Dignidad de la Persona, Libertad Religiosa y Aconfesionalidad del

Anuncio
Dignidad de la Persona, Libertad
Religiosa y Aconfesionalidad del
Estado: Problemas Nuevos en el
Viejo Continente1
Tomás Prieto Álvarez
Profesor Titular de Derecho Administrativo
Universidad de Burgos (España)
Resumo
Não pretendo aqui fazer um estudo exaustivo desta qualidade do homem, impossível
em um trabalho desta natureza e dimensão. Eu apenas foco em um aspecto: em que medida
a separação entre o Estado e várias igrejas ou confissões religiosas, imposta em grande parte
nos textos constitucionais - entre eles, o espanhol e o brasileiro - , afeta o livre desenvolvimento público das crenças religiosas.
Palavras-chave: Dignidade Humana. Liberdade Religiosa.
217
Resumen
No pretendo aquí un estudio exhaustivo de esta cualidad del hombre, imposible en un
trabajo de estas características y dimensiones. Solo me centraré en un aspecto: en qué medida la separación entre el Estado y las distintas iglesias o confesiones religiosas, impuesta en
buena parte de los textos constitucionales — entre ellos, el español y el brasileño —, afecta
al libre desenvolvimiento público de estas creencias religiosas.
Palabras claves: la dignidad humana. La liberdad religiosa.
Introducción: Dignidad Humana, Libertad Religiosa y
Aconfesionalidad del Estado en Las Constituciones Española
y Brasileña y en la Dudh2
En un número anterior de esta Revista, conmemorativo del 40 aniversario de la
Constitución brasileña, abordé “la constitucionalización de la dignidad de la persona”3.
1
En los últimos años he impartido clases de doctorado en mi Universidad de Burgos, en España, en
las que hemos abordado la tutela pública de la dignidad humana. En estos cursos han participado
un buen número de alumnos procedentes de todas las partes de Brasil. Esto me ha permitido tratar a
bastantes “brasileiros” que cruzaban el “charco” (así llamamos aquí al océano Atlántico) con enormes
ganas de aprender y no poco sacrificio. De todos, sin excepción, guardo un gratísimo recuerdo, que
me ayuda a “acercarme” a ese gran país (grande por su extensión, pero, sobre todo, por la calidad de
sus gentes). Sirvan estas líneas de homenaje y muestra de amistad hacia todos ellos.
2
Así invocaré a la Declaración Universal de Derechos del Hombre, cuyo sesenta aniversario conmemoramos con este volumen.
3
“La constitucionalización de la dignidad de la persona o la conversión en jurídico de un valor moral”,
En esa ocasión — y en otras4 — he acometido la plasmación constitucional, en la mayoría de las Cartas Magnas de los Estados modernos, de la cualidad ontológica del hombre
que le otorga una peculiar e incomparable valía: una dignidad que hace al hombre fin
en sí mismo — en la clásica expresión kantiana —, incompatible con su consideración
como objeto de derechos. En su momento pude advertir también que, situándose la
dignidad de la persona en la base o el fundamento de todo el Derecho así como de
todos y cada uno de los derechos del hombre (estos habrán de considerarse, por tanto, como una consecuencia o emanación de aquella dignidad5), algunos de entre ellos
son manifestación más tangible de dignidad, lo que hace más inexcusable su respeto y
tutela. Tiempo ha, expresaba esta idea el profesor — y primer Defensor de Pueblo de
la democracia española — RUIZ-GIMÉNEZ de esta manera: “el valor de la dignidad
sustancial de la persona está en la raíz de todos sus derechos básicos, pero hay algunos de
ellos donde esa dimensión del ser humano se hace más patente”6. Es decir, hay derechos
más ligados a la dignidad de la persona y al libre desarrollo de su personalidad.
En este sentido, parece claro que entre los derechos más directamente vinculados
a la dignidad humana —dicho de otra manera, que encuentran en ella de manera más
evidente su fundamento— no puede dejar de contarse el derecho a la libertad religiosa7.
Por ello, está presente en la mayoría de las Constituciones del planeta y, por supuesto,
en la DUDH de la ONU. Entre las primeras, baste con recordar la letra de las Constituciones de España y Brasil.
Así reza el artículo 16 de la Constitución española de 1978:
“1. Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y
las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria
para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.
2. Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”.
218
Por su parte, el artículo 5 del texto brasileño de 1988, dentro del capítulo dedicado a los “derechos y deberes individuales y colectivos”, consagra la libertad religiosa
en estos términos:
“VI. Es inviolable la libertad de conciencia y de creencia, estado asegurado el
libre ejercicio de los cultos religiosos y garantizada, en la forma de la ley, la
protección de los locales de culto y sus liturgias.
VII. Queda asegurada, en los términos de la ley, la prestación de asistencia religiosa en las entidades civiles y militares de internamiento colectivo”.
en el nº 5 de esta Revista, correspondiente a la edición de septiembre de 2008, pp. 433-448.
En La dignidad de la persona, núcleo de la moralidad y el orden públicos, límite al ejercicio de las libertades públicas, Thomson-Civitas, Cizur Menor (Navarra), 2005.
5
Ibíd., cit. p.
6
RUIZ-GIMÉNEZ CORTÉS, J., “Art. 10. Derechos fundamentales de la persona”, en ALZAGA
VILLAAMIL, O. (dir.), Comentarios a la Constitución Española de 1978, tomo II, EDERSA, Madrid, 1986, p. 116. No obstante, algunos autores disienten de este basamento general de los derechos
en la dignidad humana; como PÉREZ LUÑO, que sostiene que solo algunos derechos fundamentales encuentran en la dignidad humana su principio fundamentador; vid Derechos humanos, Estado
de Derecho y Constitución, Tecnos, 6ª ed. Madrid, 1999, p. 318.
7
Merece mencionarse el reconocimiento expreso de este fundamento de la libertad religiosa en la Declaración Dignitatis Humanae del Vaticano II, en estos términos: “Declara, además, que el derecho a la
libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana” (punto 2).
4
Finalmente, el artículo 18 DUDH establece que:
“Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de
religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual
y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la
práctica, el culto y la observancia”8.
No pretendo aquí un estudio exhaustivo de esta cualidad del hombre, imposible en un trabajo de estas características y dimensiones. Solo me centraré en un aspecto:
en qué medida la separación entre el Estado y las distintas iglesias o confesiones religiosas, impuesta en buena parte de los textos constitucionales — entre ellos, el español y el
brasileño —, afecta al libre desenvolvimiento público de estas creencias religiosas. Este
principio de separación, que — ahora no haré más precisiones conceptuales — también se ha denominado de aconfesionalidad, laicidad, neutralidad o incluso laicismo,
aparece así recogido en las constituciones que se acaban de citar. El artículo 16.3 de la
Constitución española dice así:
“Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en
cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”.
Mientras que al artículo 19 de la Constitución brasileña establece que:
“Está prohibido a la Unión, a los Estados, al Distrito Federal y a los Municipios:
I. Establecer cultos religiosos o iglesias, subvencionarlos, obstaculizar su funcionamiento o mantener con ellos o sus representantes relaciones de dependencia o alianza, salvo colaboración de interés público, en la forma de la ley”.
Ambas redacciones, aunque traslucen ciertas diferencias (que pueden comportar sus divergencias en la práctica), coinciden en lo sustancial: declaración de separación
entre el Estado y las confesiones religiosas, que, lejos de ignorar el hecho religioso,
comporta la garantía pública de su desenvolvimiento y la legitimidad de las consiguientes colaboraciones. En el caso español, la introducción del tercer apartado del artículo
16 de la Constitución no fue cuestión pacífica, pues pesaba para algunos un deseo de
romper con especial rotundidad con el pasado confesional del país. De hecho, en el primer borrador de la Ponencia redactora del texto constitucional se decía que “el Estado
español no es confesional” y, lo que es más importante, pretendió incluirse en el Título
I, definidor de los principios generales del nuevo Estado9. Más polémicos resultaron
aún los mandatos, incluidos en el texto final, de tener “en cuenta las creencias religiosas
de la sociedad española” y, en particular, de mantener “relaciones de cooperación con
8
Ha de advertirse que este tenor de la DUDH es reproducido, prácticamente palabra a palabra, en el
artículo 9 de la Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades
Fundamentales, de 4 de noviembre de 1950 (CEDH), texto que corresponde juzgar al Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), cuya jurisprudencia citaremos en repetidas ocasiones.
9
Vid. PÉREZ-LLANTADA Y GUTIÉRREZ, J., “La dialéctica ‘Estado-Religión’ ante el momento
constitucional”, en Lecturas sobre la Constitución española, Madrid, 1978.
219
la Iglesia Católica y las demás confesiones”: esta invocación específica fue calificada,
por políticos señalados, como de “confesionalidad solapada”, con lo que la dicción del
apartado tercero motivó sonados abandonos de la Ponencia10.
Pero las referencias hechas al desenvolvimiento público de la libertad religiosa
obliga a concluir esta Introducción advirtiendo que los textos ya citados evidencian la
necesaria tutela de un doble ámbito de esta libertad: uno interno y otro externo. Además, aunque se deduce también de las Constituciones citadas, interesa resaltar que la
DUDH ubica expresamente la libertad de externa manifestación de las creencias “tanto
en público como en privado”, de lo que solo el primero nos interesará11. Pero presentemos someramente esta doble dimensión, empleando textos y argumentos del supremo
intérprete de la Constitución española.
Bien dictaminó el Tribunal Constitucional español en la sentencia 177/1996, de
11 de noviembre de 1996, F.J. 9, que la libertad religiosa “garantiza la existencia de un
claustro íntimo de creencias y, por tanto, un espacio de autodeterminación intelectual
ante el fenómeno religioso, vinculado (como se resaltó más atrás) a la propia personalidad y dignidad individual”; esto constituiría, decía el Tribunal, la dimensión interna
del derecho, que habremos de calificar como absolutamente básica y elemental. Tanto,
que solo en supuestos de auténtica patología totalitaria (los ha habido) se ha intentado
profanar el santa santorum de la propia conciencia religiosa (además, cuando esto ha
ocurrido, hemos dado el salto a su proyección externa).
Amén de esto, se puede decir que hoy lo que se ventila en las sociedades supuestamente libres es la manifestación externa de esta creencia religiosa, que, por otra parte,
es lo que realmente tiene relevancia jurídica12. Es por lo que se ha dicho que “la creencia
220 no constituye por sí misma el hecho religioso. Hace falta otro elemento: el rito o el culto. Según la doctrina más común, si no existe un culto correspondiente a una creencia,
cabe hablar de doctrina política, filosófica, ideológica, pero no de una religión (…) La
libertad religiosa es la libertad de manifestar estas creencias en una fuerza sobrenatural
(Dios) y poder practicar públicamente el culto”. Por tanto, “que es una libertad de pensamiento o de opinión es evidente, pero además es mucho más que eso”13. Todo lo cual
hace que, más allá de aquella dimensión interna, muestra atención se centre en la que el
Tribunal llamaba, en la misma sentencia de 1996, la dimensión externa de este derecho,
10
GARRIDO FALLA, F., en su comentario del artículo 16.3 en Comentarios a la Constitución, por
él mismo dirigidos, publicada su 3ª edición en 2001, Civitas, da cuenta del reproche del diputado
Solana y del abandono de la Ponencia Constitucional de Peces-Barba (p. 331-332).
11
Quizá no sea superfluo advertir, a estos efectos, la diferencia entre “lo externo” y “lo público”. El
carácter externo de un comportamiento implica que éste se manifiesta hacia el exterior (en este caso,
el culto religioso que la persona exterioriza, pero permaneciendo en su ámbito o círculo privado);
sin embargo, el carácter público del comportamiento, presuponiendo su exteriorización, implica
su proyección sobre espacio públicos, dotados de publicidad, que pueden ser o no dependencias
públicas en sentido jurídico.
12
Me parecen muy atinadas las apreciaciones en este sentido de MANTECÓN SANCHO, J., cuando
recuerda que nos estamos refiriendo “a un concepto estrictamente jurídico. Es decir, nos referimos a
la libertad que en tema de religión disfruta el ciudadano frente al Estado”; de lo que deduce que tal
libertad puede definirse como “una libertad especificada por su objeto —la autodeterminación de la
voluntad en asuntos religiosos, siempre que tenga relevancia externa— y garantizada jurídicamente,
frente al Estado y frente a terceros, mediante las consiguientes garantías jurisdiccionales (si no existen esas garantías, no cabe propiamente hablar de verdadero derecho)”. Vid. El derecho fundamental
de libertad religiosa. Textos, comentarios y bibliografía, Eunsa, Pamplona, 1996, pp. 29-30.
13
Cfr. NIETO NÚÑEZ, S., “Derechos y límites de la libertad religiosa en la sociedad democrática”,
p. 3; en www.instituto-social-leonxii.org.
dimensión “de agere licere que faculta a los ciudadanos para actuar con arreglo a sus
propias convicciones y mantenerlas frente a terceros”. Proyección externa que, insisto,
ha de poder desplegarse, en buena ley, en el espacio público.
En fin, en ese contexto de “lo público”, estamos en condiciones, primero de determinar la consideración jurídica de la libertad religiosa, y luego de precisar la respuesta
del Estado ante ella.
Breve Excursos Sobre La Libertad Religiosa: Derecho
Fundamental, Princípio Constitucional, FactorSocial
A. La libertad religiosa como derecho fundamental de la persona y como
principio
1. La libertad religiosa, primera de las libertades, fundamento de una sociedad
democrática y pluralista
El ser humano, por mor de su racionalidad, obra con libertad, con señorío sobre sí
mismo, puede “abrirse intencionalmente a toda la realidad”, lo que le hace “el ente más
perfecto de la realidad natural”14, el único que tiene dignidad. De aquí se puede deducir
que si todo el espectro de sus derechos aportan al hombre su dignidad, no lo hacen todos — ya se adelantó — con la misma intensidad: a la cabeza cabe situar, sin duda, los
que son ejercicio de su racionalidad — de libertad, por tanto — que son los que ponen
distancia con los animales y de verdad definen a la persona humana. El ejercicio racional de la libertad será tanto más elevado e intangible cuanto más íntima sea la esfera de 221
elección. Despojar a una persona de su libertad de circulación o del derecho acceder a la
justicia, resultando intolerables, no son parangonables a imponerle el número de hijos
que debe tener, o a privarle de su libertad ideológica o de pensamiento o de relación con
quien considera su ser supremo.
Asumo que jerarquizar cosas, y más aún derechos, no es fácil: quizá por considerar
que las personas pueden prescindir voluntariamente de juicios ideológicos o religiosos
— o minusvalorarlos, o incluso estar impedidos para ellos —, alguien puede relegar la
libertad religiosa; y así se ha hecho en ocasiones, un tanto gratuitamente15. No obstante,
nada sencillas resultan las ponderaciones de este derecho de libertad religiosa — pues no
es derecho ilimitado — cuando se plantean conflictos con otros derechos. En el contexto conflictual vida-libertad religiosa, nuestro Tribunal Supremo, en sentencia de 27 de
junio de 1997, dictamino que “dentro del amplio cuadro de derechos y libertades que
proclama la Constitución, en un grado preferente, solo superado por el derecho a la vida y
a la integridad física y moral, el artículo 16 garantiza la libertad ideológica, religiosa y de
culto…”. Asumiendo esta opción preferencial, se ha atribuido al expresidente británico
Tony Blair la máxima de que “la seguridad es la primera de las libertades”, a la que sumó
el presidente colombiano Álvaro Uribe en su última toma de posesión16. Ciertamente,
14
Vid. MASSINI CORREAS, C.I., “Filosofía y ‘antifilosofía’ de los derechos humanos”, en VVAA.,
Razón y realidad. Homenaje a Antonio María Millán Puelles, ALVIRA, R. (coord.); Rialp, Madrid,
1990, p. 391.
15
Pienso que aferrarse a que la religión no es “una necesidad básica al mismo nivel que la vivienda, la
sanidad o la educación” (PECES-BARBA), para postergarla, contiene un peligroso germen totalitario Vid., del autor citado, “Algunas reflexiones sobre la libertad ideológica y religiosa”, en Libertad y
derecho fundamental de libertad religiosa, IBÁN, I.C. (coord.), Edersa, Madrid, 1989, p. 68.
16
“La democracia moderna reconoce en la seguridad la primera de las libertades, que se legitima al
la vida — objeto específico del bien jurídico de la seguridad pública — resulta el primigenio y básico derecho humano, sin el cual — huelga decirlo — ningún otro puede
ejercitarse; pero esto lo aleja del carácter de “derecho de libertad” y lo convierte en presupuesto para todas ellas (o, como ha dicho nuestro Tribunal Constitucional, “supuesto
ontológico sin el que los restantes derechos no tendrían existencia posible” — Sentencia
53/1985—). Y en este sentido, parece, pues, admisible que se haya propuesto que la
libertad religiosa constituye la primera de las libertades…
“La primera de las libertades”, referida a la libertad religiosa, es el título de un artículo
periodístico el profesor NAVARRO-VALLS17, en el que da cuenta de la coincidencia en
esta valoración en personajes como Juan Pablo II, Clinton y Yelsin, a la que, desde luego, se
suman infinidad de autores, en los mismos términos o semejantes18. Aunque sin esa rotundidad, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha terminando por valorizar en su medida este derecho fundamental. Quizá haya tardado demasiado en hacerlo: fue la sentencia
Kokkinakis c. Grecia, de 25 de mayo de 1993 — en este punto reiterada en otros pronunciamientos y muy citada por la doctrina —, la que, en su apartado 31, sentenció que:
“tal y como la garantiza el artículo 9 (del Convenio Europeo que le corresponde aplicar) la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión representa uno
de los fundamentos de una sociedad democrática en términos del Convenio. Figura,
en su dimensión religiosa, entre los elementos más esenciales de la identidad de los
creyentes y de su concepción de la vida, pero ésta también es un bien para los ateos, los
agnósticos, los escépticos y los indiferentes. Se trata del pluralismo — conseguido
de manera muy costosa a lo largo de los siglos — que no podría disociarse de tal
sociedad”19.
Aunque omita el Tribunal jerarquizaciones expresas con otros derechos e inicial222
mente trate conjuntamente las libertades de pensamiento, conciencia y religión, únicamente a la dimensión religiosa la cataloga como “uno de los elementos más esenciales”
de la identidad de las personas, lo que supone una consideración sin duda muy especial. Para quien ostenta esas creencias, es muy habitual que consideren esta opción la
más personal e intangible, lo que es refrendado por el hecho histórico de que miles de
personas hayan renunciado a la propia vida por preservar tal identidad. El Tribunal, de
considerar que otras eran con frecuencia más valoradas, quizá las hubiera citado.
Como luego veremos, esta singular consideración de la libertad religiosa impondrá al Estado un celosísimo respeto por la autonomía de las personas en este campo.
Pero es tal la esencialidad que se le otorga que no faltan sólidas propuestas de atribuirle
otra categorización y, con ella, otro protagonismo.
hacer posible el ejercicio de las demás”. Disponible en www.altocomisionadoparalapaz.gov.co.
Publicado en el Diario El Mundo el 18 de agosto de 1997, figura recogido en una recopilación publicada por el autor bajo el título Del poder y de la gloria, Ediciones Encuentro. Madrid, 2004, p. 165.
18
RUBIO LÓPEZ, J.I., La primera de las libertades: la libertad religiosa en los EEUU durante la Corte
Rehnquist (1986-2005): una libertad en tensión, Eunsa, Pamplona, 2006; “la primera de las libertades
sigue dando que hablar en el panorama constitucional actual”... así comienza el constitucionalista
GUILLÉN LÓPEZ, E., su trabajo “La inescrutabilidad de los caminos del Señor. Comentario a la
sentencia del TEDH Leyla Sahin c. Turquía (nº 44774) de 29/06/2004”, en Revista de Derecho Constitucional Europeo, nº 2, 2004, p. 263 (revista electrónica disponible en www.ugr.es).
19
A juicio del profesor Lorenzo MARTÍN-RETORTILLO BAQUER, opinión fácilmente compartible, se puede considerar éste “el ‘párrafo paradigmático’ sobre el significado de la libertad religiosa”.
Vid. La afirmación de la libertad religiosa en Europa: de guerras de religiones a meras cuestiones administrativas, Civitas, Madrid, 2007, p. 9.
17
Libertad religiosa como principio constitucional
configurador del Estado
Merece ser citado el voto particular a la sentencia del Tribunal Constitucional español
46/2001, formulado por el magistrado Manuel JIMÉNEZ DE PARGA en el que se afirmaba
que “la libertad religiosa no solo es un derecho fundamental, sino que debe ser entendida como
uno de los principios constitucionales”; esto en la medida en que “el Estado se configura en
una sociedad donde el hecho religioso es componente básico”20. En esta misma línea, el filósofo
del Derecho MARTÍNEZ DE PISÓN había escrito poco antes que “la libertad religiosa debe
entenderse no solo como un derecho fundamental, sino también como un principio constitucional que expande sus efectos más allá de una u otra disciplina jurídica para impregnar la vida
pública y las instituciones estatales”21. Reconoce el hoy Rector riojano que fue VILADRICH
quien había propuesto la tesis del doble carácter de esta libertad: el de “principio configurador
del Estado”, incluso antes que el de “derecho de la persona”22. Como principio de conformación social y cívica contiene, dice, “una idea o definición de Estado”. Pero para concretar tal idea
es necesario precisar qué es el fenómeno religioso para el poder estatal.
B. El fenómeno religioso como un privilegiado factor social
Acabamos de ver que la libertad religiosa es esencial para el hombre. Como derecho fundamental que es, el Estado debe — como le ocurre ante los demás derechos de la
persona — respetarla y favorecerla. Pero el hecho religioso, en sí, le resulta ajeno: ha de
observar un sagrado respeto — lo hemos visto — a las opciones de sus ciudadanos, a la
par que resulta impensable equiparse, como “sujeto religioso”, a ellos23. Y es que “como
Estado — dirá también VILADRICH — es incompetente ante el acto de fe”. Pero es 223
claro que la irreprimible exteriorización de las “internas” creencias religiosas convierte
el hecho religioso en un factor social — un factor social más — y en ese carácter ha de
considerarlo el Estado. Así lo expresaba VILADRICH hace casi tres décadas: “cuando el
Estado, al contemplar lo religioso, no ve otra cosa que un factor social que forma parte
del conjunto de la realidad social y del bien común y que, con todas sus peculiaridades, es susceptible de reconocimiento, garantía y promoción jurídicas, entonces dicho
Estado no entra a definir lo religioso, en cuanto tal, sino solo como factor social y, en
esa medida, lo capta y se sitúa ante él única y exclusivamente como Estado radicalmente incompetente ante la fe y ante lo religioso, ‘como religioso’, pero competente para
regular jurídicamente un factor social más del bien común”24. Se tratará, pues, de una
“competencia relativa”, que LÓPEZ ALARCÓN calificó también como “indirecta”25.
20
Lo que explican con la siguiente comparativa: “no puede equiparse, por ejemplo, el derecho de libertad religiosa con el derecho de negociación colectiva inherente a la libertad sindical. Éste último es
un derecho fundamental en la Constitución Española, pero no es un principio constitucional, como
lo es, en cambio, la libertad religiosa”.
21
Vid. MARTÍNEZ DE PISÓN CAVERA, J., Constitución y libertad religiosa en España, Dykinson,
Madrid, 2000, p. 281.
22
Vid. VILADRICH, P.J., “Los principios informadores del Derecho Eclesiástico Español”, en VVAA,
Derecho Eclesiástico del Estado Español, Eunsa, Pamplona, 2ª ed., 1983, p. 193.
23
Dirá VILADRICH que “El Estado considera radicalmente ajeno a su naturaleza de solo Estado el
imitar ante la fe y la práctica de la religión el pluralismo de posibilidades de respuesta de la persona
singular” (ibíd., p. 213).
24
Ibíd. p. 217.
25
Vid. LÓPEZ ALARCÓN, M., “La relevancia específica del factor social religioso”, en Las relaciones
entre la Iglesia y el Estado. Estudios en memoria del profesor Pedro Lombardía, Universidad Complutense de Madrid-Universidad de Navarra-EDERSA, Madrid, 1989, p. 469.
Como factor social, el religioso se ubica en el discurrir de la sociedad a la par que otras
emanaciones de la libre personalidad humana (las — muy variadas — expresiones ideológicas, culturales, familiares, de aficiones, etc.). A la par… solo relativamente, pues, en cuanto
al hecho religioso, su vinculación con un derecho fundamental esencialísimo, la fuerza de
los hechos históricos o del arraigo sociológico, con una notable presencia social, le otorgan
una relevancia especial, privilegiada, difícilmente parangonable a los otros factores sociales
citados. Esto origina en algunos Estados — aunque pueda no gustar — una declaración de
confesionalidad, y en otros — infinidad — justifica un específico reconocimiento y tratamiento constitucional, que impondrá una adecuada respuesta de las instituciones públicas.
El caso es que acierten en el ejercicio de su “social competencia”. La tentación — calificable
en estos momentos de amenaza — está servida: es fácil malinterpretar aquella incompetencia y deslizarse desde la separación entre “lo público” y “lo religioso”, y arguyendo el papel
estatal de garante del pluralismo social arrinconar el hecho religioso, excluyéndolo del espacio público, de modo que la irreligiosidad del Estado se identifique con neutralización de lo
religioso y reclusión a la intimidad de las personas — como comprobaremos —.
Dignidad de la Persona y Respuesta del Estado Ante el
Hecho Religioso
A. Premisas y propuestas para definir las relaciones del Estado y lo religioso:
separación, aconfesionalidad, neutralidad, laicidad, laicismo y cooperación
En realidad, hablar de la terminología para significar la actitud del Estado ante el
224 fenómeno religioso “no solo es cuestión de palabras”26. Lo importante es perfilar ade-
cuadamente aquella actitud, declinando posturas públicas menos razonables. Pero qué
duda cabe que deslindar conceptos es de utilidad; y en este caso los conceptos manejados — y las propuestas definitorias — son variadas y conviene aclararlas.
1. Pienso que el punto de partida es la distinción de ámbitos entre el orden religioso
y el orden político, de la que se deriva la distinción, independencia o separación institucional entre Estado y confesiones religiosas. Es esencial, pues en este punto está en juego la
dignidad de la persona27. Separadas estas realidades, abandonada una preexistente unión
Iglesia-Estado característica del Antiguo Régimen — en la que, además de la confusión
institucional, en ocasiones la fe del monarca era per se la de los súbditos— salen valorizadas la libertad y dignidad humanas28. Frente a aquella mixtura, desde posturas fe no se
duda hoy en proclamar que “la separación de Iglesia y Estado en sentido jurídico es una
exigencia de la misma Revelación”, y debe darse incluso en sistemas confesionales29.
26
GONZÁLEZ VILA, T., “Laico y laicista, laicidad y laicismo: no solo es cuestión de palabras”, Revista Acontecimiento, noviembre 2004.
27
Vid. al respecto MOLANO, E., “El Derecho Eclesiástico en la Constitución Española”, en Las
relaciones entre la Iglesia y el Estado…, cit. p. 298.
28
Por eso, creo que tiene razón SUÁREZ-PERTIERRA, G., cuando afirma que “la separación IglesiaEstado (…), más que un instrumento de defensa de la independencia política, se convierte en un
instrumento de protección de las libertades, entre las que la libertad de pensamiento, incluso religiosa, pasa a ser un elemento fundamental”. Vid. “La laicidad en la Constitución española”, en
MARTÍNEZ-TORRÓN, J. (ed.), Estado y religión en la Constitución Española y en la Constitución
Europea, Comares, Granada, 2006, p. 14.
29
CORRAL SALVADOR, C., “Laicidad, aconfesionalidad, separación”, ¿son lo mismo?”, Unisci Discussion Papers, octubre 2004; disponible en www.revistas.ucm.es. Es interesante también cómo glosa el
profesor DE LA HERA la idea de que la separación entre la Iglesia y el Estado es de origen cristiano:
vid. “Las relaciones entre la Iglesia y el Estado en España”, Diario La Ley, 1981, tomo 2, p. 897.
2. De esto último se deduce algo que es origen de frecuente confusión: que un Estado opte por una confesionalidad religiosa no comporta necesariamente — no debería
comportar — abolición de la referida separación de órdenes e instituciones, ni tampoco, necesariamente, menoscabo de la libertad religiosa de los ciudadanos30 (aunque esta
pueda resultar eventualmente afectada o menoscabada31). Por esto, y por quedar — en
alguna medida — en entredicho la aludida incompetencia del Estado en lo religioso en
cuanto religioso, la opción mayoritaria en el planeta es claramente la aconfesionalidad
estatal: es decir, el Estado no asume como propia ninguna confesión religiosa, sin más.
Esta es la alternativa acogida — lo sabemos — en la Constitución española, en la frase
primera de su artículo 16.3. Adviértase, no obstante, que los Estados que permanecen
confesionales no son pocos — de entrada, al menos 53 Estados islámicos —, ni poco
significados — reputadas democracias occidentales como Inglaterra o Grecia —.
3. Pero demos un paso conceptual más y acotemos otro concepto que suele
presentarse ligado a los anteriores: la neutralidad. El Estado “aconfesional” ordinariamente será también religiosamente “neutro”; hasta el punto de que nuestro
Tribunal Constitucional deduce del referido artículo 16.3 CE una manifestación
de neutralidad estatal antes que de aconfesionalidad32. En esta línea, FERNÁNDEZ SEGADO sugiere como el principio constitucional asumido por España en
la materia es el de “neutralidad confesional”33. Pero proceden al respecto dos aclaraciones. En primer lugar, a mi juicio, aconfesionalidad y neutralidad se mueven
en esferas distintas: la primera puede ser objeto de expreso reconocimiento constitucional — como en el caso español—, pero este no sería necesario (de hecho,
muchas constituciones no lo hacen: el silencio es expresivo de aconfesionalidad);
pero lo importante es que su único alcance es negar una adscripción institucional 225
religiosa del Estado en cuestión—; la segunda — que también puede ser acogida en
la Carta Magna; es más, creo que así lo hace nuestro texto, que, pese a citar expresamente a la Iglesia católica, no establece para ella privilegio alguno34 — corresponde
30
Así escribía Álvaro D’ORS en una de sus últimas obras: “Puede darse que, por razones de tradición
histórica, una comunidad humana adopte colectivamente una determinada religión y la incorpore a su
existencia comunitaria, como algo constitutivo y esencial de su identidad histórica. Esta confesionalidad
pública de la colectividad no es contraria al derecho natural, aunque indirectamente influya en la formación de las conciencias, por la educación, por la presión social del respeto por lo comúnmente establecido,
etc. En estos casos, la razón natural no exige más que el respeto de las conciencias que pueden discrepar
de la religión oficialmente adoptada, y el permiso de rendir culto a Dios de otro modo, aunque se pueda
impedir algunas manifestaciones públicas de religiones minoritarias que vengan a perturbar, por la apariencia de una pluralismo religioso oficial, la integridad de la confesionalidad religiosa que una comunidad
ha adoptado como elemento esencial de su propia identidad”. Vid. Derecho y sentido común. Siete lecciones
de derecho natural como límite del derecho positivo, Civitas, 2ª ed., Madrid, 1999, p. 58.
31
A juicio de LLAMAZARES FERNÁNDEZ, D., “cualquier fórmula, por más mitigada que sea, de
confesionalidad (o de laicismo negativo) limita, en mayor o menor grado, la igualdad y la libertad
de conciencia. Vid. Derecho de la libertad de conciencia I. Libertad de conciencia y laicidad, Civitas,
2ª ed., Madrid, 2002, p. 314.
32
STC 177/1996: “el artículo 16.3 C.E. al disponer que «ninguna confesión tendrá carácter estatal»,
establece un principio de neutralidad de los poderes públicos en materia religiosa”.
33
Vid. El sistema constitucional español, Dykinson SL, Madrid, 1992, p. 300.
34
No obstante, se ve que los recelos ante esta expresa citación, juzgada como trasunto de falta de neutralidad y hasta de confesionalidad, sobreviven al periodo constituyente. Así se observa en autores
como MARTÍNEZ DE PISÓN, J. para quien se está dando “legitimidad democrática a una situación de privilegio y avala lecturas, en mi opinión, contrarias a una mínima separación Estado-Iglesia”.
Vid., “Poderes públicos y religión. El difícil compromiso con la libertad de conciencia”, Revista
electrónica del Departamento de Derecho de la Universidad de La Rioja, nº 0, 2002, p. 91.
hacerla efectiva a la diaria praxis legal-administrativa. Y es que no necesariamente
se dan a la par aconfesionalidad y neutralidad: una cosa es la veredicto — expreso
o no— de aconfesionalidad del Estado como institución y otra — insisto — la
práctica de las instituciones públicas al relacionarse con las confesiones (son ejemplo de esta distinción países como Dinamarca o Finlandia: formalmente no son
confesionales — sus Constituciones omiten una adscripción religiosa del Estado
— pero su tratamiento de las confesiones no es neutro, privilegiando a alguna o
algunas de ellas). Una segunda aclaración: la adjetivación “neutro” en este campo
requiere ser bien interpretada. Implica, sencillamente, que los poderes públicos,
en su actuación, no toman partido por ninguna de las opciones religiosas —es
decir, al prescindir aquellos de juicios “religiosos”, para los que son incompetentes,
se muestran “imparciales” ante ellas—; pero no cabe deducir que se exija de tales
poderes una actitud de indiferencia, inhibición o incluso neutralizadora ante el
fenómeno religioso, que en modo alguno quiso el constituyente español35. Como
afirma LLAMAZARES “neutralidad no significa indiferencia, ni del Estado ni de
su ordenamiento jurídico, ante las creencias religiosas de sus ciudadanos”36. Por
eso no me parece acertado, como hace SUÁREZ PERTIERRA cuando se plantea
las posibles actitudes del Estado ante lo religioso, contraponer una “postura positiva”, una “postura negativa” y una “posición neutral”: y es que puede el Estado
adoptar una actitud positiva ante el fenómeno social religioso, y que sea a la vez
religiosamente neutra o aséptica e imparcial en sus respuestas. No creo que pueda
concluirse, como hace este autor, que la “neutralidad supone (…) una ausencia de
valoración de lo religioso”37, pues, como se ha dicho, en lo que tiene de social ha de
ser
adecuadamente valorado.
226
En definitiva, me interesa resaltar dos cosas acerca de las nociones de separación,
aconfesionalidad y neutralidad: en primer lugar, que ni son realidades coincidentes ni
se dan necesariamente juntas; y, en segundo lugar, que, limitándose a fijar razonables
fronteras de lo estatal con lo religioso, no agotan, ni mucho menos, los mandatos
sobre la actitud de las instituciones públicas ante el fenómeno social religioso — que
enseguida acometeremos —.
4. Pero antes ha de advertirse que la incertidumbre conceptual y terminológica no
termina aquí: de una manera absolutamente generalizada se viene recurriendo a un término desconocido para la autoridad linguística española, laicidad38 — o Estado laico
35
Hasta el punto de que CALVO ÁLVAREZ, J., recela de esta adjetivación de neutralidad. Afirma que
“a mi modo de ver, tampoco se oportuno entender el principio (constitucional) como neutralidad del
Estado en materia religiosa. Decir que el Estado es sencillamente neutro en materia religiosa, es decir
una verdad a medias, porque, aunque el Estado que dibuja la Constitución es un Estado que implícitamente se declara incompetente en lo religioso, en cuanto tal, sin embargo, contempla el fenómeno
religioso, en cuanto factor social, como factor positivo para la vida de la sociedad, y, consecuentemente,
entra en su regulación y garantía, en cuanto tal factor social” (las cursivas son del propio autor). Vid.
Orden público y factor religioso en la Constitución española, Eunsa, Barañáin (Navarra), 1983, p. 232.
36
Op. cit. p. 52.
37
Op. cit. p. 12. Lo cierto es que dos párrafo después se manifiesta en un sentido que me parece difícilmente conciliable con lo dicho antes: “las creencias religiosas y las convicciones de los individuos
no pueden dejar de ser tenidas en cuenta por el Estado, son relevantes para la acción pública y, por
tanto, imparcialidad frente a las convicciones de los ciudadanos no quiere decir indiferencia”.
38
El diccionario de la Real Academia Española de la Lengua (RAE) no incluye el término “laicidad”;
sí recoge el de “laicismo”, que define como “doctrina que defiende la independencia del hombre y
de la sociedad, y más particularmente del Estado, respecto de cualquier organización o confesión
religiosa”, que encaja en la concepción que se viene dando de laicidad por los autores.
—, para significar la autonomía de la esfera civil y política respecto de la esfera religiosa.
Aunque con frecuencia la doctrina emplea indistintamente separación, aconfesionalidad,
neutralidad y laicidad39, lo cierto es que — en los últimos tiempos — se ha entronizado a
esta última como nota esencial del Estado en este campo, hasta el punto de que, en buena medida, ha suplantado — o fagocitado — a los otros principios (de lo que, como se
comprenderá, no me felicito). En este efecto suplantativo, así como en la especial atención
doctrinal y política de que está siendo objeto la laicidad, pienso que ha tenido mucho que
ver el reciente acontecer en Francia — que luego nos ocupará en alguna medida —, único
país europeo — si ubicamos a Turquía allende nuestras fronteras — cuya Constitución
proclama, en su arranque, que se constituye en un “Estado laico”.
Pero, ¿cuál es el sentido específico del concepto “laicidad”?, ¿en qué enriquece o cuál
es su aportación a los otros conceptos que hemos manejado? A la hora de ubicarlo conceptualmente se ha señalado ampliamente su imbricación con la autonomía o separación
de órdenes religioso y político40, de la que es considerado por algunos una consecuencia41;
otros identifican laicidad con neutralidad42; aunque quizá destaque la tendencia a considerarlo equivalente a aconfesionalidad — así lo hecho, por ejemplo, nuestro Tribunal
Constitucional, como enseguida veremos—43. Con estas identificaciones no se está haciendo sino un ejercicio de sinonimia, sin aportación conceptual alguna. Por eso se ha
podido sostener que falta un “concepto definido de laicidad”44. Entonces, ¿cuál es la razón
que le ha llevado a hacer fortuna entre los autores? Es más, ¿es razonable decir que España
—o cualquier otro Estado — es laico? Responderemos más tarde.
5. Conceptualmente, laico se concibe por oposición a religioso o clerical45. Por
eso, cuando se incide en la laicidad del Estado parece claro que quiere remarcarse
su condición de ámbito de poder ajeno a lo religioso; pero esa idea la expresa ya el 227
principio de separación. Por tanto, en el hecho de que la adjetivación “laico” tienda
a imponerse hoy en las propuestas doctrinales creo que pesa considerablemente el
deseo de preconizar un “separatismo hostil” — en palabras de OLLERO — entre el
Estado y el fenómeno religioso, entendido como sinónimo de laicismo. Siguiendo a
este mismo autor podemos entender por laicismo “el diseño del Estado como absolutamente ajeno al fenómeno religioso”, de modo que “su centro de gravedad sería más
una no contaminación — marcada por atisbos de fundamentalismo, si no de abierta
39
Así lo decía en 2001 la profesora ROCA — dejando fuera la separación — en “Propuestas y consideraciones críticas acerca de los principios en el Derecho eclesiástico”, Anuario de Derecho Eclesiástico
del Estado, 2001, (XVII), p. 26.
40
Entre otros SUÉREZ-PERTIERRA, G., op. cit., p. 13. También BLANCO, M., Libertad religiosa,
laicidad y cooperación en el Derecho eclesiástico. Perspectiva actual del Derecho pacticio español, Comares, Granada, 2008, p. 10.
41
MOLANO, E., op. cit. p. 302.
42
LLAMAZARES, D. op. cit. p. 52.
43
En la sentencia 46/2001. También MOLANO, que dice del Estado que “no es confesional, sino
laico”, y CALVO (op. cit., p. 231), para quien “la aconfesionalidad de la Constitución de 1978 no
es una aconfesionalidad laicista, sino simplemente laica”. Apunta, en fin, en este sentido, PARDO
PRIETO, P.C., que “el término ‘laico’ ha sido comúnmente admitido por la doctrina eclesiasticista
española, utilizándolo como sinónimo de Estado aconfesional”. Vid. Laicidad y acuerdos del Estado
con las confesiones religiosas, Tirant lo Blanc, Valencia, 2008, p. 56.
44
CALVO-ÁLVAREZ, J., Los principios del Derecho Eclesiástico español en las sentencias del Tribunal
Constitucional, Navarra Gráfica, Pamplona, 1998, p. 44.
45
Según la RAE, laico tiene dos acepciones: la primera, “que no tiene órdenes clericales” y, solo en
segundo lugar, y como emanación de lo anterior, “independencia de cualquier organización o confesión religiosa”.
beligerancia — que la indiferencia o la auténtica neutralidad”. No es extraño (como
es verá más tarde) que esta concepción degenere en “una posible discriminación por
razón de religión”46. Parece claro que esta concepción no tiene cabida en nuestro texto
constitucional, como paso a justificar.
6. Antes hemos dicho que los principios de separación, aconfesionalidad y neutralidad
en sí no agotaban los parámetros acerca de la actitud de las instituciones públicas ante el fenómeno social religioso. Es esencial a estos efectos la frase segunda del artículo 16.3 CE, que
impone al Estado, no solo “tener en cuenta” las creencias religiosas de la sociedad española,
sino establecer “relaciones de cooperación” — último concepto que hemos de presentar según la rúbrica de este apartado — con las confesiones religiosas. Esto, sencillamente, veda
cualquier actitud laicista, como ha resaltado hasta la saciedad buena parte de la doctrina. Si
consideraríamos inconcebible que un Estado se declarase expresamente ajeno al fenómeno
social artístico o deportivo arguyendo su silenciamiento constitucional, aquí la Norma suprema incorpora un mandato expreso de atención, lo que privilegia al hecho religioso con
relación a los otros factores sociales. En definitiva, si una actitud estatal frentista o excluyente
ante el deporte o el arte sería irracional, si aquella se dirigiera contra las manifestaciones de
religiosidad de los ciudadanos incurriría en inconstitucionalidad.
7. Concluyamos este capítulo conceptual respondiendo a la pregunta que quedó
antes planteada: con las premisas expuestas, sentado que en España rige el principio
de separación, es aconfesional, aspira a una efectiva neutralidad, y se ha autoimpuesto
la obligación de relacionarse con las confesiones, ¿es el nuestro un Estado laico? De la
dicción constitucional del artículo 16.3 no faltan quienes — como SOUTO — deducen, por incompatibilidad, una rotunda respuesta negativa, y sostienen, además, que se
228 obvió conscientemente una manifestación de laicidad47. Amén de interpretaciones del
texto constitucional, la clave parece situarse en fijar el significado del atributo “laico”. Y
en este sentido, a la vista de la misma raíz y casi idéntica grafía entre laicidad y laicismo,
que invita a la sinonimia y a la confusión — en la que cae la misma RAE —, y ante
el peligro de deslizamiento de unos a otros planteamientos, se entiende que algunos
autores hayan evitado atribuir a nuestro Estado la nota de laicidad o — lo que juzgo
identificable — el carácter de Estado laico. Lo hicieron, por ejemplo, los disidentes de
la STC 46/200148 y otros autores de renombre49.
Por mi parte, asumido el principio de separación como forzosa premisa, creo que
hablar de laicidad del Estado o de Estado laico constituye una tautología, porque el Estado, en su entendimiento moderno, solo puede ser laico, no religioso. Es, pues, como
ha dicho ya algún autor, una nota implícita en la noción misma de Estado50. Atribuirle
46
OLLERO, A., España, ¿un Estado laico? La libertad religiosa en perspectiva constitucional, Civitas,
Madrid, 2005, p. 17-18.
47
SOUTO PAZ, J.A., “Libertad religiosa y de creencias”, en Estado y religión en la Constitución…,
cit. p. 5; del mismo autor, más extensamente, “La laicidad en la Constitución de 1978”, en Estado y
religión: proceso de secularización y laicidad: Homenaje a don Fernando de los Ríos, Universidad Carlos
III-BOE, Madrid, 2001, p. 215.
48
En estos términos se expresó JIMÉNEZ DE PARGA en el voto particular a la STC 46/2001. “El
artículo 16 CE (…) no instaura un Estado laico, en el sentido francés de la expresión, propia de la III
República, como una organización jurídico-política que prescinde de todo credo religioso…”
49
RODRÍGUEZ BEREIJO para quien el español “no es un Estado laico en el sentido de indiferente
ante el hecho religioso”; señala como “notas características de nuestro sistema” las de “pluralismo,
libertad y aconfesionalidad”, sin referir la laicidad. Vid. “La libertad religiosa en el Tribunal Constitucional español”, en La libertad religiosa y de conciencia ante la justicia constitucional, Actas del VIII
Congreso Internacional de Derecho Eclesiástico del Estado, Comares, Granada, 1998
50
NAVARRO-VALLS, R., Tolerancia…, cit., p. 89.
ese carácter, en realidad es tanto como subrayar que el Estado es cívico o servicial, adjetivos todos ellos que forman parte de su esencia. Por eso me parece justificado decir que
se trata de una “noción inútil”51. En cambio, lo que sí conforma el carácter del Estado es
afirmar su aconfesionalidad y neutralidad, pues tales calificativos comportan una configuración y un mandato en cuanto a su relación con el hecho religioso, que preceden a
la prescripción de cooperación.
No obstante lo dicho, quizá por lo consolidado del recurso al término “laicidad” — ante el que parece difícil ya situarse contra corriente, y que además admite un
cabal entendimiento acorde con la Constitución—, pero queriendo contrarrestar las
tentaciones de deslizamiento hacia el laicismo, en los últimos tiempos se ha propuesto
una reconversión del término. Desde la doctrina y la jurisprudencia patrias, desde el
proclamado como arquetípico Estado laico — Francia, que parece querer distanciarse
últimamente de su “obcecado empeño laicista”52—, e incluso por parte de significados
representantes religiosos, se propone una laicidad que se ha calificado como “nueva”53,
“sana”54 o “positiva” 55 — adjetivación esta a la que se han adscrito, tiene interés resaltarlo, nuestro Tribunal Constitucional y el mismísimo Presidente francés56—.
En este punto, el Alto Tribunal español ha ido perfeccionando y completando sus
juicios, hasta considerar — él mismo — concluido un “cuerpo de doctrina” al respecto a
raíz de la importante Sentencia 46/200157: manifestó en esta sentencia que la dimensión
externa de la libertad religiosa “se traduce en la posibilidad de ejercicio, inmune a toda
coacción de los poderes públicos, de aquellas actividades que constituyen manifestaciones
o expresiones del fenómeno religioso, (…) respecto de las que se exige a los poderes públicos una actitud positiva”. Lo que remata más adelante de esta manera: “el artículo 16.3 de
la Constitución, tras formular una declaración de neutralidad, considera el componente 229
religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos mantener «las
51
DALLA TORRE, G., “Laicità, un concetto inutile”, Persona y Derecho, nº 53, 2005, p. 139.
Contundentes palabras de LÓPEZ-SIDRO LÓPEZ, A., “Laicidad, laicismo y libertad religiosa”,
Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, nº 11, 2006, p. 7.
53
NAVARRO-VALLS, R., “Tolerancia, laicidad y libertad religiosa”, en Cristianismo y democracia,
IZQUIERDO, C. y SOLER, C., (edit.) Eunsa, Barañáin (Navarra), 2005, p. 89. Se trata de una
laicidad nueva, ya que, dice, “habría que repensarla”. Vid. también del Cardenal Angelo SCOLA.,
“Una nueva laicidad. Temas para una sociedad plural”, Ediciones Encuentro, Madrid, 2007.
54
En este sentido, véase, en especial, el discurso de Benedicto XVI al 56 Congreso Nacional de la
Unión de Juristas Católicos Italianos, de 9 de diciembre de 2006: “Esta afirmación conciliar (de la
Constitución Gaudium et Spes) constituye la base doctrinal de la ‘sana laicidad’, la cual implica que
las realidades terrenas ciertamente gozan de una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, pero no
del orden moral (…) La ‘sana laicidad’ implica que el Estado no considere la religión como un simple sentimiento individual, que se podría confinar al ámbito privado” (disponible en www.vatican.
va). Vid. también sobre esta y otras aportaciones: LÓPEZ-SIDRO LÓPEZ, A., “La sana laicidad
en el actual discurso de la Santa Sede”, Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del
Estado, nº 18, 2008.
55
Entre muchas, vid. NAVARRO-VALLS, R., “Neutralidad activa y laicidad positiva”, en Laicismo
y Constitución, con RUIZ MIGUEL, A., Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2008, p.
97; SEGLERS, A., “Laicidad positiva y libertad religiosa”, Revista General de Derecho Canónico y
Derecho Eclesiástico del Estado, nº 10, 2006.
56
Usó esta expresión Sarkosy en un discurso pronunciado el 20 de diciembre de 2007 en la romana
basílica de Letrán, donde afirmó que Francia solo puede resultar beneficiada por un reconocimiento
efectivo del papel de las corrientes religiosas en la vida pública y de su colaboración para iluminar los
problemas éticos. El original del discurso puede encontrarse en www.la-croix.com.
57
Así lo expresó el Tribunal en una sentencia de ese mismo año, la sentencia 128/2001, F.J. 2.
52
consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones»,
introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva”.
Suscribiendo los últimos aportes del Tribunal Constitucional, y a la vista de mi particular recelo hacia la proclamación de laicidad del Estado, se entenderá que opte por calificar el sistema religioso-político español —y pienso que también el brasileño— como de
aconfesionalidad positiva, que también se ha denominado de aconfesionalidad con cooperación
con la Iglesia y las confesiones religiosas58. Su sentido se puede deducir de páginas anteriores:
separadas las funciones civiles y religiosas, sin adscripción confesional alguna, y sin comprometer la asepsia o neutralidad estatal en lo religioso, el Estado ha de considerar el hecho
social religioso de modo positivo, ajeno a recelos y más aun a hostigamientos, cooperando de
manera adecuada para la efectividad de este elemental derecho de sus ciudadanos.
Pero, ¿obedece realmente la actitud pública del momento en Europa a esta aconfesionalidad positiva?
La realidad del momento en Europa
El que fuera Presidente del Tribunal Constitucional español, Álvaro RODRÍGUEZ BEREIJO, escribía hace una década que “bajo la Constitución de 1978 hemos vivido los españoles nuestro más dilatado período histórico de libertad religiosa”,
y — añadía — “lo estamos viviendo sin graves conflictos sociales”59. Creo que si este
diagnóstico amenaza con ensombrecerse — no solo en España: pienso en toda Europa — ya no es solo debido a una dudosa reacción frente a la diversidad religiosa connatural al fenómeno de la inmigración, como a primera vista puede sugerirse. Puede
230 decirse que, en nuestro continente, la conflictualidad sobre el ejercicio de la libertad
religiosa ha desbordado la problemática derivada de la multiculturalidad que aportan
los foráneos — quizá patente particularmente por el empleo de simbologías religiosas60, a las nos referiremos también —, y se manifiesta hoy en un déficit de tolerancia
frente a una parte lo que ha sido siempre componente de la identidad cultural europea: la religión. Es una suerte de involución que se opone a la libertad y pluralismo,
en lo religioso, que con tantos sacrificios había conquistado Europa. Lo peculiar de
la situación — y de lo que aquí nos ocuparemos — es que se observa una mutación
en el comportamiento de los poderes públicos — pienso en la Administración, en
particular — que parece propensa a sacrificar la libertad de los ciudadanos por estar
obligada — se dice — a mantener una aséptica neutralidad en lo religioso. Vaya por
delante que nuestra situación — que se ha tildado de eurosecularidad — tiene poco
que ver con los niveles de fricciones que de hecho se dan en otras partes del mundo61;
58
Así lo hace CORRAL SALVADOR, C., op. cit., p. 7.
Op. cit., p. 49.
60
Sobre esto dice CAÑAMARES ARRIBAS, S., al comienzo de su trabajo sobre simbología religiosa,
que “en los conflictos más recientes que se han suscitado en la experiencia española en relación con
el empleo de simbología religiosa ha intervenido, mayoritariamente, como factor determinante,
al inmigración”. Vid. libertad religiosa, simbología y laicidad del Estado, Thomson-Aranzadi, Cizur
Menor (Navarra), 2005, p. 17.
61
Conozco dos completos informes de la situación de la libertad religiosa en el mundo, que dan cuenta de la necesidad de avanzar aún en su respeto a escala mundial. El primero, redactado en inglés, es
el Informe sobre Libertad Religiosa Internacional 2008, publicado por el Departamento de Estado de
Estados Unidos el 19 de septiembre de 2008, y disponible en www.state.gov/g/drl/rls/irf/2008;
el segundo, en español, ha sido elaborado por una asociación con sede en España con el título Informe 2008 sobre Libertad Religiosa en el mundo, y publicado en www.libertadreligiosaenelmundo.com/
Informe-Libertad-Religiosa.pdf.
59
pero, desde luego, tampoco con lo que se observa al otro lado del Atlántico, en el
occidente americano62 ni en Iberoamérica.
Solo citaré algún botón de muestra al respecto. No es necesario haber visitado Brasil
(y me cuento entre los que no hemos tenido aún esa suerte) para hacerse una idea de la carga simbólica que tiene para la ciudad de Río de Janeiro el enorme “Cristo Redentor” (30
metros de altura) ubicado en el monte Corcovado, concluido en 1931 según el diseño del
arquitecto francés Paul M. Laudowski. Es evidente que en muchos ciudadanos la estatua
inspirará profundos sentimientos religiosos y en otros no; pero quiero pensar (no es mera
suposición desde la lejanía: en alguna medida ha sido contrastada con lugareños) que para
pocos su mera presencia supone una agresión al pluralismo de la sociedad brasileña, como
tampoco creo que el hecho de su ubicación en terreno público planté incompatibilidades
con la separación del Estado con las Iglesias que hemos visto establece su Constitución.
Ubicando cabalmente esta separación, los brasileños no han tenido reparo en aprobar la
ley del Servicio Religioso en las Fuerzas Armadas de 1981, la Ley de enseñanza religiosa en
centros públicos de 1996, la Ley de seguridad social de los ministros religiosos de 2000, la
Ley penal sobre el artículo 33 del Código Penal sobre ciertos delitos de naturaleza religiosa
de 1997, o para crear en el Senado una capilla ecuménica63.
Pues bien, mientras esto ocurre en el querido Brasil, y mientras — aunque pueda resultar casi anecdótico — nadie pareció rasgarse las vestiduras porque durante la
reciente y mediática toma de posesión del presidente Barack Obama un pastor protestante leyese una oración o porque el mismo presidente invocara a Dios en su discurso
repetidas veces64, fíjense, con algunos ejemplos — relatados en la mayoría de los casos a
vuela pluma—, lo que pasa en estos momentos en la vieja Europa acerca de la imbricación del hecho religioso en la sociedad europea, en particular — quizá — en la española 231
(por lo general, me limitaré ahora a exponer los hechos, remitiendo a las valoraciones
jurídicas a una parte posterior del trabajo):
1. Por lo que tiene de ilustrativo, creo que merece la pena una somera alusión
a la viva polémica que generó en Europa — en concreto, en el contexto de la Unión
Europea—, el texto de la iba a ser la Constitución por la que esta se regiría (que, como
es sabido, finalmente no entró en vigor por su rechazo en varios de los países miembros
— aunque el párrafo que referiremos ha pasado al vigente Tratado de la Unión Europea,
tras la redacción aprobada el Lisboa—). Para muchos — se supone que también para
los redactores del Proyecto de Tratado—, la sola mención al cristianismo en el Preámbulo de la Constitución implicaría un ataque frontal contra la laicidad europea65, lo que
62
Sobre esto, así se expresaba el profesor PALOMINO en un trabajo reciente: “Los dos grandes bloques que
constituyen Occidente, separados por el océano, no obedecen al mismo patrón de comportamiento. Canadá, bajo la peculiar influencia mixta inglesa y francesa, reconoce entre sus principios jurídico-políticos la
multiculturalidad, lo cual significa una valoración positiva de la diversidad religiosa. Estados Unidos, por
fuerza de su peculiar fisonomía constitucional, establece una separación entre las Iglesias y el Estado, pero
en modo alguno la separación entre la religión y la vida pública… Todo apunta a que la secularización es
un fenómeno específico europeo, la Eurosecularidad, que merece un estudio sociológico pormenorizado,
y que muestra que el Viejo Continente ha pasado de ser paradigma a ser excepción”; vid. “Laicidad, laicismo, ética pública: presupuestos en la elaboración de políticas para prevenir la radicalización violenta”, en
Athena Intelligence Journal, vol. 3, nº 4, 2008, p. 83 (en www.athenaintelligence.org).
63
Vid. SANTOS DÍEZ, J.L., “El acuerdo entre la Santa Sede y Brasil (13 noviembre 2008)”, Revistas
General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del Estado, nº 19, 2009, p. 4 (en www.iustel.com).
64
Es interesante el trabajo de NAVARRO-VALLS, R, “La ‘cuestión religiosa’ en las elecciones presidenciales americanas”, en El Cronista del Estado Social y democrático de Derecho, nº 3, 2009, p. 44.
65
Véanse las reflexiones sobre esta cuestión de NAVARRO-VALLS, R., en “Europa, Cristianismo y
Derecho”, en Pluralismo religioso y Estado de Derecho (dir. GONZÁLEZ RIVAS, J.J.), Consejo General del Poder Judicial, Madrid, 2004, p. 399.
obligó a forzadísimas elipsis en las redacciones iniciales; en concreto, una de las que
finalmente se sugirió fue ésta:
“Inspirándose en las herencias culturales, religiosas y humanistas de Europa, que,
alimentadas inicialmente por las civilizaciones griega y romana, marcadas por el
impulso espiritual que la ha venido alentando y sigue presente en su patrimonio,
y más tarde por las corrientes filosóficas de la Ilustración, han implantado en la
vida de la sociedad su visión del valor primordial de la persona y de sus derechos
inviolables e inalienables, así como del respeto del derecho”.
Pienso que resulta superfluo cualquier comentario sobre lo curioso de la referencia
a un enigmático y aséptico “impulso espiritual” (que ni siquiera figuraba en versiones
anteriores66, lo que fue calificado por algunos como desconcertante67), flanqueado por
las aportaciones de las culturas griega y romana y por los aportes del movimiento ilustrado68. El caso es que la solución salomónica que terminó imponiéndose en el texto
definitivo fue respetar las genéricas referencias a las “herencias” que inspiraron la esencia
actual de Europa, omitiendo alusiones concretas69.
En fin, lo importante en la actitud europea es que el temor a una “contaminación
confesional” en lo público es causa de curiosas actitudes sociales y, lo que nos corresponde ahora, de instituciones públicas. Citaré algunos ejemplos recientes:
2. La adjudicación del Doctorado Honoris Causa por la Universidad de Burgos
—pública, y a la que me honro pertenecer— al presidente del Episcopado español,
Cardenal Rouco Valera, provocó una reata de quejas, y hasta bochornosos distur232
66
En una versión anterior se decía que lo que “alimentaba” las “herencias” de Europa era, “ante todo”,
“la civilización greco-romana, y también (por) la filosofía de las luces, que han anclado en la sociedad
la percepción del papel central de la persona humana y del respeto del derecho”.
67
Así lo consideraba la profesora italiana FUMAGALLI CARULLI, O., sumándose a la opinión del
histórico italiano G. Reale. Resultaba “desconcertante”, teniendo en cuenta que — decía — el eje
espiritual es “sobre el que Europa se ha desarrollado”. Vid. “Las raíces cristianas de Europa en la
Constitución Europea”, en MARTÍNEZ-TORRÓN, J. (ed.), Estado y religión…, cit., p. 77.
68
Sin minimizar las otras influencias citadas, procede recordar que Europa fue llamada durante siglos
“Cristiandad”. En este punto, es ilustrador el ensayo del conocido historiador español Luis SUÁREZ
FERNÁNDEZ, Cristianismo y europeidad. Una reflexión histórica ante el tercer milenio, Eunsa, Barañáin (Navarra), 2003. Recuerda que “el término Europa, referido a un ámbito especial de cultura,
se encuentra en algunos escritores de los siglos VIII y IX (…). Con él se referían a una cristiandad que
había roto los límites de la latinidad, a un empeño de defensa contra el Islam, o a un proyecto político
encarnado en el proyecto de Carlomagno. Pero no transcurrió mucho tiempo sin que fuera sustituido
por otro, Christianitas (Cristiandad), que se presentaba bajo la doble dimensión de una comunidad formada por fieles bautizados obedientes a Roma (Universitas christiana), atenta a la búsqueda de un bien
común (Republica christiana). A partir del siglo XV, por iniciativa de un Papa humanista, Eneas Silvio
Picolomi, que quiso llamarse Pío II, se restaurará el viejo nombre, ya que era preciso reconocer que
existían otras cristiandades fuera de Europa y algunas iban a constituirse posteriormente. No debemos,
en consecuencia, olvidar que el cristianismo fue conformador de europeidad, comunicando a esta esos
rasgos esenciales que la hacen superior, hasta el punto de obligar a las demás culturas a europeizarse.
Una relación, ésta última, que en el siglo XX cambió por completo” (p. 49).
69
Este ha sido el tenor final que fue incorporado al Preámbulo del Tratado: “Inspirándose en
la herencia cultural, religiosa y humanista de Europa, a partir de la cual se han desarrollado
los valores universales de los derechos inviolables e inalienables de la persona humana, la
democracia, la igualdad, la libertad y el Estado de Derecho”. Este texto, tras el fracaso del
Tratado que pretendía aprobar la Constitución, fue recuperado por el Tratado de Lisboa
de 2007, y agregado así al Tratado de la Unión Europea.
bios públicos el día de la imposición (20 de abril de 2007)70, pues no se aceptaba —
por algunos responsables universitarios y alumnos — que una institución pública
distinguiera a un eclesiástico.
3. Mientras multitud de ciudades, pueblos y calles de España llevan nombres de
significación religiosa — en unos casos establecidos siglos ha y en otros en tiempos recientes71—, algunas de las últimas propuestas en esta línea han topado con una frontal
oposición, en la medida que implicaba — se ha dicho — una ruptura del consenso o
una violación de la laicidad del Estado. Por la emblemática relevancia del Congreso de
los Diputados, sirva como ejemplo el rechazo final de una propuesta de colocación de
una placa en el exterior del edificio recordando que en éste había nacido una religiosa,
la Madre Maravillas, canonizada en 2003.
4. Precisamente este último “incidente” ha sido invocado recientemente en la exposición de motivos de una Proposición no de Ley presentada por dos diputados para
su debate en el Pleno del Congreso de los Diputados español, en cuyo texto se insta al
Gobierno a “adoptar las medidas legislativas, reglamentarias o de cualquier índole para garantizar la aconfesionalidad del Estado en todos sus ámbitos y la inexistencia de símbolos
religiosos en sus edificios”72. Una curiosidad, que luego comentaré: se alega también que
“puede darse la circunstancia de que un ciudadano de otra confesión religiosa (a la católica) o que no profese ninguna se encuentre con símbolos religiosos ante los que deba, por
ejemplo, jurar el cargo, pudiendo producirse una situación, cuando menos, incómoda y
del todo incomprensible en un Estado aconfesional como es España”; esto se dice cuando
el Real Decreto 707/1979, de 5 de abril, que regula “la fórmula de juramento en cargos y
funciones públicas”, nada dice de la presencia de simbología religiosa.
5. Más allá de proscribir públicos reconocimientos de apostura religiosa, mayor 233
trascendencia tiene la actitud pública, se dice que fundada en la laicidad, de negar un
deber prestacional hacia todo aquello que tenga que ver con la religión. Sirvan sobre ello
algunos apuntes. Da cuenta la prensa de la negativa a ceder el uso transitorio de un local
municipal por tratarse de una actividad religiosa. La aconfesionalidad de la institución
universitaria pública fue la justificación argüida por la vecina Universidad de Valladolid
para que su órgano de gobierno acordase en 2006 la eliminación de la asignatura de
70
Lógicamente, el otorgamiento fue justificado por los órganos competentes de la Universidad, no en la
condición eclesial del distinguido, sino en sus méritos científicos. Curiosamente, quienes a las puertas
del recinto universitario empleaban cacerolas y silbatos como señal de protesta daban la razón al Prelado cuando, en aquel momento, afirmaba en el Aula Magna, ya en la parte final de su discurso:
“La doctrina sobre el derecho a la libertad religiosa como un derecho previo a la autoridad del
Estado, derecho individual y social a la vez, aceptada poco menos que universal y pacíficamente
en el periodo abierto inmediatamente después de la amarga experiencia de la conflagración bélica
más trágica y destructiva de toda la historia universal, la Segunda Guerra Mundial (…), comienza
sorprendentemente a ser discutida, cada vez más, hasta su cuestionamiento ideológico y político, a
comienzos del siglo XXI. De hecho se observa en la actualidad un retorno del laicismo ideológico
radical en lo que fueron los países libres europeos de la segunda mitad del siglo XX, no exceptuada
España” (en “Discursos del Doctorado Honoris Causa de D. Antonio María Rouco Varela y D. Emiliano Aguirre Enríquez”, publicado por la Universidad de Burgos, 2007, p. 29).
71
No estoy seguro si ha sido Pamplona la primera capital de provincia española que adoptó el acuerdo
de denominar a una de sus calles con el nombre de Juan Pablo II: lo hizo en el pleno municipal celebrado a los cuatro días de su fallecimiento (aunque la calle se ha inaugurado recientemente). Hoy,
Madrid, Valencia, Zaragoza, Santander, Murcia, Santa Cruz de Tenerife, León, Cádiz y Jaén son
algunas de las capitales españolas que han adoptado esta decisión para alguna de sus calles o plazas.
72
Cfr. Diario Oficial del Congreso de los Diputados serie D, nº 19, de 5 de diciembre de 2008.
“Aula de Teología” como asignatura de libre elección, decisión luego revocada73. En esta
línea, se propone, por un autor ya citado, que nada tiene que ver el deber prestacional
público “con la obligación del Estado para soportar los gastos ordinarios de la Conferencia Episcopal, ni para financiar la labor de proselitismo realizada en las clases de
religión (…), ni con la exención de impuestos, etc.”74
6. Frente a varias resoluciones jurisdiccionales, algunas del máximo rango (en
concreto del Tribunal Constitucional español, en las que se ventilaron cuestiones como
la asistencia religiosa en los establecimientos militares75 o la existencia de un tipo penal de escarnio a la religión76), la judicialización de la aconfesionalidad del Estado, en
concreto de la simbología religiosa en centros de enseñanza públicos, ha conocido en
España, recientemente, un extraño paso en falso con la sentencia de un juzgado unipersonal (Juzgado de lo Contencioso-Administrativo de Valladolid), de fecha 14 de
noviembre de 2008, cuyo contenido y trascendencia le ha aportado una notoriedad
de la que carecería por su rango (bien es cierto que en estos momentos se dilucida la
apelación ejercida por la Administración regional competente). Baste ahora decir que
esta resolución revoca el acuerdo del Consejo Escolar de un colegio público77 de no
retirar los símbolos religiosas de las aulas y espacios comunes del centro, tal como había
solicitado la Asociación Cultural Escuela Laica de Valladolid. Básicamente, tres son los
argumentos que el juez emplea para ello: la vulneración de los artículos 14 (igualdad)
y 16.1 y 3 CE (libertad religiosa, ideológica y de culto, y aconfesionalidad del Estado,
respectivamente); el efecto que sobre menores en período educativo puede producir la
presencia de símbolos religiosos en lugar público; y el hecho de que la decisión se haya
adoptado — dice — sin aportar ninguna motivación.
No será el único caso en que el recurso a la laicidad de los espacios públicos sirve
234
para imponerse a las pretensiones de la mayoría. En diciembre de 2008 dieron cuenta
los medios de comunicación de cómo “funcionarios que trabajan en la sede central del
73
El raquítica mayoría del acuerdo del Consejo de Gobierno (11 votos a favor, 6 en contra y 26 abstenciones), el hecho de que esa asignatura hubiera contado en el curso anterior con 550 matriculados
y la presión social que este hecho originó, ha provocado la revisión del acuerdo y la restitución de
estos estudios.
74
MARTÍNEZ DE PISÓN, J., “Poderes públicos y religión…”, cit. p. 95.
75
Sentencia del Tribunal Constitucional 24/1982, de 13 de mayo de 1982: “El hecho de que el Estado preste asistencia religiosa católica a los individuos de las Fuerzas Armadas no solo no determina
lesión constitucional, sino que ofrece, por el contrario, la posibilidad de hacer efectivo el derecho al
culto de los individuos y de las comunidades. No padece el derecho a la libertad religiosa o de culto,
toda vez que los ciudadanos miembros de las susodichas fuerzas son libres para aceptar o rechazar
prestación que se les ofrece”.
76
Sobre el artículo 209 del Código penal, según redacción que le había dado la Ley Orgánica 8/1983,
el Auto del Tribunal Constitucional 180/1986, de 21 de febrero de 1986, por el que se declaró la
inadmisión de un recurso de amparo, dictaminó que “el carácter aconfesional del Estado no implica
que las creencias y sentimientos religiosos de la sociedad española no puedan ser objeto de protección (…), la pretensión individual o general de respeto a las convicciones religiosas pertenece a las
bases de la convivencia democrática”. En el Código Penal vigente sigue sancionando estos comportamientos en su artículo 525, dentro de una sección dedicada a los “delitos contra la libertad de
conciencia, los sentimientos religiosos y el respeto a los difuntos”.
77
El Consejo Escolar es un órgano de carácter democrático, calificado en la Ley educativa (actualmente Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación) como “órgano de control y de gobierno de
los centros”, compuesto por profesores, padres, alumnos, personal de administración y servicios y un
representante de la Administración municipal, y al que le compete aprobar “las normas de organización y funcionamiento” del centro.
Ministerio Público (Fiscalía General del Estado) en Madrid, están sorprendidos, cuando no molestos, por la decisión del número 2 de la Fiscalía de retirar un pequeño Belén
que se había instalado en el vestíbulo principal”.
7. Un detenimiento especial merece el uso de signos religiosos en el atuendo personal portado en los centros educativos públicos, cuya importancia, advierte MARTÍNRETORTILLO, sobrepasa lo meramente simbólico78. Frente a lo que constituye una
expresión de la libertad de manifestar la propia religión se han alzado, en mi continente,
en los últimos años, preocupantes decisiones legislativas y fallos judiciales.
En el plano legislativo, en España, ni a nivel estatal ni de las Comunidades Autónomas se ha dictado sobre el particular norma alguna. El caso de Francia es particularmente conocido y a la vez trascendente, a la vista de su historia legislativa79, de su tenor
constitucional80 y de su praxis reciente — en este punto, especialmente, en relación a la
evolución del régimen a que ha sometido a los símbolos religiosos en la escuela pública,
que paso a resumir81—.
A raíz de la polémica suscitada por la expulsión de tres niñas de un colegio francés,
a comienzo del curso escolar de 1989, por vulnerar las normas internas del centro sobre
prohibición del uso del pañuelo, se elevó consulta al Consejo de Estado, que evacuó Dictamen de su Asamblea General el 27 de noviembre de 198982. El núcleo del avis, de apenas seis folios, es la siguiente doctrina: “en los establecimientos escolares, el porte por los
alumnos de signos por los cuales ellos entiendan manifestar su pertenencia a una religión
no es por sí misma incompatible con el principio de laicidad, en la medida en que constituye el ejercicio de la libertad de expresión y de manifestación de creencias religiosas”. A
este dictamen seguirán dos circulares ministeriales de aplicación, que omito detallar.
Pero el creciente debate social y las dudas jurídicas —en particular, la falta de cober- 235
tura legal de las normas aludidas— fueron la causa de erección de una Misión Informativa
parlamentaria, encabezada por el Presidente de la Asamblea, Jean-Louis Debré, y de una
comisión especial, la Comission de réflexion sur l’aplication du principe de laïcité dans la
République —que se denominó “Comisión Stasi”, pues su presidente fue el Mediador de
la República Bernard Stasi—83. De esta emanó un Rapport remitido al Presidente de la República el 11 de diciembre de 2003, que concluía en este punto sugiriendo que “en el respeto a la libertad de conciencia y al carácter propio de los centros privados concertados”,
se prohibiese en las escuelas, colegios y liceos “cualquier tipo de indumentaria o signo
78
Vid. “La afirmación de la libertad religiosa…”, cit., p. 59.
El 9 de diciembre de 1905 se aprueba la Ley sobre la separación de las iglesias y el Estado, en la
que, a la par que garantizaba el libre ejercicio de los cultos, establecía que el Estado no reconocía,
ni pagaba, ni subvencionaba ningún culto (artículo 2); además, prohibió la exhibición de insignias
religiosas en los edificios públicos.
80
El artículo 1º de la Constitución de 4 de octubre de 1958 proclama que “Francia es una República
indivisible, laica, democrática y social”.
81
Amén de otras referencias que se harán, para mayor detalle puede consultarse el trabajo citado de
CAÑAMARES ARRIBAS, S., pp. 72 ss., LASAGABASTER HERRARTE, I., “Jurisprudencia europea sobre la prohibición del velo islámico”, en la obra por él dirigida Multiculturalidad y laicidad. A
propósito del Informe Stasi, Lete, Bilbao, 2004, pp. 91 ss. y VALERO HEREDIA, A., “Apuntes críticos en torno a la Ley francesa sobre símbolos religiosos en la escuela pública”, Boletín de información
del Ministerio de Justicia, nº 1988, 2005, pp. 5 ss.
82
El texto del Dictamen puede encontrarse en la web del Conseil d’Etat (www.conseil-etat.fr).
Puede también consultarse el comentario del profesor Jean RIVERO “Laïcité scolaire et signes
d’appartenance religieuse”, Revue Française de Droit Administratif, 1990, VI-1.
83
Puede consultarse una traducción en el anexo del libro citado dirigido por LASAGABASTER. El original, entre otros sitios, en http://lesrapports.ladocumentationfrancaise.fr/BRP/034000725/0000.pdf.
79
que manifieste afiliación religiosa o política”. Concreta seguidamente a qué simbología se
refiere: “La indumentaria y los signos religiosos prohibidos son los signos ostensibles tales
como una cruz grande, velo o kippa. No se consideran como signos que manifiesten una
pertenencia religiosa los signos discretos, como por ejemplo medallas, crucecitas, estrellas
de David, manos de Fátima o pequeños Coranes”84.
Estas recomendaciones inspiraron el texto de la Ley nº 2004-228, de 15 de
marzo de 200485, en cuya virtud se inserta en el Código de Educación un nuevo
artículo 141-5-1 con este tenor: “En las escuelas, los colegios y los liceos públicos, el
porte de signos o prendas por los cuales los alumnos manifiesten ostensiblemente una
afiliación religiosa están prohibidos. El reglamento interior recuerda que la aplicación de un procedimiento disciplinario será precedido de un diálogo con el alumno”.
Esta norma se complementa con la circular de 18 de mayo de 200486, que concreta
la aplicación de la ley
Sin perjuicio de valoraciones posteriores, me permitiré adelantar ahora algunas
ligadas específicamente a la letra de la norma francesa vigente. Y es que llaman la atención varios de sus extremos, algunos opuestos a sus antecedentes. 1) En cuanto al carácter de los símbolos, asumiendo la propuesta de la Comisión Stasi, la ley sustituye el
término ostentoire por el de ostensible, lo que no parece resultar baladí, más si se tiene
en cuenta que la circular prescinde de esta condición, sustituyéndola por el reconocimiento inmediato de afiliación religiosa del portador. 2) Con el régimen actual se
otorga a los “símbolos ostensibles”, sin más, efectos nocivos, sin investigar su carácter de
provocador, proselitista, indigno, insalubre o turbador, como había exigido el Consejo
de Estado para limitar su uso; con ello se abandono el principio favor libertatis que éste
236 había sostenido87. 3) Una prohibición general como la establecida prescinde de valorar
algo clásico del Derecho francés de policía administrativa, las circunstancias locales,
invocadas en la circular Jospin; de modo que se puede dar el caso de una aula o un
colegio público con 100% de alumnos musulmanes en el que se les impida portar el
velo; a lo que se contestará que la título argüido es la laicidad de lo público…; 4) Pues
bien, pienso que tolerando los símbolos religiosos discretos se traiciona tal justificación en la laicidad — alegada en la norma desde su mismo título —, derivándola hacia
una simple ratio de orden público (que por otra parte es la que, en realidad, justifica
la limitación de las manifestaciones de la libertad religiosa). 5) La ratio alegada quizá
sirvió para prescindir en una “ley sobre laicidad escolar” de las propuestas de la Comisión sobre la prohibición de símbolos políticos, pero, si no se quieren escuchar alegatos
de discriminación, parece difícilmente asumible que no se aprovechase el viaje — o se
emprendiese otro a la par — para reprimir signos o comportamientos de imposición
política, deportiva, de orientación sexual…
8. Si el juicio que me merece la legislación francesa no es positivo, sinceramente
me parece más preocupante la línea adoptada por el Tribunal Europeo de Derechos Hu84
En este punto el dictamen de la Comisión se aprobó por unanimidad de los miembros salvo una
abstención. En semejantes términos, pero sin dar cabida a signos discretos, se pronunció la Misión
Informativa, que sugirió adicionar al Código de Educación el siguiente párrafo: “El porte visible de
todo signo de pertenencia religioso o política está prohibido en la totalidad de los establecimientos
públicos de enseñanza”.
85
Que, reza su título, “enmarca, en aplicación del principio de laicidad, el porte de signos o de prendas
que manifiesten una pertenencia religiosa en las escuelas, colegios y liceos públicos”. Vid. Journal
Officiel de la République de 17 de marzo de 2004.
86
Publicada en el Journal Officiel de 22 de mayo de 2004.
87
VALERO HEREDIA, A., op. cit. p.
manos, pues es notable la trascendencia de su jurisprudencia en la configuración de la
conciencia europea. Me centraré únicamente en el conflicto sobre el uso del velo islámico en la universidad turca, resuelto por la sentencia Leyla Sahín contra Turquía, dictada
por la Gran Sala del Tribunal el 10 de noviembre de 200588. Merece mencionarse —y
ser evocados sus argumentos — el voto discordante de la Juez belga TULKENS. Y es
que el asunto resulta tan complejo como importante: lo primero explica las distintas
valoraciones de la sentencia que ha vertido la doctrina, elogiosas y complacientes unas89,
críticas otras90; lo segundo justifica que RELAÑO y GARAY le auguraran un “gran
impacto”, no solo en los países europeos que afrontan una posible prohibición del velo,
sino también a nivel internacional91.
Los hechos, obviando antecedentes normativos y judiciales, son los siguientes:
Leyla Sahín, musulmana practicante, portaba velo en la Universidad de Estambul,
en la que cursaba quinto curso de Medicina. El 23 de febrero de 1998 el Vicerrector
de la Universidad publicó una circular prohibiendo el velo en las mujeres y la barba
en los varones, con lo que a Leyla le fue negado el acceso al recinto universitario,
también a exámenes. Agotados los recursos internos, acudió al TEDH invocando
el artículo 9 del Convenio Europeo. Este, además de garantizar la libertad de pensamiento, conciencia y religión en su nº 1º, en su nº 2º acota la posible limitación
de la libertad de manifestar la religión, de modo que “no puede ser objeto de más
restricciones que las que, previstas por la ley, constituyan medidas necesarias, en
una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del orden, de
la salud o de la moral públicas, o la protección de los derechos o las libertades de
los demás”. Conforme a esto, cuando el TEDH se enfrenta a estas restricciones de
derechos siempre lo hace valorando, además de la existencia de la injerencia, si esta 237
cuenta con cobertura legal, si su fin es legítimo y, finalmente, si es necesaria en una
sociedad democrática — que es lo que aquí plantea más dudas—.
Al valorar la medida enjuiciada el Tribunal se detiene ante la “importancia
especial” que se concede “al papel de quien decide a nivel nacional”, pues se encuentra en principio en mejor posición que el juez internacional para pronunciarse
sobre las necesidades y contextos locales, máxime — aclara la Gran Sala — a la vista
de que “no es posible discernir a través de Europa una concepción uniforme de la
significación de la religión en la sociedad” (lo que, de entrada, se compagina mal
con la proclamación — que aquí vuelve a reiterar — de que la dimensión religiosa
figura “entre los elementos más esenciales de la identidad de los creyentes y de su
88
Adviértase que el asunto fue conocido inicialmente por la Sala 4ª del TEDH, que lo resolvió por
sentencia de 29 de junio de 2004. Al ser recurrida ante la Gran Sala del Tribunal, éste dictó sentencia
firme y definitiva el 10 de noviembre de 2005, confirmando la anterior, reiterando, en general, los
argumentos de la Sala, enriqueciendo algunos, y aportando mayor información (en particular sobre
el derecho comparado).
89
Así, MARTÍN-RETORTILLO, L., La afirmación de la libertad religiosa…, cit. p. 69 ss., o GUILLÉN LÓPEZ, E., op. cit.
90
Me parece estimable el trabajo de RELAÑO PASTOR, E., y GARAY, A. —cuyas tesis comparto
sustancialmente—, “Leyla Sahín contra Turquía y el velo islámico: la apuesta equivocada del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Sentencia del TEDH de 10 de noviembre de 2005, Revista Europea de Derechos Fundamentales, 2005, nº 6, p. 213. Consideraciones críticas hace también CAYO
SÁNCHEZ, Y., “La prohibición del velo islámico y los derechos garantizados en el CEDH afectados
por la prohibición. Comentario a la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 10 de
noviembre de 2005, Revista General de Derecho Europeo, n º 9, 2006 (en www.iustel.com).
91
Ibíd., p. 214.
concepción de la vida”—)92. Es evidente que este margen de apreciación nacional
no excusa de una tarea de control por parte del Tribunal; pero este se limitó a constatar que las invocaciones de las autoridades y jurisdicciones turcas de los principios
de laicidad e igualdad se acomodan a las exigencias del Convenio Europeo. Y fue
el resultado de su valoración, expresada en el apartado 116: “es el principio de
laicidad, tal como la interpreta el Tribunal Constitucional (turco) la consideración
primordial que ha motivado la prohibición del uso de distintivos religiosos en las
Universidades. En tal contexto, en el que se enseñan y se aplican en la práctica los
valores del pluralismo, del respeto a los derechos de los demás y, en particular, la
igualdad de los hombres y de las mujeres ante la ley, se puede comprender que las
autoridades competentes hayan querido preservar el carácter laico de su establecimiento y así considerado como contrario a sus valores aceptar el uso de prendas
religiosas, incluido, como en este caso, el foulard islámico”.
En el párrafo anterior el TEDH se había avenido a la tesis del Tribunal turco de
que “el sistema constitucional turco pone el acento en la protección de las mujeres”. En
este sentido, sigue diciendo, “la igualdad de sexos, reconocida por el Tribunal europeo
como uno de los principios esenciales subyacentes en el Convenio y un objetivo de los
Estados miembros del Consejo de Europeo (…), ha sido igualmente considerada por
el Tribunal Constitucional turco como un principio implícitamente contenido en los
valores que inspiran la Constitución”. Se añade que la prohibición del pañuelo constituye “una necesidad social imperiosa” por razón del “alcance político” que ha adquirido
en los últimos años: en realidad, da la impresión que este es el nudo gordiano de la
cuestión más que la proclamada laicidad; y la consecuencia, un dudosísimo sacrificio de
238 autonomía personal religiosa… por móviles políticos93.
9. Los términos del Informe Stasi me servirán para centrar el último ejemplo de
chocantes actitudes europeas ante lo religioso en el ámbito público. En su apartado
1.2.1 se afirma lo siguiente: “la laicidad distingue la libre expresión espiritual o religiosa
en el espacio público, legítima y esencial en el debate democrático, de la influencia
sobre el propio debate, que es ilegítima. Los representantes de las diferentes tendencias
espirituales están autorizados a intervenir en calidad de tales en el debate público, como
todo componente de la sociedad”. Descartado un defecto de traducción, he hecho auténticos esfuerzos por salvar la coherencia de tales frases, pero he de reconocer que he
fracasado en mi intento. Salvo que — da la impresión que es el sentir de los redactores
— se pretenda sostener que quienes ejerzan en sociedad una “libre expresión espiritual
o religiosa” hayan de hacerlo de tal manera que no influyan en el debate público; aunque no sé muy bien cómo lo lograrán, salvo que — como suele decirse — “prediquen
en el desierto”. En fin, me quedo con el mensaje de la segunda de las frases, en el
sentido de que el “factor social religioso” — es decir, el hecho de que una parte de la
ciudadanía enarbole propuestas de inspiración religiosa, ya se trate de representantes de
las confesiones o de simples fieles creyentes — puede intervenir en el debate social, en
todas sus manifestaciones, sin por ello invadir la lógica y legítima separación entre los
órdenes político y religioso. Si la actuación en esta línea de los meros fieles no presenta
duda alguna, procede resaltar que los representantes de las distintas iglesias no “hacen
92
93
Vid. apartados 109 y 104.
El refrendo del TEDH de la política turca de proscripción del velo no ha detenido el debate jurídico, social y sobre todo político al respecto. La iniciativa del gobierno de levantar la prohibición fue
aprobada por el Parlamento en sesión especial (noticia de 10 de febrero de 2008), pero el Tribunal
Constitucional anuló la enmienda por considerarla “contraria al principio constitucional de laicidad” (la noticia de prensa, de 5 de junio de 2008, traduce “laicidad” por “laicismo”).
política” cuando vierten en el debate público o político valoraciones de estricta matriz
religiosa94.
Recientemente, pareció olvidar el Parlamento belga la legítima facultad de “lo
religioso” de participar en “lo social” cuando aprobó una resolución en la que pedía al
gobierno de su país que condenase “las declaraciones inaceptables del Papa con motivo
de su viaje a África”, y que elevase “una protesta oficial ante la Sante Sede” (en marzo de
2009, en el curso de una entrevista realizada durante un viaje a África, Benedicto XVI
se había referido a una cuestión de relevancia moral). Este hecho motivó una comunicado oficial de la Secretaría de Estado del Vaticano manifestando su disgusto por este
“paso extraño en las relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y el reino de Bélgica”.
Animado por el ejemplo belga, un mes y medio después de las referidas declaraciones
papales, la Mesa del Congreso español admitió a trámite una iniciativa en el mismo
sentido, que fue finalmente rechazada por una comisión parlamentaria. El Parlamento
Europeo también rechazó la misma propuesta de censura. Permanece la duda si estos
Parlamentos piensan someter a reprobación cualquier manifestación pública disidente
— tarea compleja — o únicamente las provenientes de líderes religiosos.
Criterios para el discernimiento de una cabal separación
entre lo estatal y lo religioso
1. La legítima autonomía personal y la tradición histórica
Como no puede ser de otra manera, el primer criterio para que un ciudadano defina las manifestaciones externas de su religiosidad — o su ausencia — es 239
su autonomía personal, que ha permanecer — quizá en este caso como en ninguno — “inmune a toda coacción”, provenga esta de los poderes públicos” (como
resalta la STC 46/2001), o, lógicamente, de quienes carecen de ese carácter. Lo
que depende de uno, es él quien lo decide; y este es el caso de la exteriorización
de las propias creencias. Este elemental principio, del que la previsión constitucional de que “nadie puede ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o
creencias” no es sino una concreción95, y del que se deriva, por ejemplo, que las
clases de religión en centros públicos sean de seguimiento libre96 o que voluntaria
sea también la participación en ceremonias religiosas97, sirve para resolver alguno
de los conflictos planteados más atrás, como el del juramento con fórmulas o ante
signos de carácter religioso.
Ya hemos dicho que, en España, la norma reguladora de juramentos públicos
(Real Decreto 707/1979) nada dice de la presencia de simbología religiosa en estos
actos. Tradiciones históricas o simplemente usos más o menos consolidados pueden
ser causa de determinados modos de proceder en este punto. Así, mientras los ministros del gobierno español, hasta la fecha, juran o prometen su cargo delante de un
94
Vid. al respecto MIRAS, J., “¿Intromisión religiosa en el ámbito político? Notas sobre el derecho
de la Iglesia a pronunciarse acerca de cuestiones que afectan a la vida pública”, en Cristianismo y
democracia, cit., p. 97.
95
Vid. ROCA, M.J., La declaración de la propia religión o creencias en el Derecho español, Universidad
de Santiago de Compostela, Santiago, 1992.
96
Como determinó el Tribunal Constitucional en una de sus primeras sentencias, la 5/1981, de 13
de febrero: “Esta neutralidad, que no impide la organización en los centros públicos de enseñanzas
de seguimiento libre para hacer posible el derecho de los padres a elegir para sus hijos la formación
religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones…”
97
Según afirmó el mismo Tribunal en una sentencia ya citada, la 177/1996.
crucifijo, quien esto suscribe tomó posesión como funcionario público con el único
testigo estático de unas banderas y un ejemplar de la Constitución, pues esa es la
práctica en mi Universidad. En fecha reciente (mayo de 2009) tomaba posesión de su
cargo el Presidente de una Comunidad Autónoma. Y lo hacía — en su legítima autonomía personal — ante un texto constitucional y otro del Estatuto de Autonomía, en
vez de una Biblia y un crucifijo, como venía haciéndose en esa Comunidad Autónoma desde hacía 70 años; decidió alterar también la formula tradicional de juramento,
que comenzaba con una referencia a Dios. El medio de comunicación del que tomo
la noticia afirmaba que tal comportamiento era manifestación de la laicidad a la que
había adscrito el político en cuestión en numerosas ocasiones. Pero este y el resto de
los casos citados de lo que sin duda son manifestación es de una opción, personal en
un caso, histórica en los otros. Bien entendido que esta última nunca podrá imponerse al posesionante en lo que pueda implicar manifestación exterior de religiosidad. Lo
importante es sentar que tan legítima es una opción — la religiosa — como la otra
— la arreligiosa—; ninguna de las dos comprometen la aconfesionalidad del Estado,
pues no este el que se posesiona sino un ciudadano, de modo que el poder público en
cuestión solo se erigiría ilegítimamente en “juez religioso” en el caso de que impusiera
o impidiera al ciudadano comportamientos de este carácter.
Procede una referencia, en este punto, a la jurisprudencia del TEDH. En
su sentencia Buscarini y otros contra San Marino, de 18 de febrero de 1999, dio
la razón a los recurrentes — tres diputados electos al Parlamento de la República
de San Marino —, a los que se les exigía un juramento sobre los Evangelios para
adquirir la condición de diputados, en la medida en que al subordinar a la profe240 sión pública de una religión determinada el ejercicio del derecho político que les
asistía se estaba vulnerando el artículo 9 del Convenio europeo. Desatendiendo la
alegación del Gobierno de este pequeño Estado de que la fórmula del juramento
en cuestión “no tiene un valor religioso”, sino que “tendría, más bien, una connotación histórica y social y se basaría en la tradición”, el Tribunal dictaminó que
la restricción a la libertad de religión de los afectados “no podía pasar como necesaria en una sociedad democrática”. En definitiva, la Sala no censura la norma
interna, que venía aplicándose desde 1909, solo desaprueba que se imponga a los
ciudadanos como obligatoria.
Aconfesionalidad democrática
En cuanto que el ciudadano vive y se desenvuelve en una sociedad democrática, la
legítima autonomía personal, a lo nos acabamos de referir, en muchas ocasiones — en
general, fuera de la propia esfera privada—, no constituye la última palabra, sino una
más. Aunque tampoco el juicio de la mayoría resulte — como se verá — necesariamente definitivo, de entrada es determinante en democracia. Por tanto, el ciudadano, en
sociedad, debe plegarse — ordinariamente — al criterio mayoritario: en la elección de
los gobernantes, en el contenido de las leyes, en el ambiente social (silencioso o ruidoso,
secularizado o religioso…).
La aconfesionalidad y neutralidad del Estado, que operan — se ha visto — como
garantía de la libertad individual, no pueden convertirse en cauce de tiranía antidemocrática. Sobre todo porque quien aparece revestido de tales notas es el Estado, no los
ciudadanos, y a estos no pueden serles impuestas, tampoco cuando traspasan el umbral
de la privacidad. Leo en la prensa lo que un político español calificaba — con acierto
— como una “consideración irrefutable”; a saber: que “las leyes garantizan que nadie
puede imponer a los demás sus creencias religiosas”, lo que, forzando su sentido, se ha
alzado en máxima laicista98. El mensaje es inicialmente irreprochable; pero… amén de
que manifestar en público no implica necesariamente imposición, lo inicuo es el uso
que de tal máxima se hace, que se erige en patente de corso para forzar a una inhibición
de un derecho fundamental, como es la libertad religiosa. Para — como reclaman —
evitar imposiciones (incluso a minorías), se impone (muchas veces a mayorías) que no
muestren en público, de ninguna manera, sus creencias, lo que no resulta en modo
alguno democrático. Cierto: el Estado es ideológicamente neutro; pero quien no lo es
— ni puede pretenderse que lo sea — es la realidad social y pública. Es más, el Estado
es neutro precisamente cuando no pretende manipular ni reprimir esa realidad — más
allá, insisto, de las necesarias restricciones por razón del respeto y dignidad del otro—;
es decir, no tiene ningún sentido que pretenda promoverse desde el poder público un
espacio ideológicamente nihilista: más que proteger a las personas, implicaría vaciamiento de libertades ciudadanas. Por tanto, si el Estado es aconfesional y democrático,
la aconfesionalidad habrá de ser también democrática. Veamos sus manifestaciones.
a. Laicidad del Estado, la democracia y la letra de las
Constituciones
He sostenido que el Estado, por esencia, es laico, arreligioso en sí mismo. Y las
241
leyes que de él emanen, como expresión de la voluntad popular, también. Cuando
estas regulan determinados aspectos de la vida social — como el hecho religioso, en
cuanto social — no comprometen la separación de órdenes civil y religioso. Si no se
comprendiese esto, hasta la misma consagración constitucional de la libertad religiosa
sería invasiva de esa independencia. De tal manera que, cuando la Ley Fundamental de
Bonn de 1949 comienza su Preámbulo afirmando: “Consciente de su responsabilidad
ante Dios y ante los hombres…”, o la Constitución brasileña de 1988 termina el suyo
de esta otra manera: “…promulgamos bajo la protección de Dios, la siguiente Constitución”, no violentan la distinción de funciones; no se convierten en “Constituciones
religiosas” ni hacen devotos a los Estados que regulan. Lo único que revelan estos textos
es que quienes los votaron — los representantes parlamentarios del pueblo alemán y
brasileño — secundaron estas invocaciones, interpretando el sentir de aquellos a quienes representaban. Nada más y nada menos. Es el juego democrático, de cuya esencia
forma parte el acatamiento de leyes o decisiones públicas contrarias a nuestra opinión,
pero que aceptamos por mor de la pacífica convivencia y del respeto a la opinión de la
mayoría. Así pues, se entenderá que los recelos a referir la contribución del cristianismo
en un texto constitucional europeo carecen, a mi juicio, de todo fundamento.
b. Aconfesionalidad, democracia, minorías y simbología
religiosa en lo público
Para sacar nuestras conclusiones sobre cómo la aconfesionalidad democrática, con
98
Uno de sus ideólogos, el filósofo Fernando SAVATER, así lo expresaba: “en la sociedad laica tienen
acogida las creencias religiosas en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que
pueda imponerse a nadie”. Vid. “Laicismo: cinco tesis”, diario El País, 3 de abril de 2004.
el juego de mayorías/minorías, opera en relación al uso de simbologías religiosas en
ámbitos públicos, me apoyaré en dos causas judiciales — una de ellas ya citada —, y
volveré sobre algunos ejemplos aludidos más atrás.
— El Escudo de una Universidad pública. En mayo de 1985 el Claustro de la Universidad de Valencia aprobó unos nuevos Estatutos, en los que decidía suprimir de su Escudo
una referencia a la “Virgen de la Sapiencia” — cuya inclusión databa de 1771—, aunque
optaba por mantenerla en la Medalla de la Universidad. La decisión fue recurrida ante el
Tribunal Supremo, que resolvió por sentencia de 12 de junio de 1990. A juicio de la Sala, el
órgano universitario había fundamentado la supresión, “solamente”, en la aconfesionalidad
religiosa del Estado y en la voluntad del Claustro, manifestada democráticamente, pero sin
que conste en el expediente — alegó — “fundamento objetivo, razonamiento ni demostración alguna, que jurídicamente justifique que la supresión (…) haya de ser procedente” y sin
aportar una “causa” legitimadora en función de un interés público (F.J. 5º).
Como no podía ser de otra manera, el fallo de la Alta Jurisdicción fue anulado por
el Tribunal Constitucional, en sentencia 130/1991, de 6 de junio, en base a elementales
argumentos: en este caso “no hay que buscar ‘causa jurídica’ o ‘interés público’ justificativos de la voluntad claustral más allá de ella misma”. En la medida en que esta voluntad
no contradice “valores, bienes o intereses constitucionalmente tutelados, ni vulnera precepto legal alguno configurador de la autonomía universitaria”, la legitimidad del acuerdo está en la “plena libertad electiva del Claustro para adoptar, entre todas las posibles,
la opción mayoritariamente considerada como conveniente”; otras opciones —como
los símbolos “propuestos por la minoría disconforme”—, “seguramente serían igual de
lícitos y respetables, solo que no han sido los mayoritariamente votados” (F.J. 5º).
Siendo el asunto diáfano, me interesa resaltar y clarificar su mensaje. Tiene interés
242
señalar que los jueces constitucionales aluden en un determinado momento al “respeto a la
tradición y a la historia” como elemento valorativo a considerar, pero — advierten — sin
que se erija en “el único criterio que válidamente pudieran tener en cuenta los claustrales”,
como si fuese capaz de hurtar la voluntad democrática del conjunto. Queda patente que
para ellos la opción histórica — en este caso de índole religioso — era tan legítima como
su contraria, pero sin que pueda — insisto — imponerse a la capacidad democrática del
órgano competente. Parece una elemental consecuencia del juego democrático. Me interesa concluir que la “opción religiosa”, histórica o no, si obtiene el refrendo democrático,
es tan legítima como la arreligiosa o de cualquier otro carácter. Mi novel Universidad de
Burgos (creada en 1994) adoptó en los Estatutos de 1998 un Escudo adornado por una
cruz flanqueada por dos conchas del Camino de Santiago, dos signos religiosos: fue la
decisión democrática, que a unos habrá gustado y a otros no. Por eso no estoy de acuerdo
con MARTÍNEZ-TORRÓN cuando — valorando el affaire de Valencia que nos ha ocupado — vincula la legitimidad de la opción religiosa a su justificación histórica, de modo
que “cuando esa justificación histórica no existe, el empleo de signos religiosos en instituciones públicas no parece fácilmente compatible con la Constitución, pues transmite
públicamente un mensaje de contenido religioso”. “Lo cual — sigue diciendo — significaría que un Estado neutral estaría protagonizando la creación ex novo de una tradición de
naturaleza religiosa, con la consiguiente ‘confusión entre funciones religiosas y funciones
estatales’”99. A lo que procede contestar con estas interpelaciones: ¿No se está escatimando
la legitimación democrática, que hemos visto ha de imponerse a la histórica?; ¿por qué el
hecho de asumir un símbolo religioso en una institución pública es realizar una “función
99
MARTÍNEZ-TORRÓN, J., “Una metamorfosis incompleta. La evolución del Derecho español
hacia la libertad de conciencia en la jurisprudencia constitucional”, Persona y Derecho, nº 45,
2001, p. 210.
religiosa”?: sencillamente una Administración está aprobando un escudo, dando nombre
a una calle…, clásicas funciones estatales; ¿no estaremos olvidando que lo religioso es un
factor social más?; ¿no es la propuesta de exigir legitimación histórica una discriminación
de este factor social religioso frente a otros?; ¿o es que habrá que acudir a la innecesaria y
forzada argumentación “histórica” de que tal institución o ciudad ha sido históricamente
católica para justificar que bauticen a una de sus salas o calles con el nombre, poco histórico — sea excusada la reiteración —, de “Juan Pablo II”?
— Los símbolos religiosos en los colegios públicos. La sentencia de la Universidad
de Valencia es importante para acometer otro conflicto judicial, este ya citado: el que dio
lugar a la sentencia del Juzgado de lo contencioso de Valladolid de 14 de noviembre de
2008, y en la que se anuló la decisión del Consejo Escolar de un colegio público de Valladolid de mantener los crucifijos en sus aulas y zonas comunes. De los tres argumentos que
el juez emplea ahora solo me ocuparé de uno, el que entronca con el principio democrático. Alega en el F.J. 4º que en la decisión impugnada “no se recoge ninguna motivación
tenida en cuenta” por el órgano escolar, reproche que reproduce el que había hecho suyo
el Tribunal Supremo en el caso del escudo valenciano — aunque habiéndose empleado
para justificar soluciones contrarias —, y que con tanta facilidad y sentido común — y
democrático — desvirtuó el Tribunal Constitucional en la sentencia 130/1991. El resultado final que el juez dictamina es que una mayoría había de plegarse a la opción de una
minoría, de modo que los sentimientos de estos resultan priorizados sobre los de aquellos.
¿No resulta más lógico y acorde con el principio democrático que la minoría aprenda a
convivir con las opciones — legítimas, que no implica que valga todo — de la mayoría?
Como no todo vale, conviene acometer los límites de la libertad religiosa en una sociedad
democrática, lo que requiere acotar antes la esencia de este sistema político.
243
c. La esencia de la democracia
El carácter de derecho fundamental de la libertad religiosa y la aplicación del principio democrático no implican que cualquier manifestación de tal derecho o cualquier
opción de la mayoría sea legítima. Ni este derecho es absoluto ni la democracia lo puede
todo. Pero vayamos por partes: veamos primero la esencia de la democracia, y después
los límites de este derecho.
Aunque no comparta la decisión final del TEDH en la sentencia Leyla, esto no es
obstáculo para reconocer en su texto muy positivos razonamientos. Me permito destacar — y glosar — uno de ellos:
“Pluralismo, tolerancia y espíritu de apertura caracterizan a una ‘sociedad democrática’. Y si bien es cierto que a veces hay que subordinar los intereses de los individuos a los
de un grupo, la democracia no se identifica con la supremacía permanente de la opinión
de la mayoría sino que exige un equilibrio que asegure un trato justo a los miembros de la
minoría, evitando cualquier abuso de la posición dominante” (apartado 108).
Muy interesante y meritorio acotamiento de la democracia (que quizá convenga recordar a muchos gobernantes que creen que el respaldo de las urnas otorga legitimidad a
cualquier decisión formal o procedimentalmente democrática). Pero creo que el Tribunal
europeo peca aquí de miopía: la opinión de la mayoría, esencial en la democracia, no solo
debe pretender un trato justo a los miembros de una minoría, sino que topa como límite
infranqueable con los derechos de la persona, de toda persona, de una sola persona. Si la
democracia, como bien dice el Tribunal, “no se identifica con la supremacía permanente
de la democracia” es porque esta no constituye su verdadera esencia, sino que tal papel
le corresponde, precisamente, a los derechos de las personas — y de los grupos —100. Por
tanto, cuando la opinión de la mayoría pretende privar a una persona — insisto, solamente
a una— de un verdadero derecho se está extralimitando y pervirtiendo. Lo que será más
grave — ya se adelantó — cuando más esencial resulte ese derecho; y ya sabemos que la libertad religiosa ocupa un lugar de privilegio. Fundamentalmente por eso juzgo inaceptables
las propuestas francesa o turca sobre simbología religiosa, de prohibiciones más o menos
absolutas. Por eso, también, en supuestos más extremos y patológicos, aunque la totalidad
de una determinada sociedad — y hasta sus mismas leyes — toleren únicamente el ejercicio
público de una determinado credo (no es un supuesto de laboratorio), es claro que tal postura, aunque formalmente democrática, repugna a tal sistema. Y esto aunque — reitero lo
expuesto — fuera una sola persona la que pretendiese ejercer su inviolable derecho.
Los límites a la libertad religiosa: el orden público y la
aconfesionalidad como límites
a) El orden público: los derechos de los demás
Más atrás decía que el ejercicio del derecho de libertad religiosa no es ilimitado101.
Lo difícil es acotar cabalmente el derecho y, en especial, su límite. Así lo hicieron nuestros constituyentes: “sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el
mantenimiento del orden público protegido por la ley”. Como si aquellos se hubiesen
quedado cortos, es frecuente la propuesta de ampliar el efecto limitador a “los derechos
de los demás”; así lo han hecho distintas jurisprudencias102, muchos autores que de esto
103
104
aquí
244 se han ocupado y hasta la letra de nuestra legislación . Sin embargo, pretendo105
defender la bondad del tenor constitucional. Tal como he expuesto en otro lugar , el
orden público es hoy un concepto ligado sobremanera a los derechos fundamentales,
hasta el punto de que su verdadero núcleo lo constituye la dignidad de la persona y los
derechos que de esta emanan. Por tanto, no creo que la exclusión en la Constitución
100
En este campo el TEDH no da el paso que sí da, por ejemplo, Joseph RATZINGER. en el interesante
ensayo “El significado de los valores morales y religiosos en la sociedad pluralista”, en una colección de
tres ensayos bajo el título Verdad, valores, poder. Piedras de toque de la sociedad pluralista, Rialp, Madrid,
2000, p. 84. Dice ahí: “¿No se ha construido la democracia en última instancia para garantizar los
derechos humanos, que son inviolables?¿No es la garantía y aseguramiento de los derechos del hombre
la razón más profunda de la necesidad de la democracia? Los derechos no están sujetos al mandamiento
del pluralismo y la tolerancia, sino que son el contenido de la tolerancia y la libertad. Privar a los demás
de sus derechos no puede ser un contenido de la justicia ni de libertad. Eso significa que un núcleo de
verdad — a saber, de verdad ética — parece irrenunciable precisamente para la democracia”.
101
Como ha afirmado en repetidas ocasiones el TEDH, el Convenio “no protege cualquier acto motivado o inspirado por una religión o convicción”; entre otras, sentencia Karlaç contra Turquía, de 1
de julio de 1997, apartado 42.
102
STC 141/2000, de 29 de mayo, F.J. 4.: “el derecho que asiste al creyente de creer y conducirse personalmente conforme a sus convicciones no está sometido a más límites que los que le imponen el respeto
a los derechos fundamentales ajenos y otros bienes jurídicos protegidos constitucionalmente”.
103
Por todos, vid., PALOMINO, R.,: “la eficacia de los derechos religiosos en la sociedad democrática
tiene el límite máximo del respeto a esos derechos fundamentales”, op. cit. p. 86.
104
La Ley Orgánica 7/1980, de Libertad Religiosa, afirma al respecto, en su artículo 3.1 que “El ejercicio de los derechos dimanantes de la libertad religiosa y de culto tienen como único límite la protección del derecho de los demás al ejercicio de sus libertades públicas y derechos fundamentales, así
como la salvaguardia de la seguridad, de la salud y de la moralidad pública, elementos constitutivos
del orden público protegido por la Ley en el ámbito de una sociedad democrática”.
105
La dignidad de la persona…, cit., pp. 68 y ss.
de tales derechos como límites de la libertad religiosa sea en realidad una omisión: se
incluyen, prioritariamente, en la idea del limitador “orden público”. Es más, aunque
siempre es difícil situarse en la mente del constituyente, pienso que el concepto de orden público en el que pensaba al redactar el artículo 16 no es el “clásico” — y arcaico
— de defensa de las instituciones públicas, sino el moderno, que ya en 1983 CALVO
ÁLVAREZ calificaba como el “nuevo sentido que se da a la noción de orden público”,
cuya esencia consiste en centrarse “no prioritariamente en la defensa de los intereses
del Estado, sino en la dignidad igual de toda persona”106; de modo que — y suscribo
plenamente sus palabras — “el orden público carece de sentido, como instrumento
técnico-jurídico, en el caso de que no se haya dirigido con rotundidad a la protección de
la persona, y de los derechos inviolables que le son inherentes”. Lo que quiero con esto
resaltar es que cuando se habla del orden público como límite a la libertad religiosa de
los ciudadanos creo que procede pensar, en realidad, en los derechos de los demás.
Lo dicho sobre el efecto limitador del orden público implica que las manifestaciones exteriores de esta libertad, ejercitadas en espacios públicos, requieren una contención que resulta imprescindible para hacerla compatible con los derechos de aquellos que
nos rodean; es decir, que su ejercicio no resulte agresivo, perturbador de la tranquilidad,
insano, o que sus concreciones no se consideren en la conciencia moral colectiva, como
indignas del ser humano. Es claro que se trata de limitar a unos para proteger a otros,
algo no solo legítimo, sino muchas veces necesario.
Pero hablar de limitaciones casi siempre resulta problemático, como prueban los
supuestos referidos anteriormente. Problemas que pueden plantearse cuando confluyen
— o colisionan — quienes ejercen ad extra un derecho fundamental y quienes se sienten
agraviados en sus derechos por tal ejercicio. En el caso que nos ocupa, para acertar al juz- 245
gar la legitimidad de la limitación procede plantearse qué imposición es más grave: la que
ejercen — o pueden eventualmente ejercer: dependerá de ambientes — los ciudadanos al
desplegar su libertad religiosa sobre quienes, por compartir espacio público, se ven “obligados” a soportar tal ejercicio, o la que ejerce el Estado — con certidumbre — sobre los
primeros impidiéndoles tal ejercicio para proteger — una vez más, eventualmente — a los
segundos. Sin duda, esta cuestión requiere análisis ad casum y se compagina mal con soluciones — prohibiciones — genéricas; además, el favor libertatis apunta a una exigencia de
cumplida justificación de las concretas limitaciones al ejercicio de la libertad religiosa.
Aplicando estos parámetros a los supuestos planteados, procede preguntarse si hay
razones de orden público — es decir, de derechos de los demás — que justifiquen una
general prohibición de signos religiosos — aunque la prohibición se venga restringiendo
a centros educativos públicos —. Sinceramente, creo que no; y, aunque no faltan respetables opiniones discordantes, en ello concuerda buena parte de la doctrina patria; aunque
esto no quiere decir, como acabo de afirmar, que no sean exigibles ciertos límites 107.
106
Vid. Orden público…, cit., p. 250. En ese mismo año, DE LA CUÉTARA afirmaba que el “núcleo del
orden público” — en realidad, su objeto o finalidad — se sitúa en la garantía del ejercicio de derechos
y libertades; vid. La actividad de la Administración, Tecnos, Madrid, 1983, p. 241. Concepción que se
ha consolidado con el tiempo. Así, se define por algunos el “orden público en sentido estricto” como
“la paz y tranquilidad necesarias para el ejercicio de los derechos y libertades fundamentales”; vid. BERRIATUA SAN SEBASTIÁN, J., “Aproximación al concepto de seguridad ciudadana”, Revista Vasca de
Administración Pública, nº 41, 1995, pp. 749-750. En fin, como bien advertía PAREJO ALFONSO,
L., hace algunos años, la que él denomina actividad administrativa relativa a la seguridad ciudadana y
al orden público es, “por definición, una actividad que necesariamente se desenvuelve en un campo con
relevancia para los derechos fundamentales y las libertades públicas”; vid. Seguridad Pública y Derecho
Administrativo, Ciudad Argentina-Marcial Pons, Buenos Aires-Madrid, 2001, p. 59.
107
VIDAL FUEYO, M.C., “Cuando el derecho a la libertad religiosa colisiona con el derecho a
la educación”, Revista Jurídica de Castilla y León, nº extraordinario, 2004, p. 325; MARTÍNEZ
b) Aconsefionalidad: ¿límite?, ¿para quién?
Entonces, silenciada en el artículo 16.1 la aconfesionalidad del Estado — o su laicidad, como gusta a tantos —, ¿no opera como límite a la libertad religiosa? Algún autor
(CAÑAMARES) sugiere que, en la medida en que entre los componentes del orden público
se encuentra el de la moralidad pública — de la que dice “se identifica con el respeto a los
principios y valores constitucionalmente vigentes”—, cabe incluir en ella “los principios fundamentales de la organización estatal”, entre los que se cuenta “el principio de laicidad del
Estado”108. Se entenderá que no me convenza el razonamiento109: creo que el orden público
— en el sentido expuesto — limita las manifestaciones exteriores de la libertad religiosa de
los ciudadanos, únicos sujetos en los que está pensando el artículo 16.1 CE; y no es pequeña
función. Aunque nuevamente me meta en la mente del constituyente, creo que en este
apartado 1º del artículo 16 no pensó en las imbricaciones del Estado en el hecho religioso, a
las que dedicó el apartado 3º: siendo el Estado, en rigor, inhábil para ejercer aquella libertad
— ya se ha dicho —, su “competencia relativa” sobre el hecho religioso — competencia civil
sobre lo puramente social de ese hecho — tiene como límites los que se señalan en el artículo
16.3, su aconfesionalidad y su neutralidad, que tienen unas concreciones suficientemente
claras: no puede el Estado hacer suyo ningún credo, ni tomar partido por ninguno, ni “arrogarse la función de juzgar el componente religioso” de las personas o las confesiones (STC
46/2001), ni interferir en las funciones religiosas de estas, ni adoptar inadecuadas formas de
cooperación que menoscaben la separación110; que tampoco es poca limitación.
246
Aconfesionalidad, laicismo… y discriminación
La mala interpretación de los límites del Estado, confundiendo su incompetencia
en lo religioso con sus aptitudes y obligaciones con el factor social religioso, ha provocado que la aconfesionalidad estatal se deslice hacia un auténtico laicismo, ilógico distanciamiento que, como se adelantó, degenera con frecuencia en auténtica discriminación.
Sirvan estas preguntas de botón de muestra:
¿Por qué puede alguien mostrar signos de afiliación política o deportiva sin temor
a ser acusado de imponerse al otro o de contaminar la neutralidad del espacio público y
sin embargo no puede exhibir símbolos religiosos?; ¿por qué un Consejo Escolar, o los
funcionarios que trabajan en un Administración, pueden acordar adornar sus paredes
con un famoso actor de cine y no con un signo religioso?; ¿no es discriminación que
pretenda negársele a alguien un reconocimiento académico por el hecho de la ciencia
que la cultivado es la religiosa?; ¿por qué méritos políticos — partidistas casi siempre —
o artísticos — opinables como pocos — justifican una pública retribución — una placa
en una pared — que se niega si los merecimientos son de carácter religioso?
LÓPEZ-MUÑIZ, J.L. concreta esos límites en que estos signos no se “enarbolen de forma ostentatoria o reinvidicativa o en circunstancias que puedan implicar presión, provocación, proselitismo o
propaganda, vid. “Enseñanza de la religión bajo la Constitución de 1978”, en www.arvo.net.
108
Op. cit. p. 38.
109
Aparte de que el concepto de moralidad pública que defiendo es mucho más estricto, como auténtico componente del orden público, en concreto, su aspecto moral; ibíd.. pp. 103 y ss.
110
ROCA, M.J. insiste en la laicidad como límite a la cooperación, que hace referencia “a las relaciones
institucionales entre los poderes públicos y las confesiones, e implica que ambas esferas han de respetar su mutua independencia dentro de sus propios asuntos”; vid. “Laicidad del Estado y garantías en
el ejercicio de la libertad: dos caras de la misma moneda”, El Cronista del Estado Social y democrático
de Derecho, nº 3, 2009, p. 51.
Actitud prestacional pública
Las preguntas no terminan ahí, porque no lo hacen las tentaciones de discriminación: ¿Por qué una Universidad pública puede organizar o colaborar en una audición
musical, en la conciencia de que parte de su comunidad lo apreciará — y otra parte
no — y no puede facilitar un acto religioso111?; ¿por qué el Estado puede subvencionar
iniciativas artísticas o organizaciones sindicales — expresión de intereses sociales no
religiosos — y se recela cuando lo hace con manifestaciones del hecho social religioso?,
¿tiene este menos interés? Como sugieren estas cuestiones, la posibilidad o amenaza de
la discriminación no se da solo por la reacción pública ante la legítima autonomía de
los ciudadanos en el espacio público, sino también ante la actitud prestacional que el
Estado puede dispensar al fenómeno religioso en comparación con otros.
Se presentó ya el mandato de cooperación con las confesiones religiosas del artículo 16.3; opción que no puede ser tachada como ilegítima a la vista de un hecho
evidente que resaltaba AMORÓS tiempo ha: “lo religioso es trascendente”; “pero —
sigue diciendo — no para definir el Estado en base a ello (como ocurrió en el pasado),
sino para que el Estado recoja la realidad y la atienda, por el valor que tiene para los
ciudadanos y — en consecuencia — para el propio Estado”; es decir, en la medida en
que “como a Estado le compete cuanto acontece a la vida social humana”112. Por tanto,
no repugna a la lógica jurídica que el Estado colabore con la efectividad del derecho
que nos ocupa mediante una actividad prestacional: no le compromete religiosamente
ni viola su aconfesionalidad — no se identifica con lo auxiliado —, ni atenta a su
neutralidad — si la prestación es equitativa —, ni ultraja la distinción de funciones
estatal y religiosa — sencillamente porque con ello no realiza tarea religiosa alguna sino 247
de promoción e impulso de un hecho social, que además es expresión de un derecho
fundamental—113. Por eso, cuando en un Ayuntamiento cede terrenos para un templo
o cuando en un aeropuerto público se instala una capilla religiosa no se hace religiosa a
la ciudad o al aeropuerto — y menos confesionales —; simplemente se pretende que la
una y el otro satisfagan más intereses de los ciudadanos y usuarios, pues muchos tienen
una identidad religiosa. Esta identidad, cuanto más amparada por el Estado, mejor (al
igual que otras identidades: política, cultural, sindical, deportiva, racial, etc.).
¡Protección de uno mismo, igualdad!
Procede detenerme en un último alegato utilizado para imponer restricciones públicas
de la libertad religiosa: el recurso a la responsabilidad pública de protección, pero no de
los derechos de los demás — de los que ya nos ocupamos como límite al ejercicio de este
derecho —, sino de los derechos del propio ejercitante de la libertad religiosa. En el caso del
velo islámico en Turquía, decíamos que el TEDH se había avenido a la tesis del Tribunal
turco de que su sistema constitucional ponía “el acento en la protección de las mujeres”; en
especial, se pretendía por las autoridades administrativas preservar “la igualdad de sexos”, de
111
Vid. sobre esto GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ, A., “Los actos religiosos en las escuelas públicas
en el Derecho español y comparado”, Revista General de Derecho Canónico y Derecho Eclesiástico del
Estado, nº 19, 2009.
112
AMORÓS AZPILICUETA, J.J. La libertad religiosa en la Constitución española de 1978, Tecnos,
Madrid, 1984, p. 175.
113
En la misma línea vid. LÓPEZ ALARCÓN, M., op. cit. ,p. 472, GONZÁLEZ MORENO, B.,
“El tratamiento dogmático del derecho a la libertad religiosa y de culto en la Constitución española”,
Revista de Derecho Constitucional, nº 66, 2002, p. 123.
la que recuerda el Tribunal europeo que es reconocida por su jurisprudencia — y esto nadie
lo duda — como uno de los principios esenciales subyacentes en el Convenio.
Por una parte, las legislaciones francesa y turca parecen querer proteger la autonomía de las mujeres, supuestamente menoscabada al verse obligadas — a su juicio, con
frecuencia — a portar el velo. Pero invocar — indirectamente lo hace el TEDH114 y
con toda rotundidad la Comisión Stasi115 — que estas manifestaciones de religiosidad
obedecen a presiones externas parece más bien una burda simplificación: hasta los actos
más inocuos, o incluso virtuosos, pueden ser objeto de imposiciones, contra las cuales
el ordenamiento jurídico no puede sino actuar — de entrada de conformidad con la
correspondiente tipificación penal —, pero no parece lógico que prohíba aquellos actos
con el único argumento de querer evitar eventuales imposiciones, como siguiendo la
máxima “muerto el perro se acabó la rabia”. Y es que presuponer tal imposición para establecer prohibiciones genéricas parece, a todas luces, una extralimitación. El inaudito
resultado es que, como bien subrayan RELAÑO y GARAY, se pretende proteger a una
persona… limitando su libertad: inicialmente, una curiosa manera de proteger116 —
que solo se admite cuando se identifica una cumplida justificación —.
No obstante, es claro que la solución que aquí se propone no es compartida por
todos. Frente a la contraposición — que más atrás acometíamos, y que en mi opinión es
la clave del problema — entre la imposición estatal prohibitiva de signos religiosos y la
que pueden llevar a cabo sus portadores sobre sus conciudadanos, GUILLÉN plantea otro
contraste: “¿qué es más lesivo para la libertad religiosa (y para la libertad en general), que
alguien que quiera llevar el velo en un establecimiento público no lo lleve o que alguien
que no quiera llevarlo se vea obligado a hacerlo?, ¿qué es más soportable desde el punto de
248 vista democrático: la presión social o la estatal?”. Este autor se muestra partidario de que
el Estado dicte normas que eviten una “presión social insoportable”117. A lo que procede
responder, sin perjuicio de lo ya dicho, que frente a la eventualidad de una presión social
— que en la mayoría de los casos será más bien familiar, y contra la cual existen cauces
específicos de tutela — se pretende imponer una presión estatal absoluta prohibitiva…
Además de la protección contra las presiones, también se alega una irrenunciable
protección pública contra la discriminación de sexos, que se supone implica el velo, en la
medida en que este es exigido — o autoimpuesto — únicamente a las mujeres. Pero, amén
de patologías, ¿por qué discrimina llevar velo? De considerarse así, también lo haría vestir
deportivo o portar gafas de sol, que dividiría la población entre partidarios y no partidarios
de tales prendas. Además, ¿no se está convirtiendo quien esto dictamina en juez religioso, en
detrimento de la tan invocada separación, como lo haría quien tachase de intolerable que en
algunas religiones solo los varones sean sacerdotes? Para el Estado, salvadas aquellas patologías referidas (coacciones, amenazas, etc.), el origen o causa de las decisiones de las personas
— mujeres u hombres — le es indiferente: si son decisiones libres y legítimas no le importa
si provienen de convicciones religiosas, ideológicas… o del puro capricho.
114
Apartado 115, al dar por buenas las alegaciones turcas.
En estos términos del apartado 4.2.2.1: “Chicas menores se encuentran bajo presión para obligarlas
a llevar algún símbolo religioso. El entorno familiar y social les impone a menudo decisiones que
ellas no han tomado. La República no puede hacer oídos sordos al grito de desesperación de estas
jóvenes”.
116
“¿Cómo es posible — se preguntan estos autores — proteger los derechos de la mujer restringiendo
el derecho autónomo e individual a manifestar su religión, de conformidad a sus correspondientes
convicciones, con las consecuencias sabidas de que la prohibición las dejará sin el acceso a las universidades si no desisten del cumplimiento de los preceptos de su religión?”; vid. op. cit., p. 32.
117
Op. cit. p. 269.
115
Descargar