Jorge Calvetti - El miedo inmortal

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Jorge Calvetti
El miedo inmortal
… flesh once mortal, inmortal made
for a purpose of hate
able to die and revive... "Ixion”, Browning
A los pocos días de mi llegada, vino a visitarme Pablo Maurin y fue después de
un breve tiempo de vacilaciones, de convencionales preguntas y respuestas
que "entró en confianza" y conversamos largamente.
Pablo es un buen muchacho, y me alegró de veras comprobar que el aprecio
en que me supo tener años atrás no había mermado con la distancia y la ausencia. Me convencí de ello cuando, ya al despedirse y con una sonrisa en la
que creí descubrir cierta vanidad alegre, me dijo:
—Si querés pasear a caballo podes ir a buscar cualquier día un oscuro picazo
que traje del valle. Todavía es redomón y yo soy el único que lo ensilla, pero a
vos te lo presto porque no sos hombre de maltratar animales. Si yo no estoy
cuando vayas, se lo pedís a doña Avelina. —(Así, respetuosamente, solía llamar a su madre). Agradecí mucho su atención, porque sé lo que ella significa
para un hombre de Maimará, que debe defender sus caballos de veraneantes y
de forasteros...
La oportunidad no tardó en presentarse. Felisa había ido a visitar a una hermana radicada en Tilcara y yo no quise, ni hubiera podido, dejar de ir a verla.
Me encaminé, pues, a casa de Pablo en busca del oscuro. Me atendió —tal
como el hombre había previsto— doña Avelina. Me gustó encontrar a la viejita,
y me emocioné cuando me llamó por el apodo que tuve de niño. En seguida
pasamos a hablar del caballo, y al cabo de un rato estuvo de vuelta con él.
—Has de tener cuidado —dijo— porque es bien enajenador —queriendo significar que el potro desconocía y se espantaba si no era Pablo quien lo iba a
montar—. Este caballo de mi hijo no me gusta nada. Le crece el resuello por
cualquier cosa.
Yo sonreí ante sus expresiones y contesté que no había de ser para tanto; después, como un cumplido, agregué que el animal estaba muy lindo y bien cuidado.
—Aquí le llaman El Guanaco—prosiguió la anciana, que parecía tener ganas
de explayarse sobre el tema— y cierto que lo parece. Míralo... cualquiera diría
que ya va a escupir...
Estaba bien puesto el nombre. El caballo, de cabeza corta, grueso pescuezo
muy echado hacia atrás y con el hocico levantado, parecía pronto a relinchar;
había en él algo distinto, algo raro, que no podría definir sin emplear la palabra "estatuario". Era oscuro retinto, con tres patas blancas, una del lado de
montar y las dos de la derecha. Me detuve en el detalle porque es sabido que
caballo calzado de las dos patas izquierdas es flojo.
Cuando me aproximé, el animal —como para darle razón a doña Avelina— resopló feo y se quiso espantar. No hice caso y salí por el rastrojo hacia la playa,
llevándolo de tiro... No había advertido que el torzal utilizado como cabestro
tenía un nudo que le impedía ajustar al pescuezo. Ello motivó que a los pocos
metros nomás probara mis nervios al contemplar el potro retozando en el cebadal. A la distancia lo vi espléndido. Oscuro, patas blancas, las crines flameando, bien erguido, con ese trote alto y extenso que tienen los caballos en libertad, me pareció una fuerza armoniosa y pura de la creación.
Así debió de ser el caballo que pintó Céspedes:
"Vivo en la vista, en la cerviz erguido, con el pie resonante y atrevido..."
Pero tenía que sacarlo del cebadal. Hubiera sido imperdonable que mi negligencia causara la desaparición de los mejores brotes del sembradío. El Guanaco se había detenido y me miraba. Me le acerqué bastante y no sé si por
costumbre de hombre solitario o porque pensaba en voz alta, empecé a hablarle:
—Bueno, oscurito —le dije—. Me vas a obligar a usar el lazo. Van para cuatro
años que no echo un pial. Veremos qué tal me porto...
Quise valerme del torzal, pero volvió a su trote gallardo y tembloroso. Entonces
me dirigí a la casa en busca de un lazo. De regreso, me acompañaba doña Avelina. Traté de anticipar excusas por mi previsible fracaso como enlazador:
—No sé si podré —le dije—. Este lazo de Pablo es muy liviano. Yo estoy acostumbrado al mío, que es chaqueño, y de seis tientos.
Cuando llegamos al cebadal, el oscuro no estaba allí. La viejita lo divisó en el
corral. Disimulé como pude y con bastante rabia por las semidisculpas que
había dado y que iban a servir para que comentaran socarronamente —como
si los oyera— "que me he vuelto un pueblero", que "sólo me falta usar polainas
y silla inglesa", que "si me había olvidado de hacer un nudo 'fiador', cuánto
más de enlazar...". En fin, fuimos en busca del Guanaco.
El oscuro se dejó atar, aunque resoplando, y yo aproveché para salir apurado
hacia mi casa. Cuando quise ensillarlo, volvió a sus bufidos y a sus tendidas.
Decidí taparle la cabeza con el poncho; apenas lo amagué, se tranquilizó, soportó peleros, carona y apero. Al ajustarle la cincha, se alzó en dos patas. Yo
estaba muy molesto. Felisa me esperaba, y por culpa del caballo llegaría tarde.
Sin embargo, no dejé de advertir la manera de reaccionar del Guanaco. Es
difícil que un caballo se alce por que le ajustan la cincha. O patea o muerde y
de esas dos posibilidades debe el hombre cuidarse. Pero ese inesperado pararse en dos patas que lo liberaba, me pareció raro. El hecho es que su maña me
obligó a dejar floja la cincha y tuve que montar sin estribar. Lo llevé a rienda
corta y rigor, porque bufaba y se tendía en espantadas hasta que empezó a
sentir la falta de herraduras. Lamenté la desidia de Pablo. En el Norte, o mejor, en nuestro Noroeste, montar un caballo sin herraduras es un verdadero
crimen. Los caminos ripiosos y secos gastan los cascos sobremanera y hasta
pueden invalidar un animal.
Cuando llegué a Tilcara, no me acordé de herraduras ni de nada. Allí estaba
Felisa; hermosa, hermosa, con sus colores de manzana, agraciada como ninguna. Es más breve decir que me gustaba, que me gusta. ¡Y cómo! ¡y cuánto!
Esa tarde me entregué a quererla atolondrado y conmovido.
Yo la quería desde jovencito, es cierto; pero después de tanto tiempo, todo era
intenso, emocionante.
Ya pasada la oración fui en busca del herrero. Quería regresar rápido, y no
herrar el caballo significaba una marcha lentísima. La casa de Doroteo Guanca, el herrero, queda frente al "Mercado Nuevo"; así llaman con envidiable capacidad de esperanzas a un baldío donde han prometido construir "pronto"
dicho mercado. Por ahora en el terreno sólo hay una cancha de fútbol. Me dirigí hacia el portón de la herrería. Antes de llegar, el oscuro volvió a resoplar
fuerte, mientras se arqueaba y movía con vivacidad. Quise tranquilizarlo palmeándolo suavemente y con inocencia (o sabiduría) de jinete y empecé a
hablarle:
—Chitito... Tranquilo
No me valió de nada hacerlo. El potro se alzó bufando. Temí que se boleara de
atrás, porque se había parado mucho, y tuve que saltar rienda en mano. Me di
cuenta de que todos en la cancha habían dejado de jugar y estaban pendientes
de mi pleito con el caballo. Pensé: "No puedo quedarme de a pie. Dirán que me
ha volteado". Traté de ordenar mis pensamientos y de calcular las posibilidades. Si me le afirmo al Guanaco y le pego dos talerazos, a lo mejor entro de un
salto en la herrería. Eso no estaba mal; pero ¿y si se alza de nuevo? Otra vez
abajo. Como esto último era lo más probable, decidí montar y seguir de largo.
El oscuro pasó arqueándose asustado. Escuché un murmullo entre dientes y
como de rezongo: supuse que se comentaba mi situación. Me dio rabia, pero
no quise darme vuelta.
"Estos muchachos de ahora ya no respetan a nadie", pensé.
Me fui hacia el boliche vecino a la estación. Por ahí debía pasar Felisa a la
hora del tren. Tenía ganas de verla otra vez y me demoré esperándola y tomando ginebra.
En estos pagos también el tren es tradicionalista: para cumplir con su costumbre, llegó atrasado. Por eso, cuando vi a Felisa ya no estaba yo como para
conversar. Decidí partir antes que ella llegara. Esta vez el oscuro no se movió.
Estribé cómodo y salí al tranco.
Cuando uno está con una buena cantidad de copas encima, se siente más cercano, más unido al caballo. No puedo explicar por qué razones, y me remito a
la experiencia de ustedes para que traten de recordar y de comprenderme.
Ya en el camino, paso a paso, iba contemplando el amanecer de la noche. La
luna recién estaba apareciendo por el Este y en los cerros del poniente un día
tenue empezaba a iluminarse. Conmueve mirar este paisaje dual y estremecido. En las alturas aclaradas por la luna es de día, mientras que en el valle, la
noche se defiende y aquieta su desnuda tiniebla; los cerros apagan sus colores
y todo es claro pero débil, casi celeste.
¡Ah, noches provincianas, noches azules, con tierras como extenuadas por la
luna, con vientos cerca del cielo y la sombra fantasmal de los cerros! Aquí me
quedo, pensé, quiero mirar bien este campo, esta oscuridad de la vida junto al
filo de la luz. Me sentía como lanceado por el tiempo y por el espacio. Decidí
apearme; busqué una piedra plana y me senté; el oscuro estaba a mi lado, le
saqué el freno y fiel a mi costumbre, empecé a conversarle: "Mirá qué noche,
oscurito, mirá".
Les hablo con franqueza, quiero mucho a los caballos. Los considero un verdadero lujo de la vida. En ellos todo me gusta, sus ojos color de té, ese calor
casi humano con que agradecen las palmadas, la sensación de poderío, de
fuerza inextinguible de sus venas evidentes, como esculpidas en el pecho lustroso. Además, el relincho, ¿no es acaso, una de las voces más expresivas de
la naturaleza?
Sea de alegría o de furia sexual, ¿no les parece una voz viva, clarísima, elocuente?
El Guanaco había agachado la cabeza y me miraba. Estaba agitado, parecía
pronto a escapar. Movió los belfos como para relinchar. Así estábamos cuando
con esfuerzo, guturalmente, articuló: "vamo... cansao... toy cansao..."
Primero fue la sorpresa y después, un miedo bárbaro. Miré a mi alrededor, no
buscando a un hombre (estaba seguro de mi soledad) sino buscando a un
aparecido, un alma en pena. Todo era posible, pero que un caballo...
Atolondrado, atontado contesté: "¿por qué vamos a apurarnos? Yo no tengo
ningún apuro". No se qué me indujo a contradecir. Pudo ser el medio, la torpeza, la ginebra... Quizá lo hice para no oír nada más y creer que todo había sido
una alucinación alcohólica y olvidar. Pero el oscuro prosiguió. Hablaba con voz
opaca, lenta, en la que de golpe alguna palabra terminaba con un ronquido
brutal.
Yo, que me había reanimado un poco, me sentí otra vez pequeño; quise huir,
pero no tenía ánimo para eso. Mi valentía era tan artificial y débil que llegaba
por ráfagas casi imperceptibles. Volvió a hablar como si se ahogara; movía la
cabeza, se arqueaba y las palabras le salían torpísimas. Pensé que venían de
recorrer el largo pescuezo, espaciadas como tragos de agua, por eso las pronunciaba deformadas, casi mordidas.
Mi trabajo era reconstruir sus frases, ayudarle dándole palabras y comprender
las suyas, que entregaba "en bruto".
Parece que "despertó" en El Valle y que cayó en un rodeo grande junto con
llamas, vicuñas y caballos. Él había seguido a los demás como jugando, pero
después el juego resultó terrible. Sólo le quedaba miedo de su pasado. Tenía
miedo a todos y por todo. El lazo lo desesperaba. Seguramente por eso, cuando en lo de doña Avelina fui a buscar con qué atarlo, huyó al corral aterrorizado.
No desaparecían del todo esos ronquidos impresionantes que se le mezclaban
con las palabras. Para no oír tan cercano su jadeo, me incorporé y lo insté a
seguirme. Iba a mi lado con el pescuezo tan echado hacia atrás, que me impresionó. Otra vez me pareció estatuario y monstruoso. No pronuncié ni una
palabra porque estaba cerca del espanto, al verlo así, derecho, casi humanizado. Poco a poco fue recordando su vida. No le había costado mucho entender lo que hablaban los hombres. Era muy extraño su relato; mezclaba palabras criollas con palabras que yo no había oído nunca.
Un día, en El Valle, quiso conversar con unos paisanos. Debió de ser algo espantoso porque temblaba al recordarlo. Dijeron que era un "condenado" que
estaba pagando sus culpas, que era el diablo... No sé cómo se salvó. Una vieja,
desesperada porque no lo mataban, le tiró cruces, velas y hasta palos ardiendo. Era sorprendente el "tiempo" de su memoria. Mencionó, como he dicho,
cosas muy extrañas. ¿o será que yo no las entendí bien? Me acuerdo de algunas palabras. "Piritó" dijo más de una vez. "Piritooo" no sé si será un pasto o
algún paraje. También habló de ríos con una sola orilla y de aguas verdes. Yo
nunca he visto un río así. Habló después de laderas, de selvas y de mármoles.
¿Sería de estatuas? Le gustaba repetir "Ixión", "Ixión", como si llamara a alguien. Las palabras raras eran las que pronunciaba mejor. Me contó que le
ocurría con frecuencia olvidar todo lo que había recordado y que otras veces le
venían a la memoria cosas y sucesos que jamás había visto y que, sin embargo, estaba seguro de haber vivido. Dijo también que cuando se sentía sin recuerdos se acercaba a los caballos. Sobre todo en la época de los buenos pastos, le gustaba mezclarse con ellos y abalanzarse sobre cualquier yegua. Una
vez que decidió hacerlo, la yegua huyó espantada "por no caballo", repitió varias veces, "no caballo". Después agregó que no podía morir y que su destino
era durar, durar.
Ya estábamos cerca de las últimas lomas que llegaban hasta el camino y como
yo no me atrevía —no me hubiera atrevido jamás— a montar de nuevo en él,
trataba de imaginar lo que diría la gente al verme llegar a pie.
Me iba a sentar otra vez en una piedra para descansar un rato y "refrescarme",
pero él estaba muy nervioso. Yo, a su lado, pensaba en cómo era, en lo que
había dicho, en si era horrible o hermoso.
De pronto se puso delante de mí. Estaba jadeante, sudoroso como si hubiera
galopado. Me pareció más torpe que nunca. Por fin, dijo con voz cavernosa,
tropezada: dej, dej, voy, galop, dej.
Abandonarlo entre los paisanos es condenarlo a sufrir, pensé. Siempre me tienen que ocurrir a mí estas cosas. Por suerte, se encontró conmigo que lo puedo ayudar. Mientras le sacaba el apero y el bozal, relinchaba despacito y cabeceaba. Casi tuve ganas de abrazarlo.
Lo vi alejarse con galope amplio. Por momentos se detenía para mirar el cerro
negro y la cordillera con un aire bravío que me gustaba mucho. A la distancia
el cuerpo se perdía entre las sombras y sólo se distinguían —apenas— las patas blancas saltando en la noche. Después lo vi ganar las cumbres y le imaginé una suelta, una libre alegría. "Poca claridad te queda, murmuré. Todo es
oscuro hacia donde vas."
Pablo me vio llegar con el apero al hombro. "Se me escapó el Guanaco", mentí.
"Se sacó el freno contra un poste y perdí como dos horas buscando el desparramo que había hecho con mi montura. Si se pierde te lo voy a pagar; si no,
te lo compro, ya mismo, y yo lo hago buscar."
Mi amigo se portó mejor que yo.
—No ai de ser Jorge —dijo moviendo la cabeza—. No ai de ser. —Y agregó: —
"Calzao de tres, no lo vendas ni lo des". Ni lo vendo ni lo doy. Es medio arisco,
pero a lo mejor, vuelve a la querencia. Mañana lo voy a campear. Pero oíme un
consejo: No te emborrachés cuando vayas en caballo ajeno. Es para tu bien
que te lo digo.
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