RUBIA DE OJOS AZULES Por Lumbre

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RUBIA DE OJOS AZULES
Por Lumbre
Ha estado sentada al sol buena parte de la tarde y ahora viene la auxiliar a buscarla. Odia
entrar.
Hasta prefiere pasar frío, pero es inútil resistirse.
Son órdenes de Germán, está
segura.
-No tienes que encerrarte; departe con los demás, te hará bien.
-Son todos horribles, contesta Clara furiosa.
Germán insiste en que el salón es agradable, los sillones cómodos. Siempre positivo, pero no
es él quien está preso en esta casa endemoniada. Y además, juraría, dejó de quererla. Son
mentiras de que será sólo por un tiempo, hasta que mejore. ¿Mejorarse de qué?, Clara nunca
ha entendido su enfermedad.
-Suélteme, no me toque, le grita a la auxiliar e intensa zafarse del brazo que la tiene asida por
el codo.
-Se puede caer, contesta ésta sin inmutarse y sin aflojar la presión.
Siempre tan intrusas, todo lo saben mejor que nadie. Incluso le registran hasta los cajones del
velador para ver si tiene algo escondido.
-Tómeselo caliente. Le hace bien.
Es la mujer del gorro blanco en la cabeza que entra con una taza de té de hierbas. Le pone
azúcar y se la deja en la mesa del rincón, junto a los naipes sin usar y a unas madejas de lana,
intactas.
-Entretenida en algo, pasará más rápido el tiempo, le aseguraba Germán.
-Odio las manualidades y las cartas también.
La terapeuta ha perdido la batalla de interesarla en alguna actividad.
Hasta eso parece haber olvidado Germán, lo que le gusta: los rituales de belleza. Esparcir con
suavidad la crema en la cara, encresparse las pestañas y dibujarse las cejas y los párpados
con un lápiz oscuro, porque ella es muy rubia.
Ese ha sido su pecado: ser rubia, ser linda, atrapar todas las miradas por donde pase. Así la
siguió él, que no era rubio, pero sí atractivo y seductor.
Se le hacía el encontradizo en los pasillos de la posta. Con el tiempo le confesó que vestida de
enfermera le parecía una diosa, con su capa azul encima del delantal y la toca blanca ribeteada
en rojo.
La envidiaban por ser tan bonita. Sobre todo la familia de Germán. Ahí nadie era rubia, nadie
era alto, nadie tenía los ojos azules. ¿Cómo no iban a envidiarle su melena ondulada, su porte
grandioso? Bastaba con mirar sus fotos en traje de baño o en traje de noche con las que él
había tapizado su habitación de soltero.
Se le va a enfriar y yo no le voy a traer otro, le dice la mujer del gorro blanco asomando la
cabeza por la ventana que da al living y que le quita cualquier privacidad.
Imposible la privacidad en este lugar endemoniado. No hay llaves ni siquiera en las puertas de
los baños, reclama enrabiada para sí.
-Sólo revuelvo el azúcar, déjenme tranquila.
Los muros de la habitación están tapizados de fotografías colgadas por Germán.
Así nos recuerdas, le había dicho.
Las caras de las hijas sonríen desde distintos ángulos.
Rostros alegres, enmarcados por
melenas oscuras. Hay un clavo libre en la muralla. El del retrato de Clarita.
Al verlo, había enmudecido cerrando los ojos.
¡Recordarla! Si toda su vida había sido un esfuerzo por ignorarla, por deshacerse de ella, por
no tener que mirarla, ni hablarle, ni mucho menos tocarla. Desde que nació.
Apenas quedó sola, martilló el cuadro con el taco del zapato.
El vidrio era grueso y le dio trabajo.
Furiosa, lo golpeó contra la cerradura hasta lograr
quebrarlo, pero los vidrios se le enterraron en las manos y brazos. La sangre corría y ella se
puso a gritar.
Despertó al día siguiente, llena de vendas y adolorida, pero la foto había
desaparecido.
El de Clarita un embarazo tardío, pero ansiaban al “varoncito”, que sería médico igual que el
padre. Las niñas, “mis tres lauchitas” las llamaba él, nunca fueron competencia para ella, que
no habría podido resistirlo. Germán jamás le negaba algo, aunque fuera un capricho, y sus
deseos estaban siempre por encima de todo lo demás. A pesar de los años que llevaban
casados, él seguía llamándola, mi princesa, el hada más hermosa del mundo.
Nació otra niña. Era una pelota rosada, con la cabecita calva y las cejas transparentes.
-Va a ser rubia como tú- le dijo él acercándosela feliz. - Y la llamaremos como tú.
Clara se hizo la dormida para no contestar.
Todos enloquecieron con la recién nacida y Germán llegaba del hospital derecho a la cuna.
Ella no quiso levantarse. Se declaró sin leche. El tuvo que traer una auxiliar para que se
hiciera cargo. En el primer control pediátrico, el doctor, pesó, midió y revisó a la niña con
cuidado. De pronto sacó una huincha de medir y se la enrolló alrededor del cráneo. Anotó una
cifra. Repitió la operación dos veces más.
Estaba muy pálido.
Me temo que hay un pequeño problema.
Tiene la cabecita demasiado desarrollada, dijo
evitando mirarlos a los ojos.
El problema no fue pequeño y se desencadenó el martirio de Clara.
Fue desesperante ver crecer a ese pequeño monstruo, con la piel blanca como la leche, los
ojos azules y el pelo de un rubio dorado que llamaba la atención. Su cabeza era enorme y le
costó mucho aprender a andar porque sus músculos eran débiles y perdía el equilibrio.
-Es tan cariñosa, le decía él, mientras acariciaba a la niña que no se le despegaba.
-Es tan cargosa contestaba ella, que la rehuía cada vez que Clarita trataba de acercarse.
Lo único que faltaba, Germán reemplazándola por esa cosa horrible que insistía en llamar
“nuestro conchito”
Mientras fue pequeña, la escondió todo lo que pudo. No dejaba que la pasearan de día y tenía
prohibido que jugara en el jardín del frente de la casa. Nunca se pudo convidar a nadie y a las
niñas les tenía prohibido contar lo de la “hermana” como la llamaba con sorna.
-Nadie se acercará a ustedes si saben lo de la tontita, las amenazaba cuando él estaba
ausente.
La chica, en realidad, traía mucho retraso y la manía de reírse por cualquier cosa.
A ella la perseguía como un perro faldero y había aprendido a llamarla “Mamá”, lo que la
exasperaba.
Pero había algo más grave aún: Germán.
Apenas éste ponía la llave en la cerradura, la chica gritaba llamándolo. Distinguía el ruido del
motor, de la puerta del garage al cerrarse, y de la puerta de calle.
Y él, pareciera a propósito, le devolvía el recibimiento con creces. La alzaba cuando era
pequeña y después más grande la abrazaba y la cubría de besos.
-Mi rucia preciosa- le decía con cariño.
Clara sintió que perdía terreno.
-Lo único que nos pide es cariño- le explicaba él con paciencia, pero eso la enfurecía más.
Un día lo enfrentó. No estaba dispuesta a seguir postergada por la “tontita”. El era su marido y
ella también lo necesitaba.
-Siempre fui yo la rucia preciosa. No puedes llamar del mismo modo a esa…Iba a decir “cosa”,
pero tuvo miedo.
Germán le habló con una dureza desconocida. Le prohibió llamarla “tontita”, -se llama Clara,
recalcó - y harás un esfuerzo por acercarte a ella, porque es tan hija como las otras y no tiene
la culpa de nada.
Lo oyó en silencio y con los ojos azules semicerrados. La rabia le nublaba todo.
Entonces empezó el cambio. El dejó de conversarle como antes y ella veía como él se le
escapaba entre los dedos. Decidió cambiar de táctica. Se aproximó a Clara reprimiendo toda
su repulsión.
Cuando él estaba presente, le sonreía y hasta esbozaba una caricia.
cepillaba el cabello y le colgaba collares.
Le
Pero la niña lloraba cuando la veía acercarse,
excepto en presencia del padre. Parecía comprender que frente a él no habría pellizcos, ni
empujones, ni gritos. Tampoco le aceptaba los ejercicios recomendados por la kinesióloga que
se quejaba de los pocos avances de la niña.
Un día, Germán las encontró trenzadas en una pelea sin cuartel.
La chica tenía mucha fuerza y se defendía con tesón, mientras ella le gritaba jalándole una
oreja:
-Tonta de mierda, torpe del demonio, mira mi frasco de perfume, hecho trizas, la alfombra
manchada. Recoge los vidrios o te mataré.
El las separó. Llamó a la niñera para que se llevara a Clara en encaró a su mujer.
Ella acabó llorando, aludiendo al frasco roto, a que a la chica le gustaba enloquecerla y que
nadie se ponía en su pellejo.
-Tengo que soportarla todo el día, lloraba con hipo.
-Debería ir a un colegio.
-¿y que todo el mundo sepa, y la conozca? Bastante tengo para aguantar la curiosidad de la
gente.
El llanto arreció y él le dio a tomar una pastilla verde. Durmió hasta el otro día.
El sueño profundo la tranquilizó, pero todo volvió a empezar cuando encontró a Clara
arruinando su lápiz de labios en un torpe intento de dibujarse la boca.
Se desató su furia. Estaban solas en la casa y la zamarreó sin piedad a pesar de los alaridos
de ella. Después le lavó la boca con detergente y Clarita acabó vomitando encima de las
sábanas bordadas y arrancó a la calle.
- Que la atropellen, gritó llorando de rabia. _Ojalá se pierda_, era lo mejor que le podía
suceder. Con manos tiritonas revolvió los cajones de él hasta encontrar las píldoras verdes.
Cogió dos y del bar un vaso que llenó de whisky.
Ni siquiera los gritos de las niñas, primero, y más tarde los de él lograron despertarla.
El guardia había encontrado a Clarita hecha un ovillo al pie del ceibo de la plaza, y hubo que
emplear la fuerza para hacerla entrar en la casa.
-¿Qué le hiciste? Le preguntó remeciéndola.
-Me agredió, farfulló con lengua traposa.
Germán perdió la paciencia y furioso la amenazó: o cambiaba o tomaría medidas, pero con
ella, no con Clarita.
Durante dos días, Clara no habló y despertaba sólo 0para comer, o ir al baño. El no hizo nada
por buscarla y por el contrario, redobló los cuidados para con Clarita.
El lunes siguiente, Clara, como emergiendo de un sueño, se levantó temprano, salió de
compras y se portó cariñosa con todo el mundo. Germán llegó en la tarde y vigiló como
siempre, el baño de Clarita. Esta, adoraba el agua, y se necesitaban fuerzas para sacarla de la
bañera. Sus gritos se oían por toda la casa y la enloquecían, pero ese lunes se presentó en el
baño y presenció juegos y gritos sin inmutarse. Hasta sonrió cuando vio a Clarita intentar
sumergirse.
Poco a poco empezó a participar de los juegos. Incluso aceptaba que Clarita le lanzara agua y
ella le respondía. En la bañera se producía una especie de tregua inédita: ni Clarita la rehuía
ni ella la trataba como si fuera un monstruo.
Pasó un mes y Germán creyendo en el cambio, bajó la guardia. Clarita había dejado de
acurrucarse frente a la madre, aunque tampoco se le acercaba.
Un martes, avisaron desde el hospital, de que el Doctor tenía una urgencia, que llegaría tarde y
que no lo esperaran.
Madre e hija llenaron la bañera. Cuando la niña estaba adentro, empezaron los juegos. Clara,
sentada en el borde salpicaba a la niña que reía feliz. Después la puso boca abajo y diciéndole
: “pescado” le hundió la cabeza. Entonces, apoyando con fuerza una mano en la espalda y la
otra en la nuca, la mantuvo hundida.
Era cosa de minutos y ese engendro que pataleaba cabeza abajo, dejaría de hacerle
competencia. Pero ganó la fuerza de la niña que logró darse vuelta y lanzando un chorro de
agua, intentó recobrar la respiración. Apenas pudo empezó a gritar.
Eran gritos horrendos, verdaderos alaridos. Acudió la niñera. Clarita roja, gritaba sin parar y
Clara, con los ojos saltones, insistía en explicar que sólo había tratado sacarla del agua. La
tina se estaba enfriando.
Cuando Germán llegó, la madre dormía con sueño provocado y profundo y la niña lloraba sin
soltar la mano de la niñera. La abrazó hasta lograr que se durmiera. Al oír el relato de la
mujer, se encerró en el escritorio.
El apareció a la semana.
Clara pidió explicaciones. Germán trató inútilmente de hacerle ver lo grave de lo ocurrido.
- No hice nada, ella se sumergió y no quiso salir.
- Tenía tus dedos marcados en la espalda, Clara, los diez, hasta con las uñas.
- Sácame de aquí, o me volveré loca. No he hecho nada.
- Si te saco irás a parar a un lugar mucho peor. La próxima vez lo lograrás e irás presa.
No hubo caso. El le explicó que estaba en tratamiento y que nadie la movería hasta sanarse.
De pronto cambió de táctica. Cuando Germán aparecía, ella se mostraba dócil y contenta.
Parecía que había olvidado su rabia. El empezó a respirar más tranquilo.
Esperaba salir de ahí pronto. Nunca más discutió ni se rebeló. Incluso tejió una cadeneta sin
término con el crochet y sonreía a todo el mundo.
Un domingo, Germán pensando que ya no le importaría, llegó con la niña.
A Clara, pies y puños se le hicieron pocos. Lo mismo que los insultos:
-Tonta de mierda, maltrecha y malhecha. Vienes a gozar de verme aquí encerrada….
Al tenor de los gritos, aparecieron dos auxiliares y la redujeron. Clarita miraba con sus grandes
ojos, azules y bobinos y reía sin parar.
Entonces Clara, zafándose de los brazos que la sujetaban, se subió a la cama y arrancando el
clavo desierto, intentó enterrárselo en un ojo.
Otra inyección. Más sueño. Soledad
El no ha vuelto más. No vuelve a oir que es linda, hermosa, hada, princesa.
Todo le dice que nunca volverá ser “su rubia de ojos azules”
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