Carlos Garriga

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LOS LÍMITES DEL REFORMISMO BORBÓNICO:
A PROPÓSITO DE LA ADMINISTRACIÓN DE LA JUSTICIA EN INDIAS
Carlos Garriga
Vaya por delante que no voy a ocuparme de analizar las reformas del aparato de
justicia indiano durante el siglo XVIII, sino que pretendo considerar, siempre y sólo con
relación a las Audiencias, la idea misma de reforma de la justicia o, más bien, su alcance y posibilidades de realización en aquel período. Mi propósito es llamar la atención
sobre algunos problemas que entiendo relevantes para comprender el llamado “reformismo borbónico” en el espacio institucional que acabo de acotar y a menudo no son
tomados en consideración por la historiografía. Creo que puede afirmarse en términos
generales que el tópico en cuestión suele abordarse en clave netamente política (y en
ocasiones de política moderna), casi siempre con preterición de la vertiente jurídica que
le es más propia. Éste es el problema que quiero considerar1. Me explico.
En el siglo XVIII florece entre nosotros el proyectismo como género y el reformismo como práctica2. Unos proyectan: especialmente a partir de las décadas centrales
proliferan textos de muy variada índole que argumentan y proponen remedios, en ocasiones debidos a ministros o servidores del rey. Otros (o los mismos, quizá, en este último caso) reforman: ya se sabe, sobre todo bajo Carlos III se ensayan algunos cambios
institucionales de cierta entidad. Naturalmente, la tentación de establecer un nexo causal
entre ambos fenómenos es muy grande y a menudo vence las barreras que deben separar
al historiador del tiempo que estudia. Aun a riesgo de simplificar y a salvo de algunas
excepciones que iré mencionando, los reyes borbones serían portadores de todo un programa reformista, cuyas líneas maestras habrían sido definidas por un selecto grupo de
ministros ilustrados y fue puesto en práctica con desigual fortuna por quienes gobernaron en la segunda mitad del siglo, singularmente por José de Gálvez 3. El modelo historiográfico colectivamente construido durante las últimas décadas para explicar el gobierno de las Indias se nutre de esta idea y pivota así sobre tres ejes, que han actuado
como otros tantos polos de atracción para los historiadores: a) el programa, que ha intentado perfilarse por distintas vías, mas siempre con el propósito de descubrir la verda1
Como no pretendo elaborar un estado de la cuestión, que doy por supuesto, sino más bien un ensayo de
interpretación a partir de una lectura crítica de la historiografía, limitaré las referencias bibliográficas a
sólo las necesarias para mi argumento. Una revisión actualizada de las últimas publicaciones sobre el
“reformismo borbónico”, puede encontrarse en A. GUIMERÁ, ed., El reformismo borbónico. Una visión
interdisciplinar (Madrid, 1996), pp. 9-33, debidas a este autor.
Véase, simplemente, P. ALVAREZ DE MIRANDA, “Proyectos y proyectistas en el siglo XVIII español”, en Boletín de la Real Academia española, LXV (1985), pp. 409-429, que recoge la bibliografía
anterior.
2
3
El camino lo marcó M. ARTOLA hace más de 40 años, descubriendo en el Nuevo sistema de Campillo
las claves de la política reformista de Carlos III: “Campillo y las reformas de Carlos III”, en Revista de
Indias (=RI), XII: 50 (1952), pp. 685-714; y todavía no hace nada ha sido transitado de nuevo por L.
NAVARRO GARCÍA, que busca la explicación de la política americana de Gálvez en el Discurso que el
ministro escribió durante su juventud: La política americana de José de Gálvez según su “Discurso y
reflexiones de un vasallo” (Málaga, 1998).
2
dera intencionalidad de sus artífices; b) la ejecución del programa, centrada por lo más
en el impacto que la puesta en práctica de las ideas previamente alumbradas tuvo en las
Indias4; c) la evaluación de sus consecuencias, a la postre indefectiblemente contempladas desde la atalaya de la independencia, como gran fenómeno que cierra este ciclo histórico. Dicho de un modo enfático: el reformismo borbónico habría supuesto un cortocircuito en el devenir histórico hispano-americano que terminaría por prender las llamas
de la independencia.
David A. Brading, en particular, ha calificado el conjunto de cambios introducidos por los Borbones en el gobierno de las Indias como una auténtica “revolución en el
gobierno”, elevándola a clave explicativa de la última etapa colonial5. Y no es muy diferente el punto de vista de John Lynch, para quien las reformas borbónicas supusieron
una nueva colonización de América, que inauguró una etapa de su historia, el “segundo
imperio”, causante último de la ebullición de sentimientos de identidad que llevó a la
independencia6. El discurso historiográfico acota, así pues, un espacio de discontinuidad, abierto por las reformas de los Borbones y en el cual –si se admite esta simplificación- habría que hilvanar los hilos que entrelazan el fenómeno inicial con el acontecimiento final. Aunque sin duda esta perspectiva presenta muchos puntos de interés, deja
en la penumbra (no necesariamente ignora) la evidente continuidad que da sentido al
Antiguo Régimen y posterga (no siempre omite) el tratamiento de los medios de reforma disponibles y la consideración de los instrumentos efectivamente puestos a contribución para alcanzarlos. A fin de cuentas, en coherencia con el planteamiento señalado, el
problema historiográfico se plantea prioritariamente en términos de discusión sobre los
fines (qué se pretendía) y los resultados (qué se hizo y, sobre todo, con qué consecuencias) de la política reformista. En esa tarea las claves interpretativas vienen en buena
medida dadas por el enfoque adoptado: la Corona elaboró una estrategia de dominio,
que aplicó con coherencia para alcanzar los objetivos políticos perseguidos, concebidos
así como causa determinante de las medidas de gobierno efectivamente adoptadas7.
Naturalmente, cuando el historiador cultiva ese campo semántico los frutos que obtiene
llevan nombres como control, centralización, política antiamericana... Me pregunto si
no responderán a una precomprensión de la realidad histórica (no importa ahora qué
entendamos por ésta), derivada más de la consideración de los fines reformistas declarados que del análisis de los medios institucionales empleados. El discurso normativo, y
Cfr., p. ej., P. PÉREZ HERRERO, “I principi politici del riformismo borbonico americano. Considerazione storiografiche”, en Rivista Storica Italiana, XCIX:3 (1987), pp. 696-717; íd., “Los comienzos de la
política reformista americana de Carlos III”, en Cuadernos Hispanoamericanos. Los Complementarios, 2
(1988), pp. 53-70; íd., “Reformismo borbónico y crecimiento económico en la Nueva España”, en El
reformismo borbónico, pp. 75-107, esp. 78-91.
4
5
Así, en Mineros y comerciantes en el México Borbónico (1763-1810) (México, 1993), pp. 55-132; o en
“La España de los Borbones y su imperio americano”, en L. Bethell, ed., Historia de América Latina. 2.
América Latina Colonial: Europa y América en los siglos XVI, XVII y XVIII (Barcelona, 1990), pp. 85126.
Cfr. J. LYNCH, El siglo XVIII (=Historia de España, XII), pp. 295-336; íd., “El reformismo borbónico
e Hispanoamérica”, en El reformismo borbónico, pp. 37-59.
6
7
En contra de esto, y desde el punto de vista de la historia económica, véase el planteamiento, que sustancialmente comparto, de J. M. DELGADO RIBAS, “América en la teoría y praxis política de José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca”, en Hacienda Pública Española, 108-109 (1987), pp. 133-146.
3
menos el lenguaje de los proyectos, no siempre cuadra con las posibilidades de los reformadores y casi nunca se compadece con sus realizaciones. Si no me equivoco, en
efecto, algunos de esos calificativos difícilmente podrían predicarse si se tomasen en
consideración los instrumentos de gobierno disponibles y se prestase mayor atención a
las concepciones jurídicas que les daban sentido.
Este es el terreno donde se mueven las consideraciones que siguen, animadas por
el propósito de tratar de problematizar algunas de las certezas señaladas. Con tal fin,
comenzaré por hacer algunas observaciones elementales (pero que entiendo necesarias)
sobre el gobierno de las Indias (I), para tratar de determinar después de qué hablamos
cuando hablamos de la administración de la justicia (II), tarea que considero imprescindible si se quieren comprender las medidas adoptadas para reformar las Audiencias durante el siglo XVIII en su propio contexto (III), que no siempre coincide con el fabricado por la historiografía (IV); y terminaré, de vuelta al principio, con una breve consideración sobre las posibilidades y los límites del “reformismo borbónico” (V).
I
Sin duda, la consideración de los proyectos de reforma –cualesquiera que sean,
incluso aquéllos que podemos considerar programas de gobierno– puede y debe aportar
el contexto de las decisiones adoptadas, descubriendo en qué medida revelan un cambio
de las concepciones tradicionales (adjetivadas del modo que en cada caso corresponda:
políticas, jurídicas, económicas), pero buscar en ellos la política de la Corona exigiría
explicar cómo las ideas se metabolizaron en prácticas de gobierno. La pregunta clave es,
a este respecto, ¿cómo se gobierna?
En efecto, ya que la conexión entre las ideas proyectadas (fueran cuales fuesen)
y los cambios institucionales no es sin más evidente, cualquier intento de comprender el
reformismo borbónico exige por lo menos considerar cómo se pasó -llegado el caso- de
las primeras a las segundas. ¿Cómo se adoptaban las decisiones y a través de qué mecanismos se trataban de llevar a la práctica? Entendido así, eso que llamamos gobierno es
en las sociedades del Antiguo Régimen un proceso altamente aleatorio, porque posiblemente dependiera más de las circunstancias propias de la constitución tradicional de
la monarquía que de las ideas o de la voluntad de imponerlas. Entre tales circunstancias
merecen ahora una especial consideración las que rodean inmediatamente al rey (ii) y
aquéllas que condicionan la actuación de su aparato institucional, tanto en el centro (i)
como en los territorios americanos (iii). Lo haré en forma llana y muy breve, a partir de
otras tantas proposiciones que entiendo verdades sabidas.
(i) La complejidad del proceso de preparación y adopción de decisiones dificultaba entonces sobremanera la conversión de los planes o proyectos en disposiciones
normativas aptas, bajo la forma que fuese, para su aplicación. Sin necesidad de tomar en
consideración otras instancias que con sus informes y representaciones eran asimismo
relevantes (como los virreyes), recuérdese que el laberíntico entramado del aparato central de la Monarquía dificultaba a priori la unidad de criterio de su política, la política
4
de la Corona8. Basta conjugar los tres elementos principales: el Secretario de Estado y
del Despacho; el Consejo de Indias, que fue revitalizado en tiempos de Carlos III, pero
ocupó siempre un espacio propio tan decisivo como la administración de la justicia (que
no hace falta decir incidía directamente en el gobierno de aquellos territorios); y las
Juntas, formadas con uno u otro motivo, que fueron muy numerosas y tuvieron en ocasiones un papel importante9. El delicado juego de equilibrios y las constantes interferencias mutuas es bien conocido, pero no siempre se toma en cuenta al efecto de que se
trata: parece muy aventurado suponer, en cualquier caso, que en estas condiciones toda
la política indiana pudiese estar dominada –como a veces se dice– por un solo hombre
(aunque éste fuese el todopoderoso Gálvez)10. A la vista de las circunstancias, se trataría
más bien de una obra colectiva, fruto como tal de la integración y el compromiso, la
negociación y el pacto entre posiciones diferentes; no fue, en suma, cortada de una pieza
y por esto no es raro que a menudo se nos aparezca incoherente.
(ii) El carácter contradictorio que a veces parece tener la política regia aconseja
no subestimar la importancia de los factores que pueden influir sobre la voluntad del
rey: no hace falta insistir en el peso literalmente decisivo que la propia conciencia puede
llegar a tener en sociedades no secularizadas, pero tampoco cabe minusvalorar la importancia de la Corte, si por tal entendemos al conjunto de personajes -políticos, en sentido
lato- que rodean inmediatamente al monarca e influyen en sus decisiones11. Que haya
una sola instancia decisoria suprema (valga el pleonasmo) no es a priori garantía de
coherencia política: en rigor, por momentos no hay una sino varias políticas igualmente
regias, porque dependen por igual de su voluntad, que de este modo se nos aparece literalmente fragmentada. Basta para mi propósito ahora con proponer una cautela: en las
condiciones señaladas, la política regia no debe presuponerse coherente, sino más bien
gravamente amenazada de contradicciones (las que cualquiera puede apreciar en el conjunto de disposiciones abiertamente incompatibles de un mismo rey). Y es que, probablemente, a diferencia de lo que parecen creer algunos historiadores hoy, nadie pensó
8
Para este argumento resulta fundamental, como es sabido, la obra de J. A. ESCUDERO, Los orígenes
del Consejo de Ministros en España. La Junta Suprema de Estado, 2 vols. (Madrid, 1979).
9 Además de la obra de G. BERNARD, Le Secrétariat d’État et le Conseil espagnol des Indes (17001808) (Genéve, 1972), véase M. A. BURKHOLDER, “The Council of the Indies in the Late Eighteenth
Century: A New Perspective”, en Hispanic American Historical Review (=HAHR), 56:3 (1976), pp. 404423, para su renovada importancia, especialmente a partir de 1773. Para las Juntas, y especialmente sobre
la Suprema de Estado con relación a América, J. A. BARBIER, “The Culmination of the Bourbon Reforms, 1787-1792”, en HAHR, 57:1 (1977), pp. 51-68.
10
Algo debe de significar que el mejor modo de coordinar institucionalmente la acción de gobierno fuese
la acumulación personal de oficios: como es sabido, Gálvez, además de Secretario, fue nombrado en 1776
presidente del Consejo de Indias (BERNARD, Le Secrétariat, p. 53). Pero no es necesario recordar que
éste adoptaba sus decisiones por mayoría y, por consiguiente, no cabe identificar sus acuerdos con la
opinión de alguno de sus miembros. La significación del Secretario en la política americana ha estado
marcada por la obra de H. I. PRIESTLEY, José de Gálvez, Visitor-General of New Spain (1765-1771)
(Berkeley, 1916, repr. Philadelphia, 1980). Para situar mejor su figura (y la de su historiador) debe acudirse a L. K. SALVUCCI, “Costumbres viejas, hombres nuevos: José de Gálvez y la burocracia fiscal
novohispana (1754-1800)”, en Historia Mexicana (=HM), 33:2 (1983), pp. 224-264.
Me parece muy ilustrativo para esto el trabajo de A. J. KUETHE y L. BLAISDELL, “French Influence
and the Origins of the Bourbon Colonial Reorganization”, en HAHR, 71:3 (1991), pp. 579-607, que además destaca el papel de Esquilache y sitúa en sus justos términos la significación de Gálvez (esp. 595596).
11
5
nunca en que se cumpliesen todas por completo.
(iii) Está claro que no puede suponerse sin más que las disposiciones regias determinasen la actuación del aparato institucional indiano, provisto como estaba de múltiples recursos para obedecerlas y no cumplirlas (y no me refiero sólo al de este nombre,
sino a todos cuantos medios servían en el universo conceptual del ius commune para
atemperar el rigor del derecho). El problema de las relaciones entre creación y cumplimiento del derecho característico de las sociedades del Antiguo Régimen, debió tener
allí una importancia capital, como desde un punto de vista sociológico suelen destacar
quienes tratan de la corrupción burocrática en Indias12. La delimitación tajante entre la
una y el otro de ningún modo puede sostenerse: como es sabido, aunque no siempre se
tome en consideración, diversos mecanismos llevaban de facto a completar –si no a controlar– la creación del derecho en trámite de cumplimiento y, lo que es más, a menudo
aquélla consistía simplemente en establecer un cauce para la adopción de decisiones por
parte de las autoridades periféricas (que obviamente debían de actuar con un elevado
grado de autonomía)13. No es sorprendente, por tanto, que con frecuencia los efectos de
la política regia escapasen de antemano a la decisión de la Corona y constitutivamente
variaban de un distrito a otro. Para conocer no ya el alcance sino el contenido mismo de
las reformas es imprescindible, por ello, estudiar el funcionamiento y la actuación del
aparato institucional indiano.
Me importa mucho subrayar, dados el contenido de estas páginas y la tendencia
contraria que por lo común observa la historiografía de las Audiencias, que esta consideración no debe llevar a despreciar por inútil el material jurídico, incluidas desde luego
las disposiciones reales. Al contrario, tengo para mí que el análisis del discurso jurídico
(normativo y jurisprudencial) es el único modo de descubrir y comprender los criterios
que gobernaron la justicia, esto es, las concepciones que inspiraron la construcción y las
pautas que rigieron el funcionamiento del aparato judicial a todo lo largo del Antiguo
Régimen.
II
¿De qué hablamos cuando hablamos de la administración de la justicia? Como
poco nos referimos a una cierta idea de la justicia y sus condiciones de realización, temas favoritos de la Escolástica, que adquirieron en nuestra Edad Moderna un espectacular desarrollo en la tratadística de iustitia et iure, sede a la sazón de una muy elaborada
teoría de la justicia. Sin duda, su consideración sería de una importancia capital para la
Véase ahora, simplemente, el pionero ensayo de J. L. PHELAN, “Authority and Flexibility in the Spanish Imperial Bureaucracy”, en Administrative Sciences Quaterly, 5 (1960), pp. 47-65; y la revisión que
últimamente ha llevado a cabo H. PIETSCHMANN, “Corrupción en las Indias españolas: revisión de un
debate en la historiografía sobre Hispanoamérica colonial”, en M. González Jiménez et al., Instituciones y
corrupción en la historia (Valladolid, 1998), pp. 31-52.
12
Para el argumento, remito a mi “El Corregidor en Cataluña. (Una lectura de la obra de Josep M. Gay
Escoda)”, en Initium. Revista Catalana d’Història del Dret (=Initium), 3 (1998), pp. 531-583, esp. 558559 y 575-577. V. LLOMBART, “La política económica de Carlos III. ¿Fiscalismo, cosmética o estímulo
al crecimiento?, en Revista de Historia Económica, XII:1 (1994), pp. 11-39, aporta algunas indicaciones
interesantes.
13
6
comprensión del aparato judicial castellano (que es tanto como decir indiano) de los
siglos modernos14. Sin embargo, no es éste mi propósito aquí. Como acabo de insinuar,
me refiero ahora, mucho más simplemente, al conjunto de ideas y creencias acerca de la
justicia y su realización que inspiran y explican la articulación del aparato institucional
de la Monarquía, tal como asoman en sus disposiciones y pueden entreverse en las obras
de los juristas, aunque no siempre se hallen argumentativamente explicitadas. A los solos efectos que aquí interesan, parece claro que su primera formulación jurídica fue debida a los canonistas, seguramente vinculada a la necesidad de sustituir el mágico proceso altomedieval por un ordo iudiciario más adecuado a los apremios del tiempo histórico15. Como es sabido, la obra de los pontífices y canonistas del Doscientos fue decisiva en este terreno, y como tal sería asumida tanto por los reyes como por el conjunto de
la doctrina jurídica bajomedieval y moderna a la hora de configurar el oficio de juez y el
carácter del juicio16: la justicia judicial, en suma17.
A fin de cuentas -volvamos al principio-, el aparato judicial no era más que una
traducción institucional de las concepciones acerca de la justicia y su realización, en
buena medida compartidas por el pensamiento católico bajomedieval y moderno, y
adoptadas como base o fundamento y meta de su quehacer por la doctrina política y
jurídica del ius commune. Como tal conjunto de ideas o creencias compartidas y no
siempre explicitadas, puede ser considerado el paradigma de la justicia, que a menudo
aflora en las leyes reales y en las obras doctrinales en forma de tópicos o lugares comunes de la argumentación, que ininterrumpidamente se asumen en el proceso de aprendizaje y son repetidos en el de creación a todo lo largo de los siglos que integran el llamado Antiguo Régimen.
Al conjunto que todas estas nociones forman, en efecto, le cuadra bien -creo yoel nombre de paradigma, que justamente en razón de su utilidad ha pasado a formar
parte del patrimonio común de la sociología del conocimiento18. Esta noción tiene, a
nuestros efectos, tres ventajas principales:
14
Cfr., para el argumento, B. CLAVERO, Antidora. Antropología católica de la economía moderna
(Milano, 1991); así como el arranque de su “Beati dictum: derecho de linaje, economía de familia y cultura de orden”, en Anuario de Historia del Derecho Español, LXIII-LXIV (1993-1994), pp. 7-148; y la “La
monarquía, el derecho y la justicia”, en E. Martínez Ruiz y M. de Pazzis Pi, coords., Instituciones de la
España Moderna. 1. Las jurisdicciones (Madrid, 1996), pp. 15-38, especialmente en su tramo final.
15 Véase ahora, por todos, L. MAYALI, “Entre idéal de justice et faiblesse humaine: le juge prévaricateur
en droit savant”, en Justice et justiciables. Mélanges Henri Vidal (=Recueil de mémoires et travaux publié par la Société d’Histoire du Droit et des Institutions des anciens Pays de Droit écrit, fasc. XVI, Montpellier, 1994), pp. 91-103. Para un resumen actualizado del argumento es útil J. A. BRUNDAGE, Medieval Canon Law (London-New York, 1995), pp. 120-174.
Cfr. Ch. LEFÈBVRE, “Juges et savants en Europe (13e-16e s.). L’apport des juristes savants au développement de l’organisation judiciaire”, en Ephemerides Iuris Canonici, XXII (1966), pp. 76-202 y XXIII
(1967), pp. 9-61.
16
17
Tomo la expresión de J. CASTILLO DE BOVADILLA, Política para corregidores y señores de vassallos, en tiempo de paz, y de guerra (Amberes, 1704; ed. facs., con Estudio preliminar de B. González
Alonso: Madrid, 1978), lib. I, cap. II.
18
Cfr., para su aplicación al aparato institucional del Antiguo Régimen, A. M. HESPANHA, Vísperas de
Leviatán. Instituciones y poder político (Portugal, siglo XVII), trad. de F. J. Bouza Alvarez (Madrid,
1989).
7
a) En primer lugar, destaca la importancia que cabe al proceso de aprendizaje en
la reproducción del discurso sobre la justicia y su realización, algo que no puede cuadrar
mejor a una cultura eminentemente textual como la del ius commune, edificada sobre la
autoridad de unos textos cuasi-sagrados, que son leídos y entendidos conforme a la tradición.
b) Responde, además, a la forma como la teoría de la justicia aparece por lo común en las obras de los juristas modernos y se manifiesta incluso en las disposiciones
normativas, a saber, condensada en un conjunto de tópicos, a menudo ilustrados en
aquéllas con un torrente de ejemplos históricos, acerca de la justicia, el juez y su comportamiento, las obligaciones y prohibiciones que comporta su ejercicio,... que, lejos de
ser una impostación teórica, son como tales efectivamente operativos en el desarrollo de
una argumentación que busca la resolución de casos19.
No tengo oportunidad de entretenerme ahora a rebuscar y ordenar cuáles sean
esos tópicos, pero como algunos de ellos son, siquiera como trasfondo, particularmente
relevantes para el objeto de estas páginas bueno será que los mencione ahora, no sin
antes pedir la indulgencia del lector por la forma llana y apodíptica en que me veo obligado a hacerlo20: (i) la noción de justicia que resulta más operativa en el terreno judicial, base y fundamento de la elaboración doctrinal durante siglos, se encuentra en el
arranque del Digesto, donde se la concibe como la constante y perpetua voluntad de dar
á cada uno lo que es suyo21, que es la justicia conmutativa de la Escolástica, también
llamada judicial por algunos juristas, la cual presupone la igualdad de las partes y su
realización exige, por lo tanto, que el juez esté libre de toda pasión (amor, odio, temor,
codicia), es decir, que actúe como persona pública, ajeno a las inclinaciones naturales de
las personas privadas, en su búsqueda de la verdad22; (ii) la verdad de la justicia se obtiene en cada caso por consenso, porque la variedad natural de las opiniones entre los
19
Para el argumento, vid. Th. VIEHWEG, Tópica y jurisprudencia (1963), trad. de L. Díez-Picazo, (Madrid, 1986); y, para lo que aquí importa, la obra fundamental de V. TAU ANZOÁTEGUI, Casusimo y
sistema. Indagación histórica sobre el espíritu del Derecho Indiano (Buenos Aires, 1992).
20
No hace falta decir que son fruto de mi lectura de la doctrina, las disposiciones regias y demás documentos judiciales, así que me parece ocioso citar ahora sus fuentes pormenorizadamente: las he considerado con detenimiento en mi trabajo inédito “La visita y el gobierno de la justicia en Indias (siglos XVIXVII)”. Por lo demás, y con carácter general, basta ahora con remitir a la Recopilación de Indias, Lib. 2,
tít. 16, especialmente; y a J. SOLÓRZANO PEREIRA, Política indiana, 5 vols. (ed. de 1776: Madrid,
1930), maxime, lib. V, caps. III y VIII-XI.
21 He querido citar el texto romano (D. 1,1,10,1) por las razones que se verán, por la obra de Manuel
Silvestre MARTÍNEZ, Librería de jueces, utilísima y universal para Abogados... , I (Madrid, 1791), cap.
I: I, 1, que seguidamente la adapta al Real Derecho Español en estos términos: “una virtud jurisdiccional
con que se gobierna el mundo, y se mantienen las cosas en el estado que prefine la ley, con la que el juez
debe dar lo que por su legítimo derecho á cada uno pertenece” (p. 1).
La distinción entre ambas personas fue nítidamente marcada por Santo Tomás de Aquino: “...iudicare
pertinet ad iudicem secundum quod fungitur publica potestate. Et ideo informari debet in iudicando non
secundum id quod ipse novit tanquam privata persona, sed secundum id quod sibi innotescit tanquam
personae publicae” (Summa Theologica, 2-2, q. 67, a. 3 (que manejo en la ed. de la Biblioteca de Autores
Cristianos, t. III, Madrid, 1963, pp. 434-435). Es muy interesante para esto el análisis de la obra primera
de Juan de MATIENZO, Dialogvs relatoris et advocati Pinciani senatus [...] (Pinciae, 1558), maxime
“Tertia pars” (ff. 42r-259r), que lleva a cabo J. VALLEJO, “Acerca del fruto del árbol de los jueces. Escenarios de la justicia en la cultura del ius commune”, en Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, 2 (1998), pp. 19-46.
22
8
hombres impide que pueda alcanzarse algo más que un resultado probabilista y determina, al cabo, que la justicia sea fruto de la concurrencia de opiniones o pareceres libres (i.
e., sin pasión) de los magistrados, que son quienes tienen autoridad pública para definirla (iurisdictio)23; (iii) todos ellos están obligados en conciencia, es decir, mediante juramento a administrar la justicia (a juzgar sin pasión), arriesgan al hacerlo la salvación
de su alma inmortal y, por supuesto, deben responder de la injusticia (redde rationem
villicationis tuae [Lucas, 16], decía el paso evangélico constantemente invocado para
este efecto), y deben hacerlo ante quien tiene, por razón de su oficio (es decir, de su función en la comunidad política), la responsabilidad de la justicia ante Dios. La garantía
última de la justicia está, por ello, en la conciencia del rey, que desempeña su oficio
organizando el gobierno de la justicia (es decir, instituyendo un aparato apto para la
administración de la justicia en su nombre) y desplegando una política judicial constantemente vigilante sobre sus ministros, atento siempre al clamor de sus súbditos y pronto
a desagraviarlos, tal como prescribe el pasaje bíblico descendam et videbo [Génesis,
18], que es el comúnmente utilizado para fundamentar esta actividad del rey, premiando
a los buenos y castigando a los malos en descargo de su conciencia. A fin de cuentas,
éstos son, como recordaba Felipe V, “los motivos, porque Dios pone en manos de los
monarcas las riendas del gobierno”24.
c) Por último, la noción de paradigma admite un grado nada desdeñable de discrepancia interna, posible justamente porque se comparten los supuestos ontológicos y
metodológicos principales, algo que, además de facilitar la controversia doctrinal (a la
sazón muy activa), permite el desarrollo de políticas y la construcción de aparatos judiciales diversos: dentro del mismo paradigma de la justicia caben distintos modelos judiciales, o sea, distintas articulaciones institucionales para la realización de la justicia que
no por compartir unos mismos supuestos últimos resultan ser sin más intercambiables.
No es éste el caso de las Indias, cuyo aparato judicial fue construido al modo
castellano, lo que es tanto como decir –si estoy en lo cierto– conforme a los criterios
sentados por los Reyes Católicos y revalidados por los Austrias para la administración
SOLÓRZANO, Política, lib. V, cap. VIII, nº 42: “al [magistrado] que vota no le toca mirar lo que ha
de salir resuelto por la mayor parte, sino lo que él, en Dios, en su conciencia y prudencia debe votar y
aconsejar, informado de buena y desapasionada razón su dictamen” (p. 131). Argumento que desarrolla
en su “Papel político, con lugares de buenas letras, sobre la variedad de los dictamenes de los hombres,
asi en el juzgar, como en el discurrir, a cerca de cualquier cosa”, en Obras varias posthumas del doctor...
(Madrid, 1766), pp. 201-208.
23
Que particularizaba así: “la conservacion de nuestra Santa Religion en su acendrada pureza, y aumento,
y el bien y alivio de mis vasallos, la recta administracion de la justicia, la estirpacion de los vicios, y exáltacion de las virtudes”, en el RD 10.II.1715, para prevenir al Consejo de Indias, “atendiendo por lo consiguiente la seguridad de mi conciencia, que es inseparable de esto”, que “replique a mis resoluciones,
siempre que juzgare (por no haberlas yo tomado con entero conocimiento) contravienen a cualquiera cosa
que sea, protestando delante de Dios, no ser mi animo emplear la autoridad que ha sido servido depositar
en mi, sino para el fin que me la ha concedido, y que yo descargo delante de su divina Magestad sobre
mis ministros” (apud J. J. MATRAYA Y RICCI, Catálogo cronológico de Pragmáticas, Cédulas, Decretos, Ordenes y Resoluciones Reales generales emanados después de la Recopilación de las Leyes de Indias (1819). Adv. prelim. de J. M. Mariluz Urquijo, Buenos Aires, 1978, nº 397). Véase también, p. ej., la
RC 31.I.1726, publicada por E. RUIZ GUIÑAZÚ, La magistratura indiana (Buenos Aires, 1916), pp.
357-358.
24
9
de la justicia en los términos señalados25. ¿Cuáles fueron, entonces, los criterios que
presidieron el gobierno de la justicia en las Indias?
Aquéllos apropiados a un mundo que, tras la Revolución y por contraste, llamamos de incerteza jurídica. La idea central, sobre la que se asienta todo el aparato judicial, es la confianza de los pleiteantes en la justicia oficial, que hace de la imagen o apariencia de imparcialidad un requisito esencial de su funcionamiento. Como la incerteza
desaconsejaba la motivación de las sentencias y, en consecuencia, la justicia no aparecía
objetivada en el fallo, sino que permanecía encerrada en la conciencia del juzgador, la
única garantía de justicia posible era una garantía moral, por completo dependiente del
comportamiento justo exteriorizado por el juez.
Esto explica las características más sobresalientes del aparato de justicia, que
son dos: a) la estricta disciplina de la imparcialidad y el consenso determinantes de la
decisión, que se articula mediante la llamativa ajenidad social de los magistrados y el
riguroso secreto de los motivos de la decisión, que principalmente debe servir para ocultar cualquier discrepancia, creando ante todos una apariencia de unanimidad; b) la extraordinaria importancia que adquiere el consenso en la definición de la justicia, esto es,
la libre concurrencia del número de jueces legalmente prefijado en una misma solución,
que se alcanza tanto mediante la acumulación de instancias, como por la coincidencia de
los jueces de un mismo tribunal en las de carácter supremo. La justicia es, al cabo, una
cuestión de cantidad: tanta justicia tiene la parte como votos recibe su causa.
Muy apretadamente resumido, éste es el contenido esencial de las Ordenanzas de
los tribunales en cuanto disciplinan la conducta de sus jueces, y no por casualidad al
mismo cabe reconducir también el grueso de las causae recusationes (que tienen por
objeto garantizar la imparcialidad y no son más que una traducción jurídica del tejido de
relaciones sociales dominante)26. Cada cual a su modo, unas y otras sirven al fin de
construir en la práctica la figura del juez perfecto: aquéllas mediante la disciplina de la
persona pública del juez y éstas como garantía frente a su persona privada.
En suma: si y solo si los jueces se comportan de modo imparcial, votan libremente (en conciencia) y mantienen en secreto sus motivos, las sentencias aparecerán
como imparciales ante la opinión de las gentes. En esto consiste, ni más ni menos, la
buena (o exacta) administración de la justicia.
Una justicia, así pues, de hombres, y no de “leyes”, porque concentraba la garantía en la persona y no en la decisión de los jueces: como, al fin y al cabo, la justicia no
25
Remito para todo esto a C. GARRIGA, La Audiencia y las Chancillerías castellanas (1375-1525).
Historia política, régimen jurídico y práctica institucional (Madrid, 1994); y también C. GARRIGA-M.
LORENTE, “El juez y la ley: la motivación de las sentencias (Castilla, 1489-España, 1855)”, en Anuario
de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid, 1 (1997), pp. 97-142, esp. 101-114.
26 Para su consideración en las Indias es fundamental F. CARRASCO DEL SAZ, “Tractatus de recusationibus”, en su Interpretatio ad aliqvas leges recopilationes regni Castellae; explicataeque quaestiones
plures, ante non ita discussae, in praxi frequentes iudicibus quibuscunque nec non causidicis, & in scholis vtiles, etiam Theologiae Sacrae professoribus, & confesoriis (Hispali, 1620), cap. IX, ff. 111r-150v.
Cfr. C. GARRIGA, “La recusación judicial: del Derecho indiano al Derecho mexicano”, en La supervivencia del derecho español en Hispanoamérica durante la época independiente (México, 1998), pp. 203239. Las Ordenanzas aludidas han sido publicadas por J. SÁNCHEZ-ARCILLA BERNAL, Las Ordenanzas de las Audiencias de Indias (1511-1821) (Madrid, 1992).
10
es el resultado de las segundas sino que depende de los primeros, no es preciso garantizar la aplicación de las “leyes” sino el comportamiento de los jueces. Todavía en 1785
Escobedo cifraba toda su experiencia como visitador de la Audiencia de Lima encareciendo mucho la cuidadosa selección de los jueces, porque la observancia de las leyes y
la recta administración de la justicia, argumentaba, “penden siempre del carácter y virtudes de los sujetos que componen los tribunales”27. La más rotunda expresión de estas
concepciones se encuentra, sin duda, en la tratadística de iudice perfecto, tan característica de los siglos modernos, que todavía en el XVIII conservaba todo su vigor, si bien es
verdad que por lo más acomodada ahora en las estancias más bajas –pero quizá también
más eficaces– del edificio doctrinal, las dedicadas a la práctica. Allí la encontramos, por
poner un buen ejemplo, en la exitosa Librería de jueces de Manuel Silvestre Martínez
(una de esas obras dirigidas a gentes sin biblioteca, concebidas y escritas para enseñar
todo lo que se considera necesario para el desempeño de la judicatura), cuya biografía le
acredita como buen conocedor de la realidad judicial indiana. Allí encierra en treinta
reglas, que principalmente derivan del temor de Dios, “quanto conduce á la integridad
de un Alcalde perfecto”28. Este era todavía, como siempre fue, el ideal de juez, el mismo
que declaradamente pretendían trasladar a la realidad cotidiana las disposiciones regias,
esculpiendo su figura a golpe de obligaciones y prohibiciones, es decir, confiriendo al
deber ser jurídico que alienta en el paradigma de la justicia una precisa vestidura reglamentaria.
No debe tomarse esa expresión –ideal de juez– a la ligera, y no sólo porque inspirase durante siglos la política judicial de la monarquía, cifrada en la expresión “buena
administración de justicia”. Es verdad que su plena realización hubiese hecho de los
magistrados algo así como “guardianes platónicos”29, y esto era imposible en una sociedad articulada mediante vínculos familiares y otras solidaridades colectivas, pero también es cierto que precisamente por eso resultaba entonces necesario. De ahí la tensión
que atraviesa permanentemente el universo de la justicia: las inclinaciones de la persona
privada frente a las obligaciones de la persona pública que concurren en todo juez, como sublimación de la lucha que libran la virtud y las pasiones en el interior de cada
juez30. No por nada la conciencia, que es el escenario de este enfrentamiento, quedaba
desde un principio pretendidamente blindada mediante el juramento que prestaban como
Informe general sobre la visita, 20.X.1785, apud R. ESCOBEDO MANSILLA, “La visita general
durante el reinado de Carlos III. Estudio comparativo”, en Revista Chilena de Historia del Derecho, 11
(1985), pp. 315-327, esp. 323.
28
Manuel Silvestre MARTÍNEZ, Librería de jueces, utilísima y universal para Abogados..., t. III (Madrid, 1791), cap. I.; para las ediciones, vid. A. GARCÍA GALLO, Metodología de la historia del Derecho
indiano (Santiago de Chile, 1970), p. 88. Había sido fiscal de Santa Fe, y en el momento de la publicación
era oidor subdelegado de la Audiencia de Guadalajara.
29
La expresión es de John L. PHELAN, The Kingdom of Quito in the Seventeenth century. Bureaucratic
Politics in the Spanish Empire (London, 1967), p. 153-176.
27
Sirva de ejemplo, entre otros muchos, el comentario de LEBRÓN a RI 2.16.55-56: “Están derogadas
por la costumbre, porque muchos Señores las tienen; si es por Cédula particular no se sabe: como tampoco alcanzo si valdrá esta costumbre contra la ley, contra las Cédulas que mandan se observen las Leyes y
contra el juramento que dan de guardarlas. Si algún Sr. Ministro tuviere escrúpulo, estudiará el punto;...”.
Apud C. GARCIA GALLO, “José Lebrón y Cuervo. Notas a la Recopìlación de Leyes de Indias. Estudio,
edición e índices”, en Anuario de Historia del Derecho Español, XL (1970), pp. 349-537, esp. 422.
30
11
requisito para acceder al oficio, con el resultado de hacer de su ejercicio una interminable sucesión de dilemas morales31. Esta tensión personal, que obviamente es la determinante, trasladada al plano institucional convertía a los magistrados al mismo tiempo en
medios o instrumentos y obstáculos de la política regia32, con la consecuencia de reduplicar la importancia de la recusación, elevar al primer plano la responsabilidad y obligar a mantener una política judicial constantemente vigilante33.
III
Los criterios rectores del gobierno de la justicia se mantuvieron prácticamente
invariados, pero no así la política judicial de la monarquía, que experimentó no pocas
alteraciones y, en consecuencia, atravesó diferentes coyunturas. Está bien claro que fue
particularmente adversa desde mediados del siglo XVII hasta la mitad del XVIII, período durante el cual se generalizó, so capa de beneficio, la venta de oficios públicos con
jurisdicción en las Indias hasta en sus grados más altos, por lo común acompañada de
licencias para quebrantar el riguroso “aislamiento” prescrito por las disposiciones regias. Es cosa bien sabida34. Lo único que aquí y ahora me importa destacar es que en
ningún momento supuso esto una cancelación del modelo judicial o una expresa abdicación de sus principios. Al mismo tiempo que las exigencias de la Hacienda determinan
la venta de oficios, por la vía de justicia sigue fluyendo hacia las Indias, canalizada por
el Consejo, el caudal de disposiciones que reafirman sus elementos capitales (evitando
así, dicho sea de paso, que caigan en desuso), es de suponer que a menudo en respuesta
al torrente de peticiones que desde allí se encaminan al rey como instancia suprema35.
31
Cfr., para lo primero, P. PRODI, Il sacramento del potere. Il giuramento politico nella storia costituzionale dell’Occidente (Bologna, 1992), esp. cap. V; argumento aplicado a las Indias por F. ESPOSITO,
“Encomienda, giuramento e strategie di controllo: il disciplinamento del funzionario nel Nuovo Mondo
(secolo XVI)”, en N. Pirillo, a cura di, Il vincolo del giuramento e il tribunale de la coscienza (Bologna,
1997), pp. 213-241.
32
Para el argumento, vid. HESPANHA, Vísperas de Leviatán, pp. 26-27, 132, 229, 414-435.
Cfr. C. GARRIGA, “La expansión de la visita castellana a Indias: presupuestos, alcance y significado”,
en XI Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano, III (Buenos Aires, 1997), pp.
51-79.
34
Sobre la cronología (1706-1711, 1740-1750), circunstancias y modalidades de venta, véase M. A.
BURKHOLDER y D. S. CHANDLER, “Creole Appointments and the Sale of Audiencia Positions in the
Spanish Empire under the Early Bourbons, 1701-1750”, en Journal of Latin American Studies, 4 (1972),
pp. 187-206); así como su exhaustivo estudio De la impotencia a la autoridad. La Corona española y las
Audiencias en América, 1687-1808 (1977. Trad. de R. Gómez Ciriza, México, 1984; en adelante, citado
BURKHOLDER-CHANDLER), pp. 33-118 (y los cuadros correspondientes); a completar con su Biographical Dictionary of Audiencia Ministers in the Americas, 1687-1821 (Wesport-Connecticut, 1982).
Y, con carácter general, L. NAVARRO GARCÍA, “Los oficios vendibles en Nueva España durante la
Guerra de Sucesión”, en Anuario de Estudios Americanos (en adelante AEA), XXXII (1975), pp. 133154; F. MURO ROMERO, “El beneficio de oficios públicos con jurisdicción en Indias. Notas sobre sus
orígenes”, en V Congreso del Instituto Internacional de Historia del derecho Indiano (=Anuario Histórico-Jurídico Ecuatoriano, V) (Quito, 1980), pp. 311-359; H. PIETSCHMANN, “Burocracia y corrupción
en Hispanoamérica colonial. Una aproximación tentativa”, en Nova Americana 5 (1982), pp. 11-37.
33
35
Tal como Felipe V advierte a sus magistrados de Indias por la RC 31.I.1726, cualquier vasallo agraviado tenía “el arbitrio de recurrir a mi directamente, por medio del... mi secretario de estado y del despacho,
a fin de que enterado yo de su instancia (si fuera cierta) pueda tomar las mas justas providencias”
(MATRAYA, nº 515; RUIZ GUIÑAZÚ, La magistratura, pp. 357-358, por donde cito). Por lo demás,
basta para mi propósito con remitir genéricamente a las disposiciones relativas a las Audiencias que citan
12
Que aquella política era contradictoria con este modelo, lo sabían todos bien36, así que
era simplemente una cuestión de prioridades, de la cual sólo nos importa destacar su
sentido último: comoquiera que una y otra decisiones son imputables al rey, que es
quien tiene ante Dios la responsabilidad de mantener a sus reinos en paz y en justicia, es
claro que juntas revelan (no un cambio de orientación política, sino) una fragmentación
de la voluntad real37. Por elemental (o exótico) que pueda parecer, esta constatación es,
a mi juicio, imprescindible para comprender la dinámica institucional del Setecientos (y
además explica el mantenimiento intacto del modelo de justicia indiano).
Los efectos de esta contradicción se dejaron sentir muy pronto y fueron además
reduplicados por el notable desarrollo que entonces experimentaron las élites locales, en
el contexto de lo que se ha dado en llamar la construcción del Estado criollo38. Como
resultado de este proceso, en efecto, la sociedad criolla ingresó en las Audiencias, bien
directamente, en calidad de magistrados, o bien indirectamente, a través del matrimonio,
las relaciones económicas o simplemente los vínculos clientelares que la estancia prolongada de éstos conllevaba inevitablemente39. Los datos al respecto son concluyentes y
o recogen: LEBRÓN, en sus comentarios ya citados; M. J. de AYALA, Diccionario de Gobierno y Legislación de Indias (ed. de M. del Vas Mingo), 15 vols. (Madrid, 1988-96); íd., Notas a la recopilación de
Indias. Origen e historia ilustrada de las leyes de Indias Ed. de J. Manzano (Madrid, 1946); C. GARCÍA
GALLO, Las notas a la Recopilación de Leyes de Indias, de Salas, Martínez de Rozas y Boix (Madrid,
1979). Así como MATRAYA, sub ind.; y E. BENTURA BELEÑA, Recopilación sumaria de todos los
autos acordados de la Real Audiencia y sala del crimen de esta Nueva España, y providencias de su
superior gobierno; de varias Reales Cédulas y Ordenes que despues de publicada la Recopilacion de
Indias han podido recogerse, asi de las dirigidas á la misma Audiencia ó Gobierno, como de algunas
otras que por sus notables decisiones convendrá no ignorar (México, 1787), de la que interesa ahora la
parte debida al propio Bentura, con paginación independiente (I, pp. 1-373), y las copias a la letra que
publica en el t. II. Véanse también las abundantes noticias que aporta J. M. OTS CAPDEQUÍ, Nuevos
Aspectos del Siglo XVIII Español en América (Bogotá, 1946), pp. 42-87; y Instituciones de Gobierno del
Nuevo Reino de Granada Durante el Siglo XVIII (Bogotá, 1950), pp. 63-143.
36
Como sin apenas eufemismo reconoció Felipe V en su RD 10.II.1715, ya cit. (n. 24), y el Consejo no
dejó de advertir, con gran alarma, como celador de la conciencia principesca: así, p. ej., “Consulta del
Consejo de Indias sobre los inconvenientes que resultan en beneficiar los oficios en Indias, y especialmente los puestos de justicia y gobierno” (Madrid, 9.XI.1693), apud R. KONETZKE, Colección de Documentos para la Historia de la Formación Social de Hispanoamérica, 1493-1810, 3 vols. (Madrid,
1962; en adelante, citado KONETZKE), III-1: 18, pp. 34-39; y la consulta de 1737 que resumen
BURKHOLDER-CHANDLER, Creole Appointments, pp. 194-198.
37
Así, tras vender cargos de justicia a naturales hasta 1711, Felipe V ordenó a su virrey del Perú, mediante la RC 27.IV.1720, que reprendiese a los magistrados de las Audiencias que “proceden en los negocios
en que intervienen con demasiada pasion, dexandose imprudentemente llevar de las adherencias de parentescos, que por si, o por sus mujeres tienen, empeñandose por estos motivos y otros fines particulares con
demasiada vehemencia, en la proteccion de los intereses de sus parientes y dependientes” (MATRAYA,
nº 458; RUIZ GUIÑAZÚ, La magistratura, pp. 121-122, por donde cito). Para el argumento planteado en
el texto, permítaseme remitir a mi trabajo El corregidor en Cataluña, pp. 576-577.
38
39
La expresión es de LYNCH, El reformismo, pp. 44-45.
Además de los trabajos de BURKHOLDER-CHANDLER citados en la nota 34, pueden verse para
todo esto, entre otros: L. G. CAMPBELL, “A Colonial Establishment: Creole Domination of the Audiencia of Lima During the Late Eighteenth Century”, en HAHR, 52:1 (1972), pp. 1-25; M. A.
BURKHOLDER, “From Creole to Peninsular: The Transformation of the Audiencia of Lima”, en HAHR,
52:3 (1972), pp. 395-414; G. LOHMANN VILLENA, Los ministros de la Audiencia de Lima en el reinado de los Borbones (1700-1821). Esquema de estudio sobre un núcleo dirigente (Sevilla, 1974), pp. xlviilxxii; T. HERZOG, La administración como fenómeno social: la justicia penal de la ciudad de Quito
(1650-1750) (Madrid, 1995), pp. 54-58. Aunque relativos a la administración financiera, interesa consultar también, por su planteamiento general, K. J. ANDRIEN, “The Sale of Fiscal Offices and the Decline
13
demuestran que tan notable desvirtuación de la política judicial de la monarquía propició que los intereses locales se instalasen en los tribunales y no es de extrañar que a menudo predominaran sobre la justicia. Areche escribió en 1778, resumiendo su experiencia como visitador de la Audiencia de Lima:
“...aquellos Tribunales y Ministros, que situados en las regiones más remotas y apartadas ven con igual distancia el premio y el castigo: se van insensiblemente olvidando de
aquellos modelos de pureza é integridad [...] subrrogando en lugar de estas justas ideas
las que les va sujiriendo el Universal, continuo, y pernicioso mal exemplo, hijo de la
opulencia, y de las costumbres de los Países en que viven, suelen venir a desamparar sus
más sagradas obligaciones para prestarse á unas máximas propias sólo del interés particular de un Hombre privado, pero agenas y extrañas de las Virtudes Políticas y Morales
que deben adornar a un Ministro público...”40.
Como estas palabras nos recuerdan, la administración de la justicia se movía
entonces en un equilibrio muy frágil. Ya dije que, en puridad, tal como lo perciben los
pleiteantes, la justicia resulta del comportamiento imparcial, que a su vez exige la ajenidad social del magistrado; y, por esto mismo, el quebrantamiento de las reglas que la
imponen causa una apariencia de injusticia bien difícil de disipar. El cabildo secular de
Lima, que a finales del siglo XVIII se destacó, como luego veremos, por reivindicar un
cambio de la política judicial en favor de los criollos, denunciaba en 1699: los magistrados “se hallan muy emparentados con todas las más familias de este Reino, de calidad
que pasan de más de seiscientas personas los parientes en grados conocidos de afinidad
y consanguinidad, fuera de otros más remotos a quienes favorecen conforme los afectos
y dependencias”41. Los mismos juristas, que siempre fueron muy diligentes a la hora de
realzar su posición, habían construido una doctrina para blindarse frente a posibles ataques de los pleiteantes agraviados, que alguna vez he llamado el tópico del “odio al
juez” y que implica de suyo una presunción de rectitud en favor de los magistrados ante
cualesquiera denuncias, nisi magna multitudo conveniat42. Esta última – el vniversal
of Royal Authority in the Viceroyalty of Peru, 1633-1700”, en HAHR, 62:1 (1982), pp. 49-71; íd., “Corruption, Inefficiency and Imperial Decline in the Seventeenth-Century Viceroyalty of Peru”, en The
Americas, 41 (1984), pp. 1-19.
40
Representación de Areche al rey: Lima, 20.II.1778 (apud S. FERNÁNDEZ ALONSO, Presencia de
Jaén en América: la Visita General de Jorge de Escobedo y Alarcón al Virreinato del Perú en el siglo
XVIII (1782-1788), Jaén, 1991, p. 253, n. 43).
Carta del cabildo secular de Lima a SM, 27.I.1699, cit. por J. de la PUENTE BRUNKE, “Sociedad y
administración de justicia: los ministros de la Audiencia de Lima (siglo XVII)”, en XI Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano, III (Buenos Aires, 1997), pp. 335-349, esp. 346.
Según escribía Amat, virrey del Perú, al rey (Lima, 13.I.1762), los oidores estaban “por la maior parte
abandonados al capricho, y a sus propios yntereses, (...) innodados de tales relaciones, assi de parientes
como de intereses, comercios, y correspondencias que aunque quisieran variar de conducta les es poco
menos que imposible desentenderse de las contraiciones con que estan afectos assi en esta Ciudad, como
en las mas de la Jurisdiccion de esta Audiencia...”. “El virrey Amat da cuenta al rey de los defectos y
vicios de organización del virreinato del Perú.– 1762”, en Revista de la Biblioteca Nacional, VII (Buenos
Aires, 1942), pp. 345-350, esp. 347-348.
41
En palabras de Santo Tomás, a quien se debe su formulación más nítida: “...homines qui habent de aliis
iudicare, saepe, propter iustitiam, multos adversarios habent. Unde non est passim credendum testibus
contra eos, nisi magna multitudo conveniat” (Summa Theologiae, 2-2, q. 70, a. 2: III, p. 449). Acogido
42
14
clamor del Pueblo, al que se refería el virrey Amat en 1762– era la situación que se vivía entonces. Sería muy fácil amontonar textos que denuncian, a veces de forma brutal,
la situación que atravesó el aparato judicial en el siglo que corre entre 1650 y 175043.
Hay muchos, pero no sé si adelantaríamos gran cosa: resulta muy difícil cuantificar la
satisfacción o medir el descontento de sociedades complejas. También los hubo antes y
los seguiría habiendo después, aunque al menos aparentemente no tantos, ni tan descarnados44. Para explicar el giro de la política judicial de la monarquía basta con recordar
que en las condiciones denunciadas la buena administración de la justicia era, sin más,
inalcanzable45.
Hasta donde llegan mis noticias, nadie planteó cambios significativos en la configuración de la administración de la justicia y, desde luego, las opiniones expresadas
por quienes podían hacer oír su voz en las instancias decisorias no denotan ninguna
concepción novedosa al respecto. El género de los escritos, el proyectismo, tampoco
daba para mucho más: en cualquier caso, resulta significativo que, fueran quienes fuesen, todos entendían que la solución a los problemas denunciados pertenecía al ámbito
del cumplimiento –y no al de la creación– del derecho. Un texto tan característico del
pensamiento reformista como el Nuevo sistema de gobierno económico de Campillo no
deja lugar a dudas: para el arreglo del Gobierno Político “no se necesita mas que reducir
las cosas a su primitivo instituto en los mas de los puntos, quitando los abusos, que ha
introducido el tiempo; y proporcionando nuestro sistema al estado presente de las cosas,
según el tiempo en que vivimos”46. Las leyes son perfectas, luego basta con que sean
entre nosotros en Partidas 7.1.11, fue sin duda uno de los argumentos más difundidos y fructíferos en
materia de responsabilidad judicial: véanse, p. ej., SOLÓRZANO, Política, lib. V, cap. X, nº 18 (II, p.
165); J. B. LARREA, Novarum Decisionum Granatensium. Pars secunda (Lugduni, 1658), dec. XCVIII,
núms. 23-27 (pp. 223-224).
43 Los principales fueron reunidos y resumidos por R. EZQUERRA, “La crítica española de la situación
de América en el siglo XVIII”, en RI, 87-88 (1962), pp. 160-287.
44
Para lo primero, basta ahora con remitir a H. VILLARROEL, Enfermedades políticas que padece la
capital de esta Nueva España, en casi todos los cuerpos de que se compone y remedios que se le deben
aplicar para su curación si se requiere que sea útil al rey y al público. Estudio introductorio de B. Ruiz
Gaytán (México, 1994), pp. 91-92 (y, en general, toda su segunda parte), escrito en plena fase reformista
(c. 1785). Buen ejemplo de eso último son F. de SEIJAS LOBERA, Gobierno político y militar del reino
imperial de la Nueva España (1702). Estudio, transcripción y notas de P. E. Pérez-Mallaína Bueno (México, 1986); y el siempre socorrido informe de J. JUAN y A. ULLOA, Noticias Secretas de América. Ed.
facs. de la llevada a cabo por D. Barry en Londres, 1826 (Madrid, 1992).
45
Sin embargo, en el Informe general que en virtud de real órden instruyó y entregó el excelentísimo
señor Marqués de Sonora siendo visitador general de este Reyno al excelentísimo señor virrey Frey Don
Antonio Bucarely y Ursua con fecha 31 de diciembre de 1771 (México, 1867), Gálvez afirmaba: “Una de
las circunstancias que me puso en mayor cuidado para observar de cerca la conducta de los Ministros, fué
la de ver que los más son Naturales del Pays no obstante la expresa prohibición de las Leyes, pero en
honor de los mismos sugetos, y en obséquio de la verdad, debo asegurar á V.E. que no he visto verificarse
los incombenientes que me temía por los Parentescos y alianzas que tienen con las Familias principales de
ésta ciudad y otras del Reyno, pues en semejantes casos se separan voluntariamente de conocer y votar en
los negocios que interesan á sus Deudos, bien que, ofreciendose con frecuencia este reparo, sería lo contrario más útil al Público, y mas decoroso al Tribunal y á los Magistrados que le componen” (p. 10). Un
magnífico ejemplo del contraste entre magistrados arraigados y ajenos al distrito puede verse en B.
LAVALLÉ, Le Marquis et le Marchand. Les luttes de pouvoir au Cuzco (1700-1730) (Paris, 1987).
46
José del CAMPILLO Y COSSÍO, Nuevo sistema de gobierno económico para América: con los daños
y males que hoy tiene, de lo que participa copiosamente España: y remedios universales para que la
primera tenga considerables ventajas y la segunda mayores intereses. Ed., introducción y notas de Ma-
15
observadas. El problema se circunscribe, por tanto, a los medios para corregir los abusos que dificultan la recta administración de justicia, definida en los términos tradicionales. Siendo esto así, no había muchas dudas: quienes escriben sobre el particular localizan el problema en el arraigo de los magistrados, fuesen peninsulares o criollos, y por
ello a menudo se insiste –de acuerdo con la doctrina tradicional– en que éstos no puedan
servir en la ciudad o provincia de donde son naturales47; incluso en aquellas propuestas
que –ahora sí, de forma relativamente novedosa– propugnan instrumentar la política de
nombramientos al servicio de las tareas de construcción nacional, que algunos vislumbran ya como imperiosas48.
La más conocida se dio en el llamado Consejo extraordinario que se había formado –como Sala especial del de Castilla– tras la crisis de 1766, dos años después, con
ocasión de deliberar sobre las providencias convenientes a sosegar el descontento que la
expulsión de los jesuitas había causado en México49. Los fiscales del Consejo, Campomanes y Moñino, creían que para prevenir el espíritu de independencia y aristocracia
que percibían se hacía preciso adoptar medidas que fomentasen el amor a la matriz que
es España, formando de este modo un cuerpo unido de Nación. En su concepto, uno de
los más urgentes exigía igualdad o reciprocidad en la política de nombramientos, esto
es: “guardar la política de enviar siempre españoles a Indias con los principales carnuel Ballesteros Gaibrois (Madrid, 1993), reproducción de la de 1789, que no tengo a mano (p. 65 para la
cita). En los mismos términos, por las razones sabidas, se expresa B. WARD, Proyecto económico. Ed. y
estudio preliminar por J. L. Castellano Castellano (Madrid, 1982), p. 271. Cfr. M. LORENTE, “América
en Cádiz”, en P. CRUZ et al., Los orígenes del Constitucionalismo Liberal en España e Iberoamérica:
Un Estudio Comparado (Sevilla, 1993), pp. 19-66, esp. 24-29.
Tal es, p. ej., el parecer de Gálvez, que hacia 1760 escribía: “en todas las Audiencia de América se han
provisto anteriormente muchas plazas en naturales de la misma provincia o metrópoli donde está el Tribunal; y aunque creo que sería injusto privar a los indianos o criollos de que obtuviesen semejantes empleos, [...] convendría mucho colocarlos en Audiencia bien distantes de su origen, porque en Indias reina
tanto el espíritu de partido y parcialidad que aun los compadrazgos producen una alianza estrecha, y así
están prohibidos a los ministros de Justicia, contra quienes dan legítima causa para recusarlos” (“Discurso
y Reflexiones de un Vasallo sobre la decadencia de Nuestras Indias Españolas”, apud NAVARRO, La
política, pp. 125-163, esp. 157); y más matizadamente, en su informe como visitador (1771), ya citado.
Véase, además, EZQUERRA, La crítica, pp. 171, 225, 285. Para la doctrina tradicional, SOLÓRZANO,
Política, lib. V, cap. IV, nº 29-32 (pp. 70-71).
47
Para el contexto, y aunque no incluye a América, cfr. J. FERNÁNDEZ SEBASTIÁN, “España, monarquía y nación. Cuatro concepciones de la comunidad política española entre el Antiguo Régimen y la
Revolución liberal”, en Studia Historica.–Historia contemporánea, XII (1994), pp. 45-74, esp. 53-58.
49
El contenido de estas propuestas, planteadas en la sesión del 5 de marzo de 1768, fue dado a conocer
por R. KONETZKE, “La condición legal de los criollos y las causas de la independencia”, en Estudios
Americanos. Revista de la Escuela de Estudios Hispano-Americanos, II:5 (1950), pp. 31-54, esp. 45-47,
reproduciendo la “parte fundamental” de la argumentación, que contiene, según afirma, “el núcleo del
programa de reformas para las Indias, concebido en el reinado de Carlos III” (p. 46). Le siguen en este
punto, p. ej., J. EYZAGUIRRE, Ideario y ruta de la emancipación chilena (Santiago de Chile, 1957), pp.
53-55; L. SANCHO, “El programa de reformas del Consejo extraordinario de 1768 y la Representación
mexicana de 1771”, en XXXVI Congreso Internacional de Americanistas. Actas y Memorias IV (Sevilla,
1966), pp. 535-561, esp. 539-540; BRADING, Mineros, p. 61. Últimamente, el documento ha sido íntegramente publicado por L. NAVARRO GARCÍA, “El Consejo de Castilla y su crítica de la política indiana en 1768”, en Homenaje al profesor García Gallo, III-2 (Madrid, 1996), pp. 187-207, si bien restándole importancia y equivocando un tanto su encuadre, al considerarlo propio del Consejo, y no del llamado Extraordinario. Sobre éste y su actuación, véase ahora C. de CASTRO, Campomanes. Estado y reformismo ilustrado (Madrid, 1996), sub índice analítico; y, sobre todo, J. M. VALLEJO GARCÍA HEVIA,
La Monarquía y un ministro, Campomanes (Madrid, 1997), pp. 203-266.
48
16
gos, Obispados y Prebendas, y colocar en los equivalentes puestos de España a los
criollos”50. Más adelante volveré sobre esto.
Ahora puede concluirse, así pues, que, incuestionado el modelo de justicia decantado por la tradición, se trataba de poner en práctica las “leyes” que lo articulaban,
adoptando las medidas indispensables para restaurarlo en toda su pureza y evitar que
pudiera desvirtuarse nuevamente en el futuro. Reforma como restauración. Por esto,
precisamente, en el momento de mayor empuje reformista el medio empleado fue la
visita, que era el tradicional cuando se trataba de corregir y restaurar, como claramente
señalaba, por ejemplo, la comisión de García de León y Pizarro en 1777: ”siendo el
principal objeto de la visita de esta Real Audiencia y tribunales de justicia restablecer a
su antiguo ser las leyes y ordenanzas que por negligencia o malicia de los sugetos contra
quienes se dirigen se hallan en el todo o en parte abolidas por su inobservancia”51. A fin
de cuentas, como tras concluir la suya del Perú, en 1785, resumió Escobedo: la recta
administración de justicia depende de “la buena o mala conducta de los ministros, que
no necesitan más providencias o encargos que los de nuestras santas y venerables leyes
para llenar de justificación y pureza su ministerio”52.
A todo lo largo del siglo no hubo ninguna modificación legal relevante y los
cambios institucionales ordenados por Carlos III, sobre ser pocos, respondieron a la
lógica del modelo vigente: en 1776 se aumentaron las plazas de las Audiencias y se elevó el salario de sus ministros, aunque unas y otro fueron nuevamente reducidos en
1788, coincidiendo con la creación de tres nuevas Audiencias, en cada caso por necesidades propias de sus respectivos territorios, que aquí no habrán de ocuparnos53.
Y añadían, en frase justamente célebre: “esto es lo que estrecharía la amistad y unión, y formaría un
solo cuerpo de Nación, siendo los criollos que aquí hubiese otro tanto número de rehenes para retener
aquellos países bajo el suave dominio de SM” (p.205). En términos análogos a los señalados en el texto se
expresaba el mismo Floridablanca como redactor de la “Instrucción reservada que la Junta de Estado,
creada formalmente por mi Decreto de este día, 8 de julio de 1787, deberá observar en todos los puntos y
ramos encargados a su conocimiento y examen”, nº xciv (apud J. A. ESCUDERO, Los orígenes, II, pp.
13 157, esp. 48). Para otros testimonios interesantes remito, por abreviar las citas, a EZQUERRA, La
crítica, pp. 179, 204, 224-225, 238.
51 Cit. por E. MARTIRÉ, “La visita de García de León y Pizarro a la Audiencia de Quito (Aporte documental)”, en Anuario Histórico-Jurídico Ecuatoriano, V (1980), pp. 323-344, donde publica la RC Madrid, 7.XII.1782 (pp. 327-330), con resolución acerca de las providencias dictadas por el visitador “para
el mejor metodo y orden en el seguimiento de pleitos” (pp. 331-344), que es extraordinariamente interesante para el objeto de estas páginas, porque declara aprobadas tan sólo las que son conformes a las “leyes”, entre las cuales se encuentran precisamente las reglas que afectan a los elementos fundamentales del
modelo judicial: la disciplina de la colegialidad y el secreto (pp. 337-339 y 341-343). Cfr., en igual sentido, la Instrucción que recibió Gálvez para la visita de los tribunales de justicia de la Nueva España (Madrid, 14.III.1765), publicada en traducción inglesa por PRIESTLEY, José de Gálvez, pp. 413-416; así
como J. VARELA MARCOS, “Los prolegómenos de la visita de José de Gálvez a la Nueva España
(1766): Don Francisco de Armona y la instrucción secreta del marqués de Esquilache”, en RI, XLVI: 178
(1986), pp. 453-470, esp. 464.
50
52
Apud ESCOBEDO MANSILLA, La visita general, p. 323.
Para una correcta visión general, A. L. LÓPEZ BOHÓRQUEZ, “Las reformas de Carlos III en las
Audiencias americanas”, en Boletín de la Academia Nacional de la Historia LXVI: 262 (Caracas, 1983),
pp. 319-342; asimismo recogido en su Los ministros de la Audiencia de Caracas (1786-1810). Caracterización de una élite burocrática del poder español en Venezuela (Caracas, 1984), pp. 27-57. Véase también, J. L. SOBERANES FERNÁNDEZ, “La administración superior de justicia en Nueva España”, en
Boletín mexicano de Derecho comparado, n. s., XIII: 37 (1980), pp. 143-200; FERNÁNDEZ ALONSO,
53
17
Una de las reformas más significativas –y, ésta sí, irreversible– fue la introducción de la figura del regente. Como no se ha estudiado la génesis de la real cédula de 20
de junio de 1776 que lo instituye en todas las Audiencias, se desconocen las razones
determinantes de esta decisión, pero parece claro –a falta de mejor explicación– que era
una medida coherente con la política de la Corona tras los graves acontecimientos de
1766 y adecuada, por ello, a la directriz de uniformar la administración de sus dominios
que se sabe la animaba54. Me explico. Como es sabido, en sí misma la figura del regente
no entrañaba ninguna novedad en el panorama institucional castellano, pero cobró una
nueva dimensión a comienzos del siglo XVIII, al calor del estilo de gobierno practicado
por Felipe V: muy pronto, la imposición de la nueva planta en los reinos de la Corona
de Aragón puso de manifiesto “la configuración militar del entramado políticoadministrativo del reino” que impulsaba la nueva dinastía55. Tras ser intensamente debatido, se decidió instituir como órgano supremo de justicia y gobierno de cada reino una
Audiencia dirigida por su regente y presidida por el Capitán general correspondiente.
Como alguien dijo, quedaba así constituido un cuerpo místico, el Real Acuerdo, formado por la reunión de todos los oidores con el regente bajo la presidencia del Capitán
general (quien “ha de tener solamente voto en las cosas de govierno”), para tratar y decidir los asuntos del reino. Muy probablemente, la razón determinante de esta decisión
fue eludir los conflictos entre ambos géneros de autoridades –militar y togada–, que de
otro modo se sabían inevitables. Sin embargo, en Cataluña no llegó a funcionar en la
forma ordenada, porque el Capitán general actuó allí, de facto, mas con expreso consentimiento real, como si fuese un virrey, a pesar de múltiples conflictos y las reiteradas
quejas de la Audiencia. Militarismo v. civilismo, se ha dicho, es una de las claves para
explicar la dinámica institucional del Setecientos. Para los partidarios del segundo en su
último tercio, era necesario –en palabras de Campomanes– “restablecer los principios
fundamentales de la monarquía, que en tiempos anteriores fueron enerbados”, se entendía que con graves consecuencias para la paz y la justicia en sus dominios. En 1774, con
ese preciso argumento fue restaurada en toda su integridad la nueva planta de la Audiencia de Cataluña, con detrimento de las facultades que había venido ejerciendo su
presidente militar56.
La introducción de los regentes en las Audiencias de Indias, dos años después,
debe contemplarse con este trasfondo, aunque allí afectase sólo, como es obvio, a la
Presencia de Jaén en América, pp. 245-268, que aporta datos interesantes sobre las plazas; así como los
trabajos citados en las notas siguientes.
54
Para esto último, véase, p. ej., el acta de la sesión de la Junta Suprema de Estado celebraba el
13.IV.1789, donde se adopta cierta decisión “para uniformar las prácticas de aquellos dominios con las de
España, a fin de escusar en todo lo posible diferencias en el govierno de la monarquía”, apud
ESCUDERO, Los orígenes, II, p. 381.
P. FERNÁNDEZ ALBALADEJO, “La monarquía de los Borbones”, ahora recogido en sus Fragmentos de monarquía. Trabajos de historia política (Madrid, 1992), pp. 353-454, esp. 361.
55
Permítaseme remitir para todo esto a mis trabajos “Las Ordenanzas de la Real Audiencia de Cataluña
(1742). (Una contribución al estudio del régimen de la Nueva Planta)”, en Initium 1 (1996) (=Homenatge
al Prof. J. M. Gay i Escoda), pp. 371-396; y “Despotismo Ilustrado y desorden social: la restauración de
la nueva planta de la Audiencia de Cataluña (1775)”, en Initium, 2 (1997), pp. 485-516, donde se cita la
bibliografía pertinente.
56
18
administración de la justicia (y sólo indirectamente al gobierno). Mutatis mutandis esse
debet. El presidente mantuvo el status de cabeza del cuerpo de la Audiencia, pero las
funciones de gobierno interior que como tal le correspondían pasaron a ser propias del
regente, que además asumió las de dirección ejercidas por el oidor decano57. ¿Era éste
un fin en sí mismo? Parece claro que no, que la reducción del peso que tenía el elemento
militar en los tribunales busca facilitar la buena administración de la justicia, que por
otro lado es el objeto pública y reservadamente declarado de la reforma. A fin de cuentas, aquellas Provincias, “por lo distantes de esta Península, necesitan de mayor esmero
y rectitud en la imparcial administración de justicia”58. Por esto, la Instrucción crea un
ámbito de actuación propio para el regente y lo dota de la autoridad precisa para ejercerlo. Esto es evidente en las disposiciones relativas al ceremonial; y aquello queda concentrado, a la vista de la Instrucción, en la estricta disciplina de la colegialidad, que era
condición imprescindible de la imparcialidad (o sea, de la justicia)59. Y así lo demuestra
claramente, en tanto nos es conocida, la labor que desarrollaron los regentes, tanto por
la vía negativa de los conflictos que su introducción suscitó, como por la positiva de la
actuación que efectivamente desplegaron. Los abundantes testimonios sobre el particular aportados por Martiré no dejan lugar a dudas: los regentes fueron instituidos para
garantizar el cumplimiento de las reglas de derecho y justicia que observan los tribunales superiores, a quienes principalmente está encargada la administración de justicia60.
La única que todavía a fines de siglo era institucionalmente viable. El marco
jurídico –el modelo– no experimentó ninguna alteración. En el último tramo del siglo se
crearon, por este orden, las Audiencias de Buenos Aires, Cuzco y Caracas, cada una en
atención a circunstancias peculiares de sus territorios y todas, al fin, con el resultado de
hacer visible en ellos la presencia ficticia del rey –si así puede decirse, como yo creo–,
RC Aranjuez, 20.VI.1776: “Instrucción de lo que deben observar los regentes de las Reales Audiencias
de América: sus funciones, regalías, cómo se han de haber con los virreyes y presidentes, y éstos con
aquéllos” (fácilmente accesible en SÁNCHEZ-ARCILLA, Las Ordenanzas, pp. 389-399, por donde se
cita), en la cual se detallan los casos en los que pueden actuar por sí y aquellos en que ha de hacerlo en
coordinación con el presidente. Cfr. J. L. SOBERANES FERNÁNDEZ, “El estatuto del regente de la
Audiencia de México (1776-1821)”, en AEA, XXXII (1975), pp. 415-446; y E. MARTIRÉ, Los regentes
de Buenos Aires. La reforma judicial indiana de 1776 (Buenos Aires, 1981), que remiten a la bibliografía
anterior.
57
Instrucción, cap. 43. Uno de sus principales cuidados será “el informarse con frecuencia del estado que
tienen los Pleytos en las Audiencias, para evitar el que se impida su curso y determinación por medios
ilegítimos, y dará las ordenes correspondientes a fin de que la Justicia tenga el debido y pronto servicio
que corresponde” (cap. 29).
58
59
Instrucción, caps. 16-19, 22-27, 37, 39, 41 y 56. No será necesario recordar la cuidadosa economía
organizativa desplegada por las Ordenanzas para garantizar la mutua independencia de criterio de los
jueces en el seno de los tribunales, por razón de su importancia; tal como García de León y Pizarro ordenó a los oidores de Quito por auto de 7.IX.1779: “Que al tiempo de votar los pleitos se observe el mismo
silencio y gravedad, [...] sin atravesarse cuando otro está sentando su razón, votando cada cual libremente,
[...] alejando de la votación toda alternación y argumentación y antes bien manejándose con frescura sin
pasión ni queriendo sigan los demás el propio dictamen, porque esto debe dejarse a que lo obre la fuerza
de la razón y del fundamento de hecho o de derecho que se propusiese” (apud MARTIRÉ, La visita, p.
343).
60
MARTIRÉ, Los regentes, passim, pero especialmente, para lo que aquí importa, pp. 33-42, 47-50, 6086, 104-137, 143-147, 155-156, etc (las citas, en pp. 75 y 307). Véase también J. M. MARILUZ
URQUIJO, “Las memorias de los regentes de la Real Audiencia de Buenos Aires Manuel Antonio Arredondo y Benito de la Mata Linares”, en Revista del Instituto de Historia del Derecho, 1 (1949), pp. 19-26.
19
que el sello real evidenciaba, es decir, constituyendo otras tantas instancias ordinariamente supremas61. Todas, en cumplimiento de sus respectivas disposiciones constitutivas, comenzaron a funcionar con las Ordenanzas de alguno de los tribunales ya existentes y todas terminaron por elaborar las suyas propias62. Son cosas sabidas. Entre las
primeras no había diferencias sustanciales: “todas las encuentro iguales – dijo el regente
de Cuzco–, con muy poca diferencia en lo substancial, como que todas ellas son deducidas de unas mismas leyes y todas se encaminan a un propio fin” 63. ¿Qué sentido tenía
entonces elaborar nuevas Ordenanzas? ¿Bastaba acaso con la mera transcripción de las
existentes? Según las disposiciones constitutivas de esos tribunales es claro que no. La
de Buenos Aires, p. ej., ordenaba a la Audiencia “formar sin la menor dilacion las correspondientes ordenanzas para su buen regimen y gobierno”, teniendo presentes las de
Lima, Charcas y las que en 1661 se habían formado allí mismo, “arreglandose para su
formacion a lo dispuesto en las Leyes, adoptandose (sic) al actual estado de las cosas”.
De hecho, las elaboradas en cumplimiento de este mandato fueron desaprobadas, con la
orden de formar otras nuevas “sin incluir en ellas lo que esta resuelto y ordenado por las
leyes, por la Instruccion de Intendentes y de Regentes: limitandose unicamente a lo economico y peculiar del mismo Tribunal segun las circunstancias de su territorio y a las
ultimas Reales Cedulas y ordenes” remitidas64. Algo similar ocurriría en la Audiencia
de Caracas65. En una y otra, sin embargo, la orden real reprobatoria no fue al parecer
óbice para que las Ordenanzas continuasen vigentes. Y es que, obviamente, el problema
no residía en el modo de administrar la justicia, sino principalmente en la incidencia que
sobre las funciones o facultades de las Audiencias tenían las modificaciones experimentadas por el sistema de gobierno en su conjunto (como más adelante veremos, siquiera
de pasada)66. Basta con leer las Ordenanzas (éstas sí, aprobadas) de la Audiencia de
Cuzco67. En suma, formulados de uno u otro modo –pero casi siempre del mismo–, los
criterios que debían regir la justicia superior permanecieron incólumes: antes, durante y
61
Remito, por abreviar las citas, a S.-G. SUÁREZ, Las Reales Audiencias indianas. Fuentes y Bibliografía (Caracas, 1989), pp. 411-497, que debe completarse con los trabajos que cito en las notas siguientes.
62 Cfr. SÁNCHEZ-ARCILLA, Las Ordenanzas, pp. 52-54, 58-61 y, para los textos respectivos de las
Audiencias del Cuzco y Caracas, 401-489. Las Ordenanzas de la Audiencia de Buenos Aires fueron en su
día publicadas por RUIZ GUIÑAZÚ, La magistratura, pp. 371-431.
63
Carta del regente Portilla al virrey (26.III.1788), apud RUIZ GUIÑAZÚ, La magistratura, p. 136. Así
lo confirma la simple lectura de los textos y quienes se han ocupado de cotejarlos así lo detallan.
64 Véanse, respectivamente, RRCC Madrid, 14.IV.1783 y 22.I.1790, así como las mismas Ordenanzas
(Buenos Aires, 23.IV.1786), que reproducen las de 1661, con sólo la omisión de tres capítulos: apud
RUIZ GUIÑAZÚ, La magistratura, pp. 368-432.
Cfr. G. MORAZZANI DE PÉREZ ENCISO, “Materiales para el estudio de una ordenanza del siglo
XIX”, en Revista de la Facultad de Derecho de México, XXVI: 101-102 (=IV Congreso Internacional de
Historia del Derecho Indiano) (1976), pp. 447-464; que debe complementarse con las indicaciones de A.
E. LÓPEZ BOHÓRQUEZ, La Real Audiencia de Caracas (Estudios) (Mérida-Venezuela, 1998), pp. 112118.
65
La frase del regente Portilla citada antes (n. 63) continuaba: “si bien no dejo de advertir que segun el
actual estado de las cosas y el nuevo metodo o forma que se ha dado al gobierno de estos reinos, hay
bastante que alterar en aquellas (Ordenanzas), añadiendo, quitando o mudando algunos de sus articulos
para que puedan adaptarse al presente sistema”.
67 Cfr., especialmente, Ordenanzas (Cuzco, 26.X.1789), caps. 2 in fine, 5-6, 10, 11 in princ., 12, 14-17,
73-74.
66
20
después del reinado de Carlos III, a todo lo largo del siglo XVIII, como en los anteriores”68.
Por eso el cambio fundamental afectó a los hombres, y no a las leyes: se hizo
visible, como es sabido, en la política judicial practicada por la Corona y en principio no
se reflejó en disposición normativa alguna. Tal como Burkholder y Chandler han demostrado de modo exhaustivo, a partir de 1750 se puso fin a la venta de oficios con jurisdicción y se retornó a la provisión ordinaria de las auditorías, basada en las cualidades (y no en la bolsa) de los pretendientes, con el resultado de reducir drásticamente, al
cabo de pocos años y en especial tras el aumento de plazas de 1776, el número de oidores criollos en los tribunales americanos. Ese fue el cambio fundamental en todos los
sentidos, también en el cuantitativo: si tenemos en cuenta que en la primera mitad del
siglo las tres cuartas partes de los magistrados criollos obtuvieron el cargo mediante
precio, hay que concluir que el número de los nombrados por cauces ordinarios a partir
de entonces no descendió, sino que incluso fue en aumento. En cualquier caso, se cerraba así un paréntesis de casi sesenta años.
La peninsularización de las Audiencias no agotó la vuelta a la política judicial
tradicional. Como ponen muy bien de manifiesto los historiadores citados, desde mediados de siglo y muy especialmente a partir de 1776-77, se hizo una aplicación visiblemente más rigurosa de los criterios decantados por la tradición para el gobierno de la
justicia, con el fin de impedir el arraigo de los oidores foráneos en sus distritos. Por una
parte, no sólo se suspendieron también las ventas de licencias para contraer matrimonio,
sino que se estrechó aún más el círculo de la prohibición69: si en 1754 se puso fin a la
interpretación restrictiva que venía desarrollándose al amparo de la tolerancia (o la dejación) real y se reafirmó con todo rigor la ley prohibitiva70, en las décadas siguientes se
arbitraron medios de control más eficaces para favorecer su exacto cumplimiento71.
68
Por ser las últimas y fruto, al parecer, de un largo y concienzudo trabajo de recopilación, las Ordenanzas de 1805 se nos aparecen, en todo cuanto atañe a la administración de la justicia, como la culminación
del que, ya para entonces, puede llamarse con justicia “modelo judicial español”. Para lo primero, véase
la documentación que publica T. ALBORNOZ DE LÓPEZ, La visita de Joaquín Mosquera y Figueroa a
la Real Audiencia de Caracas (1804-1809): conflictos internos y corrupción en la administración de
justicia (Caracas, 1987), pp. 161-190.
69
Es cuestión abundantemente documentada y bien conocida, principalmente gracias a los trabajos de D.
RÍPODAS ARDANAZ, El Matrimonio en Indias. Realidad social y regulación jurídica (Buenos Aires,
1977), que aporta la mayor parte de las referencias conocidas: pp. 317-349, esp. 327-328, 334-337, 341342 y 346-349; y BURKHOLDER-CHANDLER, pp. 131, 137-138, 155-162.
70
RC Buen Retiro, 23.I.1754, que “consideradas las dudas que suele ocasionar la varia inteligencia dada”
a la ley (RI 2,16,82), tras ciertas decisiones de Felipe V que parecían circunscribir la prohibición al matrimonio con naturales (vid. el RD 27.IV.1750 que ahí se menciona en AYALA, Diccionario, s. v. “Matrimonios”, nº 22) ordena que se “se observe en todo su vigor (sic)” (apud KONETZKE, “La prohibición
de casarse los oidores o sus hijos e hijas con naturales del distrito de la Audiencia”, en Homenaje a don
José de la Peña y Cámara, Madrid, 1969, pp. 105-120, esp. 110-111; MATRAYA, Nº 681); de modo que
“quedan los ministros privados de casarse sin permiso en el territorio que sirven, no sólo con mujer natural de él, sino también con la que no lo es”, según interpreta el Consejo de Indias en consulta de 2.X.1764,
en atención a las dudas expresadas por el virrey del Perú (KONETZKE, III-1, 193, p. 321), que dio lugar
a la RC 23.XI.1764, referida por MATRAYA, nº 809. Véanse también AYALA, Notas, p. 281;
LEBRÓN, Notas, pp. 423-424; ROZAS, Notas, p. 100. La RO 28.II.1793 sustituyó en tales casos la licencia real por la otorgada por el virrey o la autoridad superior que corresponda (OTS, Instituciones, p.
128). Cfr., para todo esto, RÍPODAS, El matrimonio, pp. 336-337.
71
BURKHOLDER-CHANDLER, pp. 159-162, a propósito de los “montepíos de ministros y oficinas”,
21
Aunque es muy difícil identificar tendencias generales a partir de datos probablemente
fragmentarios en una materia como ésta, algunos testimonios sugieren que en la segunda mitad del siglo las dispensas de la prohibición se otorgaron con grandes cautelas,
para evitar los perjuicios que de modo más claro podían conllevar los casamientos72.
Por otra parte, una serie coordinada de medidas adoptadas en la época de Gálvez facilitaron el movimiento periódico –la rotación– de los magistrados, para evitar su radicación en el distrito73.
En conclusión, a partir de mediados de siglo la Corona aplicó con renovado vigor su programa tradicional de gobierno de la justicia, considerado imprescindible para
alcanzar la imparcialidad de los jueces. Si lo que se pretendía era garantizar la imparcialidad (o lo que es igual, la posición del juez como mediador de la justicia conmutativa),
entonces debían erradicarse cuantas relaciones creaban en los magistrados obligaciones
más poderosas que las jurídicas del cargo, impidiendo que la persona privada del juez
pudiera prevalecer sobre la pública en las salas de justicia. Podría decirse, así pues, sin
ápice de ironía, que especialmente a partir de entonces los Borbones (y sobre todo Carlos III) se comportaron como lo que eran, reyes católicos, en un doble sentido: aplicaron
las reglas establecidas al respecto por Isabel y Fernando y, al hacerlo, actuaron su oficio
de reyes, descargando ante Dios su conciencia en unos jueces que se entendían capacitados para la recta administración de la justicia.
IV
Esta política judicial, en la medida que alteraba el statu quo que se había instalado durante las últimas décadas, perjudicaba cuando menos los intereses de aquellos sectores de la población americana que se habían beneficiado de la dejación o relajación de
la monarquía. Por eso, no es de extrañar que su desarrollo se viera salpicado de protestas de la élite criolla, a las que conviene prestar un momento de atención, por la importancia que han tenido en la interpretación más difundida del reformismo borbónico. Es
muy difícil calibrar su alcance, pero cuesta mucho imaginar que hubiera unanimidad en
este punto. Cuando hablamos de los criollos nos referimos a un colectivo de 2,7 millones de personas (sobre un total de 11 millones) repartido de modo muy desigual preferentemente por las ciudades de todo el continente, cuyo único punto cierto en común era
su rasgo definitorio: españoles blancos nacidos en tierra americana74. No era un grupo
socialmente homogéneo y es difícil creer que tuviera los mismos intereses, pero es verdad que al menos sus élites habían desarrollado una conciencia de identidad propia (en
que supusieron el fin de los matrimonios clandestinos, que antes se habían dado: un ejemplo de 1770
puede verse en AYALA, Diccionario, nº 32; y en general, RÍPODAS, El matrimonio, pp. 340-341.
72
Según los datos de BURKHOLDER-CHANDLER, entre 1778 y 1808 se contabilizan 18 licencias y 22
“fueron denegadas, concedidas bajo condición de que el interesado aceptara un inmediato cambio de sede
o dieron motivo a medidas punitivas” (pp. 157-159). La RO 24.III.1791 reiteró nuevamente la prohibición
(MATRAYA, nº 1668; SALAS, Notas, p. 101).
73
BURKHOLDER-CHANDLER, pp. 141 ss. y 175 ss.
74
Cfr. B. LAVALLÉ, “Situación colonial y marginalización léxica: la aparición de la palabra criollo y su
contexto en el Perú” (1986), recogido en su Las promesas ambiguas. Ensayos sobre el criollismo colonial
en los Andes (Lima, 1993), pp. 15-21, destacando el matiz peyorativo con que nace el término. Los datos
demográficos proceden de LYNCH, El reformismo borbónico, pp. 38-40.
22
buena medida frente a los otros blancos, los españoles europeos)75, que ya en el siglo
XVII llegó a tener como uno de sus componentes esenciales la reivindicación de los
cargos de la monarquía en América76. De hecho, los testimonios de rechazo a la política
judicial conocidos –la mayor parte de los cuales corresponden, por cierto, a la época del
llamado “Estado criollo”– reflejan ambas cosas: provienen de sectores muy caracterizados de la élite criolla, pero se presentan como un atentado al conjunto de los españoles
indianos. La expresión es de Juan Antonio de Ahumada, abogado de la Audiencia de
México, que en 1725 defendió ante Felipe V, muy prolijamente, con argumentos de
todos [los] Derechos, “que los Oficios de la America se dèn à los Españoles Indianos” y
sólo a ellos, aun admitiendo como excepción, conforme al derecho tradicional (recogido
en las Partidas: 1,18,11), la prohibición que impedía ser magistrado al Natural ò Vezino
de la Ciudad ò Provincia que fuere77. Así pues, a las alturas de mediados del siglo
XVIII todo esto no era ninguna novedad, ni tampoco, evidentemente, el único problema
que el gobierno de América planteaba, pero sí un elemento que podía catalizar el descontento.
El Ayuntamiento de México, en su conocidísima Representación de 1771, defendía, con los argumentos esgrimidos por los tratadistas precedentes, “que los empleos
[eclesiásticos y] seculares de qualquiera clase se confieran a los naturales”, y sólo en
atención a que los Españoles Europeos y Americanos forman un solo Cuerpo Politico y
aquella pretensión significaría “querer mantener dos cuerpos separados e independientes
baxo de una Cabeza, en que es preciso confesar cierta monstruosidad política”, aceptaban como “indispensable que nos vengan algunos ministros de Europa”78. Si esta era la
Con referencia al “trasfondo ideológico y sistema de representaciones que articularon el patriotismo
criollo del siglo XVII” dice LAVALLÉ: “Ya en aquellos tiempos parece problemáticamente vacilante, en
no pocos aspectos ambiguo, pues el protonacionalismo que subyace en él era al mismo tiempo excluyente
para con los dominados de la conquista y se nutría, a pesar de su crítica a la metrópoli, en el sistema que
ésta garantizaba” (Las promesas, p. 10).
76
Aunque falta un análisis desde la perspectiva adecuada (a mi juicio, la construcción jurídica de la identidad criolla, que me propongo estudiar próximamente) pueden encontrarse algunas referencias a los escritos principales, en uno u otro contexto, en: LOHMANN VILLENA, Los ministros, pp. xxv-xxvi; B.
LAVALLÉ, “Planteamientos lascasistas y reivindicación criolla en el siglo XVII: el borrador de Fr. Raimundo Hurtado” (1980), ahora en Las promesas, pp. 79-101, esp. 92-95; BURKHOLDER-CHANDLER,
pp. 20-26, 68; y muy especialmente, D. A. BRADING, Orbe indiano. De la monarquía católica a la
república criolla, 1492-1867. Trad. de J. J. Utrilla (México, 1991), pp. 250-252, 343-344, 413-414, 432433, 503-529. Véase también J. I. ISRAEL, Razas, clases sociales y vida política en el México colonial,
1610-1670 (1975). Trad. R. Gómez Ciriza (México, 1996), pp. 105, 108-114, 197-199.
77
“...y assi, aunque el que nace en Mexico, no pudiera ser Oìdor alli, podia serlo en Lima, Guadalaxara, y
todas las demas Audiencias de Indias”. Vid. su interesantísima Representacion politico legal, que haze a
nuestro soberano Don Phelipe Quinto, (que Dios guarde) rey poderoso de las Españas, y emperador
siempre augusto de las Indias, para que se sirva declarar, no tienen los Españoles Indianos obice para
obtener los empleos Politicos, y Militares de la America; y que deben ser preferidos en todos, assi Eclesiasticos, como Seculares (impresa s. l., s. f.), passim (ff. 2v y 17v para las citas), que es, a todos los
efectos, un buen testimonio del paradigma de la justicia.
78
“Representación que hizo la ciudad de Mexico al rey D. Cárlos III en 1771 sobre que los criollos deben
ser preferidos á los europeos en la distribucion de empleos y beneficios de estos reinos” (México, s.d.,
mayo de 1771), apud J. HERNÁNDEZ DÁVALOS, Colección de documentos para la historia de la
guerra de independencia de México de 1808 a 1821, 6 vols. (México, 1877-1882), I, 195, pp. 427-455,
esp. 429 y 438, para las citas. Cfr. SANCHO, El programa, pp. 542-561; BRADING, Orbe indiano, pp.
517-520; L. NAVARRO GARCÍA, “La protesta del ayuntamiento de México a favor de los criollos en
1771”, en G. E. Pinard y A. Merchán, eds., Libro Homenaje In Memoriam Carlos Díaz Rementería
75
23
pretensión, no es sorprendente que las declaraciones oficiales de igualdad o reciprocidad
en la provisión de oficios fuesen contestadas como insuficientes79. La primera y más
importante tuvo lugar en 1776, cuando se decidió –no es posible determinar si en atención a la propuesta que años antes había efectuado el Consejo extraordinario– elevar
ese criterio a regla general para la provisión de los oficios togados de España y América80. Es difícil saber si llegó a permear en alguna medida la política de nombramientos.
Incluso si pretendió imponerse efectivamente como regla a seguir –sobre lo cual no es
preciso hacerse muchas ilusiones– su aplicación en cada caso a favor de los americanos
tendría que vencer el nepotismo de los camaristas y aun que luchar contra la tendencia
que a la hora de recibir gracias favorecía, de modo cuasi-natural en una monarquía absoluta, a los que, por hallarse más cerca del soberano, podían pretender e insistir o intrigar con mayor facilidad81. Comoquiera que sea, no era esto lo que allá se pedía y esperaba. Ya para entonces la reivindicación de las élites criollas era ejercer la magistratura
en sus propias ciudades y no en cualquier otro lugar de América, tal como pusieron de
manifiesto las protestas que se alzaron en México y Lima a finales de siglo, que enlazan
ya con los preludios de la independencia82.
A partir de los testimonios citados suele hablarse sin más, de modo general y
contundente, del descontento y la irritación o el resentimiento de los criollos por la política de reformas, elevando la dicotomía peninsular-criollo a clave explicativa última83.
(Huelva, 1998), pp. 521-531.
79
Carta de Gálvez al Ayuntamiento de México (Madrid, 2.I.1778), en respuesta a su representación del
24.VII.1777, quejándose de la disposición real de 1776 citada en la nota siguiente y alguna otra orden
regia que también se menciona. Al decir del secretario, la reserva del tercio de las prebendas “no excluye
que haya muchos más, como siempre los ha habido, los hay y los habrá” (KONETZKE, III-1, 244, pp.
434-435). Con esa ocasión, también protestó el claustro universitario, en los términos resumidos por
BURKHOLDER-CHANDLER, pp. 148-149. Para análogas reivindicaciones del movimiento comunero
de Nueva Granada, J. L. PHELAN, The People and the King. The Comunero Revolution in Colombia,
1781 (Madison, 1978), pp. 178-181.
80
RO El Pardo, 21.II.1776 (KONETZKE, III-1, 234, pp. 405-406). Sobre esta orden y las quejas o representaciones seguidamente mencionadas, véanse, además de los trabajos específicos citados en las notas
siguientes, KONETZKE, La condición, pp. 48-53; BRADING, Mineros, pp. 61-63; BURKHOLDERCHANDLER, pp. 139-140, 147-148, 150-151 y 167-168; LÓPEZ BOHORQUEZ, Las reformas, pp. 338342.
81
Para el inciso, cfr. la indicación de BURKHOLDER, From creole, pp. 400-401 y 412; así como
BURKHOLDER-CHANDLER, p. 148. Un buen testimonio del calvario seguido por un criollo para la
obtención de una auditoría, bien es cierto que en su propia patria, en M. A. BURKHOLDER, Politics of a
Colonial Career: José Baquíjano and the Audiencia of Lima, 2nd ed., Wilmington, 1990.
82
Son éstas: Ayuntamiento de México, 1792, que reproduce “casi con las mismas palabras su petición de
1771” (BURKHOLDER-CHANDLER, p. 167); Colegio de Abogados de México, 1801, resumida en la
consulta del Consejo de Indias sobre el particular, de 7.V.1804 (apud KONETZKE, III-2, 363, pp. 799807); Ayuntamiento de Lima, 1793 y 1799, en las Instrucciones a su diputado Baquíjano, para que al
menos la tercera parte de la Audiencia se provea precisamente en “Americanos peruanos”, con expresa
declaración de no haber impedimento para servir en la propia patria (apud LOHMANN, Los ministros, p.
xxix; BURKHOLDER, From Creole to Peninsular, pp. 409-412; id., Politics, pp. 93-99,
BURKHOLDER-CHANDLER, pp. 167-168); y nuevamente en sus Instrucciones al diputado a la Junta
Central Silva y Olave (11.X.1809), resumidas por J. FISHER, “The Intendant System and the Cabildos of
Peru, 1784-1810”, en HAHR, XLIX-3 (1969), pp. 451-452 (así como las referencias anteriores). Para el
período gaditano, W. WOODROW ANDERSON, “Reforms as a Means To Quell Revolution”, en N. Lee
Benson, ed., Mexico and the Spanish Cortes, 1810-1822: Eight Essays (Austin, 1966), pp. 188-189; y
BURKHOLDER-CHANDLER, pp. 192-199, para la política de nombramientos en este período.
83
Así, p. ej., BURKHOLDER-CHANDLER, pp. 162 ss., a quienes pertenecen las expresiones citadas.
24
Quizá sea el profesor John Lynch el historiador que de modo más brillante ha expresado
este difundido punto de vista: comoquiera que el reformismo borbónico supuso la deconstrucción del Estado criollo, rompió el consenso colonial y abrió una fase de absolutismo, que fue a la postre un factor destacado de la independencia84.
Como algunos han señalado, esta interpretación simplifica excesivamente la
realidad de las cosas y creo, por mi parte, que no es enteramente aplicable a la administración de la justicia. Por lo pronto, supone identificar el espíritu criollo con los criollos,
el discurso “esencialmente reivindicador y exclusivista” elaborado por algunos con las
expectativas e intereses de todos85. Entiéndase bien: no se trata, como a veces se ha
hecho, de enjuiciar su veracidad ni menos de justificar la política regia, sino de indagar
hasta qué punto sirve la dicotomía que está en su base para dar cuenta de los problemas
de la administración de la justicia en la América del Setecientos y los intentos de solución que ensayó el “reformismo borbónico”, al menos cuando se trata de entender su
sentido (y no de valorarlo como un factor de la independencia, en el que no dudo que
resulta operativo el discurso criollo)86.
Hay que descartar que la condición de natural tuviese en las Indias una relevancia jurídica inmediata, porque no hay motivos para pensar que los votos de los magistrados dependiesen del lugar de nacimiento87, como podía ocurrir más fácilmente en
aquellos territorios que tenían una tradición jurídica propia que defender. Una vez más,
la comparación con la Audiencia de Cataluña puede ser –esta vez a contrario– aleccionadora. Como es sabido, tras la Guerra de Sucesión y en virtud del Decreto de 1715,
Cataluña conservó la mayor parte de su derecho propio, que ahora hubo de ser aplicado
por un aparato institucional de nueva planta, cuya cúspide ocupaba una Audiencia cortada por el patrón castellano y presidida por el Capitán general del Principado. En tales
circunstancias, la condición nacional de los ministros tenía o podía tener una significaLÓPEZ BOHÓRQUEZ califica tajantemente esta política como antiamericanista, operando así una suerte de sinécdoque criollos-América (Las reformas, pp. 335, 337).
“La política de los últimos Borbones era aumentar el poder del Estado y aplicar a América un control
imperial más estrecho, lo que constituía un retroceso con respecto a las tendencias anteriores y suspendía
los logros ya obtenidos por los americanos. Así, a la era dorada de la América criolla, cuando las elites
locales compraron su lugar en la Hacienda, la audiencia y otros cargos, y consiguieron un papel que parecía permanente en la administración, le siguió desde 1760 un nuevo orden, cuando el gobierno de Carlos
III desmontó el Estado criollo y restauró la hegemonía española. Los cargos más elevados de las Audiencias, el ejército y la Hacienda se reservaron entonces casi en exclusiva para los peninsulares [...] Este
modelo de crecimiento regional, autonomía de su elite e imperialismo renovado quizás proporcionó la
primera prueba de la gran división de la historia colonial, la existente entre el Estado criollo y el Estado
borbónico, entre compromiso y absolutismo, división que puede situarse en los años en torno a 1750” (El
reformismo, pp. 44-45).
85
Como ha escrito Jacques LAFAYE: “el espíritu criollo ha precedido al nacimiento del primer criollo
stricto sensu; luego, vinieron los españoles “criollizados” llegados de la península, a menudo emparentados con familias criollas, que se identificaban espiritualmente con la sociedad criolla mexicana, abrazando las devociones locales y hasta su odio a los gachupines. Lo que definía al criollo, más que el lugar de
su nacimiento, era el conocimiento del país y sobre todo la adhesión a una ética colonial de la sociedad”.
Cit. por B. LAVALLÉ, “Del espíritu colonial a la reivindicación criolla” (1978), ahora en Las promesas,
pp. 23-43, esp. 25.
86
Cfr. LYNCH, El reformismo borbónico, pp. 44-49.
87 Véanse, p. ej., los testimonios que aporta D. S. CHANDLER, “Jacobo de Villaurrutia and the Audiencia of Guatemala, 1794-1804”, en The Americas, 32 (1975-76), pp. 402-417.
84
25
ción primaria de la mayor importancia, que al punto se tradujo en una pugna más o menos enconada entre ministros catalanes y castellanos, imprescindibles aquéllos para administrar justicia conforme al derecho y el estilo de su país, y baluarte éstos –tras una
guerra que la monarquía interpretaba como traición–de las regalías de la Corona. Precisamente por ello, la Cámara de Castilla, según su propia declaración (1730), había “procedido siempre con reflexión a que siempre sea mayor el número de castellanos en cada
sala que el de naturales, y los fiscales siempre castellanos” (así como el regente, puedo
añadir por mi parte). Si todavía es necesario explicar por qué, el punto de vista del presidente de la Audiencia en 1746 no dejaba lugar a dudas: los ministros catalanes “tratan
y reciben [con repugnancia] cualquiera nueva providencia adictos siempre a su idolatrada antigüedad” 88.
No era éste el caso de las Indias, cuya única tradición propia (o diferente) era la
indígena y no fue en absoluto considerada por los juristas criollos 89. Aquí lo que obra el
amor a la patria, –tal es la formulación de Solórzano– se concretaba en la parcialidad
que podía causar la solidaridad entre compatriotas, que algunos admitían como causa
justa de recusación y era, en cualquier caso, un argumento poderoso en contra de la provisión de los oficios en los naturales de la provincia, como el discurso jurídico criollo ya
vimos que aceptaba90. Siendo esto así (y salvo que quiera admitirse con carácter general
la pasión contra los extranjeros por amor a la patria a la hora de votar), considerar decisiva la división entre peninsulares y criollos exige contraponer los intereses materiales
de unos y otros, suponiendo que los primeros eran de suyo portadores de una política
que los segundos no estarían (también de suyo) en condiciones de desarrollar, que son
precisamente los términos en los que –matizaciones aparte– parece situarse la discusión
historiográfica. En consecuencia, para valorar desde este punto de vista el impacto que
pudo tener el reformismo borbónico es necesario indagar antes quiénes fueron sus beneficiarios y perjudicados.
Por una parte, es evidente que la restauración de la política judicial de la monarquía en la segunda mitad del siglo no afectó sólo a los criollos. Al contrario: aunque
88
Remito para todo esto a mi trabajo Las Ordenanzas, donde se cita la bibliografía pertinente. La opinión
de la Cámara es recogida por P. MOLAS RIBALTA, “Las Audiencias borbónicas de la Corona de Aragón” (1976), ahora en P. Molas Ribalta et al., Historia social de la administración española. Estudios
sobre los siglos XVII y XVIII (Barcelona, 1980), pp. 116-164, esp. 128 (y, en general, sobre esta cuestión
de las “plazas nacionales”, pp. 126-134; según sus datos, el promedio de oidores catalanes a lo largo del
siglo XVIII fue de un 32%). La última frase es del marqués de Campofuerte, citada por M. A. PÉREZ
SAMPER, “La familia Alós. Una dinastía catalana al servicio del Estado (siglo XVIII)”, en Cuadernos de
Investigación Histórica 6 (1982), pp. 195-239, esp. 204.
89
A diferencia de los cronistas e historiadores, como ha destacado especialmente BRADING, Orbe indiano, passim. Con todo, y salvado esto, que es lo principal, en 1771 el Ayuntamiento de México argumentó con inteligencia para oponerse al “acomodo de los Europeos en los empleos publicos de las Indias”: “Tienen estas, Leyes peculiares para su gobierno, Ordenanzas, Autos acordados, Cedulas Reales,
estilos particulares de los Tribunales, y en una palabra un derecho entero, que necesita un estudio de por
vida, y no lo ha tenido el Europeo; porque en su Patria le seria del todo infructuoso este trabajo” (p. 433).
Véase SOLÓRZANO, Política, lib. V, cap. IV, nº 29-32 (pp. 70-71); donde también trata sobre “si
podrá ser recusado un Oidor en las Indias por sólo oponerse que es de la patria de alguno de los Litigantes, aunque no se pruebe otra correspondencia ni dependencia, porque parece que en partes remotas se
aúnan siempre mucho los que son de una tierra y que asi eso basta para tenerlos por sospechosos”. Cfr.
CARRASCO DEL SAZ, Interpretatio ad aliqvas leges, cap. IX, nº 119 ss. (f. 129rv).
90
26
suponían también un modo de “limitar la representación indirecta de la sociedad local
en el gobierno”, buena parte de las medidas adoptadas perjudicaban de modo directo a
los oidores peninsulares, que veían cuando menos dificultadas sus eventuales expectativas de establecer provechosos lazos en su distrito91. Algunos autores han hablado a este
respecto de la rápida criollización de los oficiales peninsulares, para indicar la comunidad de intereses y la sujeción a iguales pautas de comportamiento que generaban solidaridades entre los magistrados criollos92. A fin de cuentas, como ha escrito B. Lavallé,
“más allá de las apariencias, ser criollo, era un hecho que estaba más ligado a una forma
de ser, a una adhesión a intereses locales, que al nacimiento en tierra americana” 93. No
creo que en el caso de las Audiencias esto requiera, a estas alturas, de mayor demostración, pero me parece significativo que algunos de los principales discursos en favor de
la prioridad de los criollos en la provisión de cargos se deban a peninsulares (como Carrasco del Saz o el mismo Solórzano). En términos puramente materiales, que son –
insisto– aquellos en los que parece situarse la discusión, el beneficio derivaba en ambos
casos del arraigo y los perjuicios, por consiguiente, de todas cuantas medidas lo impidieran o dificultasen. Si evitarlo era el principal objetivo de la política judicial de la monarquía, era porque en la radicación estaba la más clara amenaza a la recta administración de justicia. O dicho en otros términos, que me parecen más adecuados a la configuración propia de la administración de la justicia, la designación de oidores peninsulares
no bastaba para asegurar el dominio sobre los tribunales de América. Así pues, para
conocer el impacto que tuvieron las reformas borbónicas en las Audiencias (y, por extensión, sobre las sociedades) americanas del Setecientos no importa tanto conocer la
proporción entre criollos y peninsulares en el seno de los tribunales, cuanto indagar cómo y en qué medida logró evitarse la imbricación de los jueces en la sociedad local. No
parece prudente hacerse muchas ilusiones al respecto, habida cuenta de la abundancia
de testimonios en contrario94. En estas condiciones, cifrar el reformismo borbónico en
términos como “centralización” resulta cuando menos inapropiado, como en su momento no dejaron de advertir algunos95. Al cabo, si algo demuestra la experiencia del refor91
La frase citada es de BURKHOLDER-CHANDLER, p. 154.
Así, p. ej., en los trabajos que Michel BERTRAND viene dedicando a los oficiales de hacienda de la
Nueva España, con cuyo planteamiento a este respecto coincido sustancialmente: “Comment peut-on être
créole? Sur les relations sociales en Nouvelle-Espagne au XVIIIe siècle”, en Caravelle. Cahiers du
monde hispanique et luso-brésilien, 62 (1994), pp. 99-109; id., “Du bon usage des solidarités. Ëtude du
facteur familial dans l’administration des Finances de Nouvelle-Espagne, XVIIe-XVIIIe siècle”, en R.
Descimon, J.-F. Schaub et B. Vincent, dirs., Les figures de l’administrateur. Institutions, réseaux, pouvoirs en Espagne, en France et au Portugal, 16e-19e siècle (Paris, 1997), pp. 43-58, esp. 50-52 y 57-58.
93
Del espíritu colonial, p. 25.
92
Pueden encontrarse algunos muy expresivos, p. ej., en C. DEUSTA PIMENTEL, “Un informe secreto
del Virrey Gil de Taboada sobre la Audiencia de Lima”, en Revista Histórica, XXI (Perú, 1954), pp. 274287; CAMPBELL, A Colonial Establishment, pp. 16-20; J. BARBIER, “Elite and Cadres in Bourbon
Chile”, en HAHR, 52:3 (1972), pp 416-435; ALBORNOZ, La visita de Joaquín Mosquera y Figueroa,
passim.; LÓPEZ BOHÓRQUEZ, Los ministros, esp. pp. 112 ss.
94
95
Así, p. ej., el conde de Aranda consideraba como una de las principales dificultades para mantener las
posesiones americanas: “la distancia de la autoridad a la que [sus habitantes] tienen necesidad de recurrir
para que se entiendan sus quejas, lo que hace que se pasen los años antes que se haga derecho a sus reclamaciones y las venganzas a que se quedan expuestos de parte de las autoridades locales en este intermedio, la dificultad de conocer bien la verdad a tanta distancia”. Cit. por M. ARTOLA, “América en el
pensamiento español del siglo XVIII”, en RI, XXIX:115-118 (1969), pp. 51-77, esp. 55.
27
mismo borbónico en el ámbito de la justicia es la imposibilidad de imponer la voluntad
real que servía de fundamento legitimador de la monarquía al aparato instituido para
administrar la justicia96.
Por otra parte, no todos los criollos (por no hablar de los restantes americanos)
debieron de sentirse igualmente perjudicados por la política judicial desarrollada a partir
de 1750. Me parece que a estas alturas el lector tiene elementos de juicio suficientes
para desarrollar esta afirmación. Me basta con añadir a sus propias reflexiones que los
más claramente perjudicados fueron los que elevaron o impulsaron las principales protestas, es decir, aquéllos que tenían expectativas razonables de obtener un cargo en las
Audiencias. Aunque esto sea lo de menos, en términos globales (y, por tanto, de modo
insatisfactorio para disipar los descontentos individuales) los criollos obtuvieron un
30% (62 de 201) de los cargos proveídos entre 1751 y 1808. Mucho más significativo
resulta, empero, recordar que hubo otros sectores sociales indianos que satisficieron sus
expectativas de participar en el gobierno de sus intereses sin necesidad de intervenir en
el aparato judicial: la restauración de la justicia ordinaria discurrió paralela al desarrollo
de las jurisdicciones especiales, por lo menos a veces configuradas, lisa y llanamente,
como un cauce de participación de las élites criollas y marco para el compromiso con
los intereses locales. Probablemente el caso más claro sea la minería, que al menos en la
Nueva España fue profundamente reformada, bajo el ministerio de Gálvez, como consecuencia de las peticiones y en gran medida conforme a las propuestas de los propios
mineros, concebidas y debatidas en los años precedentes y expuestas en una representación que a nombre de la Minería fue elevada al rey en 177497. La historia es muy conocida y para nuestros fines basta con recordar que, tal como allí se proponía, en 1776
quedó organizado el gremio minero y se constituyó un Tribunal central (1777), a semejanza de los Consulados de Comercio, que elaboró el proyecto de las que serían, con
escasas modificaciones, Ordenanzas de la Minería de Nueva España, promulgadas en
1783. A partir de entonces, los organismos rectores de la minería, tanto locales (Diputaciones) como central (Tribunal) tendrían jurisdicción privativa, en el grado que a cada
una le correspondía, sobre los asuntos de minas y, por tanto, éstos eran ahora ajenos a la
Audiencia, que en todo momento se opuso expresamente y no dejó de maniobrar cuanto
pudo para conservar la jurisdicción en la materia. Posiblemente los ejemplos podrían
multiplicarse. Como decía (y sentía) el regente de la Audiencia de México en 1782, refiriéndose a todas las de Indias:
“conviene mucho restituírlas [a] su primitiva autoridad, que se ha disminuído notablemente con los fueros concedidos en todos los ramos de Real Hacienda, de Correos, Alcabalas, Tabacos, naipes, Pólvora y todas las Oficinas, Secretarías, y Tribunal de Cuentas, de manera que la jurisdicción ordinaria sólo la reconoce la menor parte del distinguido pueblo, y viene a quedar, sobre la ínfima, que también se va exceptuando con el
96
En este sentido, a propósito de la hacienda, BERTRAND, Comment peut-on être créole?, pp. 109-110.
He consultado para esto y lo que sigue: BRADING, Mineros, pp. 219-231 y 435-448, donde queda bien
reflejada la oposición de la Audiencia; E. MARTIRÉ, Historia del derecho minero argentino, 2ª ed.
(Buenos Aires, 1987), pp. 59-76; M. R. GONZÁLEZ, Ordenanzas de la Minería de la Nueva España
formadas y propuestas por su Real Tribunal (México, 1996), esp. 41-61, 75-84, 389-457.
97
28
establecimiento de Milicias”98.
Y es que, si no estoy equivocado, el compromiso fue uno de los principales instrumentos de la llamada “revolución en el gobierno” borbónica. Si por consenso colonial entendemos la relativa autonomía que, de facto, disfrutaron las élites para gestionar
los asuntos públicos locales mediatizando el gobierno de la justicia, por la dejación (o
ante la impotencia) de la Corona durante la primera mitad del XVIII, es evidente que,
así considerado, quedó roto a mediados de siglo. Pero esto no significa que a partir de
entonces el compromiso dejase de ser un método habitual de gobierno99. No sé si resulta
muy exagerado decir, empleando los términos de la historiografía que nos ocupa, que,
en contra de la apariencia que busca fabricar el discurso oficial, un nuevo consenso colonial sustituyó entonces al anterior100, aquél que hubo de ser cancelado porque atentaba
a los fundamentos mismos de la monarquía.
La administración de la justicia tenía entonces, en efecto, sus propias reglas, que
eran irreductibles a un mero conflicto de intereses entre peninsulares y criollos, y que
éstos respetaron por lo menos hasta bien entrado el siglo XVIII101. Es verdad que la
reivindicación de cargos fue un elemento de importancia creciente en lo que por abreviar llamo el discurso criollo y no cabe duda de que resultó operativo como argumento
en favor de la independencia, pero esta constatación debe plantearse como un problema
histórico a considerar para comprender la formación de la conciencia nacional y no tomarse como una solución historiográfica para explicar el gobierno de la justicia (que es
lo que se hace cuando se utilizan los argumentos esgrimidos por unos y otros en aquel
proceso para valorar la política de la monarquía)102.
México, 10.XI.1782: en su opinión, “si las Audiencias no reasumen sus primitivas prerrogativas y superioridad, no tendrán todo el efecto deseado las clementes, sabias y magnánimas providencias de nuestro
amado Soberano, en sus admirables reglamentos de justicia, aumento de Ministros y de sueldos”. Apud D.
A. BRADING, “Nuevo plan para la mejor administración de justicia en América”, en Boletín del Archivo
General de la Nación, IX: 3-4 (1968), pp. 367-400, esp. pp. 378 y 379.
98
Aunque sea otra su perspectiva, es interesante para esto la conclusión que alcanza J. FISHER, “La
rebelión de Túpac Amaru y el programa de la reforma imperial de Carlos III”, en AEA, XXVIII (1971),
pp. 405-421.
99
100
Véase la muy interesante conclusión que, expresamente en contra de la interpretación habitual del
“reformismo borbónico”, alcanza P. PÉREZ HERRERO, tras analizar las cifras de ingresos y gastos de la
Real Hacienda en la Nueva España: “la fuerza del gobierno metropolitano dependió en este periodo no
tanto de su capacidad extractora de beneficios fiscales, sino más bien de la voluntad de las élites locales
de donar recursos a cambio de protección económica y de la justificación política e ideológica de su estructura colonial. [...] si se dio un fortalecimiento de la estructura imperial, no fue tanto por la capacidad
de control del gobierno metropolitano, cuanto por el compromiso de los grupos de poder indianos de
mantener el statu quo” (“Los beneficiarios del reformismo borbónico: metrópoli versus élites novohispanas”, en Historia Mexicana, XLI: 2 (1991), pp. 207-264, esp. 241); íd., Reformismo borbónico, ya cit.,
pp. 85-91.
101 Vid., supra, n. 77. Unas reglas conforme a las cuales “consenso colonial” era equivalente a parcialidad
y “absolutismo” condición necesaria de la “buena administración de la justicia”. Ciertamente, puestos a
enjuiciar la actitud de la monarquía, ésta bien pudo corregir su política de nombramientos designando un
mayor número de criollos fuera de sus lugares de nacimiento, como algunos reclamaron, pero mantener
aquel “consenso” hubiera sido tanto como saltar sobre su propia sombra.
102
Sobre aquel problema histórico llamó la atención en su día, a partir del contraste entre los intereses y
la conciencia criolla, L. L. JOHNSON, “Recent contributions of the History of Eighteenth-Century Spanish America”, en Latin American Research Review, XVII:2 (1982), pp. 222-230.
29
V
¿Absolutismo frente a compromiso? Las consideraciones hechas hasta ahora
aconsejan situar el problema en otra dimensión, que me parece más adecuada para comprender la administración de la justicia en Indias durante el siglo XVIII (y por extensión, dado su carácter central, para explicar, el reformismo borbónico todo), a saber: las
posibilidades y los límites de la Corona para gobernar, y en particular para gobernar la
justicia, que además se veían considerablemente reducidas (aquéllas) y ampliados (éstos) por las peculiares circunstancias (el océano Atlántico no era la menor de ellas) de
los territorios americanos. Vista en su conjunto, la política de la monarquía en la segunda mitad del siglo parece menos absolutista y más conciliadora de lo que suele decirse,
aunque sólo sea porque los fines oficial o programáticamente declarados no siempre
eran alcanzables con los medios institucionales disponibles, que en el caso de la justicia
estaban recubiertos por un conjunto de reglas que el rey no hubiera podido alterar ni aun
al precio de dejar de ser lo que era. Según creo, en efecto, el conjunto de medidas que
componen eso que llamamos “reformismo borbónico” revelan ante todo la incapacidad
de la Corona para controlar el gobierno político tal como estaba configurado –el derecho y los aparatos construidos para su aplicación– y a contrario denotan que no llegó a
vislumbrarse una alternativa institucionalmente viable.
Al menos aparentemente, desde mediados de siglo la Corona acotó –sin eliminarlas– las influencias locales en el aparato judicial, de suerte que, en esta misma medida, la política de reformas hubo de facilitar que los magistrados fuesen medios y no obstáculos para la realización de la justicia, pero esto de ningún modo significa que fueran
desde entonces “instrumentos para imponer la voluntad de España sin representar en lo
más mínimo a los intereses locales”103: incluso si esto último se alcanzara, no estaba en
absoluto garantizado conseguir aquello104. Si tal cosa es lo que, en este contexto, se entiende por absolutismo o lo que pretende indicarse con la expresión Edad del Poder,
entonces hay que decir que la configuración tradicional de la administración de la justicia actúa desde luego como un obstáculo institucional a su implantación: la Corona podía controlar la designación y el comportamiento de sus magistrados, y lo hacía, pero
ordinariamente no estaba a su alcance la determinación de las decisiones que colegiadamente adoptaban los tribunales105. Sin necesidad de entrar en mayores consideraciones que las ya expuestas, así lo demuestra la experiencia del reformismo borbónico en
su vertiente más novedosa: el gobierno económico, ideado justamente para facilitar una
administración más “ejecutiva” que la permitida por los medios tradicionales.
Simplificando muchísimo las cosas, podría decirse que la tarea del reformismo
borbónico consistió aquí en reducir el espacio materialmente ocupado por la justicia y,
103
La frase es de BURKHOLDER-CHANDLER, p. 191.
A conclusiones similares, pero extremadas, a mi juicio, llega BERTRAND, analizando la administración financiera: Du bon usage des solidarités, pp. 57-58.
104
105
Basta recordar, simplemente, la manera cómo se sentenciaban los pleitos: SOLÓRZANO, Política,
Lib. V, cap. VIII, nº 53-58 (pp. 133-135); J. M. MARILUZ URQUIJO, “La acción de sentenciar a través
de los apuntes de Benito de la Mata Linares”, en RHD, 4 (1976), pp. 141-159; TAU ANZOÁTEGUI,
Casuismo y sistema, pp. 481 ss.
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por tanto, inevitablemente mediatizado por sus aparatos, para construir, sobre la base
material de este modo “liberada” y cada vez más acrecida con nuevos cometidos, otro
aparato. Un aparato –cuyo eje era el intendente– servido por “hombres nuevos” –en su
mayoría militares (y no letrados)– y capacitado para gobernar con criterios (administrativos y no judiciales) distintos de los tradicionales, que desde luego facilitaban el gobierno por compromiso, el consenso con los intereses locales, sin arriesgar la conciencia
católica del soberano106. En fin, como es sabido, así había ocurrido en los reinos peninsulares y así terminó por suceder también, durante el último cuarto del siglo, en los indianos107. Frente a la monarquía judicial despunta una monarquía administrativa, que
resume en sus vicisitudes la llamada dinámica estatal del Setecientos y desde luego explica el “conflicto político interno al sistema" característico por doquiera del Despotismo Ilustrado. Un conflicto que se hacía cotidianamente visible en la multitud de los que
concretamente enfrentaban a las viejas magistraturas (encastilladas en sus procedimientos judiciales) con las nuevas autoridades (armadas de potestades económicas, más expeditivas), parece que a la postre con ventaja para las primeras, lo que no deja de ser
interesante para nuestro argumento108.
Y es que –reforma como restauración, dije– si en el ámbito de la justicia nada
sustancial cambió se debió, antes de nada, a que no se concebía ninguna alternativa al
modelo judicial tradicional, ningún otro modo de administrar la justicia. Es verdad que
al final del período hay claros síntomas de que el paradigma de la justicia se resquebraja
en términos discursivos ante los embates de una nueva concepción de “la ley”, pero no
llega a formularse un modelo institucional alternativo, esto es, no se conciben de modo
operativo cuáles son los criterios que deben sustituir a los vigentes en la tarea de construir un nuevo aparato judicial en el que los jueces fueran simplemente la “boca de las
leyes”109. Había en esto algo más que miedo a la revolución. No podría explicarse de
106
Pueden encontrarse algunos ejemplos en BRADING, Mineros, pp. 323-329; S. DEANS-SMITH,
“Compromise and Conflict: the Tobacco Workers of Mexico City and the Colonial State, 1770-1810”, en
AEA, XLIX (1992), pp. 271-309, esp. 296 ss. Sobre las características del aparato administrativo, aquí
simplemente aludidas, remito al completo estudio de J. M. MARILUZ URQUIJO, El agente de la administración pública en Indias (Buenos Aires, 1998).
107
Para un resumen actualizado, véase L. NAVARRO GARCÍA, Las reformas borbónicas en América.
El Plan de Intendencias y su aplicación (Sevilla, 1995).
108 Ha llamado la atención sobre esto, para el caso mexicano, H. PIETSCHMANN, “Dos documentos
significativos para la historia del régimen de intendencias en la Nueva España”, en Boletín del Archivo
General de la Nación, s. 2, XII: 3-4 (México, 1971), pp. 397-442, que aporta testimonios interesantísimos
al respecto; íd., Las reformas borbónicas y el sistema de intendencias en la Nueva España. Un estudio
político administrativo (1972). Trad. de R. R. Meyer Misteli (México, 1996), pp. 118-299; íd., “Consideraciones en torno a protoliberalismo, reformas borbónicas y revolución. La Nueva España en el último
tercio del siglo XVIII”, en XI Congreso Internacional de Historia de América (Sevilla, 1992), pp. 325350. La expresión que figura entrecomillada en el texto es de E. HINRICHS, “Giustizia contro amministrazione. Aspetti del conflitto politico interno al sistema nella crisi dell’ancien régime”, en C. Capra, ed.,
La società francese dall’ancien régime alla Rivoluzione (Bolonia, 1986), pp. 199-227.
Tomo la expresión ahora de los Discursos críticos de J. F. de Castro (1765): cfr. J.-M. SCHOLZ, “De
camino hacia el templo de la verdad. La crítica de la justicia en el siglo XVIII español”, en Mayans y la
Ilustración. Simposio Internacional en el Bicentenario de la muerte de Gregorio Mayans (Valencia,
1981), II, pp. 573-609, esp. 590-591. Para todo esto es fundamental la obra de TAU ANZOÁTEGUI,
Casuismo y sistema, de la que ahora interesan, especialmente, sus pp. 141-227, 315-425 y 481-563. Para
el argumento de fondo, véase E. di RIENZO, “Illuminismo politico? Alcuni problemi di metodo sulla
storiografia politica del Settecento”, en Studi Storici, 37 (1996), pp. 977-1010.
109
31
otro modo que la revolución constitucional iniciada en España en 1810 mantuviese una
notable continuidad institucional: al menos aparentemente, circulan nuevas ideas acerca
de la justicia y sus condiciones de realización, pero el modelo judicial del Antiguo Régimen permanece, apenas retocado en aspectos accesorios, los puramente organizativos110.
Esta fue la base a partir de la cual se afrontó la tarea de construcción del derecho
nacional en los distintos países de la América independiente. Al menos en México, el
modelo de justicia legado por España fue asumido como propio, sin otra alteración sustantiva que la abolición de aquellos de sus elementos más abiertamente incompatibles
con la nueva situación política, el más significativo de los cuales afectaba, como es fácil
suponer, a la condición de los magistrados. Como directa consecuencia de esto, la imparcialidad de los jueces se convirtió en el principal problema, que se intentó resolver –
esto es importante- mediante los criterios tradicionalmente aplicados al gobierno de la
justicia, que eran los únicos disponibles, como el extraordinario desarrollo que experimentaron la recusación y la responsabilidad judicial en las décadas que siguieron a la
independencia pone de manifiesto. Así pues, si no estoy equivocado y en la medida que
la experiencia mexicana pueda generalizarse, los nuevos regímenes políticos de América heredaron no sólo los problemas planteados, sino también las soluciones concebidas
en el Antiguo Régimen para administrar la justicia111. Los límites políticos del reformismo borbónico desaparecieron con la monarquía católica, pero sus posibilidades de
realizar una buena (o exacta) administración de la justicia continuaron orientando el
modelo judicial hasta bien entrado el siglo XIX. Entretanto, privado de sus fundamentos
últimos y quizá más soterrado que nunca, el paradigma (digamos católico) de la justicia
permaneció alojado en la conciencia (o el subconsciente) de los juristas112.
Carlos Garriga (Universidad del País Vasco).
Publicado en: Feliciano Barrios Pintado, coord., Derecho y Administración Pública en las Indias
hispánicas. Actas del XII Congreso Internacional de Historia del Derecho Indiano (Toledo, 19 a
21 de octubre de 1998), Universidad de Castilla-La Mancha, 2002, I, pp. 81-821.
GARRIGA-LORENTE, La vinculación del juez a la ley, pp. 113-142; íd., “El modelo constitucional
gaditano”, en A. Romano, a cura di, Il modello costituzionale inglese e la sua recezione nell’area mediterranea tra la fine del 700 e la prima metà dell’800 (=Atti del Seminario internazionale di studi in memoria di Francisco Tomás y Valiente) (Milano, 1998), pp. 587-613.
110
GARRIGA, La recusación judicial, pp. 221-239; M LORENTE, “Las resistencias a la ley en el primer
constitucionalismo mexicano”, en La supervivencia del derecho español, ya cit., pp. 299-327.
111
112
Y por esto las obras del siglo XVIII continuaron editándose, sin más cambios que adaptarlas a los
legislativos que cada Estado fue introduciendo: M. R. GONZÁLEZ, El derecho civil en México, 18211871. (Apuntes para su estudio) (México, 1988). Es muy interesante para esto el trabajo de A.
MAYAGOITIA, “Ética profesional y protección jurídica de las personas: el derecho intermedio a través
del Febrero Novísimo”, en Anuario Mexicano de Historia del Derecho, VI (1994), pp. 159-185.
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