CIUDADANÍA Y PARTICIPACIÓN POLÍTICOS Y CIUDADANOS DESDE UNA PERSPECTIVA SOFÍSTICA Josep Pradas (SFP-UB) Resumen: El autor analiza la relación de los ciudadanos con la praxis política desde la perspectiva sofista, según la cual la opinión es totalmente válida pero no suficiente para ejercer el derecho de participación activa y para gobernar, sino que además es necesario definir cuál es el bien de la ciudad. Para ello, políticos y ciudadanos han de poseer un saber político adecuado. Por esta razón, sólo una ciudadanía fuerte en cuanto a formación política puede afrontar los retos de la participación democrática; sólo en estas condiciones la democracia puede afrontar los riesgos de un sistema de decisiones políticas que depende de la voluntad de los ciudadanos, incluso de aquellos absolutamente desinteresados en ejercer cabalmente sus deberes. Si la democracia depende de la ciudadanía, un pueblo desinteresado e indiferente ante el saber puede ser su mayor enemigo. Palabras clave: ciudadanía, educación para la ciudadanía, populismo, demagogia. ¿Qué es un político? Un político es alguien que afirma públicamente que sabe o cree saber lo que conviene a la colectividad, y aspira a convencer a los demás de que él es la persona adecuada para poner en práctica eso que conviene hacer. No es nada extraño asociar la práctica política con el conocimiento, en el mismo sentido en que los médicos conocen los mecanismos de la enfermedad y la salud, como si el Estado pudiese compararse con un cuerpo enfermo o simplemente necesitado de prevención. La metáfora del político como médico es usada hasta la saciedad por Platón, y la encontramos también ejemplificada en textos asociados a los sofistas1. El político ha de saber gestionar la relación de circunstancias que concurren en un Estado, para así considerar el devenir del mismo. Temístocles, hacia el 490 a. C., y ante la amenaza persa, tenía la convicción de que Atenas debía aprovechar su ventaja naval en lugar de aferrarse a los sistemas defensivos tradicionales, de los cuales era partidario Arístides el Justo. Los acontecimientos posteriores demostraron que el primero tenía razón, más allá incluso de sus propias expectativas. Pero la sabiduría política de Temístocles sólo es demostrable a posteriori, y es evidente que pudo haber fallado en sus previsiones. 1 Vid. Platón, Teeteto 167a, en relación con Protágoras, por ejemplo. 1 El político se presenta como alguien que sabe, pero ha de convencer a los ciudadanos de que posee realmente esa condición, y les ha de convencer también de que eso que dice saber es lo que ha de realizarse. En este punto se abren dos posibilidades: a) el político sabe, o cree saber, lo que es conveniente, y ha de conseguir que el pueblo le apoye para realizar eso que es conveniente; b) el político sabe qué es lo que el pueblo desea realizar, lo presenta como un saber propio, y consigue que aquél le apoye y le otorgue su confianza, pero no declara abiertamente que sabe lo que sabe del pueblo. En el primer caso, el político ha conseguido seducir la voluntad de los ciudadanos para que acepten su propuesta como buena frente a otras, y es práctica habitual en la democracia de todas la formas y épocas, designada con un vocablo, demagogia, que hoy tiene un claro sentido peyorativo; en el segundo, el político capta los deseos latentes en el pueblo, los interioriza y asume, y se presenta como el que está dispuesto a realizarlos, y es también una práctica habitual en la democracia de todas las formas y épocas, conocida como populismo. Vista así, la relación de los políticos con la ciudadanía en el seno de una democracia bascula entre los límites de la demagogia y los límites del populismo. Toda consideración posterior sobre la participación de la ciudadanía en una democracia habrá de tener en cuenta este abanico de posibilidades. El populismo es una de las formas de democracia en la que mayores facilidades encuentra la arbitrariedad para abrirse paso. Pero la arbitrariedad es precisamente aquello que el orden político de derecho pretende evitar: que el poder pueda ejercerse caprichosamente, venga de donde venga. La democracia, tanto en su forma representativa como en su modalidad clásica, participativa y directa, ha de contar con este riesgo, porque la legitimidad del poder político descansa en última instancia sobre la voluntad popular. Naturalmente, la mayoría de los sistemas democráticos cuenta con mecanismos para que las mayorías no tiranicen a las minorías, como los límites constitucionales o los diferentes filtros establecidos para evitar que cualquiera pueda ser elegido. Pero la arbitrariedad popular y la arbitrariedad del poder político legitimado por aquélla se encuentran dentro de los límites operativos de las democracias de ayer y de hoy. La arbitrariedad de la opinión y la voluntad populares puede neutralizarse mediante el conocimiento, en la medida que el saber puede oponerse con éxito al deseo. Por esta razón, o bien el político se presenta ante los ciudadanos como un sabio, o bien se deja asesorar por los que lo son. La sabiduría, en tanto que proporciona autoridad al poder 2 político (igual que se la proporciona al médico, frente a los deseos del enfermo que se resiste a tomar un medicamento desagradable), sirve para conseguir que el pueblo escuche, asienta y consienta en que sean tomadas medidas que le disgustan, e incluso para lograr que el pueblo se desdiga de sus intenciones iniciales. En la sabiduría, propia o ajena, el político convence a los ciudadanos, seduce al pueblo. Tal es la función que Platón atribuye a los sabios, es decir, a los sofistas.2 ¿Quién es sabio? Sabio es quien sabe, y también quien dice que sabe y convence a los demás de que sabe. Esta idea se corresponde con lo que conocemos de los sofistas: que saben y anuncian a los cuatro vientos, de ciudad en ciudad, que saben, que pueden hablar de cualquier tema tanto con prolijidad como con concisión. Sofistas como Protágoras y Gorgias se jactaban de ser capaces de hablar con prolijidad o concisión de cualquier tema que les fuera propuesto, como forma de hacerse publicidad y de presentarse ante su audiencia; más aún, se jactaban de tener solución para los problemas políticos a partir de unos extensos conocimientos enciclopédicos3. Para Tovar, sin embargo, la actitud de los sofistas era pura petulancia4. En cualquier caso, era una petulancia necesaria para llevar a cabo su función en una democracia, donde quien no habla no es escuchado, y se correspondía con la realidad de los hechos: los sofistas era sabios, y tenían autoridad como tales en Atenas. Los sofistas eran expertos en muchas disciplinas y enseñaban sus conocimientos, se hacían publicidad participando en eventos multitudinarios, o aprovechaban sus éxitos entre lo políticos para conseguir fama y prestigio y así ganar más discípulos entre las clases adineradas. Un sofista podía aconsejar a un político sobre el uso de la palabra o la conveniencia de llevar a cabo tal acción para ganarse las simpatías populares, etc. En este sentido, los sofistas ejercían indirectamente la política, pues los políticos profesionales reclamaban sus consejos y sus conocimientos de las artes que sirven para convencer a los demás. La autoridad del sabio se ponía al servicio del bien común. 2 Vid. Platón, Fedro 261a. Para esta cuestión, vid. Platón, Protágoras 318b, 329b, 334e-335a; Gorgias 448a, 449c y 461d-462b (en este caso referido a Polo), Fedro 267ab y Sofista 232be; también Filóstrato, Vida de los sofistas I 10, 4. 4 Vid. Tovar, Vida de Sócrates. Madrid, Revista de Occidente, 1966, págs. 225 y 226. 3 3 Sofística y democracia ateniense se necesitan y se complementan. Protágoras, el primer sofista clásico, ejerció este papel de sabio para la democracia en todas sus facetas: viajero incansable, residió en varias ocasiones en Atenas, donde ejerció como asesor de Pericles, que, educador de jóvenes aspirantes a políticos no siempre de origen acaudalado, diseñador de constituciones, fue una figura clave del panorama intelectual de la ciudad. Su filosofía puede sintetizarse en un relativismo basado en la subjetividad del conocimiento experiencial (homomensura), por el cual todas las perspectivas tienen el mismo valor de verdad. Pero Protágoras reserva un espacio al sabio, aquél capaz de elaborar una idea racionalizada del mundo y del hombre sobre una base experiencial, y que es útil para la práctica de la vida y la política. En este sentido se puede decir que los juicios del sabio pueden ser mejores (no más verdaderos) que los juicios de los demás. Platón explica, a través de Sócrates, estas ideas de Protágoras, en el Teeteto:5 …a los que se ocupan del cuerpo los llamo médicos y a los que se ocupan de las plantas los llamo agricultores. Sostengo, en efecto, que éstos infunden en las plantas, en lugar de las percepciones perjudiciales que tienen cuando enferman, percepciones beneficiosas y saludables, además de verdaderas, y que los oradores sabios y honestos procuran que a las ciudades les parezca justo lo beneficioso en lugar de lo perjudicial. Pues lo que a cada ciudad le parece justo y recto, lo es, en efecto, para ella, en tanto lo juzgue así. Pero la tarea del sabio es hacer que lo beneficioso sea para ellas lo justo y les parezca así, en lugar de lo que es perjudicial. En este fragmento, Protágoras se refiere al sabio que puede indicar o sugerir cuál es el bien de la ciudad. Enlaza con la misma problemática que afecta a Platón: la relación de la ciudadanía con la adecuada praxis política. Sabemos que Platón sólo admite esa relación si se produce en el seno de la episteme, si hay un conocimiento objetivo en el sabio-político, y desplaza de toda participación política a la opinión popular por su subjetividad; sólo el sabio puede ser ciudadano. En la idea del sabio protagórico que asesora a políticos, en cambio, no media la objetividad; el sabio sigue teniendo un saber subjetivo, sólo que cargado de un conocimiento experiencial que le da un cierto valor 5 Platón, Teeteto 167bc. Sobre la necesidad de la educación para perfeccionar la virtud política, vid. Platón, Protágoras 324ab y 327d-328b. También Gorgias comparte esta concepción del sabio como hombre de experiencia, conocedor del bien de la ciudad; vid. Platón, Gorgias 460ab y Menón 71e-72a, y Aristóteles, Política I 13, 9-11, 1260a. 4 práctico y le proporciona un cierto carisma. Ese saber subjetivo sólo puede ser decisivo políticamente si tiene en cuenta la subjetividad de la opinión pública, si representa bien a la intersubjetividad o es capaz de modificarla. Es decir, si es también capaz de moverse entre populismo y demagogia, pues para seducir a los demás hay que tomar sus necesidades como punto de partida. Desde un punto de vista político, el subjetivismo de Protágoras sirve para justificar el hecho esencial de que en la democracia las decisiones las toman los ciudadanos a través de los políticos, que a su vez consultan a los sabios para asegurarse de seguir la dirección correcta, aunque también pueden hacer caso omiso de sus consejos si la presión popular lo exige. El poder se sirve del sabio, y no al revés. Puede que la subjetividad del sabio tenga mayor valor práctico que la subjetividad de los legos, pero carece de valor decisorio sin el apoyo de éstos. Pero es necesario contar con el pueblo para aplicar las soluciones que el sabio propone al político, dado que el pueblo no está generalmente preparado para tomarlas por su cuenta; aquí radica la utilidad de la retórica: como demagogia, instrumento para convencer al pueblo de lo que es bueno para la ciudad. Sin embargo, de esta misma necesidad deriva el riesgo: que un político se haga eco de las voces de los ciudadanos para conseguir el poder y use la retórica para aprovecharlo en pos de sus propios intereses. De ahí surge el imperativo de educar también al pueblo en los secretos de la participación política, y no sólo a los que desean ser políticos profesionales, porque un pueblo sin la formación política adecuada no puede ejercer cabalmente las funciones propias de la ciudadanía, esto es, la participación activa en la definición del bien colectivo. ¿Quién es ciudadano? Ciudadano es quien posee, entre otros derechos, aquellos que le dan acceso a la participación política y a contribuir de alguna forma a la construcción del Estado. Esto es así en cualquier régimen político, de manera que, como dice Aristóteles, “el que es ciudadano en una democracia, muchas veces no lo es en una oligarquía”6. En las democracias actuales se atribuye la participación casi exclusivamente al acto de votar para elegir representantes o decidir en un plebiscito, participar en un jurado popular o en una mesa electoral, poder presentarse para ser elegido, pagar impuestos y otras muchas 6 Aristóteles, Política III 1, 2 y 6. 5 acciones que se enmarcan en el complejo entramado de relaciones entre los ciudadanos y el Estado. Pero todo ello, en general, parece muy alejado de la sensación de participación activa y positiva en la construcción de la polis que pudieron llegar a sentir los ciudadanos atenienses del siglo V. Los sofistas advirtieron que la participación política exigía, para realizarse al máximo, una formación que permitiera ir más allá del acto de escribir un nombre en una ostraka bajo la influencia de diversos discursos. Si ser ciudadano supone la eventualidad de decidir qué es el bien de la comunidad y quién puede ser su enemigo, entonces se hace evidente que el ciudadano cabalmente preparado para ejercer ese derecho ha de tener una formación equivalente a la que tienen los políticos profesionales; ser ciudadano significa poder replicar al político con sus mismos instrumentos (las artes retóricas), entrar en esa actividad agonística y a la vez pacífica que es la política preparado para poner en la mesa los propios argumentos en lugar de limitarse a escuchar los estudiados discursos de los políticos profesionales. El proyecto pedagógico de los sofistas tenía una doble orientación: instruir a los políticos que deseaban ejercer esa actividad de forma que hoy llamaríamos profesional y asesorarles en el ejercicio del poder (conscientes de que pocos políticos son realmente tan sabios como dicen ser); y también se dirigía a todo aquel que deseara adquirir esos conocimientos particularmente. El proyecto sofista incluía a la ciudadanía, y no exclusivamente a la alta ciudadanía, sin duda porque entendieron que una ciudadanía de calidad no podía ir separada de una formación cultural como la que los sofistas aportaban. Es cierto que los sofistas no ofrecían sus enseñanzas a precios populares, pero en su modelo pedagógico ya no era imprescindible ser aristócrata para recibir una formación intelectual muy superior a la tradicional. La revolución de la educación sofista en Atenas pretendía precisamente esto, que cualquiera pudiese alcanzar un alto grado de formación cultural y política, al margen de su ascendencia social, y para ello había alternativas al elevado coste de los honorarios habituales de los sofistas.7 7 Vid. Diógenes Laercio, Vidas IX 56 y Platón, Protágoras 328b, al respecto de Protágoras; Pródico también ofrecía lecciones resumidas por una dracma, al alcance incluso de Sócrates, según Platón, Crátilo 384b. Como sugiere Rodríguez Adrados, no es correcto dudar de las intenciones democratizadoras de los sofistas por el mero hecho de ser sus discípulos mayoritariamente adinerados e incluso aristócratas. La pedagogía sofista, que rompe con el modelo tradicional, aristocrático y restrictivo, está abierta a todos los ciudadanos; vid. Rodríguez Adrados, La Democracia ateniense. Madrid, Alianza, 1975, II, cap. 3, págs. 166-167. 6 La intención de los sofistas consistía en educar a los ciudadanos en la actividad política, en hacerlos un poco sabios, imbuirles del espíritu enciclopédico e ilustrado que ellos traían, para que los ciudadanos pudieran también hablar de cualquier tema con prolijidad y concisión, y así poder enfrentarse a los supuestos sabios que ocupaban el poder. Se trataba de poner a los ciudadanos a la altura cultural de los políticos profesionales, para competir con ellos en condiciones de igualdad y evitar sus engaños, y a la vez poder convencer a los demás gracias a esas mismas artes aprendidas de los sofistas. Se trata de extender el juego erístico a ambos planos de la vida pública, participación y ejercicio del poder. Tanto los sofistas como Platón desconfían de la opinión del pueblo no ilustrado: el político no debe seguir exclusivamente la opinión popular porque ésta es maleable, como la retórica demuestra, o simplemente porque no es fiable. En el uso desmedido de la opinión popular advertían los riesgos del populismo extremo, que se alimenta de la habitual incultura del pueblo y de su desinterés en la construcción activa de la polis. Por esta razón, ambos asocian la figura del sabio a la política. El sabio sofista y el sabio platónico son diferentes, ciertamente, pero ambos están ahí por la misma razón, para evitar que los políticos hagan un mal uso de la opinión popular. Platón vio en el populismo el mejor argumento contra la democracia y propuso como solución marginar al pueblo de la participación, reducir la ciudadanía al ámbito de los filósofos, únicos capaces de definir el bien de la ciudad. Pero si la figura del político se asocia tradicionalmente a la idea de sabio, en el sistema platónico esa asociación no ha de ser una simple apariencia con la que engatusar al pueblo, sino una realidad a partir de la cual afrontar la difícil tarea de definir el bien de la ciudad y realizarlo al máximo, aunque sea sin contar con la opinión del pueblo. En este sentido, sólo los sabios pueden ser políticos y, en tanto que políticos, ciudadanos. Los sofistas, al menos en su primera época, apostaron por extender la cultura al pueblo para poner una barrera al populismo y mantener la democracia dentro de unos límites razonables. Los sofistas entendían que el conocimiento está al alcance de cualquiera que se interese por él, que todos pueden aportar su perspectiva, en principio tan válida como la de cualquier otro, para la construcción de la ciudad. En definitiva, aportaron una concepción dinámica de la participación de la ciudadanía en la política sobre la base de fundamentar la opinión como una forma de conocimiento experiencial 7 que ellos podían enseñar, siguiendo la función que tradicionalmente se atribuía a los factores culturales desde la época arcaica. Entre populismo y demagogia Quizás este empeño sofista, con amplias posibilidades de aplicación en un sistema de participación como la democracia ateniense, resulte alejado de los límites operativos del sistema representativo moderno. Pero el mensaje de fondo no es nada extraño en nuestro contexto: significa que el ciudadano activo debe interesarse por la cultura y el desarrollo de un pensamiento crítico para recibir adecuadamente el inmenso caudal de información, ideas, interpretaciones y argumentos que los políticos profesionales generan, en competencia directa o en colaboración con los profesionales de la publicidad. El relativismo cultural no ha de servir sólo para entender a los otros y conciliar diferencias, según una versión políticamente correcta de él; tiene también una versión erística que ha de servir para sospechar de las otras perspectivas y como catalizador de la participación. En este marco de relaciones entre los ciudadanos y los políticos, donde la opinión popular cuenta decisivamente hasta el punto de que todos los sistemas de contención de la arbitrariedad popular pueden resultar deslegitimados si no son aceptados por el pueblo mismo, queda abierta la posibilidad de que los políticos recojan la opinión del pueblo para ganar el poder. La aceptación de la democracia obliga a asumir la necesidad de contar como buena la opinión subjetiva del pueblo, con todos los riegos que eso conlleva. No tiene sentido plantear la idea de ciudadanía democrática, es decir, la de mayor alcance participativo al menos en lo cuantitativo, sin aceptar que la doxa tiene prioridad práctica sobre la episteme, tanto si estamos en la Atenas de Pericles como en el régimen polaco de los hermanos Kaczynski (finalmente derrotados en las elecciones de octubre), o en la república bananera de Berlusconi. Sea cual sea el estatuto epistemológico de las ideas que aportan los asesores políticos, los técnicos y los sabios que ayudan a tomar decisiones a los gobernantes, hay una instancia última, la doxa popular, que puede desautorizar la episteme de los sabios. Por esta razón, el político profesional y su asesor no pueden librarse del populismo. No hay objetividad si todo depende de la subjetividad. En la democracia, las decisiones se someten tarde o temprano al juicio popular. Los partidos recogen la opinión del 8 pueblo y la representan en los parlamentos; o el pueblo asiste directamente a las asambleas y toma decisiones. Es el incontestable dominio de la subjetividad. Frente a éste, Platón esgrimió el poder absoluto de la objetividad del sabio, porque desconfiaba de la validez epistemológica de la doxa. En la democracia hay, a lo sumo, una cierta intersubjetividad que se concreta en el apoyo popular mayoritario a un líder político o a sus decisiones; o si se prefiere, una leve concreción de incierta objetividad, sólo aparente, fundamentada en la persona y el carisma del líder que es capaz de representar opiniones mayoritarias o de seducir para modificarlas. Representar o guiar; populismo o demagogia; ser apoyado o seducir para conseguir apoyos; asumir o convencer. En estos márgenes se mueve la acción política en todas las modalidades de la democracia. Este plano de acción no puede modificarse para eliminar el riesgo del populismo, porque limitar las posibilidades de la opinión subjetiva del pueblo supone inevitablemente limitar la esencia misma de la democracia, que consiste en el predominio de la voluntad popular sobre la supuesta objetividad de las convicciones de los políticos y sus asesores. Más aún, la transformación de una democracia en populismo puede ser absolutamente legítima, e incluso puede tener justificación ética cuando sirve como único camino para resolver situaciones de precariedad social y económica. Así, los sistemas democráticos han de saber defenderse de los riesgos del populismo sin llegar a despreciar el valor de la opinión popular, de la cual se alimentan, por mucho que lo políticos crean, secretamente, que una vez en el poder sus opiniones obtienen validez objetiva mediante la legitimidad que proporcionan los votos. En última instancia, el marco de relaciones entre los ciudadanos y la política, en una democracia, implica que la calidad del sistema político que permite decidir al pueblo dependerá de la calidad global de la ciudadanía y de si ese pueblo es capaz de acrecentar las bondades de su sistema político o de deteriorarlo progresivamente. A partir de aquí podemos comprender la importancia que los sofistas daban a la formación política de los ciudadanos. Una última referencia al presente: ante el creciente déficit en la calidad participativa de las ciudadanías occidentales (apatía por un lado; deficiencias participativas de los sistemas, por otro), cabe preguntarse si podemos confiar hoy, como hicieron en su época los sofistas, en las posibilidades de la educación de la ciudadanía para evitar los riesgos del populismo desmedido, o si ya sólo nos queda el recurso del sabio asesor que hoy llamamos técnico especialista en problemas concretos, con los riesgos específicos 9 que esta figura entraña; si podemos confiar en la educación a pesar de que a la ciudadanía no le interesa, es decir, si no desea adquirir cultura política, ni humanística, ni científica, ni artística, ni mucho menos filosófica; si en numerosos y variados sectores sociales hay un cierto desdén por la cultura y una firme indiferencia por la lectura; si los sofistas actuales carecen del carisma de los antiguos y viven en el descrédito; si el interés cultural se concentra casi exclusivamente en saberes técnico-profesionales y en las nuevas tecnologías informacionales, y si la participación ciudadana parece orientarse sólo hacia los estantes de los hipermercados. Bibliografía Aristóteles, Política. Madrid, Gredos, 1994. Platón, Diálogos. Madrid, Gredos (varios volúmenes y fechas de edición según volumen). Rodríguez Adrados, F., La Democracia ateniense. Madrid, Alianza, 1975. Sofistas, Testimonios y fragmentos. Madrid, Gredos, 1996. Tovar, A., Vida de Sócrates. Madrid, Revista de Occidente, 1966. 10