misericordiosos como jesús

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MISERICORDIOSOS COMO JESÚS
Misa Crismal
23 de marzo de 2016
1.
La Semana Santa que estamos celebrando es el corazón litúrgico del Jubileo de la
Misericordia. Nuestra mirada de fe se vuelve al más grande gesto de misericordia, la
entrega de Jesús por nosotros hasta la muerte en la cruz. La misericordia divina, que
estalla en dones de gracia en el corazón de Jesús traspasado por la lanza, debe rebotar
en una respuesta de amor, a Dios y al prójimo, como plenitud de nuestra vida cristiana.
Jesús nos pide ser misericordiosos como el Padre, y, en el primer Jueves Santo,
nos ha dejado el mandamiento nuevo de un amor que sea como el suyo. Este mandato
no es simplemente la exigencia de una moral muy elevada, que reclamaría como
respuesta un esfuerzo grande del cristiano para superar la mediocridad del egoísmo.
Reduciríamos el Evangelio a un programa moral.
El mandamiento va precedido en la última Cena de Jesús con sus discípulos por
el gesto del lavatorio de los pies, signo que los sacerdotes repetiremos mañana, en un
nuevo Jueves Santo, en la Misa de la Cena del Señor. En ese gesto Jesús resume el
Misterio de su Encarnación, su predicación y su Pascua. En el Cenáculo tenemos una
imagen viva de la misericordia.
Detengámonos un momento en aquel lugar, contemplemos a Jesús, el Maestro y
Señor, en la última tarde con sus discípulos, antes de su Pasión. Lavar los pies era un
servicio propio de esclavos. En él se revela el sentido de la misión de Jesús: es el
Servidor que desciende hasta nosotros para purificarnos con la santidad de Dios.
La introducción al relato del lavatorio (Jn 13,1-15) nos da la clave para la
comprensión del gesto. Ha llegado la “hora” de Jesús, hacia la cual se había
encaminado desde el principio con todas sus obras. Es la hora del “paso”; Jesús sabía
que “había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre”. Y es también la hora del
amor: “Él, que había amado a los suyos que quedaban en el mundo, los amó hasta el
fin”. Lo esencial del signo queda perfilado por Juan en estas dos palabras: paso y amor.
Los dos términos se reclaman mutuamente, son inseparables.
Es la “hora” de la muerte, fruto trágico del pecado humano que crucifica a
Jesús. Pero allí se realiza un paso, una pascua. El amor de Jesús es el proceso del paso,
haciendo irrumpir en su destino humano de muerte la condición divina. “Dios es
amor” (1 Jn 4,16), y donde hay un amor “hasta el extremo”, como el de Jesús en su
pasión, allí “permanece”, se manifiesta y se comunica el amor de Dios. Al entregarse a
sí mismo hasta la muerte, aparece para el mundo que su corazón humano ama con
fuerza divina. Por eso en la cruz se revela la gloria de Dios, que resplandece como
misericordia hacia nosotros. Es la “hora” de la Gloria.
La “hora” de Jesús es la hora del gran paso, de la glorificación de su humanidad
mediante el amor “hasta el fin”.
2.
Jesús había salido del Padre: “Yo he salido de Dios y vengo de Él” (Jn 8,42); y
ahora retorna a Él: “ahora dejo el mundo y voy al Padre” (16,28).
La salida desde el Padre, el “descender” de Jesús había sido ya un proceso de
amor, “por nosotros, los hombres, y por nuestra salvación, bajó del cielo, y por obra
del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre”, profesamos en el
Credo.
El descenso del Hijo, por amor a la criatura, por amor al pecador, a la oveja
extraviada, muestra su verdadera naturaleza divina, porque allí se revela la misericordia
que es verdaderamente lo propio de Dios.
Y el volver al Padre, el “ascender” de Jesús es también un proceso de amor.
“Resucitó al tercer día, según las Escrituras, y subió al cielo, y está sentado a la derecha
del Padre”. Jesús al retornar no se despoja en modo alguno de su humanidad,
“resucitó”; pero asume también la nuestra en su vuelta. El descenso tenía la finalidad
de acogernos, para retornar llevándonos hacia el Padre como pecadores reconciliados.
Jesús vuelve al Padre llevándonos con Él. Ésta es la novedad: no vuelve solo, sino que
atrae a todos hacia sí: “cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos
hacia mí” había dicho (Jn 12,32). Y dirá poco después en su oración sacerdotal: “Padre,
quiero que los que tú me diste estén conmigo donde yo esté, para que contemplen la
gloria que me has dado” (17,24). Él ha reunido de nuevo a la gran familia de Dios en la
Casa de su Padre, haciendo que de forasteros nos convirtamos en hijos.
3.
Volvamos al relato del lavatorio, escuchemos cómo prosigue el evangelista: Jesús
“se levantó de la mesa, se sacó el manto y tomando una toalla se la ató a la cintura.
Luego echó agua en un recipiente y empezó a lavar los pies a los discípulos y a
secárselos con la toalla que tenía en la cintura” (Jn 13,4s.).
Jesús presta a sus discípulos un servicio propio de esclavos. San Pablo describe
este descenso de su divinidad hasta hacerse hombre diciendo: “se anonadó a sí mismo,
tomando la condición de servidor” y haciéndose obediente hasta la muerte de cruz (Flp
2,7s.).
Ahora, con el gesto simbólico de lavar los pies, Jesús revela el conjunto de su
servicio salvífico. Se despoja de su esplendor divino, se arrodilla, por así decirlo, ante
nosotros, como Servidor lava y enjuga nuestros pies sucios para hacernos dignos de
participar en su banquete nupcial.
El lavatorio de los pies revela todo el Misterio de Cristo, de la Encarnación del
Hijo de Dios hasta la muerte, en el que Él se acerca a nosotros como Servidor. El gesto
expresa precisamente esto: el amor servicial de Jesús. Y es este amor el que nos saca de
nuestra soberbia y nos hace capaces de Dios, nos purifica. El lavatorio que nos limpia
es el amor de Jesús, el amor que llega hasta la muerte haciéndonos pasar a la Vida, el
amor divino que entra en nosotros mediante su Espíritu y nos transforma, nos resucita
por dentro, nos da un ser nuevo.
4.
Desde esta comprensión del Misterio de Cristo en su conjunto en el gesto de
lavar los pies, podemos entender también el mandato que Jesús nos deja: “Si yo, que
soy el Señor y el Maestro, les he lavado los pies, ustedes también deben lavarse los pies
unos a otros” (Jn 13,14). La entrega de Jesús y su prolongación en el obrar de sus
discípulos van juntas. La exigencia de hacer lo que Jesús hizo no es un apéndice moral
al signo del lavatorio. Es una consecuencia del dinamismo intrínseco del don de la
gracia, con el cual el Señor nos convierte en hombres nuevos y nos acoge en su gloria.
Pedro no quiso ser lavado por Jesús, pero recibió un reproche del Maestro. Sin
haber experimentado el don, ¿podría haber realizado luego la tarea de lavar a los
hermanos?
El gesto que realizaremos en la Misa de la Cena del Señor expresa la exigencia
para nosotros del mandamiento nuevo del amor, como Jesús: “Como el Padre me amó,
también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor… Este es mi
mandamiento: ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más
grande que dar la vida por los amigos” (Jn 15, 9.12-13). El mandamiento expresa
también la exigencia de ser misericordiosos como el Padre (cf. Lc 6.36).
Esto es precisamente lo que Jesús nos enseña al decirnos: “les he dado el
ejemplo, para que hagan lo mismo que yo hice con ustedes” (Jn 13,15). El obrar de
Jesús se convierte en el nuestro, porque Él mismo es quien actúa en nosotros. El
ejemplo es para todo creyente, pero el don debe manifestarse con una fuerza especial
en los sacerdotes, que hemos sido consagrados para el ministerio, para imitar lo que
celebramos.
5.
La celebración del Jubileo de la Misericordia, con la mirada en Jesús arrodillado ante
nosotros, nos lleva a comprender que la verdadera novedad del mandamiento de la
misericordia y del amor no consiste en una exigencia moral más elevada, ni siquiera la
llamada a una entrega suprema, hasta dar la vida. La novedad solamente puede venir
del “ser nuevo” que se nos ha dado, del don de la comunión con Cristo, del vivir con
Él.
Debemos dejarnos “lavar”, dejarnos sumergir en la misericordia del Señor;
entonces también nuestro “corazón” encontrará el camino del amor misericordioso. El
“mandamiento nuevo” está unido a la novedad de Jesucristo, al sumergirse
progresivamente en Él, desde el Bautismo que es inmersión en su Pascua, hasta el
tránsito final.
El mandamiento nuevo es la misma gracia del Espíritu Santo: “el amor de Dios
ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado”
(Rom 5,5). El mandamiento del amor no es una norma nueva, sino la nueva interioridad
dada por el mismo Espíritu de Dios. Ser cristiano es ante todo un don, pero que luego
se desarrolla en la tarea de poner en práctica ese don, a ejemplo de Jesús Servidor
obediente y misericordioso.
Pidamos con San Agustín la gracia de vivir la verdadera novedad del
cristianismo, recibir el don del amor para, con su fuerza, imitar ejemplo de amor
misericordioso que nos dejó Jesús: Señor, “dame lo que mandas y manda lo que
quieras”.
La contemplación de la misericordia del Padre en el rostro y en los gestos de
Jesús nos lleve a vivir santamente la Pascua.
+ Luis Armando Collazuol
Obispo de Concordia
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