Traigo un reloj para la señora Dalloway

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Traigo un reloj para la señora Dalloway
J.P. Molina Cañabate
Traigo un reloj para la señora Dalloway
Publicado en República de las Letras, Nº. 80. 2003
© Juan Pedro Molina Cañabate
Todos los derechos reservados
Ayer compré un reloj nuevo para Clarissa Dalloway. Fue al salir de un
cine, donde mi mujer y yo acabábamos de ver Las horas, película de Stephen
Daldry que toma como referencia la vida de Virginia Woolf y su novela La
señora Dalloway.
La primera vez que la leí fue hace algunos años, en clases de
Doctorado. Entonces, la novelista y catedrática Marta Portal nos encargó
un trabajo sobre él y nos dio algunas pistas para que analizáramos las
miradas de sus personajes, el fluir del tiempo, el peso que tiene devenir
histórico en la obra (la "Gran Historia", como la llamaba ella), o el ser y el
parecer de los actantes. Me llamó la atención un aspecto del texto sobre el
que, en principio, no teníamos que detenernos. Me refiero a los fetiches de
los personajes. Algunos personajes se entienden mejor si observamos qué
fetiches utilizan: objetos, instrumentos, adornos en los que descargan su
tensión o a los que siempre dirigen sus miradas. Pueden tomarse,
metafóricamente, como pseudópodos de su carácter.
Antes de continuar, quiero decir que la primera vez que leí el libro
sentí unas ganas inmensas de hablar con Clarissa Dalloway y, sobre todo, con
el bueno de su amigo Peter Walsh antes de que acabara el día en el que se
desarrolla la acción. Ayer, cuando salí de aquel cine, volví a sentir lo mismo.
Pero, ¿cómo iba a presentarme ante ellos con las manos vacías? Y, sobre
todo, ¿cómo iba a presentarme solo?
Uno de los pilares en los que se asienta la novela es el paso del tiempo
y la distinta percepción que de él tienen los personajes. Por eso compré el
reloj para Clarissa. Y por eso, para no ir solo, te invito a que vengas conmigo
al Londres de 1923, a aquella mañana de junio en la que comienza la historia.
Mientras vamos allí te recuerdo que Clarissa Dalloway es una mujer
madura, esposa de un influyente miembro de la clase alta británica. Está
preparando una fiesta que tendrá lugar esa misma noche y a la que asistirá
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parte de la alta sociedad.
De improviso, recibirá la visita de un antiguo pretendiente, Peter
Walsh, que acaba de volver de la India. Ambos se pondrán al día de sus vidas,
y llegará un momento en que él confiese a Clarissa que está enamorado de
una mujer que ha conocido en la India, una mujer casada y con hijos, esposa
de un militar. Este encuentro inesperado, ya lo verás, hará rebrotar recuerdos
de juventud en los dos amigos, cuando sus vidas eran muy distintas.
Clarissa invitará a Peter a su fiesta. Él, lejos de alegrarse, saldrá de
casa de su amiga derrotado emocionalmente porque aún siente atracción por
ella.
Al mismo tiempo, un matrimonio atormentado estará deambulando
por las calles. Son Lucrezia y Septimus. Ella es italiana; él, un ex-combatiente
de la Gran Guerra que vuelve del frente muy afectado de una depresión. Se
siente culpable de no haber sentido la muerte de su mejor amigo en el campo
de batalla. La idea del suicidio vaga por su cabeza sin que su mujer ni los
médicos puedan evitarlo.
Tenemos que llegar al final del día, antes de que Septimus sienta, de
una forma irrefrenable, las ganas de quitarse la vida. También tenemos que
hablar con Peter y decirle que el pasado es pasado y que por triste que haya
sido merece la pena haberlo vivido. Y tenemos que darle a Clarissa su reloj.
Venga, no perdamos tiempo; echemos a andar.
Ya estamos en Londres. Esta calle por la que caminamos ahora es
Victoria Street. Todavía no tiene farolas de neón y no huele al tubo de escape
de nuestros coches de principios del siglo XXI. Aquí todo es muy distinto. De
hecho, ese automóvil negro, muy sobrio, que ves allá al fondo y que se acerca
de forma majestuosa, es el de la mismísima Reina. Por eso la gente se detiene,
admirada, y algunas damas inician una reverencia. Dentro de unos minutos
sonará el Big Ben. Oirás sus campanadas a lo largo de nuestro viaje porque
irán jalonando los capítulos de La señora Dalloway y marcarán el correr del
tiempo.
El Big Ben es el primer elemento que se repite constantemente en el
texto. Sus campanadas son el símbolo del tiempo lineal, que va desde
primeras horas de la mañana hasta la noche. Acompañan siempre (te repito,
siempre) a reflexiones o hechos significativos dentro de la trama.
Generalmente suelen ser negativos, porque ese tiempo lineal carcome la vida
y aleja a los personajes de un pasado que prometía un futuro mejor. Así, no es
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de extrañar que cuando Peter Walsh abandone por la mañana la casa de
Clarissa, después de haber llorado, se oirá el "compás del flujo sonoro, del
sonido directo y diáfano del Big Ben dando la media". Después de las
campanadas, y para lograr un efecto más sensitivo, Virginia Woolf hace
referencia a cómo esos "circulos de plomo se disuelven en el aire". Es decir,
cómo el tiempo transcurre y se va.
Walsh tiene una navaja que saca de su bolsillo y con la que juega
cuando se pone nervioso; por ejemplo, en esa primera visita.
"Ese era su viejo truco, abrir una navajita […], siempre abrir y
cerrar una navajita cuando se ponía nervioso".
Cuando conozcas a Peter, quizá te sorprenda que un hombre tan
sensible como él lleve siempre consigo una navaja, un instrumento cortante.
Pero no es un símbolo de agresividad, sino que el tiempo ha respetado sus
señas de identidad, porque Peter ya tenía esa navaja mucho antes de irse a la
India.
"... y sacó su cortaplumas sin el menor disimulo -su viejo
cortaplumas de cachas de cuero que Clarissa juraría había
conservado durante aquellos treinta años- y crispó su mano
sobre él".
El cortaplumas es la materialización del propio tiempo de los
personajes. Un tiempo pretérito que en la novela está siempre presente en
forma de recuerdos. Clarissa y Peter viven más en el tiempo pasado que en el
presente, y lo viven con tal fuerza que hace rebotar sentimientos que parecían
olvidados.
Para el pobre Septimus el tiempo también se ha parado. Pero él y
Lucrezia tienen otros fetiches: los sombreros. Lucrezia es sombrerera (ya
tenía ese oficio cuando vivía en su Italia natal, antes de haberse casado).
Debido a esta deformación profesional se fija en los sombreros que ve por la
calle:
"El sombrero es lo más importante -decía Lucrezia cuando
iban de paseo juntos. Todos los sombreros que veía al pasar los
examinaba..."
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Además, los sombreros fueron el medio que acercaron a Septimus a
Lucrezia cuando él se hallaba en Europa como soldado:
"Porque ahora todo había terminado, que la tregua estaba
firmada y los muertos enterrados, tenía, sobre todo por la noche,
estos repentinos ataques de miedo. No podía sentir. Cuando
abría la puerta del cuarto donde las chicas italianas hacían
sombreros, las veía, las oía; pasaban alambres por unas cuentas
de colores que guardaban en unos platillos, daban diversas
formas a las telas de bocací [...] Los golpes de las tijeras, las
risas de las muchachas, la fabricación de los sombreros
lo protegían, le daban seguridad, le daban refugio. [...]
Le pidió a Lucrezia que se casara con él, a la más joven de
las dos, la alegre, la frívola..."
"Milagros, revelaciones, angustias, soledad, caer a través del mar,
precipitarse abajo, a las llamas, todo había desaparecido, porque
tenía la sensación, mientras miraba a Rezia rematando el
sombrero de paja de la señora Peters, de una colcha de flores".
No es casual que a Septimus le den seguridad los sombreros. Un
sombrero tapa, cuida, resguarda la cabeza. Septimus la ha perdido; está loco.
Otro fetiche que tiene por valor el anclaje en el pasado es una
estilográfica que utiliza otro personaje. Aunque este objeto sólo aparece
descrito una vez, cumple la función de fetiche por diversas razones: primero,
es un pseudópodo de su personalidad: el personaje se siente identificado con
la pluma; segundo, porque esta estilográfica -al igual que la navaja de Walsh y
los sombreros en Lucrezia- es un signo del paso del tiempo en el personaje;
tercero, porque con la pluma el personaje realiza un acto importante: escribir
una carta al editor del "Times".
"... Hugh sacó su pluma estilográfica, su estilográfica de
plata, que llevaba cumplidos veinte años de servicio, dijo
desenroscando el capuchón. Estaba en perfecto estado; se la
había enseñado a los fabricantes: no había razón, dijeron, por la
que tuviera que estropearse; lo cual decía mucho en favor de
Hugh y de los sentimientos que su pluma expresaba. [...]
Hugh era lento, Hugh era pertinaz [...] y Hugh siguió
trazando sentimientos por orden alfabético, de la mayor
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nobleza, sacudiendo de su chaleco la ceniza del puro, repasando
de vez en cuando todo lo que habían progresado hasta que,
finalmente, leyó en alto el borrador de una carta que -Lady
Bruton estaba segura- era una obra de arte".
Tú y yo podremos ver sombreros ahora que paseamos por Londres. Y
flores, muchas flores, referentes de la belleza en contraposición con un
entorno sin brillo o sin atractivo:
"Se abrían las puertas para que salieran señoras envueltas, como
momias, en unos chales con vistosas flores, señoras con la cabeza
descubierta".
"Ha florecido; florecido por vanidad, ambición, idealismo,
pasión, soledad, valor, pereza, las semillas habituales que,
revueltas todas ellas (en una habitación junto a Euston Road),
hicieron de él un hombre tímido y tartamudo, ansioso de
superarse a sí mismo, le hicieron enamorarse de la señorita Isabel
Pole, que daba lecciones sobre Shakespeare en Waterloo Road".
Veremos sombreros, flores y coches de época, y excombatientes de la
Gran Guerra deambular por las calles; a veces tullidos, otras, con la mirada
perdida como Septimus. Y aunque no se les retrata en la novela, también
veremos a los chicos que vocean los periódicos haciendo referencia a la India,
a Su Majestad, a la guerra y a las colonias. Porque no debemos olvidar que la
acción transcurre en una etapa histórica muy determinada y que ese devenir
histórico es (como nos apuntaba Marta Portal) un personaje más de la
novela. Sus acciones y su influencia son tan directas que se le ve bajo formas
antropomórficas; de hecho, Virginia Wolf habla de los "dedos entrometidos e
insidiosos" de la guerra.
Bueno, ya estamos delante de la mansión de los Dalloway. Quiero
avisarte que, cuando lleguemos, no te extrañe que Clarissa guarde silencio en
un principio, tras un ritual de saludos que pueden parecer muy superficiales.
En la novela, el silencio y el lenguaje oculto de las palabras es tan importante,
o más, que lo que se dice en sí. También te observará detenidamente. Su
mirada es muy valiosa para el lector, porque gracias a ella sabremos cuál es
su estado de ánimo, su psicología y sus prejuicios, su forma de estar presente
en los hechos pero sin implicarse:
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"Penetraba en todas las cosas como un cuchillo; y a la vez se
quedaba fuera, observando. Tenía un perpetuo sentir, al
mirar los taxis, de estar fuera, lejos, muy lejos, mar adentro y
sola; siempre tuvo la impresión de que vivir era muy, muy
peligroso, aunque sólo fuese un día [...] no sabía nada; ni
idiomas, ni historia, apenas si leía ya algún libro (salvo
memorias, en la cama); y sin embargo a ella le resultaba
absolutamente absorbente; todo esto; los coches que pasan; y no
se habría atrevido a afirmar de Peter, a afirmar de ella
misma, soy esto, soy aquello".
Hemos llamado a la puerta. Dos mujeres del servicio nos abren y nos
llevan hasta el salón. Allí está Clarissa, de espaldas, ordenando una vez más
las flores, cuidando los últimos detalles de la fiesta. Se da la vuelta. Nos mira.
Su cara no es la de aquella mujer que imaginé cuando leí el libro. Es más larga
y angulosa. Bajo una aparente tranquilidad tiene la mirada crispada. Es la
cara de Virginia Wolf.
—Encantadísima de veros —nos dice.
Le damos nuestro presente. Ella desenvuelve el paquete: "Oh,
queridos, no teníais que haberos molestado".
Cuando le preguntamos si hemos llegado a tiempo para que Septimus
no se suicide, dice:
—Oh, sí, claro, sobre todo porque este reloj tan precioso que me habéis traído
está parado.
Y es verdad. El reloj está parado. Parado quién sabe si para toda la
eternidad. Ahora tendremos tiempo de leer una vez más La señora
Dalloway, de ver todos los significados que sus páginas (al igual que los
silencios y las palabras de Clarissa y Virginia) esconden.
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