LA FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA DE ARISTOTÉLES* Iñaki

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LA FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA
DE ARISTOTÉLES*
Iñaki Marieta
INTRODUCCIÓN
Con este título se significa, en primer lugar, que el objeto de investigación es la
«Naturaleza»1 y todo lo que depende de ella, en segundo lugar, que el resulto obtenido
de dicha investigación constituye el conocimiento acerca del ser de la Naturaleza, y
por último, que dicho conocimiento tiene la forma de la filosofía, es decir, que su
explicación debe alcanzar, en la medida en que es filosófica, hasta los principios,
causas y elementos del ser de la Naturaleza. Esto es lo que dice Aristóteles al comienzo de su Física2, tratado fundamental para conocer el pensamiento aristotélico acerca
de la Fu@siv3. Tal es en griego el sustantivo de acción pura que se vierte al castellano
como Naturaleza, y que deriva del verbo fu@w, que se traduce por surgir, brotar, crecer
o nacer. De esta última acepción, en latin «nasci» deriva la traducción de Fu@siv por
Natura.
* Conferencia pronunciada en el curso «La flor azul. Derivas en torno a la filosofía de la
naturaleza». Universidad de La Laguna, primavera, 1998 (directores: Francisco J. Martínez y
Antonio Pérez Quintana.
1
«Ahora bien, puesto que resulta que la ciencia física se ocupa también de un cierto género de
lo que es (peri# ge@nov ti tou~ oòntov) (se ocupa, efectivamente, de aquel tipo de entidad cuyo
principio del movimiento y del reposo está en ella misma), es obvio que no es ciencia ni práctica
(praktikh@) ni productiva (poihtikh@) (y es que el principio de las cosas producibles está en el
que las produce —trátese del entendimiento, del Arte o de alguna otra potencia— y el principio
de las cosas que han de hacerse está en el que las hace, ‘y es’ la elección (proai@resiv): lo que ha
de hacerse y lo que ha de elegirse son, en efecto, lo mismo); de modo que, si todo pensar
discursivo es o práctico o productivo o teórico, la física será una ciencia teórica, pero teórica
acerca de un determinado tipo de lo que es, de aquello que es capaz de movimiento, y de la
entidad entendida como la definición en la mayoría de los casos, sólo que no separable ‘de la
materia’» Met., VI, 1, 1025b 18-28 (trad. T. Calvo).
2
Fís., I, 1, 184a 10-184b 14.
3
Cf. Fís., II, 1; III, 1. Met., V, 4, 1014b 16-1015a 19.
Laguna, Revista de Filosofía, nº 6 (1999), pp. 9-22
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La Fu@siv de la que se ocupa Aristóteles, en sus muchos tratados dedicados a la
física teórica, a la biología general y específica, así como a la astrología4, está en el
origen de una amplia serie de seres cuya identidad reside en que todos son substancias
sensibles. Ahora bien, el carácter específico de la substancia sensible, asimilada al
dominio de lo físico, consiste en su auto-movilidad, oponiéndose así al dominio de lo
teológico por excelencia, al que define la in-movilidad.
Pero vayamos por partes, pues la noción de Naturaleza así lo requiere si queremos alcanzar una visión completa de su despliegue ontológico. En las tres partes que
siguen analizaremos la noción de Naturaleza desde dentro del marco conceptual
aristotélico.
I
HERENCIA Y TRADICIÓN GRIEGAS EN LA FILOSOFÍA
DE LA NATURALEZA DE ARISTOTÉLES
Los precursores de la filosofía de la Naturaleza son sin duda los pensadores
Milesios. Los denominados fisiólogos se interrogaron de modo directo, sin la mediación teocrática, por la causa de los fenómenos llamados naturales, a los que otras
culturas próximas de Grecia ya habían dado respuesta dentro de sus específicos marcos religiosos. Pero con los Milesios el pensamiento Peri# fu@sewv no es, strictu sensu,
filosofía de la Naturaleza. Se necesitará la contribución de la tradición Eleática, en lo
que se refiere al marco lógico, y a su consecuencia histórica, la posición onto-lógica
de Parménides5, frente a la cual todos los pensadores posteriores tendrán que definirse
filosóficamente, así como la solución platónica, en cuanto que Platón niega cualquier
valor de verdad al conocimiento obtenido en la investigación de los entes naturales o
sensibles6, es decir, de todos aquellos entes que están sometidos al devenir. Porque de
semejante objeto, según Platón, no puede derivar un conocimiento que respete los
postulados epistemológicos que definen el auténtico conocer: fijeza, estabilidad, permanencia, y otros tantos atributos que significan la condición inmutable que debe
4
Cf. A. Mansion, Introduction a la physique aristotélicienne, chap. premier. Ed. de l’Institut
Supérieur de Philosophie. Louvain-la-Neuve, 1987, pp. 1-37.
5
«2 cuáles son las únicas vías de investigación que son pensables:
3 Una, que es y que no es posible que no sea,
4 es la senda de la persuasión, pues acompaña a la verdad.
5 La otra, que no es y que es necesario que no sea,
6 ésta, te lo señalo, es un sendero que nada informa (...)» Poema, Frg. B2. (trad. A. GómezLobo).
6
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caracterizar al legítimo objeto de la ciencia, y por tanto, de la filosofía. Tal es el marco
gnoseológico y epistemológico que impone la tradición eleática y que Platón critica
onto-lógicamente en el Sofista, cuando el Extranjero se reconoce en el intento de
cometer parricidio sobre Parménides. La crítica de Platón tiene tan sólo un alcance
lógico, referido a las relaciones que mantienen entre sí los cinco géneros supremos,
sin el cual, es cierto, la alteridad sería imposible y no habríamos salido del marco
lógico establecido por Parménides; alcance lógico que no afecta al uso veritativo de
ser, en cuanto correspondiente onto-lógico de la verdad del Ser. Razón por la cual,
Platón, por boca de Timeo, se define sobre esta cuestión cuando dice: «lo que el ser es
a la generación, es la verdad a la creencia (oçtiper pro#v ge@nesin ouèsi@a, tou~to pro#v
pi@stin aèlh@qeia). Por tanto, Sócrates, si en muchos temas, (tal como el de) los dioses
y la generación del universo7, no llegamos a ser eventualmente capaces de ofrecer un
discurso que sea totalmente coherente en todos sus aspectos y exacto, no te admires.
Pero si lo hacemos tan verosímil (eièko@ta) como cualquier otro, será necesario alegrarse, ya que hemos de tener presente que yo, el que habla, y vosotros, los jueces, tenemos una naturaleza humana, de modo que acerca de esto conviene que aceptemos el
relato probable (to#n eièko@ta mu~qon) y no busquemos más allá»8.
Este conformismo de Platón en relación a la imposibilidad de obtener un conocimiento positivo en las cuestiones de que trata la investigación sobre la Naturaleza,
identificada a lo generable-corruptible, es heredero del desengaño que al tratar estas
mismas cuestiones sufriera su maestro Sócrates, quien al sentir los límites metodológicos que impone la investigación física se decantó en una «segunda singladura
(por) la búsqueda de la causa», identificable a una primera versión de la lógica de las
Ideas, mucho más satisfactoria, en cuanto a la realización del deseo de conocer, que la
lógica que impone el estudio de la Naturaleza, dependiente siempre de una exterioridad en la que la contingencia juega un papel primordial. Pero escuchemos a Sócrates
en el Fedón, donde justifica el abandono de la investigación de la Naturaleza, para en
7
Este texto de Platón tiene, a nuestro entender, unos claros antecedentes tanto en la idea que
recogen los fragmentos de Protágoras Sobre los Dioses (SOFISTAS. Testimonios y fragmentos.
B.C.G. 221. p. 120), en cuanto a la incapacidad humana para alcanzar un conocimiento positivo
acerca de la existencia y atributos de los Dioses, como en la posición de Sócrates defendida en
el Fedón (95e-100a) propone comenzar una segunda singladura (deuvtero» plouv»), tras haber
quedado decepcionado de las explicaciones de los físicos, tras reconocer el deso (ejpequvmhsa)
que tuvo en su juventud por (Fedón, 96a). Platón sintetiza en el texto del Timeo, un problema de
orden ontológico, a saber, que nuestra condición mortal nos impide alcanzar una teología positiva,
y un problema de orden epistemológico, pues de lo que está en devenir no podemos tener
conocimiento cierto. Ambas problemáticas señalan los límites a los que por arriba y por abajo,
se confronta el saber humano: la teología y la física.
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su segundo momento descubrir el potencial re-unificante (lógico) de la teoría de las
Ideas: «el caso es que yo, Cebes, cuando era joven estuve asombrosamente ansioso
(eèpequ@mhsa) de ese saber que ahora llaman ‘investigación de la naturaleza’. (se explica acerca del porqué de aquel asombroso deseo) (...) concluí por considerarme a mí
mismo como incapaz del todo para tal estudio. (...). Pero oyendo en cierta ocasión a
uno que leía de un libro, según dijo, de Anaxágoras, y que afirmaba que es la inteligencia (nou÷v) lo que lo ordena todo y es la causa de todo, me sentí muy contento con
esa causa y me pareció que de algún modo estaba bien el que la inteligencia fuera la
causa de todo, y consideré que, si eso es así, la inteligencia ordenadora lo ordenaría
todo y dispondría cada cosa de la manera que fuera mejor9. (...) Opiné, pues (tras la
segunda singladura), que era preciso refugiarme en los conceptos (origen de la teoría
de las Ideas) para examinar en ellos la verdad real (...)»10.
Estos son algunos de los antecedentes del novedoso surgimiento de lo que hoy
conocemos como filosofía de la Naturaleza. Pues la expresión, ya en clave aristotélica,
significa que de la Fuvsi», de la fuerza surgiente inmediatamente sin la colaboración
humana, hay lo@gov (ratio), y que nosotros podemos llegar a conocerlo, desde nuestra
empatía noética. Ya que ni la Fu@siv se agota en un desvarío de formas incalculables ni
el conocimiento de sus diferentes repeticiones es imposible integrarlo en el marco de
los postulados que definen a la ciencia verdadera, al menos proporcionalmente al
estatuto ontológico de su objeto11. Porque aunque toda manifestación de la Fu@siv esté
atravesada por el devenir, existe una necesidad que trasciende el contingente, y no por
ello menos verdadero, mundo sensible, en todas sus formas, tanto sublunares como
supralunares12. Dar cuenta de esta necesidad del lo@gov en la Naturaleza es el trabajo
de la filosofía; ahora identificada a la física: ciencia primera en el caso que la teología
no tendría objeto13.
9
«Esa teleología del proceso cósmico va a ser expuesta años después por Platón en el Timeo,
con la actuación de un demiurgo divino y racional (Timeo, 29-34, 44d-46a, 68e-71a.). Como
señala GALLOP, Plato..., p. 175: ‘Este pasaje marca la transición de una concepción mecanicista
a una concepción teleológica del orden natural, que iba a dominar la ciencia europea durante
los próximos dos mil años’». (Fedón, trad. C. García Gual. B.C.G. n. 88).
10
Fedón, 96a-ss.
11
Cf. Étic. Nic., I, 3, 1094b 11-14.
12
«En efecto, dado que afirman que en todas las cosas la Naturaleza aspira a lo mejor, y que es
mejor ser que no ser (...), pero es imposible que el ser esté presente en todas las cosas debido a
lo muy lejos que se encuentran del principio, el Dios consumó el universo en el único modo que
le restaba, haciendo ininterrumpida la generación. Pues así el ser puede poseer el mayor grado
de consistencia, gracias a que el perpetuo producirse de la generación es lo más cercano que
hay a la sustancia» Gen. y Corr., II, 10, 336b 25-34 (cf. P. Aubenque, Le problème de l’être chez
Aristote, p. 491).
13
Cf. Met., E, 1, 1026a 27-31.
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Para ello Aristóteles se ocupa, en un primer momento, de aquello que está en
relación directa con la Fu@siv, dando prueba de algo que algunos le han reprochado
como ingenuidad, a saber, el creer en la veracidad del testimonio de los sentidos y
pretender que dicha veracidad es fundante en cuanto al ser de la cosa sentida14 . Testimonio que no hace sino recoger la información que proviene de los fenómenos, reunidos no de cualquier modo sino según su necesario origen lógico, aun cuando dichos fenómenos estén muy lejos del principio a que obedecen. Así, lo contingente en
lo fenoménico no es sino una degradación de la necesidad, debida a la resistencia de la
materia para mostrar el universal: condición de toda cientificidad para Aristóteles.
Universalidad en la que se sintetiza la necesidad que corresponde al mundo del devenir, puesto que es. De este modo, lo universal en la Fu@siv comienza siendo su propia
definición, a saber,15. Definición que pone de manifiesto la responsabilidad y el dominio que la Fu@siv ejerce sobre el movimiento, aun cuando no todo movimiento es natural. De modo que el movimiento, en cualquiera de sus formas, está sometido a un
principio de orden que obedece a su vez al presupuesto onto-lógico según el cual de
algo definido no se deriva cualquier cosa. Prueba de ello es que los fenómenos en los
que Aristóteles confía nos muestran con una repetibilidad suficiente como para engendrar ciencia, pues ésta lo es de lo que se da siempre o la mayoría de las veces16, que
ni de una vaca sale un león ni de un peral una ballena; apuntando además en la
tendendencia constatable y reiterativa de cada caso, una finalidad de la que depende el
diseño de la función así como la perfección constitutiva de lo natural. Ya que «cuando
algo ocurre siempre, o en al mayoría de los casos, no es accidental ni debido a la
suerte, y en las cosas naturales es siempre así, si nada lo impide»17. Y puesto que la
ciencia es de lo necesario18, de lo que se da siempre o la mayoría de las veces, la física,
que también es una ciencia aunque no primera19, tiene la posibilidad de dar cuenta de
lo necesario presente en la Fu@siv.
Pero ¿qué prueba la veracidad de la definición de la Naturaleza, para que no sea un
mero artilugio especulativo desvinculado de lo real? «Que la naturaleza existe, —responde Aristóteles—, sería ridículo intentar demostrarlo; pues es claro que hay cosas
que son así, y demostar lo que es claro por lo oscuro es propio de quienes son incapaces de distinguir lo que es cognoscible por sí mismo de lo que no lo es»20. Aristóteles
confía plenamente en la evidencia de los hechos, sinónimo de veracidad, y por ello,
14
Cf. C. Rosset, La anti Naturaleza, pp. 243-ss.
Fís., II, 1, 192b 20-ss.
16
Cf. Anal. Post., 87b 20-21, 96a 8-10; Fís., II, 5.
17
Fís., II, 8, 199b 24-26.
18
Anal. Post., 89a 10.
19
Met., VI, 1, 1026a 17-30.
20
Fís., II, 1, 193a 3-ss.
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quien rechaza el testimonio de los sentidos muestra su debilidad intelectual21. A nadie
se le escapa, no obstante, el corrimiento metafísico al que hemos asistido en los dos
textos anteriores: de la definición de la naturaleza, ha pasado Aristóteles, a su verificación en los hechos, mostrando que hay muchas cosas que tienen el principio y la
causa del movimiento-reposo en sí mismas, y no por accidente, de lo que concluye
que la Fu@siv lógicamente definida existe, en una posible traducción del eèsti griego,
que significa tanto ser como existir. Que la Fu@siv exista, no sólo en la definición sino
en las cosas mismas que son por Naturaleza, es la condición que permite hablar con
sentido de una filosofía de la Naturaleza. Ahora bien, la potencia de la definición, en
cuanto que engendra por la expresión lógica la esencia de la cosa, es la que posibilita
el ejercicio de la filosofía como determinación de la quididad de algo, esto es, de lo
que per-dura más allá de las múltiples manifestaciones que tome al aparecer. Pero esto
no lo sabían aún los Milesios, pues no tenían una teoría de la definición con la que
investigar el dominio de lo natural, a través de los modos en que algo se vincula con
algo mediante el «es» definicional.
Filosofía de la Naturaleza significa, según la definición de Aristóteles, que en la
mostración del fenómeno del movimiento hay alguna necesidad, recogida en la causa
que es la Fu@siv, pues no se agota en pura contingencia. Pero no podremos llegar a
dicha necesidad sin definir el qué del movimiento, ya que «si ignorásemos lo que es el
movimiento, necesariamente ignoraríamos también lo que es la naturaleza»22. Así,
aun cuando la Fu@siv no se agote en movimiento, éste sí se agota en Fu@siv, puesto que
la sustancia sensible está definida por el movimiento, inmortal o corruptible, el resto
ontológico es la substancia inmóbil, Primer Motor-Acto Puro-Inteligencia Primera,
que mueve por atracción. De otro modo, es decir, sin este atractivo Primer Motor
Inmóvil, caeríamos en una petición de principio, que imposibilitaría resolver la cuestión del origen del movimiento y del sentido, del cierre del Universo-Kosmos. En todo
caso, y para lo que ahora nos interesa, tenemos que dar cuenta del ser del movimiento
a través de su definición, si queremos dilucidar la problemática que encierra la filosofía de la Naturaleza de Aristóteles. En este caso, Aristóteles también recurre a los
hechos para mostrar la evidencia del fenómeno del movimiento del que algunos niegan que pueda haber alguna lógica, los Eléatas especialmente, por la contradicción
que ello implica. Pero que Aristóteles cree poder definir recurriendo a una argucia
metafísica que no tiene, a nuestro entender, el suficiente poderío lógico como para
diluir las aporías que derivan de todo intento por demostrar la realidad del movimiento, sin caer en contradicción, pues al definir el movimiento, hay que tener en cuenta
tanto el ser como el no-ser. Aristóteles nos presenta una solución a este difícil problema de logizizar la realidad del movimiento, de dar cuenta de su necesidad, creando y
21
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Fís., VIII, 3, 253a 34.
Fís., III, 1, 200b 15.
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vinculando las nociones de acto y potencia, cuando define el movimiento como« la
actualidad de lo potencial en cuanto tal»23. Nociones intuitivas que eluden el problema
en términos lógicos para dar una respuesta metafísica, inconsistente si aplicamos con
criterio eleático u ockhamista el princio de no contradicción. Pues según esta definición del movimiento, cuya causa y principio es la Naturaleza, algo se da y no se da en
la misma cosa y al mismo tiempo, aunque, es cierto, no en el mismo sentido, esto es,
según el acto o según la potencia, que son dos de los posibles sentidos del ser. De este
modo se elude el rigor lógico que impone el principio de no contradicción, tanto en su
dimensión ontológica como gnoseológica, gracias a ese otro gran principio ontosemántico de Aristóteles que es el de la pluralidad de sentidos del ser, y que le permite
dar cuenta del movimiento remitiéndolo al hecho de que no hay movimiento fuera de
las cosas que se mueven, es decir, fuera de las cosas que tienen materia. Las nociones
de acto y potencia identificadas a las de necesario y contingente, pretenden salvar el
abismo infranqueable que instaura el principio modal entre contingente y necesario,
en base a la teoría del devenir, según la cual lo contingente, es decir, la potencia «se
convierte en» necesario, esto es, en acto, con lo cual «el abismo infranqueable, —escribe G. Colli— entre necesario y contingente, (que) está trazado por la naturaleza general de la apariencia», en el caso «del acto lo necesario [queda] temporalizado: ahí está
el error»24. ¿Cómo temporalizar lo que es del orden de lo necesario, del instante, y que
por definición está fuera del tiempo? O sino el acto se vacía de lo necesario, y por
tanto de lo divino en cuanto fin, quedando como única salida retomar el dualismo
platónico que Aristóteles ya rechazara.
El tiempo es, para Aristóteles, el «número del movimiento según el antes y el
después»25. Con lo cual lo necesario del acto tendría un antes y un después, algo sencillamente absurdo, aunque es cierto que Aristóteles podría responder que no en cuanto necesario sino en cuanto contingente, pues lo moviente no puede darse separado de
la potencia que materializa su acto.
Como conclusión a esta primera parte diremos que la filosofía de la Naturaleza
de Aristóteles, es en el mejor de los casos un problema originado por el choque de la
exigencia epistemológica de necesidad, en proporción es cierto al rango ontológico
del objeto de investigación, y la contingencia que define a lo natural en cuanto sometido al devenir e inscrito por tanto en la materia. Su interés radica no obstante, hoy
como entonces, en el proyecto filosófico que la sustenta, sin el cual se agota en un
simple cientifismo sin alcance epistemológico real, que es el que corresponde a la
filosofía. Y todo ello porque el instrumento básico de la física aristotélica, la definición, obliga al suceso fundamental de la Naturaleza, el movimiento, a fijarse, desdi-
23
Fís., III, 1, 201a 10-11.
Filosofía de la expresión, p. 254.
25
Fís., IV, 11.
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ciendo la experiencia íntima que lo señala como lo que está continuamente fluyendo.
Abandonemos por un momento este nivel puramente teórico, y por tanto problemático, de la filosofía de la Naturaleza de Aristóteles, para dar cuenta de la descripción
aristotélica del Universo, en base a una tesis que define toda su percepción del mundo
físico, nos referimos a la concepción aristotélica de lugar absoluto.
II
LA DESCRIPCIÓN DEL UNIVERSO FÍSICO DE ARISTÓTELES
En el primer capítulo del libro XII de la Metafísica, Aristóteles distingue tres
clases de substancia (ouèsi@a), que se corresponden con otros tantos grados de ser, ya
que dichas substancias mantienen entre sí una relación de jerarquía. La relación entre
las substancias, así como su consiguiente distinción, la lleva a cabo Aristóteles mediante la noción de movimiento, afirmándolo o negándolo como atributo esencial de
las diferentes substancias. De modo que, como vimos en la primera parte, las substancias definidas por el movimiento, se dividen en sensible corruptible o sublunar y en
sensible incorruptible o supralunar. La tercera substancia, primera en cuanto al rango,
está definida por la inmovilidad, que no hay que entender en términos de carencia o
privación, sino muy al contrario, como plenitud inmóvil. Pues para Aristóteles el movimiento es indicativo de carencia y degradación respecto a la inmovilidad que define
al sumo ente, y hacia la cual tienden todos nuestros esfuezos, ya que nos movemos por
defecto. El deseo nos impele a movernos para satisfacer la carencia que significa la
pérdida, en términos topológico-cósmicos, del lugar natural correspondiente. A cada
substancia o elemento natural simple le corresponde un movimiento propio que no es
más que la expresión de su propia tendencia para alcanzar el lugar natural que le está
esencialmente asignado. Según esta teoría, la inmovilidad es el ideal, porque es lo
mejor, de modo que dicha teoría define la actividad de la Naturaleza, en cuanto que
esta última busca siempre lo mejor como télos26. En ese sentido, escribe Aristóteles,
«la naturaleza huye del infinito, porque infinito es lo privado de completud (), mientras la naturaleza busca siempre el fin ()»27. El movimiento no es más que el tránsito
necesario hacia la inmovilidad deseada, en cuanto que esta última define esencialmente la naturaleza del elemento o cuerpo, identificado al lugar natural. Si nos movemos es por defecto, el cual deriva del carácter contingente que define a todo lo material. Prueba de esta defectuosidad inherente a todo lo material, es que cuando un elemento alcanza su tópos propio ya no se mueve por sí mismo, sino sólo si es violenta-
26
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Del Cielo, I, 4, 271a 33.
Acerca de la generación de los animales, I, 1, 715b.
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do. El equivalente gnoseológica de esta tesis física la enuncia Aristóteles como sigue,
«decimos que la razón conoce y piensa cuando está en reposo y en quietud»28.
¿Si la inmovilidad es el carácter lógicamente anterior del ser, en su grado más
noble y excelente, así como del conocimiento, en cuanto que para alcanzarlo se requiere la estabilidad del conglomerado noético, por qué hay movimiento? Si algo
caracteriza el proyecto filosófico de Aristóteles, frente a la tradición que lo alimenta
en el dominio ontológico, los Eléatas y Platón, es su voluntad de tener siempre en el
horizonte especulativo la contingencia como constitutiva del ser del mundo, haciendo
que el ser no se agote en puro lógos, como pretendía Parménides y Platón. Lo que
Aristóteles tiene de innovador es que su pensamiento no confunde lo que deseamos
alcanzar en cuanto al conocimiento, y que debemos suponer en el ser, con aquello a lo
que nos confronta la experiencia de los sentidos y del devenir. Aquello que Parménides
excluía al ámbito del no ser, para proteger la integridad lógica del ser, y que Platón lo
remite a esa experiencia casi inefable que es la del mundo de los sentidos y del devenir, Aristóteles le da cabida en su proyecto de racionalización, que tiene que ver con la
semantización del ser, como mediación irrecusable para acceder al dominio de la cosa,
pero que no por ello queda descartado una vez que ha sido utilizado. Si el lenguaje y
su dimensión semántica que alcanza al ser no es un fin en sí mismo, Aristóteles no
ignora ni tampoco esconde, que lo que aparece en el trayecto hacia la descripción final
del universo, debe ser tenido en cuenta y valorado como parte integrante de la totalidad. De este modo, la constatación del fenómeno del movimiento se inserta en un
proyecto que pretende alcanzar el conocimiento de sus principios, causas y elementos,
este es el fin que persigue la filosofía de la Naturaleza de Aristóteles, otra cuestión es
que lo consiga resolutivamente. No hay que olvidar, no obstante, que la pregunta por
el origen, en este caso del movimiento, queda confrontada a la petición de principio
que supone la imposibilidad lógica de dar cuenta del Principio de No Contradicción,
según el libro G de la Metafísica. Por consiguiente, no hay porqué del movimiento si
no es integrándolo en un sistema de explicación cuya dimensión específicamente
aristotélica tiene en cuenta lo que de problemático constituye el nudo del Universo en
cuanto a su expresión unificada: problema del ser en Aristóteles como enunciación
cumplida y honesta de los límites aporéticos a los que se enfrenta la racionalización
griega del Cosmos.
Ateniéndonos ahora a la descripción del Cosmos según la clave geométrica del
lugar absoluto, hay una física celeste y una física sublunar; y aunque ambas comparten la noción común de movimiento, se trata de dos físicas distintas como corresponde
a la heterogeneidad de las substancias objeto de su investigación. Cada una de estas
substancias queda definida por ciertos elementos últimos; los de la substancia sensible corruptible son la tierra, el agua, el aire y el fuego, a cada uno de los cuales le
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Fís., VII, 3, 247b 10.
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corresponde tanto un movimiento propio como un lugar natural en el que finaliza
dicho movimiento. La substancia incorruptible se identifica materialmente al éter
(aièqh@r) cuyo movimiento es circular y uniforme.
En su descripción de los movimientos propios que definen la substancia sensible,
Aristóteles parte de la experiencia del movimiento natural que para él es innegable. Al
confiar en el testimonio de los sentidos, Aristóteles reconoce la continuidad existente
entre el acontecer fenoménico y nuestra intuitiva capacidad de capatarlo mediante los
sentidos, de cuya elaboración intelectual surgirán las ideas, que no tienen, como en
Platón, existencia substancial y separada, pero de las cuales sí deriva la construcción
metafísica que dota de sentido a la fluyente realidad en la que nos encontramos inmersos.
Así, la analítica aristotélica del movimiento lo reduce geométricamente a desplazamiento, bien rectilíneo desde el centro (aire, fuego, como elementos ligeros) o hacia el
centro (tierra, agua, como elementos pesados), bien circular en torno al centro (éter),
bien un mixto de ambos que es posible aunque no sea natural. Es evidente que en
dicha descripción29 las referencias geométricas locales de centro y periferia son asumidas por Aristóteles, con valor absoluto, presuponiendo por tanto un universo finito.
Todo ello adquiere pleno sentido en el contexto que deriva del postulado según el cual
«el movimiento correspondiente a la naturaleza de los cuerpos simples es uno solo»,
independientemente de la cantidad (carácter cualitativo de la física aristotélica), ya
que «el todo y la parte se desplazan naturalmente hacia el mismo sitio»30. Hay pues
una conexión necesaria entre la naturaleza propia del cuerpo, su comportamiento en
términos de movimiento-reposo y el lugar correspondiente a dicho cuerpo y con respecto al cual se mueve. Los movimientos que caracterizan a la substancia corruptible
tienen un contrario mientras que el movimiento circular, propio del éter, no lo tiene,
de modo que el cielo, constituido exclusivamente de éter, no tiene más movimiento
que el circular. De este modo Aristóteles concluye que la teoría, el orden de lo puramente inteligible, viene a confirmar la evidencia sensible de la inalterabilidad e
inmutabilidad de los cielos. La pregunta es ¿cómo se puede ser tan ingenuo para creer
desde la pura percepción sensible en algo como la inalterabilidad e inmutabilidad de
los cielos? Está claro que no puede haber evidencia sensible de algo como la
inalterabilidad de los cielos, pues toda la teoría del movimiento en Aristóteles va dirigida a mostrar la pregnancia en nosotros del movimiento. Por lo tanto es imposible,
desde la experiencia sensible, inmersa en el movimiento, tener experiencia de la
inmutabilidad de los cielos. Esto da lugar a una contradicción que tiene que ver con el
estatuto óntico del movimiento, a saber, la que plantea la posibilidad de captarlo o no
en la fijeza y estabilidad de la definición. Cuestión de difícil solución desde la perspectiva analítica convencional, y que en la primera parte la planteábamos desde un
punto de vista estrictamente teórico.
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30
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Del cielo, I, 2, 269a 8-9.
Idem, 270a 4-5.
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La naturaleza que Aristóteles identifica a las ousías sensibles, no agota todo lo
que es, por encima de ellas existe una ousía superior, primera y absolutamente divina.
De modo que bien podría ocurrir que en ese nivel ontológico se actualizara la infinitud imposible en lo sensible, que obliga a pensar en un cosmos finito que implica
necesariamente la noción de lugar absoluto, derivando de todo ello la física cualitativa
que es la aristotélica. Aristóteles, sin embargo, no toca la cuestión teológica en sus
tratados acerca de la naturaleza, pues su programa está reducido a la ousía sensible,
sino en sus tratados específicamente teológicos31 donde afirma que la InteligenciaPrimer Motor inmóvil posee una potencia infinita, pues produce un movimiento
extensivamente infinito (el movimiento infinito en potencia del universo en su existencia eterna32), aunque intensivamente finito.
Como conclusión diremos que el Cosmos aristotélico es finito, en todos sus sentidos, pues para Aristóteles, la noción de infinitud es sinónima de imperfección e
incompletud, y en última instancia de irracionalidad, tanto como lo es la cuadratura
del círculo; quedando excluida del dominio del ser, que en la perspectiva científicofilosófica debe agotarse en racionalidad, aun cuando hayamos mostrado que Aristóteles
no evita el conflicto que genera el dejar entrar en esa esfera del deber que define a la
actitud filosófico-científica, el ámbito irreductible, racionalmente, de lo contingente;
sólo desde la mística y la revelación que la funda es posible dar cuenta del estatuto
ontológico de lo contingente33.
III
ARTE Y NATURALEZA EN ARISTÓTELES O LA PERFECTA
IMITACIÓN DE UN MODELO IMPERFECTO
La concepción teleológica de la Fu@siv es esencial en el pensamiento aristotélico.
Pues «la naturaleza, escribe Aristóteles, no hace nada al azar»34, o también, «Dios y la
naturaleza no hacen nada inútilmente»35, así «los monstruos son errores (aèmarth@mata)
31
Met., XII;Fís., VII-VIII.
Met., 1073a 5-11; Fís., 266a 22-24.
33
Entendemos que sólo desde la irracionalidad que caracteriza al fenómeno religioso, fundado
en la revelación de un conocimiento mistérico, dirigido a un grupo de elegidos, es posible
explicar totalmente la aparición de lo contingente como ruptura de la continuidad que dota de
sentido al ser. Lo contingente, lo que no se pliega a la necesidad de la doctrina revelada, se
piensa en el ámbito religioso como efecto del mal; el contraprincipio moral que sirve al
protagonista divino para justificar la precariedad física y espiritual de la existencia humana.
34
Del cielo, II, 8, 290a 31.
35
Idem, I, 4, 271a 33.
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de las cosas que son para un fin»36. Lo curioso de esta concepción teleológica de la
Naturaleza es que su confirmación empírica no tiene lugar en el ámbito de lo Natural
como sería de esperar, sino en el del Arte (te@cnh).
Si partimos de la distinción entre Naturaleza y Arte, tal que «el arte es un principio que está en otro; (y) la naturaleza, un principio que está en la cosa misma (el
hombre, en efecto, egendra un hombre)»37, la separación entre ambos dominios, el
natural y el técnico, en cuanto al origen de la producción es evidente. Dándose una
discontinuidad entre ambos dominios que está muy lejos de representar al pensamiento aristotélico. Ya que según Aristóteles, «unas veces el arte completa (eèpitelei~)
lo que la naturaleza no puede llevar a término, otras imita (mimei~tai) a la naturaleza.
Por lo tanto, si las cosas producidas por el arte están hechas con vistas a un fin, es
evidente que también lo están las producidas por la naturaleza; pues lo anterior se
encuentra referido a lo que es posterior tanto en las cosas artificiales como en las
cosas naturales»38. Lo primero que llama la atención de este texto es que Aristóteles
presenta una Naturaleza en la que se dan casos de incompletud, es decir, ateleológica;
lo cual está en contradicción con la idea general, aunque no con el margen de
equivocidad que corresponde a todo lo que comporta materia, esto es, contingencia.
En todo caso, para subsanar esta ocasional limitación teleológica de la Naturaleza,
que también lo es de Dios, Aristóteles introduce el Arte, que lleva a término lo que la
Naturaleza es incapaz de finalizar, así como la imita en lo que se refiere a la metodología general de producción. De modo que si la técnica produce sus artefactos para un
fin, pues depende tanto de la capacidad productiva como electiva en el hombre39, y
36
Fís., II, 8, 199b 4.
Met., XII, 3, 1070a 7-8.
38
Fís., II, 2, 194a 21; 8, 199a 15-20; cfr. Part. animal., I, 1, 639b 16, 640a 27; Meteo., IV, 3,
381b 4-9. «Tampoco el Arte delibera. Y si el Arte de construir barcos estuviese en la madera,
haría lo mismo por Naturaleza. Por consiguiente, si en el Arte hay un , también lo hay en la
Naturaleza. Esto se ve con más claridad en el caso del médico que se cura a sí mismo; a él se
asemeja la Naturaleza» (Fís., II, 199b 28-33). «Las cosas constituidas por la Naturaleza son
también semejantes a éstas [las constituidas por el Arte]. Pues la semilla produce como se
producen las cosas que proceden del Arte (pues tiene en potencia la especie, y aquello de donde
procede la semilla es hasta cierto punto homónimo de lo producido; pues no hay que buscar
todas las cosas como de un hombre un hombre; pues también una mujer procede de un varón; a
no ser que [la mujer] se trate de un ser incompleto; por eso un mulo no procede de un mulo [el
mulo es un ser incompleto, imperfecto, sin telos natural, porque no puede transmitir su especie,
quizá porque no sea una especie, al menos una especie natural, en ese sentido es un ser no
natural, sino por otras causas, o el Arte o el azar]» Met., VII, 9, 1034a 33-1034b 4).
39
El hombre elije producir un cuchillo, pero no elije producir algo cortante, sino que a esto
último está obligado por Naturaleza. De lo contrario habría que suponer un dualismo injustificable
racionalmente. Ahora bien, si la función del objeto técnico no agota la finalidad como empuje
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que dicho fin se identifica con la función del utensilio aunque esta última no agote la
problemática teleológica, y que toda producción técnica lo es por imitación de la Naturaleza, Aristóteles concluye que también la Naturaleza actúa con vistas a realizar
ciertos fines, y aun más, los mejores fines. Si no siempre lo logra es porque la materia
es uno de los componentes de los seres por naturaleza, junto con la forma, correspondiente a lo necesario, y que la contingencia escapa al poder de la misma divinidad. De
modo que si podemos hablar de teleología en la naturaleza es porque «cuando algo
ocurre siempre, o en la mayoría de los casos, no es accidental ni debido a la suerte, y
en las cosas naturales es siempre así, si nada lo impide»40. Es ese impedimento del que
se ocupa la técnica, dándole la forma adecuada para la función que tiene que desarrollar en el medio natural, y completando así la obra a la que la contingencia pone límite.
Tal es el optimismo teleológico de Aristóteles. Optimismo que sólo es posible en base
al pensamiento por analogía, es decir, aplicando los resultados de su reflexión acerca del
arte en la naturaleza. Lo cual conlleva un problema en lo que se refiere al naturalismo
que se atribuye a la concepción aristotélica de la naturaleza, pues desde esta perspectiva
del pensamiento por analogía, el artificialismo latente en la reflexión aristotélica pone
en cuestión la caracterización natural de la naturaleza, al menos metodológicamente,
aunque quizá esto no invalide el alcance ontológico de la presencia de lo natural.
No obstante, y antes de acabar con las ilusiones ontologizantes acerca de la naturaleza, hay que acercarse a la noción de materia. Pues, según Aristóteles, «todas las
cosas que se generan por naturaleza o por arte tienen materia; es posible, en efecto,
que cada una de ellas sea o no sea, y esto es la materia en cada una»41. Así la discontinuidad entre arte y naturaleza, en cuanto a la interioridad o exterioridad del principio
de producción, queda suprimida en la contingencia que define a las cosas generadas.
De modo que la falta de necesidad en cada producción de la naturaleza o del arte,
permite de algún modo el intercambio de poder en cuanto a la legitimación de dichas
producciones. Legitimación que viene, naturalmente, del fin conseguido. Pues sólo la
finalidad legitima una obra de arte, es decir, su funcionalidad. Y así también a las de la
originario hacia su producción, hay que suponer que todo ello se integra en un plan que escapa
por el momento a la dignidad humana pero que ordena nuestras producciones hacia un fin, pero
no nuestras acciones pues continuamente padecemos los errores de nuestras malas elecciones,
porque la naturaleza no responde sino de la función de las producciones técnicas pero no de las
acciones elegidas que son lo realmente antinatural en el hombre . El problema es que la
desocultación de dicho plan no puede realizarse desde la racionalidad que no es sino una
capacidad técnica más, sino desde la revelación, en cuanto que ésta trasciende la finitud que
caracteriza todo lo que está inscrito en la individuación, permitiendo de ese modo acceder al
plan general en el que cobran sentido las diferentes funciones individuales.
40
Fís., II, 8, 199b 24-26.
41
Met., VII, 7, 1032a 20-22.
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naturaleza. Esta complementariedad entre arte y naturaleza da idea del utilitarismo
que está a la base de toda teleología, y especialmente la aristotélica. Porque aunque
admitamos la existencia de la causa material, su conocimiento es imposible. Ya que
«la materia en cuanto tal es incognoscible»42. En palabras de P. Aubenque, «una ciencia de lo corruptible es necesaria, y sin embargo es imposible»43. No obstante, y para
no ensañarnos más de la cuenta con ese optimismo socrático que respiran ciertas actitudes de Aristóteles, «digamos que la naturaleza física, —escribe P. Aubenque— (...)
se distingue de la naturaleza subsistente de Dios porque conlleva la posibilidad, siempre abierta, de la anti-naturaleza»44. Si la reflexión acerca del arte ha permitido, por
analogía, concluir la condición teleológica de la naturaleza, esto sólo ha sido posible,
porque la contingencia abre la posibilidad a la anti-naturaleza, entendida como lo no
necesario, en su forma precisamente de arte.
De esto deriva que la concepción aristotélica de la naturaleza sea una concepción
orgánica45, es decir, instrumental y finalista, cuya raíz última reside en la reflexión
técnica de Aristóteles quien por analogía considera que la mayor perfección que conlleva la naturaleza no puede ser inferior a la que define al arte. Pues para Aristóteles,
el arte no es algo negativo, sino el modo de progresar para el hombre entre dos catástrofes cíclicas46. Así en el fondo del pensamiento aristotélico sobre la naturaleza existe
la convicción de que la naturaleza actúa como el arte, e incluso que existe «un Arte
inmanente, oculto en las profundidades de la naturaleza»47, más un incremento de
divinidad que nos hace imposible desde nuestra simple capacidad lingüística acceder
al nivel diferencial entre arte y naturaleza48, pues «todas las cosas tienen por naturaleza algo divino»49.
42
Met., VII, 10, 1036a 8-9
El problema del ser en Aristóteles, p. 311.
44
Idem, p. 401, n. 31.
45
Partes de los animal., A 645a 14-ss.
46
«El tiempo posee dos rostros: destructor de la Naturaleza, a la que erosiona y mina por la
acción conjugada del calor y del frío (Meteor., I, 14, 351a 26; Fís., IV, 13, 22b 19), es también
el benévolo auxiliar —sunergòs agazós— de la acción humana; y, si bien no es creador, al
menos es inventor, euretés, lo cual autoriza el progreso de las técnicas (Et. Nic., I, 7, 1098a 24)»
Aubenque, p. 73.
47
Aubenque, op. cit., p. 346. n. 197 (G. Colli, La sabiduría griega, p. 91)
48
Étic. a Eudemo, 1248a 26-b1.
49
Étic. a Nic., VII, 13, 1153b 32.
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