Exposición sistemática del pensamiento de S. Agustín de Hipona

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Exposición sistemática del pensamiento de S. Agustín de Hipona.
[Tened en cuenta que quizá necesitéis poner parte de este tema en el apartado 2a, y lo que pongáis allí no
es necesario exponerlo en la parte 2b. Obviamente, hay que mencionar que ya se ha hablado de ello antes]
De S. Agustín podríamos decir, con Sto. Tomás, que llevó el pensamiento platónico tan lejos
como la doctrina cristiana lo permitía. En su esfuerzo apasionado por comprender mediante la razón
lo que Dios le había comunicado mediante la Revelación (Cfr. De libero arbitrio, 2, 2) se sirve, en
efecto, de conceptos e inspiraciones platónicas. Pero debemos recordar que se trata principalmente
de un teólogo, como se comprueba por la fuente de los problemas de los que se ocupa y de algunas
de sus tesis, así como por sus intereses fundamentales. No obstante lo cual, sus ansias de
conocimiento, la brillantez e inspiración de algunos planteamientos filosóficos y la perdurable
influencia en la filosofía cristiana le hacen merecedor de un lugar importante entre los filósofos. Por
otro lado, advertiremos que cualquier exposición sistemática será un poco forzada, pues S. Agustín
no nos legó ninguna.
S. Agustín es el principal Padre de la Iglesia. Acuciado por su deseo de felicidad y del
conocimiento que juzgaba necesario para conseguirla, 1) recurrió a la filosofía y concluyó que ella
sola (lo que equivale a decir el hombre con las solas fuerzas de la razón), es incapaz de
proporcionarnos esa meta. 2) Esa convicción le llevó a él mismo al cristianismo y a considerar que
ese paso que él dio es necesario para todos los hombres que aspiran a la felicidad. Ese paso consiste
en reconocer que sin Dios y su gracia no podemos ser sabios ni felices, pero con Él lo somos con
plenitud. 3) Ese creer en Dios, esa fe es necesaria para comprender. Así, la razón (1) nos empuja a la
fe (2), y ésta es necesaria para comprender (3) (si no creyerais no entenderéis). De esta manera
sumaria podemos resumir la posición agustiniana frente al problema de la relación entre la fe y la
razón.
Como hemos dicho, la felicidad y el conocimiento fueron objetivos de su vida. El verdadero
conocimiento es concebido por S. Agustín como un aprehender por parte del pensamiento de los
objetos más dignos de ser conocidos: los seres inmutables y eternos. Esa aspiración al conocimiento
pleno, perfecto, le pareció desproporcionada, pues el hombre es mudable y contingente, mientras
que ese objeto de conocimiento es inmutable y necesario. Pero el caso es que tenemos conocimiento
seguro, poseemos certezas, como las de la lógica, las de las matemáticas, de que existo (si fallor,
sum), de los juicios sobre los datos de los sentidos, etc. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo ha podido el
hombre superar el precipicio que le separa de lo necesario y eterno? La respuesta de S. Agustín es
clara: Dios es quien, con su ayuda, nos permite tener tales conocimientos. Pero, ¿en qué consiste esa
ayuda? En un acto de iluminación, una suerte de actividad divina que alumbra los objetos eternos a
conocer y nos los hace conocibles, lo mismo que la luz del Sol hace visibles a la vista los objeto que
en la oscuridad nos permanecen ocultos (De Trinitate, 12,15,24).
S. Agustín distingue tres tipos de conocimiento: 1) la sensación, que es una actividad del alma
a través de los sentidos, que se percata de que el cuerpo es afectado por objetos físicos exteriores.
Este tipo de conocimiento, si puede llamarse así, también lo poseen los animales 2) la ciencia, que
consiste en hacer juicios sobre lo sensible, juicios que son comparaciones de las cosas que vemos
con las Ideas eternas (De Trinitate, 12,2,2). Así, cuando decimos que esto es una rosa, juzgamos que
esto imita a Idea ROSA. Este tipo de conocimiento tiene fines prácticos (Confesiones, 6,5,7). 3) Por
último, tenemos la sabiduría, que es contemplación de los objetos inmutables: Dios, las Ideas y sus
relaciones.
Las Ideas que hemos mencionado antes son formas arquetípicas, eternas, contenidas en la
inteligencia de Dios (De Ideis,2). Son el modelo con relación al cual Dios creó el mundo, de manera
que cualquier juicio sobre cualquier cosa del mundo es, implícitamente, una referencia a la Idea
arquetípica correspondiente conforme a la que fue creada. Son como las Ideas platónicas, pero sin
ser sustancias independientes.
Evidentemente, Dios es un objeto prioritario de las reflexiones de S. Agustín. De Él dice que
existe, a juzgar 1) por el hecho de que tenemos certeza (y Dios es causa necesaria de nuestro
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conocimiento cierto). 2) Así mismo, las criaturas manifiestan, por su contingencia, que hay un
Creador de ellas, 3) así como un Dios que las mantiene en la existencia. 4) Por otro lado, el orden y
la belleza del Universo no podría darse sin la existencia de un Dios que lo hubiera hecho así.
Finalmente, 5) hay una acuerdo universal en cuanto a la existencia de Dios, lo que es prueba
suficiente de ella, pues no puede equivocarse todo el mundo.
En cuanto a los atributos de Dios, S. Agustín, es consciente de las limitaciones que tenemos
los seres humanos para conocerlos plenamente. Así, parece aceptar la via negativa de conocimiento.
No obstante, reconoce que todo lo creado refleja, aunque imperfectamente, a Dios, su Creador, y
conociendo las creaturas, conoceremos, bien que imperfectamente, a Dios. Así, de Dios dice que es
uno, sabio, bondad, infinito, incomprensible, simple, omnipotente, sin accidentes, espiritual,
trascendente, atemporal, inmutable, eterno y, en suma, autoexistente, tal como Él se define en
Éxodo, III, 4, “Ego sum qui sum” (Yo soy el que soy)
Dios es el origen de todo. La Creación es una acto libre, no necesario, a partir de la nada (ex
nihilo), en un solo acto (simul), no hay creación continua, sino que todo fue creado de una vez por
todas. Incluso la materia fue creada así. La Creación produjo un Universo hecho como reflejo finito
y externo de las Ideas eternas. Esas Ideas están contenidas en el Verbo, el logos divino, idéntico a
Dios. A este respecto, S. Agustín introduce el concepto de rationes seminales, como respuesta a su
intento de hacer compatibles dos textos sagrados. Uno, del Eclesiastés, donde dice que Dios creo el
Universo en un acto, y otro, del Génesis, donde dice que lo hizo en 6 días. Agustín piensa que, en
un solo acto creador, Dios creo todo, pero no en su forma actual, como se van manifestando cuando
nacen y aparecen en el mundo, sino en forma de sus rationes seminales, el germen de cada cosa, ser
potencial invisible que llegará al ser plenamente real cuando esté previsto.
Tras los ángeles, el hombre es la cumbre de la Creación, compuesto de alma y cuerpo, la
primera posee al cuerpo, y es espiritual, simple y presente en todo el cuerpo. El hombre es, en
realidad, un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terreno (De moribus Eccles., 1,22,52).
El alma humana es inmortal. Esto lo sabemos 1) porque es inmaterial, 2) porque es un
principio vivificador del cuerpo que no puede tener en su seno un principio de lo contrario, de la
muerte, 3) porque es semejante a los objetos eternos a los que conoce, y lo más semejante que el
alma puede serlo a la eternidad es la inmortalidad, 4) porque el alma desea la felicidad, y ésta sólo
puede conseguirla en la otra vida, pues consiste en un conocimiento afectivo de Dios, y sería
absurdo que Dios le asignara un fin irrealizable; y sólo es realizable si es inmortal.
En cuanto al origen del alma, parece que S. Agustín dudó entre las tesis creacionistas y las de
corte traducianista, pues tenía que explicar cómo cada hombre hereda el pecado original como
herencia de la desobediencia de Adán.
En cuanto a la Ética de S. Agustín, diremos que es eudemonista, teleológica y teónoma. La
moralidad de nuestros actos nace de nuestra libertad, pero S. Agustín distingue entre libertad
(libertas), que es el estado de bienaventuranza en el que no se puede pecar, ya que se goza de la
compañía de Dios y no deseamos otra cosa que seguir en ella, y libre albedrío (liberum arbitrium
voluntatis), que es la capacidad de elegir entre el bien y el mal, propia de los seres humanos, sobre
todo después del pecado original. Por tanto, la libertad a la que nos referiremos será, evidentemente,
al libre albedrío de la voluntad, que es libre -como decimos-, pero está sometida a normas, a leyes
impuestas por Dios. El mandamiento máximo es el que nos obliga a amar a Dios sobre todas las
cosas y al prójimo como a nosotros mismos. Estas normas han sido inscritas por Él en todas las
almas, sean de creyentes o de infieles y tienen como meta el permitirnos alcanzar la felicidad, que
no es sino una unión amorosa y cognoscitiva con Dios.
Ese fin, como es evidente, sólo lo puede cumplir el hombre en la otra vida, para conseguir lo
cual necesita de la ayuda de Dios, sobre todo tras el pecado original, situación en la que el hombre
no puede ser bueno aunque quiera y su felicidad deviene una meta para la que necesita la ayuda de
Dios, su gracia.
Se plantea S. Agustín el problema de la existencia del mal en un mundo creado por un Dios
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bueno, al que responde diciendo que el mal no es algo producido por Dios, sino por el hombre,
creado libre por Él, quien le dio la libertad para hacer el bien, no el mal. El mal es nuestra
responsabilidad. En cuanto a la consistencia ontológica del mal, S. Agustín defiende que el mal es
una privación, un no existir, la ausencia de un bien posible.
Los fines que se proponen, de hecho, los hombres, nos permite distinguir dos clases de
personas: las que persiguen unirse a Dios y las que se anteponen a sí mismos como bienes,
prefiriendo los bienes corporales a los espirituales, a la verdadera felicidad. Estos últimos persiguen
un falso fin, y su alma se pone al servicio del cuerpo, agotándose en tal esfuerzo. Dependiendo de
cuál sea el fin que se proponga el hombre, Dios o él mismo, se coloca como ciudadano de la Ciudad
de Dios (Jerusalén) o de la ciudad terrenal (Babilonia). Esas dos ciudades, evidentemente, son
teóricas, invisibles, y están mezcladas.
S. Agustín es de los primeros autores que intenta explicar todo cuanto acontece a las
sociedades humanas, viendo en ello un sentido de la historia. Es decir, elabora una filosofía de la
historia, o más bien una Teología de la historia, contenida principalmente en su Ciudad de Dios,
donde dice que la meta de la historia es la salvación del pecado por parte de Dios, la formación de
la Ciudad de Dios, donde el orden queda restaurado, tras el desorden introducido por el pecado del
hombre.
Por lo que se refiere a su Política, piensa que una sociedad, un estado, es “una multitud de
criaturas racionales asociadas de común acuerdo en cuanto a las cosas que aman” (De civitate Dei,
19, 24). Pero no necesariamente el estado es amoral o inmoral, a menos que sea pagano, pues no
rinde el culto debido a Dios, lo que le convierte en un estado injusto por definición.
El estado tiene su origen en el pecado original, y es útil a los hombres para satisfacer las
necesidades que tiene después de haber sido castigado con la expulsión del Paraíso terrenal y con
tener que ganarse el pan con el sudor de su frente.
El estado, por sí mismo, tiene como fin el amor a este mundo, pero puede plantearse tener
fines más elevados. En este último caso, si el estado está inspirado por los fines espirituales de amar
a Dios, entonces puede llegar a ser justo. Y puesto que la Iglesia es la sociedad cuyo fin es la
felicidad perfecta, le confiere el derecho de valerse del resto de las instituciones como de
instrumentos, incluido el estado, de manera que el estado siga los principios celestiales de conducta.
Por lo tanto, en lo que se refiere a las relaciones entre el estado y la Iglesia, es claro que S. Agustín
se decanta por poner el estado al servicio de la Iglesia, pues los fines de ésta son superiores a los de
aquél.
Como vemos, S. Agustín piensa que el fin de la filosofía y del cristianismo es el mismo: la
felicidad. Pero es el cristiano quien sabe que la ayuda de Dios es necesaria para ser feliz, que sin su
gracia todo es inútil, y confía plenamente en Él. Así, el cristiano es visto como el verdadero
filósofo, aquél que cree y comprende cómo son las cosas realmente y qué necesitamos para ser
felices.
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