió así, teóricamente por lo menos, en un supuesto necesario cuyo desconocimiento, en aquellos tiempos, razonablemente podía tildarse de antipatriótico. Este planteamiento originó una intensa lucha entre las nuevas formas de organización política y la estructura tradicionalista de una sociedad atóní859 ta, desprevenida, sin medios positivos de defensa. El tradicionalismo quedó limitado a ser una fuerza de inercia, sin personería y por lo tanto sin iniciativa. Para participar en la organización del Estado, los elementos conservadores tenían que aceptar de antemano el planteamiento revolucionario; se vieron precisados a montarse en el carro de la revolución para frenarlo desde dentro, en vez de afianzarse en tierra para detenerlo. Por consiguiente, lo antirrevolucionario no fue, no pudo ser en Hispanoamérica, una actitud consciente, afrncada en principios doctrinarios. La tradición quedó expósita, sin nadie que se atreviera a defenderla. No se dio una teoría de la continuidad, como en los Estados Unidos; no hubo siquiera emigrados. como en Francia. El propio ralliement de la Iglesia a las formas republicanas no se presentó en ningún momento como una alternativa, sino como la única posibilidad. En las dos décadas que van de 1810 a 1830, el racionalismo tuvo las puertas abiertas para adueñarse de la opinión política de las nuevas naciones antes de que la reacción provocada por los excesos revolucionarios saliera de nuevo a la palestra a disputarle el predominio. Durante esos veinte años, las tesis liberales tuvieron a su favor la presión del nacionalismo criollo exacerbado por la guerra. En este aspecto resulta discutible la tesis, tan popular hoy día y tan bien respaldada por otros conceptos, de que la contienda de la emancipación fue una guerra civil. La extirpación total de uno de los bandos con el pretexto del patriotismo la convierte, en el mejor de los casos, en una guerra de secesión. Hundido el poderío militar español, los elementos conservadores de Hispanoamérica no tuvieron una doctrina política actual que oponer a la invasión ideológica del extranjero. Cuando miraban hacia la filosofía tradicional sólo encontraban las viejas tesis de Vitoria y de Suárez sobre el origen del poder, que ahora, más que para oponerse, parecían servir de justificación al naturalismo. El propio Rousseau había sido divulgado por los jesuitas. Los tradicionalistas se vieron sorprendidos y anonadados al comprobar que sus propias fuentes de inspiración doctrinaria se hallaban al servicio de la revolución. Y si en lugar de mirar hacia atrás observaban el panorama de la política contemporánea, en ninguna par860 te encontraban ejemplos de resistencia que pudieran adaptarse a la situación creada en las antiguas colonias. (ps. 127-128). El jacobinismo frenético rompió la continuidad histórica de Hispanoamérica Si el clasicismo hubiera hecho crisis en Hispanoamérica al mismo tiempo que en Europa, y si, sustituyéndolo, un movimiento romántico hubiera intentado revaluar los valores medievales -es decir, coloniales- y preservar la continuidad histórica, es seguro que la inevitable transformación republicana no habría quedado marcada con el signo del radicalismo y la revolución. Pero por causa de su impreparación para la política, las jóvenes repúblicas quedaron a merced de un jacobinismo frenético que no aceptaba transacciones ni con el pasado, ni siquiera con las realidades más evidentes del presente. (p. 130). El primer romanticismo, de comprensión hacia el pasado, no llegó a América Cuando América consiguió su autonomía ya Europa estaba de vuelta de los excesos revolucionarios. El romanticismo había remplazado el criterio "antihistórico" del iluminismo por una comprensión unitaria de la historia, que consideraba necesario el examen de los hechos pretéritos, ya que éstos habían determinado el presente de los pueblos y en buena parte determinarían también el futuro. Se hacía, pues, inevitable el estudio de las fuen tes históricas y muy especialmente las que correspondían a la Edad Media, época en la que creían encontrar sus orígenes, y hasta su justificación, los movimientos nacionalistas provocados por las invasiones napoleónicas. El romanticismo fue, en su primera expresión, que acertadamente ha sido llamada histórica, una tendencia restauradora, estrechamente ligada a la reacción contrarrevolucionaria de la Santa Alianza, pero más estructurada que ésta, más extensa o comprensiva, pues abarcaba desde la literatura y el arte hasta la política y la historia. La actitud romántica hacia el pasado entrañaba un ánimo dispuesto a la comprensión de las expresiones gótica y barroca de la cultura occidental. Era, por lo tanto, el clima pro861 pICIO para la restauración de los valores de la tradición hispanoamericana. Pero este primer romanticismo no llegó a América. No alcanzó a llegar, porque contemporáneamente a él, en nuestro hemisferio se vivía en pleno clasicismo. Y cuando se advierten los primeros brotes de romanticismo americano (entre 1830 para unos países y 1845 para otros) ya el romanticismo europeo se había hecho revolucionario. Entonces el contacto con el pasado, lejos de ser constructivo como lo proponía el romanticismo histórico, fue en Hispanoamérica nueva ocasión para agrandar la grieta abierta entre el presente y las tradiciones. (ps. 130-131). No hubo ordenada evolución política por la ausencia del romanticismo de la restauración Para la ordenada evolución política del Nuevo Mundo, para conseguir la constitucionalización de los sistemas republicanos y aun para que posteriormente pudiera sobrevenir una etapa de positivismo constructivo y fecundo, había sido muy útil que Hispanoamérica aprovechara la oportunidad de una cura realista y conservadora como la que había podido brindarle el romanticismo de la restauración. Las ideas que éste sustentaba no fueron ciertamente adoptadas en bloque por el pensamiento europeo del siglo pasado, pero lo cierto es que muchas de ellas pasaron a informar la filosofía de Comte a través de Saint-Simon, y otras fueron acogidas hasta por los socialistas. En líneas generales, pueden resumirse así: que la sociedad descansa sobre un consenso moral; que el individualismo es "la enfermedad de la civilización occidental"; que el individuo no tiene derechos sino deberes; que la familia y no el individuo es la verdadera unidad social primaria; que la sociedad es una realidad que está por encima y más allá de los individuos que la constituyen; que el restablecimiento de la estabilidad social se basa en la disciplina del individuo y en la restauración del respeto a la autoridad. Si estas ideas, aun en pequeñas dosis, hubieran goteado sobre la febril América de la primera mitad del siglo XIX, su efecto balsámico se hubiera hecho sentir por lo menos atenuando la discontinuidad agobiadora de su transformación política. Pero nuestro hemisferio se empeñaba en no recibir del exterior sino aquello que podía ser estímulo para su revolucionaridad. (ps. 131-132). 862 Simón Bolívar, político realista y contrarrevolucionario Pero Bolívar, pese a todo lo que se diga en contra, fue un político realista. Realista, precisamente en aquello por lo que sus contemporáneos lo tildaron de iluso. Porque la inmensa tarea del Libertador, que previamente había asimilado la concepción del mundo preconizada por el liberalismo, consistió en amoldar ésta a las realidades americanas. Su acción no tendía, como la de muchos otros, al atolondrado descubrimiento de una ideología exótica, puesto que ésta ya la tenía él bien sabida, sino a su aplicación en el medio americano. Frente a los empecinados ideólogos de su época, Bolívar estaba ya, en cierto modo, de vuelta. Sus objetivos no eran teóricos como los de la mayoría de sus contemporáneos, sino eminentemente prácticos. Así se explica que en sus primeros escritos y discursos -mucho antes de que nadie pensara en tacharlo de autoritario y monárquicohubiera propuesto fórmulas conservadoras que trascendían el estricto campo de la revolución, en busca precisamente de su consolidación y afianzamiento. Ya desde 1815, según se advierte en la Carta de Jamaica, su preocupación principal consiste en buscar o crear elementos de resistencia para contrabalancear el ritmo desordenado de las nuevas ideas. Con los años y la experiencia, esta preocupación del Libertador se torna obsesionante. "La revolución es un elemento que no se puede gobernar". Tal es su convicción. Trata por todos los medios de dominarla, de encauzarla, de aplastarla. Clama por la estabilidad, sin la cual, según él, "todo se corrompe y termina siempre por destruírse" y acaba proponiendo una completa exaltación de las tradiciones: "El nuevo gobierno que se dé a la República debe de estar fundado sobre nuestras costum bres, nuestra religión y nuestras inclinaciones y, en último término, sobre nuestro origen y nuestra historia". Pero la revolución, "hidra de cien cabezas", lo desgasta y termina por vencerlo. "El que sirve a una revolución ara en el mar". Su pesimismo es absoluto. Sabe que ha fracasado y que América se halla al borde del "caos primitivo". Bolívar veía problemas que los ideólogos no habían siquiera vislumbrado, porque el interés de éstos se centraba sobre la sustitución formal del régimen político español por los nuevos sistemas reoublicanos, mientras que el Libertador había superado ese primer estado y andaba ya preocupado por las consecuencias socioló863 gicas de la transformación emancipadora. El, como muchos otros, había puesto en marcha las ideas que servían a la Independencia; pero no se había quedado ahí: despreció siempre ese jacobinismo tropical que se satisfacía con la repetición de frases hechas por los "filósofos" norteamericanos o europeos. Para él, la verdad estaba más allá de la pura teoría y su vida es un esfuerzo gigantesco por aprehender las formas políticas que realizaran la adecuación de las ideas a las circunstancias. Fue este propósito el que hizo de él un contrarrevolucionario. No porque en realidad quisiera serlo, sino porque su visión realista le impedía embriagarse con los mitos revolucionarios. Para él, la revolución terminaba con la guerra de Independencia, a la que había dado fin con tanta gloria. Su misión militar había quedado cumplida con creces y el éxito alcanzado le permitía no sólo elevar la vista hacia preocupaciones ulteriores como las de la organización del Estado, sino también hacia objetivos mundiales que superaban el estrecho marco de los incipientes nacionalismos. Bien pronto se dio cuenta de que las ideas que habían servido para destruír el Imperio Español no eran las propias para reconstruír la república y menos aún para edificar una comunidad de naciones hermanas, La eficacia negativa del liberalismo había servido a la causa patriota mientras ésta sostuvo su lucha contra el antiguo régimen; pero ahora, exterminado el bando enemigo, esas mismas doctrinas se revolvían contra el propio ser de las nuevas naciones, sembrando en ellas la anarquía y el desorden. La revolución, que inicialmente se hacía contra España, se convirtió en un cáncer interno. Los ideólogos no comprendieron este cambio de las circunstancias y continuaron sosteniendo, en tiempos de paz y de recuperación, los dogmas que se habían popularizado con la propaganda de guerra. (ps. 135-137). El "caudillismo bárbaro" es oportunista y amorfo Privadas de toda amplitud de miras, sin ideas sobre la historia, sin doctrinas, sin espíritu de continuidad, dieron origen a una forma de autoritarismo sanguinario hasta entonces desconocida en América y que hoy se designa con el nombre de "caudillismo bárbaro". Este fenómeno de fuerza bruta y ciega, difícilmente merece 864 el calificativo de contrarrevolucionario. Por el contrario, el caudillismo es personalista y oportunista y, por lo tanto, amorfo. Está muy lejos de ser conservador y tradicionalista. Los despotismos bárbaros de nuestro hemisferio se han instaurado, casi sin excepción, a los gritos de " [Viva la Libertad! [Viva la Revolución!". Y en su ejercicio han sido tan devastadores de lo tradicional como las propias revoluciones. Ha sido error frecuente de los historiadores atribuírles un sentido conservador y tradicionalista, cuando, en realidad, apenas llegan a ser autoritarios y tiránicos. (p. 138). Resultados revolucionarios: utopías y mitos Para ser más precisos debemos aclarar que el arquetipo colonial que correspondía, antes de la Independencia, al concepto ideal que España se había formado de su misión evangelizadora, al convertirse en resultado, dejó de ser propiamente un arquetipo. Ya no era un modelo ambicionable, una meta, sino un punto de partida. No estaba delante de la evolución histórica, sino cada vez más atrás. La utopía de la Contrarreforma en América había terminado con la emancipación. Sobre sus resultados, o contra ellos, se empezó a realizar la nueva utopía; que no partió de cero, como había ocurrido con la planificación hispánica, ya que entonces las seudocivilizaciones aborígenes se habían derrumbado sin demostrar capacidad ninguna de transculturación, sino que se encontró con una auténtica civilización de recias estructuras y profundas raíces. Los resultados fueron, tenían que ser, transaccionales. El primer estadio revolucionario, el que hemos llamado político, creó un nuevo criterio y un nuevo estilo para la vida pública y moduló las bases de la organización jurídica sobre fundamentos ideológicos, naturalistas y utilitarios. Pero no se atrevió o no pudo ir más allá: dejó intacta la estructura de la sociedad, respetando la religiosidad colonial, la organización familiar, el régimen de la propiedad, y, en algunas partes, la propia estratificación de clases. El segundo estadio revolucionario, el ideológico, buscó alcanzar resultados más completos, en persecución de unos arquetipos que correspondían a una utopía más evolucionada: fue la era del anticlericalismo, del socialismo romántico, del positivismo y de la teoría del progreso indefinido. 865 La tercera etapa revolucionaria, la actual, que hemos llamado irracionalista, tiene también su utopía, que no se afianza ya en fundamentos ideológicos, sino que es eminentemente vivencial. Su arquetipo de hombre está todavía sin plasmar, aunque las formas de la vida contemporánea permiten desde ahora íntuírlo. La sociedad se vierte sobre el porvenir, no por adhesión a una doctrina progresista, sino movida por un ímpetu vital. Las ideologías, como dijimos, todas las ideologías, están en crisis, inclusive las revolucionarias. La revolución se hace en nombre de las realidades existenciales, que en el Nuevo Mundo han desbordado o parecen desbordar todos los planteamientos intelectuales. La utopía que ahora se pretende alcanzar, no precisa salir de la esfera del misterio en que todavía se encuentran las posibilidades de la civilización técnica en el suelo virgen de la América hispana. Misterio que reside en una constelación de mitos: el mito de lo telúrico, el mito de la capacidad creadora de lo mestizo, el mito de la raza cósmica, el mito de la fecundidad de la Amazonia, del estímulo tropical, etc. La utopía que hoy mueve a Sudamérica no es una utopía cerrada, sino abierta hacia lo desconocido. No es una utopía de llegada, sino más propiamente una utopía de salida. No tiende a un resultado conocido o que, por lo menos, pueda intuírse previamente, sino que acepta la absoluta indeterminación de sus objetivos en gracia de las promesas que parece contener un presente progresista. Es aquí, en esta indeterminación, donde radica su irracionalidad. (ps. 140-142). El progresismo sudamericano, manía de revolverse contra el pasado para destruirlo Cuando se habla del Progreso -así, con mayúscula-, no es fácil libertarse del relativismo que parece llevar consigo este concepto. Se usa el término progreso, en su sentido más lato, para designar la facultad real de variación que tiene el hombre; pero más concretamente se emplea para señalar el "movimiento" tomado en su aspecto sociológico, o sea, en su sentido de "cambio histórico". Pero, por regla general, cuando se dice Progreso, no se hace otra cosa que emitir un juicio de valor, ya que lo único que en realidad se indica es que aquel cambio merece semejante calificación. En 866 este momento el progreso no es ya sólo un devenir, una evolución, un sosegado producirse, sino que entraña la idea necesaria de que un cambio de cierta magnitud ha de producirse en [unción de un cierto impulso de perfectibilidad. El progresismo americano, que quema realidades, que desprecia experiencias y malgasta formas, no podría caber en el estrecho marco de esta definición. Y, sin embargo, en cuanto que es evolución acelerada, y en cuanto que, en el fondo, sigue un impulso de perfectibilidad, aunque sea puramente meliorista, ese progreso no deja de ser tal por el hecho de no saber atesorar. La forma no acumulativa de este progresismo cuadra admirablemente con la manía sudamericana de revolverse contra el pasado para destruírlo. Esa manía tuvo su origen en el criterio antihistoricista de la Ilustración y encontró seguidores entusiastas y numerosos entre los positivistas a todo lo largo del siglo XIX. (ps. 143, 145). Balance de aportes en el complejo cultural hispanoamericano La Independencia fue una segunda oportunidad fallida para el mestizaje. Hubo, sí, intentos de revivir lo autóctono y hasta se pensó en colocar en el trono de América a un olvidado descendiente de los emperadores precolombinos. Pero ello no pasó de ser una fantasía de mentes soñadoras, sin consecuencias prácticas de ningún género. La Independencia fue, en todas partes, un movimiento occidentalista, más europeizante que el propio régimen colonial. En el fondo, la Independencia se hizo sobre la plataforma de culpar a España por no haber europeizado suficientemente a América. El intercambio cultural que la Independencia propuso no fue regresivo; no pretendió ser restaurador. Si algunos quisieron alcanzar una venganza, la buscaron en la sustitución de lo español por otras formas de cultura europea y no en la imposible revitalización de unas civilizaciones indígenas esterilizadas, cuando no extinguidas. A partir de la Independencia, América fue sometida a una constanfe influencia francesa que se prolongó hasta las primeras décadas del presente siglo. Tuvo su origen en la filosofía política en que se cimentaban las formas republicanas adoptadas por los na- 867 cien tes Estados. Samuel Ramos advierte cómo "la pasión política actuó en la asimilación de esta cultura [la francesa] del mismo modo que lo hiciera la pasión religiosa en la asimilación de la cultura española" . Quiere esto decir que el influjo de Francia no se limitó al campo puramente político, sino que penetró por él como por una brecha, para introducir en la compacta fortaleza colonial otros arquetipos culturales, distintos de los espafíoles, pero definidamente europeos. Europeos decimos, porque si bien el contacto de Hispanoamérica con el Viejo Mundo se realizó entonces primordialmente a través de Francia, también llegaron allí poderosas influencias inglesas que conjuntamente llevaron el asalto contra la estructura tradicional. Esta influencia franco-inglesa, o mejor "europeizante", tuvo el carácter de un auténtico "choque de culturas" que encaja adecuadamente en la manera que Spranger denominó receptiva, que consiste, en que se ejerce a distancia mediante la adopción, por la cultura receptora, de una o varias formas culturales de la civilización invasora. La cultura hispano-colonial adoptó, además de los sistemas políticos europeos, buena parte de su legislación, y también, aunque parcialmente, un nuevo criterio moral. No se suele emplear para designar este fenómeno de adaptación cultural, el manido término de mestizaje; pero es lo cierto que aquí se podría aplicar con mayor exactitud que en el caso del choque entre las culturas hispánica y aborigen. El influjo "europeízante", dejando en pie la estructura general de la Colonia, le intrudujo notorias alteraciones que en su conjunto y como resultado, forman un auténtico producto híbrido, distinto de sus componentes. Surgió de ello una nueva concepción del hom bre y de la vida y, en consecuencia, un concepto diferente de la historia y un estilo distinto para la vida pública. Puestos en una balanza, los galicismos, los anglicismos y los modos literarios europeos, son hoy más representativos en el idioma castellano que los rezagos de las lenguas aborígenes. En algunas regiones podría también advertirse un nuevo tipo de religiosidad como consecuencia de la penetración racionalista. Ultimamente, Hispanoamérica sufre un nuevo choque cultural, que también pertenece a la manera receptiva: el angloamericano. 868 Es cierto que este choque ha tenido momentos en que mejor habría podido catalogarse dentro de la manera colonizadora, como cuando la conquista por Estados Unidos de los territorios mexicanos situados al norte del Río Grande. Pero hoy, ese choque se hace ciertamente a distancia, aunque con una potencialidad de medios de penetración que lo convierten en un fenómeno sut generis en la historia universal. Concretándonos, pues, a la aportación aborigen, tenemos que concluír que, tanto si se desmenuza la idea general de cultura en sus formas de expresión primordiales para analizar por separado cada una de ellas, como si se toma globalmente, los valores precolombinos no lograron transculturarse en grado tal que al resultado pueda con exactitud atribuírse el calificativo de mestizo. A este convencimiento se llegará por fuerza si, al considerar el problema, se tienen en cuenta tres imprescindibles reglas de procedimiento, que son las que aquí hemos aplicado: a) No confundir el mestizaje (mezcla o combinación de elementos culturales disímiles) con la aclimatación de una cultura. Muchas de las características típicas de la modalidad anímica hispanoamericana provienen de la influencia del medio ambiente sobre las formas culturales de origen europeo, y no, como a veces se cree, de una fusión de estas contradicciones aborígenes remanentes. b) No atribuír al primitivismo de algunas zonas de nuestra población (ignorancia, pobreza, inferioridad biológica ocasionada por el hacinamiento y la desnutrición, etc.) un contenido cultural. El contacto de la civilización con ese primitivismo no híbrido. e) No apreciar la aptitud de transculturación de los valores indígenas en toda América de acuerdo con un solo criterio, como si éstos hubieran sido homogéneos, sino distinguir en cada caso entre los grados de civilización, muy distanciados entre sí, a que habían llegado los pueblos precolombinos. De la aplicación de este método surge un balance francamen te desfavorable para la aportación indígena en el complejo cultural hispanoamericano. Pero ello no entraña necesariamente un juicio condenatorio sobre los valores intrínsecamente considerados, de 869 las evolucionadas civilizaciones de los aztecas, los incas o los mayas. Aquí sólo estamos apreciándolos en el momento de entrar en conflicto con lo europeo y en cuanto lograron sobrevivir en la cultura resultante. Nos atenemos a los hechos históricos en la forma como acaecieron sin que ello implique tampoco un juicio de valor en el sentido de afirmar que dicha forma era la mejor posible. Imaginariamente bien puede concebirse que el acoplamiento de las culturas en conflicto podría haberse realizado en forma tal que permitiera un mayor aprovechamiento de los elementos indígenas, que de seguro eran más valiosos y, por consiguiente, más viables de io que los españoles supusieron. Es probable que mediante la aplicación de un criterio más comprensivo se hubiera llegado, en el campo de la legislación, en el de la organización social y aun en el religioso, a situaciones menos destructoras del patrimonio cultural nativo. No se tome, pues, este análisis de un proceso histórico como una diatriba contra las civilizaciones indígenas, algunas de las cuales, por su grado de desarrollo y por el aislamiento en que lo lograron, merecen no sólo nuestro respeto sino nuestro entusiasmo. (ps. 212-213,215-216). En América se ha pasado de la pasividad de lo telúrico a la fecundidad de la tierra al alcance y servicio de la raza humana Hoy las condiciones de vida han cambiado, tanto en las planicies tórridas como en las montañas andinas. Las distancias, que en gran parte de la pampa o en los llanos habían podido ser vencidas por el caballo, han sido drásticamente acortadas por la aviación. El hombre está, o se siente, por lo tanto, menos solo; no se encuentra ya perdido en la inmensidad de lo desconocido, sino amparado eficazmente por sus congéneres urbanos que se hallan muy cerca de él, en la escala más próxima de cualquier sistema de transporte moderno. La mecánica le está arrebatando a la Naturaleza su fatalidad. El tractor permite la agricultura extensiva donde antes sólo se podía penetrar con la ayuda del machete. Las plagas de la manigua y las enfermedades tropicales han sido puestas en fuga por los insecticidas y las drogas. La energía eléctrica y la refrigeración hacen cómoda la vida donde antes la sola subsistencia era una proeza. 870 La tierra americana, ante la eficacia de la respuesta, empieza a dejar de ser una amenaza, un reto, para convertirse en un estímulo. El hombre parece haber encontrado la manera de fijar libremente su actitud frente al cosmos, cuyo orden ha terminado por descubrir. Creemos estar asistiendo al principio del cumplimiento de una vieja ilusión: el de la fecundidad inconmensurable de la tierra americana, puesta, por fin, al alcance y servicio de la raza humana. (ps. 242-243). Hispanoamérica entre el mundo occidental y el mundo comunista El mundo occidental y el mundo comunista se disputan la hegemonía universal sobre el terreno de las realizaciones materiales. Hispanoamérica está situada geográfica y políticamente en lugar más próximo a los halagos occidentales. No es presumible, por lo tanto, que mientras estas circunstancias sigan actuando, abandone su parcialidad occidental para imitar el ejemplo de otros pueblos "neutralistas" que aprovechan la emulación entre los dos bloques para conseguir, jugando al mejor postor, una mayor utilidad. Occidente le reporta todavía a Hispanoamérica el máximo de conveniencias materiales. Por lo tanto, el peligro comunista no se presenta en América tan sólo en función de las circunstancias económicas. Es cierto, sí, que es muy grande la presión de las masas desposeídas sobre los medios de producción. Pero esta presión encontrará escapatoria mientras la economía se halle en estado de expansión. La insistencia en apreciar el problema comunista hispanoamericano a través de las categorías económicas de los países altamente desarrollados, conduce a una formulación equivocada del problema, porque sólo comprende una parte de los datos que deben tenerse en cuenta. El comunismo no es hoy día, como hubieran podido sostenerlo los ideólogos y teorizantes de principios de siglo, un simple sistema político con fundamentos económicos. Es algo mucho más que eso, puesto que, al proyectarse scbre el mundo ortodoxo ruso, dio origen a una metamorfosis cultural, creando una de las formas más pujantes de la civilización contemporánea. Si nos limitáramos a 871 apreciar el comunismo partiendo sólo de su formulación doctrinaria original, es decir, como una imprescindible etapa postcapitalista, o, más sencillamente, como un partido político de extrema izquierda, estaríamos desconociendo el sentido eficaz -y por lo tanto verdadero- de los sucesos más importantes de nuestro tiempo. Al comunismo hay que apreciarlo hoy en función de sus grandes éxitos y de sus grandes fracasos, porque éstos, a su vez, han obrado de nuevo sobre la doctrina marxista y modificado sustancialmente la estructura del movimiento. La doctrina no puede ser considerada aisladamente de sus desarrollos porque sería desmembrar una unidad creada por la historia. El comunismo entraña teórica y prácticamente la adopción de un nuevo criterio sobre el hombre y la vida; pone en marcha una forma peculiar de humanismo, que sobrepasa los objetivos puramente materiales que deliberadamente se ha fijado como meta; de ello surge una idea de redención envuelta en originales conceptos sobre la justicia, la igualdad, la fraternidad en el trabajo; su dinámica es expansiva porque exhibe un entusiasmo contagioso que acaso, con razón, ha sido señalado como síntoma de la existencia de una mística. Quizá tampoco se hallen completamente equivocados quienes lo consideran una herejía cristiana. Todo esto quiere decir que el mundo comunista dispone de un repertorio de valores que le permite librar la batalla por el predominio sobre América, pero en un terreno que no sea precisamente el de la utilidad, puesto que en éste, hasta ahora, la tecnología y el capital de Occidente lo han mantenido a raya. El comunismo dispone de un apreciable acervo de contenidos significativos que no han sido puestos en juego porque la formación cristiana de la cultura de nuestro hemisferio les cerraba las puertas. Es claro que si Hispanoamérica mantiene su actual ritmo revolucionario hasta el extremo de que sólo queden vigentes los elementos neutrales de su civilización, se derrumbará la valla que hasta ahora ha encontrado la expansión comunista. Decíamos antes que una hipertrofia de elementos neutrales no sacia la apetencia del hombre por los contenidos significativos. La ilusión de prosperidad, el beneplácito por el progreso material alcanzado, pueden en cierto momento dar la impresión de que conjuntamente la tecnología y las formas políticas bastan para conseguir la felicidad de los hombres; es ésta una impresión de momen872 to, porque si una cultura quiere perdurar ha de preocuparse de que los estímulos espirituales que contiene y que configuran su individualidad no queden postergados frente a los de puro orden material, pues bien puede ocurrir que el destino de un pueblo superdotado materialmente se quiebre por la atracción incontenible que sobre él ejerzan otros sistemas culturales que posean una densidad espiritual a la cual ese pueblo, por no estar acostumbrado, no está capacitado para resistir. Si Hispanoamérica sigue formando parte de la cristiandad, la atracción del comunismo continuará limitada a la evolución mecánica de la economía dentro del planteamiento rígido del materialismo histórico y su predominio será, por 10 mismo, una eventualidad poco probable. Pero si en virtud de la combinación de un proceso revolucionario interior con un progresismo neutralizante Hispanoamérica llega a considerarse como parte de un Occidente post-cristiano, los halagos materiales del comunismo encontrarán el poderoso estímulo de sus propios contenidos significativos, que al proyectarse como un rayo cultural sobre un continente ávido de objetivos espirituales, demostrarán, seguramente, una capacidad de penetración tan poderosa, pero más decisiva que la que ha alcanzado la tecnología occidental en los pueblos del Oriente. Aquí, esa penetrabilidad no proviene del contenido significativo mismo, puesto que por el hecho de ser tallo suponemos menos ágil que cualquier contenido neutral. Si el comunismo logra infiltrarse en Hispanoamérica, no será por la densidad de su ideología, ni por la pureza de su mística, sino en virtud de la inopia espiritual a que ha llegado el organismo receptor. (ps, 272-275). La interpretación espiritualista de la historia exige la preservación de los valores tradicionales La interpretación espiritualista de la historia aún no ha sido derrotada. La apoteosis de la tecnología moderna no ha conseguido desarraigarla del pensamiento y del corazón de los hombres, aunque ya no consiga una formulación explícita en las tesis que informan el actual concepto de Occidente. El espíritu anda de nuevo por el mundo buscando su oportunidad, entre los hombres maltrechos por la civilización urbana, entre las gentes de color, entre los 873 ignorantes que aún no han logrado asimilar las categorías mentales de la edad atómica y también entre los sabios superdotados que, cuando agotan todos los recursos de la investigación científica, encuentran que todavía hay algo más, algo inaccesible, que está fuera del alcance de la supuesta omnipotencia del hombre. Ya Comte lo había dicho: "Sin un resurgimiento espiritual, nuestra época, que es una época revolucionaria, producirá una catástrofe". Esta intuición del padre del positivismo es cada vez más obsesionante a medida que el presentimiento de un cataclismo encuentra sus tentáculos en el agotamiento anímico del hombre contemporáneo yen el simultáneo desarrollo de su poder de destrucción. La necesidad metafísica de un renacimiento espiritual se impone poco a poco como el recurso último a que el hombre puede aspirar para contrarrestar las amenazas creadas por la emancipación de su vigor intelectual. Llegará ciertamente un momento en que la expansión horizontal de la tecnología extienda su influencia homogeneizante sobre toda la extensión de la tierra y se convierta en una auténtica característica planetaria. Pero, entonces, también es presumible que el hombre busque en la profundidad del alma otros motivos para su organización social y le fije nuevamente rumbos espirituales a su destino histórico. Llegado a ese punto, se echará mano a todo lo que sobreviva de las concepciones religiosas del mundo, que adquirirán de nuevo el poder determinante de épocas pasadas. ¿Qué será, entonces, de Hispanoamérica, hinchada de técnica, pero culturalmente neutra y, por lo tanto, anímicamente estéril? ¿Cómo podrá fijar autónomamente los rumbos de su evolución futura si ha perdido el espíritu, que es precisamente aquello que le permite al ser entrar dentro de sí mismo =spiritus sive animus- para adueñarse de las potencias del alma? En ese momento, Hispanoamérica, exhausta por el esfuerzo denodado que realizó para alcanzar una meta cultural neutra, se verá de nuevo colocada a la retaguardia de un mundo 01 H.'Il tado a la recuperación de los valores espirituales. El afán revolucionario de nuestros pueblos los habrá colocado, por exceso de éxito, en una nueva situación anacrónica, que esta vez consistirá en un distanciamiento, no de ciertos arquetipos extraños, arbitrariamente elegidos, sino de sus propíasmodalidades tradicionales. El afán cultural de entonces consistirá, al contrario de lo que hoy ocurre, no en actualizarse a costa de símisma,sino en recupe874 rar sus propias esencias. Ese puede llegar a ser el verdadero momento de madurez para nuestra América, cuando surja con todo su vigor un adolorido criterio de responsabilidad que, despojando al hombre de sus falaces pretensiones de llegar a ser original, lo someta a una disciplina conservadora, único camino efectivo para llegar a la plena autenticidad histórica. La revolución, entonces, habrá terminado, dejando tras de sí el panorama desolado de un territorio cultural cubierto de valores agónicos, que será preciso reanimar, uno tras otro, para crearle de nuevo un marco digno a la existencia humana. Nuestra misión actual, el único programa político que puede tener hoy fundamentos auténticos en la historicidad de nuestros pueblos, ha de ser el que tenga como objetivo la preservación de los valores tradicionales. Esa es la ley suprema de la naturaleza: in suo esse perseverare conatur; 10 cual no presupone ni la quietud defensiva, ni el ensimismamiento hermético e impermeable. La naturaleza misma nos enseña, con su sabia evolución conservadora, que el esse de algo es a un mismo tiempo su fieri o -10 que en otros términos podría decirse, con relación a Hispanoaméricaque la misión que a ésta corresponde es perseverar en su ser dentro de su propio devenir. Todos los estímulos revolucionarios que acentúan artificialmente su evolución, destruyendo sus esencias, conducirán al anacronismo de su desespiritualización, con la falaz apariencia de una redención tecnológica. La continuidad, conservación. He aquí dos palabras que, cuando consigan convertirse en una realidad social, serán el síntoma inequívoco de que Hispanoamérica ha llegado a la plenitud de su existencia histórica y de que ha terminado la alocada aventura revolucionaria. (ps. 280-282). Técnica y política (De Política para un pais en vta de desarrollo) La escuela liberal clásica siempre fue muy celosa ante la intromisión de valores que tuvieran la pretensión de ser superiores a la expresión popular. Así, por ejemplo, la resistencia del liberalismo a aceptar la noción aristotélico-tomista del bien común, invocada 875 tan a menudo por los conservadores, En los tiempos actuales tal resistencia se ejerce contra esa otra formulación del bien común futurista hecha a nombre de la técnica y que tiene su expresión concreta en los sistemas de planeación. El optimismo liberal sobre la condición humana le impide aceptar que puedan existir elementos de convicción -morales o racionales- que no sean compartidos por la mayoría y, por 10 tanto, la voluntad de ésta debe tener pleno derecho a que se la considere como la razón fmal. Este dogmatismo demo-liberal era fácilmente defensable dentro de las antiguas ideas que se forjaron en el siglo XVIII, cuando la mentalidad del iluminismo formó toda clase de utopías sobre 10 que se creía que era el resurgimiento redentor de las ideas políticas de la antigua Grecia. Ahora la situación es bien distinta. El Estado se ha convertido en un organismo extremadamente complejo, con funciones múltiples y cambiantes, que en nada se parecen a la idea simplista de la "polis" ateniense. En aquellos tiempos la técnica pudo haber sido un elemento dentro de la capacidad de juicio individual; hoyes una realidad generalmente inapropiable por el individuo, que subsiste por sí misma, como término de referencia inevitable para cualquier ordenación social, que crece y se perfecciona independientemente de la política y que llega a constituír una especie de reproche obsesionante para cuantos la contrarían o desconocen. La técnica no es ya un aspecto de la cultura personal sino un acervo colectivo que resulta criminal no utilizar. Frente a su creciente majestad, la inteligencia del hombre solo vale poco. La suma de varias voluntades, así sean mayoritarias, no compensa el poderío de la técnica. A veces ni siquiera el consenso unánime de los ciudadanos. A medida que la diosa Técnica adquiere mayor imperio, más se empecinan los parlamentarios en afianzar su condición política. Es una reacción natural y comprensible que lleva, sin embargo, a un exceso de defensa y que impide la evolución del sistema. Para rechazar la invasión tecnocrática se apela, con solemnidad y grandilocuencia, a invocar el auxilio de otra diosa, cautivante y magnífica: la diosa Libertad. Igual cosa ocurre, aunque menos palpable en los ramos ejecutivo y judicial del poder público. Al final, es el carácter político el que 876 predomina, no sólo porque nuestra organización constitucional propicia ese resultado, sino porque es el que procura mayores satisfacciones a los funcionarios. La técnica se manifiesta como un conjunto omnicomprensivo, como un sistema de planeación. Y la planeación es básicamente una norma disciplinaria. Dos caminos se presentan para darle a la técnica una intervención adecuada e indispensable en la dirección de los asuntos públicos: el primero consistiría en vigorizar administrativamente el organismo de planeación, creando en tomo a sus recomendaciones una mística colectiva que implicara, inclusive, la opinión oficial de los partidos; para el caso de que esto no fuese posible, por falta de entusiasmo o deficiencia de apoyo por parte de los órganos estatales que deban plegarse a la disciplina de-la planeación, queda el segundo camino, que consistiría en darle a ésta cierta entidad constitucional, atribuyéndole facultades normativas que limitaran la iniciativa tanto del gobierno como del parlamento, pero conservándola celosamente separada de cualquier función ejecutiva. Se rompería así la polarización existente entre política y técnica, con evidente beneficio de los organismos constitucionales hoy sometidos a un progresivo descrédito. (1963, ps. 24-26). La polftica como fuerza Aisladamente ningún estamento, ningún cuerpo colegiado, ningún gremio, ningún sindicato puede desafiar la potencia estatal, ni vale para ello que se ampare en normas jurídicas que carecen de capacidad protectora. Lo único que hace detener al Estado es la política. Sólo la política -no la ley- contrarresta la fuerza estatal, porque a su vez aquella también es fuerza. La política se hace con la ley o sin la ley y a veces contra la ley. Ello cambia el estilo de la lucha pero no afecta su esencia de ser una fuerza. Y como tal tiene una misión. Mientras más se denigre la política desde el Estado, mayor será el valor sustitutivo que la política tiene para restablecer el equilibrio: sustituirá a la ley, a la tradición, a la ética. Sólo la política puede impedir que el círculo de la omnipotencia se cierre y que se usurpe defmitivamente ese derecho primario de la persona humana. 877 A la omnipotencia administrativa, cuando logra quebrantar los frenos jurídicos, no se le puede oponer sino una fuerza de tipo político. Porque la fuerza de tipo político es la que se juega completa, la que se juega a sabiendas de que le va en ello la totalidad de su existencia. Cuando la potencia del Estado se desborda, cuando las leyes ya no valen, cuando los tribunales ya no se atreven a volver por el predominio de la Constitución y de las leyes sobre la arbitrariedad, cuando los gremios no resisten porque no tienen consistencia interior para oponerse solos a la arbitrariedad, no queda sino la organización de una fuerza defensiva de tipo político. (1967, p. 27). La política suministra los criterios para poder entender el cambio histórico El mundo político circundante tiene una inmensa capacidad envolvente. En los tiempos actuales, lo que se juega políticamente es el conjunto de las circunstancias humanas, desde el derecho del sufragio -que es cuando la gente cree estar haciendo políticahasta el derecho de información -que es cuando el ciudadano es el más pasivo de los sujetos políticos-o En la inmensa gama entre estos dos términos está casi toda la actividad del hombre: la libertad, la planeación, el comercio, su capacidad de consumo, el problema del bienestar, la higiene. La política, por su universalidad, es la forma final de concebir el mundo. Por lo menos suministra los criterios para poder entender el cambio histórico. (1970, p. 29). Responsabilidad en la política e irresponsabilidad en la demagogia Porque el más grave compromiso que se adquiere cuando se adopta el empeño de la política, es el de no poder ser indiferente ante nada: debe haber una opinión -conservadora por ejemplosobre lo grande y lo nimio; sobre lo transitorio y lo duradero; sobre lo propio y lo ajeno. Lo interesante y lo duro de la política es que hay que tener conceptos sobre el Estado y sobre la moda, sobre la plataforma submarina y sobre el precio de la gasolina, sobre el cine y sobre la política monetaria. Y lo grande de pertenecer a un partido que tenga una visión del mundo es que, esa proeza inte878 lectual se puede realizar armónicamente, sin caer en contradicciones, como un ejercicio natural de una vocación pública. Tampoco nos gusta la demagogia, porque nos parece demasiado fácil. Prometer para no cumplir es una de las más despreciables formas de la cobardía. Porque, aunque se crea lo contrario, para ser . demagogo no se necesita ser valiente. Eso de ofrecer lo de los demás en provecho propio lo puede hacer cualquiera dentro de una completa impunidad. Y lo que más nos disgusta es lo de que la demagogia no resuelve los problemas, sino que engaña, adormece, Después de que han pasado los demagogos por una barriada, la gente pobre queda como adormecida, pensando que le va a llegar una redención que se le ha prometido irresponsablemente. Después del enardecimiento pasajero sobreviene el sopor de las ilusiones maltrechas. (1970, ps. 30-31). Bipartidismo Yo no me canso de ponderar la bondad del sistema bipartidista que nos ha regido con buen éxito durante los ciento cincuenta años de vida independien te. Pienso que es un patrimonio político que existan dos colectividades orgánicas y tradicionales que tengan un pasado que respetar y al mismo tiempo le brinden a la opinión amplios senderos para expresarse y para manifestar sus discrepancias. Nuestros talantes, el liberal y el conservador, que nos distinguen, nos diferencian, es cierto, pero que nos hacen ser parte irremplazable de la idiosincrasia nacional. A los otros partidos hay que dejarlos fundar y actuar sin temor, porque no son -ninguno ha podido ser- un bien público. Yo creo que mientras no se invente otra cosa mejor, hay que seguir manteniendo el vigor de lo¡ partidos. El conservatismo y elliberalismo son dos fuerzas históricas que están ahí, que han ..servido, que han durado. Constituyen un bien del que disponemos y que otros países no tienen. No veo hoy que se puedan sustituír por nada mejor. Esos partidos son todavía organismos verticales, que aspiran a tener una visión global de los problemas públicos y una representa879 ción policlasista. Esa es su fuerza. Ahí radica la posibilidad de su supervivencia. Porque en un momento dado, ningún otro tipo de organización política puede llegar a producir, como ellos, tanta cantidad de solidaridad social. (1970 y 1967, ps. 38-40). ElEstado necesita las agrupaciones políticas El Estado, en el mundo moderno, no puede ser indiferente ante .la suerte de las agrupaciones políticas: las necesita no sólo como personeros de opinión sino como auxiliares administrativos. (1963", p.44). El conservatismo es polie/asista En el momento en que el conservatismo abandonara su condición policlasista, desaparecería. (1970, p. 45). La concordia como propósito nacional Nosotros los conservadores queremos hacer una política de concordia. Esta es la palabra. Una bella palabra latina que fue la base de la organización jurídica y política de los romanos. Etimológicamente parece que viene de cum y de cor, cordis, que quiere decir: con el corazón. Yo sé que suena raro sacar un latinismo en esta era de la tecnología que no puede perder el tiempo en averiguar el origen de los vocablos. Pero qué atrayente política una que lograra producir la concordia así, como un movimiento del corazón; acordar los programas, concordar los esfuerzos, buscar el acuerdo de los sectores, establecer la cordialidad en el trato del Estado con los ciudadanos. La concordia como tendencia, como estilo, como elemento disciplinante es toda una política. Aplicada a temas concretos puede producir todo un programa. Porque la concordia no es la uniformidad. Está en el extremo opuesto de esa abominable apariencia hegemónica que producen los regímenes omnipotentes. Los romanos usaban la frase horaciana de rerum concordia discors para indicar que en la naturaleza había una concordia discordante, es decir, una variedad congruente, una individualidad aglutinante. Otro poeta (Manilio) hablaba de discordia concors, una discordia 880 concordante, es decir, la reunificación en objetivos superiores de peculiaridades que saben agruparse, unirse a pesar de mantener cada una su individualidad. Ese es el estilo de movimiento político que proponemos: que cada cual mantenga su idiosincrasia pero que busque, a través de la concordia, propósitos nacionales comunes. Ello nos permite hablarle a la gente, a derecha e izquierda, buscar al humilde y al empobrecido, al que no tiene trabajo, al desamparado, y también al empresario y al rico, para hablarles en su idioma y fabricar con ellos unas esperanzas que sean comunes. Con mejor técnica que hoy, porque aquella tendría que ser una técnica compartida, explicada democráticamente: pero sin la cortina de humo de la palabrería económica. (1967, ps. 54-55). La relatividad en el concepto de revolucián El término revolución es suficientemente vago como para cobijar multitud de situaciones diferentes e infinidad de soluciones imaginarias. A cualquier episodio del presente o no importa qué concepción del futuro se le puede calificar de revolucionario, si es lo que popularmente conviene, sin temor de cometer un despropósito. Hasta los hechos del pasado, sometidos de suyo a una apreciación más restringida, pueden llamarse de igual manera revolucionarios apelando a un poco de ingenio, sin que nadie tenga autoridad para discutir tal atributo. La relatividad de la revolución permite toda clase de licencias y de interpretaciones, porque los elementos que integran este concepto son tan variados en calidad y cantidad, que cada quien puede hacer con ellos el engendro intelectual que mejor le plazca: revolucionario puede ser todo aquello que signifique cambio, actualidad, modernidad, violencia, desorden, mejora, progreso, ascenso, destrucción, anarquía, iconoclastia, rebeldía, clandestinidad, resentimien too .. Hay veces, sin embargo, en que la revolución ha significado algo concreto. Es cuando logra presentar, como meta del cambio apetecido, una utopía determinada. La revolución se hace, en tonces,-tanto en función de lo que anhela como de lo que rechaza. El pro y el anti de un movimiento así, suministran suficientes elementos para integrar una defmición más exacta de lo que, en un momento dado, es una revolución. Más aún: la posición contra la de881 termina la bondad intrínseca de los objetivos propuestos, que supuestamente no se pueden alcanzar sino mediante la destrucción de lo existente. En el tiempo y en el orden lógico, primero se proclama adhesión a unos propósitos y luego -y sólo consecuentemente- una animadversión a todo aquello que se les oponga. La parte constructiva, ideológica o programática, se convierte en la justificación de la parte destructiva, o sea, de la lucha contra lo existente en cuanto antítesis de la utopía revolucionaria. En la historia moderna, la Revolución, así con mayúscula, como una noción universal, ha logrado fraguar dos utopías: la libertaria, de tipo burgués, cuya expresión más lograda fue la Revolución Francesa y la proletaria o comunista, que se halla en plena transformación a través de los experimentos de Rusia y China. La primera sufrió todo su proceso, hasta lograr la consagración parcial o total de sus vigencias y perder su aspecto revolucionario por haberse convertido en el régimen imperante. La segunda empieza a mostrar síntomas de estar padeciendo ya su natural envejecimiento. En efecto, las revoluciones dejan de ser tales a medida que adquieren un sentido de responsabilidad. Cuando logran el poder, cuando establecen su propia juridicidad, cuando consagran todos o parte de sus principios, empiezan a trabajar contra la dinámica del cambio indefinido, porque en ese momento tal cambio significa para ellas una amenaza. Podría decirse que, en este sentido, toda revolución triunfante se vuelve conservadora. Por lo menos conservadora de sí misma. Yo entiendo que la revolución es un concepto que engloba dos elementos: una cantidad de cambio y una cantidad de violencia. ¿Cuánta cantidad de cambio y de violencia se necesita para que pueda hablarse de revolución? Eso depende del criterio de la gente y por lo tanto el adjetivo revolucionario contiene un importante aspecto puramente subjetivo. En Europa, por ejemplo, para que una revolución sea considerada como tal, requiere una gran cantidad de cambio y una gran cantidad de violencia. Entre nosotros ocurre lo contrario: a cualquier cosa, de cualquier magnitud, la consideramos revolucionaria; un golpe de cuartel, un programa, una indumentaria, un baile moderno. Todo nos parece más o menos revolucionario porque nos hemos familiarizado con el vocablo 882 y no exigimos ni mucho cambio ni mucha violencia al emplearlo. (1963, 1964, ps. 54-55). El marxismo y el socialismo pierden vigencia por haber cumplido su ciclo vital en poco tiempo En un tiempo, hace un par de décadas, la utopía marxista pudo aspirar a ser el signo revolucionario de nuestro siglo. Alegaba para justificar esta pretensión el antecedente de la Revolución Francesa, cuya temática ocupó el escenario político durante más de cien años. Cuando los de mi generación estábamos en la universidad, tal era la perspectiva que se nos ofrecía como un futuro necesario, como un destino inevitable. El pensamiento tradicionalista creyó tener entonces una misión impuesta por ese determinismo histórico: los conservadores nos apercibimos para dar la batalla contra el comunismo, a nombre de los valores espirituales de la cultura de Occidente. Hoy los presupuestos históricos han cambiado. El ritmo de aceleración de la historia hizo que la utopía revolucionaria del marxismo cumpliera su ciclo vital más activamente y en menor tiempo. Hace años que maduró: ya sufrió la dura prueba de la experiencia, ya tuvo su oportunidad de poder, ya adquirió las responsabilidades de sus parciales triunfos. Parece evidertte que ahora no tiene el futuro por delante. La utopía marxista, como hipótesis, científica, resultó falsa. La mayor parte de las profecías de Carlos Marx fueron desmentidas por los hechos: no se cumplió la proletarización creciente de la sociedad, ni su progresiva pauperización, ni la anunciada concentración de capitales. Las etapas históricas previstas dentro del esquema del determinismo materialista o no se dieron o presentaron variantes tan extremas que no podrían ser reconocidas como tales. Pero el comunismo consiguió una importante proporción de poder. Más como un hecho político cumplido que como una idea revolucionaria en marcha, se nos presenta hoy compartiendo la responsabilidad del dominio mundial. Ese hecho cumplido se ve precisado ahora a defenderse de su propia aniquilación. El cúmulo de responsabilidades adquiridas le impide seguir en el alegre juego 883 revolucionario para no arriesgar, en un alarde de fidelidad a la utopía inicial, todo lo que hasta hoy ha conseguido. (1963, ps. 5759). El socialismo fabrica el resentimiento y la desesperanza Yo creo que las transacciones con el socialismo esterilizan porque no le dan a la libre empresa la oportunidad de hacer una organización con miras al desarrollo, ni le dan al Estado la oportunidad de hacer una organización vertical de toda la economía. Entonces se queda uno sin la potencia y el vigor del trabajo privado, de la inventiva y de la creatividad de la gente y se queda uno también sin la eficacia de la burocracia socialista que al fin también logra un cierto grado de progreso. El socialismo necesita destruír no sólo el bienestar sino la esperanza. Para que el clima revolucionario les resulte verdaderamente propicio pretenden, no sólo que la gente sea pobre y malnutrida, sino que, además, carezca de toda ilusión de progreso. El grande empeño actual del socialismo en la América latina consiste en demostramos que no tenemos ninguna posibilidad de redención. La tesis, para que cumpla sus efectos sociales, tiene que ser absoluta: no hay nada que hacer. Si lo que se necesita es aumentar la producción para que el país pueda mantener su ritmo de crecimiento, el socialismo interfiere ese proceso con reformas demagógicas que quebrantan el esfuerzo. Si de lo que se trata es de aumentar las exportaciones para que haya un mayor ingreso de divisas, el socialismo se propone crear tales cargas a los .artículos exportables que no resulten competitivos en los mercados extranjeros. Si lo que se precisa es aumentar las inversiones para incrementar los volúmenes, el socialismo se apresura a perseguir el capital hasta ponerlo en fuga. y si lo que se requiere es un gran esfuerzo para apropiarse los recursos naturales y convertirlos en riqueza, el socialismo, que es 884 una fuerza internacional sin patria, no tiene inconveniente ninguno en adoptar apresuradamente una actitud nacionalista para impedir el aporte, indispensable en ese campo, del capital extranjero. Así obstruye, una tras otra, las posibilidades de salir avante y fabrica lentamente las condiciones anímicas -el resentimiento y la desesperanzaque son indispensables para el estallido revolucionario. Cuando nos dejamos contagiar de demagogia y en lugar de buscar nuestros propios objetivos nos inclinamos a procurar lo-que nos propone el socialismo, estamos contribuyendo a destruír el futuro. (1971,1972, ps. 63-64). El socialismo provoca una nueva pobreza El socialismo, con su práctica de odio, no da comida, ni vestido, ni casa. Se contenta con crear angustia. Provoca una nueva pobreza. No la antigua, la nuestra, de la que queremos salir, que era una privación de recursos, sino otra, que es una destrucción de las aspiraciones, un quebrantamiento de la esperanza. Al debilitar a la empresa privada y al destruír la libertad, el socialismo está al mismo tiempo condenándonos ala pobreza, volviéndola una condición insuperable, un modo de vida, un estado de naturaleza. Es 16 que necesita para que haya desesperación ya través de ésta, se consiga un clima revolucionario. (1972, p. 67). Aprovechamiento del cambio con alto índice de desarrollo No podemos desaprovechar el cambio, ese cambio que se está produciendo, que nos cautiva porque ofrece oportunidades inesperadas de redención. Es ahí donde tenemos que ser superiores. Ese cambio del mundo contemporáneo que pone a nuestro alcance la tecnología moderna nos tiene que encontrar preparados, ávidos de poder, pletóricos de ideas. El cambio no se obtiene con la revolución sino que sedesaprovecha. No podemos dejarlo pasar en medio de nuestro desorden y sin una cohesión social que nos permita dominarlo. 885 El socialismo anacrónico, precisamente por eso, porque no se da cuenta del cambio, porque no lo concibe como un fenómeno actual e incontenible sino como una eventualidad, como un futuro contingente que hay que provocar, se prepara lentamente para sacar provecho político de una transformación violenta que supone que vendrá, mientras que nosotros ya estamos en el cambio, lo estamos percibiendo y tenemos conciencia de que es la materia prima actual de la política. No hay tiempo para revoluciones, ni podernos desperdiciar energías en una lucha intestina innecesaria que esteriliza nuestra capacidad de transformación. Tenemos que reconocer los fenómenos contemporáneos con valor; por ejemplo el impacto de la industrialización del campo sobre las estructuras sociales agrarias que conmueven todas las tradiciones campesinas; las posibilidades de enriquecimiento que brinda la llamada "revolución verde"; la necesidad de darle una teoría de grandes números a nuestro desarrollo industrial; la creación artificial y veloz de nuestros propios mercados internos; la urbanización progresiva de la sociedad. (1972, ps. 70-71). Lo socialis ta no es lo moderno No todo lo socialista es moderno. Casi, casi me atrevería a decir qlle todo lo socialista es un poco anticuado, pues el socialismo es un movimiento político del siglo pasado que se ha ido agotando en Europa durante mucho tiempo. Que aquí no nos llegó porque nunca ha habido una tradición socialista. Además, en Colombia hemos realizado muchas de las cosas que se suponen ser socialistas. La mayor parte de los servicios públicos están a cargo del Estado. De manera que un socialista europeo en Colombia no tendría mucho ql;ie proponer: el intervencionismo público es muy grande, las licencias las da el Estado, los precios los fija el Estado. De manera que hemos asimilado un intervencionismo de Estado que los conservadores favorecimos en nuestra juventud, sin haber caído en la rigidez policiva y antiliberal del socialismo. Yo creo que hoy cualquier formulación del socialismo es un poco contraria a la idea de los tiempos y a las posibilidades de desarrollo de Colombia. (1971, p.71). 886 La modernización socializan te significa una alteración de nuestra fe Profundizando un poco más advertí que ese afán de modernizarse es un síntoma de las.épocas de decadencia. La palabra misma de moderno no aparece en los idiomas clásicos en los tiempos creadores, sino ya en la baja latinidad, en Prisciliano o en Casiodoro, es decir, al final de la civilización latina. Es el afán de los envejecidos frente a un mundo que no saben comprender. Acaso la angustia de la modernización no es sino una preocupación senil de gente que se siente relegada por el avance de su tiempo. Yo me pregunto: ¿es que un joven se preocupa por moderniza rse? ¿Y si uno hace la historia, es parte de ella, la vive entendiéndola, acaso se le ocurre pensar si es moderno o no lo es? Digo esto a propósito de mi partido conservador. Yo lo he visto siempre actual, siempre presente, siempre evolucionan te. Hemos sabido perseverar en nuestro ser en movimiento, sin haber perdido la fe en lo que en cada momento hemos sido. Para ser actuales no tenemos que desplazarnos en direcciones ajenas a la de nuestra propia evolución. La modernización socializante está por fuera de nuestros itinerarios, porque significa una alteración de nuestra fe. Creemos que la cultura no es un fenómeno del pasado sino una condición de nuestro tiempo y por lo tanto despreciamos ese tipo de subculturas eruptivas que tienen la pretensión de romper la historia y avasallar al hombre con vigencias iconoclastas. Pero peor que todo ello es la situación de tránsito de quienes aceptan los criterios ajenos sin compartirlos, sólo porque si siguieran manteniendo su personalidad se sentirían fuera de la historia. Es un estado deplorable en que ya no se es lo que se quiere ser y no se quiere ser lo que uno está llegando a ser. (1972, ps. 73-74). Ni capitalismo ni totalitarismo socialista Yo no he sido nunca defensor del capitalismo. No me gusta el sistema capitalista porque ha materializado a la humanidad. Pero entre el capitalismo y lo otro, el totalitarismo socialista, yo siem887 pre me quedo con el capitalismo, porque al fin y al cabo representa la defensa de un cúmulo de nociones espirituales, de principios en que hemos creído desde chicos, de tradiciones que hemos heredado y no podemos entregar; el capitalismo ha materializado al mundo, pero ahí en ese materialismo vive todavía el espíritu. (1961, ps. 75-76). Origenes del ideal polittco conservador (. .. ) en el análisis de la evolución de las ideas no siempre resulta idóneo porque el pensamiento es polivalente, caprichoso, no siempre lógico y por 10 tanto no cabe dentro del itinerario de una comunidad formal considerada como sujeto de la acción política. Por el lado contrario, tomado el término conservador en su sentido más amplio, bien se pueden cobijar con él situaciones y seres de muy distinto tiempo y lugar, pues estaríamos nada menos que ante una de las constantes del temperamento humano. Y en ese sentido los conservadores hablamos de nuestro padre Aristóteles, algunos creen que Catón fue conservador; otros pensamos que Justiniano es exponente significativo de nuestro modo de concebir el Estado; no faltan quienes encuentren ascendencia de la idea conservadora en Santo Tomás naturalmente, en Dante y Federico de Hohenstaufen (por aquello de que en todo buen conservador hay siempre un gibelino recóndito), en Fernando de Aragón y nuestro rey Felipe 11;en Hobbes, Suárez y Herder y los románticos alemanes, pasando, claro está, por los indiscutibles: Mariana, Bossuet, Burke, De Maistre, De Bonald y Hegel. Un vasto, un variado repertorio de ideas y de sistemas, que no siempre coinciden, que tomados aisladamente pueden contraponerse, que, sin embargo, tienen una misma tendencia, a veces una misma orientación, más frecuentemente una cadencia común, un estilo, un/talante. Eso de ser conservador no surge como una posibilidad a partir de un determinado día en que se funda un cierto partido, ni de la ocasi6n en que se lanza un conocido programa; no es ello el resultado -como pudiera creerse- de las emanaciones de gloria en torno a un caudillo, Bolívar, por ejemplo; sino que esa posibilidad puede tener raíces más antiguas que la propia organización jurídi888 ca de la nacionalidad y que acaso se remontan hasta el origen mismo de la formación de un pueblo. Quizá eso de ser conservador sea una condición humana que sobrepasa en antigüedad al philum de la propia doctrina del conservatismo, que es más ancha que todos los programas, más duradera que todos los partidos. Yo creo que el conservatísmo colombiano, como hazaña humana e intelectual es una bella expresión de ese talante universal. Las páginas de lo que llamamos historia patria se arrancaron del libro de la historia universal y se encuadernaron aparte, sin ningún nexo con cuanto nos ha rodeado y con cuanto ha sucedido en otras latitudes. Nuestros hechos se encierran dentro de su propio marco y se aíslan y se examinan y juzgan con total independencia de lo extranjero, casi sin mencionar la existencia de otros países o de otros continentes. Nuestra historia patria se desprende de la cronología universal con los Reyes Católicos y Colón y se consume luego en el relato intrascendente de tres siglos de paz colonial. Vuelve a tomar contacto con la cronología universal para mencionar, muy de paso, la invasión napoleónica de España y se aparta definitivamente de ella, como si entre una y otra no hubiera existido influjo de ninguna especie. Tan radical ha sido este distanciamiento, que nos cuesta trabajo establecer la coetaneidad de nuestros hombres y sucesos con los personajes y acontecimientos de los demás países. Conectados con la historia universal, situados dentro del marco de los grandes movimientos intelectuales, nuestros pequeños acaeceres, los dichos y hechos de nuestra gente abandonan su provincialismo y adquieren significados interesantes, se cargan de sentido ecuménico y de profundidad. (1967, ps, 79-81). Lo conservador en la Conquista y en la Colonia ¿Qué fue lo que se quiso hacer? Proyectar sobre las nuevas tierras recién descubiertas, la idea medieval, aún intacta en España, de la cristiandad. Por ello todo lo que hizo en la Colonia tuvo sentido. Iba hacia un resultado. En primer lugar la empresa americana había tomado 889 partido ante el mundo, estaba comprometida. Ante la destrucción de la cristiandad por causa de la Reforma, la conversión de América era una reafirmación conservadora. Ese fue el signo bajo el cual nacimos. Presidía el esfuerzo creador hispánico un afán unitario, decididamente contra-reformista, con tesis, banderas y voluntad de lucha. Entonces, si esto es así, si todo tenía un sentido ecuménico, la interpretación de la conquista de América gana en profundidad y se hace aún más hazañosa. Al esfuerzo prodigioso de los semi-dioses, que descubrieron nuestro continente y que se agota en la primera centuria, hay que agregar la presencia funcional del alguacil, representante casi inerme de una autoridad ultra marina; la del fraile, elemento esencial en el complejo de la cristiandad; la del poblador que recuperaba en las tierras vírgenes un modo de vida que desaparecía en la Europa urbana y mercantil del Renacimiento. Esos personajes dejan de ser aventureros casuales para convertirse en signos. Como, de esta guisa, se convierten también en signos los castillos, los conventos, las calzadas y hasta los humildes ranchos. Lo que nacía en América, nacía con voluntad de destino, comprendido y aceptado por quienes lo vivieron. Los testimonios están ahí, en crónicas, escritos y hechos. Si no hubiese existido esa conformidad con el objetivo prefijado, no habría tenido nuestra América esos tres siglos de paz, mantenida sin coacción, sin aparato policivo, sin ejército, confiando a distancia en la adhesión de los súbditos. En esta época se movilizan y se ponen en práctica ideas políticas a borbotones. La imagen del infiel, por ejemplo, contra el cual se pensaba realizar la ampliación de la cristiandad y que por su falta de resistencia cultural, por su conversión masiva se transforma inesperadamente en súbdito, en miembro de la grey. Hay que improvisar un Estado en medio del desafío de la inmensidad, donde los servicios, los apoyos, las decisiones, están perturbados por la distancia y la demora. Se crea la Casa de Contratación como una imponente y anticipada oficina de planeación. Actúa el Consejo de Indias. Y América se llena de instituciones religiosas, sociales, jurídicas, dando un majestuoso ejemplo de su capacidad plasmadora. 890 La sociedad se forma, muy de acuerdo con el talante conservador, sobre la base de que la cultura es una planta. Al fin y al cabo ese es el origen etimológico de la palabra, que viene de cultivar. La cultura hay que sembrarla, abonarla, desyerbarla, aporcarla, tal vez podarla. La planta se puede morir un día cualquiera. De ahí que siempe es útil que haya conservadores. Los demás tienen una alegre despreocupación por esta presentación vegetal de la cultura. Si se quiere son más optimistas: presumen que la cultura se da como cualquier maleza. Y por eso ni siembran, ni preparan la tierra; no esperan a que crezca el árbol para convertir sus ramas en leña y el día menos pensado deciden cortarlo porque hace demasiada sombra y para ver si nace otro. Los de talante conservador son, por el contrario, maniáticos de la vegetación: que no se tronchen los retoños, que se amarre bien el injerto, que a las ramas partidas se les ponga horquetas y que el árbol viejo se acode antes de cortarlo o se le tomen semillas. En nuestra zona tórrida la cultura es planta exótica. Todo la amenaza. El ambiente parece hostil y hay que realizar mayor esfuerzo que en otras partes para poder vencerlo. Entre nosotros no se produce el fenómeno de los excedentes. Ni cultural ni económicamente nos hemos encontrado sobrados. No hemos almacenado jamás. No sabemos cómo hacerlo. La superabundancia ocasional se consume tan rápidamente que no alcanzamos a llevarla a depósito. Este proceso acelerado de combustión o de desgaste tampoco nos permite derrochar. Cuando lo hacemos quedamos famélicos. El gasto en exceso, si se produce, es a costa del equilibrio nutricional del organismo. Por eso América latina, que habla de la revolución y la pregona, es conservadurista. Tan pobre ha sido, que al final de cada proceso de agitación carece de las energías necesarias para realizar el cambio apetecido. Y si lo intenta, no es sin producirse a sí misma, a su acervo institucional y a su patrimonio económico, un daño irreparable. Paradójicamente, para poder ser revolucionario de verdad, hay que disponer de un excedente patrimonial-en bienes institucionales y económicos- que nosotros nunca hemos tenido. Nos empeftamos en destruír lo que funciona, lo que ha sabido perdurar. Los espaftoles se dieron cuenta de que aquí había que crearlo todo. Que inclusive sería difícil utilizar -transplantar o injertar891 los vestigios de las seudocivilizaciones aborígenes. Y que así como había sido necesario traer los primeros huevos, las primeras semillas y los primeros cuadrúpedos domésticos, de la misma manera había que transportar al otro lado del mar los conceptos abstractos: el de justicia por ejemplo y los demás que hacen posible la convivencia civilizada, junto con sus correspondientes instituciones. Ese esfuerzo creador estaba obsesionado por el peligro de la destrucción y por eso fue tan marcado, tan irrevocablemente conservador. Podía no haber sucedido así. De hecho no sucedió así en Norteamérica, a donde llegaron refugiados disidentes del protestantismo, expulsados de sus países -Inglaterra, Holanda, Francia- por el fanatismo religioso. Lo que se sembró allí fue una semilla de rebelión. La idea de avasallar un mundo no aparecía por parte alguna. Los emigrantes se establecieron en las factorías en actitud defensiva y se mantuvieron en ellas sin desafiar, como habían hecho los españoles en el sur, el peligro de la inmensidad, de la soledad circundante. Las pequeñas y timoratas sociedades escalonadas en la banda este del hemisferio nórdico no quisieron aceptar retos que no pudieran contestar. Pero fínalmente también se hicieron conservadoras. Como bien lo han desentrafiado los más modernos historiadores de la independencia de los Estados Unidos, el factor dominante en la rebelión contra Inglaterra fue un ímpetu tradicionalista contrario a cualquier contaminación revolucionaria. También era necesario cuidar la planta, preservarla de peligrosas contaminaciones. Y así nació esta América, próspera, creadora, innovadora, vanguardista y que sin embargo no ha podido producir una sola revolución. (En el norte, porque no hubo contra qué y en el sur porque no ha habido con qué). Cuando se planeaba y creaba, cuando se sembraba la cultura, había conservatísmo, en cuanto se producía una toma de conciencia. Pero cuando vitalmente, vegetativamente diríamos en este caso, la sociedad defendía en forma instintiva su acervo cultural, entonces se manifestaba el conservadurismo. Muchas veces ha existido ese divorcio entre lo racional y lo instintivo. En la Independencia ocurrió. Cuando nuestros próceres fueron sorprendidos con la noticia de que se había derrumbado el Imperio Español, por la súbita invasión de la Península hecha por esa especie de anti-Cristo que para ellos era el general Bonaparte, se dieron a la tarea intelectual, pu- 892 ramente intelectual de rellenar el vacío con ideas políticas ajenas. y así nos llegó de repente todo el enciclopedismo, con las primeras manifestaciones de utilitarismo y de liberalismo económico. Fue un chaparrón de novedades que sumergió a esos beneméritos próceres, que habían sido formados en el más puro tomismo y dentro de las más sanas y castas tradiciones políticas. La clase dirigente no estaba preparada y menos aún el cuerpo social. Los distinguidos hombres que dominaban nuestras idílicas sociedades coloniales, se dieron a leer apresuradamente lo que ni siquiera habían vislumbrado que existía y a ver de construír con materiales tan inaprehensibIes el edificio político de los países independizados. Una tarea engorrosa, azarosa, porque el diablo podía estar por ahí, al voltear una cualquiera de las páginas de Rousseau, de Voltaire o de Jeremías Bentham. Ese bombardeo de rayos extraños produjo una irritación en la epidermis de nuestra cultura. La incapacidad para asimilar tanta novedad, ocasionó ahogos para la clase dominante y escándalo o indiferencia en la masa del pueblo. Se había caído algo antes de haber decidido que ese algo debería tumbarse. Ese fue el fenómeno curioso e inesperado de nuestra Revolución de Independencia: que se convirtió prácticamente en un hecho cumplido, antes de haberla siquiera concebido imaginariamente. Habían transcurrido dos años largos desde las abominables escenas de Bayona, más de dos años larguísimos desde cuando los ejércitos del Corso se paseaban por España destruyéndolo todo y todavía no germinaba ninguna idea política entre los patriotas latinoamericanos. A falta de otra cosa hubo que inventar la Independencia y abrirle paso, crearle opinión, convertirla en un suceso. Fue una gran tarea política, valiosa, meritoria si se quiere, pero completamente distinta de la empresa que nuestros historiadores nos han presentado. Salvo en el insólito caso de Túpac Amaru y el muy discutido de los comuneros neo-granadinos, la Independencia no estuvo en el repertorio de las inquietudes políticas, ni fue bandera ni meta. Después, a posteriori, se han inventado precursores. Se han pescado frases de viejos escritos que pudieran revelar un sentimiento recóndito en favor de la segregación. La verdad histórica es que el desplome administrativo de España ocurrió primero por causas europeas, antes de que se pensara en serio (Miranda y unos pocos más puestos aparte) en separar al Nuevo Mundo de la madre patria. Y menciono a Miranda, porque evidentemente él tuvo la idea de la Independencia antes de que ésta se produjera, mientras que casi todos los 893 demás, aun después de efectuarse la desintegración administrativa de España, no habían acariciado semejante idea. Y no es de culparlos porque tal no era su propósito. Dentro del talante conservador, que dominaba la parte de nuestra historia que hoy denominamos colonial, romper la unidad hispánica no constituía una ambición ni una meta laudable. La Independencia y su filosofía se convirtieron en un cuerpo extraño. No hubo una evolución natural, una sustitución progresiva de vigencias, una transformación más o menos evolutiva. Fue un relleno. ¿Con qué se rellenó? Con literatura política, con ideas (Voltaire) jurídicas, en que se mezclaba el padre Suárez con Locke y Montesquieu, con inefable optimismo filosófico, en que nos considerábamos halagüeñ.amente aludidos cuando Rousseau hablaba del Buen Salvaje y fmalmente, con algo de liberalismo económico, un poco, casi nada. Ese fue el cuerpo extraño que le fue introducido al organismo tradicional. Esas ideas novedosas y deslumbrantes, que desde entonces hasta hoy han formado nuestro patrimonio jurídico y parte muy sustancial del político, tuvieron el triunfo asegurado. No se vieron precisadas a dar una batalla para vencer, sino que encontraron el campo vacío y lo único que tenían que hacer era instalarse en él. La derrota subsiguiente de los ejércitos hispanos, la magna guerra, que gracias a la presencia de Bolívar dejó de ser una lucha de montoneras, fue la gloriosa culminación militar de una contienda intelectual ganada sin combate y por anticipado por los patriotas, sorprendidos por la brillantez de la ideología que acababan de descubrir. ( 1967, ps. 81-87). El 20 de julio de 1810 y las ideas Se trata de un movimiento de insatisfacción regional, que acaso sea la primera manifestación de opinión pública en esta parte de América y que puso en aprietos a las desprotegidas autoridades. Aceptado como antecedente, sin que por ello engendrara un fenómeno de evolución. Lo malo consiste en que se suele abordar su estudio con un parti pris. consistente en hacer germinar en la mente de aquellos valerosos rebeldes las ideas de la Revolución Francesa, que aún no había tenido lugar y que muchos años después iban a caerle de sorpresa a nuestros próceres de la Independencia, esta894 bleciendo así arbitrariamente entre dos sucesos distantes e independientes, un hilo intelectual imposible y mentiroso. Los Comuneros, algunos de ellos, aceptando siempre al rey de Espafía, llegaron a acariciar la idea de derrocar las autoridades de Santa Fe. Pero lo que preferentemente ocurrió fue que, para condenarlos y reprimirlos, las autoridades los acusaron de buscar la Independencia. Cuando nos convertimos en república independiente fue preciso sobreponer a ese organismo tradicional no evolucionado, un derecho público adventicio, sin antecedentes. De este antagonismo entre el organismo y la estructura, emana toda la problemática de nuestra vida republicana. El ser de nuestras naciones se había plasmado -para bien o para mal- dentro de los lineamientos de la planeación contrarreformista, barroca, que tenía como propósito la expansión extemporánea de la cristiandad. Ese era un resultado defmido y estable de tres siglos de continuidad política. Pero ese ser social, con sus valores y defectos, súbitamente se quedó sin personería, casi diríamos que sin cabeza. Y hubo de prestar una ajena para poder sobrevivir. La cabeza tenía el prestigio de ser moderna, novedosa y el privilegio de ser el órgano de dirección; pero el cuerpo tenía la fuerza de ser estable, orgánicamente sano. El apareamiento antinatural de estos dos elementos pudo hacerse. El nuevo ser logró sobrevivir aunque entre los componentes no se hubiese producido una simbiosis, sino apenas una coexistencia más o menos tolerante. El talante conservadurista ha defendido hasta hoy la organización social tradicional. La men te conservadora en cambio, asimiló la superestructura jurídica y la convirtió en acervo cultural, en algo que a su vez debe preservarse, en una tradición. Por eso no hubo bando espafíol entre nosotros y, muy a la corta, como consecuencia de aquel famoso decreto de la guerra a muerte, los únicos realistas que en América quedaron eran los españoles. Entre los nativos americanos, el bando político al que correspondía la defensa de la formación tradicionalista del cuerpo social, quedó apabullado porel nacionalismo y prácticamente desapareció. (1967, ps. 87-89). Origen liberal del conservatismo La tolerancia de la estructura liberal del Estado por parte del conservatismo, primero, y luego su defensa, produjo no poco estu895 por y escándalo. Parecía ser una contradicción insoportable. Sin embargo, hoy la podemos entender. En efecto, el cuerpo social tradicionalista que había quedado expósito, necesitaba una personería. El precio de ésta fue pagado por el instinto de defensa conservadurista. Para la protección de los valores culturales no importaba tanto la ortodoxia de las ideas, como la recuperación de las reglas de juego. En el momento de la revolución lo más peligroso era la inestabilidad, la incertidumbre, la pérdida del Estado de derecho. El conservatismo colombiano buscó rápidamente la creación de normas jurídicas, la creación de reglamentos, la recuperación de las instituciones. Cierto que ese nuevo Estado de derecho no se podía construírsino con materiales heterodoxos. No importaba. La fuerza tradicionalista, aún no perturbada, existente en el organismo social, podría a la larga, ser más fuerte que esa contaminación inevitable con las tendencias liberales, así se consideraran éstas pecaminosas o luciferinas. Los conservadores creyeron que la empresa cultural realizada durante los tres siglos coloniales, había dejado frutos que merecían conservarse. Para conseguirlo buscaron el orden. y por el orden llegaron a hacerse defensores acérrimos del derecho. De un derecho cuyos fundamentos filosóficos no compartían, pero que había entrado en el terreno de los valores sociales que un buen tradicionalista debe defender. (1967, ps. 89-90). El talante conservador Este concepto hace falta para designar ese universalismo de lo conservador. El talante es un estado de ánimo, una disposición espontánea, pre-racional; es una situación anterior a la actitud, una voluntad inadvertida de captar, de comprender o de rechazar. Tiene, por lo tanto, una importancia decisiva en la aptitud gnoseológica. Las cosas son, en política, como nuestro talante nos-las permite apreciar. La continuidad de un talante se desarrolla en una articulación jerarquizada de los estados de ánimo, lo cual cie'rtamente se parece mucho a la concepción del mundo del tipo diltheyano. Sí. Los conservadores tenemos, gozamos de una concepción del mundo. Partiendo de ella llegamos a conclusiones convergentes o no. Quizás eso no tiene verdadera importancia. Lo que para nosotros vale es que las vivencias las tenemos iguales, las experimentamos de la misma manera, con el mismo talante. 896 De todas maneras, es teniendo como fondo el gran telón de una concepción del mundo como vale la pena ser miembro de partido. Uno se afilia a su partido con la convicción de que es el órgano apropiado para realizar una concepción del mundo. En el caso nuestro, de esa concepción del mundo que el talante conservador nos ha revelado. El conservatismo colombiano unas veces ha sido más concepción del mundo que partido y, otras, más partido que concepción del mundo. En ocasiones no ha sido sino un mero talante. Tal ocurrió, por ejemplo, a la muerte del Libertador. Nada quedó como organización, sino unos amigos en fuga del Padre de la Patria; y como ideas, casi ninguna, porque la mitología liberal se había adueñado del firmamento. Pero quedó el talante. El cual, sin nombre y sin cuadros, triunfó en el año de 1837, luego en el 40, hasta que una nueva adversidad 10convirtió en partido. (1967, 90-91). Tres revoluciones y el porvenir del conservatismo (. .. ) en la historia moderna ha habido tres o cuatro revoluciones de verdad. La primera fue de tipo religioso, cuando con la Reforma se destruyó la unidad católica. En un momento parecía triunfar y la vieja ortodoxia creyó perder definitivamente la bataHa. Pero al finalizar el siglo XVI ya el catolicismo había recuperado la ofensiva, había superado el desconcierto y originado un amplio movimiento cultural de signo conservador conocido como la Contrarreforma, con sus poderosas manifestaciones artísticas como el siglo de oro español, el barroco, etc. La revolución religiosa que en su momento parecía incontrastable, después de obtener triunfos y derrotas parciales, había concluído como fenómeno social. Más tarde se produce la Revolución Francesa, de tipo individualista y burgués, que tuvo éxitos políticos y jurídicos indudables y que en su momento también pareció avasalladora. Pero al cabo de dos décadas había perdido su ímpetu. Las tradiciones se impusieron de nuevo sobre la gran transformación revolucionaria y surgió la época conservadora del romanticismo. En nuestro siglo hemos asistido a la revolución marxista. Ha tenido éxitos y fracasos y al parecer nos hallamos ante la declinación 897 ----------------------- de ese fenómeno revolucionario. Lo que se advierte es que el mundo viene de la revolución. Lo que sigue es un porvenir conservador. Cuando nos da por creer que Hispanoamérica va para la revolución, somos fieles a una modalidad nuestra de vivir, siempre a la penúltima moda. Sería absurdo que, si el porvenir en el mundo es para las ideas conservadoras, nosotros dejáramos perecer nuestro partido precisamente ahora, cuando estamos en el sentido de la historia. Ser conservador era difícil antes; no lo es ahora, porque ese nombre está cargado de promesas. (1964, ps. 94-95). Tradición y progresismo Uno no puede, de la noche a la mañana, prescindir de todo lo que estudiaron, experimentaron y vivieron los otros pueblos y nuestros antecesores. Por eso somos nosotros conservadores. Dentro de esos límites tenemos la posición más progresista que se quiera, siempre manteniendo los valores tradicionales para no destruír una riqueza nacional. (1963, p. 95). La tradición no se opone a la innovación El proceso de aceleración de la historia que presenciamos, no desvirtúa sino que, por el contrario, amerita la actitud conservadora. Porque sin ella la vida sería amorfa, un confuso turbión, una existencia tediosa. La manera de adquirir una posición crítica frente a la innovación, es tener la arrogancia de querer comprenderla. Un pensador francés ha dicho: "Hasta ahora, la tradición se oponía a la innovación, pero empezamos a comprender que estas dos nociones contradictorias se concilian, y que la gran característica de la historia humana es la tradición de innovación". Pertenecemos a esa tradición, a la del cambio. Porque al fin y al cabo tiene más mérito invocar un pasado de tranformaciones, como lo puede hacer el partido conservador, que apuntarse a la carta indeterminada de un cambio futuro que se invoca por no tener algo más concreto para proponer. (1970, ps. 95-96). 898 El conservatismo siempre va a la vanguardia El partido conservador, pese a su nombre, siempre ha permanecido en la vanguardia de las necesidades nacionales y así pretendemos seguir durante muchos siglos. Nuestras ideas renovadoras han hecho que en los gobiernos conservadores los cambios sean más acentuados y el progreso y .el desarrollo colombianos mucho más .notorios. Ningún partido, por liberal que se llame, tiene más acciones en la defensa de la libertad que el partido conservador. (1972, p. 98). El conservatismo no defiende los intereses de los capitalistas El conservatismo no será jamás un defensor de los intereses creados de las clases capitalistas ni se dejará llevar a ningún tipo de coaliciones que se presenten como una alianza defensiva de las clases plutocráticas. (1972, p. 103). La pobreza no se remedia con la revolución Nosotros no creemos que la pobreza se remedie con la revolución, sino dentro de la paz, encauzando las energías del país hacia la creación de prosperidad. Sin embargo, seguramente no ha de faltar quien, con una aproximación primaria a los problemas de la pobreza, aspire a apropiarse la conducción de esos sectores con promesas de revolución, que siempre son más fáciles. (1972, p. 105). El Estado paternalista y el Estado ajeno Dos características marcan la idea que los colombianos tienen del Estado: la de ser paternalista y la de ser ajeno. Paternalista porque se supone que el Estado debe dar, ser providente, ser generoso; prev_er,suplir, remediar ... Pero al mismo tiempo ese ente paternalista y magnífico es algo extraño, distinto y separado de la sociedad, que pertenece a otros, con el cual, naturalmente, no existe ningún vínculo de solidaridad. 899 Yo no sé si estas características del Estado, de ser paternalista y ajeno, nos vienen de tiempo atrás. Nuestros indígenas no tuvieron noción alguna considerable de lo que podría ser el Estado. Lo primero que en tal sentido conocimos fue el Estado español, imperial, colonizador, eminentemente paternalista y evidentemente ajeno. Nunca existió en la historia universal, y acaso nunca vuelva a darse, un Estado más paternalista y mejor que el que se proyectó sobre las Indias durante los tres siglos de nuestra pertenencia al Imperio. La deficiencia del esfuerzo individual se solía justificar entonces por la adversidad del mundo circundante, con su inclemencia tropical, su soledad, su inmensidad. El Estado tenía que suplirlo todo, organizarlo todo, decidirlo todo. Fue una época de sabio intervencionismo, arduamente criticado luego por su omnipresencia más que por su intención. Hoy el mundo ha vuelto a recorrer un sendero de estatismo que antes fue atravesado por los gobernantes hispanos con indudable arrojo y con no poco acierto. Durante muchos afi.osese Estado paternalista fue considerado como propio por los colonizadores hispánicos, hasta cuando los criollos se hicieron numerosos y fuertes y empezaron a considerar que tanta ordenación, que venía del otro lado de los mares, no era la de ellos, de su propio Estado, sino la de un Estado ajeno. Seguían solicitando la paternal providencia a un Estado que, sin embargo, no emanaba de su consenso ni de su esfuerzo. Con esas dos mañas nos quedamos. Cuando vino la Independencia seguimos requiriéndolo todo del gobierno -en ese momento asimilado al Estado- pero sin solidaridad con él. Y en más de 150 años de vida republicana no hemos podido libertamos del influjo que ha tenido entre nosotros la manera como el Estado se originó históricamente. La formación del Estado en Europa tuvo, como es sabido, un origen diametralmente opuesto. Al derrumbarse el Imperio Romano surgieron los burgos, los feudos, las provincias, los fueros, las confederaciones de ciudades, hasta llegar, en un largo proceso, a la formación de las nacionalidades. El Estado fue una empresa verdaderamente común, realizada en un diario quehacer. En la Europa de la Edad Media y del Renacimiento, lo mismo que en la Grecia antigua, los ciudadanos tenían un quehacer adicional: el quehacer de hacer el Estado. De ahí una aproximación distinta del súbdito hacia la expresión estatal, cualquiera que ésta fuese. En todo caso, había lazo sentimental entre el resultado y el esfuerzo. Se sufría o 900 se gozaba con la ciudad. Era orgullo para el común la belleza de la plaza pública, la altura del campanario, la imparcialidad de los jueces. Tanto bienes comunitarios como la limpieza, el orden, la estética, la justicia, que cuando el Estado es el fruto de un quehacer resultan la propiedad de todos y el objeto de universal cuidado, pero que, cuando el Estado es tenido como entidad providencialista y ajena, se desprecian y maltratan porque ellos parecen no representar parte del individual esfuerzo. Nuestro Estado fue un Estado dado, que lo encontramos ahí, traído, importado. Ha sufrido un proceso natural de complejidad: ha tratado de diversificarse, de especializarse, de multiplicarse. Todo eso sin plan. La necesidad ha creado los órganos; pero éstos se han integrado en un todo inorgánico. No es una paradoja ni un juego de palabras: es que el Estado colombiano se encontró de pronto ante un orden de magnitudes superior a él y ha tenido que adaptarse sin teoría, sin orden lógico, sin premeditación. No hemos podido disponer de una tradición estatal. Por el contrario, la improvisación ha sido la característica tradicional de todo intervencionismo del Estado. Esa insolidaridad del colombiano con su Estado, con un Estado que no considera suyo, se manifiesta en dos proclividades casi irreprimibles: la tendencia a solicitar el intervencionismo y la tendencia a criticar ese intervencionismo. Contra la idea de que el Estado es ajeno existe una terapéutica: poner todo el énfasis en las instituciones estatales intermedias, que hemos dejado languidecer por causa de un centralismo irreflexivo. Hay toda una política que consiste en suscitar un sentimiento de apropiación de lo vecinal, de lo comunal, de lo regional. Que el municipio, el departamento, la corporación, no sean manifestaciones parciales de un Estado ajeno y distante sino una prolongación, una ampliación del ámbito individual. Tener esas instituciones intermedias como propias; usarlas, gozarlas, sostenerlas, tales deberían ser las costumbres de los buenos ciudadanos. (1965, ps. 112-114). La tendencia estatizante es universal La antigua noción del intervencionismo de Estado, aquella que podríamos llamar tradicional y que fue tema de candente discu901 sión en las primeras décadas de este siglo, ha cambiado completamente su significado en nuestro tiempo y presenta características tan disímiles que muy poco nos dicen hoy los alegatos de aquella resonante controversia. Entonces se partía del supuesto de la libertad como norma general, que podía o debía ser interferida por el Estado en función de objetivos comunes inalcanzables por el conjunto inorgánico de esfuerzos individuales. Qué tan seguros eran los derechos del ciudadano y cuán eficaces las ordenaciones superiores emanadas del Estado, eran los puntos debatidos y que determinaban la posición de los partidos frente a 10 que parecía ser el tema central de la política. La disputa la ganó el Estado. En Colombia, sin mucha pena y casi sin gloria. Hoy podría decirse que la norma general es la orientación estatal y la excepción perturbante la iniciativa privada. El Estado se encuentra en todas partes: es la voluntad determinante de cualquier actividad, el dispensador de privilegios y hasta de las libertades, el dueño de oportunidades y el titular de los derechos. La libertad no es un atributo de la persona sino una concesión estatal. La libre empresa encuentra, muy próximo, un cerco de prohibiciones que limitan tan drásticamente la iniciativa individual, que raras veces ésta puede completar el ciclo de su evolución. No podría decirse hoy si este resultado es bueno o malo. Se trata, evidentemente, de una realidad, frente a la cual no parece eficaz invocar los principios individualistas, tan llenos de nostalgia y sentimentalismo. La tendencia estatizante es universal y posiblemente incontrastable porque se presenta con una impresionante aureola de tecnicismo. Cuando esto último no se da, porque no vale la pena de apelar a la técnica, basta con que el Estado ponga cara de necesidad. Parece, sin embargo, útil y necesario distinguir entre el intervencionismo de Estado -en su amplísima concepción actual- y la omnipotencia de la razón de Estado. Porque aquél implica que el Estado sea un creador de normas, cuyo imperio invade cada vez ámbitos más amplios, mientras que ésta es la destrucción de las normas, en virtud de la invocación excepcional de la salud pública. En el primer caso, el Estado es ordenador, legislador, creador de instituciones, de reglas, de sistemas coactivos que disciplinan la 902 actividad individual; en el segundo, su acción irrumpe por encima de las instituciones y normas vigentes sin propósito de crear precedentes, sin discutir siquiera la vigencia de los derechos individuales, sino supendiéndolos por motivos extraordinarios de interés colectivo. (1964, ps. 117-118). El intervencionismo de Estado como herramienta para el desarrollo El intervencionismo tiene en los países subdesarrollados una entidad superior a la que ordinariamente se le concede en los industrializados, pues su alcance no es, como en estos últimos, preferentemente correctivo, sino que entre nosotros tiene una misión orientadora y reguladora, en la que va envuelta la posibilidad total del desarrollo económico. Un Estado eficaz debería convocar a la ciudadanía para ese esfuerzo, señalar las prioridades, los objetivos próximos y los distantes y establecer la correspondiente disciplina para producir la economía de esfuerzos y la concentración de recursos que se necesitan para poner en marcha un fenómeno acelerado de desarrollo. Un Estado así, intervencionista para alcanzar un bien común mediante planes previa y libremente acordados, conseguiría realizar una tarea histórica. La amplitud de las metas justificaría ante la opinión la importancia de los sacrificios. (1965, p. 120). Tipos de intervencionismo Parecería que existe una diferencia sustancial entre un intervencionismo de Estado regulador y un intervencionismo de Estado expansionista. El primero es aquel tipo de intervencionismo con pretensiones a la justicia distributiva, que tiene un profundo sentido social y que surgió contra los excesos del capitalismo en la época de la revolución industrial. Su objetivo era morigerar y quebrantar el libre juego de las leyes de la economía liberal en busca de una nivelación igualitaria que preservara, hasta donde fuera posible, la dignidad humana. Con toda su carga de buenos sentimientos y con las grandes ejecutorias cumplidas contra la opresión de la dialéctica capitalista, este tipo de intervencionismo resulta hoy insuficien903 te porque ha sido desbordado por las condiciones técnicas de la productividad. Hoy se requiere un tipo de intervencionismo que, además, busque la nivelación social en las posibilidades del ensanchamiento económico. Veamos, para aclarar esta diferencia, lo que está ocurriendo en el campo de la libre competencia Dentro de lo que pudiéramos llamar la ortodoxia del intervencionismo inicial, debe combatirse y eliminarse toda posibilidad del monopolio. No así en el caso de que nos situáramos en el terreno de la productividad. Se ha demostrado que, por regla general, todo intento anti-trust conduce a una disminución del empleo. Frente a esta amenaza, se termina por tolerar las condiciones inequitativas de la concentración capitalista. Hoy, ante el apremio de producir y de ocupar más gente, se requiere institucionalizar un intervencionismo que permita la convivencia con un monopolio o un oligopolio eficiente, dentro del cual se haya establecido una equitativa distribución no sólo de las oportunidades de enriquecimiento sino de las prerrogativas de mando. Y no se crea que este problema de la convivencia con el monopolio ~ que no se puede destruír es un fenómeno de países más avanzados que el nuestro. Por el contrario. Las condiciones monopolísticas se dan, por causa misma del Estado, más frecuentemente en los países pobres, donde no existen suficientes recursos para fomentar la competencia. Nuestras inversiones en bienes de capital son únicas, de suerte que cualquier producción que se inicia encuentra mercados exclusivos y prontamente recibe un proteccionismo radical, porque a su vez el Estado se interesa por que no se realicen nuevas inversiones paralelas en condiciones antieconómicas. De esta suerte, aunque en teorfa se mantenga la línea inicial anti-monopolística, en la práctica se está cumpliendo un intervencionismo en sentido contrario, concentrando en uno o en pocos un cúmulo de exclusividades económicas. Tal vez nunca como ahora los productores colombianos han tenido una noción más patente del Estado patemalista, pues no sólo les estimula la inversión y les elimina la competencia, sino que termina por garantizarles el consumo de sus productos. El Estado lleva así al productor de la mano, con visible deterioro de los índices de productividad, sin perjuicio de que un día cualquiera, después de haberle otorgado tanto y tan inmerecido favor, lo abandone en la primera encrucijada y lo someta a condiciones económicas despiadadas, tales co904 mo una sorpresiva competencia o una suspensión súbita de sus abastecimientos. (1965, ps. 121-122). Intervencionismo y libre empresa El conservatismo no es partidario de un sistema absoluto de libre empresa porque precisamente nuestro partido fue la antítesis del liberalismo manchesteriano que la proponía; pero tampoco acepta el socialismo porque en todo momento busca preservar la dignidad de la persona humana ante el predominio estatal. Aquí nosotros partimos de una economía ya socializada en su base, en cuanto los servicios públicos están, casi todos ellos, en manos del Estado. Pero en los demás sectores se ha logrado un sano equilibrio que nos permite diferenciarnos de otros países latinoamericanos precisamente por la extensión, eficacia y vigor de la empresa privada en torno a la cual se va formando una clase media más ancha y sólida que la de otras partes. (1967, p. 135). Concentraci6n de esfuerzos para el mejorestar general El propósito de orientar la actividad económica de un país subdesarrollado hacia los grandes números mediante una concentración de esfuerzos que desencadenen un aumento de la producción, del consumo, de los servicios y, por 10 mismo, de las oportunidades de empleo y del mejorestar, tienen un hondo sentido espiritual. Al extrovertir las aspiraciones materiales, al buscar la satisfacción de los anhelos terrenales en la superación de las circunstancias limitativas del progreso, se abren campos de acción que no están sometidos a la lucha de clases. De ahí que nosotros pongamos, como católicos que somos, tanto énfasis en las posibilidades de una planeación expansionista y no simplemente correctiva. (1965, p. 140). Todo gobierno necesita el respaldo de los partidos El gobierno debe apoyarse en la opinión en general. En la mayor cantidad de opinión que pueda conseguir sin recortar las posibilidades de su acción administrativa. Pero ocurre que sólo los parti-dos producen ese tipo de solidaridad vertical que da estabilidad a 905 los gobiernos. La solidaridad de los gremios o de las clases sociales como tales, está condicionada a que la administración los favore.zca. Los partidos, si son policlasistas como han pretendido ser los nuestros, tienen una visión de conjunto y por eso su apoyo puede ser más eficaz y más estable. A pesar de la opinión de muchos, dejan en mayor.líbertadal mandatario. (1970, p. 141). El progreso social implica producir, exportar, crear y dtstributr No concebimos que pueda haber progreso social sin desarrollo. Hay que producir, exportar, crear y distribuír. Todo eso en conjunto, en armonía. Producir para tener: elemental. Exportar para tener con qué comprar: elemental. Crear empresas para conseguir trabajo: elemental. Y distribuir lo que se tiene, lo que se ha logrado producir y ahorrar, para que haya convivencia social: elemental. Pero una ordenación total del esfuerzo del país para conseguir estos fines es una novedad, cuando nos hallamos en un clima de envidia, de improductividad, de reformismo infecundo y de desilusión. (1972, p. 143). El pueblo tiene derecho a conocer los planes estatales ya ejercer sobre ellos la debida vigilancia La intervención del Estado no puede seguir siendo una función epiléptica, como lo es hoy. No debe ser ocasional, arbitraria, sorpresiva, amenazante. Debe obedecer a un plan. Los ciudadanos tienen derecho a conocer ese plan. Ese es un nuevo derecho democrático que ha surgido. Es que el concepto mismo de la democracia va cambiando. Antes la democracia consistía en ejercer el derecho de votar, de imprimir un periódico. Hoy, entre los requisitos de una democracia está el que se haya hecho un plan con participación de las fuerzas vivas del país, que ese plan sea conocido y ejecutado. Así podemos apreciar y juzgar cada uno de los actos del gobierno encontrándoles en la planeación un término de referencia. Se requiere algo más: que el plan adoptado se convierta en un patrimonio público, es decir, que no se adopte sino mediante el 906 consenso mayoritario, que no se modifique abruptamente y que se analice, actualice y divulgue con tal esmero y tanta publicidad, que su ejecución signifique una diaria prueba de opinión. Para ser más enfáticos diríamos que el pueblo tiene hoy un derecho suplementario, que se debe sumar a los que tradicionalmente han formado el conjunto de las garantías ciudadanas: el derecho a conocer los planes estatales y a ejercer sobre ellos la debida vigilancia. La planeación, no considerada simplemente como una dependencia asesora del gobierno, ni como un instrumento político contra el Congreso, ni como un sistema para justificar o disimular el sectarismo, sino como un elemento regulador de la acción del E!r tado y de la actividad particular, podría darle a los programas, en que somos tan duchos y prolíficos, las condiciones de seriedad, estabilidad y técnica propias de una verdadera política económica. Una planeación así concebida vendría a ser una garantía contra el sobresalto de las medidas oficiales, contra la discontinuidad de la ley y de los decretos, contra la discriminación, contra la variación súbita de las condiciones económicas que tanto alteran la producción y que amedrentan a los inversionistas. La planeación se convierte entonces en el centro, en el meollo, en el corazón de la política estatal. De allí salen las normas rectoras, los lineamientos que determinan los estímulos, positivos y negativos del intervencionismo y que en nuestro tiempo resultan más decisivos que los tradicionales mandatos de las leyes. (1964,1965, ps. 144-147). El pleno empleo El subempleo, el subsalario y el sub consumo producen un estado tolerable de subalímentación. El dramatismo de la desocupación se disimula y por ello vivimos dentro de un estado de conformismo que no permite plantear el tema del pleno empleo como un propósito nacional. Por el contrario, todas las. fuerzas de presión se ejercen inconscientemente contra esa meta, buscando la satisfacción de ambiciones de gremio o de clase, con manifiesto desinterés por las posibilidades de inversión, que son las que a la larga o a la corta podrían cambiar el subempleo en empleo pleno. 907 Apenas vale la pena de mencionar la desmoralización que existe en nuestras fuerzas de trabajo. Toda la legislación se ha orientado hacia prestaciones que garanticen la persistencia de un trabajo a medias. Se ha conseguido un alto grado de protección para la insuficiencia, a costa de un auténtico salario real. Y, muchas veces, presenciamos el esfuerzo poderoso de los sindicatos buscando irreflexivamente la descapitalización de las fuentes de trabajo, como si lo único que importara para ellos fuera el apremio demagógico del momento. (1963, p. 152). En materia de centralismo somos un país atípico En la soledad de América, al principio de la historia, la tendencia del hombre era a la concentración, para defenderse, por el número, del misterio de la inmensidad circundante. Los primeros conquistadores crearon ante todo ciudades antes de intentar cualquier tipo de colonización, precisamente por la necesidad de permanecer unidos ante un mundo exterior amenazante e insondable. Ese es el origen de la centralización en la América Latina, continente que empezó siendo urbano. En Colombia el proceso fue distinto. Cierto que se crearon ciudades. Colombia es un país de ciudades, precisamente porque nuestro medio geográfico interrumpió el proceso de concentración. Hay ámbitos físicos que tienen una influencia dispersante sobre la formación de los pueblos. La geografía de Colombia no es unificante sino dispersante. Y, dentro de nuestro país, tenemos zonas que son particularmente dispersan tes. Nuestra cultura se esparció por nuestro territorio creando centros vitales autónomos, donde era posible vivir con dignidad porque existían los elementos básicos de civilización y de convivencia social. Y, en todas partes, una estructura socioeconómica autosuficiente. Esta fue una época de saludable descentralización. El fenómeno moderno de la urbanización de la cultura, que como es obvio también se ha presentado en Colombia, lo hemos ma908 nejado mejor, gracias a lo que todavía subsiste de capacidad díspersante de nuestra geografía. Pero empieza a estropearse aceleradamente por el crecimiento absorbente de los núcleos centrales donde están las posibilidades de participación. Hay una tendencia natural, orgánica, de las sociedades hacia la concentración. Se trata de un fenómeno contra el cual no se puede combatir sólo con literatura. Tampoco hay fórmulas concretas que lo modifiquen o enmienden. No hay que esperar que un artículo de la Constitución o una simple ley, puedan cambiar el sentido de una evolución vital de los pueblos. A cierto nivel de cultura y de inquietud anímica ya no es posible vivir en el campo. Hay razones de progreso que determinan una emigración campesina incontrastable. La gente se viene del campo porque allá se están agotando las posibilidades de realizarse como un hombre contemporáneo. Lo natural, hoy, es aclimatarse a un nivel de oportunidades que no se consiguen sino dentro de la ciudad. El estado de naturaleza en que hoy vive el hombre ha cambiado. (1972, ps. 156-159). ' Hacia la sociedad urbana Si queremos estar a la altura de nuestro tiempo, tenemos que pensar desde ahora en que nuestra sociedad será urbana. Y que, ' además, ese fenómeno nos va a librar de un compromiso social que hoy, con una población rural dispersa e improductiva, no podemos cumplir. Es con un propósito de utilizar el desafío para conseguir la redención social, como podemos enfrentarnos al fenómeno de la urbanización, para dominarlo y para, a través de él, aprovechándolo, buscar un reparto más acelerado del ingreso. Lo que interesa es que la transformación urbana no sea simplemente un proceso de aglomeración inorgánica. Pero en una sociedad perfectamente urbana, es posible nosólo concebir sino realizar una adecuada descentralización. Lo que ím909 pide llegar a una teorí-a de la descentralización moderna, es la envejecida creencia de que hay que detener el crecimiento de las duda.des. No podemos aceptar esta pretensión, porque entonces todos nuestros propósitos descentralistas quedarían sometidos a una condición imposible. Lo que evidentemente está ocurriendo, es que estamos ante el peligro de una macrocefalia que puede destruír lo que queda de nuestra vieja estructura regional. No importa tanto la concentración demográfica, sino el fenómeno colateral de que también en esas ciudades se acaparan las oportunidades de decisión y las posibilidades de bienestar. (1972, ps. 160-162). Concentración tecnológica y centralismo Las posibilidades del hombre contemporáneo no se pueden realizar sino dentro del ámbito de los grandes números. Y los grandes números están en las ciudades. Ese es otro fenómeno natural que tiende a la concentración. La primera concentración de grandes números con que nos encontramos, es la información. Existe indudablemente un nuevo derecho político ala información. Una de las formas de resignarse frente al centralismo es abandonar ese derecho. El Estado no suele interesarse por compartir con otros esa inmensa herramienta de gobierno que es la estadística. y cuando no se la tiene a mano, cuando no se la maneja con propiedad, lo que se está haciendo es delegar el poder decisorio a quienes disponen de ella. Las regiones se colocan así al margen de la iniciativa administrativa y se vuelven sujetos pasivos del desarrollo. Simultáneamente también se concentra la tecnología. Otro instrumento centralista es la capacidad de divulgación. Creemos hacer descentralismo cuando justificadamente reclamamos contra la absorción de poder que se observa en los grandes 910 centros, pero no caemos en la cuenta de que favorecemos esa concentración cada vez que reclamamos innecesariamente la intervención del Estado, o le transferimos obligaciones que inmediatamente le corresponden a la comunidad. Cuando renunciamos al esfuerzo parroquial y pedimos que el Estado se encargue de los servicios públicos, estamos centralizando. Cuando solicitamos la protección paternalista de la autoridad, estamos centralizando. (1972, ps. 163-165). Planeación y descentralización Porque debemos ser francos: una efectiva distribución geográfica de las nuevas industrias, no se obtendrá sino mediante un régimen audaz de incentivos y de desgravaciones que justifiquen económicamente, por márgenes amplios, el alejamiento de las grandes ciudades. El crecimiento del Estado ha sido un factor centralista. Yo lo he denunciado muchas veces. y lo seguirá siendo mientras el sistema de planeación no se estructure en forma tal, que permita la participación de las regiones y de los estamentos en la adopción de los grandes propósitos nacionales y, después, promueva la descentralización/de funciones, en cumplimiento del plan general de desarrollo. (1972, ps. 166, 170). La macrocefalia del Estado debe detenerse Cuando se combate a la empresa privada, no se la critica por lo que ha sido, sino porque no ha conseguido más. Porque no mantuvo su ritmo de crecimiento, porque no aumenta la zona de la fuerza de trabajo que con ella se vincula. Se nos dice, por ejemplo, que les trabajadores industriales son una oligarquía obrera, como si nos doliera el bienestar relativo que ellos tienen. Pero no se nos dice cómo podríamos crear esas mismas condiciones para un mayor número de compatriotas, como no sea instalando más industrias para que haya más trabajo, más prestaciones y más obreros sindicalizados. Lo malo no es que haya unos pocos trabajadores con condiciones económicas y sociales tolerables sino que no sean más. 911 El Estado no es un creador eficaz de empleo. No es tampoco un buen patrono. Cuando suministra servicios, cumple una misión que generalmente la empresa privada no puede desempeñar. Pero cuando se erige en productor, crea más distorsiones y más situaciones negativas que las que pretende solucionar. El Estado justifica su presencia en la producción de bienes para el mercado alegando dos propósitos: facilitar el desarrollo y eliminar los monopolios privados. Lo primero no parece justificado. Si se trata de crear empresas deficitarias, a todas luces resulta más prometedor crear las condiciones económicas para que no lo sean, en vez de embarcarse en irremediables situaciones de pérdida de las que ya nunca puede sustraerse. Si la industria es próspera, tampoco se explica que, existiendo otros sectores que requieren las inversiones estatales, éstas se concentren sobre las posibilidades de lucro. (1972, p. 172). Centralización polttica e independencia de las regiones Una de las tareas fundamentales del Estado es corregir la malformación de la sociedad. Se ha pretendido que lo moderno es la concentración del poder. Estamos manifiestamente ante una tergiversación del problema. Parecería que el Estado se resigna y acepta una tendencia que no está en capacidad de modificar y que por lo demás, le es favorable. En años pasados fuimos sometidos a un autoritarismo que quebrantó inútilmente la consistencia de las aspiraciones regionales y de las fuerzas vivas del país. La hegemonía del Estado se consagro, en su expresión gobierno, en la más elemental y primitiva de las simplificaciones. El autoritarismo así sin normas, establecido por la fruición de ejercerlo, no es una expresión moderna de la política, sino, por el contrario, muy arcaica. El despotismo florecía tranquilo cuando la ciencia de la política no se había desarrollado y no existía el concepto civilizado del equilibrio del poder. No basta para justificar la concentración, el hecho de mostrar cierta eficacia en la ejecución de las órdenes o alguna prontitud en la realización de ciertos empeños. La contrapartida de esta forma expedita de resolver las cosas, es la ausencia de participación de los gobernados. Se trata, por lo mismo, de un precio muy alto. 912 La democracia, para ser verdaderamente tal, necesita un grado creciente de descentralismo en su expresión contemporánea, que no consiste en desmembrar la autoridad ni en obtener un simple reparto de las rentas públicas. Lo primero no es apetecible; lo segundo es insuficiente. De lo que se trata es de que orgánicamente haya una paulatina participación en todos los órdenes administra tivos. Lo que se busca no es implantar unas medidas más o menos defensivas de la independencia regional sino adoptar unafilosofiasobre el ejercicio del mando. Es necesario convertir en un propósito actual la vieja tesis de la "centralización política y la descentralización administrativa", creando los organismos que restauren el equilibrio del poder. En cambio, si se consigue apartar los brotes temperamentales de autoritarismo, los actuales textos constitucionales bien pueden servir para instaurar esa planeaci6n participada y participante, que es el punto de arranque de la moderna descentralización. La iniciativa y la legítima independencia de las regiones, puede ser preservada según sea el criterio con que se estructure la planeaci6n. Es este un tema que, como muchos otros que se refieren a la descentralizaci6n, apenas empieza a debatirse. Será necesario trabajar intensamente sobre la forma que deba tener la planeaci6n regional, hasta crear un concepto claro de que la concentraci6n autoritaria no es la única forma de modernizar el Estado, sino que hay otras, más novedosas aún, que por medio de una participación ininterrumpida de los gremios, los municipios y los departamentos, alcanzan resultados técnicos más estables y congruentes. No hay que olvidarlo: la descentralizaci6n es la más moderna de las inquietudes humanas. (1972, ps.17~180). Contra el angelismo económico Alguien ha dicho que gobernar es escoger. No basta, por ejemplo, conseguir que el Estado sea tan poderoso y tenga tantas facultades que todo lo pueda hacer mejor. En ese momento tampoco tendríamos una política. Porque lo que es mejor para unospuede 913 no serlo para otros. Porque lo que el Estado considera mejor en un momento dado puede ser un simple y pernicioso impulso temperamental. Establecer la bondad de las metas y de la conducta es el fin de toda política. En consecuencia el angelismo. como una capacidad potencial de mejorarlo todo un día cualquiera, puede ser una de las mayores amenazas para el desarrollo, que de todas maneras necesita un cierto grado de continuidad. Las situaciones angustiosas de despilfarro a que suelen llegar nuestros países se deben a que no tenemos una política suficientemente valerosa que le brinde a la libre empresa las oportunidades a que tiene derecho y al mismo tiempo no tenemos el coraje de adoptar la política contraria, que .consistiría en darle una auténtica oportunidad al socialismo. Nos quedamos en el medio, transando defensivamente ante las presiones y los hechos cumplidos. Ahí reside el despilfarro. (1967, p. 193). Empresas agropecuarias La propuesta que corresponde hacer es la siguiente: debeestimularse la creación de empresas agropecuarias, en forma de sociedades anónimas, cuyas propiedades fueran inafectables yen cuyas utilidades tuvieran participación los trabajadores agrarios. El capital que en ellas se suscribiera podría provenir de utilidades obtenidas en otras actividades y que se declararan libres de impuesto sobre la renta por el hecho de invertirse en ese programa de desarrollo. (1971, p. 206). Polttica agraria De la producción agrícola dependen, entre ctros muchos factores de desarrollo, dos que son primordiales pars el bienestar de todos nuestros conciudadanos: el abastecimiento de víveres baratos en lo interno y la disponibilidad de divisas en lo externo, con las cuales podamos pagar nuestro desarrollo. Debe buscarse una política agraria que no sea una amenaza para el agricultor, que asegure aumentos en la producción porque debemos recordar que el progreso del país está ligado a la posibilidad de las divisas que podamos invertir, y esas divisas, en su gran 914 mayoría dependen de la productividad del sector agropecuario. (1972,pL 22~ 223~ Deficiencias de la propiedad comunitaria Al campesino le conviene más la existencia de empresas agrícolas donde tenga trabajo seguro y pueda reclamar condiciones de bienestar menos aflictivas. En torno a la empresa agrícola, se pueden lograr formas de asociación sindical eficaces y conseguir para el trabajador un tipo de convivencia social, con atención médica, educación y entretenimiento, condiciones que dif'ícilmente se pueden imaginar en una granja colectiva o propiedad comunitaria en la cual el patrono es remplazado acaso por el Estado en su más distante manifestación burocrática. La absorción de trabajadores por propiedades comunitarias sin capacidad de inversión sería siempre muy exigua. En cambio, el multiplicador de empleo de un desarrollo industrial es incalculable: vaqueros y tractoristas, faeneros de carne y operarios de frigoríficos, a niveles de salario que nunca podría alcanzar una propiedad comunitaria ocupada probablemente en producir artículos de pan-coger con muy escasos excedentes para el intercambio. (1971, ps. 230-231). El cambio es una tarea de todos los dfas El cambio es una de las condiciones estimulantes de la vida moderna; el cambio es el desafío dentro del cual tenemos que esperar todos los días una respuesta, y en ese ejercicio de la mente es donde encontramos la verdadera sabiduría de la doctrina que profesamos para no ser víctimas del cambio; para no tener que soportarlo, para no tener que ser sujetos pasivos de él, para no lanzarse simplemente al cambio como si uno no tuviera capacidad de dirigirlo, se necesita hacer una especie de esfuerzo espiritual, de recuperación de los valores tradicionales del hombre; porque es ahí en la tradición majestuosa de la cultura que hemos heredado, donde nosotros 915 podernos conseguir la dinámica que nos permita manejar el cambio y ponerlo al servicio del hombre. El partido conservador es la fuerza más moderna del país, precisamente porque no ha estado esperando el cambio sino que lo ha estado viviendo. Porque no está soñando con un cambio lejano, tumultuoso, que destruye las cosas que tenernos, sino que busca un cambio constructivo, que hay que fabricar todos los días yeso significa una tarea de la voluntad y al mismo tiempo una tarea de la mente. Con el cambio hay que congeniar: hay que vivir dentro del cambio, hay que gustar de él, hay que fascinarse con las posibilidades que nos brinda. En cierto modo hay que tener una vocación sentimental con el cambio, porque es la manera corno el hombre se realiza. El cambio acelerado es el signo cautivante de nuestro tiempo. Lo que importa es encauzarlo y ponerlo al servicio del hombre. El conservatismo no se debe limitar a pedir un cambio que de todas maneras sobreviene; corno aspira a ser el partido de la inteligencia, debe prepararse para dominarlo, es decir, para acelerarlo o dirigirlo según las conveniencias. El cambio por el cambio o el cambio a cualquier precio que otros proponen, a mí no me seduce. (1972, ps. 237-239). Inconformismo por falta de progreso social En la continuidad de nuestra insatisfacción, en el inconformismo que nos causa la falta de progreso social, está la razón de nuestra dinámica. Así es corno hemos hecho esta República: sus leyes, sus instituciones y sus grandes conquistas sociales, que son todas nuestras. Tenernos una impecable tradición de progreso que nos llena de autoridad para reclamar el manejo del futuro. La historia lo prueba: gobernamos mejor, precisamente porque no esperamos la revolución. El diario quehacer del buen gobierno es lo que conduce a que la gente tenga algo que conservar: por ejemplo, el orden y el Estado de derecho. (1971, p. 239). 916 La formación de equipos humanos y el avance tecnológico El avance tecnológico está produciendo diariamente una cantidad abrumadora de datos que es necesario considerar. Para mantener un mínimo nivel de información hay que hacer cada día un ingente esfuerzo de capacitación. Los temas públicos son múltiples, cada día más complejos. Están sobrepasando 'no sólo la capacidad de asimilación individual sino la de equipos. Nada hay más triste que una posibilidad de solución para algún problema que está ahí, yacente, por falta de capacidad técnica para ponerla en marcha. Esto es lo que la revolución no resuelve. Ya hay suficiente cambio desaprovechado para desperdiciar esfuerzos en la improcedente tarea de someter lo que existe a un criminal proceso de destrucción. La formación de equipos humanos para el aprovechamiento intensivo de las oportunidades de cambio es una tarea indispensable para mantener ante la vida una actitud contemporánea. (1970, p.241). Es indispensable la politizaci6n de la juventud Ya no es posible no tener una cierta participación en la vida pública porque el Estado le está resolviendo a uno los problemas propios del Estado y le está resolviendo los problemas propios del individuo y de la familia. El Estado moderno, por su magnitud y su complejidad, le resuelve a uno sus propios destinos, como una función pública, sin pedirle concepto, sin considerar la totalidad de los problemas que a uno conciernen y por lo tanto el individuo está sometido a ser un sujeto pasivo de la política. Quiéralo o no, aunque se declare apolítico, durante el día está siendo una, varias veces, casi todo el tiempo, sujeto pasivo de la política. Yo creo que ahí radica la explicación de porqué la juventud se está politizando. Porque si no se politiza, siempre seguirá siendo un sujeto pasivo dentro de la política, mientras que si se politiza puede cambiar la condición inevitable de ser víctima del impacto político que produce el Estado, por otra que evidentemente es más noble, que consiste en aduefíarse de las oportunidades políticas que existen para contrarrestar esa pasividad y participar en la dirección de la política. Es muy importante para la juventud este concepto, porque si 917 uno no hace la política, la política se la hacen a uno, que es generalmente lo que ocurre a la universidad. (1972, p. 252). Por su heterogeneidad el populismo es un estado de indefinición El populismo es un estilo de la política. No es nuevo. Lo hubo casi siempre, Y acusa muchos rasgos comunes a través de la historia. En forma genérica puede decirse que los populismos siempre han sido movimientos espontáneos, surgidos en virtud de una necesidad física: la de llenar el vacío que dejan las formas tradicionales de la política. Por eso creo que el populismo siempre es un efecto producido por causas que le son extrínsecas. Es el resultado de.una.crísís que lo ha antecedido y de la cual, por lo común, no se ha tenido conciencia. El populismo es el lugar donde estaciona la gente que ha quedado suelta. Es una gran central ferroviaria donde se pueden tomar trenes para todos los destinos: desde los que van a la revolúci6n hasta los que 10 devuelven a uno a casa. En cierto modo el populismo es un estado de indefmici6n: se sabe, por lo general, de dónde se viene pero es muy frecuente que no sepa hacia d6nde se va. Como es apenas obvio, se trata también de un estado de insatisfacci6n. Cuando la gente se desprende de los cauces comunes es porque éstos se han hecho estrechos e infecundos. Abandonan la corriente antes que se precipite por un salto. En esa búsqueda de nuevos destinos hay una inicial intuición de que el rumbo tradicional conducía al fracaso. Se trata, por consiguiente, de un diagnóstico público adverso a la continuidad de la situación existente. . El populismo es heterogéneo. Nunca llega a tener un grado efectivo de homogeneidad, porque esa gente que llega a la estación tiene sus solidaridades puestas en el pasado, vive aún de recuerdos, de ilusiones perdidas, de desamores. No ha tenido todavía una vida en común <con los demás emigrantes. Todavía no hay con éstos un pasado colectivo. Apenas se comparte con ellos el clima de frustración. En ese conglomerado inarmónico está la materia prima de la nueva política. Es una arcilla moldeable que es necesario trabajar 918 sin descanso. Porque el populismo, como la arcilla, es un material neutro, que se puede orientar. Se pueden hacer cruzadas o revoluciones y también se puede obtener una ancha base para el afianzamiento del sistema institucional. Porque cuando los hombres están en la estación, se hallan propicios para cuanto se les proponga. En los andenes están también, activos y vociferantes, los agentes de todos los viajes, aprovechando que hay muchísima gente en tránsito predispuesta a cambiar su itinerario. Esa situación de apertura constituye un desafío incitante. Para los políticos significa que han entrado en período de prueba, porque las estructuras vigentes están siendo socavadas: pero sobre todo porque lo que se ha roto es la apatía resignada de las multitudes que exigen una nueva motivación. Hállanse éstas, por lo tanto, a la expectativa del mensaje político. (1970, ps. 257-258). Los movimientos populistas terminan desintegrándose El populismo no es el proletariado, no representa a los siervos de la gleba, ni está integrado por las clases empobrecidas y famélicas. Sus huestes reclutan en las clases medias donde las insatisfacciones producen un explicable fermento revolucionario. Entre los que integran el populismo están las nuevas fuerzas vitales: los estudiantes, los progresistas, los imaginativos, los ambiciosos, los que. van adquiriendo conciencia política, que es distinta de la conciencia de clase y muy superior a ella. Posiblemente quienes se hallan en este tránsito político es porque han sido o están siendo protagonistas de un tránsito social mediante el cual han perforado uno o varios estratos económicos y culturales. Su nueva condición exige otras formulaciones políticas que les permitan volver a crear una jerarquía de valores y esperanzas. Estos movimientos tienen la pretensión legítima de ser el pueblo, de representarlo. Por eso hablan en su nombre aprovechando la timidez o el desconcierto de los partidos tradicionales que de pronto se sienten sin autoridad para competir en ese campo. Es interesante observar que la aparición de los populismos no coincide con las épocas de crisis económicas. Las grandes recesio919 nes pueden determinar la caída de los gobiernos que las dejan producir, pero el resultado en esos casos es autoritario y conduce al establecimiento de regímenes de fuerza. Los movimientos populistas, en cambio, se producen más frecuentemente cuando aumentan los consumos o por lo menos cuando una parte sustancial de la población accede a un nivel de vida de mayor holgura. Conseguido este ascenso surge la angustia de no poder continuarlo. Es la conciencia de haber agotado las posibilidades próximas de progreso lo que despierta el desamor por el sistema. En la rebeldía populista se quiere encontrar el camino hacia la reconstrucción de la esperanza. El hombre instintivamente preserva celosamente sus posibilidades de anhelar sin darse mucha cuenta de que esa es la forma que ha encontrado para soportar la pobreza. En cambio, cuando los índices del crecimiento económico son continuamente inferiores al demográfico o cuando el ritmo en que aumentan las apetencias es superior a la posibilidad -así sea remota- de satisfacerlas, la consiguiente desesperanza origina el descontento político y despierta las inquietudes populistas. El apremio de satisfacer las necesidades secundarias -las de relación social o las culturales- es un motor revolucionario más eficaz que la urgencia de calmar el hambre o de encontrar un techo. En muy pocos casos los populismos llegan a ser revolucionarios. Porque el objetivo revolucionario es demasiado drástico y demasiado concreto para aglutinar a esos movimientos amorfos y eminentemente vivenciales, que se han formado más por causa de la frustración que en tomo a un propósito positivo. La toma del poder, si es por la fuerza, suscita una serie de tensiones que resultan insoportables para esa aglomeración heterogénea, que difícilmente reacciona con la misma docilidad ante un objetivo y unos sistemas que despiertan 'sentimientos encontrados. Por eso es frecuente el caso de que los populismos progresen -como fueron los casos del uomo qualunque o del "poujadismo" - mientras la marcha hacia el poder puede realizarse por el camino electoral. Pero tan pronto se advierte que ese camino no conduce a él y que es necesaria la violencia, la correspondiente desintegración se produce con estrépito. Estos grupos o movimientos, como en el caso del uomo qualunque, en Italia, tienen su momento por distintas causas, suben, asustan y luego se desploman. (1970, ps. 258-260). 920 Actitud de los partidos democráticos frente a las masas que integran los movimientos populistas Si no hay partidos en los cuales apoyarse, si para cada ocasión es necesario suscitar multitud de pequeñas solidaridades encontradas y fugaces, la sola magnitud de la opinión indefinida e insatisfecha que integra el populismo es un elemento desconcertante. La solidaridad que se origina en la simple conveniencia particular -de cada grupo de presión- no permite las grandes transformaciones porque esa solidaridad no se mantiene sino mediante una inmovilidad defensiva. Cualquier actitud definida, cualquier acción directa puede contentar a unos y disgustar a otros. En cambio, en la solidaridad de un partido policlasista es posible conseguir que el interés de cada estrato se subordine a los propósitos comunes. Sólo la certeza de estar trabajando por un futuro propio que uno mismo se ha fijado permite prescindir de los escrúpulos en el trato con los partidarios de la revolución. Se necesita un alto grado de confianza en sí mismo para tener la seguridad de que esos contactos no lo convertirán a uno en cauda de otro movimiento más potente. El trato de poder a poder entre las fuerzas civilistas y la revolución es indispensable para preservar la continuidad republicana. (1970, ps. 262-263). Pluralismo y desequilibrio moral (De La otra opinión, tomo 1) En el campo moral el desquiciamiento es aún mayor. Sería monstruoso que las instituciones democráticas usaran el sistema rapto-rescate como un procedimiento oficial. Ninguno de buena fe podría propiciar semejante actuación. Tampoco se toleran otros menos drásticos, que podrían ser apenas una reacción proporcionada a la magnitud de las agresiones de que son víctimas. En cambio, en el campo de la izquierda, la violencia es un acto heroico, el asesinato un "ajusticiamiento" y el secuestro un medio lícito de impactar la opinión pública y de obtener recursos financieros para las campañas políticas. Ese desequilibrio moral hay que tolerarlo para no desconocer el "pluralismo", que finalmente consiste en que la democracia permita la coexistencia de quienes creen en el sistema 921 y lo defienden pacíficamente con quienes lo detestan y pueden atacarlo por medio de la violencia. (ps. 94-95). Restauración de la moral y ejercicio de la libertad de prensa Junto con la defensa de las ideas buscaremos la restauración de la moral. La dignidad nacional la necesita. También la supervivencia de la organización republicana del país precisa de ella. Porque ninguna institución impura merece subsistir. Si la cultura es el resultado del esfuerzo civilizador del hombre, siempre habrá mucho que conservar, Sobre todo en tiempos carcomidos por la duda, como los actuales. Ahora más que nunca, se apreciará el inmenso valor social que significa ser conservadores, Pero nuestra política no es primordialmente defensiva. No nos resignamos a adoptar una concepción del mundo pesimista. No le tememos al futuro. Un futuro donde hay tanto por hacer no es temible. La luz está adelante, no atrás. No se han agotado los recursos de la inteligencia de Occidente: simplemente han sido puestos a prueba. Decían los antiguos que las cosas no son iguales para todos los hombres. Sencilla afirmación que está en la raíz de todos los adelantos del pensamiento. Encontrar los matices de las cosas es signo de alta cultura política. Por el contrario, la simplificación que envuelve la expresión uniformada y unilateral de opiniones redunda siempre en un empobrecimiento intelectual. Si queremos que subsista nuestra organización republicana, que hoyes característica muy nuestra, singularísima y de la que legítimamente podemos ufanamos, es imperioso que se mantenga la posibilidad real, y no simplemente jurídica, de que se ejerza la libertad de prensa. El partido conservador, como la gran fuerza tradicionalista e institucionalizante, no tiene una propensión demagógica hacia las reformas. Cuando se declara partidario de ellas, procura que tengan un alcance nacional, que vayan a modificar la estructura misma de los problemas y que, hasta donde ello sea posible, sean perdurables en su vigencia. 922 Sin destruír la estructura del sistema constitucional, sin "romperle vértebras", se puede no sólo actualizar sus estructuras caducas sino ampliar el ámbito de regulación constitucional. Dentro de lo primero, no cabe duda, entraría la reforma de los cuerpos colegiados y la justicia. Dentro de lo segundo, las normas necesarias para hacer efectiva la planeación, el control administrativo o la deseentralización. Hoy, lo más importante, como objetivo fundamental de cualquier modificación del ordenamien to jurídico, es la recuperación de la moral pública. Si no es posible empezar el saneamiento por el Congreso mismo, sí se puede hacer mediante una transformación de los demás órganos del Estado y la creación de sistemas eficientes de control que en un momento dado pongan a actuar, con eficacia, la estructura de una verdadera "emergencia moral". Si la reforma fuese suficientemente radical como para crear una credibilidad pública en torno a las posibilidades de recuperar la moral, no importaría que el Congreso quedase como un lunar, porque quizás entonces se movería a ejercer su capacidad fiscalizadora, que no le ha sido arrebatada, pero que no ejerce. Siempre es bueno regenerar a los pueblos y a los hombres. Ojalá se pudiera iniciar todos los días una vida nueva, con las enseñanzas de ayer y sin la ominosa carga de los viejos pecados. (ps. 97-99, 116-118, 124). La alienación y la socialización de lo excelente Existen ciertos valores o activos culturales, espirituales y morales que se nos están atrofiando. Tras siglos de purificación, de decantación creadora, estos activos intangibles senos tornan de repente en pasivos deleznables y vergonzosos. La época actual está regida por el imperativo de generalizar y masificar todos los aspectos de lo social, de manera que no queda espacio, ni viabilidad, para lo que es selectivo, específico y único. Se pierde así uno de los significados mejores de todo proceso de desarrollo: el de socializar lo excelente, y no lo mediocre; lo que resulta magnífico y perfecto en el hombre; lo que distingue y destaca, que es al mismo tiempo lo que une al hombre dialéctica923 mente con lo universal, es lo que lo acerca a todos los idealismos, a las perfecciones mentales que nos hacemos y que aspiramos a obtener. La nostalgia que sentimos por acercar al hombre a sus formas ideales y puras, no se podrá redimir nunca sin salvar las grandes pequeñeces que pertenecen a él ancestralmente. La alienación del mundo moderno consiste en un reconocimiento fatuo y amargo de que el proceso de desarrollo generaliza lo inocuo, lo huero, lo sin sentido. Nos educa a todos en formas inconcretas, pero demasiado materiales, que se toman inhumanas una vez aplicadas a nosotros mismos. Las sociedades que sufren este descontrol de los procesos de cambio, producen hombres enfermos de deshumanidad. Sin conocer exactamente la causa de la angustia que corroe y cercena el espíritu, la aceptación íntima de que "algo anda mal" con todo el planteamiento del hombre, los lleva al suicidio, a la agresión violenta, a la drogadicción, al pesimismo cínico o resentido. Pero la alienación es sólo un aspecto primario del desenfoque. Cuando la masificación va más allá de la propaganda de valores inocuos, para socializar desvalores, la sociedad desemboca en la corrupción absoluta e incontenible. En una corrupción orgánica, incrustada de manera irredimible en el inconsciente mismo de los pacientes indefensos. El hombre nuevo comienza a quedar mal hecho desde el principio. La corrupción, un grado avanzado de alienación, une a los hombres alrededor de lo inhumano, destruyéndolo así. Se hace impostergable rescatar el derecho a existir que tienen los aspectos más humanos del hombre. Lo que llamamos virtudes seculares, debe encontrar una aplicabilidad cotidiana en la vida social. El ánimo de perfeccionamiento de ellas debe guiar de la mano, teleológicamente, todo el proceso social. Es necesario revaluar y propagar el derecho universal a la sonrisa, que es una de las manifestaciones exclusivas de la razón humana que la izquierda fanfarrona nos ha devaluado. Debemos reim924 plantar el derecho de existir de la bondad, que es por excelencia un símbolo social, el derecho a la benevolencia, a la amabilidad, a las buenas maneras, si se quiere; que son ya una estilización de todo lo anterior. Pero sobre todo, es necesario que la excelencia misma, y la dignidad del hombre, no sucumban ante un tratamiento excesivamente colectivo de los aspectos políticos y sociales. Lo particular y lo esencial deben tener un derecho político y civil a existir. La alegría, infantil o madura, debe tener un espacio diario en los medios de información masiva. Así la satisfacción, la cortesía, la higiene, el derecho a tener cariño, a añorar, a llorar inclusive, no son taras burguesas. La alegría debe aspirar a la misma difusión universal que el dolor. S610 rescatando los derechos de existir de las cualidades del hombre lograremos encaminar el avance social, hacia el desarrollo humano. Lo otro es un progreso mecánico y ciego que prescinde sucesivamente del hombre. Cuando la libertad de prensa propicia la pornografía y defiende las pasiones, porque tienen un precio; pero no defiende la bondad y la bonhomía, porque su precio no es contable, esto es un signo de que nos acercamos a las "utopías" escalofriantes donde se sacrifica la calidad por la cantidad. Así son las sociedades al estilo del "mundo feliz" de Huxley, que contrario a lo que se piensa corrientemente, no son sociedades porque no tienen personas, y no son felices sino amargas. No es posible continuar cobardemente este "desarrollo" que tergiversa al hombre. Lo particular es lo que pertenece a la esencia, y es lo que debe continuar y permanecer. Generalicemos, sí, socialicemos, lo que siendo particular y único, es además excelente. (ps. 169-172). Solidaridad dentro de un orden jerárquico (De La otra opinión. tomo 11) La vida urbana se nos ha salido del régimen institucional. Hay que volver a la inmediación de la autoridad. Se requiere crear unas 925 instituciones de derecho público primarias, como lo fueron las que el hombre ideó cuando se vio precisado a establecerse en las ciudades. Tal fue, además, la más primigenia de nuestras tradiciones: cuando llegaban los conquistadores, lo primero que hacían era elegir sus autoridades. Y eran puñados de aventureros que entendían muy bien lo que nosotros no hemos descubierto: que no es posible la convivencia pacífica sin un principio de solidaridad y que ésta sólo se consigue dentro de un orden jerárquico. Hay aquí una gran tarea por hacer. Es a la vez simplista y trascendental. Hay que repensar el Estado en sus manifestaciones más elementales pero más necesarias. El destino de nuestro país se decidirá en las ciudades, y es en ellas donde precisamente las instituciones han hecho crisis. Hermosa tarea para el partido conservador la de darle nueva vida al sistema institucional, provocando la recuperación orgánica de la convivencia urbana. Es todo un programa. Es una espléndida bandera. Es la forma más noble de ser útil. (p. 52). Elevación del nivel cultural del pueblo La elevación del nivel cultural del pueblo es el más eficaz instrumento de progreso, es la necesidad más sentida por los ciudadanos y su satisfacción no sólo es deber primordial del Estado, sino elemento político de primer orden, por cuanto del adelanto de la capacidad y de la información de la gente depende la comprensión y la buena marcha del sistema democrático. (ps. 65-66). El conservatismo y la cultura (. .. ) el conservatismo debe luchar con insistencia, hoy como siempre, por una mayor concreción que lo acerque a la sociología y a la antropología humanas, de las cuales se van alejando progresivamente las mitologías modernas. Ellas diseñan un modelo político para un hombre imposible, deshumanizado, que no existe ni existirá. El conservatismo, en cambio, aspira a la realidad. Es dialéctico, porque confronta siempre el pensamiento con la acción. Se 926 auto-refuta y se regenera. Une el conocimiento material y físico con el otro, espiritual y moral. Pero a diferencia de otras "dialécticas", no transige con la vulgarización materialista, ni con la concepción tragicómica e improbable de la "lucha de clases", ni con la concepción escueta y pobre, resignada y torpe, de un futuro predeterminado por leyes intangibles. Para el conservatismo el futuro es una obra humana, ascendente, perfectible. Para aspirar a la realidad, el pensamiento conservador se torna humano y social. No diviniza las pasiones, sino que las controla. No aparta los dolores pero los quiere subsanar. No se avergüenza de la debilidad humana, porque existe, precisamente, para convertirla en dignidad. Porque la cultura, el ser de una nación en el decir de Spengler, o crece, o muere; no hay una tercera posibilidad. El conservatismo, afianzado en la tierra, en la realidad política, debe empeñarse en hacer crecer la Nación hacia la plenitud de su cultura. (ps. 141-143). El rescate del hombre y su libertad moral (... ) la filosofía y el hombre se han empeñado en diseñar alternativas para el absolutismo moral que había gobernado veinte o treinta siglos de la humanidad. Y el intento resultó sencillísimo: bastaba con poseer una idea "pura", ya fuera sobre el uso de los sentidos del hombre, sobre la naturaleza del arte, sobre el amor humano o sobre el Estado Político "perfecto"; desvinculada de toda realidad, desde luego, porque esta "idea pura" habría de sustituír "toda la realidad", y la idea se convertía así en la alternativa para el Nuevo Mundo, de la noche a la mañana. Era suficiente aclarar, antes de exponer la idea, que ésta era "utópica", es decir, que no había existido jamás en ningún lugar, para que su bondad fuese aceptada sin recelos y sin estudios. Así nació la mentalidad revolucionaria, que se encargó de hacer el tránsito de la moral objetiva a la moral subjetiva. Un profundo desencanto del mundo pasado y presente se encargaba de abonar ese tránsito que nunca se cuestionó completamente. Lo bueno se identificaba ahora con lo nuevo, con lo distinto, con lo contrario, 927 no porque ya no tuviese vigencia el sistema moral, sino porque el utopismo se había enquistado ya en las mentalidades del vulgo no académico. De aquí al moderno derrumbe moral había un paso, tan solo, y éste se dio "valientemente". Hoy en día la moral no es sólo aquello que se puede presentar como utópico, es decir, como inconcreto. Sino que en el campo cotidiano, está la sociedad humana -y la nuestra- dedicada a fabricar una nueva moral que se identifique con las apetencias caprichosas del individuo, sin controles, hedonísticamente. Es el imperio del subjetivismo moral, el que vivimos. Y para llegar a él ha sido necesario aceptar la existencia de una zona gris de la moralidad, en la cual está empeñado en subsistir el país, donde no se hacen juicios, ni se ejercen críticas, ni se castiga con rigidez. Para que el partido conservador pueda aspirar a la realidad, debe restaurar la moral perdida del compatriota, del funcionario público, del joven y del niño inclusive, porque en una futura sociedad inmoral es evidente que un partido ético perderá la vigencia. Pero el conservatismo no está dispuesto a trastocar sus valores para poder subsistir. Por el contrario, aspira a rescatar al hombre y entregarle su libertad moral, que no consiste en poder escoger libremente entre el bien y el mal, sino sólo lo primero. (ps. 145-148). Geopolftica y mestizaje Han tenido que pasar ciento cincuenta años para que los latinoamericanos nos demos cuen ta que somos unos mismos, no en virtud del presente ni de las perspectivas dispersantes del futuro, sino de una idiosincrasia honda y rotunda, que nos hace amigos y solidarios, y que proviene de haber vivido en común una etapa histórica en que todos tuvimos una misma concepción del mundo y un estilo de vida en el cual se forjó nuestra manera de ser. El concepto de raza es algo más que el resultado experimental de una combinación de genes. Somos unos mismos con los argentinos italianizados, los caribes negroides, los mexicanos en los que la 928 morfología indígena predomina en la configuración humana. Con todos ellos es más lo que nos une que lo que nos divide. Tenemos situaciones de desarrollo que son disparejas, lo mismo que estados de cultura diferentes y modos de organización política diversos. Si nos sentimos fraternalmente solidarios con los brasileños no es por la lengua, claro está, sino por ese mismo concepto ampliado de la raza que creó historia, toda ella, en este continente. Muchas veces se ha explicado cómo el Imperio Espafíol no creó entre nosotros un mestizaje cultural. Vivimos sustancialmente de concepciones, ideas y creencias que pertenecen, todas ellas, aun las folclóricas, a una raíz que a través de España emana de Occidente, de la cristiandad, de la fusión del helenismo con las tradiciones judaicas. Ese fue el gran privilegio que tuvimos, del cual solemos blasfemar de vez en cuando, creyendo que tenemos una obligación de ser originales a costa de renegar de aquello que ya supimos ser: pueblos de alta cultura. Los espafíoles hicieron raza en América. No se puede decir lo mismo de otras naciones colonizadoras, que unas veces aniquilaron a los pueblos subyugados por el imperialismo, como ocurrió en Norteamérica, y otras se mantuvieron en actitud marginal, periférica, como sucedió en la India. Aquí el español vino a quedarse, a fundirse con el paisaje, con la inmensidad del Nuevo Mundo, con los aborígenes. Todos somos mestizos, unos más que otros. Y Colombia es el mejor ejemplo, porque no quedaron reductos de población in asimilad a, porque hemos logrado mantener una tolerancia racial que podemos mostrar con orgullo, como que es la mejor y no siempre bien ponderada característica de nuestra democracia. Ese concepto ampliado de la raza nos ha evitado la discriminación, nos ha permitido disputar por otras causas, distintas de la sangre o el color de la piel. Mal que bien se han conseguido brindar hoy, por esta causa, oportunidades igualitarias a todos nuestros habitantes; porque si hay desigualdades, y muy grandes, todas ellas provienen en forma primordial de situaciones económicas o de condiciones de cultura que no necesariamente se identifican con el origen de las distintas estirpes. Nuestra raza es el resultado de un concepto de la dignidad humana que fue superior a su tiempo. Cuando había esclavos en el 929 mundo se pretendió liberar a los indios de esa abominación. Se apeló al trabajo de los negros, con el cual traficaban los pueblos civilizados de aquel tiempo, que fueron después los que acusaron a España por esta migración masiva de gente desvalida, que lo era menos aquí que en las regiones de donde provenía. Y de la despreocupación por la pureza racial que heredamos en buena hora de los españoles, ha surgido ese elemento fundamental de nuestra geopolítica que es nuestro difundido y excepcional mestizaje racial. (ps.169-171). Con tra el mal thusianismo ¿Cuáles son nuestras posibilidades? Cabe aquí infinito número de sugerencias y de interpretaciones. La mayoría de ellas halla un consenso fácil en tomo al subdesarrollo: las probabilidades del país, en términos de despegue industrial, agrícola, exportador, ya están cumplidas y cada administración "hace lo que se puede", lo posible, lo evidente, lo inmediato. El conservatismo ha querido abrirle a Colombia dimensiones nuevas, más allá de "lo que se puede" hacer en las circunstancias actuales. Ha querido explicar "lo que no se puede hacer" y cómo lograrlo. Es decir, aquello que se puede considerar ambicioso y altanero en las miras de un país. Estamos convencidos que es posible lograr lo "imposible", si se combate la mentalidad temerosa de los inmovilistas que va permeando inexplicablemente el espíritu de la gente. Las posibilidades de un país, en el campo del desarrollo material y espiritual, están dadas, en parte, es cierto; pero el complemento tiene que provenir del deseo común, de la capacidad de sacrificio, de la predisposición hacia una mejor vida que podamos hallar en el alma misma del pueblo. La primera parte es, realmente, lo actual. La segunda, es la medida de nuestras esperanzas y de la grandeza que aspiramos a lograr, y es así nuestra verdadera potencialidad: seremos lo que nos propongamos alcanzar. Somos una nación que se precia de tener un "capital humano" desarrollado, pero que no lo utiliza. Por el contrario, la tendencia moderna que prolifera impune, incuestionada, nos dice que es necesario reducir la tasa de crecimiento de la población a ceros, ya sea por medio del asesinato masivo que implica el aborto, ya sea 930 por medio de la esterilización masiva que deforma la naturaleza y la dignidad humanas, ya sea por medios más benévolos de controlar los nacimientos. Los que reducen las soluciones a la problemática colombiana y "tercermundista" al campo del control natal, no están haciendo otra cosa que revaluar el malthusianismo clásico del cual pretenden escapar. El señor Malthus, quien creía que el desarrollo tecnológico del mundo ya estaba logrado, en el siglo XVIII, lo único que hizo fue predecir los métodos trágicos y bárbaros que utilizaría el hombre para racionalizar su crecimiento, si la producción de alimentos no aumentaba. Los partidarios del aborto y de la esterilización no están impidiendo que el malthusianismo se cumpla: lo están implementando. (ps. 192-195). Los embelecos ideologizantes y la salvación de la democracia (. .. ) aún existen los elementos suficientes para un gran movimiento de regeneración, Pero para ello es indispensable que nos decidamos a suprimir la vigencia de unos cuantos embelecos ideológicos en los cuales se apoyan, de una parte, los que en su ceguera doctrinaria desean derruírlo todo para construir su utopía en un futuro incierto y lejano, y, de la otra, los pobres de moral y los aprovechadores del caos. ¿Por qué a nombre de unas farisaicas libertades, estamos tolerando el imperio de la pornografía? ¿Cuáles son las libertades que estamos garantizando y cuáles las que estamos asesinando al endiosar el libertinaje sexual? ¿Por qué, a nombre de la libertad de información, tenemos que tolerar una clase de prensa, de radio, de televisión y de cine que no hace sino estimular los bajos instintos, enseñar el crimen, exaltar la violencia? ¿Cuánta capacidad de información estamos garantizando y cuánta estamos negando con este desatentado proceder? ¿Por qué hemos dado en aceptar que la moral es el fruto de un determinado nivel de vida, que si no se alcanza, justifica cualquier desafuero contra los ciudadanos? ¿No estamos con ello estimulando un materialismo brutal, con olvido de todos los valores del espíritu? ¿Cuál es el nivel de vida cuyo no logro justifica el crimen? ¿Será el del sustento, o más bien el que permite comprar coche de último modelo y pasearse por el mundo? ¿Quién traza esa raya? ¿Por qué nos aferramos a un 931 sistema judicial que no sirve y aceptamos que frecuentemente se aplique en favor del "pobre" criminal? ¿Qué es lo que nos está impidiendo pensar que el verdadero pobre es el ciudadano común, sometido al imperio de la inseguridad total? ¿A nombre de qué tiP9 de libertad, de moral o de justicia llegamos a aceptar que toda violencia es respetable si se la sabe marcar con alguna especie de motivación ideológica? ¿Cuánta criminalidad estamos estimulando con ello y cuántas son las víctimas inocentes que caen cada día? Es posible aún detener el derrumbamiento. Nuestra sociedad tiene, y así lo estamos viendo en estos días, salud suficiente para generar los anti-cuerpos que detengan la infección. Porque somos optimistas a este respecto nos hemos vinculado con todas nuestras fuerzas a la campaña regeneradora. Pero si aspiramos a tener éxito, debemos decidimos a extirpar los agentes provocadores del mal. Principiemos pues por liberamos de los embelecos ideologizantes que paralizan la acción defensiva, y sirven de escudo a los que impulsan los arietes que están derribando nuestra sociedad. Nuestra democracia podrá ser salvada a partir del día en que tomemos conciencia que ser demócrata no es lo mismo que ser tonto y pusilánime y que nuestras instituciones están para garantizar el predominio del bien, la seguridad y la libertad y no el imperio del mal, la incertidumbre y la sumisión. (ps. 208-210). El pluralismo destruye el concepto de bondad La bondad ha sido el componente esencial de todo arquetipo humano a 10 largo de la cultura occidental. Los hebreos y los griegos y todos cuantos de allí heredaron sus valores sociales, tuvieron como propósito explícito exaltar la condición benevolente, la tendencia hacia el bien, de la especie humana. Ser bueno era o debería ser apetecible. Y el tipo de bonhomía no podía ser discutido, porque correspondía por necesidad a una tabla de valores aceptada universalmente de acuerdo con un criterio moral uniforme. Las formas de alcanzar la bondad, naturalmente, podrían ser diversas. Fue así como se consagraron los diversos tipos heroicos; los pacíficos, los bélicos, los humildes, los intelectuales. Desde el pun932 to de vista de las altas virtudes del espíritu, se podía llegar a la cúspide por el camino de la lucha o por el de la resignación. La bondad social de cada actitud se juzgaba en función de su utilidad como ejemplo. En su conjunto, el pueblo adoptaba sus héroes en viro tud de sus conductas edificantes. Ese consenso sobre lo bueno, tomado como ejemplo, debía constituír la voluntad de una nación de configurar su propio destino y de proyectar sus convicciones morales hacia el futuro. El consenso sobre la bondad debería conducir el imperio de las grandes virtudes cívicas: la paz, la tolerancia, la solidaridad, la igualdad. Todo eso que en otro tiempo se escribía con mayúscula y que hoy tiene una inocultable apariencia de bobería. Lo bueno ya no tiene prestigio. En apariencia se llega a la bondad por falta de otras condiciones humanas que producen directamente el triunfo y el predominio. La agresividad y la codicia, adoptadas como medios lícitos para sobresalir acaban por determinar la licitud de los fines. Ya no se trata de saber si el fin justifica los medios, sino de adoptar como buenos aquellos fines que unos medios moralmente neutros pueden alcanzar. El síntoma más degradante de nuestra sociedad actual es su actitud frente a la violencia. Porque el anhelo tradicional de paz ha perdido prestigio. Se ha llegado al convencimiento que la violencia ha de estar siempre incrustada en cualquier forma de organización política. Pero frente a ese reconocimiento del fracaso de la convivencia, no se produce una reacción idealista que buscara la recuperación de unos propósitos; tampoco es ya dominante una actitud de resignación. Lo que ahora se advierte es la complacencia de una sociedad que ha aceptado como arquetipo las propias formas de una decadencia que no ha podido evitar. La destrucción del consenso sobre la bondad, como consecuencia de la llamada sociedad pluralista, le permite a la contra-cultura adquirir la supremacía en el orden de los derechos, es decir, reclamar el orden jurídico a su favor, ya que, dentro de una igualdad de opiniones cuestionadas, lo que sigue es la neutralidad impotente del Estado. Y una vez conseguida esa neutralidad, el empuje de la decadencia resulta incontrastable. Su acción corrosiva, su capacidad de impactar a la masa, la inmensa gama de sus complacencias 933 y tolerancias le permiten adecuar su poder de sedutción a cualquier tipo de personalidad humana. Hay quienes creen que el "pluralismo" es sólo una especie de tolerancia para que puedan coexistir pacíficamente opiniones contraria:s sobre un mismo tema. Esta es la imagen tierna e ingenua que la decadencia le vende a los hombres desprevenidos. No. El pluralismo a que aspira la' izquierda exige la destrucción del consenso moral, es decir, que no haya valores tradicionales vigentes. Ahí es donde está la fuerza destructiva de esta política. Si nada es realmente bueno, nada es realmente malo. Y nada, por lo tanto es punible, ni siquiera la violencia. Y toda la violencia resulta ser asímismo mala ... o buena. La que se hace en defensa de la libertad, del país, del orden; de la virtud o la que se hace contra todo ello, ya que no se trata de valores que contengan en ninguna forma el elemento bondad. El neutralismo de la sociedad frente a lo bueno es la quiebra de nuestra tradición cultural. (ps. 266-269). Somos tolerantes pero no pluralistas (de La otra opinión, tomo 111) La tolerancia es la gran virtud de los hombres que tienen fe. Los que no creen en nada no pueden apreciar el don divino que les es esquivo, pues ellos en el mejor de los casos apenas llegan a ser indiferentes, condición humana bastante distinta de un estado virtuoso. El creyente presume que está en lo cierto. Necesita seguramente para mantener el equilibrio de su espíritu, una cantidad de valores congruentes que le sirven de base para entender el mundo y para fijar su posición frente a él. Privado de esos soportes externos, que son elementos de verdad objetiva y con vigencia universal, el hombre creyente no sabe proyectarse adecuadamente sobre el ámbito politico-social. Cuando el hombre supone que en torno suyo existen unos valores vigentes sobre los cuales puede descansar y que representan para él un invaluable soporte que su propia cultura le brinda, puede 934 ser tolerante. Esta situación superior de aceptar que existen otras ideas y creencias, que no son necesariamente las suyas y que tienen un derecho a la coexistencia pacífica. En general, toda actitud tolerante es una forma de magnanimidad. Más sencillamente, podemos decir que sólo es en realidad tolerante el que tiene medios para no tolerar. Hay algo de injusticia en esto de las virtudes: que algunas de ellas han sido concedidas como un privilegio para los fuertes. Y ello es particularmente notorio en tratándose de la tolerancia. En la política, la tolerancia es una condición indispensable para la verdadera paz. Opera así: la comunidad, reunida en torno a unos principios de organización social básicos, adopta una forma de gobierno que prevea las condiciones de su propia evolución pacífica. Dentro de ese marco de valores morales y de instituciones, se puede y se debe transigir con todo ... hasta un límite. Porque manifiestamente no es racional que esa transigencia se lleve a un punto en que los enemigos minoritarios de esa concepción política colectiva puedan destruírlacon impunidad. La fijación de ese límite, cuya necesidad fue hasta ahora universalmente aceptada como requisito para evitar la anarquía, ha sido motivo de grandes controversias, con especialidad en los paises que han tenido una trayectoria democrática. Se ha dicho que la libertad no debe ser mezquina, que debe correr ciertos riesgos y permitir la extensión de su ámbito benéfico más allá de sus propias instituciones y aprovechar inclusive a quienes no la aprecian y pretenden destruirla. La verdadera controversia sobre la tolerancia no empieza, sin ernbargo, sino cuando la transgresión del límite pone en peligro la supervivencia de la democracia; cómo es de útil el pluralismo para quienes se hallan fuera del sistema. Los comunistas, de todos los matices, pero principalmente los más extremistas, 10 transan todo a cambio de que los demócratas les acepten el nuevo concepto de pluralismo. Ese vocablo 10 venden disfrazándolo de tolerancia. En apariencia es una simple cuestión semántica. "Para decir 10 mismo se puede usar una palabra u otra". Y no hay tal. El pluralismo es precisa935 mente la destrucción de la idea de tolerancia. Si se acepta el pluralismo, que es lo que la izquierda propone, ya no hay valores colectivos vigentes. Los consensos mayoritarios valen tanto como los de las minorías. Los primeros valen como uno, los segundos forman otras unidades según el número de minorías que se produzcan. Y todas esas unidades son iguales entre sí, tienen sus propias tablas de valores, sus criterios morales y políticos. Nadie, dentro de un concepto pluralista, tiene derecho a imponer sus conceptos sobre los demás. Inmediatamente lo tildarían de "maniqueo", apelativo de una herejía por allá del siglo IV de nuestra era y que está resultando el insulto más afrentoso de nuestro tiempo. (ps. 35-36, 38). La democracia y el "acuerdo sobre lo fundamental" Para que la democracia funcione se hace necesario que existan dos elementos: un consenso sobre los asuntos fundamentales del ordenamiento nacional, aquello que los ingleses llaman con tanta propiedad un agreement on fundamentals, llegando inclusive al punto extremadamente civilizado de tener un documento nacional que lleva ese nombre y sobre el cual se basa el derecho público de Inglaterra; y un disenso sobre los programas que se han de realizar por medio de los poderes públicos puestos al servicio de una agrupación política. No puede haber democracia sin un consenso fundamental, y tampoco sin un disenso programático. Ambos son factores esenciales en la construcción moderna de esa magnífica maquinaria democrática que en tan pocos países funciona bien pero con la cual tanta gente sueña, en la intimidad de las bibliotecas y de las academias. (p. 132). La inseguridad y la violencia urbanas inciden en la cobardía colectiva como decadencia yen el holocausto de las instituciones. América fue insegura desde cuando empezó a transitar por la historia. Pero los riesgos y peligros estuvieron siempre a la in temperie, en lo escampado, en la inmensidad de la llanura, en la agresividad de la selva, en las encrucijadas de los caminos escarpados. Nuestra civilización se hizo en tomo a la confianza que brindaban los poblados. 936 Cuando los españoles llegaban a algún sitio ignoto, fundaban villas, establecían cabildos y designaban alguaciles y alcaldes. Y esa decisión inicial, casi simbólica, representaba para ellos la seguridad. Todo lo demás, lo que estaba por fuera, podía ser la aventura, la empresa heroica, la asechanza de la muerte o de la traición. Pero por dentro de un recinto que sólo excepcionalmente fue amurallado y que iba mereciendo los títulos cada vez más honoríficos de pueblo, villa, burgo o ciudad, la convivencia era la preciosa condición de la vida humana. El escaso número de pobladores permitió establecer sistemas eficaces para protección de los ciudadanos. La autoridad, que nunca fue poderosa ni ostensible, era proporcional a la amenaza de perturbación. Y la solidaridad social ejercía la vigilancia de las instituciones para que éstas fueran unánimemente respetadas. La gente era dueña de la calle, del barrio. Antes que todo eran vecinos, es decir, copartícipes de una creación social que era la vida pacífica en común. La inseguridad de alguien era la de todos. Y ni la política, ni los personalismos, ni las diferencias sociales fueron jamás motivo de insolidaridad frente a esos bienes colectivos en que descansaba la paz pública. Así se explica que el Imperio Español durara trescientos años sin fuerza de ocupación, sin ejércitos, casi sin cárceles, donde unos pocos alguaciles y serenos, que envejecían en sus cargos, lograban garantizar la seguridad a lo largo y ancho de un territorio inmenso. La sociedad era un sujeto activo en la protección de la paz. En todo tiempo, pero especialmente a partir de la Independencia, nuestros caminos fueron inseguros. Y hubo guerras civiles en que se consumaron inmensos sacrificios de vidas y de bienes. Pero aun en esas épocas de perturbación sangrienta, en las ciudades se vivía en paz, cualquiera que fuese el bando dominante. En las épocas más recientes de la violencia política, a partir de 1930, en las aldeas los matones políticos sembraban el terror, casi siempre en los días de elecciones. Pero la seguridad pública era neutra, no tuvo bandería. Se la buscaba por igual porque era considerada como un auténtico bien común. El pluralismo de nuestro tiempo ha destruído ese concepto colectivo de la seguridad urbana. Ha caído en una peligrosa zona de 937 relativismo, al mezclarse con teorías sociales o políticas que perturban la unicidad de los valores sociales. Ya no es bueno para todo el mundo que haya seguridad. Para algunos es malo, porque ello significa una manifestación de conformismo frente al "establecímiento", una quiebra del espíritu revolucionario. Es más: para que la insurgencia política prospere es preciso que haya malestar social. Y si éste se produce por razones económicas como el empobrecimiento de la población, el alza del costo de la vida o la falta de progreso material, conviene activar el fermento haciendo que nadie se sienta seguro. La violencia urbana es, querámoslo o no, un fenómeno real, cruel y duradero. Ignorarlo es rehuír un compromiso histórico. Salvamos quizá las apariencias republicanas de nuestro país, pero permitimos el holocausto de las instituciones. Ello es también, por desgracia, otra manifestación de decadencia. (ps. 179-182). Liberalismo y conservatismo frente al concepto del orden El conservador penetra dentro de la idea de orden y la trabaja, la desmenuza, la analiza. La convierte en una parte sustancial del temario político. Quizás ahí es donde más sigue vigente la filosofía de Santo Tomás de Aquino, aun entre los conservadores anglosajones que hace tanto tiempo se desprendieron de la influencia de este angélico doctor. Porque para el conservador de cualquier latitud, el orden es propio de la creación, de la naturaleza, de los organismos vivientes y por último de la vida en sociedad, o sea de la política. El orden puede ser la base de toda existencia y, sobre todo, de cualquier creación de la cultura. Es decir, que no es una cosa que esté sólo ahí, que haya que descubrir o simplemente preservar, sino que además hay que construírla como tarea del entendimiento. El orden no es necesariamente un fin pero resulta ser la condición esencial para cualquier progreso estable. Se puede progresar con la ruptura del orden y de hecho ello ocurre. Pero ese progreso sólo es estable si conduce a una ordenación. Esa es la tragedia de 938 las revoluciones, que destruyen y crean. Pero lo que destruyen se pierde y lo que crean sólo subsiste cuando logra ordenarse, esto es, volverse anti-revolucionario. Para los liberales el ejercicio de la libertad no tiene verdadero valor sino cuando se realiza a costa del orden. Es cuando para ellos esa libertad resulta no sólo heroica sino altamente reproductiva: se cede una cantidad de orden y se complace al mayor número de gente, aunque para ello sea indispensable entregar una parte del sistema institucional que sirve de base a la organización jurídica de un país. La transacción sobre la ley, sobre la disciplina, sobre las tradiciones, ha sido la gran cantera de donde ha extraído sus mejores materiales el liberalismo universal. A los conservadores les causa desasosiego ese tipo de libertad que no se defiende por su valor intrínseco sino por ser una licencia contra algo. No es una libertad positiva de hacer o decir, sino de violar o contradecir una norma. Hay una libertad falsa que se experimenta cuando se logra quebrantar un precepto, infringir una prohibición. Muchas personas se sienten majestuosamente libres cuando tiran basura, o fuman en los cines, o se pasan un semáforo en rojo. El orden que con ello se pudo quebrantar es para ellas, de manera cuantitativa menor que el inmenso goce del libertinaje. Porque para esos temperamentos, el orden no es intangible, no tiene categoría intelectual, no es el resultado de un esfuerzo colectivo. En lo social vale menos que cualquier impulso individual o que cualquier anhelo colectivo. Y por lo mismo no importa entregarlo si con ello se obtiene una cantidad de contentamiento. Esta consideración puramente cuantitativa de uno de los elementos básicos de la sociedad, al generalizarse y convertirse en criterio dominante, crea una desintegración que se acerca mucho a un estado de anarquía. Porque en ese momento lo prestigioso no es imponer la ley, ni escudarse en ella para ejercer la autoridad, sino mostrar tanta tolerancia con el desorden cuanta sea necesaria para complacer al mayor número. y así se llega al borde del abismo. En donde la noción de orden, tanto tiempo despreciada, vuelve a ser importante. Sólo que en ese momento no es posible otorgarle súbitamente su vigencia total 939 porque resultaría una política desafiante para un clima de indolencia que se ha permitido crear. Esto explica que los conservadores hayan tenido más éxito en el manejo de situaciones conflictivas. No por la drasticidad de las medidas que imponen, que suelen ser más drásticas las que adoptan en el bando liberal. Sino porque no permiten la previa degradación del concepto del orden. Para ellos, con el orden no se puede jugar porque se deteriora la ley; y si la ley pierde vigencia se quiebra el Estado de derecho y se acaba la libertad. Por eso no es de la índole conservadora tolerar la ilegalidad, así sea durante un paro de veinticuatro horas, porque en ese momento se destruyen valores que no se recobran fácilmente. (ps. 242-245). La izquierda y la desconfianza hacia la prestidigitación filosófica que intente instaurar en el poder una metafísica El triunfo de la izquierda, más que en los episodios de ruptura violenta del orden, está en una opresión de las almas que han logrado crear por medio de hábiles y sofistas argumentos dialécticos que nuestra amodorrada "clase dirigente" no sabe refutar. Es indudable que la izquierda lee más que los demócratas. Escribe mejor que ellos. Está mejor informada de lo que pasa en el mundo. Tiene, inclusive, más dineros para desperdiciar en propaganda mural. Si no ha vencido en los 40 años que lleva tratando de cambiar el sistema, es porque sus líderes y las circunstancias socio-políticas no eran muy aptos para ello. Pero tampoco lo es el talante del compatriota, que exhibe siempre una desconfianza sana hacia todo tipo de prestidigitación filosófica que intente instaurar en el poder una metafísica. Pero hay momentos cuando las reservas sociales de un pueblo se ven reducidas por la adversidad, y entonces la izquierda penetra, como un virus demoledor, aprovechando el descuido general. (p. 253). La demora en el desarrollo eterniza la condición infrahumana de las masas Si la convivencia es el objetivo de la política puede ser también el efecto de la economía. Un país en desarrollo produce aquella 940 expansión de posibilidades que facilita la concordia. En un país estático o sin progreso o que se empobrece, se adelgaza el aire de la solidaridad, se rarifica la tolerancia y se emponzoñan los ánimos. Nos preocupa la pobreza; nos duele. Sabemos que destruye la dignidad humana. La pobreza es nuestra obsesión porque ha sido el castigo de nuestro pueblo. Y hay que salir de ella con un esfuerzo hercúleo, de tiempo de guerra, es decir global, disciplinado, obligatorio. Quienes se preocupan más de la poca riqueza que hay no entienden esto, porque prefieren el camino de la revolución, que tiene como punto de partida una concentración explosiva de grandes rencores. Hemos llegado a la convicción, cimentada en la experiencia propia y ajena, de que no puede haber bienestar sin crecimiento económico. Por lo menos en los países como el nuestro en que la miseria es mayoritaria. Quienes hemos pasado la vida alIado del pueblo sabemos que la sensibilidad social no se consigue con expresiones literarias ni con incitaciones a la revuelta, ni instigando anhelos, sino dando. Y nadie da lo que no tiene. La gran reivindicación económica de los colombianos no debe estar circunscrita a aquello que puedan quitar de pronto a alguien; sino que depende de lo que logren producir en forma permanente. Unos y otros; o mejor, todos juntos. Al final nadie nos dará más de lo que merezcamos por nuestro trabajo y nuestra inteligencia. La conquista del bienestar no debe posponerse hasta cuando se realice por alguien una revolución de resultados imprevisibles. La demora en provocar el desarrollo está eternizando la condición infrahumana de nuestras masas. Al país hay que estrujarlo para que dé lo suyo, lo que puede dar. Aquí no debe haber escaseces. Quizá no consigamos fácilmente la abundancia. Pero qué gran pecado es tener los recursos naturales a medio explotar, las tierras a medio cultivar, las máquinas a medio utilizar y nuestros hombres a medio trabajar. Hay demasiada pobreza en Colombia para que esos términos medios sean tolerables. Precisamente porque somos pobres debemos ser más exigentes. Sólo un ritmo de crecimiento superior al de los países industrializados nos podrá ofrecer un mejoramiento relativo en el concierto mundial. Es en verdad porque hay carencias horribles por lo que debemos hacer un esfuerzo económico superior, ávido, 941 a111 bicioso. Lo humano, que es dramático, es el gran impulso del desarrollo. El contenido humano, en medio de la miseria en que vivimos, va implícito en el esfuerzo hacia el progreso. Al principio y al final está siempre el hombre, como causa y motivo de la acción y como su resultado. (ps. 288-290). Hay que evitar los excesos del capitalismo y dar a los desvalidos una permanente garantía de equidad El Estado no debe suplantar a las fuerzas vivas, cuando éstas están cumpliendo una misión creadora. Entendemos el intervencionismo de Estado como un elemento impulsor de progreso dentro de una planeación democrática, pero sobre todo como un elemento justiciero que evite los excesos del capitalismo y que le dé a los desvalidos una permanente garantía de equidad. Porque hemos sido intervencionistas necesitamos un Estado racional. El que tenemos no lo es. Su presencia es una plaga. Lo que se le confía sale mal. Destruye en lugar de ordenar. Contagia el desorden en vez de instaurar disciplina. Es triste que todos los ciudadanos sean insolidarios con su Estado, que lo consideren como la contra-parte, como un enemigo. Pero lo más triste es que el Estado lo merezca. (p. 292). El conservatismo siempre aspira a ser alternativa (De Civismo y civilización) El conservatismo, que ha mantenido a un mismo tiempo todos sus derechos y su libertad programática, proeza casi inverosímil, se ha mostrado como un factor orgánico, tranquilo, confiable, útil. Puede legítimamente aspirar a ser la alternativa, tanto porque ello es una consecuencia lógica, dentro de la alternabilidad de oportunidades que caracteriza a la democracia, como porque ha ostentado condiciones excelsas y excepcionales en el agitado clima político de nuestra América. Ha sabido esperar, mantener la calma, justipreciar los hechos, realizar críticas constructivas y señalar oportunamente los motivos de su inconformismo, al mismo tiempo que ha propiciado las oportunidades de cambio pacífico que todavía subsisten. 942 ¿Qué caminos le quedan a un partido lleno de vitalidad como el conservador? En primer lugar, no perder la vitalidad. En segundo lugar, tener presente qué política se hace todos los días, con la responsabilidad última del gobierno o sin ella. El partido debe tener presencia política propia, opinar sobre todos los temas, aportar respuestas a todas las preguntas, colaborar con el liberalismo en la solución de los problemas nacionales. En tercer lugar, no olvidar nunca que somos alternativa. Y somos alternativa no sólo por la fuerza política recientemente comprobada sino porque estamos trabajando sobre todos los temas, pensando con audacia en todas las soluciones. (ps. 52-53, 100). El abismo existente entre la estética de la política y la práctica utilitarista de la política Disciplinar una victoria es una actitud heroica. Y por eso mismo es hermosa. Esos amigos griegos que todavía nos hacen pensar en tantas cosas, siempre creyeron que la política, para ser bella, debía tener un contenido heroico. Pero todo eso son pamplinas en nuestro tiempo. El desinterés, por ejemplo, es una forma de la bobería. Lo inteligente, lo sagaz, lo que es propio de esa tremenda "malicia indígena" que hemos convertido en una virtud de nuestra raza, es el reclamo amenazante, la presión con condiciones. Y hay quienes son expertos en situar todas las cosas en ese degradante terreno. Para ellos no hay más valores que aquellos que se traducen en oportunidades de predominio. ¿La elegancia? Otra expresión de bobería. Se abre así un abismo entre la estética de la política y la práctica utilitarista que de ella se hace. Gana casi siempre lo último. Pero la política es la que pierde. Ese noble arte de conducir a los hombres, queda así postrado, denigrado, sometido al justificado vilipendio de la ciudadanía. Y, además, se crea un desamor de la gente honesta por los grandes temas de la vida pública. (ps. 111-112). 943 Continuamente toca a los conservadores la tarea de la reconstrucción, el redescubrimiento del orden, de la justicia, de la paz, de esa tranquilidad del espíritu indispensable para el progreso ¿Por qué, si de todas maneras se ha de terminar siendo y actuando como conservador, hay quienes dedican toda su vida a luchar contra el conservatismo, a denigrar de sus principios, de su talante, de sus hombres y de todo cuanto representa la actitud sana, reposada, inteligente y deliberante que conduce a esa posición intelectual del individuo y de grandes grupos de población que hemos convenido en denominar conservatismo? ¿Cuál es la causa de que una y otra vez, en especial en las últimas décadas, se repita con tanta frecuencia toda esa gran comedia en la que partidos políticos como el liberal o los radicales, social-demócratas, social-cristianos, cristianos-demócratas de otras latitudes, se lanzan a la conquista del poder con unas banderas (rojas en muchos casos), en las que se pregona la marcha hacia la izquierda, el igualitarismo primario, el crecimiento del Estado patemalista, mientras se acusa de todos los males que padecemos a la supervivencia de unos valores fundamentales que brotan de lo más hondo de la naturaleza humana? ¿Para qué todo este enorme ejercicio dialéctico, para qué tanto grito y gesticulación, tanta demagogia de segunda y tercera manos, si todos sabemos, en especial los dirigentes de esos movimientos supuestamente revolucionarios, que a la postre, si es que toda la gran pantomima conduce a la toma del poder, sólo puede gobernarse sensata y productivamente aplicando los principios políticos y administrativos que tanto empeño se puso en derrotar? Quizá nuestras preguntas no tengan una respuesta lógica. Forman ellas parte de la gran incógnita del hombre, de su capacidad de ser voluntariamente irracional y contradictorio, destructivo y revolucionario. Y hay momentos en que esta actitud adquiere cierto sentido: cuando lo tradicional, lo que con tanto esfuerzo y sacrificio se ha logrado construír pierde su alma, su espíritu creador, y entra en estado de descomposición y decadencia. Entonces la cara negativa y destructora del hombre adquiere la supremacía, mientras que la creadora y ordenada pasa a segundo plano, pierde su vigor. Y la sociedad se lanza por la pendien te de las condescendencias demagógicas, hasta que se precipita en el abismo de la re944 volución destructiva. Entonces, cuando se ha llegado a la oscuri- dad, cuando se han apagado todas las luces, toca a los conservadores, a la gente equilibrada y serena, la tarea ingente de la reconstrucción, el redescubrimiento del orden, de la justicia, de la paz, de esa tranquilidad del espíritu indispensable para el progreso. Parece que hay algo de inevitable en este ciclo recurrente de la política. (ps. 225-226). El pensami en to liberal padece la superstición legal que tiende a iden tificar la proclama ción de los derechos con su realización (De Planeación) El liberalismo creyó descubrir la fórmula mágica que habría de producir la felicidad de Colombia al cambiar el texto constitucional del 86 por el sacrosanto "la propiedad es una función social". El pensamiento liberal padece la superstición legal que tiende a identificar la proclamación de los derechos con su realización, la solución de los problemas con la creación de institutos, la corrección de desigualdades con la simple aprobación de leyes y la reforma de la sociedad con el cambio de un verbo por otro en un artículo de la Constitución. Cierta dosis de ingenuidad en la visión del mundo y de la sociedad, inspirada siempre en las mejores intenciones, ha caracterizado históricamente el pensamiento y la acción del liberalismo. Esta puede ser otra diferencia entre conservatismo y liberalismo, porque los conservadores siempre se inspiran en el supremo criterio de la realidad de la naturaleza de las cosas, de la limitación del Estado y de los recursos de una nación. Ingenuidad llena de buenas intenciones en los liberales y realismo lleno de buena voluntad en los conservadores, son dos notas que distinguen y separan, y que pueden colmar las ambiciones de los cerebros que tanto se torturan buscando diferencias entre los partidos. (ps. 27-28). El conservatismo rechaza el inmediatismo y la intervención incoherente, que sólo genera pánico y retrocesos El conservatismo cree en la intervención y la ha practicado, pero considera que para aplicarla es indiferente el tamaño del Estado. 945 Más aún: cree que con un Estado más pequeño es más eficiente la intervención. El liberalismo no concibe la intervención sin gigantismo estatal, sin más burocracia. El conservatismo es intervencionista o no es conservatismo. De lo contrario, ¿cómo se buscaría el bien común y la solidaridad social? Pero el intervencionismo conservador considera indispensable la planeación, rechaza el inmediatismo y la intervención incoherente y "epiléptica" que sólo genera pánico y retrocesos. Intervenir con intervalos imprevisibles, con amenazas y sin planeación, no puede ser una política conservadora. La planeación, como herramienta de su inteligencia, ha fallado casi siempre, diluida en el toderismo. Hemos planeado la manera de que el Estado actúe al tiempo sobre todos los sectores, sin permitir en el mercado la expansión económica dentro de una exigida escala de prioridades. A mandoblazos contra la economía y las fuerzas del mercado, se ha "dirigido" el crédito, "orientado" la industria, "estimulado" la agricultura, "beneficiado" a los marginados, y "generado" ingreso, empleo e inversión. La verdad es que nuestros dos partidos han sido intervencionistas, aunque de diversa manera. Los conservadores tienen del intervencionismo un concepto directamente vinculado a la razón de Estado y lo consideran como una apelación suprema contra el libre juego del ejercicio absoluto de la libertad, con el propósito de orientar el desarrollo, evitar las consecuencias extremas del capitalismo y preservar la dignidad humana. Por ello lo aplican menos, pero lo hacen en forma rotunda. Para los liberales el intervencionismo es algo menos solemne, más cotidiano. Lo manejan como un acaecer diario, como una función permanente. Y por lo tanto cuando apelan a él, lo hacen para cosas de poca monta, como fijar precios o prohibir operaciones comerciales, y por lo mismo con menor profundidad y muy poca consistencia. La idea de planeación para los liberales es algo así como la extensión del intervencionismo a todos los casos posibles o imaginables. Es decir, equivale a una licencia general que se otorga al Estado, y acaso más directamente al gobierno, para que haga lo que quiera en cualquier campo. Porque, además, suponen que quien 946 hace los planes es exclusivamente ese gobierno que en sus manos tiene una vocación in tervencionista incon trastable. Los conservadores parten de suposiciones contrarias. Consideran que nada hay peor que un intervencionismo casuístico, que no obedezca al cumplimiento de unos propósitos, sino que sea la manifestación diaria de la omnipotencia de mandatarios caprichosos. y por lo mismo, el establecimiento de la planeación es ante todo una regla suprema. Pero no dictada, a la manera staliniana, sino acordada. Que sea el fruto de un consenso tanto en su iniciación como en sus diversas etapas evolutivas. En ese momento el intervencionismo cae dentro de la disciplina, se enrumba, concuerda con lo que se supone ser el querer nacional, en lugar de contradecirlo. Y acaso queda también limitado, constreñido por el plan, sujeto a comprobar la eficacia de su acción y el costo económico-social que pueda tener. Es la manera de domesticarlo y de preservar la libre iniciativa que nos va quedando. Los liberales creen que la planeación es la apoteosis del intervencionismo; los conservadores queremos que sea su marco, su reglamento. Nuestro propósito es que a través del plan se produzca una reconciliación del Estado con la Nación, para que todos tengamos de nuevo bienes comunitarios. (ps. 29-30,32-33,128-130). La planeación es un derecho social La planeación económica y social es uno de los sistemas lógicos que se han inventado para ordenar las prioridades simultáneas de los Estados. Infortunadamente, el sistema opera correctamente en países con una solidez institucional y social mayor que la nuestra, en los que la verdadera prioridad se puede aislar y convertir por medio de una máquina publicitaria en un auténtico propósito nacional. No se ha podido gobernar a la Nación con miras a un quinquenio o a una década como lo hacen con indudable éxito los países socialistas y como lo están comenzando a hacer las naciones capitalistas que han comprendido que la planeación, más que un sofis947 ticado recurso de los economistas, es un derecho social que se deriva de la enorme cantidad de información que existe en las economías modernas sobre los distintos fenómenos y que se puede, por medio de técnicas adecuadas, controlar y utilizar para la formulación de políticas o policies. Una de las causas de la injusticia social consiste en que quien debiera planear sistemáticamente sus gastos es el pobre. Y no lo hace. Mientras que el rico, que podría gastar sin medida cuida con esmero sus recursos y los invierte con temor de dilapidarlos. Lo propio ocurre con los países: que son los ricos los que calculan el rendimiento de sus inversiones y las someten a un exigente proceso selectivo, mientras que las naciones pobres se debaten en la confusión de todas las prioridades simultáneas y terminan malgastando 10 poco que tienen. (ps. 88-90). Para rescatar la dignidad de la política es imprescindible apropiarse políticamente de los criterios técnicos Para rescatar la dignidad de la política es imprescindible apropiarse políticamente de los criterios técnicos. Y esto no se puede hacer sino orgánicamente, aduciendo en todo momento la razón de Estado. Y la planeación es la forma moderna de realizar ese ascenso. Es natural que la adopción de un plan significa un cambio profundo en nuestras costumbres y en las prácticas administrativas. Pero la grandeza del propósito justifica los riesgos de semejante hazaña. Que no hay que esperar, para realizarla, a que sobrevengan unos tiempos heroicos. Basta con comprobar que, como vamos, no podemos seguir. Y que si la perspectiva es la desintegra-ción del Estado, 10 que se intente para no llegar a.ese resultado debe merecer el respaldo de la opinión pública. (p. 94). La planeación y la libertad en el nuevo campo de la política El gran fracaso de la democracia es no haber podido congeniar con la planeación. O por lo menos no haberla podido colocar a su servicio. Se ha querido ver en todo tiempo un antagonismo entre una y otra, como si hubiere resultado cierto que la planeación 948 es enemiga de la libertad, según se sostuvo durante la segunda y la tercera década de este siglo. El liberalismo de entonces tenía terror de los planes a largo plazo, porque los consideraba una limitación opresiva para la libre empresa. La verdad es que en aquel entonces, en los principios de la era staliniana, la planeación no era otra cosa que una subordinación de fines del Estado impuesta por razones políticas. Se predeterminaba el esfuerzo productivo de un país para conseguir una cantidad de potencia imperialista. Frente a esos propósitos deterministas de los rusos, la ordenación nazista que tenía fines análogos resultaba un paraíso de la libertad económica. Pero en las democracias fue preciso aceptar poco a poco el intervencionismo de Estado. Los conservadores se pasaron rápidamente a la tesis de que no era posible permitir el libre juego de la competencia sin que se estropeara la dignidad humana, porque el trabajo quedaba inmisericordemente sometido a la implacable ley de la oferta y la demanda. Se quebró así la intangibilidad de la libertad económica y el manchesterianismo liberal terminó siendo una actitud claudicante, condenada a sucesivas transacciones. Sólo que ese intervencionismo fue concebido de muy diversas maneras: los liberales lo tuvieron como un mal inevitable y lo aplicaron con intermitencias, en situaciones extremas; mientras que los conservadores lo consideraron como un recurso útil y como un sistema orgánico. De todas maneras, a ambos les faltó una concepción amplia del problema y nunca buscaron un acoplamiento integral entre la liberad y las motivaciones socio-económicas del Estado. Hasta mediados del presente siglo no era dable evaluar acertadamente lo que significa la información como un elemento de la política. Fue sólo cuando ella pudo manejarse electrónicamente y someterse a los ordenadores, cuando adquirió su verdadero significado como elemento de decisión en los asuntos públicos. La información computada permitía, nada menos, que pronosticar el futuro dentro de un prudente sistema de variables. Y entonces, de súbito, fue preciso pensar más hacia adelante de lo que históricamente se había hecho. Hoy no basta con planear la acción del Estado, como escasamente se hacía a través del presupuesto de rentas y gas- 949 tos o mediante la adopción de planes de inversión en obras públicas. Se requiere diagnosticar el futuro y a la vez relacionar los fenómenos económicos y sociales entre sí para conseguir una mejor utilización de los recursos. Suponiendo que ya existe un consenso básico sobre la estructura del Estado y sobre sus órganos principales, la planeación se ha convertido en el nuevo campo de la política. Allí es donde se deben debatir las discrepancias ideológicas, porque es en ese terreno donde se puede proponer el tipo de sociedad en que se aspira a vivir. Pero todavía hoy se mira este formidable tema con notables reticencias. Los gobiernos la temen, por miedo a perder su capacidad de decisión, sin advertir que ellos podrían ser los voceros de un bien común explícito, traducido en objetivos tangibles y en programas cuantificados. Y que ello les simplificaría la concertación con los diversos sectores. Por su parte, quienes se hallan en la esfera de la empresa privada temen también someterse a un sistema disciplinario, porque nadie ha conseguido diseñar la forma de una planeación verdaderamente democrática. Por esta razón no caen en la cuenta de que el primer resultado de un plan es disciplinar el intervencionismo de Estado, que debería quedar enmarcado dentro de los lineamientos de los propósitos nacionales, determinados de común acuerdo entre los sectores, bajo la dirección del gobierno y con aprobación del Congreso. Cierto que todo ello entraña limitaciones. Pero éstas no serían ya unilaterales, como son las que resultan de la aplicación de un intervencionismo estatal como el que hoy existe, el cual tiene aplicaciones caprichosas, cuya justificación emana del criterio unilateral de quienes dirijan el Estado. Paradójicamente se ha llegado, por experiencia, a la conclusión de que una de las maneras de salvar la libre empresa -si es que acaso no es la única- consiste en resignarse a planear el desarrollo. y si ello es así, es mejor ponerle a ese empeño todo el entusiasmo y ensayarlo cuanto antes, tratando de obtenerlo como un bien apetecible y no como un desenlace fatal. Aun en el terreno de la técnica, el entusiasmo es condición importantísima del buen éxito. Porque, además, siempre será mejor una libertad enmarcada por obje- 950 tivos conocidos, que una libertad miedosa, sujeta a un intervencionismo impredecible. (ps. 95-98). La dependencia económica esteriliza la capacidad creativa en lo relativo al desarrollo Somos un país sin historia internacional. Pasada la epopeya de la Independencia, nos encerramos dentro de nuestros propios límites para sobrellevar con dignidad una agobiadora pobreza. El esfuerzo persistente de una población sufrida nos ha permitido alcanzar un respetable nivel de cultura en medio de unas limitaciones de orden material que disimulamos con ingenio y buen humor. De ahí también que nuestra historia interna no haya sido particularmente traumática y que hubiésemos podido construír una admirable organización institucional. La dependencia económica ha esterilizado nuestra capacidad creativa en el campo del desarrollo. Hemos sido buenos para sobrellevar penurias y eficaces para sortear adversidades. Y esa actitud defensiva se nos ha vuelto connatural. Hasta el punto de que nos dejamos sorprender cuando las condiciones de subsistencia se vuelven menos hostiles, y que además, seamos inhábiles para manejar los pocos golpes de suerte que el destino nos ha deparado. (p. 136). El conservatismo quiere restablecer la vigencia de los principios constructivos y sacar la moral pública de la zona gris en que la ha colocado el pluralismo (De Posiciones) La característica esencial de una sociedad pluralista es que pierde la valoración moral. Establece una especie de democracia de los valores, sistema en el cual las tradiciones buenas tienen que entrar a convivir con aquellas que las quieren derrumbar y, finalmente, se llega a una situación en la cual la distinción práctica entre el bien y el mal deja de existir. Y no hay nada que se pueda invocar con acierto para combatir este derrumbe, pues dentro de una horripilante igualdad entre morales diferentes, no hay una que pueda establecer su primacía. El pluralismo ataca los espíritus y las tradiciones, pero combate también los sistemas institucionales que los 951 guardan. Por ejemplo, a nombre de él hay que respetar el sagrado derecho al inmoralismo que tienen los anunciadores de cine pornográfico, o los programadores de televisión que desean hacer un lucro fácil y rápido. Pero, también a nombre del pluralismo, es necesario respetar la existencia de los grupos políticos que no quieren la libertad, pero que la utilizan para poderla derrocar finalmente. Lo que el conservatismo quiere hacer es restablecer la vigencia de los principios constructivos y sacar la moral pública de la zona gris indeterminada donde la ha colocado el pluralismo. Queremos volver a saber qué está bien y qué está mal, basados en que deter minado acto haya sido tradicionalmente bueno o malo. Es decir, queremos restablecer los puntos de comparación para que los criterios evaluadores no se disuelvan en una falsa bruma democrática. (ps. 45, 48-49). Hacia una participación y comunión de valores de la humanidad Dentro de la creciente internacionalización de la cultura y de la vida individual, temas hay que son materia de esta conferencia, pero que hallarán su ambiente propio en la mundial que prepara la Unesco. Aunque hay culturas perfectamente delimitadas, acaso mayores aún en sus barreras que las fronteras señaladas con mojones físicos, la cultura es patrimonio de la humanidad, y sus beneficios han de irrigarse por el orbe. El gran problema está en que esa comunidad mundial no destruya, sino asimile y exalte, las comunidades parciales. Que haya una música universal sin que dañe la música local. Que el libro salte de lengua en lengua sin perder por ello el color y el sabor de su idioma original. Que el cine, la grabación fonóptica, el disco y el casete, el aprovechamiento de los satélites, no sean instrumentos de alienación y de colonialismo cultural, sino por el contrario participación y comunión de valores de la humanidad. (ps. 165-166). El conservador es más sensible ante la ruptura del orden y los liberales van más a la letra de la ley Los conservadores tendemos a ir a la raíz, a buscar las causas, y " por eso solemos ser elementales. Lo que proponemos, casi siempre, 952 no es acoplable a lo que existe. Necesita la dirección completa de la obra. Por ello hace décadas que estamos buscando, democrática y pacientemente, la supremacía desde el gobierno. Para que sobre una dirección del Estado que haga un planteamiento radical, se puedan utilizar constructivamente los elementos que aporten otras fuerzas políticas, que quedarían entonces orientadas hacia unos propósitos nacionales de largo alcance. Para entender estas distinciones, podemos poner, como ejemplo, la seguridad. Es posible que siempre haya, entre liberales y conservadores, una diferencia en cuanto a la apreciación de su magnitud. El conservador es más sensible ante la ruptura del orden. Aprecia las cosas con mayor alarma y tiende a ponderar el efecto destructivo de cualquier deterioro de la convivencia. Los liberales van más a la letra de la ley, a la justificación estadística de los hechos: no importa que sea liberado un reo manifiestamente culpable, si en su excarcelación se cumplieron todos los incisos; no debemos alarmarnos por los secuestros cuando estadísticamente se puede demostrar que hay otro país donde suelen ser más frecuentes. (p. 266). Hay que perforar barreras tradicionales de estancamiento econó11Úco-social No tener un propósito sobre el crecimiento económico le arrebata al liberalismo la posibilidad de trabajar sobre la parte más noble y más cautivante de los programas políticos. Por eso no propone hechos nuevos, ni obras públicas, ni creación de fuentes de producción, sino que se limita a enumerar remedios para aliviar los factores reales de una situación de miseria que, en cierto modo, se considera inevitable. El liberalismo ha tenido la desgracia de dejarse decir cosas de los columnistas de izquierda que colaboran en sus periódicos. Y cree en ellas a pie juntillas aunque no se compadezcan ni con lo que pudiera ser su actual doctrina económica ni con su propio temperamento. Los teorizantes de izquierda han convencido a los liberales de que el crecimiento económico es malo, que se trata de una obsesión fascista para adormecer el ímpetu revolucionario del pueblo, que conduce a monstruosas desigualdades y que para conse953 guirlo hay que hipotecar el futuro del país o venderles los recursos naturales a las compañías multinacionales. Esta teoría fue inventada por la izquierda para perturbar el progreso de los pueblos subdesarrollados con el fin de que, permaneciendo en la miseria, se conservara latente el anhelo revolucionario. Los liberales, muy burgueses y muy antirrevolucionarios, no han tenido suficiente espíritu crítico para refutar las opiniones de sus amigos de izquierda. Por el contrario, han creído que al aceptarlas realizan una de esas aperturas en que creen encontrar la posibilidad de modernizarse, de "beber en las canteras del socialismo" según la manida e inexplicable frase del general Uribe Uribe. Porque ya eso de beber en una cantera es una prueba harto difícil, que resulta más problemática cuando se ignora absolutamente a qué clase de socialismo se refería el ilustre prohombre liberal. Lo cierto es que los liberales consideraron que debían colocarse contra el crecimiento económico y abandonaron así toda idea que pudiese estimular el progreso o abrirle perspectivas al país para salir de su deplorable estado de pobreza. Para los conservadores, en cambio, la miseria consuetudinaria de nuestro pueblo es la gran obsesión. Es lo que no deja pensar en grande, lo que no permite mejorar la condición de vida del pueblo, lo que nos está haciendo perder posición relativa entre las naciones de nuestro propio continente. Estando ya situados en el penúltimo lugar del ingreso per cap ita en América Latina, es imprescindible salir de ahí. Los remedios para esa situación siempre serán mediocres. Lo que se busca es un despegue. Hay que perforar barreras tradicionales de estancamiento. Es preciso inventar nuevas formas de enriquecimiento, nuevos renglones de exportación. Hay que crear una mentalidad de guerra contra la pobreza; alcanzar, así sea parcialmente, altos índices de productividad, utilizar intensivamente la mano de obra y extraer los minerales que se pueda de las entrañ.as de la tierra para que nos den la base de unas nuevas estructuras económicas que procuren no sólo satisfacer un mayor nivel de consumos internos sino una exportación competitiva y valerosa. Todo esto, claro está, se basa en el.crecimiento y conduce al desarrollo. Es este un anhelo político del partido conservador y una necesidad histórica del pueblo colombiano. Es, además, la forma patrióti954 ca de convocar en torno a una posibilidad de redención a todas las energías nacionales. Pero ésto, como se ha visto, no va a ser entendido fácilmente por los liberales, que están pensando en aumentar impuestos, en distribuír miseria, en sostener la burocracia y que, por encima de todo, le tienen miedo, verdadero terror, al crecimiento económico. (ps. 272-274). El liberalismo es partidario de la expansión del Estado y la burocratización, pero el conservatismo prefiere el Estado limi tado, justo y eficaz. A la manera liberal, el Estado debe ser tan paternalista y tan intervencionista como pueda serlo. Parece existir una presunción de que el Estado es siempre bueno, o por lo menos siempre mejor que el sector privado. Cada vez que algo anda mal, no falta el liberal que proponga "nacionalizar" eso que no está funcionando, sea ello una carretera, un colegio, una industria o un servicio. Curiosamente, los conservadores han sido mejores practicantes del intervencionismo de Estado. Sólo que con un criterio diferente, porque lo conciben como una excepción, como un último recurso y, por lo mismo, casi siempre resulta justificado. A los liberales, en cambio, les gusta tener un intervencionismo en potencia, que caiga como un rayo sobre cualquier desviación de la economía, sea a la manera de una expropiación, o de una fijación de precios o de la prohibición de alguna actividad económica. Los liberales, ningún liberal ha querido tratar el tema de la decadencia del Estado. Los conservadores tienen un criterio muy crítico sobre ese aparato estatal, que está malogrando las posibilidades del desarrollo. Han llegado a la conclusión, muy radical y grave, de que no sirve. Es una carga que hay que soportar, que cuesta demasiado, que interfiere el ímpetu de progreso y que poco a poco va consumiendo los recursos públicos en un desesperante proceso de "uruguayizaci ón". Para los liberales el Estado es una creación política que está ahí, con su dinámica propia hacia el gigantismo, en desarrollo de la utopía de que tarde o temprano todo tendrá que ser absorbido por él. 955 Si una dependencia no cumple, pues se crea otra. Al fin y al cabo, si el estatismo es un final necesario y conveniente cada ensanchamiento es un paso hacia adelante, hacia el futuro, hacia la modernidad. Los conservadores tienen la inaudita pretensión de someter el Estado y a sus dependencia a la regla de oro del costo-beneficio. Es decir, que hay que pedirle cuentas al sector público y saber cuánto está costando lo que está produciendo. Esta aspiración naturalmente se quiebra cuando se llega a aquellas zonas en que la actividad estatal, por su propia índole de ser un ejercicio de la soberanía, no puede ser delegada. Pero, de todas maneras, hay multitud de sectores donde un criterio de productividad no sólo es posible de aplicar, sino que aparece como necesario. Para los liberales el crecimiento del Estado no es responsable. Si creció, es en virtud de un determinismo histórico. Para los conservadores no. Por el contrario, cada entidad estatal debería tener la obligación diaria de justificar su existencia y de demostrar su eficacia. No se trata de desensamblar el Estado. De ninguna manera. Se trata es de salvarlo. De permitirle hacer, con abundantes recursos y plena capacidad de decisión aquello que puede cumplir con éxito. Y quitarle todas las adehalas enojosas, en las que de antemano se sabe que va a fracasar. Para que recupere así su prestigio, para que vuelva a surgir en tomo a los objetivos concretos de la administración una solidaridad de la burocracia, un espíritu de cuerpo, un propósito de triunfo. Se acusa a los conservadores de querer achicar el Estado. Como si eso fuese realmente un cargo. Ellos, claro, no se pueden si se quieren defender de algo que, en sí mismo, no es bueno ni malo. Aquí entra de nuevo en consideración el problema de la pobreza de nuestro país, que es la obsesión del conservatismo. El peor gasto que puede hacer un país casi miserable como el nuestro es mantener un andamiaje estatal ineficaz. Es el típico derroche de país subdesarrollado. Es, además, una forma de snobismo horrible: gastar lo poco que se tiene en cosas que no se necesitan. (ps. 286-289). 956 Bibliografía de Alvaro Gómez Hurtado Obras 1938. El paraíso perdido de los soviets, Bogotá, Editorial Aguila, 87 ps. 1958. La revolución en América, Barcelona, Editorial A H R, 285 ps. 1967. HQ)l,en el pensamiento de Alvaro GÓmez. Populibro No. 21. Editorial Revista Colombiana Ltda., Bogotá, Italgraf S.A., 95 ps. 1973. Diccionario político. Recopilado por Alberto Bermúdez. Populibro No. 55, Bogotá, Editorial Revista Colombiana Ltda., 133 ps. 1973. Política para un país en vía de desarrollo. Recopilación de Alberto Bermúdez, Bogotá, Italgraf S.A., 265 ps. 1978. 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