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Precursora del
aborto en Chile
Cuando las mujeres chilenas vienen librando durante años una lucha por lograr una legislación en pro del
aborto terapéutico, conviene recordar a María de Encío, la primera mujer que defendió públicamente el
derecho a no tener hijos no deseados y a usar abortivos, nada menos que ante el Tribunal de la Inquisición:
“María de Encío, natural de Bayona, en Galicia, mujer de Gonzalo de los Ríos, vecina de Santiago de Chile,
presa con secuestro de bienes por el Santo Oficio, testificada ante el Provisor de haber dicho que cualquiera
por salvar la vida de un hombre se podía perjurar; ‘que si una mujer casada o doncella se sentía preñada y no
de su marido, por encubrir su fama podía matar la criatura en el vientre o tomar cosas con que la echase’, y
aunque se lo contradijeron y reprendieron, siempre se quedó en su opinión”, según don José Toribio Medina
(Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en Chile).
Hermana de Juan de Encío, uno de los financistas de la expedición de Pedro de Valdivia, mujer de alto rango,
llegó a Chile en 1546 y pronto fue la manceba de Pedro de Valdivia. Su vida cambió cuando en 1548, el
presidente de la Real Audiencia de Lima, Pedro de la Gasca, ordenó a Valdivia que trajera de España a su
mujer, Marina Ortiz de Gaete. Entonces el conquistador -así como antes había casado a su concubina Inés
Suárez con el capitán Rodrigo de Quiroga- casó a María de Encío con el capitán Gonzalo de los Ríos y Avila
Mendoza Enríquez de Cisneros. A María le entregó como dote la mitad del valle de Papudo, y ella fue la abuela
paterna de doña Catalina de los Ríos y Lisperguer, La Quintrala.
María de Encío, considerada como “encantadora” -bruja-, en la segunda audiencia confesó ante el Tribunal
del Santo Oficio haber pedido a una india que le declarase si un hijo suyo, que se habría perdido en la
guerra, estaba vivo o muerto; hizo esto como pecadora y como madre. Su preocupación es tanto más
comprensible cuanto no sólo un hijo suyo sino también los maridos de sus hijas, el de doña Mariana, capitán
Bartolomé de Escobar, y el de doña Isabel, capitán don Alonso Ortiz andaban en la guerra. Según sor Imelda
Cano, ese hijo murió en la batalla de Catiray (La mujer en el reyno de Chile, Municipalidad de Santiago,
1981).
En sus declaraciones reveló las preocupaciones propias de una mujer que usaba los recursos dispuestos por la
sociedad de su tiempo, algunos de los cuales continúan vigentes. Dijo que a veces miraba las líneas de las
manos, pues había oído que el que tiene una línea larga tiene una vida muy larga. También declaró que había
rogado a cierto fraile que casase a las indias con sus iguales y no con negros, porque los mataban, y que lo
pidió no por impedir el matrimonio sino porque le habían muerto así diez o doce esclavos.
En cuanto a ser casada dos veces, refirió que siendo niña en España, de edad de cinco o seis años, le dijo su
madre que la quería casar con un mancebo, pero que ella no se acordaba si la habían casado o no, porque no
vio clérigo ni la llevaron a la iglesia, y que después aquel mancebo se había ido a las Indias, y de allí a un año,
su madre le había dicho que la habían querido engañar, porque era casado. Confesó que siendo moza y
andando su marido en amoríos con ciertas indias, pidió a una que le diese algo para que él la quisiese mucho, y
que habiéndole dado una raíz, la anduvo trayendo guardada en el seno hasta que su confesor le dijo que era
pecado.
Admitió también que a cierto clérigo que paraba en su casa, por haberle sorprendido en malos pasos, le
había dado un empujón. Afirmó que por lo tocante a hacer trabajar los indios en día de fiesta que, cuando en
su ingenio amenazaba llover en día de fiesta, para que no se perdiese la caña de azúcar que tenía secando al
sol, la hacía entrar bajo techo, lo cual revela el criterio de una agricultora y administradora de su hacienda.
En lo relativo a la transgresión de las normas católicas de ayuno y abstinencia dijo que no solamente no
comía carne en días prohibidos, sino que hacía más de veinte años que ayunaba viernes y sábado. Por fin,
“pidió misericordia de todo lo que hubiese hecho contra nuestra sancta fe católica”.
Cuando llegó el caso de ratificar las acusaciones, de los once testigos que habían depuesto contra ella, tres
estaban muertos y uno no pudo encontrarse. Los demás cargos no pudieron ser probados al demostrarse
que quienes habían testificado en su contra y el juez que había iniciado el proceso, eran enemigos suyos.
Fue condenada a abjurar de levi (abjuración a la que se recurría en casos en que los indicios de
culpabilidad eran leves) en la sala de la Audiencia, a pagar mil pesos ensayados y otras penitencias
espirituales (pesos ensayados eran los acuñados en las cecas reales americanas o casas de moneda; peso:
término indiano del real de a ocho, llamado perulero, si procedía de la ceca de Lima).
Su marido, Gonzalo de los Ríos, hidalgo nacido en Córdoba, en 1515, era procurador de la ciudad de
Santiago, administrador de las minas de oro de Marga Marga y feudatario del Valle de Chile.
Su hijo, Gonzalo de los Ríos y Encío, llamado “el Mozo”, tuvo el rango de general del Real Ejército, maestre de
campo, corregidor de Santiago en los años 1611, 1614 y 1619; Caballero de la Orden de Santiago. Desarrolló en el valle
de La Ligua el cultivo de la caña de azúcar, para lo cual fundó un ingenio, nombre que adoptó posteriormente la
Hacienda del Ingenio, y compró a Luis de Cartagena la otra mitad del valle, donde desarrolló grandes
plantaciones de naranjos, cáñamo, y tres de las mejores viñas del país. Con el objeto de explotar estas
propiedades, compró esclavos negros. Su primera esposa fue la mulata Catalina de Mella, una niña de ocho años
criada de Inés Suárez. Pero, cosa rara para la época, esa Catalina logró anular su matrimonio, porque aconteció
contra su voluntad y no teniendo ella la edad competente.
Gonzalo de los Ríos y Encío tenía una hija que vivía con él cuando casó con Catalina Lisperguer y Flores. Su
nueva esposa asesinó a esa niña. Del matrimonio de ambos nació, en Santiago, Catalina de los Ríos y
Lisperguer, en 1604, más conocida por el nombre de La Quintrala. Esta dio muerte a su padre envenenándolo en1622.
MATERNIDAD NO DESEADA
La desesperación por el embarazo no deseado fue frecuente durante la Conquista, sobre todo en mujeres
preñadas a consecuencia de violaciones, las cuales provenían tanto de conquistadores como de conquistados.
En el poema épico Purén indómito, de Diego Arias de Saavedra, los aborígenes plantean a los
conquistadores que se servirán de sus mujeres en reciprocidad a los raptos y violaciones.
Como la mayoría de las mujeres de este reino, María de Encío conocía muy bien los bebedizos para impedir
que una mujer quedara preñada o, si tal era el caso, pudiera abortar o malparir, como se decía entonces. No
sólo era capaz de defender esa idea, sino también tenía fama de conocer las medicinas para conseguir el
resultado.
Las prácticas abortivas no fueron un tabú durante la Colonia. El padre Diego de Rosales (1601-1677) dice
que para el malparir se cuecen tres veces las raíces de la frutilla con greda, hasta que “echa ascua”,
asegurando que “en bebiendo aquel cocimiento se detiene la criatura y se sosiega la madre” (Historia
General del Reino de Chile, tomo 1).
No sólo las violaciones sino también la frecuencia del embarazo en las mujeres casadas las hacían recurrir a
dichas prácticas. Más tarde, sor Ursula Suárez diría que creció viendo a su madre desgastarse en parición tras
parición, “endureciéndose cada vez más, desgarrada por las muertes de sus infantes; toda su inteligencia
aplicada únicamente a criar y a velar por la hacienda”. Por siglos tener muchos hijos fue una realidad amarga
para la mayoría de las madres, que a la vez sufrían con impotencia la alta mortalidad infantil.
VIRGINIA VIDAL
Publicado en “Punto Final”, edición Nº 805, 30 de mayo, 2014
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