PDF (Álvaro Gómez Hurtado)

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32. ALVARO GOMEZ HURTADO
(1919 - ). Abogado, profesor, periodista, ensayista y político.
Estudios secundarios en el Colegio Saint Michel, de Bruselas (Bélgica); en Saint Louis, de París (Francia), y en San Bartolomé, de Bogotá (1936). Cursó jurisprudencia en la Pontificia Universidad laveriana, donde se graduó con la tesis Influencias del estoicismo en
el derecho civil (1942). Concejal de Bogotá (1942-44). Representante a la Cámara (1948-49). Senador por Cundinamarca (1950-57,
1958-74 y 1978-82). Miembro de la Asamblea Nacional Constituyen te (1953-57). Ministro plenipotenciario en Suiza (1946-48).
Delegado a la Conferencia Internacional de Comercio (GATI) (La
Habana), de Aviación Civil (Suiza), de Libertad de Información y
de Ciencias Administrativas (Suiza). Embaiador en Italia. Delegado
a los congresos de prensa de Caracas, La Habana y Nueva York.
Profesor de ideas políticas en la universidad donde siguió su carrera. Perteneció a la Academia Caro (1945). Uno de los fundadores
del Banco Popular y miembro de su junta directiva. Director de la
Revista Colombiana (1938-42). Director de El Siglo (Bogotá) en
tres etapas: 1948-52, 1957-66 y de 1976 hasta el presente. Candidato a la Presidencia de la República (1974). En su obra principal,
La revolución en América, campean amplios conocimientos de
losoffa de la historia con interpretación muy original. Es, además,
autor de doce libros sobre temas económicos y políticos.
ñ-
Formación del acervo tradicional hispanoamericano
(De La revolución en América)
En la formación del acervo tradicional hispanoamericano existe
un contenido intencional que no puede desconocerse; porque
854
constituye su característica más notable. Estamos aquí, por lo menos en cuanto se refiere al siglo XVI, ante una modalidad sui generis en la constitución de las tradiciones. Porque éstas, ordinariamente, se forman basándose en lo que ha sido y sigue siendo. Lo
que importa es su existencia y no su contenido. Y esa existencia se
comprueba con métodos empíricos que en la historiografía moderna alcanzan notables desarrollos. Podemos decir que las tradiciones, como tales, prescindiendo de lo que ellas entrañen, pertenecen
al orden del ser. Se crean mediante la decantación de valores a lo
largo del tiempo y son como un producto natural de cada sociedad. Las tradiciones iniciales de Hispanoamérica, muy por el contrario, no surgieron de ninguna evolución, sino que se dieron ya
estructuradas. Fueron trasplantadas artificialmente. Su vigencia dependía, casi exclusivamente, de su contenido: era éste el que las
justificaba y hacía perdurar. Por eso podemos decir también que;
por lo menos en su etapa inicial, las tradiciones hispanoamericanas
pertenecen al orden del deber ser. Cierto que este carácter artificial
podría inducimos a no considerar esas tradiciones como tales, ya
que faltaría en ellas la nota esencial de haber sido algo vigente durante un cierto tiempo. Pero insistiremos en llamarlas tradiciones,
aferrándonos precisamente al sentido etimológico de la palabra,
formada por trans y dare, que significa "dar más allá". Nuestras
primeras tradiciones fueron efectivamente dadas con el carácter de
tales desde Europa. ¿Quiere esto decir que, a su vez, eran tradiciones vigentes en el Viejo Mundo y que allí habían sufrido en el
tiempo la decantación que les faltaba en América? No necesariamente.
Las tradiciones impuestas en-el Nuevo Mundo no fueron las mismas que imperaban en España, aunque unas y otrasemanaran de
una misma concepción del mundo. La diferencia consistía, precisamente, en la forma en que se habían constituído. Las españolas
provenían de la Edad Media tras un largo proceso selectivo de orden social, mientras que las americanas tenían en buena parte un
origen teórico, determinado por el designio planificador que dirigía la colonización. Unas surgían espontáneamente de la evolución
social; otras se creaban, en algunos casos, en tomo a los actos y
costumbres de los conquistadores, pero', en parte también, en torno a las ideas generales contenidas en las capitulaciones, las ordenanzas e instrucciones de los reyes y en la legislación de Indias. Es855
ta dirección de la política colonial implicaba naturalmente una
apropiación de la experiencia histórica de la Península, o sea, una
consideración constante de su propio patrimonio tradicional. Pero
entrañaba también una selección de ese patrimonio, dentro de un
concepto depurado de lo que debería ser el Nuevo Mundo. Concepto que, a su vez, sólo pretendía ser la expresión americana de
una visión más general, ecuménica, de la vida y del hombre. (ps.
72-73).
Hispanoamérica ha sufrido la Reforma, la Revolución Francesa
y la revolución técnica a un mismo tiempo
Es cierto que todos los pueblos atraviesan por similares períodos
de crisis. Los de Occidente, por ejemplo, han pasado en la Edad
Moderna por tres transformaciones radicales: la Reforma, la Revolución Francesa y la revolución técnica Pero en Hispanoamérica
nos ha tocado vivir las tres a un mismo tiempo. Por eso no podemos decir con propiedad que hemos tenido crisis, sino más bien
que vivimos en crisis: Nos hallamos, desde la Independencia, soportando un proceso de transformación que no tiene ritmo, que carece de ciclos, y en el que difícilmente pueden señalarse períodos de
verdadera potencialidad creadora.
Sobre este fondo revolucionario que muchas veces no logramos
entender, porque sobrepasa los planteamientos sociológicos y políticos de cada país, los hispanoamericanos hemos venido participando en una serie de revoluciones inauténticas de segundo orden, que
forman una cadena de crisis falsificadas, porque tratan de ser algo
en sí mismas, cuando en realidad sólo son síntomas o manifestaciones de un fenómeno revolucionario que ni se ha provocado ni
se puede dirigir, sino que simplemente se padece sin tener adecuada conciencia de él.
Nuestras "revoluciones" son fruto de ese estado primordial de
tensión que generalmente no logramos identificar. Por eso todas
ellas han carecido de sentido y, por consiguiente, de poder renovador. En nuestra historia social y política forman una continuidad
de fracasos, de períodos huecos y sucesos infecundos; una continuidad de soluciones de continuidad. (ps. 107-108).
856
El salto del régimen colonial patemalista a las formas liberales
más abstractas y exóticas produjo un traumatismo
en el cuerpo social hispanoamericano
Todo era nuevo para aquellas gentes surgidas de la tutelar organización política de la Colonia. Cuando ft'Oy·repasamos la historia
de la emancipaci6n de los Estados Unidos, nos llama la atenci6nla
forma reiterada en que Jefferson confiesa que al redactar el acta de
Independencia norteamericana, no quiso implantar ninguna novedad, sino tan sólo ratificar solemnemente conceptos que eran conocidos y practicados por la sociedad anglosajona. En Hispanoamérica no podría decirse lo mismo sino todo lo contrario. Allí,
las bases en que se apoyaban los nuevos sistemas políticos, no sólo
eran ignoradas por el pueblo, sino que contrariaban las tradiciones
del medio social. La implantación del régimen republicano significó, por esta razón, un impacto sobre la totalidad de la cultura hispanoamericana, que en sus efectos revolucionarios trascendía el
alcance inicial del movimiento separatista. La comprobada infiltración previa de las ideas liberales en el medio colonial no autoriza, sin embargo, a afirmar que los hombres de nuestra Independencia tuvieran el propósito deliberado de sustituír elhumanismo cristiano de la Contrarreforma por el humanismo racionalista del enciclopedismo. Tamaño objetivo hubiera estado fuera de su experiencia y de su alcance. Tampoco ha de presumirse que mantuvieran firmemente la idea de efectuar una revolución de carácter social. Su preocupaci6n consistía en encontrar las formas políticas
con las que debían estructurar el Estado y en ello se concentraba
preferentemente su atención. De ahí que no tuvieran recato alguno en importar sistemas extranjeros que en la mayor parte de las
ocasiones resultaban reñidos con las circunstancias y costumbres
del lugar donde se' querían imponer. La adhesión a las formas republicanas se hizo sobre la base apriorístíca de su bondad inttfnseca y prescindiendo de todo estudio de las realidades locales. La
transfonnaci6n política no se llevó a cabo a través de estadios evolutivos en los que la experiencia hubiera podido modificar el rigor
de las concepciones teóricas que se pretendían alcanzar, Lo que se
hizo fue dar un salto del 'régimen colonial patemalista y a veces
casuístico, a las formas liberales más abstractas y exóticas, con el
consiguiente traumatismo del cuerpo social. Esta drástica suplantaci6n de sistemas es, en el fondo, la causa de ese radicalismo re857
volucionario que se advierte como una constante
política de Hispanoamérica.
en la evolución
Estos avances revolucionarios se "hipostasiaron"
en la organización colonial superviviente y lograron convivir con ella. Se dio así
origen a ese dualismo singular, que aún subsiste, en que, por un lado, se reconoce como un dato cierto la existencia de una sociedad
católica fuertemente
afianzada en nociones espirituales, y, por
otro, se preconiza, o por lo menos se acepta, que a esa sociedad se
le dé una organización racionalista privada de todo contenido religioso. A lo largo de la historia independien te de los países hispanoamericanos se advierte un constante divorcio entre la realidad
social y su expresión política, que no ha podido ser superado y
que no es sino uno de los síntomas de la profunda lucha interior
entre dos diferentes concepciones del mundo, la tradicionalista y
la revolucionaria, de las cuales la primera actúa como fuerza de resistencia, mientras la segunda encauza en un solo esfuerzo todas las
tendencias secularizantes y progresistas del mundo moderno. (ps.
115-118).
Del estado de naturaleza rusoniano al binomio oscuridad-luz
de la interpretación histórica de la Ilustración
Los hispanoamericanos,
recientemente
emancipados y por lo
tanto sometidos al hechizo de su nueva situación, no estaban en
condiciones anímicas de oponer una resistencia crítica a la fascinación de ese binomio oscuridad-luz que para ellos, en términos políticos, significaba Colonia-Independencia.
El Nuevo Mundo empezó
a creer entonces en el mito del progreso, creencia que iría afianzándose hasta nuestros días, al estímulo del paulatino desarrollo
material de las nuevas naciones.
Pero esta visión de la historia no queda completa si prescindimos de la aportación de Juan Jacobo Rousseau. Porque si bien
Voltaire era el autor más leído por el pueblo, fue sin duda el ginebrino el que más influyó en la élite dirigente de Hispanoamérica.
Su entusiasmo prerromántico, el vigor de su fantasía y, aunque parezca paradójico, la propia incongruencia de sus opiniones, lo convirtieron en una cantera inagotable de la que sin discriminación al858
guna extraían material los sostenedores de las variadas tendencias
filosóficas y políticas que empezaban a configurarse. Pero su papel
más importante consistió en traducir o actualizar y poner al servicio de la revolución las viejas ideas del estado de naturaleza y del
pacto social, en las que los criollos no pudieron menos de ver un
estrecho parentesco con las doctrinas ortodoxas de Mariana y de
Suárez. Las tesis rusonianas permitieron anteponerle un tercer
miembro al binomio oscuridad-luz de la interpretación histórica de
la Ilustración. El estado de naturaleza prehistórico descrito por el
ginebrino, fue asimilado, sin parar mientes en el rigor de la analogía, con las seudocivilizaciones indígenas precolombinas, que aparecieron de pronto generosamente adornadas con los más primorosos y fantásticos caracteres idílicos y se convirtieron en el prototipo histórico de las fantasías sociales imaginadas en tomo al mito
del Buen Salvaje. Rousseau había sugerido la idea, y lo demás fue
obra del entusiasmo de los americanos. Los personajes de la historia azteca o inca adquirieron la condición de semidioses y sus hazañas se relataron con énfasis homérico, con el deliberado propósito de crearle a América, valiéndose de la prehistoria indígena, su
propia antigüedad clásica. De esta suerte, el esquema de la historia
americana quedaba completo: al principio había sido la edad de
oro del estado de naturaleza; con los españoles sobreviene el oscurantismo y la tiranía; como un tercer estadio, la Independencia
aportaba el triunfo de la razón, y con ella la promesa de una nueva
edad dorada. (ps. 121-122).
Con la independencia hispanoamericana se originó una lucha
entre las nuevas formas de organización política y la estructura
tradicionalista de una sociedad sin medios positivos de defensa
El ser de las nuevas repúblicas había quedado inscrito, por razón de circunstancias fatales, en el bando de la revolución. Lo tradicional dejó de ser una fuerza activa de la política; es más, dejó de
ser una tendencia lícita porque, por definición, era antinacional.
Lo revolucionario se convirtió así, teóricamente por lo menos, en
un supuesto necesario cuyo desconocimiento, en aquellos tiempos,
razonablemente podía tildarse de antipatriótico. Este planteamiento originó una intensa lucha entre las nuevas formas de organización política y la estructura tradicionalista de una sociedad atóní859
ta, desprevenida, sin medios positivos de defensa. El tradicionalismo quedó limitado a ser una fuerza de inercia, sin personería y por
lo tanto sin iniciativa. Para participar en la organización del Estado, los elementos conservadores tenían que aceptar de antemano
el planteamiento revolucionario; se vieron precisados a montarse
en el carro de la revolución para frenarlo desde dentro, en vez de
afianzarse en tierra para detenerlo.
Por consiguiente, lo antirrevolucionario no fue, no pudo ser en
Hispanoamérica, una actitud consciente, afrncada en principios
doctrinarios. La tradición quedó expósita, sin nadie que se atreviera a defenderla. No se dio una teoría de la continuidad, como en
los Estados Unidos; no hubo siquiera emigrados. como en Francia.
El propio ralliement de la Iglesia a las formas republicanas no se
presentó en ningún momento como una alternativa, sino como la
única posibilidad. En las dos décadas que van de 1810 a 1830, el
racionalismo tuvo las puertas abiertas para adueñarse de la opinión
política de las nuevas naciones antes de que la reacción provocada
por los excesos revolucionarios saliera de nuevo a la palestra a disputarle el predominio.
Durante esos veinte años, las tesis liberales tuvieron a su favor
la presión del nacionalismo criollo exacerbado por la guerra. En
este aspecto resulta discutible la tesis, tan popular hoy día y tan
bien respaldada por otros conceptos, de que la contienda de la
emancipación fue una guerra civil. La extirpación total de uno de
los bandos con el pretexto del patriotismo la convierte, en el mejor
de los casos, en una guerra de secesión.
Hundido el poderío militar español, los elementos conservadores de Hispanoamérica no tuvieron una doctrina política actual
que oponer a la invasión ideológica del extranjero. Cuando miraban hacia la filosofía tradicional sólo encontraban las viejas tesis
de Vitoria y de Suárez sobre el origen del poder, que ahora, más
que para oponerse, parecían servir de justificación al naturalismo.
El propio Rousseau había sido divulgado por los jesuitas. Los tradicionalistas se vieron sorprendidos y anonadados al comprobar
que sus propias fuentes de inspiración doctrinaria se hallaban al
servicio de la revolución. Y si en lugar de mirar hacia atrás observaban el panorama de la política contemporánea, en ninguna par860
te encontraban ejemplos de resistencia que pudieran adaptarse a
la situación creada en las antiguas colonias. (ps. 127-128).
El jacobinismo frenético rompió la continuidad
histórica de Hispanoamérica
Si el clasicismo hubiera hecho crisis en Hispanoamérica al mismo tiempo que en Europa, y si, sustituyéndolo, un movimiento romántico hubiera intentado revaluar los valores medievales -es decir, coloniales- y preservar la continuidad histórica, es seguro que
la inevitable transformación republicana no habría quedado marcada con el signo del radicalismo y la revolución. Pero por causa de
su impreparación para la política, las jóvenes repúblicas quedaron
a merced de un jacobinismo frenético que no aceptaba transacciones ni con el pasado, ni siquiera con las realidades más evidentes
del presente. (p. 130).
El primer romanticismo, de comprensión
hacia el pasado, no llegó a América
Cuando América consiguió su autonomía ya Europa estaba de
vuelta de los excesos revolucionarios. El romanticismo había remplazado el criterio "antihistórico" del iluminismo por una comprensión unitaria de la historia, que consideraba necesario el examen de los hechos pretéritos, ya que éstos habían determinado el
presente de los pueblos y en buena parte determinarían también
el futuro. Se hacía, pues, inevitable el estudio de las fuen tes históricas y muy especialmente las que correspondían a la Edad Media,
época en la que creían encontrar sus orígenes, y hasta su justificación, los movimientos nacionalistas provocados por las invasiones
napoleónicas. El romanticismo fue, en su primera expresión, que
acertadamente ha sido llamada histórica, una tendencia restauradora, estrechamente ligada a la reacción contrarrevolucionaria de
la Santa Alianza, pero más estructurada que ésta, más extensa o
comprensiva, pues abarcaba desde la literatura y el arte hasta la
política y la historia. La actitud romántica hacia el pasado entrañaba un ánimo dispuesto a la comprensión de las expresiones gótica
y barroca de la cultura occidental. Era, por lo tanto, el clima pro861
pICIO para la restauración de los valores de la tradición hispanoamericana. Pero este primer romanticismo no llegó a América. No
alcanzó a llegar, porque contemporáneamente
a él, en nuestro hemisferio se vivía en pleno clasicismo. Y cuando se advierten los
primeros brotes de romanticismo americano (entre 1830 para unos
países y 1845 para otros) ya el romanticismo europeo se había hecho revolucionario. Entonces el contacto con el pasado, lejos de
ser constructivo como lo proponía el romanticismo histórico, fue
en Hispanoamérica nueva ocasión para agrandar la grieta abierta
entre el presente y las tradiciones. (ps. 130-131).
No hubo ordenada evolución política por la
ausencia del romanticismo de la restauración
Para la ordenada evolución política del Nuevo Mundo, para conseguir la constitucionalización
de los sistemas republicanos y aun
para que posteriormente pudiera sobrevenir una etapa de positivismo constructivo y fecundo, había sido muy útil que Hispanoamérica aprovechara la oportunidad de una cura realista y conservadora como la que había podido brindarle el romanticismo de la restauración. Las ideas que éste sustentaba no fueron ciertamente
adoptadas en bloque por el pensamiento europeo del siglo pasado,
pero lo cierto es que muchas de ellas pasaron a informar la filosofía de Comte a través de Saint-Simon, y otras fueron acogidas hasta por los socialistas. En líneas generales, pueden resumirse así:
que la sociedad descansa sobre un consenso moral; que el individualismo es "la enfermedad de la civilización occidental"; que el
individuo no tiene derechos sino deberes; que la familia y no el individuo es la verdadera unidad social primaria; que la sociedad es
una realidad que está por encima y más allá de los individuos que
la constituyen; que el restablecimiento
de la estabilidad social se
basa en la disciplina del individuo y en la restauración del respeto
a la autoridad. Si estas ideas, aun en pequeñas dosis, hubieran goteado sobre la febril América de la primera mitad del siglo XIX, su
efecto balsámico se hubiera hecho sentir por lo menos atenuando
la discontinuidad
agobiadora de su transformación política. Pero
nuestro hemisferio se empeñaba en no recibir del exterior sino
aquello que podía ser estímulo para su revolucionaridad.
(ps.
131-132).
862
Simón Bolívar, político realista y contrarrevolucionario
Pero Bolívar, pese a todo lo que se diga en contra, fue un político realista. Realista, precisamente en aquello por lo que sus contemporáneos lo tildaron de iluso. Porque la inmensa tarea del Libertador, que previamente había asimilado la concepción del mundo preconizada por el liberalismo, consistió en amoldar ésta a las
realidades americanas. Su acción no tendía, como la de muchos
otros, al atolondrado descubrimiento
de una ideología exótica,
puesto que ésta ya la tenía él bien sabida, sino a su aplicación en el
medio americano. Frente a los empecinados ideólogos de su época,
Bolívar estaba ya, en cierto modo, de vuelta. Sus objetivos no eran
teóricos como los de la mayoría de sus contemporáneos, sino eminentemente prácticos. Así se explica que en sus primeros escritos y
discursos -mucho antes de que nadie pensara en tacharlo de autoritario y monárquicohubiera propuesto fórmulas conservadoras
que trascendían el estricto campo de la revolución, en busca precisamente de su consolidación y afianzamiento. Ya desde 1815, según se advierte en la Carta de Jamaica, su preocupación principal
consiste en buscar o crear elementos de resistencia para contrabalancear el ritmo desordenado de las nuevas ideas. Con los años y
la experiencia, esta preocupación del Libertador se torna obsesionante. "La revolución es un elemento que no se puede gobernar".
Tal es su convicción. Trata por todos los medios de dominarla, de
encauzarla, de aplastarla. Clama por la estabilidad, sin la cual, según él, "todo se corrompe y termina siempre por destruírse" y
acaba proponiendo una completa exaltación de las tradiciones: "El
nuevo gobierno que se dé a la República debe de estar fundado sobre nuestras costum bres, nuestra religión y nuestras inclinaciones
y, en último término, sobre nuestro origen y nuestra historia". Pero la revolución, "hidra de cien cabezas", lo desgasta y termina por
vencerlo. "El que sirve a una revolución ara en el mar". Su pesimismo es absoluto. Sabe que ha fracasado y que América se halla al
borde del "caos primitivo".
Bolívar veía problemas que los ideólogos no habían siquiera vislumbrado, porque el interés de éstos se centraba sobre la sustitución formal del régimen político español por los nuevos sistemas
reoublicanos, mientras que el Libertador había superado ese primer estado y andaba ya preocupado por las consecuencias socioló863
gicas de la transformación emancipadora. El, como muchos otros,
había puesto en marcha las ideas que servían a la Independencia;
pero no se había quedado ahí: despreció siempre ese jacobinismo
tropical que se satisfacía con la repetición de frases hechas por los
"filósofos" norteamericanos o europeos. Para él, la verdad estaba
más allá de la pura teoría y su vida es un esfuerzo gigantesco por
aprehender las formas políticas que realizaran la adecuación de las
ideas a las circunstancias.
Fue este propósito el que hizo de él un contrarrevolucionario.
No porque en realidad quisiera serlo, sino porque su visión realista
le impedía embriagarse con los mitos revolucionarios. Para él, la revolución terminaba con la guerra de Independencia, a la que había
dado fin con tanta gloria. Su misión militar había quedado cumplida con creces y el éxito alcanzado le permitía no sólo elevar la vista hacia preocupaciones ulteriores como las de la organización del
Estado, sino también hacia objetivos mundiales que superaban el
estrecho marco de los incipientes nacionalismos. Bien pronto se
dio cuenta de que las ideas que habían servido para destruír el Imperio Español no eran las propias para reconstruír la república y
menos aún para edificar una comunidad de naciones hermanas, La
eficacia negativa del liberalismo había servido a la causa patriota
mientras ésta sostuvo su lucha contra el antiguo régimen; pero ahora, exterminado el bando enemigo, esas mismas doctrinas se revolvían contra el propio ser de las nuevas naciones, sembrando en
ellas la anarquía y el desorden. La revolución, que inicialmente
se hacía contra España, se convirtió en un cáncer interno. Los
ideólogos no comprendieron este cambio de las circunstancias y
continuaron sosteniendo, en tiempos de paz y de recuperación,
los dogmas que se habían popularizado con la propaganda de guerra. (ps. 135-137).
El "caudillismo bárbaro" es oportunista y amorfo
Privadas de toda amplitud de miras, sin ideas sobre la historia,
sin doctrinas, sin espíritu de continuidad, dieron origen a una forma de autoritarismo sanguinario hasta entonces desconocida en
América y que hoy se designa con el nombre de "caudillismo bárbaro". Este fenómeno de fuerza bruta y ciega, difícilmente merece
864
el calificativo de contrarrevolucionario.
Por el contrario, el caudillismo es personalista y oportunista y, por lo tanto, amorfo. Está
muy lejos de ser conservador y tradicionalista. Los despotismos
bárbaros de nuestro hemisferio se han instaurado, casi sin excepción, a los gritos de " [Viva la Libertad! [Viva la Revolución!". Y
en su ejercicio han sido tan devastadores de lo tradicional como las
propias revoluciones. Ha sido error frecuente de los historiadores
atribuírles un sentido conservador y tradicionalista, cuando, en
realidad, apenas llegan a ser autoritarios y tiránicos. (p. 138).
Resultados revolucionarios: utopías y mitos
Para ser más precisos debemos aclarar que el arquetipo colonial
que correspondía, antes de la Independencia, al concepto ideal que
España se había formado de su misión evangelizadora, al convertirse en resultado, dejó de ser propiamente un arquetipo. Ya no era
un modelo ambicionable, una meta, sino un punto de partida. No
estaba delante de la evolución histórica, sino cada vez más atrás.
La utopía de la Contrarreforma en América había terminado con
la emancipación. Sobre sus resultados, o contra ellos, se empezó a
realizar la nueva utopía; que no partió de cero, como había ocurrido con la planificación hispánica, ya que entonces las seudocivilizaciones aborígenes se habían derrumbado sin demostrar capacidad ninguna de transculturación, sino que se encontró con una
auténtica civilización de recias estructuras y profundas raíces.
Los resultados fueron, tenían que ser, transaccionales. El primer
estadio revolucionario, el que hemos llamado político, creó un
nuevo criterio y un nuevo estilo para la vida pública y moduló las
bases de la organización jurídica sobre fundamentos ideológicos,
naturalistas y utilitarios. Pero no se atrevió o no pudo ir más allá:
dejó intacta la estructura de la sociedad, respetando la religiosidad
colonial, la organización familiar, el régimen de la propiedad, y,
en algunas partes, la propia estratificación de clases. El segundo estadio revolucionario, el ideológico, buscó alcanzar resultados más
completos, en persecución de unos arquetipos que correspondían
a una utopía más evolucionada: fue la era del anticlericalismo, del
socialismo romántico, del positivismo y de la teoría del progreso
indefinido.
865
La tercera etapa revolucionaria, la actual, que hemos llamado
irracionalista, tiene también su utopía, que no se afianza ya en
fundamentos ideológicos, sino que es eminentemente vivencial. Su
arquetipo de hombre está todavía sin plasmar, aunque las formas
de la vida contemporánea permiten desde ahora íntuírlo. La sociedad se vierte sobre el porvenir, no por adhesión a una doctrina progresista, sino movida por un ímpetu vital. Las ideologías, como dijimos, todas las ideologías, están en crisis, inclusive las revolucionarias. La revolución se hace en nombre de las realidades existenciales, que en el Nuevo Mundo han desbordado o parecen desbordar
todos los planteamientos intelectuales. La utopía que ahora se pretende alcanzar, no precisa salir de la esfera del misterio en que todavía se encuentran las posibilidades de la civilización técnica en el
suelo virgen de la América hispana. Misterio que reside en una
constelación de mitos: el mito de lo telúrico, el mito de la capacidad creadora de lo mestizo, el mito de la raza cósmica, el mito de
la fecundidad de la Amazonia, del estímulo tropical, etc.
La utopía que hoy mueve a Sudamérica no es una utopía cerrada, sino abierta hacia lo desconocido. No es una utopía de llegada, sino más propiamente una utopía de salida. No tiende a un
resultado conocido o que, por lo menos, pueda intuírse previamente, sino que acepta la absoluta indeterminación de sus objetivos en gracia de las promesas que parece contener un presente progresista. Es aquí, en esta indeterminación,
donde radica su irracionalidad. (ps. 140-142).
El progresismo sudamericano, manía de revolverse
contra el pasado para destruirlo
Cuando se habla del Progreso -así, con mayúscula-,
no es fácil libertarse del relativismo que parece llevar consigo este concepto. Se usa el término progreso, en su sentido más lato, para designar la facultad real de variación que tiene el hombre; pero más
concretamente
se emplea para señalar el "movimiento" tomado en
su aspecto sociológico, o sea, en su sentido de "cambio histórico".
Pero, por regla general, cuando se dice Progreso, no se hace otra
cosa que emitir un juicio de valor, ya que lo único que en realidad
se indica es que aquel cambio merece semejante calificación. En
866
este momento el progreso no es ya sólo un devenir, una evolución,
un sosegado producirse, sino que entraña la idea necesaria de que
un cambio de cierta magnitud ha de producirse en [unción de un
cierto impulso de perfectibilidad.
El progresismo americano, que quema realidades, que desprecia
experiencias y malgasta formas, no podría caber en el estrecho
marco de esta definición. Y, sin embargo, en cuanto que es evolución acelerada, y en cuanto que, en el fondo, sigue un impulso de
perfectibilidad, aunque sea puramente meliorista, ese progreso no
deja de ser tal por el hecho de no saber atesorar.
La forma no acumulativa de este progresismo cuadra admirablemente con la manía sudamericana de revolverse contra el pasado
para destruírlo. Esa manía tuvo su origen en el criterio antihistoricista de la Ilustración y encontró seguidores entusiastas y numerosos entre los positivistas a todo lo largo del siglo XIX. (ps. 143,
145).
Balance de aportes en el complejo cultural hispanoamericano
La Independencia fue una segunda oportunidad fallida para el
mestizaje. Hubo, sí, intentos de revivir lo autóctono y hasta se
pensó en colocar en el trono de América a un olvidado descendiente de los emperadores precolombinos. Pero ello no pasó de ser una
fantasía de mentes soñadoras, sin consecuencias prácticas de ningún género. La Independencia fue, en todas partes, un movimiento
occidentalista, más europeizante que el propio régimen colonial.
En el fondo, la Independencia se hizo sobre la plataforma de culpar a España por no haber europeizado suficientemente a América.
El intercambio cultural que la Independencia propuso no fue regresivo; no pretendió ser restaurador. Si algunos quisieron alcanzar
una venganza, la buscaron en la sustitución de lo español por otras
formas de cultura europea y no en la imposible revitalización de
unas civilizaciones indígenas esterilizadas, cuando no extinguidas.
A partir de la Independencia, América fue sometida a una constanfe influencia francesa que se prolongó hasta las primeras décadas del presente siglo. Tuvo su origen en la filosofía política en
que se cimentaban las formas republicanas adoptadas por los na-
867
cien tes Estados. Samuel Ramos advierte cómo "la pasión política
actuó en la asimilación de esta cultura [la francesa] del mismo modo que lo hiciera la pasión religiosa en la asimilación de la cultura
española" .
Quiere esto decir que el influjo de Francia no se limitó al campo
puramente político, sino que penetró por él como por una brecha,
para introducir en la compacta fortaleza colonial otros arquetipos
culturales, distintos de los espafíoles, pero definidamente europeos.
Europeos decimos, porque si bien el contacto de Hispanoamérica
con el Viejo Mundo se realizó entonces primordialmente a través
de Francia, también llegaron allí poderosas influencias inglesas que
conjuntamente llevaron el asalto contra la estructura tradicional.
Esta influencia franco-inglesa, o mejor "europeizante", tuvo el carácter de un auténtico "choque de culturas" que encaja adecuadamente en la manera que Spranger denominó receptiva, que consiste, en que se ejerce a distancia mediante la adopción, por la cultura receptora, de una o varias formas culturales de la civilización invasora.
La cultura hispano-colonial adoptó, además de los sistemas políticos europeos, buena parte de su legislación, y también, aunque
parcialmente, un nuevo criterio moral. No se suele emplear para
designar este fenómeno de adaptación cultural, el manido término
de mestizaje; pero es lo cierto que aquí se podría aplicar con mayor exactitud que en el caso del choque entre las culturas hispánica y aborigen. El influjo "europeízante", dejando en pie la estructura general de la Colonia, le intrudujo notorias alteraciones que
en su conjunto y como resultado, forman un auténtico producto
híbrido, distinto de sus componentes. Surgió de ello una nueva
concepción del hom bre y de la vida y, en consecuencia, un concepto diferente de la historia y un estilo distinto para la vida pública.
Puestos en una balanza, los galicismos, los anglicismos y los modos
literarios europeos, son hoy más representativos en el idioma castellano que los rezagos de las lenguas aborígenes. En algunas regiones
podría también advertirse un nuevo tipo de religiosidad como consecuencia de la penetración racionalista.
Ultimamente, Hispanoamérica sufre un nuevo choque cultural,
que también pertenece a la manera receptiva: el angloamericano.
868
Es cierto que este choque ha tenido momentos en que mejor habría podido catalogarse dentro de la manera colonizadora, como
cuando la conquista por Estados Unidos de los territorios mexicanos situados al norte del Río Grande. Pero hoy, ese choque se hace
ciertamente a distancia, aunque con una potencialidad de medios
de penetración que lo convierten en un fenómeno sut generis en la
historia universal.
Concretándonos, pues, a la aportación aborigen, tenemos que
concluír que, tanto si se desmenuza la idea general de cultura en
sus formas de expresión primordiales para analizar por separado
cada una de ellas, como si se toma globalmente, los valores precolombinos no lograron transculturarse en grado tal que al resultado
pueda con exactitud atribuírse el calificativo de mestizo. A este
convencimiento se llegará por fuerza si, al considerar el problema,
se tienen en cuenta tres imprescindibles reglas de procedimiento,
que son las que aquí hemos aplicado:
a) No confundir el mestizaje (mezcla o combinación de elementos culturales disímiles) con la aclimatación de una cultura. Muchas de las características típicas de la modalidad anímica hispanoamericana provienen de la influencia del medio ambiente sobre
las formas culturales de origen europeo, y no, como a veces se
cree, de una fusión de estas contradicciones aborígenes remanentes.
b) No atribuír al primitivismo de algunas zonas de nuestra población (ignorancia, pobreza, inferioridad biológica ocasionada por
el hacinamiento y la desnutrición, etc.) un contenido cultural. El
contacto de la civilización con ese primitivismo no híbrido.
e) No apreciar la aptitud de transculturación de los valores indígenas en toda América de acuerdo con un solo criterio, como si
éstos hubieran sido homogéneos, sino distinguir en cada caso entre
los grados de civilización, muy distanciados entre sí, a que habían
llegado los pueblos precolombinos.
De la aplicación de este método surge un balance francamen te
desfavorable para la aportación indígena en el complejo cultural
hispanoamericano. Pero ello no entraña necesariamente un juicio
condenatorio sobre los valores intrínsecamente considerados, de
869
las evolucionadas civilizaciones de los aztecas, los incas o los mayas. Aquí sólo estamos apreciándolos en el momento de entrar en
conflicto con lo europeo y en cuanto lograron sobrevivir en la cultura resultante. Nos atenemos a los hechos históricos en la forma
como acaecieron sin que ello implique tampoco un juicio de valor
en el sentido de afirmar que dicha forma era la mejor posible. Imaginariamente bien puede concebirse que el acoplamiento de las culturas en conflicto podría haberse realizado en forma tal que permitiera un mayor aprovechamiento de los elementos indígenas, que
de seguro eran más valiosos y, por consiguiente, más viables de io
que los españoles supusieron. Es probable que mediante la aplicación de un criterio más comprensivo se hubiera llegado, en el campo de la legislación, en el de la organización social y aun en el religioso, a situaciones menos destructoras del patrimonio cultural nativo. No se tome, pues, este análisis de un proceso histórico como
una diatriba contra las civilizaciones indígenas, algunas de las cuales, por su grado de desarrollo y por el aislamiento en que lo lograron, merecen no sólo nuestro respeto sino nuestro entusiasmo. (ps.
212-213,215-216).
En América se ha pasado de la
pasividad de lo telúrico a la
fecundidad de la tierra al
alcance y servicio de la raza humana
Hoy las condiciones de vida han cambiado, tanto en las planicies
tórridas como en las montañas andinas. Las distancias, que en gran
parte de la pampa o en los llanos habían podido ser vencidas por el
caballo, han sido drásticamente acortadas por la aviación. El hombre está, o se siente, por lo tanto, menos solo; no se encuentra ya
perdido en la inmensidad de lo desconocido, sino amparado eficazmente por sus congéneres urbanos que se hallan muy cerca de
él, en la escala más próxima de cualquier sistema de transporte moderno. La mecánica le está arrebatando a la Naturaleza su fatalidad. El tractor permite la agricultura extensiva donde antes sólo se
podía penetrar con la ayuda del machete. Las plagas de la manigua
y las enfermedades tropicales han sido puestas en fuga por los insecticidas y las drogas. La energía eléctrica y la refrigeración hacen
cómoda la vida donde antes la sola subsistencia era una proeza.
870
La tierra americana, ante la eficacia de la respuesta, empieza a
dejar de ser una amenaza, un reto, para convertirse en un estímulo.
El hombre parece haber encontrado la manera de fijar libremente
su actitud frente al cosmos, cuyo orden ha terminado por descubrir. Creemos estar asistiendo al principio del cumplimiento de una
vieja ilusión: el de la fecundidad inconmensurable de la tierra americana, puesta, por fin, al alcance y servicio de la raza humana. (ps.
242-243).
Hispanoamérica entre el mundo occidental y el mundo comunista
El mundo occidental y el mundo comunista se disputan la hegemonía universal sobre el terreno de las realizaciones materiales.
Hispanoamérica está situada geográfica y políticamente
en lugar
más próximo a los halagos occidentales. No es presumible, por lo
tanto, que mientras estas circunstancias sigan actuando, abandone
su parcialidad occidental para imitar el ejemplo de otros pueblos
"neutralistas" que aprovechan la emulación entre los dos bloques
para conseguir, jugando al mejor postor, una mayor utilidad. Occidente le reporta todavía a Hispanoamérica el máximo de conveniencias materiales.
Por lo tanto, el peligro comunista no se presenta en América tan
sólo en función de las circunstancias económicas. Es cierto, sí, que
es muy grande la presión de las masas desposeídas sobre los medios
de producción. Pero esta presión encontrará escapatoria mientras
la economía se halle en estado de expansión. La insistencia en
apreciar el problema comunista hispanoamericano
a través de las
categorías económicas de los países altamente desarrollados, conduce a una formulación equivocada del problema, porque sólo
comprende una parte de los datos que deben tenerse en cuenta.
El comunismo no es hoy día, como hubieran podido sostenerlo
los ideólogos y teorizantes de principios de siglo, un simple sistema político con fundamentos económicos. Es algo mucho más que
eso, puesto que, al proyectarse scbre el mundo ortodoxo ruso, dio
origen a una metamorfosis cultural, creando una de las formas más
pujantes de la civilización contemporánea.
Si nos limitáramos a
871
apreciar el comunismo partiendo sólo de su formulación doctrinaria original, es decir, como una imprescindible etapa postcapitalista, o, más sencillamente, como un partido político de extrema izquierda, estaríamos desconociendo el sentido eficaz -y por lo tanto verdadero- de los sucesos más importantes de nuestro tiempo.
Al comunismo hay que apreciarlo hoy en función de sus grandes
éxitos y de sus grandes fracasos, porque éstos, a su vez, han obrado
de nuevo sobre la doctrina marxista y modificado sustancialmente
la estructura del movimiento. La doctrina no puede ser considerada aisladamente de sus desarrollos porque sería desmembrar una
unidad creada por la historia. El comunismo entraña teórica y
prácticamente la adopción de un nuevo criterio sobre el hombre y
la vida; pone en marcha una forma peculiar de humanismo, que sobrepasa los objetivos puramente materiales que deliberadamente se
ha fijado como meta; de ello surge una idea de redención envuelta
en originales conceptos sobre la justicia, la igualdad, la fraternidad
en el trabajo; su dinámica es expansiva porque exhibe un entusiasmo contagioso que acaso, con razón, ha sido señalado como síntoma de la existencia de una mística. Quizá tampoco se hallen completamente equivocados quienes lo consideran una herejía cristiana.
Todo esto quiere decir que el mundo comunista dispone de un
repertorio de valores que le permite librar la batalla por el predominio sobre América, pero en un terreno que no sea precisamente
el de la utilidad, puesto que en éste, hasta ahora, la tecnología y el
capital de Occidente lo han mantenido a raya. El comunismo dispone de un apreciable acervo de contenidos significativos que no
han sido puestos en juego porque la formación cristiana de la cultura de nuestro hemisferio les cerraba las puertas. Es claro que si
Hispanoamérica mantiene su actual ritmo revolucionario hasta el
extremo de que sólo queden vigentes los elementos neutrales de su
civilización, se derrumbará la valla que hasta ahora ha encontrado
la expansión comunista.
Decíamos antes que una hipertrofia de elementos neutrales no
sacia la apetencia del hombre por los contenidos significativos. La
ilusión de prosperidad, el beneplácito por el progreso material alcanzado, pueden en cierto momento dar la impresión de que conjuntamente la tecnología y las formas políticas bastan para conseguir la felicidad de los hombres; es ésta una impresión de momen872
to, porque si una cultura quiere perdurar ha de preocuparse de que
los estímulos espirituales que contiene y que configuran su individualidad no queden postergados frente a los de puro orden material, pues bien puede ocurrir que el destino de un pueblo superdotado materialmente se quiebre por la atracción incontenible que
sobre él ejerzan otros sistemas culturales que posean una densidad
espiritual a la cual ese pueblo, por no estar acostumbrado, no está
capacitado para resistir.
Si Hispanoamérica sigue formando parte de la cristiandad, la
atracción del comunismo continuará limitada a la evolución mecánica de la economía dentro del planteamiento rígido del materialismo histórico y su predominio será, por 10 mismo, una eventualidad poco probable. Pero si en virtud de la combinación de un
proceso revolucionario interior con un progresismo neutralizante
Hispanoamérica llega a considerarse como parte de un Occidente
post-cristiano, los halagos materiales del comunismo encontrarán
el poderoso estímulo de sus propios contenidos significativos, que
al proyectarse como un rayo cultural sobre un continente ávido de
objetivos espirituales, demostrarán, seguramente, una capacidad de
penetración tan poderosa, pero más decisiva que la que ha alcanzado la tecnología occidental en los pueblos del Oriente. Aquí, esa
penetrabilidad no proviene del contenido significativo mismo,
puesto que por el hecho de ser tallo suponemos menos ágil que
cualquier contenido neutral. Si el comunismo logra infiltrarse en
Hispanoamérica, no será por la densidad de su ideología, ni por la
pureza de su mística, sino en virtud de la inopia espiritual a que ha
llegado el organismo receptor. (ps, 272-275).
La interpretación espiritualista de la historia
exige la preservación de los valores tradicionales
La interpretación espiritualista de la historia aún no ha sido derrotada. La apoteosis de la tecnología moderna no ha conseguido
desarraigarla del pensamiento y del corazón de los hombres, aunque ya no consiga una formulación explícita en las tesis que informan el actual concepto de Occidente. El espíritu anda de nuevo
por el mundo buscando su oportunidad, entre los hombres maltrechos por la civilización urbana, entre las gentes de color, entre los
873
ignorantes que aún no han logrado asimilar las categorías mentales
de la edad atómica y también entre los sabios superdotados que,
cuando agotan todos los recursos de la investigación científica, encuentran que todavía hay algo más, algo inaccesible, que está fuera
del alcance de la supuesta omnipotencia del hombre. Ya Comte lo
había dicho: "Sin un resurgimiento espiritual, nuestra época, que
es una época revolucionaria, producirá una catástrofe". Esta intuición del padre del positivismo es cada vez más obsesionante a medida que el presentimiento de un cataclismo encuentra sus tentáculos en el agotamiento anímico del hombre contemporáneo yen el
simultáneo desarrollo de su poder de destrucción.
La necesidad metafísica de un renacimiento espiritual se impone
poco a poco como el recurso último a que el hombre puede aspirar
para contrarrestar las amenazas creadas por la emancipación de su
vigor intelectual. Llegará ciertamente un momento en que la expansión horizontal de la tecnología extienda su influencia homogeneizante sobre toda la extensión de la tierra y se convierta en una
auténtica característica planetaria. Pero, entonces, también es presumible que el hombre busque en la profundidad del alma otros
motivos para su organización social y le fije nuevamente rumbos
espirituales a su destino histórico. Llegado a ese punto, se echará
mano a todo lo que sobreviva de las concepciones religiosas del
mundo, que adquirirán de nuevo el poder determinante de épocas
pasadas. ¿Qué será, entonces, de Hispanoamérica, hinchada de técnica, pero culturalmente neutra y, por lo tanto, anímicamente estéril? ¿Cómo podrá fijar autónomamente los rumbos de su evolución futura si ha perdido el espíritu, que es precisamente aquello
que le permite al ser entrar dentro de sí mismo =spiritus sive animus- para adueñarse de las potencias del alma? En ese momento,
Hispanoamérica, exhausta por el esfuerzo denodado que realizó
para alcanzar una meta cultural neutra, se verá de nuevo colocada
a la retaguardia de un mundo 01 H.'Il tado a la recuperación de los valores espirituales. El afán revolucionario de nuestros pueblos los
habrá colocado, por exceso de éxito, en una nueva situación anacrónica, que esta vez consistirá en un distanciamiento, no de ciertos arquetipos extraños, arbitrariamente elegidos, sino de sus propíasmodalidades
tradicionales.
El afán cultural de entonces consistirá, al contrario de lo que
hoy ocurre, no en actualizarse a costa de símisma,sino en recupe874
rar sus propias esencias. Ese puede llegar a ser el verdadero momento de madurez para nuestra América, cuando surja con todo
su vigor un adolorido criterio de responsabilidad que, despojando
al hombre de sus falaces pretensiones de llegar a ser original, lo someta a una disciplina conservadora, único camino efectivo para llegar a la plena autenticidad histórica. La revolución, entonces, habrá terminado, dejando tras de sí el panorama desolado de un territorio cultural cubierto de valores agónicos, que será preciso reanimar, uno tras otro, para crearle de nuevo un marco digno a la
existencia humana.
Nuestra misión actual, el único programa político que puede tener hoy fundamentos auténticos en la historicidad de nuestros
pueblos, ha de ser el que tenga como objetivo la preservación de
los valores tradicionales. Esa es la ley suprema de la naturaleza: in
suo esse perseverare conatur; 10 cual no presupone ni la quietud
defensiva, ni el ensimismamiento hermético e impermeable. La naturaleza misma nos enseña, con su sabia evolución conservadora,
que el esse de algo es a un mismo tiempo su fieri o -10 que en
otros términos podría decirse, con relación a Hispanoaméricaque la misión que a ésta corresponde es perseverar en su ser dentro
de su propio devenir. Todos los estímulos revolucionarios que
acentúan artificialmente su evolución, destruyendo sus esencias,
conducirán al anacronismo de su desespiritualización,
con la falaz
apariencia de una redención tecnológica.
La continuidad, conservación. He aquí dos palabras que, cuando
consigan convertirse en una realidad social, serán el síntoma inequívoco de que Hispanoamérica ha llegado a la plenitud de su existencia histórica y de que ha terminado la alocada aventura revolucionaria. (ps. 280-282).
Técnica y política
(De Política para un pais en
vta de desarrollo)
La escuela liberal clásica siempre fue muy celosa ante la intromisión de valores que tuvieran la pretensión de ser superiores a la
expresión popular. Así, por ejemplo, la resistencia del liberalismo
a aceptar la noción aristotélico-tomista
del bien común, invocada
875
tan a menudo por los conservadores, En los tiempos actuales tal
resistencia se ejerce contra esa otra formulación del bien común
futurista hecha a nombre de la técnica y que tiene su expresión
concreta en los sistemas de planeación. El optimismo liberal sobre
la condición humana le impide aceptar que puedan existir elementos de convicción -morales o racionales- que no sean compartidos por la mayoría y, por 10 tanto, la voluntad de ésta debe tener
pleno derecho a que se la considere como la razón fmal.
Este dogmatismo demo-liberal era fácilmente defensable dentro
de las antiguas ideas que se forjaron en el siglo XVIII, cuando la
mentalidad del iluminismo formó toda clase de utopías sobre 10
que se creía que era el resurgimiento redentor de las ideas políticas de la antigua Grecia. Ahora la situación es bien distinta. El Estado se ha convertido en un organismo extremadamente complejo, con funciones múltiples y cambiantes, que en nada se parecen
a la idea simplista de la "polis" ateniense. En aquellos tiempos la
técnica pudo haber sido un elemento dentro de la capacidad de
juicio individual; hoyes una realidad generalmente inapropiable
por el individuo, que subsiste por sí misma, como término de referencia inevitable para cualquier ordenación social, que crece y
se perfecciona independientemente de la política y que llega a
constituír una especie de reproche obsesionante para cuantos la
contrarían o desconocen. La técnica no es ya un aspecto de la cultura personal sino un acervo colectivo que resulta criminal no utilizar. Frente a su creciente majestad, la inteligencia del hombre solo vale poco. La suma de varias voluntades, así sean mayoritarias,
no compensa el poderío de la técnica. A veces ni siquiera el consenso unánime de los ciudadanos.
A medida que la diosa Técnica adquiere mayor imperio, más se
empecinan los parlamentarios en afianzar su condición política. Es
una reacción natural y comprensible que lleva, sin embargo, a un
exceso de defensa y que impide la evolución del sistema. Para rechazar la invasión tecnocrática se apela, con solemnidad y grandilocuencia, a invocar el auxilio de otra diosa, cautivante y magnífica: la diosa Libertad.
Igual cosa ocurre, aunque menos palpable en los ramos ejecutivo
y judicial del poder público. Al final, es el carácter político el que
876
predomina, no sólo porque nuestra organización constitucional
propicia ese resultado, sino porque es el que procura mayores satisfacciones a los funcionarios. La técnica se manifiesta como un
conjunto omnicomprensivo, como un sistema de planeación. Y la
planeación es básicamente una norma disciplinaria.
Dos caminos se presentan para darle a la técnica una intervención adecuada e indispensable en la dirección de los asuntos públicos: el primero consistiría en vigorizar administrativamente el
organismo de planeación, creando en tomo a sus recomendaciones
una mística colectiva que implicara, inclusive, la opinión oficial
de los partidos; para el caso de que esto no fuese posible, por falta
de entusiasmo o deficiencia de apoyo por parte de los órganos estatales que deban plegarse a la disciplina de-la planeación, queda el
segundo camino, que consistiría en darle a ésta cierta entidad constitucional, atribuyéndole facultades normativas que limitaran la
iniciativa tanto del gobierno como del parlamento, pero conservándola celosamente separada de cualquier función ejecutiva. Se rompería así la polarización existente entre política y técnica, con evidente beneficio de los organismos constitucionales hoy sometidos
a un progresivo descrédito. (1963, ps. 24-26).
La polftica como fuerza
Aisladamente ningún estamento, ningún cuerpo colegiado, ningún gremio, ningún sindicato puede desafiar la potencia estatal, ni
vale para ello que se ampare en normas jurídicas que carecen de capacidad protectora. Lo único que hace detener al Estado es la política. Sólo la política -no la ley- contrarresta la fuerza estatal,
porque a su vez aquella también es fuerza. La política se hace con
la ley o sin la ley y a veces contra la ley. Ello cambia el estilo de la
lucha pero no afecta su esencia de ser una fuerza. Y como tal tiene
una misión. Mientras más se denigre la política desde el Estado,
mayor será el valor sustitutivo que la política tiene para restablecer
el equilibrio: sustituirá a la ley, a la tradición, a la ética. Sólo la política puede impedir que el círculo de la omnipotencia se cierre y
que se usurpe defmitivamente ese derecho primario de la persona
humana.
877
A la omnipotencia administrativa, cuando logra quebrantar los
frenos jurídicos, no se le puede oponer sino una fuerza de tipo
político. Porque la fuerza de tipo político es la que se juega completa, la que se juega a sabiendas de que le va en ello la totalidad
de su existencia. Cuando la potencia del Estado se desborda, cuando las leyes ya no valen, cuando los tribunales ya no se atreven a
volver por el predominio de la Constitución y de las leyes sobre la
arbitrariedad, cuando los gremios no resisten porque no tienen
consistencia interior para oponerse solos a la arbitrariedad, no queda sino la organización de una fuerza defensiva de tipo político.
(1967, p. 27).
La política suministra los criterios para poder
entender el cambio histórico
El mundo político circundante tiene una inmensa capacidad envolvente. En los tiempos actuales, lo que se juega políticamente es
el conjunto de las circunstancias humanas, desde el derecho del
sufragio -que es cuando la gente cree estar haciendo políticahasta el derecho de información -que es cuando el ciudadano es el
más pasivo de los sujetos políticos-o En la inmensa gama entre estos dos términos está casi toda la actividad del hombre: la libertad,
la planeación, el comercio, su capacidad de consumo, el problema
del bienestar, la higiene. La política, por su universalidad, es la forma final de concebir el mundo. Por lo menos suministra los criterios para poder entender el cambio histórico. (1970, p. 29).
Responsabilidad
en la política e irresponsabilidad
en la demagogia
Porque el más grave compromiso que se adquiere cuando se
adopta el empeño de la política, es el de no poder ser indiferente
ante nada: debe haber una opinión -conservadora por ejemplosobre lo grande y lo nimio; sobre lo transitorio y lo duradero; sobre lo propio y lo ajeno. Lo interesante y lo duro de la política es
que hay que tener conceptos sobre el Estado y sobre la moda, sobre la plataforma submarina y sobre el precio de la gasolina, sobre
el cine y sobre la política monetaria. Y lo grande de pertenecer a
un partido que tenga una visión del mundo es que, esa proeza inte878
lectual se puede realizar armónicamente, sin caer en contradicciones, como un ejercicio natural de una vocación pública.
Tampoco nos gusta la demagogia, porque nos parece demasiado
fácil. Prometer para no cumplir es una de las más despreciables formas de la cobardía. Porque, aunque se crea lo contrario, para ser
. demagogo no se necesita ser valiente. Eso de ofrecer lo de los demás en provecho propio lo puede hacer cualquiera dentro de una
completa impunidad. Y lo que más nos disgusta es lo de que la demagogia no resuelve los problemas, sino que engaña, adormece,
Después de que han pasado los demagogos por una barriada, la
gente pobre queda como adormecida, pensando que le va a llegar
una redención que se le ha prometido irresponsablemente. Después
del enardecimiento pasajero sobreviene el sopor de las ilusiones
maltrechas. (1970, ps. 30-31).
Bipartidismo
Yo no me canso de ponderar la bondad del sistema bipartidista
que nos ha regido con buen éxito durante los ciento cincuenta
años de vida independien te. Pienso que es un patrimonio político
que existan dos colectividades orgánicas y tradicionales que tengan
un pasado que respetar y al mismo tiempo le brinden a la opinión
amplios senderos para expresarse y para manifestar sus discrepancias.
Nuestros talantes, el liberal y el conservador, que nos distinguen, nos diferencian, es cierto, pero que nos hacen ser parte
irremplazable de la idiosincrasia nacional. A los otros partidos hay
que dejarlos fundar y actuar sin temor, porque no son -ninguno
ha podido ser- un bien público.
Yo creo que mientras no se invente otra cosa mejor, hay que seguir manteniendo el vigor de lo¡ partidos. El conservatismo y elliberalismo son dos fuerzas históricas que están ahí, que han ..servido, que han durado. Constituyen un bien del que disponemos y
que otros países no tienen. No veo hoy que se puedan sustituír por
nada mejor.
Esos partidos son todavía organismos verticales, que aspiran a
tener una visión global de los problemas públicos y una representa879
ción policlasista. Esa es su fuerza. Ahí radica la posibilidad de su
supervivencia. Porque en un momento dado, ningún otro tipo de
organización política puede llegar a producir, como ellos, tanta
cantidad de solidaridad social. (1970 y 1967, ps. 38-40).
ElEstado necesita las agrupaciones políticas
El Estado, en el mundo moderno, no puede ser indiferente ante
.la suerte de las agrupaciones políticas: las necesita no sólo como
personeros de opinión sino como auxiliares administrativos. (1963",
p.44).
El conservatismo
es polie/asista
En el momento en que el conservatismo abandonara su condición policlasista, desaparecería. (1970, p. 45).
La concordia como propósito
nacional
Nosotros los conservadores queremos hacer una política de concordia. Esta es la palabra. Una bella palabra latina que fue la base
de la organización jurídica y política de los romanos. Etimológicamente parece que viene de cum y de cor, cordis, que quiere decir:
con el corazón. Yo sé que suena raro sacar un latinismo en esta
era de la tecnología que no puede perder el tiempo en averiguar el
origen de los vocablos. Pero qué atrayente política una que lograra producir la concordia así, como un movimiento del corazón;
acordar los programas, concordar los esfuerzos, buscar el acuerdo
de los sectores, establecer la cordialidad en el trato del Estado con
los ciudadanos. La concordia como tendencia, como estilo, como
elemento disciplinante es toda una política. Aplicada a temas concretos puede producir todo un programa. Porque la concordia no
es la uniformidad. Está en el extremo opuesto de esa abominable
apariencia hegemónica que producen los regímenes omnipotentes.
Los romanos usaban la frase horaciana de rerum concordia discors
para indicar que en la naturaleza había una concordia discordante,
es decir, una variedad congruente, una individualidad aglutinante.
Otro poeta (Manilio) hablaba de discordia concors, una discordia
880
concordante, es decir, la reunificación en objetivos superiores de
peculiaridades que saben agruparse, unirse a pesar de mantener cada una su individualidad. Ese es el estilo de movimiento político
que proponemos: que cada cual mantenga su idiosincrasia pero
que busque, a través de la concordia, propósitos nacionales comunes. Ello nos permite hablarle a la gente, a derecha e izquierda,
buscar al humilde y al empobrecido, al que no tiene trabajo, al desamparado, y también al empresario y al rico, para hablarles en su
idioma y fabricar con ellos unas esperanzas que sean comunes. Con
mejor técnica que hoy, porque aquella tendría que ser una técnica
compartida, explicada democráticamente: pero sin la cortina de
humo de la palabrería económica. (1967, ps. 54-55).
La relatividad en el concepto de revolucián
El término revolución es suficientemente vago como para cobijar multitud de situaciones diferentes e infinidad de soluciones
imaginarias. A cualquier episodio del presente o no importa qué
concepción del futuro se le puede calificar de revolucionario, si es
lo que popularmente conviene, sin temor de cometer un despropósito. Hasta los hechos del pasado, sometidos de suyo a una apreciación más restringida, pueden llamarse de igual manera revolucionarios apelando a un poco de ingenio, sin que nadie tenga autoridad
para discutir tal atributo. La relatividad de la revolución permite
toda clase de licencias y de interpretaciones, porque los elementos
que integran este concepto son tan variados en calidad y cantidad,
que cada quien puede hacer con ellos el engendro intelectual que
mejor le plazca: revolucionario puede ser todo aquello que signifique cambio, actualidad, modernidad, violencia, desorden, mejora,
progreso, ascenso, destrucción, anarquía, iconoclastia, rebeldía,
clandestinidad, resentimien too ..
Hay veces, sin embargo, en que la revolución ha significado algo concreto. Es cuando logra presentar, como meta del cambio
apetecido, una utopía determinada. La revolución se hace, en tonces,-tanto en función de lo que anhela como de lo que rechaza. El
pro y el anti de un movimiento así, suministran suficientes elementos para integrar una defmición más exacta de lo que, en un momento dado, es una revolución. Más aún: la posición contra la de881
termina la bondad intrínseca de los objetivos propuestos, que supuestamente no se pueden alcanzar sino mediante la destrucción
de lo existente. En el tiempo y en el orden lógico, primero se proclama adhesión a unos propósitos y luego -y sólo consecuentemente- una animadversión a todo aquello que se les oponga. La
parte constructiva, ideológica o programática, se convierte en la
justificación de la parte destructiva, o sea, de la lucha contra lo
existente en cuanto antítesis de la utopía revolucionaria.
En la historia moderna, la Revolución, así con mayúscula, como
una noción universal, ha logrado fraguar dos utopías: la libertaria,
de tipo burgués, cuya expresión más lograda fue la Revolución
Francesa y la proletaria o comunista, que se halla en plena transformación a través de los experimentos de Rusia y China. La primera sufrió todo su proceso, hasta lograr la consagración parcial
o total de sus vigencias y perder su aspecto revolucionario por haberse convertido en el régimen imperante. La segunda empieza a
mostrar síntomas de estar padeciendo ya su natural envejecimiento.
En efecto, las revoluciones dejan de ser tales a medida que adquieren un sentido de responsabilidad. Cuando logran el poder,
cuando establecen su propia juridicidad, cuando consagran todos
o parte de sus principios, empiezan a trabajar contra la dinámica
del cambio indefinido, porque en ese momento tal cambio significa para ellas una amenaza. Podría decirse que, en este sentido,
toda revolución triunfante se vuelve conservadora. Por lo menos
conservadora de sí misma.
Yo entiendo que la revolución es un concepto que engloba dos
elementos: una cantidad de cambio y una cantidad de violencia.
¿Cuánta cantidad de cambio y de violencia se necesita para que
pueda hablarse de revolución? Eso depende del criterio de la gente y por lo tanto el adjetivo revolucionario contiene un importante aspecto puramente subjetivo. En Europa, por ejemplo, para que
una revolución sea considerada como tal, requiere una gran cantidad de cambio y una gran cantidad de violencia. Entre nosotros
ocurre lo contrario: a cualquier cosa, de cualquier magnitud, la
consideramos revolucionaria; un golpe de cuartel, un programa,
una indumentaria, un baile moderno. Todo nos parece más o menos revolucionario porque nos hemos familiarizado con el vocablo
882
y no exigimos ni mucho cambio ni mucha violencia al emplearlo.
(1963, 1964, ps. 54-55).
El marxismo y el socialismo pierden vigencia
por haber cumplido su ciclo vital en poco tiempo
En un tiempo, hace un par de décadas, la utopía marxista pudo
aspirar a ser el signo revolucionario de nuestro siglo. Alegaba para
justificar esta pretensión el antecedente de la Revolución Francesa,
cuya temática ocupó el escenario político durante más de cien
años. Cuando los de mi generación estábamos en la universidad, tal
era la perspectiva que se nos ofrecía como un futuro necesario, como un destino inevitable. El pensamiento tradicionalista creyó tener entonces una misión impuesta por ese determinismo histórico:
los conservadores nos apercibimos para dar la batalla contra el comunismo, a nombre de los valores espirituales de la cultura de Occidente.
Hoy los presupuestos históricos han cambiado. El ritmo de aceleración de la historia hizo que la utopía revolucionaria del marxismo cumpliera su ciclo vital más activamente y en menor tiempo.
Hace años que maduró: ya sufrió la dura prueba de la experiencia,
ya tuvo su oportunidad de poder, ya adquirió las responsabilidades
de sus parciales triunfos. Parece evidertte que ahora no tiene el futuro por delante.
La utopía marxista, como hipótesis, científica, resultó falsa. La
mayor parte de las profecías de Carlos Marx fueron desmentidas
por los hechos: no se cumplió la proletarización creciente de la
sociedad, ni su progresiva pauperización, ni la anunciada concentración de capitales. Las etapas históricas previstas dentro del esquema del determinismo materialista o no se dieron o presentaron
variantes tan extremas que no podrían ser reconocidas como tales.
Pero el comunismo consiguió una importante proporción de poder. Más como un hecho político cumplido que como una idea
revolucionaria en marcha, se nos presenta hoy compartiendo la
responsabilidad del dominio mundial. Ese hecho cumplido se ve
precisado ahora a defenderse de su propia aniquilación. El cúmulo
de responsabilidades adquiridas le impide seguir en el alegre juego
883
revolucionario para no arriesgar, en un alarde de fidelidad a la utopía inicial, todo lo que hasta hoy ha conseguido. (1963, ps. 5759).
El socialismo fabrica el resentimiento
y la desesperanza
Yo creo que las transacciones con el socialismo esterilizan porque no le dan a la libre empresa la oportunidad de hacer una organización con miras al desarrollo, ni le dan al Estado la oportunidad
de hacer una organización vertical de toda la economía. Entonces
se queda uno sin la potencia y el vigor del trabajo privado, de la inventiva y de la creatividad de la gente y se queda uno también sin
la eficacia de la burocracia socialista que al fin también logra un
cierto grado de progreso.
El socialismo necesita destruír no sólo el bienestar sino la esperanza. Para que el clima revolucionario les resulte verdaderamente
propicio pretenden, no sólo que la gente sea pobre y malnutrida,
sino que, además, carezca de toda ilusión de progreso. El grande
empeño actual del socialismo en la América latina consiste en demostramos que no tenemos ninguna posibilidad de redención. La
tesis, para que cumpla sus efectos sociales, tiene que ser absoluta:
no hay nada que hacer.
Si lo que se necesita es aumentar la producción para que el país
pueda mantener su ritmo de crecimiento, el socialismo interfiere
ese proceso con reformas demagógicas que quebrantan el esfuerzo.
Si de lo que se trata es de aumentar las exportaciones para que
haya un mayor ingreso de divisas, el socialismo se propone crear
tales cargas a los .artículos exportables que no resulten competitivos en los mercados extranjeros.
Si lo que se precisa es aumentar las inversiones para incrementar
los volúmenes, el socialismo se apresura a perseguir el capital hasta
ponerlo en fuga.
y si lo que se requiere es un gran esfuerzo para apropiarse los recursos naturales y convertirlos en riqueza, el socialismo, que es
884
una fuerza internacional sin patria, no tiene inconveniente ninguno
en adoptar apresuradamente una actitud nacionalista para impedir
el aporte, indispensable en ese campo, del capital extranjero.
Así obstruye, una tras otra, las posibilidades de salir avante y fabrica lentamente las condiciones anímicas -el resentimiento y la
desesperanzaque son indispensables para el estallido revolucionario.
Cuando nos dejamos contagiar de demagogia y en lugar de buscar nuestros propios objetivos nos inclinamos a procurar lo-que
nos propone el socialismo, estamos contribuyendo a destruír el futuro. (1971,1972, ps. 63-64).
El socialismo provoca una nueva pobreza
El socialismo, con su práctica de odio, no da comida, ni vestido,
ni casa. Se contenta con crear angustia. Provoca una nueva pobreza. No la antigua, la nuestra, de la que queremos salir, que era una
privación de recursos, sino otra, que es una destrucción de las aspiraciones, un quebrantamiento
de la esperanza. Al debilitar a la empresa privada y al destruír la libertad, el socialismo está al mismo
tiempo condenándonos ala pobreza, volviéndola una condición insuperable, un modo de vida, un estado de naturaleza. Es 16 que necesita para que haya desesperación ya través de ésta, se consiga un
clima revolucionario. (1972, p. 67).
Aprovechamiento del cambio con alto índice de desarrollo
No podemos desaprovechar el cambio, ese cambio que se está
produciendo, que nos cautiva porque ofrece oportunidades inesperadas de redención. Es ahí donde tenemos que ser superiores. Ese
cambio del mundo contemporáneo que pone a nuestro alcance la
tecnología moderna nos tiene que encontrar preparados, ávidos de
poder, pletóricos de ideas.
El cambio no se obtiene con la revolución sino que sedesaprovecha. No podemos dejarlo pasar en medio de nuestro desorden y
sin una cohesión social que nos permita dominarlo.
885
El socialismo anacrónico, precisamente por eso, porque no se
da cuenta del cambio, porque no lo concibe como un fenómeno
actual e incontenible sino como una eventualidad, como un futuro
contingente que hay que provocar, se prepara lentamente para sacar provecho político de una transformación violenta que supone
que vendrá, mientras que nosotros ya estamos en el cambio, lo estamos percibiendo y tenemos conciencia de que es la materia prima actual de la política. No hay tiempo para revoluciones, ni podernos desperdiciar energías en una lucha intestina innecesaria que
esteriliza nuestra capacidad de transformación.
Tenemos que reconocer los fenómenos contemporáneos con valor; por ejemplo el impacto de la industrialización del campo sobre
las estructuras sociales agrarias que conmueven todas las tradiciones campesinas; las posibilidades de enriquecimiento que brinda la
llamada "revolución verde"; la necesidad de darle una teoría de
grandes números a nuestro desarrollo industrial; la creación artificial y veloz de nuestros propios mercados internos; la urbanización
progresiva de la sociedad. (1972, ps. 70-71).
Lo socialis ta no es lo moderno
No todo lo socialista es moderno. Casi, casi me atrevería a decir
qlle todo lo socialista es un poco anticuado, pues el socialismo es
un movimiento político del siglo pasado que se ha ido agotando en
Europa durante mucho tiempo. Que aquí no nos llegó porque nunca ha habido una tradición socialista. Además, en Colombia hemos
realizado muchas de las cosas que se suponen ser socialistas. La
mayor parte de los servicios públicos están a cargo del Estado. De
manera que un socialista europeo en Colombia no tendría mucho
ql;ie proponer: el intervencionismo público es muy grande, las licencias las da el Estado, los precios los fija el Estado. De manera
que hemos asimilado un intervencionismo de Estado que los conservadores favorecimos en nuestra juventud, sin haber caído en la
rigidez policiva y antiliberal del socialismo. Yo creo que hoy cualquier formulación del socialismo es un poco contraria a la idea de
los tiempos y a las posibilidades de desarrollo de Colombia. (1971,
p.71).
886
La modernización socializan te significa
una alteración de nuestra fe
Profundizando un poco más advertí que ese afán de modernizarse es un síntoma de las.épocas de decadencia. La palabra misma de
moderno no aparece en los idiomas clásicos en los tiempos creadores, sino ya en la baja latinidad, en Prisciliano o en Casiodoro, es
decir, al final de la civilización latina. Es el afán de los envejecidos
frente a un mundo que no saben comprender. Acaso la angustia
de la modernización no es sino una preocupación senil de gente
que se siente relegada por el avance de su tiempo.
Yo me pregunto: ¿es que un joven se preocupa por moderniza rse? ¿Y si uno hace la historia, es parte de ella, la vive entendiéndola, acaso se le ocurre pensar si es moderno o no lo es? Digo esto a
propósito de mi partido conservador. Yo lo he visto siempre actual, siempre presente, siempre evolucionan te. Hemos sabido perseverar en nuestro ser en movimiento, sin haber perdido la fe en lo
que en cada momento hemos sido. Para ser actuales no tenemos
que desplazarnos en direcciones ajenas a la de nuestra propia evolución. La modernización socializante está por fuera de nuestros
itinerarios, porque significa una alteración de nuestra fe.
Creemos que la cultura no es un fenómeno del pasado sino una
condición de nuestro tiempo y por lo tanto despreciamos ese tipo
de subculturas eruptivas que tienen la pretensión de romper la historia y avasallar al hombre con vigencias iconoclastas.
Pero peor que todo ello es la situación de tránsito de quienes
aceptan los criterios ajenos sin compartirlos, sólo porque si siguieran manteniendo su personalidad se sentirían fuera de la historia.
Es un estado deplorable en que ya no se es lo que se quiere ser y
no se quiere ser lo que uno está llegando a ser. (1972, ps. 73-74).
Ni capitalismo ni totalitarismo socialista
Yo no he sido nunca defensor del capitalismo. No me gusta el
sistema capitalista porque ha materializado a la humanidad. Pero
entre el capitalismo y lo otro, el totalitarismo socialista, yo siem887
pre me quedo con el capitalismo, porque al fin y al cabo representa la defensa de un cúmulo de nociones espirituales, de principios
en que hemos creído desde chicos, de tradiciones que hemos heredado y no podemos entregar; el capitalismo ha materializado al
mundo, pero ahí en ese materialismo vive todavía el espíritu.
(1961, ps. 75-76).
Origenes del ideal polittco
conservador
(. .. ) en el análisis de la evolución de las ideas no siempre resulta
idóneo porque el pensamiento es polivalente, caprichoso, no siempre lógico y por 10 tanto no cabe dentro del itinerario de una comunidad formal considerada como sujeto de la acción política.
Por el lado contrario, tomado el término conservador en su sentido más amplio, bien se pueden cobijar con él situaciones y seres
de muy distinto tiempo y lugar, pues estaríamos nada menos que
ante una de las constantes del temperamento humano. Y en ese
sentido los conservadores hablamos de nuestro padre Aristóteles,
algunos creen que Catón fue conservador; otros pensamos que Justiniano es exponente significativo de nuestro modo de concebir
el Estado; no faltan quienes encuentren ascendencia de la idea conservadora en Santo Tomás naturalmente, en Dante y Federico de
Hohenstaufen (por aquello de que en todo buen conservador hay
siempre un gibelino recóndito), en Fernando de Aragón y nuestro
rey Felipe 11;en Hobbes, Suárez y Herder y los románticos alemanes, pasando, claro está, por los indiscutibles: Mariana, Bossuet,
Burke, De Maistre, De Bonald y Hegel. Un vasto, un variado repertorio de ideas y de sistemas, que no siempre coinciden, que tomados aisladamente pueden contraponerse, que, sin embargo, tienen
una misma tendencia, a veces una misma orientación, más frecuentemente una cadencia común, un estilo, un/talante.
Eso de ser conservador no surge como una posibilidad a partir
de un determinado día en que se funda un cierto partido, ni de la
ocasi6n en que se lanza un conocido programa; no es ello el resultado -como pudiera creerse- de las emanaciones de gloria en torno a un caudillo, Bolívar, por ejemplo; sino que esa posibilidad
puede tener raíces más antiguas que la propia organización jurídi888
ca de la nacionalidad y que acaso se remontan hasta el origen mismo de la formación de un pueblo. Quizá eso de ser conservador sea
una condición humana que sobrepasa en antigüedad al philum de
la propia doctrina del conservatismo, que es más ancha que todos
los programas, más duradera que todos los partidos. Yo creo que el
conservatísmo colombiano, como hazaña humana e intelectual es
una bella expresión de ese talante universal.
Las páginas de lo que llamamos historia patria se arrancaron del
libro de la historia universal y se encuadernaron aparte, sin ningún
nexo con cuanto nos ha rodeado y con cuanto ha sucedido en
otras latitudes. Nuestros hechos se encierran dentro de su propio
marco y se aíslan y se examinan y juzgan con total independencia
de lo extranjero, casi sin mencionar la existencia de otros países
o de otros continentes. Nuestra historia patria se desprende de la
cronología universal con los Reyes Católicos y Colón y se consume
luego en el relato intrascendente de tres siglos de paz colonial.
Vuelve a tomar contacto con la cronología universal para mencionar, muy de paso, la invasión napoleónica de España y se aparta definitivamente de ella, como si entre una y otra no hubiera
existido influjo de ninguna especie. Tan radical ha sido este distanciamiento, que nos cuesta trabajo establecer la coetaneidad de
nuestros hombres y sucesos con los personajes y acontecimientos
de los demás países.
Conectados con la historia universal, situados dentro del marco
de los grandes movimientos intelectuales, nuestros pequeños acaeceres, los dichos y hechos de nuestra gente abandonan su provincialismo y adquieren significados interesantes, se cargan de sentido
ecuménico y de profundidad. (1967, ps, 79-81).
Lo conservador en la Conquista y en la Colonia
¿Qué fue lo que se quiso hacer? Proyectar sobre las nuevas tierras recién descubiertas, la idea medieval, aún intacta en España,
de la cristiandad.
Por ello todo lo que hizo en la Colonia tuvo sentido. Iba hacia
un resultado. En primer lugar la empresa americana había tomado
889
partido ante el mundo, estaba comprometida. Ante la destrucción
de la cristiandad por causa de la Reforma, la conversión de América era una reafirmación conservadora. Ese fue el signo bajo el cual
nacimos. Presidía el esfuerzo creador hispánico un afán unitario,
decididamente contra-reformista, con tesis, banderas y voluntad
de lucha.
Entonces, si esto es así, si todo tenía un sentido ecuménico, la
interpretación de la conquista de América gana en profundidad y
se hace aún más hazañosa. Al esfuerzo prodigioso de los semi-dioses, que descubrieron nuestro continente y que se agota en la primera centuria, hay que agregar la presencia funcional del alguacil,
representante casi inerme de una autoridad ultra marina; la del
fraile, elemento esencial en el complejo de la cristiandad; la del poblador que recuperaba en las tierras vírgenes un modo de vida que
desaparecía en la Europa urbana y mercantil del Renacimiento.
Esos personajes dejan de ser aventureros casuales para convertirse
en signos. Como, de esta guisa, se convierten también en signos los
castillos, los conventos, las calzadas y hasta los humildes ranchos.
Lo que nacía en América, nacía con voluntad de destino, comprendido y aceptado por quienes lo vivieron. Los testimonios están
ahí, en crónicas, escritos y hechos. Si no hubiese existido esa conformidad con el objetivo prefijado, no habría tenido nuestra América esos tres siglos de paz, mantenida sin coacción, sin aparato policivo, sin ejército, confiando a distancia en la adhesión de los
súbditos.
En esta época se movilizan y se ponen en práctica ideas políticas a borbotones. La imagen del infiel, por ejemplo, contra el cual
se pensaba realizar la ampliación de la cristiandad y que por su falta de resistencia cultural, por su conversión masiva se transforma
inesperadamente en súbdito, en miembro de la grey. Hay que improvisar un Estado en medio del desafío de la inmensidad, donde
los servicios, los apoyos, las decisiones, están perturbados por la
distancia y la demora. Se crea la Casa de Contratación como una
imponente y anticipada oficina de planeación. Actúa el Consejo de
Indias. Y América se llena de instituciones religiosas, sociales, jurídicas, dando un majestuoso ejemplo de su capacidad plasmadora.
890
La sociedad se forma, muy de acuerdo con el talante conservador, sobre la base de que la cultura es una planta. Al fin y al cabo
ese es el origen etimológico de la palabra, que viene de cultivar. La
cultura hay que sembrarla, abonarla, desyerbarla, aporcarla, tal vez
podarla. La planta se puede morir un día cualquiera. De ahí que
siempe es útil que haya conservadores. Los demás tienen una alegre despreocupación por esta presentación vegetal de la cultura. Si
se quiere son más optimistas: presumen que la cultura se da como
cualquier maleza. Y por eso ni siembran, ni preparan la tierra; no
esperan a que crezca el árbol para convertir sus ramas en leña y el
día menos pensado deciden cortarlo porque hace demasiada sombra y para ver si nace otro. Los de talante conservador son, por el
contrario, maniáticos de la vegetación: que no se tronchen los retoños, que se amarre bien el injerto, que a las ramas partidas se les
ponga horquetas y que el árbol viejo se acode antes de cortarlo o
se le tomen semillas.
En nuestra zona tórrida la cultura es planta exótica. Todo la
amenaza. El ambiente parece hostil y hay que realizar mayor esfuerzo que en otras partes para poder vencerlo. Entre nosotros no
se produce el fenómeno de los excedentes. Ni cultural ni económicamente nos hemos encontrado sobrados. No hemos almacenado
jamás. No sabemos cómo hacerlo. La superabundancia ocasional se
consume tan rápidamente que no alcanzamos a llevarla a depósito.
Este proceso acelerado de combustión o de desgaste tampoco nos
permite derrochar. Cuando lo hacemos quedamos famélicos. El
gasto en exceso, si se produce, es a costa del equilibrio nutricional
del organismo.
Por eso América latina, que habla de la revolución y la pregona,
es conservadurista. Tan pobre ha sido, que al final de cada proceso
de agitación carece de las energías necesarias para realizar el cambio apetecido. Y si lo intenta, no es sin producirse a sí misma, a su
acervo institucional y a su patrimonio económico, un daño irreparable. Paradójicamente, para poder ser revolucionario de verdad,
hay que disponer de un excedente patrimonial-en bienes institucionales y económicos- que nosotros nunca hemos tenido. Nos
empeftamos en destruír lo que funciona, lo que ha sabido perdurar.
Los espaftoles se dieron cuenta de que aquí había que crearlo
todo. Que inclusive sería difícil utilizar -transplantar o injertar891
los vestigios de las seudocivilizaciones aborígenes. Y que así como
había sido necesario traer los primeros huevos, las primeras semillas y los primeros cuadrúpedos domésticos, de la misma manera
había que transportar al otro lado del mar los conceptos abstractos: el de justicia por ejemplo y los demás que hacen posible la
convivencia civilizada, junto con sus correspondientes instituciones. Ese esfuerzo creador estaba obsesionado por el peligro de la
destrucción y por eso fue tan marcado, tan irrevocablemente conservador.
Podía no haber sucedido así. De hecho no sucedió así en Norteamérica, a donde llegaron refugiados disidentes del protestantismo, expulsados de sus países -Inglaterra, Holanda, Francia- por
el fanatismo religioso. Lo que se sembró allí fue una semilla de rebelión. La idea de avasallar un mundo no aparecía por parte alguna. Los emigrantes se establecieron en las factorías en actitud defensiva y se mantuvieron en ellas sin desafiar, como habían hecho
los españoles en el sur, el peligro de la inmensidad, de la soledad
circundante. Las pequeñas y timoratas sociedades escalonadas en
la banda este del hemisferio nórdico no quisieron aceptar retos que
no pudieran contestar. Pero fínalmente también se hicieron conservadoras. Como bien lo han desentrafiado los más modernos historiadores de la independencia de los Estados Unidos, el factor dominante en la rebelión contra Inglaterra fue un ímpetu tradicionalista contrario a cualquier contaminación revolucionaria. También
era necesario cuidar la planta, preservarla de peligrosas contaminaciones. Y así nació esta América, próspera, creadora, innovadora,
vanguardista y que sin embargo no ha podido producir una sola
revolución. (En el norte, porque no hubo contra qué y en el sur
porque no ha habido con qué).
Cuando se planeaba y creaba, cuando se sembraba la cultura, había conservatísmo, en cuanto se producía una toma de conciencia.
Pero cuando vitalmente, vegetativamente diríamos en este caso, la
sociedad defendía en forma instintiva su acervo cultural, entonces
se manifestaba el conservadurismo. Muchas veces ha existido ese
divorcio entre lo racional y lo instintivo. En la Independencia ocurrió. Cuando nuestros próceres fueron sorprendidos con la noticia
de que se había derrumbado el Imperio Español, por la súbita invasión de la Península hecha por esa especie de anti-Cristo que para
ellos era el general Bonaparte, se dieron a la tarea intelectual, pu-
892
ramente intelectual de rellenar el vacío con ideas políticas ajenas.
y así nos llegó de repente todo el enciclopedismo, con las primeras
manifestaciones de utilitarismo y de liberalismo económico. Fue
un chaparrón de novedades que sumergió a esos beneméritos próceres, que habían sido formados en el más puro tomismo y dentro
de las más sanas y castas tradiciones políticas. La clase dirigente no
estaba preparada y menos aún el cuerpo social. Los distinguidos
hombres que dominaban nuestras idílicas sociedades coloniales, se
dieron a leer apresuradamente lo que ni siquiera habían vislumbrado que existía y a ver de construír con materiales tan inaprehensibIes el edificio político de los países independizados. Una tarea engorrosa, azarosa, porque el diablo podía estar por ahí, al voltear
una cualquiera de las páginas de Rousseau, de Voltaire o de Jeremías Bentham. Ese bombardeo de rayos extraños produjo una irritación en la epidermis de nuestra cultura. La incapacidad para asimilar tanta novedad, ocasionó ahogos para la clase dominante y escándalo o indiferencia en la masa del pueblo. Se había caído algo
antes de haber decidido que ese algo debería tumbarse. Ese fue el
fenómeno curioso e inesperado de nuestra Revolución de Independencia: que se convirtió prácticamente en un hecho cumplido, antes de haberla siquiera concebido imaginariamente. Habían transcurrido dos años largos desde las abominables escenas de Bayona,
más de dos años larguísimos desde cuando los ejércitos del Corso
se paseaban por España destruyéndolo todo y todavía no germinaba ninguna idea política entre los patriotas latinoamericanos. A
falta de otra cosa hubo que inventar la Independencia y abrirle paso, crearle opinión, convertirla en un suceso. Fue una gran tarea
política, valiosa, meritoria si se quiere, pero completamente distinta de la empresa que nuestros historiadores nos han presentado.
Salvo en el insólito caso de Túpac Amaru y el muy discutido de los
comuneros neo-granadinos, la Independencia no estuvo en el repertorio de las inquietudes políticas, ni fue bandera ni meta. Después,
a posteriori, se han inventado precursores. Se han pescado frases
de viejos escritos que pudieran revelar un sentimiento recóndito en
favor de la segregación. La verdad histórica es que el desplome administrativo de España ocurrió primero por causas europeas, antes
de que se pensara en serio (Miranda y unos pocos más puestos
aparte) en separar al Nuevo Mundo de la madre patria. Y menciono a Miranda, porque evidentemente él tuvo la idea de la Independencia antes de que ésta se produjera, mientras que casi todos los
893
demás, aun después de efectuarse la desintegración administrativa
de España, no habían acariciado semejante idea. Y no es de culparlos porque tal no era su propósito. Dentro del talante conservador,
que dominaba la parte de nuestra historia que hoy denominamos
colonial, romper la unidad hispánica no constituía una ambición ni
una meta laudable. La Independencia y su filosofía se convirtieron
en un cuerpo extraño. No hubo una evolución natural, una sustitución progresiva de vigencias, una transformación más o menos evolutiva. Fue un relleno. ¿Con qué se rellenó? Con literatura política, con ideas (Voltaire) jurídicas, en que se mezclaba el padre Suárez con Locke y Montesquieu, con inefable optimismo filosófico,
en que nos considerábamos halagüeñ.amente aludidos cuando Rousseau hablaba del Buen Salvaje y fmalmente, con algo de liberalismo económico, un poco, casi nada. Ese fue el cuerpo extraño que
le fue introducido al organismo tradicional.
Esas ideas novedosas y deslumbrantes, que desde entonces hasta
hoy han formado nuestro patrimonio jurídico y parte muy sustancial del político, tuvieron el triunfo asegurado. No se vieron precisadas a dar una batalla para vencer, sino que encontraron el campo
vacío y lo único que tenían que hacer era instalarse en él. La derrota subsiguiente de los ejércitos hispanos, la magna guerra, que
gracias a la presencia de Bolívar dejó de ser una lucha de montoneras, fue la gloriosa culminación militar de una contienda intelectual ganada sin combate y por anticipado por los patriotas, sorprendidos por la brillantez de la ideología que acababan de descubrir. ( 1967, ps. 81-87).
El 20 de julio de 1810 y las ideas
Se trata de un movimiento de insatisfacción regional, que acaso
sea la primera manifestación de opinión pública en esta parte de
América y que puso en aprietos a las desprotegidas autoridades.
Aceptado como antecedente, sin que por ello engendrara un fenómeno de evolución. Lo malo consiste en que se suele abordar su
estudio con un parti pris. consistente en hacer germinar en la mente de aquellos valerosos rebeldes las ideas de la Revolución Francesa, que aún no había tenido lugar y que muchos años después iban
a caerle de sorpresa a nuestros próceres de la Independencia, esta894
bleciendo así arbitrariamente entre dos sucesos distantes e independientes, un hilo intelectual imposible y mentiroso. Los Comuneros, algunos de ellos, aceptando siempre al rey de Espafía, llegaron a acariciar la idea de derrocar las autoridades de Santa Fe. Pero
lo que preferentemente
ocurrió fue que, para condenarlos y reprimirlos, las autoridades los acusaron de buscar la Independencia.
Cuando nos convertimos en república independiente fue preciso sobreponer a ese organismo tradicional no evolucionado, un derecho público adventicio, sin antecedentes. De este antagonismo
entre el organismo y la estructura, emana toda la problemática de
nuestra vida republicana. El ser de nuestras naciones se había plasmado -para bien o para mal- dentro de los lineamientos de la planeación contrarreformista,
barroca, que tenía como propósito la
expansión extemporánea de la cristiandad. Ese era un resultado defmido y estable de tres siglos de continuidad política. Pero ese ser
social, con sus valores y defectos, súbitamente se quedó sin personería, casi diríamos que sin cabeza. Y hubo de prestar una ajena
para poder sobrevivir. La cabeza tenía el prestigio de ser moderna,
novedosa y el privilegio de ser el órgano de dirección; pero el cuerpo tenía la fuerza de ser estable, orgánicamente sano. El apareamiento antinatural de estos dos elementos pudo hacerse. El nuevo
ser logró sobrevivir aunque entre los componentes no se hubiese
producido una simbiosis, sino apenas una coexistencia más o menos tolerante. El talante conservadurista ha defendido hasta hoy
la organización social tradicional. La men te conservadora en cambio, asimiló la superestructura jurídica y la convirtió en acervo
cultural, en algo que a su vez debe preservarse, en una tradición.
Por eso no hubo bando espafíol entre nosotros y, muy a la corta,
como consecuencia de aquel famoso decreto de la guerra a muerte, los únicos realistas que en América quedaron eran los españoles. Entre los nativos americanos, el bando político al que correspondía la defensa de la formación tradicionalista del cuerpo social,
quedó apabullado porel nacionalismo y prácticamente desapareció.
(1967, ps. 87-89).
Origen liberal del conservatismo
La tolerancia de la estructura liberal del Estado por parte del
conservatismo, primero, y luego su defensa, produjo no poco estu895
por y escándalo. Parecía ser una contradicción insoportable. Sin
embargo, hoy la podemos entender. En efecto, el cuerpo social tradicionalista que había quedado expósito, necesitaba una personería. El precio de ésta fue pagado por el instinto de defensa conservadurista. Para la protección de los valores culturales no importaba
tanto la ortodoxia de las ideas, como la recuperación de las reglas
de juego. En el momento de la revolución lo más peligroso era la
inestabilidad, la incertidumbre, la pérdida del Estado de derecho.
El conservatismo colombiano buscó rápidamente la creación de
normas jurídicas, la creación de reglamentos, la recuperación de las
instituciones. Cierto que ese nuevo Estado de derecho no se podía
construírsino con materiales heterodoxos. No importaba. La fuerza tradicionalista, aún no perturbada, existente en el organismo social, podría a la larga, ser más fuerte que esa contaminación inevitable con las tendencias liberales, así se consideraran éstas pecaminosas o luciferinas. Los conservadores creyeron que la empresa cultural realizada durante los tres siglos coloniales, había dejado frutos que merecían conservarse. Para conseguirlo buscaron el orden.
y por el orden llegaron a hacerse defensores acérrimos del derecho. De un derecho cuyos fundamentos filosóficos no compartían,
pero que había entrado en el terreno de los valores sociales que un
buen tradicionalista debe defender. (1967, ps. 89-90).
El talante conservador
Este concepto hace falta para designar ese universalismo de lo
conservador. El talante es un estado de ánimo, una disposición espontánea, pre-racional; es una situación anterior a la actitud, una
voluntad inadvertida de captar, de comprender o de rechazar. Tiene, por lo tanto, una importancia decisiva en la aptitud gnoseológica. Las cosas son, en política, como nuestro talante nos-las permite
apreciar. La continuidad de un talante se desarrolla en una articulación jerarquizada de los estados de ánimo, lo cual cie'rtamente se
parece mucho a la concepción del mundo del tipo diltheyano. Sí.
Los conservadores tenemos, gozamos de una concepción del mundo. Partiendo de ella llegamos a conclusiones convergentes o no.
Quizás eso no tiene verdadera importancia. Lo que para nosotros
vale es que las vivencias las tenemos iguales, las experimentamos de
la misma manera, con el mismo talante.
896
De todas maneras, es teniendo como fondo el gran telón de una
concepción del mundo como vale la pena ser miembro de partido.
Uno se afilia a su partido con la convicción de que es el órgano
apropiado para realizar una concepción del mundo. En el caso
nuestro, de esa concepción del mundo que el talante conservador
nos ha revelado.
El conservatismo colombiano unas veces ha sido más concepción del mundo que partido y, otras, más partido que concepción
del mundo. En ocasiones no ha sido sino un mero talante. Tal
ocurrió, por ejemplo, a la muerte del Libertador. Nada quedó como organización, sino unos amigos en fuga del Padre de la Patria;
y como ideas, casi ninguna, porque la mitología liberal se había
adueñado del firmamento. Pero quedó el talante. El cual, sin nombre y sin cuadros, triunfó en el año de 1837, luego en el 40, hasta
que una nueva adversidad 10convirtió en partido. (1967, 90-91).
Tres revoluciones y el porvenir del conservatismo
(. .. ) en la historia moderna ha habido tres o cuatro revoluciones de verdad. La primera fue de tipo religioso, cuando con la Reforma se destruyó la unidad católica. En un momento parecía
triunfar y la vieja ortodoxia creyó perder definitivamente la bataHa. Pero al finalizar el siglo XVI ya el catolicismo había recuperado la ofensiva, había superado el desconcierto y originado un amplio movimiento cultural de signo conservador conocido como la
Contrarreforma, con sus poderosas manifestaciones artísticas como el siglo de oro español, el barroco, etc. La revolución religiosa
que en su momento parecía incontrastable, después de obtener
triunfos y derrotas parciales, había concluído como fenómeno
social.
Más tarde se produce la Revolución Francesa, de tipo individualista y burgués, que tuvo éxitos políticos y jurídicos indudables y
que en su momento también pareció avasalladora. Pero al cabo de
dos décadas había perdido su ímpetu. Las tradiciones se impusieron de nuevo sobre la gran transformación revolucionaria y surgió
la época conservadora del romanticismo.
En nuestro siglo hemos asistido a la revolución marxista. Ha tenido éxitos y fracasos y al parecer nos hallamos ante la declinación
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de ese fenómeno revolucionario. Lo que se advierte es que el mundo viene de la revolución. Lo que sigue es un porvenir conservador.
Cuando nos da por creer que Hispanoamérica va para la revolución, somos fieles a una modalidad nuestra de vivir, siempre a la
penúltima moda. Sería absurdo que, si el porvenir en el mundo es
para las ideas conservadoras, nosotros dejáramos perecer nuestro
partido precisamente ahora, cuando estamos en el sentido de la
historia. Ser conservador era difícil antes; no lo es ahora, porque
ese nombre está cargado de promesas. (1964, ps. 94-95).
Tradición y progresismo
Uno no puede, de la noche a la mañana, prescindir de todo lo
que estudiaron, experimentaron y vivieron los otros pueblos y
nuestros antecesores. Por eso somos nosotros conservadores. Dentro de esos límites tenemos la posición más progresista que se quiera, siempre manteniendo los valores tradicionales para no destruír
una riqueza nacional. (1963, p. 95).
La tradición no se opone a la innovación
El proceso de aceleración de la historia que presenciamos, no
desvirtúa sino que, por el contrario, amerita la actitud conservadora. Porque sin ella la vida sería amorfa, un confuso turbión, una
existencia tediosa. La manera de adquirir una posición crítica frente a la innovación, es tener la arrogancia de querer comprenderla.
Un pensador francés ha dicho: "Hasta ahora, la tradición se oponía a la innovación, pero empezamos a comprender que estas dos
nociones contradictorias se concilian, y que la gran característica
de la historia humana es la tradición de innovación".
Pertenecemos a esa tradición, a la del cambio. Porque al fin y al
cabo tiene más mérito invocar un pasado de tranformaciones, como lo puede hacer el partido conservador, que apuntarse a la carta
indeterminada de un cambio futuro que se invoca por no tener algo más concreto para proponer. (1970, ps. 95-96).
898
El conservatismo siempre va a la vanguardia
El partido conservador, pese a su nombre, siempre ha permanecido en la vanguardia de las necesidades nacionales y así pretendemos seguir durante muchos siglos. Nuestras ideas renovadoras han
hecho que en los gobiernos conservadores los cambios sean más
acentuados y el progreso y .el desarrollo colombianos mucho más
.notorios.
Ningún partido, por liberal que se llame, tiene más acciones en
la defensa de la libertad que el partido conservador. (1972, p. 98).
El conservatismo no defiende los intereses de los capitalistas
El conservatismo no será jamás un defensor de los intereses creados de las clases capitalistas ni se dejará llevar a ningún tipo de coaliciones que se presenten como una alianza defensiva de las clases
plutocráticas. (1972, p. 103).
La pobreza no se remedia con la revolución
Nosotros no creemos que la pobreza se remedie con la revolución, sino dentro de la paz, encauzando las energías del país hacia
la creación de prosperidad. Sin embargo, seguramente no ha de
faltar quien, con una aproximación primaria a los problemas de la
pobreza, aspire a apropiarse la conducción de esos sectores con
promesas de revolución, que siempre son más fáciles. (1972, p. 105).
El Estado paternalista y el Estado ajeno
Dos características marcan la idea que los colombianos tienen
del Estado: la de ser paternalista y la de ser ajeno. Paternalista porque se supone que el Estado debe dar, ser providente, ser generoso;
prev_er,suplir, remediar ... Pero al mismo tiempo ese ente paternalista y magnífico es algo extraño, distinto y separado de la sociedad, que pertenece a otros, con el cual, naturalmente, no existe
ningún vínculo de solidaridad.
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Yo no sé si estas características del Estado, de ser paternalista y
ajeno, nos vienen de tiempo atrás. Nuestros indígenas no tuvieron
noción alguna considerable de lo que podría ser el Estado. Lo primero que en tal sentido conocimos fue el Estado español, imperial, colonizador, eminentemente paternalista y evidentemente ajeno. Nunca existió en la historia universal, y acaso nunca vuelva a
darse, un Estado más paternalista y mejor que el que se proyectó
sobre las Indias durante los tres siglos de nuestra pertenencia al Imperio. La deficiencia del esfuerzo individual se solía justificar entonces por la adversidad del mundo circundante, con su inclemencia tropical, su soledad, su inmensidad. El Estado tenía que suplirlo todo, organizarlo todo, decidirlo todo. Fue una época de sabio
intervencionismo, arduamente criticado luego por su omnipresencia más que por su intención. Hoy el mundo ha vuelto a recorrer
un sendero de estatismo que antes fue atravesado por los gobernantes hispanos con indudable arrojo y con no poco acierto. Durante muchos afi.osese Estado paternalista fue considerado como
propio por los colonizadores hispánicos, hasta cuando los criollos
se hicieron numerosos y fuertes y empezaron a considerar que tanta ordenación, que venía del otro lado de los mares, no era la de
ellos, de su propio Estado, sino la de un Estado ajeno. Seguían solicitando la paternal providencia a un Estado que, sin embargo, no
emanaba de su consenso ni de su esfuerzo. Con esas dos mañas nos
quedamos. Cuando vino la Independencia seguimos requiriéndolo
todo del gobierno -en ese momento asimilado al Estado- pero sin
solidaridad con él. Y en más de 150 años de vida republicana no
hemos podido libertamos del influjo que ha tenido entre nosotros
la manera como el Estado se originó históricamente.
La formación del Estado en Europa tuvo, como es sabido, un
origen diametralmente opuesto. Al derrumbarse el Imperio Romano surgieron los burgos, los feudos, las provincias, los fueros, las
confederaciones de ciudades, hasta llegar, en un largo proceso, a la
formación de las nacionalidades. El Estado fue una empresa verdaderamente común, realizada en un diario quehacer. En la Europa
de la Edad Media y del Renacimiento, lo mismo que en la Grecia
antigua, los ciudadanos tenían un quehacer adicional: el quehacer
de hacer el Estado. De ahí una aproximación distinta del súbdito
hacia la expresión estatal, cualquiera que ésta fuese. En todo caso,
había lazo sentimental entre el resultado y el esfuerzo. Se sufría o
900
se gozaba con la ciudad. Era orgullo para el común la belleza de la
plaza pública, la altura del campanario, la imparcialidad de los jueces. Tanto bienes comunitarios como la limpieza, el orden, la estética, la justicia, que cuando el Estado es el fruto de un quehacer
resultan la propiedad de todos y el objeto de universal cuidado, pero que, cuando el Estado es tenido como entidad providencialista
y ajena, se desprecian y maltratan porque ellos parecen no representar parte del individual esfuerzo.
Nuestro Estado fue un Estado dado, que lo encontramos ahí,
traído, importado. Ha sufrido un proceso natural de complejidad:
ha tratado de diversificarse, de especializarse, de multiplicarse. Todo eso sin plan. La necesidad ha creado los órganos; pero éstos se
han integrado en un todo inorgánico. No es una paradoja ni un juego de palabras: es que el Estado colombiano se encontró de pronto
ante un orden de magnitudes superior a él y ha tenido que adaptarse sin teoría, sin orden lógico, sin premeditación. No hemos podido disponer de una tradición estatal. Por el contrario, la improvisación ha sido la característica tradicional de todo intervencionismo
del Estado.
Esa insolidaridad del colombiano con su Estado, con un Estado
que no considera suyo, se manifiesta en dos proclividades casi
irreprimibles: la tendencia a solicitar el intervencionismo y la tendencia a criticar ese intervencionismo.
Contra la idea de que el Estado es ajeno existe una terapéutica:
poner todo el énfasis en las instituciones estatales intermedias, que
hemos dejado languidecer por causa de un centralismo irreflexivo.
Hay toda una política que consiste en suscitar un sentimiento de
apropiación de lo vecinal, de lo comunal, de lo regional. Que el
municipio, el departamento, la corporación, no sean manifestaciones parciales de un Estado ajeno y distante sino una prolongación,
una ampliación del ámbito individual. Tener esas instituciones intermedias como propias; usarlas, gozarlas, sostenerlas, tales deberían
ser las costumbres de los buenos ciudadanos. (1965, ps. 112-114).
La tendencia estatizante es universal
La antigua noción del intervencionismo de Estado, aquella que
podríamos llamar tradicional y que fue tema de candente discu901
sión en las primeras décadas de este siglo, ha cambiado completamente su significado en nuestro tiempo y presenta características
tan disímiles que muy poco nos dicen hoy los alegatos de aquella
resonante controversia. Entonces se partía del supuesto de la libertad como norma general, que podía o debía ser interferida por el
Estado en función de objetivos comunes inalcanzables por el conjunto inorgánico de esfuerzos individuales. Qué tan seguros eran
los derechos del ciudadano y cuán eficaces las ordenaciones superiores emanadas del Estado, eran los puntos debatidos y que determinaban la posición de los partidos frente a 10 que parecía ser el
tema central de la política.
La disputa la ganó el Estado. En Colombia, sin mucha pena y
casi sin gloria. Hoy podría decirse que la norma general es la orientación estatal y la excepción perturbante la iniciativa privada. El
Estado se encuentra en todas partes: es la voluntad determinante
de cualquier actividad, el dispensador de privilegios y hasta de las
libertades, el dueño de oportunidades y el titular de los derechos.
La libertad no es un atributo de la persona sino una concesión estatal. La libre empresa encuentra, muy próximo, un cerco de prohibiciones que limitan tan drásticamente la iniciativa individual,
que raras veces ésta puede completar el ciclo de su evolución.
No podría decirse hoy si este resultado es bueno o malo. Se trata, evidentemente, de una realidad, frente a la cual no parece eficaz invocar los principios individualistas, tan llenos de nostalgia y
sentimentalismo. La tendencia estatizante es universal y posiblemente incontrastable porque se presenta con una impresionante
aureola de tecnicismo. Cuando esto último no se da, porque no
vale la pena de apelar a la técnica, basta con que el Estado ponga
cara de necesidad.
Parece, sin embargo, útil y necesario distinguir entre el intervencionismo de Estado -en su amplísima concepción actual- y
la omnipotencia de la razón de Estado. Porque aquél implica que
el Estado sea un creador de normas, cuyo imperio invade cada vez
ámbitos más amplios, mientras que ésta es la destrucción de las
normas, en virtud de la invocación excepcional de la salud pública.
En el primer caso, el Estado es ordenador, legislador, creador de
instituciones, de reglas, de sistemas coactivos que disciplinan la
902
actividad individual; en el segundo, su acción irrumpe por encima
de las instituciones y normas vigentes sin propósito de crear precedentes, sin discutir siquiera la vigencia de los derechos individuales, sino supendiéndolos por motivos extraordinarios de interés colectivo. (1964, ps. 117-118).
El intervencionismo
de Estado como herramienta para el desarrollo
El intervencionismo tiene en los países subdesarrollados una entidad superior a la que ordinariamente se le concede en los industrializados, pues su alcance no es, como en estos últimos, preferentemente correctivo, sino que entre nosotros tiene una misión
orientadora y reguladora, en la que va envuelta la posibilidad total
del desarrollo económico.
Un Estado eficaz debería convocar a la ciudadanía para ese esfuerzo, señalar las prioridades, los objetivos próximos y los distantes y establecer la correspondiente disciplina para producir la economía de esfuerzos y la concentración de recursos que se necesitan para poner en marcha un fenómeno acelerado de desarrollo.
Un Estado así, intervencionista para alcanzar un bien común mediante planes previa y libremente acordados, conseguiría realizar
una tarea histórica. La amplitud de las metas justificaría ante la
opinión la importancia de los sacrificios. (1965, p. 120).
Tipos de intervencionismo
Parecería que existe una diferencia sustancial entre un intervencionismo de Estado regulador y un intervencionismo de Estado expansionista. El primero es aquel tipo de intervencionismo con pretensiones a la justicia distributiva, que tiene un profundo sentido
social y que surgió contra los excesos del capitalismo en la época
de la revolución industrial. Su objetivo era morigerar y quebrantar
el libre juego de las leyes de la economía liberal en busca de una
nivelación igualitaria que preservara, hasta donde fuera posible, la
dignidad humana. Con toda su carga de buenos sentimientos y con
las grandes ejecutorias cumplidas contra la opresión de la dialéctica capitalista, este tipo de intervencionismo resulta hoy insuficien903
te porque ha sido desbordado por las condiciones técnicas de la
productividad. Hoy se requiere un tipo de intervencionismo que,
además, busque la nivelación social en las posibilidades del ensanchamiento económico.
Veamos, para aclarar esta diferencia, lo que está ocurriendo en
el campo de la libre competencia Dentro de lo que pudiéramos llamar la ortodoxia del intervencionismo inicial, debe combatirse y
eliminarse toda posibilidad del monopolio. No así en el caso de
que nos situáramos en el terreno de la productividad. Se ha demostrado que, por regla general, todo intento anti-trust conduce
a una disminución del empleo. Frente a esta amenaza, se termina
por tolerar las condiciones inequitativas de la concentración capitalista. Hoy, ante el apremio de producir y de ocupar más gente,
se requiere institucionalizar un intervencionismo que permita la
convivencia con un monopolio o un oligopolio eficiente, dentro
del cual se haya establecido una equitativa distribución no sólo de
las oportunidades de enriquecimiento sino de las prerrogativas de
mando. Y no se crea que este problema de la convivencia con el
monopolio ~ que no se puede destruír es un fenómeno de países
más avanzados que el nuestro. Por el contrario. Las condiciones
monopolísticas se dan, por causa misma del Estado, más frecuentemente en los países pobres, donde no existen suficientes recursos para fomentar la competencia. Nuestras inversiones en bienes
de capital son únicas, de suerte que cualquier producción que se
inicia encuentra mercados exclusivos y prontamente recibe un proteccionismo radical, porque a su vez el Estado se interesa por que
no se realicen nuevas inversiones paralelas en condiciones antieconómicas. De esta suerte, aunque en teorfa se mantenga la línea inicial anti-monopolística, en la práctica se está cumpliendo un intervencionismo en sentido contrario, concentrando en uno o en pocos un cúmulo de exclusividades económicas. Tal vez nunca como
ahora los productores colombianos han tenido una noción más patente del Estado patemalista, pues no sólo les estimula la inversión
y les elimina la competencia, sino que termina por garantizarles el
consumo de sus productos. El Estado lleva así al productor de la
mano, con visible deterioro de los índices de productividad, sin
perjuicio de que un día cualquiera, después de haberle otorgado
tanto y tan inmerecido favor, lo abandone en la primera encrucijada y lo someta a condiciones económicas despiadadas, tales co904
mo una sorpresiva competencia o una suspensión súbita de sus
abastecimientos. (1965, ps. 121-122).
Intervencionismo
y libre empresa
El conservatismo no es partidario de un sistema absoluto de libre empresa porque precisamente nuestro partido fue la antítesis
del liberalismo manchesteriano que la proponía; pero tampoco
acepta el socialismo porque en todo momento busca preservar la
dignidad de la persona humana ante el predominio estatal. Aquí
nosotros partimos de una economía ya socializada en su base, en
cuanto los servicios públicos están, casi todos ellos, en manos del
Estado. Pero en los demás sectores se ha logrado un sano equilibrio
que nos permite diferenciarnos de otros países latinoamericanos
precisamente por la extensión, eficacia y vigor de la empresa privada en torno a la cual se va formando una clase media más ancha
y sólida que la de otras partes. (1967, p. 135).
Concentraci6n
de esfuerzos para el mejorestar general
El propósito de orientar la actividad económica de un país subdesarrollado hacia los grandes números mediante una concentración de esfuerzos que desencadenen un aumento de la producción,
del consumo, de los servicios y, por 10 mismo, de las oportunidades de empleo y del mejorestar, tienen un hondo sentido espiritual. Al extrovertir las aspiraciones materiales, al buscar la satisfacción de los anhelos terrenales en la superación de las circunstancias
limitativas del progreso, se abren campos de acción que no están
sometidos a la lucha de clases. De ahí que nosotros pongamos, como católicos que somos, tanto énfasis en las posibilidades de una
planeación expansionista y no simplemente correctiva. (1965, p.
140).
Todo gobierno necesita el respaldo de los partidos
El gobierno debe apoyarse en la opinión en general. En la mayor
cantidad de opinión que pueda conseguir sin recortar las posibilidades de su acción administrativa. Pero ocurre que sólo los parti-dos producen ese tipo de solidaridad vertical que da estabilidad a
905
los gobiernos. La solidaridad de los gremios o de las clases sociales
como tales, está condicionada a que la administración los favore.zca. Los partidos, si son policlasistas como han pretendido ser los
nuestros, tienen una visión de conjunto y por eso su apoyo puede
ser más eficaz y más estable. A pesar de la opinión de muchos, dejan en mayor.líbertadal mandatario. (1970, p. 141).
El progreso social implica producir, exportar, crear y dtstributr
No concebimos que pueda haber progreso social sin desarrollo.
Hay que producir, exportar, crear y distribuír. Todo eso en conjunto, en armonía.
Producir para tener: elemental. Exportar para tener con qué
comprar: elemental. Crear empresas para conseguir trabajo: elemental. Y distribuir lo que se tiene, lo que se ha logrado producir
y ahorrar, para que haya convivencia social: elemental.
Pero una ordenación total del esfuerzo del país para conseguir
estos fines es una novedad, cuando nos hallamos en un clima de
envidia, de improductividad, de reformismo infecundo y de desilusión. (1972, p. 143).
El pueblo tiene derecho a conocer los planes estatales
ya ejercer sobre ellos la debida vigilancia
La intervención del Estado no puede seguir siendo una función
epiléptica, como lo es hoy. No debe ser ocasional, arbitraria, sorpresiva, amenazante. Debe obedecer a un plan. Los ciudadanos tienen derecho a conocer ese plan. Ese es un nuevo derecho democrático que ha surgido. Es que el concepto mismo de la democracia
va cambiando. Antes la democracia consistía en ejercer el derecho
de votar, de imprimir un periódico. Hoy, entre los requisitos de
una democracia está el que se haya hecho un plan con participación de las fuerzas vivas del país, que ese plan sea conocido y ejecutado. Así podemos apreciar y juzgar cada uno de los actos del
gobierno encontrándoles en la planeación un término de referencia.
Se requiere algo más: que el plan adoptado se convierta en un
patrimonio público, es decir, que no se adopte sino mediante el
906
consenso mayoritario, que no se modifique abruptamente y que se
analice, actualice y divulgue con tal esmero y tanta publicidad, que
su ejecución signifique una diaria prueba de opinión. Para ser más
enfáticos diríamos que el pueblo tiene hoy un derecho suplementario, que se debe sumar a los que tradicionalmente
han formado
el conjunto de las garantías ciudadanas: el derecho a conocer los
planes estatales y a ejercer sobre ellos la debida vigilancia.
La planeación, no considerada simplemente como una dependencia asesora del gobierno, ni como un instrumento político contra el Congreso, ni como un sistema para justificar o disimular el
sectarismo, sino como un elemento regulador de la acción del E!r
tado y de la actividad particular, podría darle a los programas, en
que somos tan duchos y prolíficos, las condiciones de seriedad, estabilidad y técnica propias de una verdadera política económica.
Una planeación así concebida vendría a ser una garantía contra
el sobresalto de las medidas oficiales, contra la discontinuidad de
la ley y de los decretos, contra la discriminación, contra la variación súbita de las condiciones económicas que tanto alteran la producción y que amedrentan a los inversionistas.
La planeación se convierte entonces en el centro, en el meollo,
en el corazón de la política estatal. De allí salen las normas rectoras, los lineamientos que determinan los estímulos, positivos y negativos del intervencionismo y que en nuestro tiempo resultan más
decisivos que los tradicionales mandatos de las leyes. (1964,1965,
ps. 144-147).
El pleno empleo
El subempleo, el subsalario y el sub consumo producen un estado tolerable de subalímentación. El dramatismo de la desocupación se disimula y por ello vivimos dentro de un estado de conformismo que no permite plantear el tema del pleno empleo como un
propósito nacional. Por el contrario, todas las. fuerzas de presión
se ejercen inconscientemente
contra esa meta, buscando la satisfacción de ambiciones de gremio o de clase, con manifiesto desinterés por las posibilidades de inversión, que son las que a la larga
o a la corta podrían cambiar el subempleo en empleo pleno.
907
Apenas vale la pena de mencionar la desmoralización que existe
en nuestras fuerzas de trabajo. Toda la legislación se ha orientado
hacia prestaciones que garanticen la persistencia de un trabajo a
medias. Se ha conseguido un alto grado de protección para la insuficiencia, a costa de un auténtico salario real. Y, muchas veces,
presenciamos el esfuerzo poderoso de los sindicatos buscando irreflexivamente la descapitalización de las fuentes de trabajo, como si
lo único que importara para ellos fuera el apremio demagógico del
momento. (1963, p. 152).
En materia de centralismo somos un país atípico
En la soledad de América, al principio de la historia, la tendencia del hombre era a la concentración, para defenderse, por el número, del misterio de la inmensidad circundante. Los primeros
conquistadores crearon ante todo ciudades antes de intentar cualquier tipo de colonización, precisamente por la necesidad de permanecer unidos ante un mundo exterior amenazante e insondable.
Ese es el origen de la centralización en la América Latina, continente que empezó siendo urbano.
En Colombia el proceso fue distinto. Cierto que se crearon ciudades. Colombia es un país de ciudades, precisamente porque
nuestro medio geográfico interrumpió el proceso de concentración.
Hay ámbitos físicos que tienen una influencia dispersante sobre
la formación de los pueblos. La geografía de Colombia no es unificante sino dispersante. Y, dentro de nuestro país, tenemos zonas
que son particularmente dispersan tes.
Nuestra cultura se esparció por nuestro territorio creando centros vitales autónomos, donde era posible vivir con dignidad porque existían los elementos básicos de civilización y de convivencia
social.
Y, en todas partes, una estructura socioeconómica autosuficiente. Esta fue una época de saludable descentralización.
El fenómeno moderno de la urbanización de la cultura, que como es obvio también se ha presentado en Colombia, lo hemos ma908
nejado mejor, gracias a lo que todavía subsiste de capacidad díspersante de nuestra geografía. Pero empieza a estropearse aceleradamente por el crecimiento absorbente de los núcleos centrales donde están las posibilidades de participación.
Hay una tendencia natural, orgánica, de las sociedades hacia la
concentración. Se trata de un fenómeno contra el cual no se puede
combatir sólo con literatura. Tampoco hay fórmulas concretas que
lo modifiquen o enmienden. No hay que esperar que un artículo
de la Constitución o una simple ley, puedan cambiar el sentido de
una evolución vital de los pueblos.
A cierto nivel de cultura y de inquietud anímica ya no es posible vivir en el campo. Hay razones de progreso que determinan una
emigración campesina incontrastable. La gente se viene del campo
porque allá se están agotando las posibilidades de realizarse como
un hombre contemporáneo. Lo natural, hoy, es aclimatarse a un
nivel de oportunidades que no se consiguen sino dentro de la ciudad. El estado de naturaleza en que hoy vive el hombre ha cambiado. (1972, ps. 156-159). '
Hacia la sociedad urbana
Si queremos estar a la altura de nuestro tiempo, tenemos que
pensar desde ahora en que nuestra sociedad será urbana. Y que, '
además, ese fenómeno nos va a librar de un compromiso social
que hoy, con una población rural dispersa e improductiva, no podemos cumplir.
Es con un propósito de utilizar el desafío para conseguir la redención social, como podemos enfrentarnos al fenómeno de la urbanización, para dominarlo y para, a través de él, aprovechándolo,
buscar un reparto más acelerado del ingreso.
Lo que interesa es que la transformación urbana no sea simplemente un proceso de aglomeración inorgánica.
Pero en una sociedad perfectamente urbana, es posible nosólo
concebir sino realizar una adecuada descentralización. Lo que ím909
pide llegar a una teorí-a de la descentralización moderna, es la envejecida creencia de que hay que detener el crecimiento de las duda.des. No podemos aceptar esta pretensión, porque entonces todos
nuestros propósitos descentralistas quedarían sometidos a una condición imposible.
Lo que evidentemente está ocurriendo, es que estamos ante el
peligro de una macrocefalia que puede destruír lo que queda de
nuestra vieja estructura regional.
No importa tanto la concentración demográfica, sino el fenómeno colateral de que también en esas ciudades se acaparan las oportunidades de decisión y las posibilidades de bienestar. (1972, ps.
160-162).
Concentración tecnológica y centralismo
Las posibilidades del hombre contemporáneo no se pueden realizar sino dentro del ámbito de los grandes números. Y los grandes
números están en las ciudades. Ese es otro fenómeno natural que
tiende a la concentración.
La primera concentración de grandes números con que nos encontramos, es la información.
Existe indudablemente un nuevo derecho político ala información. Una de las formas de resignarse frente al centralismo es abandonar ese derecho. El Estado no suele interesarse por compartir
con otros esa inmensa herramienta de gobierno que es la estadística. y cuando no se la tiene a mano, cuando no se la maneja con
propiedad, lo que se está haciendo es delegar el poder decisorio a
quienes disponen de ella. Las regiones se colocan así al margen de
la iniciativa administrativa y se vuelven sujetos pasivos del desarrollo.
Simultáneamente también se concentra la tecnología.
Otro instrumento centralista es la capacidad de divulgación.
Creemos hacer descentralismo cuando justificadamente reclamamos contra la absorción de poder que se observa en los grandes
910
centros, pero no caemos en la cuenta de que favorecemos esa concentración cada vez que reclamamos innecesariamente la intervención del Estado, o le transferimos obligaciones que inmediatamente le corresponden a la comunidad. Cuando renunciamos al esfuerzo parroquial y pedimos que el Estado se encargue de los servicios
públicos, estamos centralizando. Cuando solicitamos la protección
paternalista de la autoridad, estamos centralizando. (1972, ps.
163-165).
Planeación y descentralización
Porque debemos ser francos: una efectiva distribución geográfica de las nuevas industrias, no se obtendrá sino mediante un régimen audaz de incentivos y de desgravaciones que justifiquen económicamente, por márgenes amplios, el alejamiento de las grandes
ciudades.
El crecimiento del Estado ha sido un factor centralista. Yo lo he
denunciado muchas veces. y lo seguirá siendo mientras el sistema
de planeación no se estructure en forma tal, que permita la participación de las regiones y de los estamentos en la adopción de los
grandes propósitos nacionales y, después, promueva la descentralización/de funciones, en cumplimiento del plan general de desarrollo. (1972, ps. 166, 170).
La macrocefalia del Estado debe detenerse
Cuando se combate a la empresa privada, no se la critica por lo
que ha sido, sino porque no ha conseguido más. Porque no mantuvo su ritmo de crecimiento, porque no aumenta la zona de la fuerza de trabajo que con ella se vincula. Se nos dice, por ejemplo, que
les trabajadores industriales son una oligarquía obrera, como si nos
doliera el bienestar relativo que ellos tienen. Pero no se nos dice
cómo podríamos crear esas mismas condiciones para un mayor número de compatriotas, como no sea instalando más industrias para
que haya más trabajo, más prestaciones y más obreros sindicalizados. Lo malo no es que haya unos pocos trabajadores con condiciones económicas y sociales tolerables sino que no sean más.
911
El Estado no es un creador eficaz de empleo. No es tampoco un
buen patrono. Cuando suministra servicios, cumple una misión que
generalmente la empresa privada no puede desempeñar. Pero cuando se erige en productor, crea más distorsiones y más situaciones
negativas que las que pretende solucionar.
El Estado justifica su presencia en la producción de bienes para
el mercado alegando dos propósitos: facilitar el desarrollo y eliminar los monopolios privados. Lo primero no parece justificado. Si
se trata de crear empresas deficitarias, a todas luces resulta más
prometedor crear las condiciones económicas para que no lo sean,
en vez de embarcarse en irremediables situaciones de pérdida de las
que ya nunca puede sustraerse. Si la industria es próspera, tampoco se explica que, existiendo otros sectores que requieren las inversiones estatales, éstas se concentren sobre las posibilidades de
lucro. (1972, p. 172).
Centralización
polttica e independencia
de las regiones
Una de las tareas fundamentales del Estado es corregir la malformación de la sociedad. Se ha pretendido que lo moderno es la
concentración del poder. Estamos manifiestamente ante una tergiversación del problema. Parecería que el Estado se resigna y
acepta una tendencia que no está en capacidad de modificar y que
por lo demás, le es favorable. En años pasados fuimos sometidos a
un autoritarismo que quebrantó inútilmente la consistencia de las
aspiraciones regionales y de las fuerzas vivas del país. La hegemonía del Estado se consagro, en su expresión gobierno, en la más
elemental y primitiva de las simplificaciones.
El autoritarismo así sin normas, establecido por la fruición de
ejercerlo, no es una expresión moderna de la política, sino, por el
contrario, muy arcaica. El despotismo florecía tranquilo cuando la
ciencia de la política no se había desarrollado y no existía el concepto civilizado del equilibrio del poder. No basta para justificar
la concentración, el hecho de mostrar cierta eficacia en la ejecución de las órdenes o alguna prontitud en la realización de ciertos
empeños. La contrapartida de esta forma expedita de resolver las
cosas, es la ausencia de participación de los gobernados. Se trata,
por lo mismo, de un precio muy alto.
912
La democracia, para ser verdaderamente tal, necesita un grado
creciente de descentralismo en su expresión contemporánea, que
no consiste en desmembrar la autoridad ni en obtener un simple
reparto de las rentas públicas. Lo primero no es apetecible; lo segundo es insuficiente. De lo que se trata es de que orgánicamente
haya una paulatina participación en todos los órdenes administra tivos.
Lo que se busca no es implantar unas medidas más o menos defensivas de la independencia regional sino adoptar unafilosofiasobre el ejercicio del mando. Es necesario convertir en un propósito
actual la vieja tesis de la "centralización política y la descentralización administrativa", creando los organismos que restauren el
equilibrio del poder.
En cambio, si se consigue apartar los brotes temperamentales de
autoritarismo, los actuales textos constitucionales bien pueden servir para instaurar esa planeaci6n participada y participante, que es
el punto de arranque de la moderna descentralización.
La iniciativa y la legítima independencia de las regiones, puede
ser preservada según sea el criterio con que se estructure la planeaci6n. Es este un tema que, como muchos otros que se refieren a la
descentralizaci6n, apenas empieza a debatirse. Será necesario trabajar intensamente sobre la forma que deba tener la planeaci6n regional, hasta crear un concepto claro de que la concentraci6n autoritaria no es la única forma de modernizar el Estado, sino que hay
otras, más novedosas aún, que por medio de una participación
ininterrumpida de los gremios, los municipios y los departamentos,
alcanzan resultados técnicos más estables y congruentes. No hay
que olvidarlo: la descentralizaci6n es la más moderna de las inquietudes humanas. (1972, ps.17~180).
Contra el angelismo económico
Alguien ha dicho que gobernar es escoger. No basta, por ejemplo, conseguir que el Estado sea tan poderoso y tenga tantas facultades que todo lo pueda hacer mejor. En ese momento tampoco
tendríamos una política. Porque lo que es mejor para unospuede
913
no serlo para otros. Porque lo que el Estado considera mejor en un
momento dado puede ser un simple y pernicioso impulso temperamental. Establecer la bondad de las metas y de la conducta es el
fin de toda política. En consecuencia el angelismo. como una capacidad potencial de mejorarlo todo un día cualquiera, puede ser una
de las mayores amenazas para el desarrollo, que de todas maneras
necesita un cierto grado de continuidad. Las situaciones angustiosas de despilfarro a que suelen llegar nuestros países se deben a que
no tenemos una política suficientemente valerosa que le brinde a
la libre empresa las oportunidades a que tiene derecho y al mismo
tiempo no tenemos el coraje de adoptar la política contraria, que
.consistiría en darle una auténtica oportunidad al socialismo. Nos
quedamos en el medio, transando defensivamente ante las presiones y los hechos cumplidos. Ahí reside el despilfarro. (1967, p. 193).
Empresas agropecuarias
La propuesta que corresponde hacer es la siguiente: debeestimularse la creación de empresas agropecuarias, en forma de sociedades anónimas, cuyas propiedades fueran inafectables yen cuyas
utilidades tuvieran participación los trabajadores agrarios. El capital que en ellas se suscribiera podría provenir de utilidades obtenidas en otras actividades y que se declararan libres de impuesto sobre la renta por el hecho de invertirse en ese programa de desarrollo. (1971, p. 206).
Polttica
agraria
De la producción agrícola dependen, entre ctros muchos factores de desarrollo, dos que son primordiales pars el bienestar de todos nuestros conciudadanos: el abastecimiento de víveres baratos
en lo interno y la disponibilidad de divisas en lo externo, con las
cuales podamos pagar nuestro desarrollo.
Debe buscarse una política agraria que no sea una amenaza para
el agricultor, que asegure aumentos en la producción porque debemos recordar que el progreso del país está ligado a la posibilidad de las divisas que podamos invertir, y esas divisas, en su gran
914
mayoría dependen de la productividad del sector agropecuario.
(1972,pL 22~ 223~
Deficiencias de la propiedad comunitaria
Al campesino le conviene más la existencia de empresas agrícolas donde tenga trabajo seguro y pueda reclamar condiciones de
bienestar menos aflictivas.
En torno a la empresa agrícola, se pueden lograr formas de asociación sindical eficaces y conseguir para el trabajador un tipo de
convivencia social, con atención médica, educación y entretenimiento, condiciones que dif'ícilmente se pueden imaginar en una
granja colectiva o propiedad comunitaria en la cual el patrono es
remplazado acaso por el Estado en su más distante manifestación
burocrática.
La absorción de trabajadores por propiedades comunitarias sin
capacidad de inversión sería siempre muy exigua. En cambio, el
multiplicador de empleo de un desarrollo industrial es incalculable: vaqueros y tractoristas, faeneros de carne y operarios de frigoríficos, a niveles de salario que nunca podría alcanzar una propiedad comunitaria ocupada probablemente en producir artículos
de pan-coger con muy escasos excedentes para el intercambio.
(1971, ps. 230-231).
El cambio es una tarea de todos los dfas
El cambio es una de las condiciones estimulantes de la vida moderna; el cambio es el desafío dentro del cual tenemos que esperar
todos los días una respuesta, y en ese ejercicio de la mente es donde encontramos la verdadera sabiduría de la doctrina que profesamos para no ser víctimas del cambio; para no tener que soportarlo,
para no tener que ser sujetos pasivos de él, para no lanzarse simplemente al cambio como si uno no tuviera capacidad de dirigirlo, se
necesita hacer una especie de esfuerzo espiritual, de recuperación
de los valores tradicionales del hombre; porque es ahí en la tradición majestuosa de la cultura que hemos heredado, donde nosotros
915
podernos conseguir la dinámica que nos permita manejar el cambio
y ponerlo al servicio del hombre.
El partido conservador es la fuerza más moderna del país, precisamente porque no ha estado esperando el cambio sino que lo ha
estado viviendo. Porque no está soñando con un cambio lejano, tumultuoso, que destruye las cosas que tenernos, sino que busca un
cambio constructivo, que hay que fabricar todos los días yeso significa una tarea de la voluntad y al mismo tiempo una tarea de la
mente.
Con el cambio hay que congeniar: hay que vivir dentro del cambio, hay que gustar de él, hay que fascinarse con las posibilidades
que nos brinda. En cierto modo hay que tener una vocación sentimental con el cambio, porque es la manera corno el hombre se
realiza.
El cambio acelerado es el signo cautivante de nuestro tiempo. Lo que importa es encauzarlo y ponerlo al servicio del hombre.
El conservatismo no se debe limitar a pedir un cambio que de todas maneras sobreviene; corno aspira a ser el partido de la inteligencia, debe prepararse para dominarlo, es decir, para acelerarlo o
dirigirlo según las conveniencias. El cambio por el cambio o el
cambio a cualquier precio que otros proponen, a mí no me seduce.
(1972, ps. 237-239).
Inconformismo por falta de progreso social
En la continuidad de nuestra insatisfacción, en el inconformismo que nos causa la falta de progreso social, está la razón de nuestra dinámica. Así es corno hemos hecho esta República: sus leyes,
sus instituciones y sus grandes conquistas sociales, que son todas
nuestras. Tenernos una impecable tradición de progreso que nos
llena de autoridad para reclamar el manejo del futuro.
La historia lo prueba: gobernamos mejor, precisamente porque
no esperamos la revolución. El diario quehacer del buen gobierno
es lo que conduce a que la gente tenga algo que conservar: por
ejemplo, el orden y el Estado de derecho. (1971, p. 239).
916
La formación de equipos humanos y el avance tecnológico
El avance tecnológico está produciendo diariamente una cantidad abrumadora de datos que es necesario considerar. Para mantener un mínimo nivel de información hay que hacer cada día un ingente esfuerzo de capacitación. Los temas públicos son múltiples,
cada día más complejos. Están sobrepasando 'no sólo la capacidad
de asimilación individual sino la de equipos. Nada hay más triste
que una posibilidad de solución para algún problema que está ahí,
yacente, por falta de capacidad técnica para ponerla en marcha.
Esto es lo que la revolución no resuelve. Ya hay suficiente cambio desaprovechado para desperdiciar esfuerzos en la improcedente tarea de someter lo que existe a un criminal proceso de destrucción. La formación de equipos humanos para el aprovechamiento
intensivo de las oportunidades de cambio es una tarea indispensable para mantener ante la vida una actitud contemporánea. (1970,
p.241).
Es indispensable la politizaci6n de la juventud
Ya no es posible no tener una cierta participación en la vida pública porque el Estado le está resolviendo a uno los problemas propios del Estado y le está resolviendo los problemas propios del individuo y de la familia. El Estado moderno, por su magnitud y su
complejidad, le resuelve a uno sus propios destinos, como una función pública, sin pedirle concepto, sin considerar la totalidad de
los problemas que a uno conciernen y por lo tanto el individuo está sometido a ser un sujeto pasivo de la política. Quiéralo o no,
aunque se declare apolítico, durante el día está siendo una, varias
veces, casi todo el tiempo, sujeto pasivo de la política. Yo creo que
ahí radica la explicación de porqué la juventud se está politizando.
Porque si no se politiza, siempre seguirá siendo un sujeto pasivo
dentro de la política, mientras que si se politiza puede cambiar la
condición inevitable de ser víctima del impacto político que produce el Estado, por otra que evidentemente es más noble, que consiste en aduefíarse de las oportunidades políticas que existen para
contrarrestar esa pasividad y participar en la dirección de la política. Es muy importante para la juventud este concepto, porque si
917
uno no hace la política, la política se la hacen a uno, que es generalmente lo que ocurre a la universidad. (1972, p. 252).
Por su heterogeneidad el populismo es un estado de indefinición
El populismo es un estilo de la política. No es nuevo. Lo hubo
casi siempre, Y acusa muchos rasgos comunes a través de la historia. En forma genérica puede decirse que los populismos siempre
han sido movimientos espontáneos, surgidos en virtud de una necesidad física: la de llenar el vacío que dejan las formas tradicionales de la política.
Por eso creo que el populismo siempre es un efecto producido
por causas que le son extrínsecas. Es el resultado de.una.crísís que
lo ha antecedido y de la cual, por lo común, no se ha tenido conciencia. El populismo es el lugar donde estaciona la gente que ha
quedado suelta. Es una gran central ferroviaria donde se pueden
tomar trenes para todos los destinos: desde los que van a la revolúci6n hasta los que 10 devuelven a uno a casa.
En cierto modo el populismo es un estado de indefmici6n: se sabe, por lo general, de dónde se viene pero es muy frecuente que no
sepa hacia d6nde se va. Como es apenas obvio, se trata también de
un estado de insatisfacci6n. Cuando la gente se desprende de los
cauces comunes es porque éstos se han hecho estrechos e infecundos. Abandonan la corriente antes que se precipite por un salto.
En esa búsqueda de nuevos destinos hay una inicial intuición de
que el rumbo tradicional conducía al fracaso. Se trata, por consiguiente, de un diagnóstico público adverso a la continuidad de la
situación existente.
.
El populismo es heterogéneo. Nunca llega a tener un grado efectivo de homogeneidad, porque esa gente que llega a la estación tiene sus solidaridades puestas en el pasado, vive aún de recuerdos, de
ilusiones perdidas, de desamores. No ha tenido todavía una vida en
común <con los demás emigrantes. Todavía no hay con éstos un pasado colectivo. Apenas se comparte con ellos el clima de frustración.
En ese conglomerado inarmónico está la materia prima de la
nueva política. Es una arcilla moldeable que es necesario trabajar
918
sin descanso. Porque el populismo, como la arcilla, es un material
neutro, que se puede orientar. Se pueden hacer cruzadas o revoluciones y también se puede obtener una ancha base para el afianzamiento del sistema institucional. Porque cuando los hombres están
en la estación, se hallan propicios para cuanto se les proponga. En
los andenes están también, activos y vociferantes, los agentes de
todos los viajes, aprovechando que hay muchísima gente en tránsito predispuesta a cambiar su itinerario.
Esa situación de apertura constituye un desafío incitante. Para
los políticos significa que han entrado en período de prueba, porque las estructuras vigentes están siendo socavadas: pero sobre todo porque lo que se ha roto es la apatía resignada de las multitudes
que exigen una nueva motivación. Hállanse éstas, por lo tanto, a la
expectativa del mensaje político. (1970, ps. 257-258).
Los movimientos populistas terminan desintegrándose
El populismo no es el proletariado, no representa a los siervos
de la gleba, ni está integrado por las clases empobrecidas y famélicas. Sus huestes reclutan en las clases medias donde las insatisfacciones producen un explicable fermento revolucionario. Entre los
que integran el populismo están las nuevas fuerzas vitales: los estudiantes, los progresistas, los imaginativos, los ambiciosos, los que.
van adquiriendo conciencia política, que es distinta de la conciencia de clase y muy superior a ella. Posiblemente quienes se hallan
en este tránsito político es porque han sido o están siendo protagonistas de un tránsito social mediante el cual han perforado uno o
varios estratos económicos y culturales. Su nueva condición exige
otras formulaciones políticas que les permitan volver a crear una
jerarquía de valores y esperanzas.
Estos movimientos tienen la pretensión legítima de ser el pueblo, de representarlo. Por eso hablan en su nombre aprovechando
la timidez o el desconcierto de los partidos tradicionales que de
pronto se sienten sin autoridad para competir en ese campo.
Es interesante observar que la aparición de los populismos no
coincide con las épocas de crisis económicas. Las grandes recesio919
nes pueden determinar la caída de los gobiernos que las dejan producir, pero el resultado en esos casos es autoritario y conduce al
establecimiento de regímenes de fuerza. Los movimientos populistas, en cambio, se producen más frecuentemente cuando aumentan los consumos o por lo menos cuando una parte sustancial de la
población accede a un nivel de vida de mayor holgura. Conseguido
este ascenso surge la angustia de no poder continuarlo. Es la conciencia de haber agotado las posibilidades próximas de progreso lo
que despierta el desamor por el sistema. En la rebeldía populista
se quiere encontrar el camino hacia la reconstrucción de la esperanza. El hombre instintivamente preserva celosamente sus posibilidades de anhelar sin darse mucha cuenta de que esa es la forma
que ha encontrado para soportar la pobreza. En cambio, cuando
los índices del crecimiento económico son continuamente inferiores al demográfico o cuando el ritmo en que aumentan las apetencias es superior a la posibilidad -así sea remota- de satisfacerlas,
la consiguiente desesperanza origina el descontento político y despierta las inquietudes populistas. El apremio de satisfacer las necesidades secundarias -las de relación social o las culturales- es un
motor revolucionario más eficaz que la urgencia de calmar el hambre o de encontrar un techo.
En muy pocos casos los populismos llegan a ser revolucionarios.
Porque el objetivo revolucionario es demasiado drástico y demasiado concreto para aglutinar a esos movimientos amorfos y eminentemente vivenciales, que se han formado más por causa de la frustración que en tomo a un propósito positivo. La toma del poder,
si es por la fuerza, suscita una serie de tensiones que resultan insoportables para esa aglomeración heterogénea, que difícilmente
reacciona con la misma docilidad ante un objetivo y unos sistemas
que despiertan 'sentimientos encontrados. Por eso es frecuente el
caso de que los populismos progresen -como fueron los casos del
uomo qualunque o del "poujadismo" - mientras la marcha hacia
el poder puede realizarse por el camino electoral. Pero tan pronto
se advierte que ese camino no conduce a él y que es necesaria la
violencia, la correspondiente desintegración se produce con estrépito.
Estos grupos o movimientos, como en el caso del uomo qualunque, en Italia, tienen su momento por distintas causas, suben, asustan y luego se desploman. (1970, ps. 258-260).
920
Actitud de los partidos democráticos frente a las masas
que integran los movimientos populistas
Si no hay partidos en los cuales apoyarse, si para cada ocasión
es necesario suscitar multitud de pequeñas solidaridades encontradas y fugaces, la sola magnitud de la opinión indefinida e insatisfecha que integra el populismo es un elemento desconcertante. La
solidaridad que se origina en la simple conveniencia particular -de
cada grupo de presión- no permite las grandes transformaciones
porque esa solidaridad no se mantiene sino mediante una inmovilidad defensiva. Cualquier actitud definida, cualquier acción directa puede contentar a unos y disgustar a otros. En cambio, en la solidaridad de un partido policlasista es posible conseguir que el interés de cada estrato se subordine a los propósitos comunes.
Sólo la certeza de estar trabajando por un futuro propio que
uno mismo se ha fijado permite prescindir de los escrúpulos en el
trato con los partidarios de la revolución. Se necesita un alto grado
de confianza en sí mismo para tener la seguridad de que esos contactos no lo convertirán a uno en cauda de otro movimiento más
potente. El trato de poder a poder entre las fuerzas civilistas y la
revolución es indispensable para preservar la continuidad republicana. (1970, ps. 262-263).
Pluralismo y desequilibrio moral
(De La otra opinión, tomo 1)
En el campo moral el desquiciamiento es aún mayor. Sería
monstruoso que las instituciones democráticas usaran el sistema
rapto-rescate como un procedimiento oficial. Ninguno de buena fe
podría propiciar semejante actuación. Tampoco se toleran otros
menos drásticos, que podrían ser apenas una reacción proporcionada a la magnitud de las agresiones de que son víctimas. En cambio,
en el campo de la izquierda, la violencia es un acto heroico, el asesinato un "ajusticiamiento" y el secuestro un medio lícito de impactar la opinión pública y de obtener recursos financieros para las
campañas políticas. Ese desequilibrio moral hay que tolerarlo para
no desconocer el "pluralismo", que finalmente consiste en que la
democracia permita la coexistencia de quienes creen en el sistema
921
y lo defienden pacíficamente con quienes lo detestan y pueden
atacarlo por medio de la violencia. (ps. 94-95).
Restauración de la moral y ejercicio de la libertad de prensa
Junto con la defensa de las ideas buscaremos la restauración de
la moral. La dignidad nacional la necesita. También la supervivencia de la organización republicana del país precisa de ella. Porque
ninguna institución impura merece subsistir.
Si la cultura es el resultado del esfuerzo civilizador del hombre,
siempre habrá mucho que conservar, Sobre todo en tiempos carcomidos por la duda, como los actuales. Ahora más que nunca, se
apreciará el inmenso valor social que significa ser conservadores,
Pero nuestra política no es primordialmente defensiva. No nos
resignamos a adoptar una concepción del mundo pesimista. No le
tememos al futuro. Un futuro donde hay tanto por hacer no es temible. La luz está adelante, no atrás. No se han agotado los recursos de la inteligencia de Occidente: simplemente han sido puestos
a prueba.
Decían los antiguos que las cosas no son iguales para todos los
hombres. Sencilla afirmación que está en la raíz de todos los adelantos del pensamiento. Encontrar los matices de las cosas es signo
de alta cultura política. Por el contrario, la simplificación que envuelve la expresión uniformada y unilateral de opiniones redunda
siempre en un empobrecimiento intelectual. Si queremos que subsista nuestra organización republicana, que hoyes característica
muy nuestra, singularísima y de la que legítimamente podemos
ufanamos, es imperioso que se mantenga la posibilidad real, y no
simplemente jurídica, de que se ejerza la libertad de prensa.
El partido conservador, como la gran fuerza tradicionalista e
institucionalizante, no tiene una propensión demagógica hacia
las reformas. Cuando se declara partidario de ellas, procura que
tengan un alcance nacional, que vayan a modificar la estructura
misma de los problemas y que, hasta donde ello sea posible, sean
perdurables en su vigencia.
922
Sin destruír la estructura del sistema constitucional, sin "romperle vértebras", se puede no sólo actualizar sus estructuras caducas sino ampliar el ámbito de regulación constitucional. Dentro
de lo primero, no cabe duda, entraría la reforma de los cuerpos colegiados y la justicia. Dentro de lo segundo, las normas necesarias
para hacer efectiva la planeación, el control administrativo o la
deseentralización.
Hoy, lo más importante, como objetivo fundamental de cualquier modificación del ordenamien to jurídico, es la recuperación
de la moral pública. Si no es posible empezar el saneamiento por el
Congreso mismo, sí se puede hacer mediante una transformación
de los demás órganos del Estado y la creación de sistemas eficientes de control que en un momento dado pongan a actuar, con eficacia, la estructura de una verdadera "emergencia moral". Si la reforma fuese suficientemente radical como para crear una credibilidad pública en torno a las posibilidades de recuperar la moral, no
importaría que el Congreso quedase como un lunar, porque quizás
entonces se movería a ejercer su capacidad fiscalizadora, que no le
ha sido arrebatada, pero que no ejerce.
Siempre es bueno regenerar a los pueblos y a los hombres. Ojalá se pudiera iniciar todos los días una vida nueva, con las enseñanzas de ayer y sin la ominosa carga de los viejos pecados. (ps. 97-99,
116-118, 124).
La alienación y la socialización de lo excelente
Existen ciertos valores o activos culturales, espirituales y morales que se nos están atrofiando. Tras siglos de purificación, de decantación creadora, estos activos intangibles senos tornan de repente en pasivos deleznables y vergonzosos. La época actual está
regida por el imperativo de generalizar y masificar todos los aspectos de lo social, de manera que no queda espacio, ni viabilidad, para lo que es selectivo, específico y único.
Se pierde así uno de los significados mejores de todo proceso
de desarrollo: el de socializar lo excelente, y no lo mediocre; lo
que resulta magnífico y perfecto en el hombre; lo que distingue y
destaca, que es al mismo tiempo lo que une al hombre dialéctica923
mente con lo universal, es lo que lo acerca a todos los idealismos,
a las perfecciones mentales que nos hacemos y que aspiramos a
obtener.
La nostalgia que sentimos por acercar al hombre a sus formas
ideales y puras, no se podrá redimir nunca sin salvar las grandes pequeñeces que pertenecen a él ancestralmente.
La alienación del mundo moderno consiste en un reconocimiento fatuo y amargo de que el proceso de desarrollo generaliza lo
inocuo, lo huero, lo sin sentido. Nos educa a todos en formas inconcretas, pero demasiado materiales, que se toman inhumanas
una vez aplicadas a nosotros mismos. Las sociedades que sufren este descontrol de los procesos de cambio, producen hombres enfermos de deshumanidad. Sin conocer exactamente la causa de la angustia que corroe y cercena el espíritu, la aceptación íntima de que
"algo anda mal" con todo el planteamiento del hombre, los lleva
al suicidio, a la agresión violenta, a la drogadicción, al pesimismo
cínico o resentido.
Pero la alienación es sólo un aspecto primario del desenfoque.
Cuando la masificación va más allá de la propaganda de valores
inocuos, para socializar desvalores, la sociedad desemboca en la corrupción absoluta e incontenible. En una corrupción orgánica, incrustada de manera irredimible en el inconsciente mismo de los pacientes indefensos. El hombre nuevo comienza a quedar mal hecho
desde el principio.
La corrupción, un grado avanzado de alienación, une a los hombres alrededor de lo inhumano, destruyéndolo así.
Se hace impostergable rescatar el derecho a existir que tienen
los aspectos más humanos del hombre.
Lo que llamamos virtudes seculares, debe encontrar una aplicabilidad cotidiana en la vida social. El ánimo de perfeccionamiento
de ellas debe guiar de la mano, teleológicamente, todo el proceso
social.
Es necesario revaluar y propagar el derecho universal a la sonrisa, que es una de las manifestaciones exclusivas de la razón humana que la izquierda fanfarrona nos ha devaluado. Debemos reim924
plantar el derecho de existir de la bondad, que es por excelencia
un símbolo social, el derecho a la benevolencia, a la amabilidad, a
las buenas maneras, si se quiere; que son ya una estilización de todo lo anterior.
Pero sobre todo, es necesario que la excelencia misma, y la dignidad del hombre, no sucumban ante un tratamiento excesivamente colectivo de los aspectos políticos y sociales.
Lo particular y lo esencial deben tener un derecho político y civil a existir. La alegría, infantil o madura, debe tener un espacio
diario en los medios de información masiva. Así la satisfacción, la
cortesía, la higiene, el derecho a tener cariño, a añorar, a llorar inclusive, no son taras burguesas. La alegría debe aspirar a la misma
difusión universal que el dolor.
S610 rescatando los derechos de existir de las cualidades del
hombre lograremos encaminar el avance social, hacia el desarrollo
humano.
Lo otro es un progreso mecánico y ciego que prescinde sucesivamente del hombre.
Cuando la libertad de prensa propicia la pornografía y defiende
las pasiones, porque tienen un precio; pero no defiende la bondad
y la bonhomía, porque su precio no es contable, esto es un signo
de que nos acercamos a las "utopías" escalofriantes donde se sacrifica la calidad por la cantidad. Así son las sociedades al estilo del
"mundo feliz" de Huxley, que contrario a lo que se piensa corrientemente, no son sociedades porque no tienen personas, y no son
felices sino amargas.
No es posible continuar cobardemente este "desarrollo" que tergiversa al hombre.
Lo particular es lo que pertenece a la esencia, y es lo que debe
continuar y permanecer. Generalicemos, sí, socialicemos, lo que
siendo particular y único, es además excelente. (ps. 169-172).
Solidaridad dentro de un orden jerárquico
(De La otra opinión. tomo 11)
La vida urbana se nos ha salido del régimen institucional. Hay
que volver a la inmediación de la autoridad. Se requiere crear unas
925
instituciones de derecho público primarias, como lo fueron las que
el hombre ideó cuando se vio precisado a establecerse en las ciudades. Tal fue, además, la más primigenia de nuestras tradiciones:
cuando llegaban los conquistadores, lo primero que hacían era elegir sus autoridades. Y eran puñados de aventureros que entendían
muy bien lo que nosotros no hemos descubierto: que no es posible
la convivencia pacífica sin un principio de solidaridad y que ésta
sólo se consigue dentro de un orden jerárquico.
Hay aquí una gran tarea por hacer. Es a la vez simplista y trascendental. Hay que repensar el Estado en sus manifestaciones más
elementales pero más necesarias. El destino de nuestro país se decidirá en las ciudades, y es en ellas donde precisamente las instituciones han hecho crisis.
Hermosa tarea para el partido conservador la de darle nueva vida
al sistema institucional, provocando la recuperación orgánica de la
convivencia urbana. Es todo un programa. Es una espléndida bandera. Es la forma más noble de ser útil. (p. 52).
Elevación del nivel cultural del pueblo
La elevación del nivel cultural del pueblo es el más eficaz instrumento de progreso, es la necesidad más sentida por los ciudadanos
y su satisfacción no sólo es deber primordial del Estado, sino elemento político de primer orden, por cuanto del adelanto de la capacidad y de la información de la gente depende la comprensión y
la buena marcha del sistema democrático. (ps. 65-66).
El conservatismo y la cultura
(. .. ) el conservatismo debe luchar con insistencia, hoy como
siempre, por una mayor concreción que lo acerque a la sociología
y a la antropología humanas, de las cuales se van alejando progresivamente las mitologías modernas. Ellas diseñan un modelo político para un hombre imposible, deshumanizado, que no existe ni
existirá. El conservatismo, en cambio, aspira a la realidad. Es dialéctico, porque confronta siempre el pensamiento con la acción. Se
926
auto-refuta y se regenera. Une el conocimiento material y físico
con el otro, espiritual y moral. Pero a diferencia de otras "dialécticas", no transige con la vulgarización materialista, ni con la concepción tragicómica e improbable de la "lucha de clases", ni con la
concepción escueta y pobre, resignada y torpe, de un futuro predeterminado por leyes intangibles. Para el conservatismo el futuro es
una obra humana, ascendente, perfectible.
Para aspirar a la realidad, el pensamiento conservador se torna
humano y social. No diviniza las pasiones, sino que las controla.
No aparta los dolores pero los quiere subsanar. No se avergüenza
de la debilidad humana, porque existe, precisamente, para convertirla en dignidad.
Porque la cultura, el ser de una nación en el decir de Spengler, o
crece, o muere; no hay una tercera posibilidad. El conservatismo,
afianzado en la tierra, en la realidad política, debe empeñarse en
hacer crecer la Nación hacia la plenitud de su cultura. (ps. 141-143).
El rescate del hombre y su libertad moral
(... ) la filosofía y el hombre se han empeñado en diseñar alternativas para el absolutismo moral que había gobernado veinte o
treinta siglos de la humanidad. Y el intento resultó sencillísimo:
bastaba con poseer una idea "pura", ya fuera sobre el uso de los
sentidos del hombre, sobre la naturaleza del arte, sobre el amor humano o sobre el Estado Político "perfecto"; desvinculada de toda
realidad, desde luego, porque esta "idea pura" habría de sustituír
"toda la realidad", y la idea se convertía así en la alternativa para
el Nuevo Mundo, de la noche a la mañana. Era suficiente aclarar,
antes de exponer la idea, que ésta era "utópica", es decir, que no
había existido jamás en ningún lugar, para que su bondad fuese
aceptada sin recelos y sin estudios.
Así nació la mentalidad revolucionaria, que se encargó de hacer
el tránsito de la moral objetiva a la moral subjetiva. Un profundo
desencanto del mundo pasado y presente se encargaba de abonar
ese tránsito que nunca se cuestionó completamente. Lo bueno se
identificaba ahora con lo nuevo, con lo distinto, con lo contrario,
927
no porque ya no tuviese vigencia el sistema moral, sino porque el
utopismo se había enquistado ya en las mentalidades del vulgo
no académico.
De aquí al moderno derrumbe moral había un paso, tan solo, y
éste se dio "valientemente". Hoy en día la moral no es sólo aquello que se puede presentar como utópico, es decir, como inconcreto. Sino que en el campo cotidiano, está la sociedad humana -y la
nuestra- dedicada a fabricar una nueva moral que se identifique
con las apetencias caprichosas del individuo, sin controles, hedonísticamente.
Es el imperio del subjetivismo moral, el que vivimos. Y para llegar a él ha sido necesario aceptar la existencia de una zona gris de
la moralidad, en la cual está empeñado en subsistir el país, donde
no se hacen juicios, ni se ejercen críticas, ni se castiga con rigidez.
Para que el partido conservador pueda aspirar a la realidad, debe
restaurar la moral perdida del compatriota, del funcionario público, del joven y del niño inclusive, porque en una futura sociedad
inmoral es evidente que un partido ético perderá la vigencia. Pero
el conservatismo no está dispuesto a trastocar sus valores para poder subsistir. Por el contrario, aspira a rescatar al hombre y entregarle su libertad moral, que no consiste en poder escoger libremente entre el bien y el mal, sino sólo lo primero. (ps. 145-148).
Geopolftica
y mestizaje
Han tenido que pasar ciento cincuenta años para que los latinoamericanos nos demos cuen ta que somos unos mismos, no en virtud
del presente ni de las perspectivas dispersantes del futuro, sino de
una idiosincrasia honda y rotunda, que nos hace amigos y solidarios, y que proviene de haber vivido en común una etapa histórica en que todos tuvimos una misma concepción del mundo y un
estilo de vida en el cual se forjó nuestra manera de ser.
El concepto de raza es algo más que el resultado experimental
de una combinación de genes. Somos unos mismos con los argentinos italianizados, los caribes negroides, los mexicanos en los que la
928
morfología indígena predomina en la configuración humana. Con
todos ellos es más lo que nos une que lo que nos divide. Tenemos
situaciones de desarrollo que son disparejas, lo mismo que estados
de cultura diferentes y modos de organización política diversos. Si
nos sentimos fraternalmente solidarios con los brasileños no es por
la lengua, claro está, sino por ese mismo concepto ampliado de la
raza que creó historia, toda ella, en este continente.
Muchas veces se ha explicado cómo el Imperio Espafíol no creó
entre nosotros un mestizaje cultural. Vivimos sustancialmente de
concepciones, ideas y creencias que pertenecen, todas ellas, aun las
folclóricas, a una raíz que a través de España emana de Occidente,
de la cristiandad, de la fusión del helenismo con las tradiciones judaicas. Ese fue el gran privilegio que tuvimos, del cual solemos
blasfemar de vez en cuando, creyendo que tenemos una obligación
de ser originales a costa de renegar de aquello que ya supimos ser:
pueblos de alta cultura.
Los espafíoles hicieron raza en América. No se puede decir lo
mismo de otras naciones colonizadoras, que unas veces aniquilaron
a los pueblos subyugados por el imperialismo, como ocurrió en
Norteamérica, y otras se mantuvieron en actitud marginal, periférica, como sucedió en la India. Aquí el español vino a quedarse, a
fundirse con el paisaje, con la inmensidad del Nuevo Mundo, con
los aborígenes. Todos somos mestizos, unos más que otros. Y Colombia es el mejor ejemplo, porque no quedaron reductos de población in asimilad a, porque hemos logrado mantener una tolerancia racial que podemos mostrar con orgullo, como que es la mejor
y no siempre bien ponderada característica de nuestra democracia.
Ese concepto ampliado de la raza nos ha evitado la discriminación,
nos ha permitido disputar por otras causas, distintas de la sangre o
el color de la piel. Mal que bien se han conseguido brindar hoy,
por esta causa, oportunidades igualitarias a todos nuestros habitantes; porque si hay desigualdades, y muy grandes, todas ellas provienen en forma primordial de situaciones económicas o de condiciones de cultura que no necesariamente se identifican con el origen
de las distintas estirpes.
Nuestra raza es el resultado de un concepto de la dignidad humana que fue superior a su tiempo. Cuando había esclavos en el
929
mundo se pretendió liberar a los indios de esa abominación. Se
apeló al trabajo de los negros, con el cual traficaban los pueblos
civilizados de aquel tiempo, que fueron después los que acusaron
a España por esta migración masiva de gente desvalida, que lo era
menos aquí que en las regiones de donde provenía. Y de la despreocupación por la pureza racial que heredamos en buena hora de
los españoles, ha surgido ese elemento fundamental de nuestra geopolítica que es nuestro difundido y excepcional mestizaje racial.
(ps.169-171).
Con tra el mal thusianismo
¿Cuáles son nuestras posibilidades? Cabe aquí infinito número
de sugerencias y de interpretaciones. La mayoría de ellas halla un
consenso fácil en tomo al subdesarrollo: las probabilidades del
país, en términos de despegue industrial, agrícola, exportador, ya
están cumplidas y cada administración "hace lo que se puede", lo
posible, lo evidente, lo inmediato. El conservatismo ha querido
abrirle a Colombia dimensiones nuevas, más allá de "lo que se puede" hacer en las circunstancias actuales. Ha querido explicar "lo
que no se puede hacer" y cómo lograrlo. Es decir, aquello que se
puede considerar ambicioso y altanero en las miras de un país. Estamos convencidos que es posible lograr lo "imposible", si se combate la mentalidad temerosa de los inmovilistas que va permeando
inexplicablemente el espíritu de la gente. Las posibilidades de un
país, en el campo del desarrollo material y espiritual, están dadas,
en parte, es cierto; pero el complemento tiene que provenir del
deseo común, de la capacidad de sacrificio, de la predisposición
hacia una mejor vida que podamos hallar en el alma misma del
pueblo. La primera parte es, realmente, lo actual. La segunda, es la
medida de nuestras esperanzas y de la grandeza que aspiramos a lograr, y es así nuestra verdadera potencialidad: seremos lo que nos
propongamos alcanzar.
Somos una nación que se precia de tener un "capital humano"
desarrollado, pero que no lo utiliza. Por el contrario, la tendencia
moderna que prolifera impune, incuestionada, nos dice que es necesario reducir la tasa de crecimiento de la población a ceros, ya
sea por medio del asesinato masivo que implica el aborto, ya sea
930
por medio de la esterilización masiva que deforma la naturaleza y
la dignidad humanas, ya sea por medios más benévolos de controlar los nacimientos.
Los que reducen las soluciones a la problemática colombiana y
"tercermundista" al campo del control natal, no están haciendo
otra cosa que revaluar el malthusianismo clásico del cual pretenden
escapar. El señor Malthus, quien creía que el desarrollo tecnológico del mundo ya estaba logrado, en el siglo XVIII, lo único que hizo fue predecir los métodos trágicos y bárbaros que utilizaría el
hombre para racionalizar su crecimiento, si la producción de alimentos no aumentaba. Los partidarios del aborto y de la esterilización no están impidiendo que el malthusianismo se cumpla: lo
están implementando. (ps. 192-195).
Los embelecos ideologizantes y la salvación de la democracia
(. .. ) aún existen los elementos suficientes para un gran movimiento de regeneración, Pero para ello es indispensable que nos decidamos a suprimir la vigencia de unos cuantos embelecos ideológicos en los cuales se apoyan, de una parte, los que en su ceguera
doctrinaria desean derruírlo todo para construir su utopía en un
futuro incierto y lejano, y, de la otra, los pobres de moral y los
aprovechadores del caos. ¿Por qué a nombre de unas farisaicas libertades, estamos tolerando el imperio de la pornografía? ¿Cuáles
son las libertades que estamos garantizando y cuáles las que estamos asesinando al endiosar el libertinaje sexual? ¿Por qué, a nombre de la libertad de información, tenemos que tolerar una clase de
prensa, de radio, de televisión y de cine que no hace sino estimular
los bajos instintos, enseñar el crimen, exaltar la violencia? ¿Cuánta
capacidad de información estamos garantizando y cuánta estamos
negando con este desatentado proceder? ¿Por qué hemos dado en
aceptar que la moral es el fruto de un determinado nivel de vida,
que si no se alcanza, justifica cualquier desafuero contra los ciudadanos? ¿No estamos con ello estimulando un materialismo brutal,
con olvido de todos los valores del espíritu? ¿Cuál es el nivel de vida cuyo no logro justifica el crimen? ¿Será el del sustento, o más
bien el que permite comprar coche de último modelo y pasearse
por el mundo? ¿Quién traza esa raya? ¿Por qué nos aferramos a un
931
sistema judicial que no sirve y aceptamos que frecuentemente se
aplique en favor del "pobre" criminal? ¿Qué es lo que nos está
impidiendo pensar que el verdadero pobre es el ciudadano común,
sometido al imperio de la inseguridad total? ¿A nombre de qué tiP9 de libertad, de moral o de justicia llegamos a aceptar que toda
violencia es respetable si se la sabe marcar con alguna especie de
motivación ideológica? ¿Cuánta criminalidad estamos estimulando
con ello y cuántas son las víctimas inocentes que caen cada día?
Es posible aún detener el derrumbamiento. Nuestra sociedad tiene, y así lo estamos viendo en estos días, salud suficiente para generar los anti-cuerpos que detengan la infección. Porque somos optimistas a este respecto nos hemos vinculado con todas nuestras
fuerzas a la campaña regeneradora. Pero si aspiramos a tener éxito,
debemos decidimos a extirpar los agentes provocadores del mal.
Principiemos pues por liberamos de los embelecos ideologizantes
que paralizan la acción defensiva, y sirven de escudo a los que impulsan los arietes que están derribando nuestra sociedad.
Nuestra democracia podrá ser salvada a partir del día en que tomemos conciencia que ser demócrata no es lo mismo que ser tonto
y pusilánime y que nuestras instituciones están para garantizar el
predominio del bien, la seguridad y la libertad y no el imperio del
mal, la incertidumbre y la sumisión. (ps. 208-210).
El pluralismo destruye el concepto de bondad
La bondad ha sido el componente esencial de todo arquetipo
humano a 10 largo de la cultura occidental. Los hebreos y los griegos y todos cuantos de allí heredaron sus valores sociales, tuvieron
como propósito explícito exaltar la condición benevolente, la tendencia hacia el bien, de la especie humana. Ser bueno era o debería
ser apetecible. Y el tipo de bonhomía no podía ser discutido, porque correspondía por necesidad a una tabla de valores aceptada
universalmente de acuerdo con un criterio moral uniforme.
Las formas de alcanzar la bondad, naturalmente, podrían ser diversas. Fue así como se consagraron los diversos tipos heroicos; los
pacíficos, los bélicos, los humildes, los intelectuales. Desde el pun932
to de vista de las altas virtudes del espíritu, se podía llegar a la cúspide por el camino de la lucha o por el de la resignación. La bondad social de cada actitud se juzgaba en función de su utilidad como ejemplo. En su conjunto, el pueblo adoptaba sus héroes en viro
tud de sus conductas edificantes. Ese consenso sobre lo bueno, tomado como ejemplo, debía constituír la voluntad de una nación
de configurar su propio destino y de proyectar sus convicciones
morales hacia el futuro.
El consenso sobre la bondad debería conducir el imperio de las
grandes virtudes cívicas: la paz, la tolerancia, la solidaridad, la
igualdad. Todo eso que en otro tiempo se escribía con mayúscula
y que hoy tiene una inocultable apariencia de bobería. Lo bueno
ya no tiene prestigio. En apariencia se llega a la bondad por falta
de otras condiciones humanas que producen directamente el triunfo y el predominio. La agresividad y la codicia, adoptadas como
medios lícitos para sobresalir acaban por determinar la licitud de
los fines. Ya no se trata de saber si el fin justifica los medios, sino
de adoptar como buenos aquellos fines que unos medios moralmente neutros pueden alcanzar.
El síntoma más degradante de nuestra sociedad actual es su actitud frente a la violencia. Porque el anhelo tradicional de paz ha
perdido prestigio. Se ha llegado al convencimiento que la violencia
ha de estar siempre incrustada en cualquier forma de organización
política. Pero frente a ese reconocimiento del fracaso de la convivencia, no se produce una reacción idealista que buscara la recuperación de unos propósitos; tampoco es ya dominante una actitud
de resignación. Lo que ahora se advierte es la complacencia de una
sociedad que ha aceptado como arquetipo las propias formas de
una decadencia que no ha podido evitar.
La destrucción del consenso sobre la bondad, como consecuencia de la llamada sociedad pluralista, le permite a la contra-cultura
adquirir la supremacía en el orden de los derechos, es decir, reclamar el orden jurídico a su favor, ya que, dentro de una igualdad de
opiniones cuestionadas, lo que sigue es la neutralidad impotente
del Estado. Y una vez conseguida esa neutralidad, el empuje de la
decadencia resulta incontrastable. Su acción corrosiva, su capacidad de impactar a la masa, la inmensa gama de sus complacencias
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y tolerancias le permiten adecuar su poder de sedutción a cualquier tipo de personalidad humana.
Hay quienes creen que el "pluralismo" es sólo una especie de tolerancia para que puedan coexistir pacíficamente opiniones contraria:s sobre un mismo tema. Esta es la imagen tierna e ingenua
que la decadencia le vende a los hombres desprevenidos. No. El
pluralismo a que aspira la' izquierda exige la destrucción del consenso moral, es decir, que no haya valores tradicionales vigentes.
Ahí es donde está la fuerza destructiva de esta política. Si nada es
realmente bueno, nada es realmente malo. Y nada, por lo tanto es
punible, ni siquiera la violencia. Y toda la violencia resulta ser asímismo mala ... o buena. La que se hace en defensa de la libertad,
del país, del orden; de la virtud o la que se hace contra todo ello,
ya que no se trata de valores que contengan en ninguna forma el
elemento bondad.
El neutralismo de la sociedad frente a lo bueno es la quiebra de
nuestra tradición cultural. (ps. 266-269).
Somos tolerantes pero no pluralistas
(de La otra opinión, tomo 111)
La tolerancia es la gran virtud de los hombres que tienen fe. Los
que no creen en nada no pueden apreciar el don divino que les es
esquivo, pues ellos en el mejor de los casos apenas llegan a ser indiferentes, condición humana bastante distinta de un estado virtuoso.
El creyente presume que está en lo cierto. Necesita seguramente
para mantener el equilibrio de su espíritu, una cantidad de valores
congruentes que le sirven de base para entender el mundo y para
fijar su posición frente a él. Privado de esos soportes externos, que
son elementos de verdad objetiva y con vigencia universal, el hombre creyente no sabe proyectarse adecuadamente sobre el ámbito
politico-social.
Cuando el hombre supone que en torno suyo existen unos valores vigentes sobre los cuales puede descansar y que representan para él un invaluable soporte que su propia cultura le brinda, puede
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ser tolerante. Esta situación superior de aceptar que existen otras
ideas y creencias, que no son necesariamente las suyas y que tienen un derecho a la coexistencia pacífica. En general, toda actitud
tolerante es una forma de magnanimidad. Más sencillamente, podemos decir que sólo es en realidad tolerante el que tiene medios para no tolerar. Hay algo de injusticia en esto de las virtudes: que algunas de ellas han sido concedidas como un privilegio para los
fuertes. Y ello es particularmente notorio en tratándose de la
tolerancia.
En la política, la tolerancia es una condición indispensable para la verdadera paz. Opera así: la comunidad, reunida en torno a
unos principios de organización social básicos, adopta una forma
de gobierno que prevea las condiciones de su propia evolución pacífica. Dentro de ese marco de valores morales y de instituciones,
se puede y se debe transigir con todo ... hasta un límite. Porque
manifiestamente no es racional que esa transigencia se lleve a un
punto en que los enemigos minoritarios de esa concepción política colectiva puedan destruírlacon impunidad.
La fijación de ese límite, cuya necesidad fue hasta ahora universalmente aceptada como requisito para evitar la anarquía, ha sido
motivo de grandes controversias, con especialidad en los paises que
han tenido una trayectoria democrática. Se ha dicho que la libertad no debe ser mezquina, que debe correr ciertos riesgos y permitir la extensión de su ámbito benéfico más allá de sus propias instituciones y aprovechar inclusive a quienes no la aprecian y pretenden destruirla.
La verdadera controversia sobre la tolerancia no empieza, sin
ernbargo, sino cuando la transgresión del límite pone en peligro
la supervivencia de la democracia; cómo es de útil el pluralismo para quienes se hallan fuera del sistema. Los comunistas, de todos los
matices, pero principalmente los más extremistas, 10 transan todo
a cambio de que los demócratas les acepten el nuevo concepto de
pluralismo.
Ese vocablo 10 venden disfrazándolo de tolerancia. En apariencia es una simple cuestión semántica. "Para decir 10 mismo se puede usar una palabra u otra". Y no hay tal. El pluralismo es precisa935
mente la destrucción de la idea de tolerancia. Si se acepta el pluralismo, que es lo que la izquierda propone, ya no hay valores colectivos vigentes. Los consensos mayoritarios valen tanto como los de
las minorías. Los primeros valen como uno, los segundos forman
otras unidades según el número de minorías que se produzcan. Y
todas esas unidades son iguales entre sí, tienen sus propias tablas
de valores, sus criterios morales y políticos. Nadie, dentro de un
concepto pluralista, tiene derecho a imponer sus conceptos sobre
los demás. Inmediatamente
lo tildarían de "maniqueo", apelativo
de una herejía por allá del siglo IV de nuestra era y que está resultando el insulto más afrentoso de nuestro tiempo. (ps. 35-36, 38).
La democracia y el "acuerdo sobre lo fundamental"
Para que la democracia funcione se hace necesario que existan
dos elementos: un consenso sobre los asuntos fundamentales del
ordenamiento nacional, aquello que los ingleses llaman con tanta
propiedad un agreement on fundamentals, llegando inclusive al
punto extremadamente
civilizado de tener un documento nacional que lleva ese nombre y sobre el cual se basa el derecho público
de Inglaterra; y un disenso sobre los programas que se han de realizar por medio de los poderes públicos puestos al servicio de una
agrupación política. No puede haber democracia sin un consenso
fundamental, y tampoco sin un disenso programático. Ambos son
factores esenciales en la construcción moderna de esa magnífica
maquinaria democrática que en tan pocos países funciona bien pero con la cual tanta gente sueña, en la intimidad de las bibliotecas
y de las academias. (p. 132).
La inseguridad y la violencia urbanas inciden en la cobardía colectiva como decadencia yen el holocausto de las instituciones.
América fue insegura desde cuando empezó a transitar por la
historia. Pero los riesgos y peligros estuvieron siempre a la in temperie, en lo escampado, en la inmensidad de la llanura, en la agresividad de la selva, en las encrucijadas de los caminos escarpados.
Nuestra civilización se hizo en tomo a la confianza que brindaban
los poblados.
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Cuando los españoles llegaban a algún sitio ignoto, fundaban villas, establecían cabildos y designaban alguaciles y alcaldes. Y esa
decisión inicial, casi simbólica, representaba para ellos la seguridad.
Todo lo demás, lo que estaba por fuera, podía ser la aventura, la
empresa heroica, la asechanza de la muerte o de la traición. Pero
por dentro de un recinto que sólo excepcionalmente fue amurallado y que iba mereciendo los títulos cada vez más honoríficos de
pueblo, villa, burgo o ciudad, la convivencia era la preciosa condición de la vida humana.
El escaso número de pobladores permitió establecer sistemas eficaces para protección de los ciudadanos. La autoridad, que nunca
fue poderosa ni ostensible, era proporcional a la amenaza de perturbación. Y la solidaridad social ejercía la vigilancia de las instituciones para que éstas fueran unánimemente respetadas. La gente
era dueña de la calle, del barrio. Antes que todo eran vecinos, es
decir, copartícipes de una creación social que era la vida pacífica
en común. La inseguridad de alguien era la de todos. Y ni la política, ni los personalismos, ni las diferencias sociales fueron jamás
motivo de insolidaridad frente a esos bienes colectivos en que descansaba la paz pública.
Así se explica que el Imperio Español durara trescientos años
sin fuerza de ocupación, sin ejércitos, casi sin cárceles, donde unos
pocos alguaciles y serenos, que envejecían en sus cargos, lograban
garantizar la seguridad a lo largo y ancho de un territorio inmenso.
La sociedad era un sujeto activo en la protección de la paz.
En todo tiempo, pero especialmente a partir de la Independencia, nuestros caminos fueron inseguros. Y hubo guerras civiles en
que se consumaron inmensos sacrificios de vidas y de bienes. Pero
aun en esas épocas de perturbación sangrienta, en las ciudades se
vivía en paz, cualquiera que fuese el bando dominante. En las épocas más recientes de la violencia política, a partir de 1930, en las
aldeas los matones políticos sembraban el terror, casi siempre en
los días de elecciones. Pero la seguridad pública era neutra, no tuvo bandería. Se la buscaba por igual porque era considerada como
un auténtico bien común.
El pluralismo de nuestro tiempo ha destruído ese concepto colectivo de la seguridad urbana. Ha caído en una peligrosa zona de
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relativismo, al mezclarse con teorías sociales o políticas que perturban la unicidad de los valores sociales. Ya no es bueno para todo el mundo que haya seguridad. Para algunos es malo, porque ello
significa una manifestación de conformismo frente al "establecímiento", una quiebra del espíritu revolucionario.
Es más: para que la insurgencia política prospere es preciso que
haya malestar social. Y si éste se produce por razones económicas
como el empobrecimiento
de la población, el alza del costo de la
vida o la falta de progreso material, conviene activar el fermento
haciendo que nadie se sienta seguro.
La violencia urbana es, querámoslo o no, un fenómeno real,
cruel y duradero. Ignorarlo es rehuír un compromiso histórico.
Salvamos quizá las apariencias republicanas de nuestro país, pero permitimos el holocausto de las instituciones. Ello es también,
por desgracia, otra manifestación de decadencia. (ps. 179-182).
Liberalismo y conservatismo frente al concepto del orden
El conservador penetra dentro de la idea de orden y la trabaja,
la desmenuza, la analiza. La convierte en una parte sustancial del
temario político. Quizás ahí es donde más sigue vigente la filosofía
de Santo Tomás de Aquino, aun entre los conservadores anglosajones que hace tanto tiempo se desprendieron de la influencia de este angélico doctor.
Porque para el conservador de cualquier latitud, el orden es propio de la creación, de la naturaleza, de los organismos vivientes y
por último de la vida en sociedad, o sea de la política. El orden
puede ser la base de toda existencia y, sobre todo, de cualquier
creación de la cultura. Es decir, que no es una cosa que esté sólo
ahí, que haya que descubrir o simplemente preservar, sino que además hay que construírla como tarea del entendimiento.
El orden no es necesariamente un fin pero resulta ser la condición esencial para cualquier progreso estable. Se puede progresar
con la ruptura del orden y de hecho ello ocurre. Pero ese progreso
sólo es estable si conduce a una ordenación. Esa es la tragedia de
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las revoluciones, que destruyen y crean. Pero lo que destruyen se
pierde y lo que crean sólo subsiste cuando logra ordenarse, esto es,
volverse anti-revolucionario.
Para los liberales el ejercicio de la libertad no tiene verdadero valor sino cuando se realiza a costa del orden. Es cuando para ellos
esa libertad resulta no sólo heroica sino altamente reproductiva: se
cede una cantidad de orden y se complace al mayor número de
gente, aunque para ello sea indispensable entregar una parte del
sistema institucional que sirve de base a la organización jurídica de
un país. La transacción sobre la ley, sobre la disciplina, sobre las
tradiciones, ha sido la gran cantera de donde ha extraído sus mejores materiales el liberalismo universal.
A los conservadores les causa desasosiego ese tipo de libertad
que no se defiende por su valor intrínseco sino por ser una licencia contra algo. No es una libertad positiva de hacer o decir, sino
de violar o contradecir una norma. Hay una libertad falsa que se
experimenta cuando se logra quebrantar un precepto, infringir una
prohibición. Muchas personas se sienten majestuosamente libres
cuando tiran basura, o fuman en los cines, o se pasan un semáforo
en rojo. El orden que con ello se pudo quebrantar es para ellas, de
manera cuantitativa menor que el inmenso goce del libertinaje.
Porque para esos temperamentos, el orden no es intangible, no tiene categoría intelectual, no es el resultado de un esfuerzo colectivo. En lo social vale menos que cualquier impulso individual o que
cualquier anhelo colectivo. Y por lo mismo no importa entregarlo
si con ello se obtiene una cantidad de contentamiento.
Esta consideración puramente cuantitativa de uno de los elementos básicos de la sociedad, al generalizarse y convertirse en criterio dominante, crea una desintegración que se acerca mucho a un
estado de anarquía. Porque en ese momento lo prestigioso no es
imponer la ley, ni escudarse en ella para ejercer la autoridad, sino
mostrar tanta tolerancia con el desorden cuanta sea necesaria para
complacer al mayor número.
y así se llega al borde del abismo. En donde la noción de orden,
tanto tiempo despreciada, vuelve a ser importante. Sólo que en ese
momento no es posible otorgarle súbitamente su vigencia total
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porque resultaría una política desafiante para un clima de indolencia que se ha permitido crear.
Esto explica que los conservadores hayan tenido más éxito en el
manejo de situaciones conflictivas. No por la drasticidad de las medidas que imponen, que suelen ser más drásticas las que adoptan
en el bando liberal. Sino porque no permiten la previa degradación
del concepto del orden. Para ellos, con el orden no se puede jugar
porque se deteriora la ley; y si la ley pierde vigencia se quiebra el
Estado de derecho y se acaba la libertad. Por eso no es de la índole
conservadora tolerar la ilegalidad, así sea durante un paro de veinticuatro horas, porque en ese momento se destruyen valores que
no se recobran fácilmente. (ps. 242-245).
La izquierda y la desconfianza hacia la prestidigitación
filosófica que intente instaurar en el poder una metafísica
El triunfo de la izquierda, más que en los episodios de ruptura
violenta del orden, está en una opresión de las almas que han logrado crear por medio de hábiles y sofistas argumentos dialécticos
que nuestra amodorrada "clase dirigente" no sabe refutar. Es indudable que la izquierda lee más que los demócratas. Escribe mejor
que ellos. Está mejor informada de lo que pasa en el mundo. Tiene, inclusive, más dineros para desperdiciar en propaganda mural.
Si no ha vencido en los 40 años que lleva tratando de cambiar el
sistema, es porque sus líderes y las circunstancias socio-políticas
no eran muy aptos para ello. Pero tampoco lo es el talante del
compatriota, que exhibe siempre una desconfianza sana hacia todo
tipo de prestidigitación filosófica que intente instaurar en el poder
una metafísica. Pero hay momentos cuando las reservas sociales de
un pueblo se ven reducidas por la adversidad, y entonces la izquierda penetra, como un virus demoledor, aprovechando el descuido
general. (p. 253).
La demora en el desarrollo eterniza la condición
infrahumana de las masas
Si la convivencia es el objetivo de la política puede ser también
el efecto de la economía. Un país en desarrollo produce aquella
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expansión de posibilidades que facilita la concordia. En un país estático o sin progreso o que se empobrece, se adelgaza el aire de la
solidaridad, se rarifica la tolerancia y se emponzoñan los ánimos.
Nos preocupa la pobreza; nos duele. Sabemos que destruye la
dignidad humana. La pobreza es nuestra obsesión porque ha sido
el castigo de nuestro pueblo. Y hay que salir de ella con un esfuerzo hercúleo, de tiempo de guerra, es decir global, disciplinado,
obligatorio. Quienes se preocupan más de la poca riqueza que hay
no entienden esto, porque prefieren el camino de la revolución,
que tiene como punto de partida una concentración explosiva de
grandes rencores.
Hemos llegado a la convicción, cimentada en la experiencia propia y ajena, de que no puede haber bienestar sin crecimiento económico. Por lo menos en los países como el nuestro en que la miseria es mayoritaria. Quienes hemos pasado la vida alIado del pueblo sabemos que la sensibilidad social no se consigue con expresiones literarias ni con incitaciones a la revuelta, ni instigando anhelos, sino dando. Y nadie da lo que no tiene. La gran reivindicación
económica de los colombianos no debe estar circunscrita a aquello
que puedan quitar de pronto a alguien; sino que depende de lo que
logren producir en forma permanente. Unos y otros; o mejor, todos juntos. Al final nadie nos dará más de lo que merezcamos por
nuestro trabajo y nuestra inteligencia. La conquista del bienestar
no debe posponerse hasta cuando se realice por alguien una revolución de resultados imprevisibles. La demora en provocar el desarrollo está eternizando la condición infrahumana de nuestras masas.
Al país hay que estrujarlo para que dé lo suyo, lo que puede
dar. Aquí no debe haber escaseces. Quizá no consigamos fácilmente la abundancia. Pero qué gran pecado es tener los recursos naturales a medio explotar, las tierras a medio cultivar, las máquinas a
medio utilizar y nuestros hombres a medio trabajar. Hay demasiada pobreza en Colombia para que esos términos medios sean tolerables. Precisamente porque somos pobres debemos ser más exigentes. Sólo un ritmo de crecimiento superior al de los países industrializados nos podrá ofrecer un mejoramiento relativo en el
concierto mundial. Es en verdad porque hay carencias horribles
por lo que debemos hacer un esfuerzo económico superior, ávido,
941
a111
bicioso. Lo humano, que es dramático, es el gran impulso del
desarrollo. El contenido humano, en medio de la miseria en que vivimos, va implícito en el esfuerzo hacia el progreso. Al principio y
al final está siempre el hombre, como causa y motivo de la acción
y como su resultado. (ps. 288-290).
Hay que evitar los excesos del capitalismo y dar
a los desvalidos una permanente garantía de equidad
El Estado no debe suplantar a las fuerzas vivas, cuando éstas están cumpliendo una misión creadora. Entendemos el intervencionismo de Estado como un elemento impulsor de progreso dentro
de una planeación democrática, pero sobre todo como un elemento justiciero que evite los excesos del capitalismo y que le dé a los
desvalidos una permanente garantía de equidad. Porque hemos sido intervencionistas necesitamos un Estado racional. El que tenemos no lo es. Su presencia es una plaga. Lo que se le confía sale
mal. Destruye en lugar de ordenar. Contagia el desorden en vez de
instaurar disciplina. Es triste que todos los ciudadanos sean insolidarios con su Estado, que lo consideren como la contra-parte, como un enemigo. Pero lo más triste es que el Estado lo merezca.
(p. 292).
El conservatismo siempre aspira a ser alternativa
(De Civismo y civilización)
El conservatismo, que ha mantenido a un mismo tiempo todos
sus derechos y su libertad programática, proeza casi inverosímil, se
ha mostrado como un factor orgánico, tranquilo, confiable, útil.
Puede legítimamente aspirar a ser la alternativa, tanto porque ello
es una consecuencia lógica, dentro de la alternabilidad de oportunidades que caracteriza a la democracia, como porque ha ostentado condiciones excelsas y excepcionales en el agitado clima político de nuestra América. Ha sabido esperar, mantener la calma, justipreciar los hechos, realizar críticas constructivas y señalar oportunamente los motivos de su inconformismo, al mismo tiempo que
ha propiciado las oportunidades de cambio pacífico que todavía
subsisten.
942
¿Qué caminos le quedan a un partido lleno de vitalidad como el
conservador? En primer lugar, no perder la vitalidad. En segundo
lugar, tener presente qué política se hace todos los días, con la responsabilidad última del gobierno o sin ella. El partido debe tener
presencia política propia, opinar sobre todos los temas, aportar
respuestas a todas las preguntas, colaborar con el liberalismo en la
solución de los problemas nacionales. En tercer lugar, no olvidar
nunca que somos alternativa. Y somos alternativa no sólo por la
fuerza política recientemente comprobada sino porque estamos
trabajando sobre todos los temas, pensando con audacia en todas
las soluciones. (ps. 52-53, 100).
El abismo existente entre la estética
de la política y la práctica
utilitarista de la política
Disciplinar una victoria es una actitud heroica. Y por eso mismo
es hermosa. Esos amigos griegos que todavía nos hacen pensar en
tantas cosas, siempre creyeron que la política, para ser bella, debía
tener un contenido heroico. Pero todo eso son pamplinas en nuestro tiempo. El desinterés, por ejemplo, es una forma de la bobería.
Lo inteligente, lo sagaz, lo que es propio de esa tremenda "malicia
indígena" que hemos convertido en una virtud de nuestra raza, es
el reclamo amenazante, la presión con condiciones. Y hay quienes
son expertos en situar todas las cosas en ese degradante terreno.
Para ellos no hay más valores que aquellos que se traducen en
oportunidades de predominio. ¿La elegancia? Otra expresión de
bobería.
Se abre así un abismo entre la estética de la política y la práctica utilitarista que de ella se hace. Gana casi siempre lo último. Pero
la política es la que pierde. Ese noble arte de conducir a los hombres, queda así postrado, denigrado, sometido al justificado vilipendio de la ciudadanía. Y, además, se crea un desamor de la gente
honesta por los grandes temas de la vida pública. (ps. 111-112).
943
Continuamente toca a los conservadores la tarea de la
reconstrucción, el redescubrimiento del orden,
de la justicia, de la paz, de esa tranquilidad
del espíritu indispensable para el progreso
¿Por qué, si de todas maneras se ha de terminar siendo y actuando como conservador, hay quienes dedican toda su vida a luchar
contra el conservatismo, a denigrar de sus principios, de su talante,
de sus hombres y de todo cuanto representa la actitud sana, reposada, inteligente y deliberante que conduce a esa posición intelectual del individuo y de grandes grupos de población que hemos
convenido en denominar conservatismo? ¿Cuál es la causa de que
una y otra vez, en especial en las últimas décadas, se repita con
tanta frecuencia toda esa gran comedia en la que partidos políticos como el liberal o los radicales, social-demócratas, social-cristianos, cristianos-demócratas de otras latitudes, se lanzan a la conquista del poder con unas banderas (rojas en muchos casos), en las
que se pregona la marcha hacia la izquierda, el igualitarismo primario, el crecimiento del Estado patemalista, mientras se acusa de todos los males que padecemos a la supervivencia de unos valores
fundamentales que brotan de lo más hondo de la naturaleza humana? ¿Para qué todo este enorme ejercicio dialéctico, para qué tanto grito y gesticulación, tanta demagogia de segunda y tercera manos, si todos sabemos, en especial los dirigentes de esos movimientos supuestamente revolucionarios, que a la postre, si es que toda
la gran pantomima conduce a la toma del poder, sólo puede gobernarse sensata y productivamente aplicando los principios políticos
y administrativos que tanto empeño se puso en derrotar?
Quizá nuestras preguntas no tengan una respuesta lógica. Forman ellas parte de la gran incógnita del hombre, de su capacidad
de ser voluntariamente irracional y contradictorio, destructivo y
revolucionario. Y hay momentos en que esta actitud adquiere cierto sentido: cuando lo tradicional, lo que con tanto esfuerzo y sacrificio se ha logrado construír pierde su alma, su espíritu creador,
y entra en estado de descomposición y decadencia. Entonces la cara negativa y destructora del hombre adquiere la supremacía,
mientras que la creadora y ordenada pasa a segundo plano, pierde
su vigor. Y la sociedad se lanza por la pendien te de las condescendencias demagógicas, hasta que se precipita en el abismo de la re944
volución destructiva. Entonces, cuando se ha llegado a la oscuri-
dad, cuando se han apagado todas las luces, toca a los conservadores, a la gente equilibrada y serena, la tarea ingente de la reconstrucción, el redescubrimiento del orden, de la justicia, de la paz, de
esa tranquilidad del espíritu indispensable para el progreso. Parece
que hay algo de inevitable en este ciclo recurrente de la política.
(ps. 225-226).
El pensami en to liberal padece la superstición legal que tiende
a iden tificar la proclama ción de los derechos con su realización
(De Planeación)
El liberalismo creyó descubrir la fórmula mágica que habría de
producir la felicidad de Colombia al cambiar el texto constitucional del 86 por el sacrosanto "la propiedad es una función social".
El pensamiento liberal padece la superstición legal que tiende a
identificar la proclamación de los derechos con su realización, la
solución de los problemas con la creación de institutos, la corrección de desigualdades con la simple aprobación de leyes y la reforma de la sociedad con el cambio de un verbo por otro en un artículo
de la Constitución. Cierta dosis de ingenuidad en la visión del mundo y de la sociedad, inspirada siempre en las mejores intenciones,
ha caracterizado históricamente el pensamiento y la acción del liberalismo. Esta puede ser otra diferencia entre conservatismo y
liberalismo, porque los conservadores siempre se inspiran en el supremo criterio de la realidad de la naturaleza de las cosas, de la limitación del Estado y de los recursos de una nación. Ingenuidad
llena de buenas intenciones en los liberales y realismo lleno de buena voluntad en los conservadores, son dos notas que distinguen y
separan, y que pueden colmar las ambiciones de los cerebros que
tanto se torturan buscando diferencias entre los partidos. (ps.
27-28).
El conservatismo rechaza el inmediatismo y la intervención
incoherente, que sólo genera pánico y retrocesos
El conservatismo cree en la intervención y la ha practicado, pero
considera que para aplicarla es indiferente el tamaño del Estado.
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Más aún: cree que con un Estado más pequeño es más eficiente la
intervención. El liberalismo no concibe la intervención sin gigantismo estatal, sin más burocracia. El conservatismo es intervencionista o no es conservatismo. De lo contrario, ¿cómo se buscaría el
bien común y la solidaridad social? Pero el intervencionismo conservador considera indispensable la planeación, rechaza el inmediatismo y la intervención incoherente y "epiléptica" que sólo genera
pánico y retrocesos. Intervenir con intervalos imprevisibles, con
amenazas y sin planeación, no puede ser una política conservadora.
La planeación, como herramienta de su inteligencia, ha fallado
casi siempre, diluida en el toderismo. Hemos planeado la manera
de que el Estado actúe al tiempo sobre todos los sectores, sin permitir en el mercado la expansión económica dentro de una exigida
escala de prioridades. A mandoblazos contra la economía y las
fuerzas del mercado, se ha "dirigido" el crédito, "orientado" la
industria, "estimulado" la agricultura, "beneficiado" a los marginados, y "generado" ingreso, empleo e inversión.
La verdad es que nuestros dos partidos han sido intervencionistas, aunque de diversa manera. Los conservadores tienen del intervencionismo un concepto directamente vinculado a la razón de Estado y lo consideran como una apelación suprema contra el libre
juego del ejercicio absoluto de la libertad, con el propósito de
orientar el desarrollo, evitar las consecuencias extremas del capitalismo y preservar la dignidad humana. Por ello lo aplican menos,
pero lo hacen en forma rotunda.
Para los liberales el intervencionismo es algo menos solemne,
más cotidiano. Lo manejan como un acaecer diario, como una función permanente. Y por lo tanto cuando apelan a él, lo hacen para
cosas de poca monta, como fijar precios o prohibir operaciones comerciales, y por lo mismo con menor profundidad y muy poca
consistencia.
La idea de planeación para los liberales es algo así como la extensión del intervencionismo a todos los casos posibles o imaginables. Es decir, equivale a una licencia general que se otorga al Estado, y acaso más directamente al gobierno, para que haga lo que
quiera en cualquier campo. Porque, además, suponen que quien
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hace los planes es exclusivamente ese gobierno que en sus manos
tiene una vocación in tervencionista incon trastable.
Los conservadores parten de suposiciones contrarias. Consideran
que nada hay peor que un intervencionismo
casuístico, que no
obedezca al cumplimiento de unos propósitos, sino que sea la manifestación diaria de la omnipotencia de mandatarios caprichosos.
y por lo mismo, el establecimiento de la planeación es ante todo
una regla suprema. Pero no dictada, a la manera staliniana, sino
acordada. Que sea el fruto de un consenso tanto en su iniciación
como en sus diversas etapas evolutivas.
En ese momento el intervencionismo cae dentro de la disciplina,
se enrumba, concuerda con lo que se supone ser el querer nacional,
en lugar de contradecirlo. Y acaso queda también limitado, constreñido por el plan, sujeto a comprobar la eficacia de su acción y el
costo económico-social que pueda tener. Es la manera de domesticarlo y de preservar la libre iniciativa que nos va quedando.
Los liberales creen que la planeación es la apoteosis del intervencionismo; los conservadores queremos que sea su marco, su reglamento. Nuestro propósito es que a través del plan se produzca una
reconciliación del Estado con la Nación, para que todos tengamos
de nuevo bienes comunitarios. (ps. 29-30,32-33,128-130).
La planeación es un derecho social
La planeación económica y social es uno de los sistemas lógicos
que se han inventado para ordenar las prioridades simultáneas de
los Estados. Infortunadamente,
el sistema opera correctamente en
países con una solidez institucional y social mayor que la nuestra,
en los que la verdadera prioridad se puede aislar y convertir por
medio de una máquina publicitaria en un auténtico propósito
nacional.
No se ha podido gobernar a la Nación con miras a un quinquenio o a una década como lo hacen con indudable éxito los países
socialistas y como lo están comenzando a hacer las naciones capitalistas que han comprendido que la planeación, más que un sofis947
ticado recurso de los economistas, es un derecho social que se deriva de la enorme cantidad de información que existe en las economías modernas sobre los distintos fenómenos y que se puede, por
medio de técnicas adecuadas, controlar y utilizar para la formulación de políticas o policies.
Una de las causas de la injusticia social consiste en que quien debiera planear sistemáticamente sus gastos es el pobre. Y no lo hace.
Mientras que el rico, que podría gastar sin medida cuida con esmero sus recursos y los invierte con temor de dilapidarlos. Lo propio
ocurre con los países: que son los ricos los que calculan el rendimiento de sus inversiones y las someten a un exigente proceso selectivo, mientras que las naciones pobres se debaten en la confusión de todas las prioridades simultáneas y terminan malgastando
10 poco que tienen. (ps. 88-90).
Para rescatar la dignidad de la política es imprescindible
apropiarse políticamente de los criterios técnicos
Para rescatar la dignidad de la política es imprescindible apropiarse políticamente de los criterios técnicos. Y esto no se puede
hacer sino orgánicamente, aduciendo en todo momento la razón
de Estado. Y la planeación es la forma moderna de realizar ese ascenso. Es natural que la adopción de un plan significa un cambio
profundo en nuestras costumbres y en las prácticas administrativas. Pero la grandeza del propósito justifica los riesgos de semejante hazaña. Que no hay que esperar, para realizarla, a que sobrevengan unos tiempos heroicos. Basta con comprobar que, como vamos, no podemos seguir. Y que si la perspectiva es la desintegra-ción del Estado, 10 que se intente para no llegar a.ese resultado debe merecer el respaldo de la opinión pública. (p. 94).
La planeación y la libertad en el nuevo campo de la política
El gran fracaso de la democracia es no haber podido congeniar
con la planeación. O por lo menos no haberla podido colocar a
su servicio. Se ha querido ver en todo tiempo un antagonismo entre una y otra, como si hubiere resultado cierto que la planeación
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es enemiga de la libertad, según se sostuvo durante la segunda y la
tercera década de este siglo.
El liberalismo de entonces tenía terror de los planes a largo plazo, porque los consideraba una limitación opresiva para la libre
empresa. La verdad es que en aquel entonces, en los principios
de la era staliniana, la planeación no era otra cosa que una subordinación de fines del Estado impuesta por razones políticas. Se
predeterminaba el esfuerzo productivo de un país para conseguir
una cantidad de potencia imperialista. Frente a esos propósitos
deterministas de los rusos, la ordenación nazista que tenía fines
análogos resultaba un paraíso de la libertad económica.
Pero en las democracias fue preciso aceptar poco a poco el intervencionismo de Estado. Los conservadores se pasaron rápidamente a la tesis de que no era posible permitir el libre juego de la
competencia sin que se estropeara la dignidad humana, porque el
trabajo quedaba inmisericordemente sometido a la implacable ley
de la oferta y la demanda. Se quebró así la intangibilidad de la libertad económica y el manchesterianismo liberal terminó siendo
una actitud claudicante, condenada a sucesivas transacciones.
Sólo que ese intervencionismo fue concebido de muy diversas
maneras: los liberales lo tuvieron como un mal inevitable y lo aplicaron con intermitencias, en situaciones extremas; mientras que
los conservadores lo consideraron como un recurso útil y como un
sistema orgánico. De todas maneras, a ambos les faltó una concepción amplia del problema y nunca buscaron un acoplamiento integral entre la liberad y las motivaciones socio-económicas del Estado.
Hasta mediados del presente siglo no era dable evaluar acertadamente lo que significa la información como un elemento de la política. Fue sólo cuando ella pudo manejarse electrónicamente y someterse a los ordenadores, cuando adquirió su verdadero significado como elemento de decisión en los asuntos públicos. La información computada permitía, nada menos, que pronosticar el futuro dentro de un prudente sistema de variables. Y entonces, de súbito, fue preciso pensar más hacia adelante de lo que históricamente
se había hecho. Hoy no basta con planear la acción del Estado, como escasamente se hacía a través del presupuesto de rentas y gas-
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tos o mediante la adopción de planes de inversión en obras públicas. Se requiere diagnosticar el futuro y a la vez relacionar los fenómenos económicos y sociales entre sí para conseguir una mejor
utilización de los recursos.
Suponiendo que ya existe un consenso básico sobre la estructura del Estado y sobre sus órganos principales, la planeación se ha
convertido en el nuevo campo de la política. Allí es donde se deben debatir las discrepancias ideológicas, porque es en ese terreno
donde se puede proponer el tipo de sociedad en que se aspira a
vivir.
Pero todavía hoy se mira este formidable tema con notables reticencias. Los gobiernos la temen, por miedo a perder su capacidad de decisión, sin advertir que ellos podrían ser los voceros de
un bien común explícito, traducido en objetivos tangibles y en
programas cuantificados. Y que ello les simplificaría la concertación con los diversos sectores.
Por su parte, quienes se hallan en la esfera de la empresa privada
temen también someterse a un sistema disciplinario, porque nadie
ha conseguido diseñar la forma de una planeación verdaderamente
democrática. Por esta razón no caen en la cuenta de que el primer
resultado de un plan es disciplinar el intervencionismo de Estado,
que debería quedar enmarcado dentro de los lineamientos de los
propósitos nacionales, determinados de común acuerdo entre los
sectores, bajo la dirección del gobierno y con aprobación del Congreso. Cierto que todo ello entraña limitaciones. Pero éstas no serían ya unilaterales, como son las que resultan de la aplicación de
un intervencionismo estatal como el que hoy existe, el cual tiene
aplicaciones caprichosas, cuya justificación emana del criterio unilateral de quienes dirijan el Estado.
Paradójicamente se ha llegado, por experiencia, a la conclusión
de que una de las maneras de salvar la libre empresa -si es que
acaso no es la única- consiste en resignarse a planear el desarrollo.
y si ello es así, es mejor ponerle a ese empeño todo el entusiasmo
y ensayarlo cuanto antes, tratando de obtenerlo como un bien apetecible y no como un desenlace fatal. Aun en el terreno de la técnica, el entusiasmo es condición importantísima del buen éxito. Porque, además, siempre será mejor una libertad enmarcada por obje-
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tivos conocidos, que una libertad miedosa, sujeta a un intervencionismo impredecible. (ps. 95-98).
La dependencia económica esteriliza la capacidad
creativa en lo relativo al desarrollo
Somos un país sin historia internacional. Pasada la epopeya de
la Independencia, nos encerramos dentro de nuestros propios límites para sobrellevar con dignidad una agobiadora pobreza. El esfuerzo persistente de una población sufrida nos ha permitido alcanzar un respetable nivel de cultura en medio de unas limitaciones de orden material que disimulamos con ingenio y buen humor.
De ahí también que nuestra historia interna no haya sido particularmente traumática y que hubiésemos podido construír una admirable organización institucional.
La dependencia económica ha esterilizado nuestra capacidad
creativa en el campo del desarrollo. Hemos sido buenos para sobrellevar penurias y eficaces para sortear adversidades. Y esa actitud
defensiva se nos ha vuelto connatural. Hasta el punto de que nos
dejamos sorprender cuando las condiciones de subsistencia se vuelven menos hostiles, y que además, seamos inhábiles para manejar
los pocos golpes de suerte que el destino nos ha deparado. (p. 136).
El conservatismo quiere restablecer la vigencia de los
principios constructivos y sacar la moral pública de la
zona gris en que la ha colocado el pluralismo
(De Posiciones)
La característica esencial de una sociedad pluralista es que pierde la valoración moral. Establece una especie de democracia de los
valores, sistema en el cual las tradiciones buenas tienen que entrar
a convivir con aquellas que las quieren derrumbar y, finalmente, se
llega a una situación en la cual la distinción práctica entre el bien y
el mal deja de existir. Y no hay nada que se pueda invocar con
acierto para combatir este derrumbe, pues dentro de una horripilante igualdad entre morales diferentes, no hay una que pueda establecer su primacía. El pluralismo ataca los espíritus y las tradiciones, pero combate también los sistemas institucionales que los
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guardan. Por ejemplo, a nombre de él hay que respetar el sagrado
derecho al inmoralismo que tienen los anunciadores de cine pornográfico, o los programadores de televisión que desean hacer un lucro fácil y rápido. Pero, también a nombre del pluralismo, es necesario respetar la existencia de los grupos políticos que no quieren
la libertad, pero que la utilizan para poderla derrocar finalmente.
Lo que el conservatismo quiere hacer es restablecer la vigencia
de los principios constructivos y sacar la moral pública de la zona
gris indeterminada donde la ha colocado el pluralismo. Queremos
volver a saber qué está bien y qué está mal, basados en que deter
minado acto haya sido tradicionalmente bueno o malo. Es decir,
queremos restablecer los puntos de comparación para que los criterios evaluadores no se disuelvan en una falsa bruma democrática. (ps. 45, 48-49).
Hacia una participación y comunión de valores de la humanidad
Dentro de la creciente internacionalización de la cultura y de la
vida individual, temas hay que son materia de esta conferencia, pero que hallarán su ambiente propio en la mundial que prepara la
Unesco. Aunque hay culturas perfectamente delimitadas, acaso
mayores aún en sus barreras que las fronteras señaladas con mojones físicos, la cultura es patrimonio de la humanidad, y sus beneficios han de irrigarse por el orbe. El gran problema está en que esa
comunidad mundial no destruya, sino asimile y exalte, las comunidades parciales. Que haya una música universal sin que dañe la música local. Que el libro salte de lengua en lengua sin perder por ello
el color y el sabor de su idioma original. Que el cine, la grabación
fonóptica, el disco y el casete, el aprovechamiento de los satélites,
no sean instrumentos de alienación y de colonialismo cultural, sino
por el contrario participación y comunión de valores de la humanidad. (ps. 165-166).
El conservador es más sensible ante la ruptura del orden
y los liberales van más a la letra de la ley
Los conservadores tendemos a ir a la raíz, a buscar las causas, y "
por eso solemos ser elementales. Lo que proponemos, casi siempre,
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no es acoplable a lo que existe. Necesita la dirección completa de
la obra. Por ello hace décadas que estamos buscando, democrática
y pacientemente, la supremacía desde el gobierno. Para que sobre
una dirección del Estado que haga un planteamiento radical, se
puedan utilizar constructivamente los elementos que aporten otras
fuerzas políticas, que quedarían entonces orientadas hacia unos
propósitos nacionales de largo alcance.
Para entender estas distinciones, podemos poner, como ejemplo,
la seguridad. Es posible que siempre haya, entre liberales y conservadores, una diferencia en cuanto a la apreciación de su magnitud.
El conservador es más sensible ante la ruptura del orden. Aprecia
las cosas con mayor alarma y tiende a ponderar el efecto destructivo de cualquier deterioro de la convivencia. Los liberales van más a
la letra de la ley, a la justificación estadística de los hechos: no importa que sea liberado un reo manifiestamente culpable, si en su
excarcelación se cumplieron todos los incisos; no debemos alarmarnos por los secuestros cuando estadísticamente se puede demostrar que hay otro país donde suelen ser más frecuentes. (p. 266).
Hay que perforar barreras tradicionales de
estancamiento econó11Úco-social
No tener un propósito sobre el crecimiento económico le arrebata al liberalismo la posibilidad de trabajar sobre la parte más noble y más cautivante de los programas políticos. Por eso no propone hechos nuevos, ni obras públicas, ni creación de fuentes de producción, sino que se limita a enumerar remedios para aliviar los
factores reales de una situación de miseria que, en cierto modo, se
considera inevitable.
El liberalismo ha tenido la desgracia de dejarse decir cosas de los
columnistas de izquierda que colaboran en sus periódicos. Y cree
en ellas a pie juntillas aunque no se compadezcan ni con lo que pudiera ser su actual doctrina económica ni con su propio temperamento. Los teorizantes de izquierda han convencido a los liberales
de que el crecimiento económico es malo, que se trata de una obsesión fascista para adormecer el ímpetu revolucionario del pueblo, que conduce a monstruosas desigualdades y que para conse953
guirlo hay que hipotecar el futuro del país o venderles los recursos
naturales a las compañías multinacionales. Esta teoría fue inventada por la izquierda para perturbar el progreso de los pueblos subdesarrollados con el fin de que, permaneciendo en la miseria, se
conservara latente el anhelo revolucionario. Los liberales, muy burgueses y muy antirrevolucionarios, no han tenido suficiente espíritu crítico para refutar las opiniones de sus amigos de izquierda.
Por el contrario, han creído que al aceptarlas realizan una de esas
aperturas en que creen encontrar la posibilidad de modernizarse,
de "beber en las canteras del socialismo" según la manida e inexplicable frase del general Uribe Uribe. Porque ya eso de beber en
una cantera es una prueba harto difícil, que resulta más problemática cuando se ignora absolutamente a qué clase de socialismo se
refería el ilustre prohombre liberal. Lo cierto es que los liberales
consideraron que debían colocarse contra el crecimiento económico y abandonaron así toda idea que pudiese estimular el progreso
o abrirle perspectivas al país para salir de su deplorable estado de
pobreza.
Para los conservadores, en cambio, la miseria consuetudinaria de
nuestro pueblo es la gran obsesión. Es lo que no deja pensar en
grande, lo que no permite mejorar la condición de vida del pueblo,
lo que nos está haciendo perder posición relativa entre las naciones
de nuestro propio continente. Estando ya situados en el penúltimo
lugar del ingreso per cap ita en América Latina, es imprescindible
salir de ahí. Los remedios para esa situación siempre serán mediocres. Lo que se busca es un despegue. Hay que perforar barreras
tradicionales de estancamiento. Es preciso inventar nuevas formas
de enriquecimiento, nuevos renglones de exportación. Hay que
crear una mentalidad de guerra contra la pobreza; alcanzar, así sea
parcialmente, altos índices de productividad, utilizar intensivamente la mano de obra y extraer los minerales que se pueda de las
entrañ.as de la tierra para que nos den la base de unas nuevas estructuras económicas que procuren no sólo satisfacer un mayor nivel de consumos internos sino una exportación competitiva y valerosa. Todo esto, claro está, se basa en el.crecimiento y conduce al
desarrollo.
Es este un anhelo político del partido conservador y una necesidad histórica del pueblo colombiano. Es, además, la forma patrióti954
ca de convocar en torno a una posibilidad de redención a todas las
energías nacionales. Pero ésto, como se ha visto, no va a ser entendido fácilmente por los liberales, que están pensando en aumentar
impuestos, en distribuír miseria, en sostener la burocracia y que,
por encima de todo, le tienen miedo, verdadero terror, al crecimiento económico. (ps. 272-274).
El liberalismo es partidario de la expansión del Estado
y la burocratización, pero el conservatismo prefiere
el Estado limi tado, justo y eficaz.
A la manera liberal, el Estado debe ser tan paternalista y tan intervencionista como pueda serlo. Parece existir una presunción de
que el Estado es siempre bueno, o por lo menos siempre mejor que
el sector privado. Cada vez que algo anda mal, no falta el liberal
que proponga "nacionalizar" eso que no está funcionando, sea ello
una carretera, un colegio, una industria o un servicio.
Curiosamente, los conservadores han sido mejores practicantes
del intervencionismo de Estado. Sólo que con un criterio diferente, porque lo conciben como una excepción, como un último recurso y, por lo mismo, casi siempre resulta justificado. A los liberales, en cambio, les gusta tener un intervencionismo en potencia,
que caiga como un rayo sobre cualquier desviación de la economía, sea a la manera de una expropiación, o de una fijación de precios o de la prohibición de alguna actividad económica.
Los liberales, ningún liberal ha querido tratar el tema de la decadencia del Estado. Los conservadores tienen un criterio muy crítico sobre ese aparato estatal, que está malogrando las posibilidades
del desarrollo. Han llegado a la conclusión, muy radical y grave,
de que no sirve. Es una carga que hay que soportar, que cuesta demasiado, que interfiere el ímpetu de progreso y que poco a poco
va consumiendo los recursos públicos en un desesperante proceso
de "uruguayizaci ón".
Para los liberales el Estado es una creación política que está ahí,
con su dinámica propia hacia el gigantismo, en desarrollo de la utopía de que tarde o temprano todo tendrá que ser absorbido por él.
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Si una dependencia no cumple, pues se crea otra. Al fin y al cabo,
si el estatismo es un final necesario y conveniente cada ensanchamiento es un paso hacia adelante, hacia el futuro, hacia la modernidad.
Los conservadores tienen la inaudita pretensión de someter el
Estado y a sus dependencia a la regla de oro del costo-beneficio.
Es decir, que hay que pedirle cuentas al sector público y saber
cuánto está costando lo que está produciendo. Esta aspiración
naturalmente se quiebra cuando se llega a aquellas zonas en que la
actividad estatal, por su propia índole de ser un ejercicio de la soberanía, no puede ser delegada. Pero, de todas maneras, hay multitud de sectores donde un criterio de productividad no sólo es posible de aplicar, sino que aparece como necesario.
Para los liberales el crecimiento del Estado no es responsable. Si
creció, es en virtud de un determinismo histórico. Para los conservadores no. Por el contrario, cada entidad estatal debería tener la
obligación diaria de justificar su existencia y de demostrar su
eficacia.
No se trata de desensamblar el Estado. De ninguna manera. Se
trata es de salvarlo. De permitirle hacer, con abundantes recursos
y plena capacidad de decisión aquello que puede cumplir con éxito. Y quitarle todas las adehalas enojosas, en las que de antemano
se sabe que va a fracasar. Para que recupere así su prestigio, para
que vuelva a surgir en tomo a los objetivos concretos de la administración una solidaridad de la burocracia, un espíritu de cuerpo,
un propósito de triunfo.
Se acusa a los conservadores de querer achicar el Estado. Como
si eso fuese realmente un cargo. Ellos, claro, no se pueden si se
quieren defender de algo que, en sí mismo, no es bueno ni malo.
Aquí entra de nuevo en consideración el problema de la pobreza
de nuestro país, que es la obsesión del conservatismo. El peor gasto que puede hacer un país casi miserable como el nuestro es mantener un andamiaje estatal ineficaz. Es el típico derroche de país
subdesarrollado. Es, además, una forma de snobismo horrible: gastar lo poco que se tiene en cosas que no se necesitan. (ps. 286-289).
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959
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