pecado y tesis de la opción final

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BRUNO SCHULLER, S.I.
PECADO Y TESIS DE LA OPCIÓN FINAL
Todsünde - Sündezum Tod?, Theologie und Philosophie, 42 (1967) 321-340
Parece que Paul Glorieux fue el primero que intentó demostrar la tesis de que el hombre
sólo en el momento de su muerte es capaz de una autodeterminación absolutamente
libre, y que sólo a través de ella gana o pierde definitivamente su salvación. Desde
entonces, numerosos teólogos han hecho suya esta tesis, y algunos la han tenido por tan
cierta -teológicamente- que no se han molestado en probarla. o en tratar de una serie de
dificultades no solucionadas que sugerirían una cierta reserva en su aceptación. De
hecho, las publicaciones son más numerosas a favor que en contra de la tesis. ¿Nos
encontramos ante un "consensus theologorum"? Lo cierto es que se le hace a uno difícil
confesar abiertamente que no acaba de ver con claridad lo que para otros es evidente. Y
la dificultad está precisamente en las consecuencias de la tesis.
Piet Schoonenberg ha formulado una de estas consecuencias: si el hombre sólo en el
momento de su muerte adopta su "optio finalis", entonces ya no hay tan sólo dos formas
de pecado, como se enseñaba, sino tres. Porque el rechazo de la salvación en la "optio
finalis" sería tan fundamentalmente distinto de todo pecado mortal como éste lo es de
todo pecado venial. De ahí que Schoonenberg le dé nombre propio: "pecado para la
muerte". Si uno acepta las premisas - la opción final en la muerte-, tiene que llegar a la
conclusión de Schoonenberg. Si uno se resiste a aceptarla, tiene que situarse
críticamente ante las premisas. Y es que la distinción que hace Schoonenberg entre
pecado mortal y pecado para la muerte es difícil de admitir. Las razones de nuestra
actitud constituirán la base de este artículo, en el que no pretendemos oponernos a la
tesis, sino mostrar algunos de los problemas que plantea y que impiden una adhesión
"sine formidine errandi".
LA GRACIA DEL PERDÓN DE LOS PECADOS Y LA TESIS DE LA OPCIÓN
FINAL
La tesis de la opción final no se contenta con decir que Dios, si quiere, puede llamar a
un hombre a una última decisión salvífica en el momento de la muerte; pretende, por el
contrario, que Dios tiene que hacer esto con todo hombre sin excepción, que Dios no
puede obrar de otro modo. Pues sólo en la muerte se encuentra el hombre en la situación
de autodeterminarse definitivamente y con libertad, de confiar irrevocablemente en Dios
o negarle. Y sólo como definitivamente determinado por si mismo el hombre puede, en
su "status termini", ser llevado por Dios a la salvación o condenación eternas. Lo nuevo
en la tesis es que una autodeterminación definitiva y libre es realizable por el hombre
sólo en el momento de la muerte. Que esto sea cierto lo prueba la verdad innegable de
que el justo en su vida corpórea siempre puede pecar, y el pecador siempre puede
arrepentirse. Ahora bien, siendo esta verdad conocida desde siempre, ¿cómo explicar
que no se haya sacado la conclusión, aparentemente tan obvia, de que el hombre, en su
vida terrena, no es capaz fundamentalmente de una decisión definitiva? Y, ciertamente,
la doctrina tradicional del pecado mortal demuestra que esta conclusión no se ha sacado.
Según esta doctrina, siguiendo a Tomás, cualquier pecado habitual -al igual que el
pecado mortal que en él pueda haber- perdura de por sí hasta la eternidad, porque no
puede ser borrado sin una intervención de Dios extraordinaria y sobrenatural, siendo de
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por sí irreparable. Situado, pues, en un estado irreversible, al pecador le corresponde la
condenación eterna. También es verdad que esta doctrina tradicional atribuye al pecado
mortal una definitividad sólo condicionada: afirma que la situación en que se ha
colocado el hombre perdura "de por sí" hasta la eternidad, y que el pecado mortal
merece la pena eterna sólo "quantum est de se"; pues sólo "quantum est de se" perturba
irreparablemente el orden moral. Estas adiciones limitantes dan a entender que Dios
puede cambiar, por una intervención extraordinaria y sobrenatural, la definitividad
propia del pecado mortal en algo pasajero: ofreciendo y concediendo el perdón. Ahora
bien, Dios nos ha ofrecido el perdón de los pecados fundamentalmente ahora, en nuestro
estado de peregrinos. Por tanto, de hecho, ningún pecado mortal cometido en esta vida
va a ser definitivo, y podemos formular que el pecado del hombre situado en el orden de
la salvación, sólo será irreversible si el pecador se mantiene en él hasta la muerte, si
rechaza, libremente y hasta el fin, el perdón que le es ofrecido.
Esta última frase es muy semejante a la tesis de la opción final. Y Schoonenberg de
hecho la incorpora a ella, cuando dice que no basta que el hombre cometa un
determinado pecado mortal para ser condenado al infierno, sino que además debe,
después, resistirse a la gracia de la conversión. Esto es cierto, aunque, a decir verdad,
sólo porque Dios ha hecho lo que no estaba obligado a hacer: ofrecer el perdón. Pero la
tesis de la opción final, incluso según Schoonenberg, no se apoya originariamente en
esta razón, sino en el carácter de provisionalidad inmanente a toda decisión humana
previa a la muerte. La doctrina tradicional afirma que todo pecado mortal, incluso el
cometido antes de la muerte, es "de por sí" definitivo, y sólo por la libre gracia de Dios
pasa a ser provisional. En cambio, la tesis de la opción final sostiene que todo pecado
cometido antes de la muerte es de por sí provisional, puesto que surge de una
inteligencia y de una libertad que no son las exigibles a una decisión humana "de por sí"
definitiva. Por tanto, lo propiamente nuevo en la tesis de la opción final es que
fundamenta la posibilidad de conversión de todo pecado mortal cometido antes de la
muerte en la imperfección constitutiva de toda libre autodeterminación del hombre en la
tierra. La tesis se mantiene al margen de la gracia del perdón e incluso parece negarla.
Antes de seguir, y para evitar malentendidos, digamos que para la teología dogmática, la
palabra gracia es sinónimo del ser sobrenatural, prometido a nosotros en Cristo. La
naturaleza es lo contrario de la gracia en cuanto que ésta recibe tal nombre por no ser
deducible a partir del ser natural. Naturaleza y gracia, pues, se relacionan como potencia
(obediencial) y acto. Esta diferencia es primariamente ontológica y no surge de la
Escritura, sino de la reflexión teológica.. Si se entiende la gracia en este sentido, no se
puede decir que nuestra tesis la haga superflua. Lo que hace es afirmar que el Dios de la
salvación sobrenatural se ofrece al hombre sólo en la muerte para una aceptación
definitiva.
El NT entiende por gracia algo distinto. El evangelio de Jesucristo es un mensaje de
salvación para el pecador, y llama no sólo a la fe, sino también al arrepentimiento y a la
conversión (Mc 1, 15). En este caso, la gracia no significa simplemente lo inmerecido,
sino lo ofrecido en contra de lo merecido: salvación del que estaba perdido, amor a
quien merece ira, santificación del impío... La gracia de Dios se contrapone aquí a la ira
de Dios, el salvado al condenado, el santificado al impío (y no simplemente al hombre
en su ser natural).
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Es precisamente esta gracia, entendida en sentido bíblico, la que resulta superflua en la
tesis de la opción final, llegando a ser incluso intrínsecamente imposible. Al menos, así
lo parece. El hombre, en efecto, está convencido de que tendrá la posibilidad de
convertirse a Dios. Y está convencido de ello mirándose a sí mismo, ya que, no
pudiendo apartarse de Dios por el pecado mortal más que momentáneamente, de hecho
no ha querido apartarse de Dios sino sólo momentáneamente. De ahí que no necesite ya
escuchar con fe el evangelio de la justificación. Si me he apartado de Dios sólo
provisionalmente, piensa, también sólo provisionalmente puede Dios apartarse de mí, y
debe, al cumplirse un cierto plazo, ofrecérseme de nuevo como salvación, no por
gracia, sino por justicia (no como algo indebido, sino como algo debido). Es decir, si la
tesis de la opción final es cierta, no se puede entender cómo el perdón de los pecados
sea algo libre, gracia otorgada en contra de lo merecido: el pecado mortal, al ser algo
simplemente provisional, no necesita ningún perdón por pura gracia, y el pecado para la
muerte, al ser un acto totalmente irrevocable, según su mismo concepto, es
absolutamente imperdonable.
El que la teología católica haya pensado siempre la gracia como opuesta a la naturaleza,
y no a la pecaminosidad del hombre, hace que la actitud salvífica de Dios para con éste
tenga carácter de gracia, incluso para la tesis de la opción final, en el sentido de que la
salvación trasciende absolutamente todas las posibilidades naturales del hombre. Lo que
afirma, pues, la tesis de la opción final es que Dios ofrece al hombre esta salvación
sobrenatural al principio "fragmentariamente" y sólo al final de forma plena e
indivisible. Todo lo que precede a la muerte, tiene tanto por parte de Dios como por
parte del hombre, un carácter preparatorio que no determina la historia de salvación
hacia un final bueno o malo, sino que desemboca consecuentemente en un
acontecimiento salvífico: en la situación de una decisión final, en la que el Dios de la
gracia invita al hombre, por primera y última vez, a ganar o perder definitivamente su
salvación.
En esta perspectiva se puede, ciertamente, pensar la historia de salvación sin que se
niegue la gracia en el sentido de que dicha salvación es sobrenatural. Pero el perdón de
los pecados por pura gracia significa otra cosa: que el hombre, por el pecado, ha
conducido a un verdadero final su historia salvífica con Dios, y por tanto, es ya
definitivamente un condenado; pero que Dios, a pesar de ello, pone radicalmente un
nuevo comienzo, al renovar su palabra salvífica al hombre por una decisión que no se
funda en nada previo. Perdón de los pecados por pura gracia quiere decir transformación
radical de un final en un nuevo comienzo, que sólo puede acontecer tras haberse dado
antes un auténtico y verdadero final, y que -ofrecido de hecho- no puede en modo
alguno deducirse de este final precedente: Así pues, al afirmar antes que la tesis de la
opción final no deja lugar al perdón de los pecados por pura gracia, se quería decir que,
negando al hombre la capacidad de poner un verdadero fin a su historia con Dios a lo
largo de su vida terrena, se niega también implícitamente el que Dios necesite poner
radicalmente en esta historia un nuevo comienzo. Y aunque, ciertamente, la actitud de
Dios para con el hombre se ha de entender desde su una y única voluntad de ser Dios y
salvación para este hombre, el perdón de los pecados por pura gracia sólo es pensable
como una segunda palabra de Dios, que sigue a una primera pero que podría no
seguirla. Ahora bien, la tesis de la opción final niega al hombre precisamente la
capacidad de rechazar, en su vida terrena, la primera palabra de Dios, de forma que ya
no puede darse una segunda palabra (la del perdón de Dios).
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Si para una recta inteligencia de la relación naturaleza-gracia hay que contar con la
apertura interior de la naturaleza a la gracia y hay que salvar, a la vez, la absoluta
gratuidad de ésta, debe hacerse lo mismo para entender la relación pecado-gracia
(siendo aquí gracia el perdón que se ofrece en contra de lo merecido). Es decir, si el
pecador ha de poder ser cogido por la gracia del perdón, no puede estar cerrado
definitivamente en su pecado; pero si la gracia del perdón ha de ser gratuita, el pecador
no ha de poder convertirse "por sí mismo". Por su pecado, el hombre -en cuanto de sí
depende- ha decidido definitivamente su suerte, de forma que la negación del perdón no
supone para él una injusticia, pues el ofrecimiento de dicho perdón es una posibilidad
que depende sólo de Dios (potencia oboedientialis). Ahora bien, según parece, los
teólogos de la tesis de la opción final han cambiado esta potencia obediencia) en una
potencia natural; han hecho, al parecer, del perdón de los pecados una acción de
derecho, una condición que Dios debe cumplir si no quiere obrar injustamente.
Hay que reconocer, sin embargo, que lo dicho anteriormente no sería dificultad para la
tesis de la opción final si ésta pudiera apoyarse en el evangelio del perdón de los
pecados, mostrando que el ofrecimiento de reconciliación por parte de Dios -en Cristoabraza actualissime a cada uno de los hombres hasta el fin de su estado peregrino, como
una llamada a la conversión que puede ser escuchada y respondida en todo momento,
incluso en la muerte. Pero aquí no hemos de discutir si todo esto puede ser de.
mostrado.
Por lo demás, es también cierto que se puede distinguir entre pecado mortal y pecado
para la muerte. Incluso para la Tradición hay pecados perdonables por gracia precisamente los pecados mortales cometidos a lo largo de la vida terrena- y hay, a la
vez, un pecado ya no perdonable por gracia, por el que la situación del condenado es
definitiva. Aunque, en cuanto depende del hombre, todo pecado es irreparable y
definitivo, quien ha pecado mortalmente - y no quien ha cometido un pecado para la
muerte- se encuentra en potencia obediencial para ser liberado por gracia. No se trata,
sin embargo, llegado el momento final, de transformar por un nuevo acto libre los
pecados mortales en un pecado para la muerte. Esta transformación se da en la misma
dinámica personal del hombre, sin necesidad de un nuevo acto libre: al dejar tras de sí la
situación terrena se le abre al pecador la posibilidad de ser consecuentemente lo que ha
querido ser previamente con sus pecados mortales, es decir, el hombre que decide
contra Dios.
EL PECADO MORTAL PROVISORIO, ¿NO SERÁ UN SIMPLE PECADO
VENIAL?
Los defensores de la tesis de la opción final sostienen que el pecado mortal sigue siendo
mortal, aunque por él el hombre se aleje de Dios sólo provisoriamente. Pero, ¿tienen
razón? Intentaremos a continuación exponer las dificultades que se nos ofrecen ante esta
afirmación. Según la doctrina tradicional, el hombre peca mortalmente cuando se aleja
libremente de Dios como fin último. Ahora bien, el objeto concretísimo de este acto Dios como fin último- exige del mismo acto humano una estructura subjetiva adecuada
a ese objeto; exige que el hombre, en cuanto depende de él, se comprometa total y
definitivamente en este acto pecaminoso. Comprometerse -negativa o positivamentecon el fin último es comprometerse, en cuanto está de nuestra parte, total y
definitivamente. Si el compromiso no pretende ser definitivo, no podemos hablar en
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verdad -aunque así lo pareciese- de un fin último. Compromiso transitorio y fin último
son contradictorios.
Para la doctrina tradicional, pues, el pecado mortal tiene un carácter de definitividad,
mientras que el venial goza de la provisoriedad propia de toda acción que no es toma de
postura ante Dios como fin último. Pero, como hemos visto, según la tesis de la opción
final, el único pecado definitivo es el pecado para la muerte y, por consiguiente, todo
pecado restante es provisorio. Si esto es así, los defensores de la tesis de la opción final,
según sus premisas, parece que deberían concluir: todo pecado que no sea pecado para
la muerte es pecado venial en el sentido tradicional. Posiblemente los defensores de la
tesis de la opción final se defenderían diciendo que, a pesar de la provisoriedad, en el
pecado mortal se compromete "todo" el hombre, mientras que en el venial lo hace con el
corazón dividido (secundum quid), y que, según esto, habríamos de aceptar la existencia
de tres clases de pecado. Nuestra respuesta sería: ¿qué sentido tiene hablar de una
autodeterminación del hombre sobre el "todo" de su ser, si se niega expresamente la
definitividad? Totalidad y definitividad se incluyen mutuamente en el hombre.
Definitividad es la expresión de la totalidad del hombre considerado como ser histórico.
Y aun en el caso de que pudiésemos separar totalidad y definitividad en la libre
autodeterminación, todavía quedaría por demostrar cómo puede el hombre optar ante
Dios como fin último, total pero no definitivamente.
Consideremos ahora el problema desde otro punto de vista, el del perdón. Veamos qué
ocurre con el pecado venial. Cuando se trata de éste. nos encontramos ante un hombre
justificado que obra el mal imperfecto por una falta de consecuencia moral. Puesto que
el justificado sigue enraizado en el amor a Dios, su pecado le será perdonado
indefectiblemente, sin que para ello se exija ninguna nueva manifestación de la gracia
de Dios. Si ahora comparamos el perdón del pecado venial con el perdón del que
llamamos pecado mortal provisorio, aparece la siguiente diferencia: Dios otorgará el
perdón de los pecados veniales con absoluta necesidad; por el contrario, a los llamados
pecados mortales provisorios el perdón sólo les será ofrecido. ¿De dónde surge esta
diferencia? En el fondo, de la misma tesis tradicional en que se basa esta reflexión sobre
el perdón de los pecados veniales. Dicha tesis podríamos formularla así: el justificado
está ya, en lo que de él depende, definitivamente decidido por Dios; este amor definitivo
es la fuerza que superará todo mal imperfecto.
Pero si uno acepta, con los defensores de la tesis de la opción final, que el hombre no es
capaz de una decisión definitiva en esta vida, entonces cae por tierra la indefectibilidad
con que se otorga el perdón del pecado venial. La razón. según lo dicho, es manifiesta:
esa indefectibilidad se basaba en la definitividad de la opción del justificado por Dios,
cosa que no puede admitirse según las premisas en que se basa la tesis de la opción
final, ya que ésta excluye toda opción definitiva en esta vida. Según esto, el perdón del
pecado venial será sólo ofrecido, y esto únicamente en la muerte, pues sólo en la muerte
tendremos la posibilidad de renunciar también a todo mal imperfecto a través de un
amor más radical y consecuente para con Dios.
En resumen: el perdón de los pecados veniales no se diferencia fundamentalmente en
nada del perdón de los pecados llamados provisoriamente mortales, puesto que toda
diferencia se fundaba en la posibilidad de una opción definitiva en esta vida por parte
del hombre, posibilidad que excluye la tesis de la opción final. Partiendo, pues, del
contrapunto del pecado -el perdón- hemos llegado a la misma conclusión: ¿en qué se
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diferencia el pecado mortal provisorio de un pecado venial?, ¿cómo es posible aceptar
tres clases de pecado?
Este mismo contexto nos ofrece el marco adecuado para las siguientes consideraciones.
Algunos teólogos sostienen que sólo la tesis de la opción final soluciona plausiblemente
el problema de cómo el justificado recibe la remisión de sus pecados veniales de los que
no se ha arrepentido en esta vida, y de cómo el hombre que muere en pecado mortal
pierde la fe que quizá todavía mantenía en vida. Cierto que estos problemas quedarían
solucionados con una opción final de consecuencias radicales. Pero también podría
resolverse el problema si se considera que el pecado venial en el justificado y la fe en el
pecador tienen el carácter de una consecuencia moral situada no en el núcleo de la
persona, sino en su periferia, y esto como fruto de su situación concupiscente. Cuando
el justificado deja tras sí esta situación en la muerte, se capacita para ser radicalmente
consecuente en su ya anteriormente iniciada opción para con Dios, de modo que desde
su corazón dirige todos sus estratos humanos hacia Dios sin necesidad de una nueva
decisión. Y lo mismo podría decirse, aunque inversamente, respecto al pecador.
¿ES POSIBLE UN EJERCICIO PREPARATORIO DE LA OPCIÓN FINAL?
Los defensores de la opción final percibieron la dificultad que podía ponérseles. La
objeción sería ésta si los hombres deciden sobre su salvación en un último acto de
libertad, toda su vida anterior queda totalmente desprovista de significación salvífica.
De ninguna manera, responden. La decisión final no desvaloriza las decisiones
anteriores, puesto que éstas configuran la última y definitiva voluntad.
Esta respuesta parece plausible e incluso certera. Solamente si admitimos que las
decisiones se inscriben en una línea que las ha preparado, podemos entender que el,
hombre pueda crecer y madurar a lo largo de su vida y que exista una unidad y
continuidad en su ser personal. Pero el empleo que se hace de este hecho, aplicándolo a
la tesis de la opción final, no nos parece absolutamente convincente. Es necesario
reflexionar y profundizar en las dificultades que presenta antes de suscribirlo
incontestablemente.
Los defensores de la opción final no llegan a decir, naturalmente, que el hombre se vea
totalmente determinado en su última decisión por las anteriores. Con ello irían contra su
propia tesis. Afirman solamente que quien pecó durante la vida, en esa hora definitiva,
se decidirá con más probabilidad por el pecado mortal que por la conversión.
Esta afirmación nos parece muy discutible, puesto que una decisión personal no puede
deducirse causalmente de lo que el hombre ha hecho antes. Precisamente por esa
ruptura, el acto se realiza en la libertad, porque está abierto en igual medida a todas sus
posibilidades. Si escoge una de ellas es porque quiere, no porque esté determinado
previamente. Evidentemente que la persona que decide libremente tiene una
cualificación o posición previa, es justo ó es pecador. Pero, si decide de nuevo
libremente, no lo hace como justo o como pecador, sino como persona que tiene ante sí
una posibilidad futura de tal manera que puede escoger entre continuar siendo pecador o
justo. Poder decidir libremente significa poder liberarse de lo que se es y de aquello en
que el pasado nos fijó. Citemos las pertinentes palabras de Bultmann: "a través de un
itinerario, que el hombre fue escogiendo en sus decisiones, ha llegado a ser aquel que
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ahora es. Al enfrentarse con una nueva decisión se le pregunta si quiere seguir siendo el
que fue o si pretende convertirse en alguien nuevo y diferente" (Glauben und Verstehen,
IV, Tubinga 1965, p 45). "Para ser libre, para llegar a uno mismo, el hombre tiene que
poder liberarse de sí mismo, es decir, de aquel que uno mismo construyó y del pasado
que le fija..." (Glauben und Verstehen, II, Tubinga 1965, p 278).
Resumiendo nuestra objeción: no nos parece convincente la explicación que dan los
partidarios de la opción final en torno a las opciones hechas durante la vida y con el fin
de que no queden desprovistas de valor. No se puede admitir que valgan en cuanto que
determinan o encauzan, hacia el bien o hacia el mal, la opción final, como ejercicios
preparatorios de la misma. Pues toda opción, para que sea libre, debe ser puesta por lo
más profundo de la persona, de tal manera que sea capaz de contrarrestar todas las
decisiones anteriores. Esta posibilidad - la opción final dando un viraje a todas las
opciones anteriores- no la excluyen los partidarios de esta teoría. Pero sólo como
excepción. Por esto nos parece más acertado, y en esa dirección apuntará nuestra
solución, decir que las decisiones hechas durante la vida son un ejercicio que prepara a
la persona, que la van haciendo cada vez más capaz de asumirse a sí misma, pero que no
la predisponen en la dirección del bien o del mal.
Podría argüirse que ya la teología tradicional reconocía un ejercicio preparatorio o
predeterminativo hacia el bien o hacia el mal. Esta teoría tradicional podría emplearse
aquí, como un argumento paralelo, por los teorizantes de la opción final y de las
determinaciones preparatorias. Pero vamos a mostrar que esta doctrina tradicional
tropieza también con parecidas contradicciones a las ya expuestas.
La teología tradicional afirma que quien comete un pecado mortal conserva la libertad
para seguir decidiendo en el ámbito de la moralidad. Sin embargo, para no cometer un
nuevo pecado mortal necesita un auxilio especial de Dios, que Éste puede concederle o
no. Surge inmediatamente la pregunta: ¿qué libertad es ésta que la teología tradicional
otorga al. hombre, tan exigua que no es capaz de evitar el pecado, sino tan sólo de
cometerlo? Leamos las aclaraciones dadas por H. Lange: "en cuanto que las
consecuencias necesarias del pecado son voluntarias en la causa, no parece que se
puedan exigir de Dios auxilios especiales con los cuales consiga no aumentar pecados
ulteriores". Y añade, como para responder a nuestra inquietud sobre qué es lo que le
queda a este hombre de libertad: "...este hombre no perdió un derecho natural a tener
buenas intenciones (ad quasdam cogitationes congruas). No depravó de tal manera su
naturaleza por el pecado que ahora su voluntad sólo se vea atraída al mal por todas las
cosas que interna o externamente le van saliendo al paso" (De gratia, Friburgo 1929, n
159, 1 c).
Tratemos de explicar lo que en estas dos afirmaciones se dice. Por un lado parece ser
que el pecador se identifica, totalmente con su pecado, de tal manera que frente a él ya
no se encuentra con una verdadera libertad de elección. Por otra parte, se le sigue
concediendo libertad a esta persona. En ese caso, si el pecador conserva la libertad pero
no tiene fuerza para evitar pecados mortales, esto querría decir que tales pecados
mortales no proceden de una auténtica decisión personal, sino de un abstracto
"voluntario en la causa". La libertad que la teología clásica deja al pecador queda, en
realidad, reducida al ámbito de la moralidad imperfecta y no se extiende a los actos más
serios de la misma. La fuerza. del pecado obra de tal manera en el pecador que sólo le
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deja a éste la posibilidad de ser libre en actos de menor cuantía, pero no en la decisión
radical de optar en favor o en contra del mismo pecado.
En este sentido se puede hablar de decisiones hechas durante la vida que configurarían
la opción final o, en general, cualquier acto de libertad puesto tras la decisión
pecaminosa. Pero, así entendida, la decisión pecaminosa determina las subsiguientes,
reduciéndolas, bajándolas de escala. Ya se ve que esto no se puede aplicar, a manera de
paralelismo ejemplificador, a la tesis de la opción final si a ésta opción se le quiere dar
un peso definitivo, como pretenden sus defensores. En esta teoría, el ejercicio de la
libertad durante la vida no puede reducir o minimizar, sino más bien potenciar, la
opción final. Esta tiene que ser la decisión existencialmente más profunda del hombre.
Sin embargo, la compaginación de esta decisión suprema con las decisiones tomadas
durante la vida no la vemos realizada por los partidarios de esta teoría ni por el recurso
que hacen a la teología tradicional. Más bien hemos descubierto una contradicción entre
el ejercicio determinativo de la libertad hacia el bien o el mal, que ellos propugnan, y la
opción final a la que conceden un valor superior.
Existe otra forma posible de resolver la dificultad. Los partidarios de la opción final y
de una libertad que previamente, durante la vida, ensaya y encauza en una línea la
suprema decisión, encuentran un apoyo en la teoría clásica de las virtudes o los vicios
adquiridos. Según la concepción aristotélico-escolástica, la virtud adquirida actúa como
una "inclinación" del obrar moral. El hombre se encuentra configurado por la virtud o el
vicio que adquirió. Con ello pierde en apertura de posibilidades. Según sea su virtud o
vicio se ve empujado a la obra buena o mala. En esta concepción de la virtud y el vicio,
¿conserva el hombre su libertad para una opción posterior de mayor profundidad? Esta
determinación de virtud y vicio, ¿ilumina o más bien oscurece la postura defendida por
los partidarios de la opción final?
El fallo fundamental de esta concepción lo encontramos en la idea "mecánica" que tiene
de la virtud. En su definición se han introducido y traspuesto elementos que pertenecen
a la virtud entendida como capacidad instrumental o técnica (perfeccionamiento de una
facultad operativa ad recte operandum: por ejemplo, los ensayos que requiere tocar el
violín), pero que no tienen nada que ver con la virtud moral. Recuérdese, como prueba
de esta trasposición, la insistencia puesta en la repetición de actos para adquirir la
virtud. Pero, ¿acaso se puede mejorar el ser moral por un amontonamiento numérico de
actos? La moralidad no es una magnitud engrosable cuantitativamente. Los actos tienen
otro cometido en orden a la virtud. Este cometido podríamos expresarlo así: las ideas
morales abstractas sólo alcanzan un contenido concreto a través de la multiplicidad y
variedad de las situaciones que van exigiendo del hombre una actitud de respuesta.
Estas situaciones hacen que el hombre se vaya poseyendo cada vez más y se haga capaz
de dar una respuesta cada vez más personal, libre y profunda. Lo importante no es, pues,
la repetición de actos que vayan abriendo un carril donde deslizarse con más facilidad.
Esto significaría más bien una disminución de la virtud y la degradación de ésta a la
categoría de costumbre. El hecho de levantarse cada día a una hora determinada,
pongamos por caso, se convierte en una útil costumbre, no en una virtud moral.
Precisamente la utilidad de una costumbre radica en que es un automatismo que no
necesita de un control continuo, en que libera al hombre de prestar atención a un
sinnúmero de cosas. Por el contrario, la virtud moral exige una concentración de fuerzas
en el bien que se intenta. Sólo puede llamarse virtud al estar despierto, al tomar parte
profunda y personalmente en la acción moral.
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Concebida la virtud de esta otra forma, cae por su base la argumentación de los
partidarios de la opción final. No se pueden defender las decisiones hechas durante la
vida, en su relación con la opción final, apoyándose en una teoría poco convincente de
la adquisición de una virtud o un vicio. No se puede decir que tales decisiones -como las
virtudes o los vicios- vienen a crear un cauce y son como un ejercicio preparatorio de la
opción última.
Sin embargo, el análisis de virtud adquirida y la profundización en su verdadero sentido,
nos enfrentan con el otro polo de tensión donde nos encontramos con la oposición entre
opción final-opciones previas. Hemos visto, en todo este apartado, que no se puede
hablar de un ejercicio de la libertad que prepare o determine la opción última. Cualquier
decisión libre siempre debe ser capaz de cortar con su pasado, su manera de ser, sus
costumbres y actitudes. Interpretar las decisiones que se van tomando durante la vida,
las virtudes o vicios que se van adquiriendo, como un acumulamiento cuantitativo,
como una escalera que facilita en un sentido determinado el salto final, es un grave
error. Por el contrario, hemos descubierto que virtud significa. un crecimiento
cualitativo en la posesión de sí mismo. De tal manera es esto cierto que una
fenomenología de la. libertad no s mostraría que el hombre virtuoso convierte su libertad
de elegir entre el bien y el mal en lo que Agustín llamaba "beata necessitas boni". Esta
manera de ver la libertad introduce un factor importante en la relación entre opciones
tomadas durante la vida y la opción final, y libera aquéllas del aspecto predeterminante
que hemos venido criticando. Aquí se abre un camino a la reflexión, en el problema que
estamos tratando, puesto que se apunta una conexión interior entre las sucesivas
decisiones.
Resulta, sin embargo, sorprendente que esta aportación de la fenomenología no sea
tenida en cuenta por la teología moral en uso. Las posibilidades de la persona se centran
siempre en la libertad de elección: en lo cual hay gran parte de verdad, como hemos
venido defendiendo a lo largo del artículo, pero no toda la verdad. Es necesario admitir
que la. persona no parte cada vez del punto cero de su elección. La solución de la
teología moral tradicional salta al otro extremo: para buscar una continuidad minimiza
la libertad, con su teoría del automatismo virtuoso o con las consecuencias inevitables
pero responsables de lo que se asumió "voluntariamente en la causa". Con ello se
reconoce una continuidad y hasta se pretende afirmar un crecimiento y una maduración
del hombre. Pero se queda en una fidelidad rígida al principio de la libertad de elección:
el hombre madura porque se hace cada vez más capaz de sacar consecuencias éticas o
sea, más capaz de elegir en una línea, a partir de una postura siempre igual a sí misma,
es decir, sobre la base de una posesión de sí que siempre le es dada idénticamente. No
se da un dinámico y progresivo crecimiento en la autoposesión, sino más bien en los
cauces por donde puede expresarse. Con lo cual, como hemos señalado antes,
contradice la libertad que tan absolutamente pretendía defender, puesto que la determina
por algo ajeno a ella misma. El mismo contradictorio "impasse" les ocurre a los
defensores de la opción final al poner una diferencia cualitativa entre ésta y las
anteriores decisiones y al señalarle, en cambio, unos rumbos previos cuantitativos,
elaborados por la acumulación de anteriores opciones.
Aquí radica el punto capital de la cuestión, distendida en dos preguntas de difícil
conciliación. Hay que entender el crecimiento y la madurez moral de la persona, por un
lado, como una capacidad dinámica y progresiva de autodeterminarse cada vez con una
profundidad existencial mayor, y, por otra parte, como el poder inmediato siempre dado
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a sí mismo de deducir consecuencias a partir de una posición estática fundamental.
Podríamos expresar así el problema: ¿cómo concebir una libertad que, sin
contradicción, sin negar lo que siempre debe ser -decisión personal, ruptura e
introducción de algo nuevo desde la inmediata posesión de sí- se realice dinámica e
históricamente, al mismo tiempo, creciendo en esa autoposesión?
Conclusión
Tratemos de hacer un balance de lo expuesto. Los partidarios de la opción foral opinan
que el hombre decide ante la muerte su salvación o condenación definitiva, sin que por
ello le sea arrebatada a su vida anterior una significación salvífica. La forma en que
desarrolló su vida determina, no con certeza pero sí con probabilidad, su opción última.
Hemos visto cómo esta postura podría encontrar apoyo en determinadas posturas
tradicionales; por ejemplo, la doctrina sobre las virtudes y vicios adquiridos. Señalamos
las contradicciones a que esto llevaba. Porque si se concibe la libertad como algo que
proviene directa e inmediatamente de una decisión electiva, como de un sopesar y elegir
posibilidades, resulta entonces contradictorio suponer que pueda tener un ejercicio
preparatorio. Los defensores de la opción final parecen entender así la libertad, con lo
cual resulta inconciliable la defensa que hacen de las decisiones tomadas durante la vida
y la última y definitiva decisión. O bien se convierten aquéllas en un inútil ejercicio,
desprovisto de valor, o bien la opción última está predeterminada, con lo que minan su
propia tesis. Insinuamos, finalmente, que la solución tal vez se halle en profundizar en
el sentido de la libertad como capacidad dinámica de autoposesión y no tanto de
elección.
Repetimos lo que al comienzo pusimos como objetivo de nuestras reflexiones: no
tratamos de oponernos a la tesis de la opción final. Hemos querido, más bien, mostrar
los problemas que presenta y que nos impiden admitirla ingenuamente y sin algunas
reservas.
Tradujo y condensó: LUIS TUÑI
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