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Homilía
Misa Crismal
Santa Iglesia Catedral, Martes Santo 19 de abril de 2011
Excmo. Cabildo Catedral; Sr. Vicario Gral. y Vicarios episcopales; Queridos sacerdotes; religiosos/as;
hermanos todos en el Señor:
Permitidme, que de una manera especial me dirija al Presbiterio aquí presente, pues en esta Eucaristía, que
cada año nos convoca en la Santa Iglesia Catedral para celebrar la Misa Crismal, renovaremos las promesas
que hicimos el día de nuestra ordenación sacerdotal, se bendecirán los Santos Oleos y se hará la
consagración del Santo Crisma, que luego serán utilizados en la administración de varios sacramentos en las
diversas comunidades de nuestra Diócesis.
Estos dos hechos manifiestan el profundo sentido eclesial y sacerdotal de esta celebración. Así, si la
bendición de los óleos nos hacen presente el tesoro de la fuerza santificadora de los Sacramentos de la
Iglesia, la renovación de las promesas sacerdotales nos anima a fortalecer el espíritu de comunión y el
camino pastoral que debe regir la vida de nuestra Diócesis. Por tanto, podemos decir que esta Catedral es
hoy el templo en el que Jesús hace presente su divinidad y su poder liberador de una forma más plena y
significativa. Ante tanta grandeza, todos nos sentimos exhortados por las palabras de San Pablo a Timoteo:
“te recomiendo que reavives el carisma de Dios que está en ti por la imposición de mis manos” (2 Tim 1,
6).
Pues bien, eso mismo es lo que yo también le pido a Dios en esta mañana para todos nosotros: que
reavivemos este don sublime que da sentido a nuestras vidas. Y para ello nada mejor que comenzar dando
gracias al Señor y renovando nuestra gratitud a Él, que por el Espíritu Santo nos ha agraciado con el
inestimable don del sacerdocio. Cómo no sentirnos deudores suyos, que quiso asociarnos a tan admirable
dignidad. ¡Cuántas maravillas ha realizado el Señor en nuestra existencia sacerdotal! Basta mirar a nuestro
Presbiterio para sopesar toda esa grandeza:
¡Cuántas veces se ha hecho presente el Señor en la celebración de la Eucaristía! ¡Cuánto perdón ha
derramado Dios mismo, a través de nosotros, mediante la absolución de los pecados que hemos otorgado
en el sacramento de la Penitencia! ¡Y cuántos consejos y consuelos habrán salido de nuestros labios
acompañando a los fieles, en momentos felices o difíciles de su historia, o bien en el último tramo que
conduce a la eternidad!
Al mismo tiempo también, ¡cuántas ansias, entusiasmos, alegrías y -¿cómo no?- cuántas amarguras,
pruebas e incomprensiones habrán sido superadas gracias al amor fiel de Aquel que un día nos llamó a
hacerlo presente “in Persona Christi”! En definitiva, ¡cuánto amor del Señor que nos ha elegido a nosotros
–“vasos de barro”- que, aunque débiles y pecadores, somos cosa sagrada, instrumentos de Dios para llevar
la salvación a los hombres!
Ante ese don sólo podemos conmovernos, darle gracias al Señor por las maravillas que ha realizado en
nuestra existencia, pidiéndole humildemente perdón por nuestras infidelidades y ayuda para mirar con
firme esperanza nuestro ministerio, volviendo a descubrir su sentido y su grandeza que siempre nos
superan.
Y para ello nada mejor que volver al gesto sacramental de la “imposición de manos” por el Obispo, por el
cual -como nos recordaba Benedicto XVI en una ocasión como ésta- fuimos “expropiados” a favor del
Señor, que “tomó posesión” de nosotros, diciéndonos: “tú me perteneces” (Cf. Homilía misa crismal 2006)
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En efecto, fue el mismo Señor quien nos llamó a seguirlo y ser sus discípulos, pues, como sucedió entonces,
también todos nosotros nos encontramos un día escuchando de Él su invitación vehemente y confiada:
"Sígueme". Tal vez, al inicio, lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ése era
realmente nuestro camino. Y seguramente, en algún punto del recorrido, hemos vivido la misma
experiencia de los Apóstoles después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante
su generosidad, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el
punto de exclamar con las mismas palabras que Pedro: "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador"
(cf Lc 5, 8).
Otras veces no nos habrá faltado la oportunidad de poder decirle: “¿adónde iremos, Señor? Sólo Tú tienes
palabras de vida eterna” (cf Jn 6, 68). Y, tal vez, en más de una ocasión nos ha acontecido lo mismo que al
Apóstol, que pensábamos que íbamos a ser los mejores sacerdotes del mundo, creyendo ingenuamente
que no lo traicionaríamos nunca.
Sin embargo, bien sabía el Señor que no sería así. Pero no fue sólo el anuncio de la traición lo que profetizó
en el Cenáculo aquella noche, sino que también le dijo a Pedro -y nos dice a nosotros-: “Yo rogaré por ti
para que tu fe no desfallezca. Y tú cuando hayas vuelto confirma a tus hermanos” (Lc 22,32). Esa oración
del Señor fue la que posibilitó que pudiera mirarle a los ojos y tener un encuentro personal con el mismo
Dios “rico en perdón y misericordia” (cf Ex 34,6).
Pues lo mismo nos dice a nosotros en esta mañana; y quiere que sepamos que Él ora por nosotros, pues
cuando Jesucristo nos impuso las manos diciéndonos: "Tú me perteneces"
“… con ese gesto también me dijo: "Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás
bajo la protección de mi corazón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y
precisamente así te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el
hueco de mis manos y dame las tuyas". (Ibíd)
Por tanto, hermanos, no es hora de desistir ni desfallecer ante la realidad que nos toca vivir, sino todo lo
contrario: es hora de fijar nuestra mirada en Él y de emprender con fuerza la “misión”. Hemos sido
“ungidos” para llevar la Buena Nueva a todos los hombres y la misión de evangelizar es la única razón de
nuestro ser como miembros activos de la Iglesia y seguidores de Jesús.
Hoy es necesaria una pastoral de evangelización capaz de alcanzar el corazón y el espíritu del hombre
actual. El Papa Benedicto XVI nos transmitía esa inquietud en su Exhortación Apostólica “Verbum Domini”:
“Los padres sinodales han reiterado también la necesidad en nuestro tiempo de un
compromiso decidido en la ‘missio ad gentes’. La Iglesia, no puede limitarse en modo
alguno a una pastoral de mantenimiento para los que ya conocen el Evangelio de Cristo.
El impulso misionero es una señal clara de la madurez de una comunidad eclesial”. (nº
95)
Esa es la disposición que debe ser el motor de toda nuestra actividad. Esa es la razón de nuestro ser
sacerdotal y lo que nos mueva a todos -en comunión con el Santo Padre- a la participación ilusionada en la
Jornada Mundial de la Juventud del próximo agosto. Por tanto, hermanos, que esta Misa Crismal avive en
nosotros el “carisma” evangelizador que todos llevamos dentro. Que la renovación de nuestras promesas
sacerdotales conlleve también nuestro deseo y disponibilidad a actualizar la vida y la misión de Cristo, el
Buen Pastor, que es la verdad de nuestra vocación. Y para ello permitidme señalar sólo algunos requisitos
necesarios:
1.- Estar instalados en la “escuela de Cristo”, es decir, vivir el Ministerio, no con la estrechez de un mero
funcionario de la Iglesia, sino con toda la magnanimidad que supone ser "sacramento" del sacerdocio de
Jesucristo. Es justamente el amor a Jesús el que marca la diferencia entre mediocridad y santidad, entre la
vida del sacerdote funcionario o ejecutivo y la del sacerdote siervo de Cristo y digno dispensador de los
misterios de Dios.
2.- Es necesario un gran amor al hombre. Evangelizar es un ejercicio de amor y un servicio a la verdad; a la
verdad de Dios y a la verdad de la vida humana El amor al hombre nos obliga -como ministros de la
misericordia divina-, a convertirnos en el “buen samaritano”, figura de Cristo (Cf. Lc 10,25-37),
invitándonos a salir de nosotros mismos y hacernos instrumentos de la gracia, para que el Divino Médico
pueda curar las heridas más profundas provocadas por el pecado. Nos apremia a dirigirnos a las personas,
ocupándonos de ellas, de su pobreza o fragilidad, no sólo en lo exterior, sino también a cargar
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interiormente sobre nosotros y acoger en nosotros mismos la pasión de nuestro tiempo, de la parroquia,
de las personas que nos están encomendadas.
3.- También es necesario ser hombres del Espíritu dispuestos a dejarnos sorprender por Dios y estar
abiertos a los nuevos carismas que suscita el Señor en su Iglesia. Con esa intención se dirigía Benedicto XVI
a los obispos ingleses diciéndoles:
“Como sabéis, he creado recientemente el Consejo Pontificio para la Nueva
Evangelización de los países de antigua tradición cristiana, y os animo a hacer uso de sus
servicios al acometer vuestras tareas. Además, muchos de los nuevos movimientos
eclesiales tienen un carisma especial para la evangelización, y sé que continuaréis
estudiando los medios apropiados y eficaces para que participen en la misión de la
Iglesia”. (Cf Encuentro 19-IX-2010)
4.- Por último, la fraternidad presbiteral, que es una exigencia más de la caridad pastoral. Es necesaria la
comunión. No es posible la nueva evangelización si se vive el ministerio como una aventura individual. Es
necesario un compromiso eclesial y una vivencia de la fraternidad sacerdotal que implica valorar a todos y
estar contentos de la pluralidad de la Iglesia. Y al mismo tiempo descubrir con gozo y agradecimiento que
todos somos necesarios y todos tenemos un puesto en la labor de cuidar y engrandecer la “viña del Señor”:
Él cuenta con vosotros.
Que la Virgen Inmaculada, Patrona de nuestra Diócesis aliente nuestro “sí quiero” con la misma gracia con
que Ella pronunció su “fiat” y suscite en nuestro corazón el amor a Jesús y la disponibilidad a “hacer lo que
Él nos diga” (cf Jn 2, 5).
+ José Mazuelos Pérez
Obispo de Asidonia-Jerez
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