Algunos aspectos desagradables del tema étnico en Bolivia

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Algunos aspectos desagradables del tema étnico en Bolivia
H. C. F. Mansilla
Es indudable que hay un renacimiento de factores y conflictos
étnico-culturales, no solamente en Bolivia sino en dilatadas regiones
del mundo, como el África Central (Ruanda, Burundi, Liberia, Sudán,
Congo), donde este tipo de conflictos interétnicos ha terminado en
baños de sangre. También está el caso de uno de los países más
poblados del planeta, Indonesia, donde en este momento hay en curso
cinco pequeñas guerras civiles debidas a factores étnico-culturales y
religiosos. No sólo los clásicos conflictos entre clases sociales
antagónicas, sino las confrontaciones entre etnias y tribus, así como
las animadversiones basadas en religiones y lenguas, constituyen uno
de los rasgos más importantes y paradójicos de nuestra era. Ni
marxistas ni liberales se imaginaron la fuerza y la relevancia sociales
que han llegado a tener esos elementos considerados largo tiempo
como irracionales, anacrónicos y depasados por el progreso científicotécnico.
La legitimidad de muchas de las reivindicaciones étnicoculturales está fuera de toda duda. Y sobre esta temática existe una
amplia literatura, que no conviene aumentar. Por ello haré aquí un
ejercicio diferente: imaginarme algunos de los aspectos concomitantes
de este problema, que son cuestiones desagradables (tabúes) y por ello
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dejadas habitualmente de lado. Me refiero a los vínculos entre el
resurgimiento étnico y los recursos naturales, el asunto de la
productividad laboral y la dimensión de las metas últimas de
desarrollo. En Bolivia los conflictos étnicos han adquirido en los
últimos años una notable intensidad porque la llamada etnicidad ─
igual que los credos religiosos ─ sirve como vehículo e instrumento de
justificación para pugnas por recursos naturales cada vez más
escasos, como tierra, agua y energía. Aunque estos procesos
evolutivos no pueden ser anticipados con precisión, parece que nos
estamos acercando lentamente a un estadio histórico donde estas
frustraciones acumuladas van a ser cada vez más agudas y, por lo
tanto, el peligro de una agresión violenta va a ser mayor. Bolivia es
un caso más o menos típico en este sentido, es decir poco original, por
más duro que esto suene. Muchas veces el componente étnico-cultural
encubre una disputa en torno a recursos materiales cada vez más
escasos. Y el más preciado a largo plazo es el menos elástico: la tierra.
¿Quién se iba a imaginar hace veinte años que aquí se producirían
peleas por límites mal definidos entre términos municipales?
Una de las causas profundas de estas pugnas por recursos
naturales, disfrazadas de problemas étnicos, reside en la baja
productividad laboral y organizativa de la población boliviana,
incluyendo a los trabajadores campesinos. La reducida productividad
y creatividad de los agentes económicos locales (y no sólo la acción del
imperialismo, del mercado mundial y de las potencias foráneas)
impidió durante largo tiempo la fabricación de suficientes bienes
considerados como esenciales a precios asequibles, lo que ahora, en la
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era
universal
del
consumismo,
ha
generado
un
descontento
generalizado. El llamado Foro Internacional de Productividad, que
empezó alrededor de 1980 haciendo un recuento de unos sesenta
países, consignó a Bolivia como el menos productivo de todos. Cuando
se amplió el número de casos a más de cien, Bolivia obtuvo el
penúltimo lugar. Es decir: este país sigue con una productividad
laboral extraordinariamente baja y ella no sólo se refiere a
manufacturas, talleres y fábricas del medio urbano, sino a la
productividad de los campesinos. Un trabajador rural boliviano medio
genera los elementos típicos de la tierra (papatas, quinua, etc.) en
cantidades y calidades comparativas mucho más bajas que cualquier
otro productor mundial. Cualquier palabra crítica en este contexto
está mal vista y es considerada como signo de racismo y
etnocentrismo. Pero lo cosa no es tan simple. Las pautas productivas
del país tienen también que ver con una cultura muy arraigada del
festejo, el jolgorio, el ocio y la fiesta. Es decir: con la vigencia
universal de la ley del mínimo esfuerzo. Los empresarios privados y
las clases medias no están exentas de estos rasgos. Las universidades
públicas son el mejor ejemplo. Los estudiantes de estas universidades
destinan gastos notables a entradas folklóricas y a otras farras
colectivas. Si dedicasen una modesta parte de esos esfuerzos a leer
libros y hacer trabajos de investigación, esas casas de estudios
tendrían un mejor nivel de estudios y gozarían de mayor prestigio
internacional. Es probable que todos los habitantes del país deseen
prosperar
aceleradamente,
pero
pocos
quieren
trabajar
lo
imprescindible para tal fin.
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Empero el problema de la etnicidad es más complejo aun. Las
etnias aborígenes (y sus ideólogos), que dicen pretender un modelo
propio
sin
modernizarse
las
detestables
según
el
influencias
modelo
occidentales,
occidental,
quieren
manteniendo
sus
tradiciones sólo en ámbitos residuales (como el folklore y la familia).
Lo que realmente parecen anhelar es el acceso al mercado, la
educación moderna y un mejor nivel de vida. Según todas las
encuestas realizadas, las etnias indígenas desean adoptar las últimas
metas
normativas
de
proveniencia
occidental
(modernización,
urbanización, educación formal, nivel de vida). Las civilizaciones
indígenas adoptan esas normativas occidentales como si fuesen
propias, recubriéndolas de un barniz de etnicidad original. La
convivencia con los otros sectores poblacionales empeora hoy en día
cuando los recursos se convierten en escasos y cuando hay que
justificar la lucha por ellos mediante agravios de vieja data, pero que
son
rejuvenecidos,
intensificados
y
deformados
por
hábiles
manipuladores y en favor de intereses particulares y hasta egoístas.
Por ello el futuro no es promisorio.
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