reminiscencias de la picaresca en la familia de

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Abril-Mayo de 2016 I Publicación bimestral de la Editorial Grupo Destiempos I
ISSN: 2007-7483 I Título de Registro de Marca: 1424503 I CDMX, México I
Revista destiempos N°50
REMINISCENCIAS DE LA PICARESCA EN LA FAMILIA DE PASCUAL
DUARTE Y NUEVAS ANDANZAS DEL LAZARILLO DE TORMES.
Cuando se conocen las características generales del
género picaresco podemos indagar en los tópicos más
representativos del mismo que, según mi tesis, están
inteligentemente explícitos e implícitos en dos novelas
de Camilo José Cela. Tenemos que saber primero la
forma en que el escrito llega al lector. Para
empezar a demostrar la influencia del géneHilda Santos
ro picaresco en la primera y tercera novela
Universidad Autónoma Metropolitana-I
del escritor español, fijemos la mirada en dos
Recepción: 28 de marzo de 2016
modalidades narrativas muy en boga duAprobación: 5 de abril de 2016
rante los siglos XV y XVI, me refiero al tópico
del manuscrito encontrado y el modelo
epistolar. Para la crítica, el manuscrito hallado forma
parte esencial de los libros de caballerías más que de
las novelas picarescas. Camilo José Cela, en las dos novelas que ahora nos ocupan, revive este tópico y esto
prueba la influencia de los clásicos renacentistas en el
escritor gallego. Posterior a la época de los libros de
caballerías, los autores recurrían a esta técnica para
novelar; de hecho, Cervantes en su obra maestra Don
Quijote, usa este recurso tan prolijo durante el Medievo
y el Renacimiento.
El género picaresco y el caballeresco convivieron
a pesar de su total antagonismo, y se trata de dos
géneros literarios que el escritor español mencionado
desempolvó para entregárnoslos en dos de sus primeras
novelas: La familia de Pascual Duarte y Nuevas
andanzas del Lazarillo de Tormes. Los críticos interesados
en trabajar textos sobre el tópico del manuscrito encontrado han hecho aportaciones importantes. Por su
parte, Mari Carmen Marín Pina, investigadora dedicada
al análisis de libros de caballerías, asegura que en el
caso del tópico del manuscrito encontrado “el verdadero autor de la obra se presenta entonces como
simple traductor de un libro ajeno lo que le permite un
juego de distanciamientos y perspectivas en relación
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con la narración y salvaguardarse de las críticas y
censuras que pudiera recibir” (Motivos y tópicos 859).
Este punto de vista se encuentra muy generalizado en la crítica, Asimismo, existe la versión de que el
recurso es un convencionalismo propio de aquellos
autores que desean darle veracidad y autenticidad a
un relato, pues, como bien lo comenta Carlos García
Gual: “No hay mejor recomendación que la afirmación
de veracidad de quien ha vivido como actor principal
o como testigo inmediato los sucesos narrados” (García
47)
Podríamos escribir muchas páginas analizando
qué ha dicho y qué dice aún la crítica sobre este tópico
tan recurrente, sin embargo, no es la finalidad de este
trabajo. No obstante, observemos que las dos novelas
del escritor coruñés se apegan en alguna forma a esta
técnica. A Cela el recurso le era del todo favorable,
pues recordemos que se trataba de un escritor joven
cuando escribió estas dos obras, las únicas que tienen
una fuerte vinculación con el género picaresco. Pero
revisemos los modelos y veamos de qué forma llegan las
historias de Lázaro López y Pascual Duarte hasta nosotros.
Pascual Duarte en la prisión, donde espera la
muerte, ha dedicado gran parte de su tiempo a escribir
sus memorias. El lector las recibe a través de un transcriptor que, cabe destacar, no es ni protagonista ni
testigo de los hechos que cuenta; su labor es, por así
decirlo, dar a conocer las memorias de un condenado
a muerte. Este transcriptor hace una importante labor
con el manuscrito original, tal como hacían los antiguos
traductores de los libros de caballerías, los cuales
“fingen ser traducciones de antiguos libros escritos en
lengua extranjera […] por algún sabio cronista y hallados en circunstancias excepcionales” (Motivos y tópicos
859). El escrito de Pascual Duarte, si bien no se dice que
es traducido de otra lengua al castellano y no fue
encontrado en ninguna ermita alejada y misteriosa sino
en una farmacia de Almendralejo, “donde Dios sabe
qué ignoradas manos las depositaron” (La familia 99), sí
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debe ser revisado y corregido por ese supuesto transcriptor, pues él mismo nos asegura que el manuscrito
original, “—en parte debido a la mala letra y en parte
también a que las cuartillas me las encontré sin número
y no muy ordenadas—, era punto menos que ilegible”
(La familia 99).
El tópico del manuscrito encontrado está perfectamente delineado en las primeras páginas de la
novela. En este caso el transcriptor, que de alguna
manera representa otra voz narrativa, justifica el hecho
de modificar o deformar el original como en su momento lo hicieron los autores de libros de caballerías; por
ejemplo, Rodríguez de Montalvo en el caso específico
del Amadís de Gaula aclara haber enmendado el texto
“corregióle de los antiguos originales, que estaban
corruptos e compuestos en antiguo estilo, por falta de
los diferentes escriptores; quitando muchas palabras
supérfluas, e poniendo otras de más polido y elegante
estilo” (Rodríguez, 225) Marín Pina afirma que Rodríguez
de Montalvo “asume tareas editoriales y otras supuestamente traductoras” (Páginas 71). En el caso de las
memorias del preso extremeño, el transcriptor lleva a
cabo estas mismas tareas; en cierto modo se desempeña como editor, pues corrige la ortografía, ordena el
manuscrito, numera las páginas, se encarga de dar a la
imprenta las memorias y, más importante aún, se toma
libertades exageradas sobre el escrito original: “He
preferido, en algunos pasajes demasiado crudos de la
obra, usar de la tijera y cortar por lo sano” (Cela, La
familia 99), con el fin de privar al lector de conocer
“pequeños detalles que nada pierde con ignorar” (99).
La única diferencia con los libros de caballerías consiste
en que los escritores de éstos “prefirieron presentarse
como padrastros antes que padres, como traductores
antes que autores, de sus propias creaciones” (Páginas
71). Pero en la novela de la posguerra ni Pascual Duarte
ni Cela niegan la autoría de sus respectivas creaciones,
sin embargo, en el escrito del campesino extremeño
bien podemos constatar que no dejó ningún intermediario para que se hicieran públicas sus memorias, pero
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sí encargó al guardia civil de la cárcel de Badajoz que
“cuando me lleven, coge usted esta carta, arregla un
poco este montón de papeles y se lo da todo a este
señor” (La familia 226), a lo que el guardia asegura: “yo
lo obedecí porque no vi mal en ello, y porque he sido
siempre respetuoso con las voluntades de los muertos”
(226).
La ecuación bien puede entenderse así: el manuscrito original va dirigido a don Joaquín Barrera, llega
a él a través del guardia, como ya constatamos líneas
atrás; don Joaquín, en su cláusula testamentaria, ordena que el manuscrito “sea dado a las llamas sin leerlo
y sin demora alguna” (La familia 105), pero por azarosas
razones no se cumple su voluntad y el manuscrito va a
aparecer en la botica ya mencionada. El transcriptor
que se nos presenta en el texto es completamente
anónimo, no conocemos su nombre ni por qué se tomó
la libertad de dar a la imprenta un escrito que era
totalmente confidencial. Cierto es que Pascual Duarte,
en su carta dirigida a don Joaquín Barrera López, hace
referencia a una “pública confesión” (La familia 101) de
sus memorias, sin que esto quiera decir que deban darse a la imprenta y hacerse un libro con ellas. Públicas
son porque decide darlas a conocer a un representante
de la clase social que él agredió al darle muerte a don
Jesús.
Cela usa la figura del transcriptor para dar a
conocer su obra, aquí cobra relevancia el argumento
de Marín Pina respecto a valerse de un supuesto traductor; el escritor español se desliga así de la
responsabilidad de los errores en la obra y, sobre todo,
de las múltiples contradicciones que la historia conlleva,
pues una lectura más exhaustiva nos deja ver los desórdenes que la novela tiene en fechas, eventos y tiempo
cronológico. Al profundizar, bien puede uno concluir
que el autor cayó en varias equivocaciones de carácter narrativo. Sin embargo, la presencia del transcriptor
salva al autor de esos pequeños desaciertos, pues el
lector bien puede asumir que son errores del transcriptor
anónimo más que del autor. Sobre todo hay que recor-
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dar que, de acuerdo con García Gual, como ya
mencionamos líneas atrás, el autor de este tipo de obras
debe apostar a la fidelidad de un relato en que “el
narrador se presente como el protagonista o bien como
espectador puntual de los hechos memorables que
refiere” (García 47).
En el caso de La familia de Pascual Duarte debemos sospechar que este transcriptor, al no ser ni testigo
presencial ni espectador de los hechos, nos entrega el
texto un tanto distorsionado y nos da, aparte de su
versión, la del presbítero y la del guardia civil; además,
él mismo aseguró que se entretuvo en irlo “traduciendo
y ordenando ya que el manuscrito […] era punto menos
que ilegible” (La familia 99). Así pues, Cela queda
eximido de las posibles contradicciones de la narración
que pasan directamente a ser responsabilidad del
transcriptor.
Efectivamente, entonces se cumple lo dicho por
gran parte de la crítica: la finalidad del tópico era darle
veracidad a la narración y, al mismo tiempo, permitirle
al autor alejarse del texto para justificar sus fallas. El
misterio del manuscrito encontrado da también a la
novela una singular riqueza narrativa, pues nos envuelve en un halo de suspenso en el que, al igual que pasa
en la realidad, quedan algunos dilemas y muchas preguntas sin contestar. Por ejemplo, ¿por qué razón
Pascual Duarte nos deja a medias con la información?
¿Qué hizo después de que dio muerte a su madre?
¿Cuándo se convirtió en asesino de Don Jesús González
de la Riva y por qué? ¿O acaso debemos suponer que
también en estos hechos al transcriptor, por su absoluta
voluntad, le “pareció más conveniente la poda que el
pulido” (La familia 100) y determinó no entregarnos todo
lo que Pascual Duarte verdaderamente escribió por
considerarlo demasiado escabroso?
El suspenso del que hacemos mención tiene que
ver con el acierto del autor para dejar al lector en
expectación justo en el momento de mayor clímax en
la historia narrada, de tal forma que en ese mismo instante aparezca el transcriptor para desbaratar esa
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incertidumbre provocada por un evento asombroso o
perturbador dentro de la historia.
El recurso lo encontramos en la obra cumbre de
Cervantes, Don Quijote de la Mancha. En el capítulo
ocho de la primera parte se nos refiere la batalla en que
se enfrentan el caballero andante y el vizcaíno: “Venía,
pues, como se ha dicho, don Quijote contra el cauto
vizcaíno con la espada en alto, con determinación de
abrirle por medio, y el vizcaíno le aguardaba asimismo
levantada la espada y aforrado con su almohada, y
todos los circunstantes estaban temerosos y colgados
de lo que había de suceder de aquellos tamaños
golpes con que se amenazaban” (Cervantes 69), en ese
preciso momento en que se lanzan uno sobre otro se
corta la narración para decirle al lector que “está el
daño de todo esto que en este punto y término deja
pendiente el autor de esta historia esta batalla, disculpándose que no halló más escrito de estas hazañas de
don Quijote de las que deja referidas” (70). Por su parte,
Pascual Duarte refiere así el asesinato de su madre: “La
sangre corría como desbocada y me golpeó la cara
[…], la solté y salí huyendo. […] corrí, corrí sin descanso,
durante horas enteras. El campo estaba fresco y una
sensación como de alivio me corrió las venas. Podía
respirar…” (La familia 220). Igual que el manuscrito de
Cide Hamete Benengeli, la novela de Cela, mediante
la “otra nota del transcriptor”, pone punto final a las
memorias y sólo nos dice: “Hasta aquí las cuartillas de
Pascual Duarte. Si lo agarrotaron a renglón seguido, o si
todavía tuvo tiempo de escribir más hazañas, y éstas se
perdieron, es una cosa que por más que hice no he
podido esclarecer” (La familia 221).
Desde luego que mi trabajo no va encaminado a
resaltar las analogías de estas obras, la mención de ellas
es para destacar que el tópico del manuscrito encontrado también cumplió la función de crear un ambiente
cautivador y desconcertante que involucrara a los
lectores y les permitiera imaginar otros posibles sucesos
que pudieron haber transcurrido y que el narrador, el
autor, el transcriptor, o quien quiera que sea se negó a
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darnos. Cabe aclarar, que en el caso de Don Quijote,
como bien sabemos, se continuó con la narración de la
aventura entre el vizcaíno y el manchego en el capítulo
siguiente. El transcriptor de las memorias del preso no
pudo terminar de decirnos toda la historia. Sabemos lo
de la ejecución del campesino por dos vertientes: el
paratexto referente a “Pascual Duarte, de limpio” y las
cartas de Santiago Lurueña y Cesáreo Martín.
Toda esta digresión hasta aquí expuesta muestra
la gran riqueza contenida en el tópico del manuscrito
encontrado, pues el recurso cumple funciones semejantes al tópico del exordio, en el cual se introduce al
lector en los acontecimientos que va a presenciar. Cela
usa de él de un modo magistral. La técnica sustraída de
los siglos XV y XVI le dio a su primera novela todas las
posibilidades de considerarla la narrativa más representativa de la posguerra.
Camilo José Cela no se conformó con esta regresión al pasado en esta novela, lo volvió a hacer en 1944
en su obra Nuevas andanzas y desventuras de Lazarillo
de Tormes. En ella aborda también el tópico del manuscrito encontrado, pero de una manera menos original;
en realidad, el manuscrito hallado en la botica del amo
judío, a quién Lázaro López sirvió, no es otro que el viejo
libro anónimo renacentista: El Lazarillo de Tormes.
En el nuevo Lazarillo, si bien no existe un traductor
o transcriptor que haga la recomposición de la obra, sí
se nos da al final de la misma una “Nota del editor” por
la cual nos enteramos que antes de iniciar la guerra,
Lázaro se encontraba en el hospital de San Juan de
Dios, en Madrid, no sabemos si en calidad de enfermo
o en alguna labor social dada su condición de recluta.
La función de este editor consiste en informarle al lector
“seguimos sin noticia, tanto de nuestro hombre como
de sus ingenuos y atormentados cuadernos de bitácora: o de macuto, morral o fardelejo” (Cela, Nuevas
139), asimismo, nuestro editor también lamenta “no
poder —por hoy— dar completa la historia de este
hombre ejemplar que combatió contra todas las adversidades” (139).
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Así pues, en el nuevo Lazarillo, una vez más Cela
se vale de un editor para dar verosimilitud y realismo a
su obra, pero principalmente, a mi juicio, para impregnar sus novelas de la esencia de los clásicos españoles
de los que era tan fiel admirador y seguidor. El nuevo
lazarillo no se esconde tras la sombra de un transcriptor
que corrige el manuscrito original, más bien justifica él
mismo por qué va a escribir sus memorias; al encontrar
el libro anónimo renacentista, la emoción del protagonista se desborda de tal manera que no duda en “que
aquel Lázaro fuera abuelo mío —y de ello ya lo trataré
en adelante—” (Nuevas 21). Con esta última frase
apunta que va a imitar lo hecho por su supuesto abuelo:
redactar su vida y darla a conocer, pues, por llamarse
Lázaro y ser de la tierra de Tormes, se obliga a darle
seguimiento a la tradición de contar sus adversidades.
A diferencia de Pascual Duarte, Lázaro López se
excusa de los posibles errores que su escrito pueda contener y asegura: “prometo arreglar algunos puntillos
desenderezados que seguramente se me habrán ido,
tan pronto como los conozca y haya aprendido la
gramática, que ahora —a la vejez viruelas— me he
puesto a estudiar” (Nuevas 19). Además, el nuevo
Lazarillo sí desea que lo escrito por él “salga a la pública
luz, porque pienso que los avatares que hube de pasar
a más de uno servirá de provecho el conocerlos si los
entiende con calma y tal como me sucedieron” (19).
Esta declaración, por parte del nuevo pícaro, resalta el
interés, nulo en el texto de Pascual Duarte, de que
alguien se beneficie de sus experiencias, tal y como
también fue el deseo del Guzmán de Alfarache a finales
del siglo XVI.
Otro tópico de la literatura muy en boga en los
Siglos de Oro de España fue el modelo epistolar. La
carta fue una técnica novelística muy usada durante los
siglos XV y XVI. Los tratados y manuales epistolares
representaron una gran tradición en la forma de comunicación de aquel entonces. Fernando Bouza considera
que “la presencia de las cartas […] alcanzó tales
dimensiones sociales, políticas y económicas que sería
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posible considerar a la alta Edad Moderna como una
cultura epistolar” (Bouza 11).
No nos debe de extrañar entonces que la carta
sea una modalidad muy recurrente entre los humanistas, muchos de ellos seguidores de Erasmo de
Rotterdam quien, dicho sea de paso, escribió “el que
probablemente sea el tratado epistolar latino más
exitoso y representativo de todo el Renacimiento, el
Opus de conscribendis epistolis” (Baños 16). Si el Lazarillo
de Tormes es, como mucha crítica lo afirma, una obra
erasmista, no podía sino escribirse como una carta y
hacer de esta manera un encomio completo a dicho
pensador. Pero eso es tema de otra investigación.
Camilo José Cela retoma el tópico en su primera
novela y una vez más muestra su inclinación hacia los
clásicos renacentistas. La emulación proviene sin duda
del gran anónimo de 1554. Lázaro de Tormes y Pascual
Duarte utilizan la carta para dirigirse a un destinatario, a
quien explicarán “su caso”. El pícaro renacentista
escribe para un Vuestra Merced; alguien interesado en
saber por qué el pregonero de Toledo ha aceptado una
condición tan deshonrosa como la de vivir con la
concubina del arcipreste; dicho evento o caso es lo que
va a explicar Lázaro de Tormes en su texto. Por otro lado,
Pascual Duarte escribe una carta y un relato a otra
autoridad: Señor don Joaquín Barrera López, obviamente los motivos del preso para exponer “su caso” son
diferentes; Pascual Duarte se va a justificar por su
conducta, argumentará a lo largo del texto por qué
hizo lo que hizo y bajo qué circunstancias, para descargar así un poco su conciencia. El extremeño pide
perdón y asegura estar “pesaroso […] de haber
equivocado mi camino” (La familia 102). Las cartas,
tanto de Lazarillo como de Pascual, tienen intenciones
diferentes; la del primero no desea convencer a nadie
de su inocencia, más bien, con un estilo irónico, pretende mostrar que “arrimarse a los buenos”, como se lo
sugería su madre, resulta más provechoso que vivir bajo
lineamientos y normas morales establecidas, es decir,
tener principios no sirve de nada en una sociedad
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corrompida. La del segundo lleva implícita la manipulación al lector y al destinatario para mover a lástima
y simpatía, pues, según sus argumentos, el culpable no
es él, son los otros, la madre, el ambiente, el destino,
Dios. Pero de estos detalles ya nos ocuparemos en páginas posteriores cuando profundicemos en las analogías
de los pícaros renacentistas y Pascual Duarte.
En Nuevas andanzas y desventuras del Lazarillo
de Tormes no existe una carta, el texto no va dirigido a
nadie en especial; como ya constatamos páginas atrás,
el autor desea que todo aquel que tenga intención de
aprender de él lo haga, en “unas palabras”, que bien
pueden entenderse como una analogía del prólogo del
Lazarillo renacentista, el personaje advierte: “quiero que
una vez compuesto este librillo salga a la pública luz
porque pienso que los avatares que hube de pasar a
más de uno servirá de provecho el conocerlos si los
entiende con calma y tal como me sucedieron”
(Nuevas 19); intención muy parecida a la del Guzmán
de Alfarache: “Mucho te digo que deseo decirte, y
mucho dejé de escribir, que te escribo. Haz como leas
lo que leyeres y no te rías de la conseja y se te pase el
consejo” (Alemán 68). El autor de las nuevas memorias
pretende también no extenderse en su relato: “el libro
es breve como el de mi abuelo pero pienso que más
vale así, porque pecado imperdonable hubiera sido
inflarlo con humo de pajas que no dejara ver el grano,
y porque si es bueno queda mejor escaso” (Nuevas 19).
En resumen, los relatos de Pascual Duarte y Lázaro
López están salpicados de aquellos elementos picarescos de los que la crítica hace mención: son autobiográficos y escritos en primera persona, se valen de
una carta dirigida casi siempre a un representante de la
clase social más privilegiada, su intención es explicarse
y justificar su conducta deshonrosa. En el caso de la
autobiografía se cumple lo dicho por MeyerMinnemann: el pícaro deja su historia inconclusa, pues
por ser autobiográfica no es verosímil que terminen de
contar su vida hasta el día de su muerte. Pascual
Duarte, Lázaro López, Guzmán y Lazarillo dejan su relato
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abierto y con ello dan pauta a posibles continuaciones.
En el caso del extremeño y del nuevo Lazarillo, el autor
se vale del tópico del manuscrito encontrado para
lograr el efecto de misterio y verosimilitud que contenían
los antiguos relatos hallados en circunstancias excepcionales por alguien interesado en darlo a conocer
públicamente para provecho de cuantos quisieran
aprender de su contenido. Lo anterior demuestra que
para Cela los ejemplos literarios más relevantes fueron
el género picaresco y los libros de caballerías, dos modelos muy representativos en los Siglos de Oro de
España.
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