TODOS LOS SANTOS Y FIELES DIFUNTOS

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FORMACIÓN Y ESPIRITUALIDAD
A
TODOS LOS SANTOS
Y FIELES DIFUNTOS
María de Guadalupe González Pacheco
principios de noviembre, la Iglesia celebra la
solemnidad de Todos los
Santos (1 de noviembre)
y la conmemoración de Todos los
Fieles Difuntos (2 de noviembre),
uniendo así, en especial cercanía el
recordatorio de nuestro fin último,
de nuestro propósito en la tierra y
de que nuestra vida actual es sólo un
peregrinaje y una prueba que nos
permite demostrarle nuestro amor a
Dios de manera desinteresada.
En el Nuevo Testamento se menciona varias veces cómo nuestras obras
y nuestra fe han de ser retribuidas
después de la muerte: parábola del
pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) palabras
de Jesús en la Cruz al buen ladrón
(cf. Lc 23, 43), y otros textos (cf. 2
Co 5,8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; 12, 23)
que hablan de que el destino último
del alma será acorde a nuestras obras
en la Tierra (cf. Mt 16, 26). Múltiples documentos de la Iglesia lo
corroboran (cf. Concilio de Lyon II;
Concilio de Florencia; Concilio de
Trento, Juan XXII; Benedicto XII).
Todas las almas que estén purificadas después de la muerte están en
el Cielo y ven la divina esencia con
una visión intuitiva y cara a cara, sin
mediación de ninguna criatura. Es
decir, gozan de la vida y unión perfecta con la Santísima Trinidad, y de
la comunión de vida con Dios y con
la Virgen María, los ángeles y todos
los bienaventurados (cf. Cat.Ig.C.
1024). Estas almas, que están en el
Cielo, son a quienes celebramos el
día de Todos los Santos. Ellas han
llegado ya al fin para el cual fueron
creadas y a la plenitud de todos sus
deseos y aspiraciones, en una dicha
total y absoluta, pues, como dice
San Pablo: “Ni el ojo vio, ni el oído
oyó, ni al corazón del hombre llegó,
lo que Dios preparó para los que lo
aman” (1 Co 2, 9).
Sin embargo, hay que recordar que
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En el Nuevo
Testamento se
menciona varias
veces cómo
nuestras obras y
nuestra fe han de
ser retribuidas
después de la
muerte.
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es necesario estar perfectamente purificado para unirse a Cristo, que
es la Santidad misma y para poder
verlo cara a cara (cf. 1 Co 13, 12;
Ap 22, 4), “tal cual es” (1 Jn 3, 2).
Sabemos que el pecado grave, al privarnos de la comunión con Dios,
nos incapacita para la vida eterna y
nos conduce al infierno. Y que, por
otra parte, el pecado venial conlleva
un desordenado apego a las criaturas, que hay que purificar, ya sea en
la tierra, ya sea en el purgatorio (cf.
Cat.Ig.C. 1472), pues nada impuro
puede entrar en el Cielo (cf. Apoc
21, 27).
A esto es a lo que hace alusión la
conmemoración del día de los Fieles
Difuntos. En este día se hace especial
oración por todas aquellas almas que
no han expiado totalmente sus pecados, aun habiéndolos confesado. Un
poco como cuando se perfora un
trozo de madera y se extrae el clavo
(el pecado), pero el agujero permanece y es necesario repararlo. En esta
vida la purificación puede hacerse
por la oración, las buenas obras, las
mortificaciones, la aceptación de las
penas de la vida. Pero si no se ha hecho a la hora de la muerte, se realiza
entonces en el purgatorio, el cual es
un estado de purificación temporal
que lleva a satisfacer por nuestras
transgresiones hasta llegar a ser capaces y dignos de encontrarnos ante
la visión beatífica de Dios.
El sufrimiento de las almas del purgatorio puede ser aliviado por los
sufragios y oraciones de los fieles,
principalmente por la celebración
del Santo Sacrificio de la Misa, aunque también por otras oraciones y
buenas obras ofrecidas por su intención. Como dice San Juan Crisóstomo, “no dudemos, pues, en socorrer
a los que han partido y en ofrecer
nuestras plegarias por ellos”, ya que,
como lo dice la tradición en la voz
de varios Padres de la Iglesia, el menor sufrimiento del purgatorio es
mayor que el mayor sufrimiento de
esta Tierra (S. Agustín, S. Isidoro, S.
Buenaventura, S. Roberto Belarmino).
De manera que, por una parte, este
2 de noviembre, no descuidemos
nuestro deber para con las almas de
los fieles difuntos, ayudándolos a
apresurar su entrada al Cielo y agradezcámosle a Dios el hecho de que,
en su infinita misericordia para con
nosotros, nos haya ofrecido un medio de purificación que nos permite
—en el caso de que no hayamos vivido con absoluta fidelidad al amor
en esta tierra— llegar a vivir su misma vida y alcanzar una unión plena
y total con Él. Y, por otra, el 1 de
noviembre, regocijémonos con los
bienaventurados que ya han llega-
do al Cielo, démosle gracias a Dios
porque ellos ya han alcanzado su
objetivo final y no perdamos de vista esa meta gloriosa que nos espera,
para poner nuestro empeño, en todo
momento, enfocando todas nuestras
acciones, para alcanzarla. Para ello
recordemos lo que nos dice San Juan
de la Cruz: “A la tarde de la vida te
examinarán en el amor”. Todo momento que ocupemos en otra cosa
que no sea eso, es un momento
perdido para la eternidad pues somos seres creados para el amor. Y
tengamos en cuenta que, como dice
San Ambrosio: “La vida es estar con
Cristo; donde está Cristo, allí está la
vida, allí está el Reino”. Tenemos,
pues, la dicha de poder empezar a
vivir la vida del Cielo, ya desde ahora, por la fe, siempre que nuestras
acciones estén orientadas al amor y
al cumplimiento de la Voluntad de
Dios.
En esta vida
la purificación
puede hacerse por
la oración, las
buenas obras, las
mortificaciones, la
aceptación de las
penas de la vida.
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