Pequeñas historias de los elementos químicos

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Pequeñas historias de los
elementos químicos
David Zurdo
Revista Digital de ACTA
2013
Publicación patrocinada por
Pequeñas historias de los elementos químicos
© 2013, David Zurdo
© 2013,
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Pequeñas historias de los elementos químicos
LA TABLA PERIÓDICA
Dimitri Mendeleyev fue el decimocuarto hijo de una familia siberiana con no demasiados recursos
económicos. Nació en 1834 y, pronto, su madre decidió llevarlo a San Petersburgo para que
pudiera estudiar y prosperar, a pesar de las dificultades, ya que el chico demostraba poseer una
aguda inteligencia. Con ayuda de un subsidio del Gobierno, Mendeleyev viajó más tarde a
Alemania para completar sus estudios. No fue hasta 1861 cuando, al fin, regresó a San
Petersburgo, donde tuvo que dividir su tiempo entre la universidad, donde más tarde ocuparía la
cátedra de química, y las expediciones a regiones remotas de los Urales y el Cáucaso, trabajando
como consultor para el Gobierno en diversas materias.
Por aquel entonces, el principal interés de Mendeleyev era encontrar un sentido a los elementos
químicos. En 1869 elabora un manual, Principios de Química, inicialmente para sus estudiantes.
Pero este manual no es otra cosa que la Tabla Periódica, producto de una larga reflexión y de un
curioso sueño en que, en las propias palabras del ruso: «Vi una tabla en la que todos los
elementos encajaban en su lugar. Cuando desperté, tomé nota de todo en un papel». Este
episodio, estudiado por la psicología, ocurre con mayor frecuencia de lo que cabría suponer, ya
que la mente sigue funcionando durante el sueño y, a veces, es capaz de dar soluciones que no
se consiguen en los periodos de vigilia.
Figura 1. Dimitri Mendeleyev, el padre de la Tabla Periódica .
Mendeleyev elaboró 73 cartas, una para cada elemento conocido hasta el momento. En ellas
escribió sus pesos atómicos y algunas características químicas. Sobre una mesa, empezó a
colocar las cartas como si fuesen parte de un puzzle; en una fila los elementos más ligeros,
consciente de que los halógenos pertenecían a la misma clase. Después se dio cuenta que los
elementos más ligeros de cada clase típica le permitían colocar, de manera lógica, a sus primos
más pesados en otra fila. Luego era cuestión de completar el puzzle, colocando cada uno de los
restantes elementos bajo el primer elemento de la fila de su grupo, ordenados según su peso
atómico en sentido creciente. En 1871, este esquema se calificaba de «periódico», pero pasaron
muchos años hasta que adquirieron las posiciones que hoy día conocemos.
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Mendeleyev afirmó que su tabla podía predecir importantes propiedades de los elementos como,
por ejemplo, su densidad o su punto de fusión. Pero esto era sólo desde un punto de vista
puramente teórico. Muchos químicos eran escépticos, ya que parecía que esta tabla había surgido
sin más, por arte de magia. En ella existían unos huecos, correspondientes a elementos aún no
conocidos. Para sorpresa de todos, en 1875 Paul-Emile Lecoq de Boisbaudran descubrió un
elemento similar al aluminio, al que denominó galio. Lecoq no conocía la tabla confeccionada por
Mendeleyev, pero, además de existir un hueco especifico para este nuevo elemento, la forma en
que fue descubierto había sido predicha por el ruso. Sin embargo, Lecoq afirmó que la densidad
del galio era bastante más baja que la que Mendeleyev había predicho, lo que éste desmintió
solicitando una nueva muestra, lo más pura posible.
En 1879, Lars Nilson descubrió el escandio, que llenaba el hueco entre el calcio y el titanio. En
1886, Clemens Winkler aisló el germanio, que ocupó su puesto en la Tabla Periódica entre el
silicio y el estaño. Se fueron publicando distintas ediciones, a medida que los huecos se iban
rellenando. Medeleyev obtuvo el reconocimiento de academias extranjeras por su trabajo, pero
en San Petersburgo seguían sin reconocérselo, lo que le hizo verse obligado a dejar su puesto de
profesor en la universidad para dedicarse de nuevo a trabajar como asesor del Gobierno.
En 1894, William Ramsay descubrió el primer gas inerte, el argón. En la tabla no había hueco
para él, por lo que Mendeleyev creyó que ese gas no era más que una forma pesada del
nitrógeno, al igual que el ozono lo es del oxigeno gaseoso (tres átomos en lugar de dos). Pero
Ramsay fue descubriendo más gases inertes (o nobles); primero el helio, luego el neón y
posteriormente el kriptón y el xenón. Mendeleyev tuvo que añadir para ellos, finalmente, una
nueva columna en el margen derecho de la tabla.
Figura 2. Glenn Seaborg, artífice del reconocimiento de Mendeleyev en su propia Tabla Periódica.
En 1906 el Comité Nobel decidió no concederle su prestigioso premio a Mendeleyev, seguramente
porque la Tabla Periódica seguía en entredicho, más que nada por no haber sido capaz de
predecir los gases inertes. Tampoco le ayudó a obtener el Nobel el posterior descubrimiento de
Marie Curie y otros científicos de la desintegración radiactiva de los elementos.
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Mendeleyev nunca supo que, al fin, se reconocería su gran trabajo. El reconocimiento universal,
tan merecido, llegó cincuenta años después de su muerte. Fue de una manera poética, cuando se
bautizó al elemento 101 con su nombre, mendelevio; un elemento del cual se han podido
producir minúsculas cantidades en aceleradores de partículas que se desintegran tan
rápidamente que únicamente se han podido medir algunas de sus propiedades. El mendelevio fue
descubierto por Glenn Seaborg y él mismo fue quien solicitó que se homenajeara al gran químico
ruso poniendo su nombre al elemento, ya que su Tabla Periódica es uno de los grandes
descubrimientos en el mundo científico y químico.
UNA HISTORIA CON ORO
A partir de 1933, muchos científicos judíos alemanes, entre ellos los dos premios Nobel de física:
Max von Laue (1914, por el descubrimiento de la difracción de los rayos X) y James Franck
(1925, por la confirmación experimental de la cuantificación de la energía), tuvieron que emigrar
de su país o refugiarse en laboratorios extranjeros, ya que los nazis los estaban oprimiendo.
Estos dos premios Nobel decidieron dar en custodia sus medallas al físico danés Niels Bohr, para
que las escondiese en el Instituto de Física Teórica en Copenhague.
Figura 3. Niels Bohr, premio Nobel de física por sus trabajos sobre la radiación y la estructura del át omo.
Bohr se deshizo de su medalla donándola a una subasta destinada a la ayuda de guerra, pero en
su laboratorio seguían las medallas de sus colegas cuando, en abril de 1940, los nazis ocuparon
Dinamarca. Estaba muy preocupado y no sabía muy bien qué hacer. Sólo sabía que tenía que
hacerlas desaparecer de su laboratorio porque, sí los alemanes las descubrían, comprometería a
los científicos. En las medallas estaban grabados los nombres de los premiados y además estaban
hechas de oro, por lo que era ilegal sacarlas de Alemania. Bohr, junto con su compañero George
de Hevesy (químico húngaro descubridor del hafnio en 1923), se pusieron a pensar en cómo
hacerlas desaparecer del laboratorio.
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A Hevesy se le ocurrió que podían enterrarlas, pero a Bohr no le pareció una buena idea, ya que
los nazis eran muy minuciosos en sus registros y podían llegar a descubrirlas. No les quedaba
casi tiempo, los nazis estaban ya por toda la ciudad y en cualquier momento se presentarían en
el laboratorio. Desesperado y angustiado, Bohr introdujo las medallas en unos frascos con agua
regia (ácido nítrico) para intentar disolverlas. No resultó demasiado bien, ya que se trataba de
una cantidad considerable de oro y el proceso químico no tuvo tiempo de completarse. Pero, para
suerte de Bohr y su compañero, los frascos contenían un líquido pardusco y pasaron
desapercibidos a los ojos de los nazis cuando ocuparon el Instituto de Física Teórica.
Allí permanecieron, en un estante del laboratorio, durante toda la guerra. El agua regia por fin
disolvió el oro de forma natural, de modo que, tras la guerra, Bohr envío los botes junto con una
carta explicando lo sucedido a la Real Academia Sueca de Ciencias. El oro se pudo recuperar y la
Fundación Nobel volvió a acuñar las medallas de los dos físicos con el mismo oro del que habían
sido hechas originalmente.
UNA HISTORIA CON PLATINO
En 1931, Frank Capra estrenó su película Platinum Blonde. En España se tituló La jaula de oro,
aprovechando el simbolismo de este metal, aunque la traducción más fiel hubiera sido «rubia
platino». En principio, la película se iba a titular Gallagher, el nombre del personaje encarnado
por Loretta Young, pero el productor, el excéntrico multimillonario Howard Hughes, insistió hasta
conseguir el cambio de título para así promocionar a la actriz que él patrocinaba, Jean Harlow.
Figura 4. Cartel de la película de Frank Capra que popularizó a las «rubias platino» y al platino mismo.
En el filme, ella es una dama de la alta sociedad, rubia platino (por supuesto), que seduce y se
casa con un periodista, interpretado por Robert Williams, que investiga un escándalo en el seno
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de su familia. El plan de Hughes resultó y Jean Harlow se convirtió al instante en una estrella,
que al mismo tiempo promovió la moda del cabello decolorado. Lo más curioso es que, como la
película se rodó en blanco y negro, Hughes, en un astuto plan de marketing, ofreció un premio al
peluquero que consiguiera un tinte igual al de la protagonista... ¡a sabiendas de que era
virtualmente imposible que alguien lo lograra!
UNA HISTORIA CON HIERRO
En la Antigüedad, los místicos y los filósofos buscaban correspondencias entre el Sol, la Luna y
los planetas con los metales, pero no se sabía muy bien qué metales eran puros y cuáles eran
mezclas, por lo que, por ejemplo, los metales y aleaciones utilizadas para acuñar las monedas se
solían colocar al mismo nivel que el oro, la plata, el plomo y el estaño. No se sabe muy bien
cuándo se asoció Marte con el hierro, ya que en principio se asociaba con Mercurio, y cuándo los
alquimistas asignaron el planeta Mercurio a este metal, dejando así huérfano al hierro.
Mucho más tarde, los científicos sólo podían especular que el planeta rojo era rico en hierro.
Incluso con el invento del espectroscopio, en 1859, que permitía analizar la luz emitida por
cuerpos luminosos, los primeros equipos sólo eran sensibles a las emisiones de luz y no podían
funcionar con seguridad por la luz reflejada desde objetos no luminosos. Además, en ese tiempo,
los astrónomos estaban demasiado ensimismados en el estudio de los polos de Marte, similares a
los de nuestro planeta, y sus sorprendentes «canales».
Figura 5. Los robots «marcianos» nos han aportado un conocimiento bastante preciso de la superficie del
Planeta Rojo.
Marte posee una atmósfera tenue y se pensaba entonces que era de un color azul oscuro. Pero
no, es de color caramelo, debido a las tormentas de polvo. La superficie está cubierta por este
mismo polvo, limonita, que es óxido de hierro. Esto se conoce gracias a las naves espaciales que
visitaron el planeta en 1976 (Viking) y en 1997 (Pathfinder). Actualmente también se sabe que
las concentraciones de polvo en la superficie son mayores que en la corteza interior, por lo que
no puede ser originario del planeta y la hipótesis más aceptada es que pudo llegar en meteoritos.
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UNA HISTORIA CON MERCURIO
El mercurio es un metal líquido que posee ciertas cualidades que hacen que fluya a temperatura
ambiente, gotee y brille. En la Antigüedad existían lugares donde se obtenía con mucha facilidad.
Era muy apreciado en la América precolombina y, entre los musulmanes, su posesión era un
rasgo de vida lujosa. Así, en el año 936, el califa Abderramán III construyó en Medina Azahara,
cerca de Córdoba, su impresionante palacio con jardines, mezquita y estanque cubierto,
construido de tal forma que en él se reflejaran los rayos solares.
Pero este estanque no estaba lleno de agua, sino de mercurio, nada menos. Cuando los
sol incidían en él, hacían que la estancia se llenara de brillantes haces de luz (un poco
bolas de discoteca de los años 70). Al califa y sus invitados les encantaba sumergir los
el frío y envolvente líquido y jugar con él. Claro que, en aquel tiempo, desconocían por
sus características venenosas.
rayos del
como las
dedos en
completo
Figura 6. El mercurio es un metal que ha fascinado al ser humano desde la Antigüedad .
UNA HISTORIA CON FÓSFORO
Los alquimistas pueden ser considerados antecesores de los químicos, por mucho que sus ideas a
menudo estuvieran plagadas de conceptos estrafalarios y acientíficos. Hennig Brand fue uno de
estos alquimistas, un alemán de Hamburgo que pretendía obtener la Piedra Filosofal. Su
adinerada esposa le permitió dedicarse a su laboratorio alquímico. Brand (que significa «fuego»
en alemán) creía firmemente en la hipotética conexión entre el oro y la orina humana, una
conclusión a la que habían llegado sus predecesores alquimistas por el color similar de ambas
sustancias (similar relativamente, claro).
De este modo, Brand se dedicó a recoger su orina durante un largo tiempo, dejándola evaporarse
para, finalmente, destilar los restos. En sus trabajos de «laboratorio» observó que esos restos, al
producir vapores, desprendían un extraño brillo, que calificó de «fantasmal», y que el material de
aspecto cerúleo blanquecino resultante también emitía esa desconocida luminosidad, además de
encenderse en contacto con el aire.
Lo que más sorprendió a Brand fue que la luz no emitía ninguna clase de calor, de modo que
parecía ser una facultad propia de la sustancia que había creado a partir de su orina. Algo que le
llevó a concluir que, a fin de cuentas, quizá había dado con la ansiada Piedra Filosofal. Pero los
años siguientes le dejaron claro que, a pesar de todos sus esfuerzos, no podía obtener oro con
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orina. El único oro que consiguió fue el que le pagó el duque Johann Friedrich de Hannover por
trabajar para él. Sin embargo, aunque Brand nunca lo supo, había dado un gran paso hacia el
descubrimiento de un nuevo elemento químico: el fósforo.
Figura 7. Henning Brand pintado en un fantasioso laboratorio alquímico por Joseph Wright .
UNA HISTORIA CON RADIO
Si hay una mujer destacada en la historia de la ciencia, y con todo merecimiento, esa es Maria
Sklodowska, más conocida como Marie Curie (por su matrimonio con el científico francés Pierre
Curie) o aún más como Madame Curie. Tuvo que emigrar de su Polonia natal porque allí fue
discriminada en razón a su sexo, y buscar los aires más libres que soplaban en París. Madame
Curie consiguió ganar dos veces el premio Nobel, en física y en química, algo nunca igualado por
ningún otro científico hasta nuestros días.
Figura 8. Madame Curie en su laboratorio de París.
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El logro más famoso de esta gran mujer fue el descubrimiento del radio, un elemento radiactivo
que la obligó a años de esfuerzos titánicos para aislarlo a partir de grandes cantidades de
pechblenda, mineral de uranio. Marie fue capaz de conseguirlo y, además, descubrió que la
radiactividad era una propiedad de algunas sustancias, en contra de la opinión científica de la
época, que la atribuía erróneamente a una misteriosa interacción entre la materia y la energía.
A partir del descubrimiento del radio, éste se hizo muy popular. Peligrosamente popular.
Numerosos científicos empezaron a realizar experimentos propios con el nuevo elemento. Al no
conocerse sus efectos nocivos para la salud, se llegaron a abrir balnearios de aguas radiactivas y
se agregó radio a muchos productos de uso común, incluidos fármacos, e incluso en el pienso de
las gallinas o en una lana con la que se confeccionaban prendas para recién nacidos. Además de
a la palabra «radio», se apelaba a menudo al apellido «Curie» sin el menor atisbo de sonrojo. Por
ejemplo, en el Tónico Capilar Curie, que prometía, gracias al radio, estimular el crecimiento del
cabello y proteger su color natural.
El caso más flagrante ocurrió en los años 20 del pasado siglo. Una empresa de Nueva Jersey,
dedicada a pintar manillas de relojes con radio, tenía un grupo de empleadas que se divertían
pintándose las uñas o los dientes con el curioso elemento que brillaba en la oscuridad, ajenas al
peligro al que se estaban exponiendo. Quince murieron a consecuencia de estos «juegos». Por
suerte, hoy se conocen bien los riesgos de la radiactividad, y las fuentes de radio y otros
elementos radiactivos están circunscritas a los centros de salud y hospitalarios.
UNA HISTORIA CON PLO MO
El plomo ha sido un metal muy importante en la historia de la humanidad, aunque no siempre en
un sentido positivo. De plomo eran las balas de los soldados y también los tipos de las imprentas.
El plomo llevó la cultura a todo el mundo, fuera del ámbito de las abadías y los palacios; y
también causó la muerte a Beethoven (víctima del saturnismo, o envenenamiento por plomo, ya
que comía muy a menudo piezas cazadas con perdigones de este metal). Así de dispar es, a
menudo, todo lo que tiene que ver con la ciencia.
Figura 9. Grabado de Johannes Gutenberg y su imprenta, con la que llevó el conocimiento a todos.
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Pero quedémonos con lo mejor. Gutenberg, que tenía conocimientos de orfebrería, fue quien se
dio cuenta de que el plomo era ideal para elaborar con él los tipos móviles de su imprenta.
Resultaba fácil de trabajar y relativamente duradero ante presiones e impactos. La idea le surgió
observando las prensas de uva para fabricar vino. Se dio cuenta de que ese método podría
servirle para trasladar letras al papel a una velocidad inimaginable en su época. Tras varios
ensayos, el genio alemán de Maguncia obtuvo una aleación a base de plomo, estaño y antimonio.
Su acierto queda demostrado con un simple dato: los tipos de Gutenberg estuvieron vigentes
hasta la mitad del siglo XX.
UNA HISTORIA CON PLATA
De entre los metales conocidos desde la Antigüedad, la plata era el más blanco de todos. De
hecho, el nombre argentum, que en latín significa plata, proviene del sánscrito arjuna, que a su
vez deriva de una antigua raíz indoeuropea cuyo significado es «blanco». El oro y el cobre tienen
colores muy definidos. El plomo, el estaño y el hierro muestran una tonalidad grisácea. El único
metal parecido, aunque sólo en la tonalidad, es el mercurio, pero la «rareza» de ser líquido a
temperatura ambiente lo hacía ser considerado una sustancia distinta de los demás metales.
En todo caso, la relación entre la plata y el mercurio está en el nombre que los antiguos daban a
este último: hydrargyros, «agua de plata» en griego, o «plata líquida». Esta denominación, que
pasó al latín como hidrargirium, es responsable del símbolo químico del mercurio: Hg.
Figura 10. Espejo con superficie de plata de un viejo telescopio reflector .
La plata pulida y perfectamente limpia resulta tan brillante que es capaz de reflejar casi toda la
luz que incide en ella. Este es el motivo de que sea tan preciada en los espejos de los telescopios
ópticos reflectores, que emplean espejos en lugar de lentes. El leve tono amarillento de la plata
se debe a que su capacidad de reflexión de la luz es algo menor en el entorno del violeta, donde
desciende un cinco por ciento. Quizá por esta blancura y pureza, la plata se ha asociado a lo
femenino y a la virginidad. El oro se asocia a lo masculino y a lo eterno e incorruptible. La plata,
sin embargo, a pesar de ser tan pura, se ennegrece con facilidad, de modo que se asocia también
a lo imperfecto, lo perecedero y lo humano.
UNA HISTORIA CON TIT ANIO
El titanio es un metal muy apreciado en la industria y la medicina por su resistencia, integridad y
ligereza. Casi siempre ha sido bastante caro, aunque con excepciones. Este hecho tuvo su
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influencia en el museo Guggenheim de Bilbao. El arquitecto Frank Gehry quería emular los
buques que, en tiempos, estaban omnipresentes en la vida bilbaína, cuya industria naval fue una
de las más importantes del mundo. Con este simbolismo, ideó un edificio cubierto de chapas de
acero, como un barco «artístico» elevándose en el horizonte de la ciudad.
Mientras las mesas de dibujo del estudio de Gehry alumbraban las estructuras internas y
externas del nuevo museo, el precio del titanio en los mercados de metales se hundió. Al margen
de ser un material menos común que el acero (lo que ya en sí mismo atraía al canadiense), se
convertía en una posibilidad real gastar menos dinero cubriendo el edificio con planchas de
titanio, más ligeras, que con el inicialmente elegido acero inoxidable. Así nacieron los más de
treinta mil paneles curvos que, en lugar de mostrar la frialdad del acero, son capaces de reflejar
la luz del sol con un brillo único. Esta «casualidad» (relativa) ha contribuido desde entonces al
cambio experimentado por Bilbao como pujante centro de cultura y modernidad en el panorama
nacional e internacional.
Figura 11. El museo Guggenheim de Bilbao, diseñado por Frank Gehry y revestido de titanio.
Eso sí, el precio del titanio ha vuelto a reforzarse frente al del acero, ya que ahora cuesta
aproximadamente quince veces más por kilo. Si algún día el ayuntamiento de Bilbao necesita con
urgencia un extra de dinero, siempre puede «desnudar» al Guggenheim y vender las planchas al
peso. Al fin y al cabo, al tratarse de un museo de arte moderno y contemporáneo, quizá no se
note demasiado el destrozo o se pueda justificar de algún modo coherente...
A MODO DE EPÍLOGO
En el mundo de los elementos químicos, una vez más, los españoles no hemos destacado mucho
históricamente. De los casi 120 conocidos hasta la fecha, sólo hay tres elementos descubiertos
por españoles, y uno de ellos no es completo. La breve lista, en orden cronológico es esta:
platino, wolframio (o tungsteno) y vanadio.
El primero fue descubierto en América por Antonio de Ulloa en 1746, aunque se conocían ya
desde mucho antes vetas de ese metal tan difícil de trabajar, lo que hizo que no se empleara y
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fuera considerado, durante mucho tiempo, carente de valor. La curiosidad del platino es que,
aunque hoy alcanza precios superiores a los del oro, es más común en la naturaleza que su primo
dorado. Caprichos de las modas.
El wolframio, tan utilizado durante años en los filamentos de las bombillas de incandescencia, fue
descubierto y aislado en 1783 por los hermanos españoles Fausto y Juan José Delhuyar.
Finalmente, el descubrimiento del vanadio se debe a Andrés Manuel del Río, que lo identificó en
1801 en México. Como hubo ciertos «equívocos» hasta 1831, y el metal fue «redescubierto» en
Suecia, su paternidad se considera compartida entre España y el país escandinavo.
Figura 12. El platino, el metal más apreciado en joyería, fue descubierto por un español .
AGRADECIMIENTOS
Es justo mostrar aquí mi agradecimiento al multifacético periodista norteamericano Hugh
Aldersey-Williams. Su magnífico libro La tabla periódica, del que he escrito elogiosamente en
varias ocasiones y lo he recomendado en diversos programas de radio, me ha servido como base
para la confección de este artículo. Una vez más lo recomiendo a todos aquellos interesados o no
en la química, ya que su lectura es idealmente instructiva y entretenida.
Figura 13. Portada del libro La tabla periódica de Hugh Aldersey -Williams (Ariel).
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