Las Parabolas de la Misericordia

Anuncio
Índice de contenidos
PRESENTACION
I. INTRODUCCION
Jesús, la misericordia y las parábolas
1. ¿Cuáles parábolas de misericordia?
2. ¿Por qué en parábolas?
2.1. El espejo de la vida
2.2. Él, yo y el otro
2.3. El involucramiento
2.4. La misericordia, desde la mirada interior
3. ¿Para quién son las parábolas de la misericordia?
II. A QUIEN SE LE PERDONA MUCHO, MUCHO AMA: LOS DOS DEUDORES Y SU
ACREEDOR
1. El amor embarazoso
2. Los dos deudores y el acreedor
3. A quien se le perdona poco, ama poco
4. El perdón de los pecados y la fe que salva
5. ¿Cuál es el impacto en la comunidad?
III LA COMPASIÓN DE UN EXTRANJERO:
EL BUEN SAMARITANO
1. El más importante de los mandamientos
2. El sacerdote, el levita y el samaritano
3. De la compasión al cuidado
4. El trastorno
5. Jesús, ¿el buen samaritano?
6. El cumplimiento de la Ley
IV. EN BUSQUEDA DE LA OVEJA Y LA MONEDA PERDIDAS Y ENCONTRADAS
1. Las diversas categorías de pecadores
2. 1 pastor y la oveja encontrada
3. El ama de casa y la moneda recuperada
4. Jesús y la comunidad con el rostro del pastor
V. UNA COMPASIÓN EXCESIVA:
EL PADRE MISERICORDIOSO
1. Más allá de cualquier retribución
2. El padre sale de la casa en dos ocasiones
3. El hijo muerto y vuelto a la vida
4. "Este hermano tuyo"
5. Siervos y no jueces de la misericordia
6. De las parábolas a la vida: el encuentro con Zaqueo
VI. LO CONTRARIO A LA MISERICORDIA: EL RICO ANÓNIMO Y EL POBRE LÁZARO
1. Lo contrario a la misericordia
2. La piedad no escuchada
3. "Tuve hambre y no me dieron de comer"
4. Moisés, los Profetas y el corazón humano
VII. ¿COMO CAMBIA EL CORAZÓN DE DIOS? EL IUEZ Y LA VIUDA
1. Un juez, Dios y una viuda
2. Dios no es un juez
3. ¿Qué pedir y cómo orar?
4. Perseverar en la fe
5. "Lo vio con misericordia y elección"
VIII. ¿QUIEN ESTA JUSTIFICADO ANTE DIOS? EL FARISEO Y EL PUBLICANO EN EL
TEMPLO
1. Un fariseo y un publicano
2. El giro
3. La justificación por la gracia
4. La justicia misericordiosa de Dios
CONCLUSIÓN
El evangelio y la misericordia en parábolas
1. Diferentes rostros de la misericordia
2. Conclusiones abiertas
3. ¿Quiénes son ejemplos de misericordia?
Notas
PRESENTACION
En Misericordias Vultus (El rostro de la misericordia), el papa Francisco escribió que, al dirigir la
mirada a Jesús y a su rostro misericordioso, es posible captar el amor de la Trinidad. Su misión
recibida del Padre no es otra que revelar este amor que se da a todos sin excluir a nadie: "Todo en él
habla de misericordia. Nada en él está ausente de misericordia" (MV 8). Esta bella expresión puede
introducir claramente las reflexiones contenidas en las páginas de este instrumento pastoral que
expone las parábolas de la misericordia. Será una lectura provocadora. De hecho, adentrarse en las
parábolas no solamente significa captar la enseñanza que de ellas emerge, sino, sobre todo,
reconocer el propio rol en el desarrollo de la narración. Probablemente, las parábolas comprometen
al lector a percibir la dimensión existencial que en ellas se transparenta y también lo comprometen a
dejarse llevar de la mano hacia un cambio de vida.
Insiste el Papa, en Misericordiae Vultus, en invitarnos a descubrir el gran mensaje contenido en las
parábolas: "Jesús revela la naturaleza de Dios como la de un gran Padre que nunca se da por vencido
hasta no disolver el pecado y subyugar el rechazo, con la compasión y la misericordia. Conozcamos
estas parábolas, tres en particular: la de la oveja y la de la moneda perdidas, y la del padre y sus dos
hijos (cf. Lucas 15,1-32). En estas parábolas, Dios siempre se muestra lleno de gozo, especialmente,
cuando perdona. En ellas encontramos el núcleo del evangelio y de nuestra fe, porque la misericordia
se presenta como la fuerza que todo vence, que colma el corazón de amor y que consuela con el
perdón (MV 9).
El Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización se siente obligado a agradecer
a monseñor Antonio Pitta, por haber aceptado la invitación a escribir estos comentarios. Su
reconocida competencia bíblica y su estilo claro nos han permitido tener en las manos un precioso
instrumento pastoral. La reflexión personal, la catequesis y la lectio divina hallarán en este
comentario un verdadero apoyo espiritual y de notable hondura cultural. Por tanto, la invitación a
escuchar las parábolas de la misericordia, dirigidas a cada uno de nosotros, nos permitirá vivir el
Año Santo como un empeño por incluir en nuestra profesión de fe un coherente testimonio de vida.
* Riño Fisichella
I. INTRODUCCION
Jesús, la misericordia y las parábolas
"Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso" (Lucas 6, 36) es una de las afirmaciones
más atrevidas de Jesús. Que Dios era un Padre misericordioso era algo sabido por el pueblo hebreo;
pero es un problema el pensar que los seres humanos pueden ser misericordiosos como él. ¿Alguna
vez se podrá ser misericordioso como nuestro Padre? ¿Y por qué razón deberíamos serlo como él?
El "evangelio de la misericordia", como se ha llamado al libro de Lucas, narra la vida de Jesús
escogiendo la misericordia como principal hilo conductor.
Antes de hablar, Jesús ya hizo sentir y ver la misericordia. Uno de sus primeros milagros fue hacia un
leproso, por quien "sintió compasión, extendió la mano y lo tocó" (Marcos 1, 41). Jesús no tenía
miedo de infectarse. El grito del ciego de Jericó era más potente que quienes pretendían callarlo:
"¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!" (Lucas 18, 38).
Sus encuentros con los enfermos y los pecadores estaban llenos de misericordia. Por compasión,
libró a una prostituta condenada a la lapidación (Juan 8, 11). La manera en que se dejó tocar por una
pecadora repugnó a Simón, el fariseo (Lucas 7, 36-50). Jesús no hablaba de la misericordia en
abstracto y, más que definirla, la contaba en parábolas. ¿Cuáles parábolas? ¿Por qué, cómo y para
quién la misericordia en parábolas?
1. ¿Cuáles parábolas de misericordia?
Para quien está familiarizado con la Biblia, "las parábolas de la misericordia" se remiten a tres
relatos en el Evangelio de Lucas 15, 1-37: la oveja perdida, la moneda encontrada y el hijo
recuperado. En realidad, la misericordia también se muestra en otras parábolas de Jesús: los dos
deudores y su acreedor (Lucas 7,41-43), el buen samaritano (Lucas 10, 29-37), el rico y el pobre
Lázaro (Lucas 16, 19-31), el juez injusto y la viuda insistente (Lucas 18, 2-14), el fariseo y el
publicano en el templo (Lucas 18, 10-14).
Son ocho las parábolas donde Jesús, desde diversos ángulos, habla de la misericordia en el tercer
evangelio. Siete de ellas se narran durante el viaje de Jesús hacia Jerusalén (Lucas 9, 51-19, 46).
Solo la breve parábola sobre los deudores y su acreedor (Lucas 7, 41-43), se relata durante su
predicación en Galilea. Esto se debe a que en Lucas el gran viaje es más interior que exterior, lo cual
nos obliga a reflexionar profundamente sobre la misericordia. La misericordia no es una virtud
natural, no depende del carácter de cada quien: no es que quien es más bueno es más misericordioso
que los demás.
Se trata, sobre todo, de una disposición interior que madura estando cerca de Jesús: ¡la misericordia
se aprende al seguirlo! Naturalmente no todas las parábolas de Jesús hablan de la misericordia, ni
esta se comunica solo con las parábolas. Por eso, las parábolas de la misericordia ameritan una
reflexión aparte: la exhortación a ser misericordiosos como el Padre es misericordioso constituye la
llave de acceso.
2. ¿Por qué en parábolas?
¿Por qué hablar de la misericordia en parábolas y no mediante otros instrumentos de comunicación?
¿Por qué tantas parábolas sobre la misericordia? ¿No basta con la parábola del hijo pródigo o, como
se prefiere llamarla hoy, "del padre misericordioso"? Al elogio de la caridad y de la sabiduría se
podría añadir el de la misericordia. Para comprenderlo bien, es necesario ser misericordiosos como
(y de la manera en que) lo es el Padre; no se puede hablar de la misericordia separándola de las
personas que la viven o la ignoran. Si Jesús prefirió narrar antes que definir la misericordia, tendría
sus razones, las cuales tratamos de esclarecer.
2.1. El espejo de la vida
Las parábolas de Jesús, incluidas las de la misericordia, están apegadas a la vida y la interpretan.
Sería equivocado pensar que luego de haber leído una de las parábolas es necesario interpretarla. Al
contrario, ¡se necesita que las parábolas interpreten la vida de cada uno y la cuestionen!
La parábola de los dos deudores y su acreedor (Lucas 7, 41-43) surgió en una situación embarazosa
en casa de Simón, el fariseo: Jesús se dejaba lavar y besar los pies por una pecadora. La parábola
ilustra que el deudor al cual se le perdonó la mayor deuda de dinero está más agradecido con su
acreedor, que el otro, a quien se le condonó una cantidad menor. No es que Jesús perdonara los
pecados de la mujer por lavarle los pies, sino que ella se los lava por haberla perdonado.
Las tres parábolas de la misericordia, por excelencia (Lucas 15, 1-32), parten del hecho de que Jesús
come con pecadores y, de esta manera, lo definen y lo imponen como un serio cuestiona- miento a
quienes lo critican: la creencia de que son exaltados ante Dios porque así los tratan en el mundo
(Lucas 16,15), contrasta con la perspectiva de la parábola del rico y Lázaro el pobre; la parábola del
juez y la viuda insistente (Lucas 18, 2-8) explica la importancia de la oración, es decir, si se es
constante, se puede cambiar incluso el corazón de Dios; la parábola del fariseo y el cobrador de
impuestos en el templo (Lucas 18, 10-14) nace de la presunción de algunos que desprecian a los
otros para engrandecerse.
En las parábolas de Jesús, se refleja la vida real: la de su relación con Dios y con los pecadores. Por
eso, los personajes de las parábolas son anónimos, y los ambientes en que se mueven están
desenfocados. Cualquier oyente está involucrado en las parábolas de Jesús y en ellas se refleja una
verdad clarísima, imponiéndole el repensarse a sí mismo en las relaciones que entreteje cada día.
2.2. Él, yo y el otro
Si la realidad de la vida desborda de las parábolas de Jesús, todas las de la misericordia se narran
de acuerdo con una relación triangular, que convenientemente podemos llamar "él, yo y el otro".
En las escenas, tenemos a dos deudores y un acreedor; un sacerdote, un levita y un samaritano; el
pastor y cien ovejas, una de las cuales se perdió y fue encontrada; un ama de casa con diez dracmas,
una de las cuales se perdió y fue recuperada; un padre con dos hijos, uno muerto y vuelto a la vida;
un rico anónimo, Lázaro y Abraham; un juez injusto, Dios y una viuda; un fariseo, un cobrador de
impuestos y Dios en el templo.
Como los evangelios contienen también parábolas que insisten sobre un elemento único, como en la
del grano de mostaza que crece solo (Lucas 13,18-19), o en dos protagonistas, como en la de la masa
y la levadura (Lucas 13, 20-21), el triángulo de relaciones en las parábolas de la misericordia es a
propósito. El esquema nos presenta un contenido que no se puede menospreciar: la misericordia de
Dios siempre está referida a una persona humana y nunca se da por sí misma, ni siquiera en la
relación entre Dios y yo. "Sean misericordiosos como (y en la manera en que) el Padre de ustedes es
misericordioso" (Lucas 6, 36), es el centro de la misericordia en las parábolas.
2.3. El involucramiento
Las parábolas de la misericordia no dan nada por descontado, acentuadas por el trastorno de la
situación que presentan. Someten a los oyentes a un estado de desconcierto, porque se resuelven por
un camino totalmente diverso del esperado.
Frente a la pregunta de Jesús, sobre cuál de los dos deudores amará más al acreedor, Simón
responde: "Pienso que aquel a quien perdonó más" (Lucas 7,43), y así justifica, sin quererlo, a la
pecadora que estaba enjugando los pies de Jesús. Cuando le preguntan: "¿Y quién es mi prójimo?",
Jesús responde con la parábola del buen samarita- no (Lucas 10, 29); cuyo resultado obliga al doctor
de la Ley a hacerse prójimo de cualquiera (Lucas 10,36), imitando a quien ha tenido compasión del
moribundo. Contrariamente a la lógica común, se deja a las noventa y nueve ovejas en el desierto
para buscar la perdida, arriesgando el quedarse como pastor sin rebaño (Lucas 15, 4-7). La parábola
del padre misericordioso estremece porque desbarata la situación de los hijos: al menor, que pide
ser tratado como un asalariado, el padre le restituye su dignidad de hijo; al mayor, que desprecia al
menor con su constante "ese hijo tuyo" (Lucas 15, 30), le responde invirtiendo las relaciones: "Este
hermano tuyo" (Lucas 15, 32). Es angustiosa la separación entre el rico y Lázaro: el primero gozó de
sus bienes en vida; el segundo es consolado en la eternidad (Lucas 16, 25). Si un juez injusto escucha
los reclamos de una viuda luego de un tiempo, Dios escucha de inmediato los de sus elegidos (Lucas
18, 7). El giro que se verifica al respecto del fariseo y el publicano en el templo es inconcebible: el
primero reza mucho, recordando sus buenas obras, pero no sale justificado; el segundo se reconoce
pecador y regresa a su casa justificado, sin haber cumplido ningún sacrificio de expiación (Lucas 18,
14).
¡Todo está al revés, como una pirámide invertida! Las parábolas de la misericordia desplazaron a
los oyentes, porque el actuar de Dios, que se trans- parenta en ellas, sacude cualquier certeza forjada
y obliga a revisar la propia manera de pensar a Dios y de considerar a Jesús.
2.4. La misericordia, desde la mirada interior
La misericordia es una cuestión del corazón, pero no debe confundirse con el sentimentalismo. Para
la Biblia, el corazón es la sede del pensamiento, de las decisiones más íntimas; por eso, "tener
compasión" o misericordia equivale al movimiento interior de las visceras, que desde el interior se
dirige al otro. Si excluimos las parábolas más breves, como la de los deudores, la oveja y la dracma
perdidas, en las parábolas más estructuradas, el punto de inflexión radica en el corazón humano.
La compasión por un moribundo, que no tienen ni el sacerdote ni el levita, se encuentra en un
samaritano: "al pasar junto a él, lo vio y se conmovió" (Lucas 10, 33). Aunque el hijo menor es
movido por el hambre, si no hubiera entrado en sí mismo, no habría tomado el camino de regreso a
casa. Solo cuando el juez injusto habla consigo mismo, decide hacer justicia a la viuda (Lucas 18, 4).
La oración arrogante del fariseo contrasta con esa íntima del cobrador de impuestos: "Oh Dios,
perdóname, soy un pecador" (Lucas 18, 13).
La belleza de las parábolas de la misericordia se decide en un corazón humano desnudo: se revela a
partir del grado de compasión que demuestra hacia el prójimo. Estamos ante una misericordia
alejada del confort, y con la ventaja de que genera y mide la pasión entre los seres humanos con la de
Dios. Donde falta la disponibilidad para mirarse el interior no hay misericordia; solo queda la
ostentación de un hombre rico vestido de púrpura y lino costosísimo, pero incapaz de mirar al pobre
Lázaro, abandonado fuera de la puerta de su casa (Lucas 16, 19).
3. ¿Para quién son las parábolas de la misericordia?
La misericordia de Dios es para todos y para unas personas bien determinadas. Los destinatarios de
las parábolas son de dos tipos: los internos y los externos -quienes las escuchan-.
Los dos deudores, indultados por su acreedor, involucran a Jesús, a Simón y a la pecadora. Si al
comienzo de la parábola del buen samaritano, el moribundo es el destinatario de la compasión, al
final de ella, lo es el samaritano mismo; por eso, al doctor de la Ley se lo exhorta a hacerse prójimo
del otro. Los pecadores están en correspondencia con la oveja y la dracma recuperadas, mientras que
los fariseos y los escribas parecen compartir la suerte de las noventa y nueve ovejas, dejadas en el
desierto, y de las nueve dracmas aseguradas (pero no mucho). La parábola del padre misericordioso
está marcada por la compasión y la súplica que el progenitor vierte en los dos hijos; esta vez resulta
difícil convencer a los escribas y los fariseos, porque no están inactivos como las ovejas y las
monedas. Mientras Lázaro el pobre es llevado por los ángeles al seno de Abraham, el rico no ve
cumplida ninguna de sus súplicas; cuantos están apegados al dinero se ilusionan con que su
complaciente estilo de vida prosiga en el más allá. Si la viuda es destinataria de una misericordia
que el juez injusto decide otorgarle, cuánto más escucha Dios a sus elegidos. Es justificado un
cobrador de impuestos que se reconoce pecador, y no el fariseo que se ensalza; quien se ensalza
despreciando a los demás tiene mucho que pensar ante una parábola tan deslumbrante.
La elección de los pecadores no está dictada por el populismo, ni por una revolución social, sino
porque Jesús escoge a los últimos para comprometer a los primeros, de otra manera sería fácil ceder
a una misericordia para pocas personas, que viaja en el tren de los méritos y no en el de la gracia.
Es impactante el puente que conecta la primera con la última parábola de la misericordia: la primera
es pronunciada en casa de Simón, el fariseo, mientras una pecadora lava los pies de Jesús (Lucas 7,
42-43); la última presenta a un fariseo y a un cobrador de impuestos que se reconoce pecador (Lucas
18, 9-14). Las parábolas de la misericordia no dejan indiferente: comprometen a los oyentes desde
su interior y los hacen participar del relato.
II. A QUIEN SE LE PERDONA MUCHO,
MUCHO AMA: LOS DOS DEUDORES Y SU
ACREEDOR
Lucas 7, 36-50
La breve parábola narrada en el Evangelio de Lucas 7, 41-43 ilumina diversas situaciones de la vida
pública de Jesús: frecuenta pecadores y pecadoras, al grado de asumir el derecho de perdonarles sus
pecados; una prerrogativa que, para los judíos de aquella época, solo le pertenece a Dios y está
reglamentada por los sacerdotes en el templo. Jesús se encuentra comiendo en casa de Simón, el
fariseo, mientras narra la parábola, que por su belleza, amerita transcribirse, a continuación, toda la
escena1:
36Un fariseo invitó a Jesús a comer con él. Jesús entró en la casa y se sentó a la mesa.
37Entonces una mujer pecadora que vivía en la ciudad, al enterarse de que Jesús estaba comiendo
en casa del fariseo, se presentó con un frasco de perfume.38Y colocándose detrás de él, se puso a
llorar a sus pies y comenzó a bañarlos con sus lágrimas; los secaba con sus cabellos, los cubría
de besos y los ungía con perfume.39Al ver esto, el fariseo c¡ue lo había invitado pensó: "Si este
hombre fuera profeta, sabría quién es la mujer que lo toca y lo que ella es: ¡una pecadora!".
40Pero Jesús le dijo: "Simón, tengo algo que decirte". "Di, Maestro", respondió él. 41 "Un
prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios, el otro cincuenta. 42Como no
tenían con qué pagar, perdonó a ambos la deuda. ¿Cuál de los dos lo amará más?".43Simón
contestó: "Pienso que aquel a quien perdonó más". Jesús le dijo: "Has juzgado bien". 44Y
volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: "¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y tú no derramaste
agua sobre mis pies; en cambio, ella los bañó con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. 45Tú
no me besaste; ella, en cambio, desde que entré, no cesó de besar mis pies. 46Tú no ungiste mi
cabeza; ella derramó perfume sobre mis pies. 47Por eso te digo que sus pecados, sus numerosos
pecados, le han sido perdonados porque ha demostrado mucho amor. Pero aquel a quien se le
perdona poco, demuestra poco amor". 48Después dijo a la mujer: "Tus pecados te son
perdonados". 49Los invitados pensaron: "¿Quién es este hombre, que llega hasta perdonar los
pecados?".50 Pero Jesús dijo a la mujer: "Tu fe te ha salvado, vete en paz".
1. El amor embarazoso
La hospitalidad recibida en casa de Simón, el fariseo, es una intimidad embarazosa. La ocasión se
presenta cuando Jesús recibe una de las acostumbradas invitaciones a comer y que él acepta de buen
grado. Durante la comida, se presenta una mujer, conocida en el lugar por su mala fama. Sin ser
invitada ni pedir permiso a nadie, se acerca a Jesús, le moja los pies con sus lágrimas, se los seca
con sus cabellos, se los besa y los frota con perfume. Sus gestos escandalizan porque se trata de una
pecadora, como es etiquetada de inmediato por Simón. Incluso la atención de Simón se centra no en
la pecadora, sino en Jesús: ¿cómo alguien puede ser considerado profeta cuando se deja lavar los
pies de esa manera? Entonces, quien es sometido a juicio no es la mujer, condenada automáticamente,
sino Jesús quien, al dejarse tocar por ella, se contamina con sus pecados.
La pecadora realiza unos gestos que desconciertan a Simón y a sus invitados: con sus manos, sus
cabellos y sus lágrimas contamina a Jesús. ¿Cómo transmitir un evangelio tan escandaloso? ¡Solo una
parábola puede hacer comprender el escándalo provocado por Jesús!
2. Los dos deudores y el acreedor
La pasión de Jesús por los pecadores está llena de humanidad y de gratuidad, sin otras pretensiones.
La breve parábola aclara lo que está sucediendo en casa de Simón. Es tan breve como aguda y apunta
al centro de la cuestión.
La parábola no revela de inmediato su impacto sobre la situación, habla de dos deudores y su
acreedor, y, como de costumbre, Jesús no dice el nombre de estos personajes, sino que su atención
recae en el centro del relato. El mismo acreedor ha prestado al primer hombre quinientos denarios y
al segundo, cincuenta. La desproporción es notoria, porque los cincuenta denarios del segundo
deudor se multiplican diez veces en el primero. Para darnos una idea, cincuenta denarios equivalen a
dos meses de trabajo, y quinientos denarios corresponden a dos años y medio de trabajo
comprometido. Jesús aclara que ambos deudores no pueden restituir las sumas debidas y son
perdonados por su acreedor. Los personajes de la parábola nunca dicen nada: no se menciona
ninguna relación entre ellos ni un diálogo entre deudores y su acreedor. Toda la atención se concentra
en el verbo "le perdonó", lo cual expresa el otorgamiento de la gracia a los deudores. Es la gracia
del acreedor lo que genera la pregunta de Jesús a Simón: "¿Cuál de los dos lo amará más?". Simón
todavía no se da cuenta de que forma parte de la cuestión y responde que el deudor al que se le
perdonó más, amará más a su acreedor. ¡ Su respuesta lo desenmascara y lo inculpa! Si hubiera
estado atento a la parábola, habría recordado que, precisamente porque un pecado es una deuda que
se contrae, solo la gracia puede restituir la deuda que todos tienen con Dios. Se ve que Simón no
logra superar el trauma por la gracia que Jesús concede a la pecadora.
3. A quien se le perdona poco, ama poco
La parábola cede el lugar al esclarecimiento de la situación. Simón es como el deudor de dos
mensualidades laborales, por eso, no le dio agua a Jesús para sus pies, no lo besó ni le ungió la
cabeza. La pecadora es como el deudor que debe dos años y medio de trabajo: nunca lograría saldar
su deuda. ¡La única vía de salida para ambos es la gracia! El impacto más fuerte de la parábola
radica en el perdón de sus pecados y el amor de la pecadora. Desgraciadamente, muchas
traducciones vierten la frase del versículo como: "se le perdonan sus pecados porque ha amado
mucho". En realidad, el original en lengua griega expresa la consecuencia del perdonarle sus
pecados: "Se le perdonan sus pecados, porque ha demostrado mucho amor". Si no se le hubieran
perdonado sus culpas tan grandes no estaría en grado de amar; la mujer es capaz de amar porque se
le ha concedido una gracia sin condiciones.
La segunda parte de la respuesta de Jesús confirma la primacía de la gracia: "A quien se le perdona
poco, demuestra poco amor" (v. 47). Esta afirmación conecta la parábola a la vida: quien no es
alcanzado por el amor gratuito de Dios, no está en condiciones de amarlo.
4. El perdón de los pecados y la fe que salva
Durante una comida Jesús escandaliza a todos los invitados: "¿Quién es este hombre, que llega hasta
perdonar los pecados?" (v. 49). La pregunta incluye la respuesta más lógica: "¿Quién puede perdonar
los pecados, sino solo Dios?" (Lucas 5, 21). Para que Dios pueda perdonar los pecados, es necesario
expiarlos según la Ley. Por tanto, Jesús se apropia de un derecho divino, no humano; comete un
abuso de poder. Sin embargo, precisamente este abuso desborda la distancia entre la parábola y la
realidad del encuentro en casa de Simón. Con el poder de perdonar los pecados a la mujer, Jesús se
pone en sintonía con la manera de actuar de Dios; se conduce de esta manera, perdonándole sus
pecados, porque desde el inicio reconoce la fe de la mujer. Si apenas informada de que Jesús está en
casa de Simón, corre a comprar un perfume caro y supera todos los obstáculos, es porque se siente
gobernada por una fe imperiosa: Jesús perdona los pecados, como un acreedor a quien se le deben
quinientos denarios.
La fe es la única condición que Jesús pide para ser salvados; la característica que reúnen todos sus
milagros. Perdonar sus pecados a la mujer es como sanar a un paralítico o a un ciego: en ambas
situaciones, la fe salva, no el milagro.
5. ¿Cuál es el impacto en la comunidad?
Vayamos a la parábola del rey misericordioso, narrada en Mateo 18, 23-35. Como en la parábola de
Lucas 7, 41-43, se habla de un acreedor (el rey) y dos deudores (los servidores): el primero le debe
al rey diez mil talentos; su súplica origina la compasión del rey, quien le perdona la deuda. Sin
embargo, apenas sale del palacio, el mismo siervo encuentra a alguien que le debe cien denarios: lo
agrede y lo hace meter en la cárcel.
La desproporción entre las deudas es abismal: si en la época de Jesús un talento equivalía a diez mil
denarios, diez mil talentos es una suma inconcebible en comparación con los cien denarios que debía
el segundo siervo al primero: prácticamente, con un mes de trabajo el servidor habría podido saldar
su deuda, mientras que el primero nunca habría acabado de pagarle al rey.
¡ Pero la gracia que el primer siervo recibió del rey fue inútil! Informado de lo sucedido, el rey lo
condenó: "¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda. ¿No debías también tú tener compasión
de tu compañero, como yo me compadecí de ti?" (Mateo 18,32-33). Entonces el siervo fue entregado
a los verdugos para que pagara una deuda imposible de saldar con una vida entera.
La conclusión de la parábola es dramática: "Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes,
si no perdonan de corazón a sus hermanos" (Mateo 18, 35).
La Iglesia se compone de servidores a los cuales se les perdonó una deuda abismal, a fin de que
perdonen a los otros. ¿Qué pasa con una Iglesia que pone condiciones a la misericordia de Dios, aun
habiendo recibido la orden de perdonar hasta setenta veces siete o por siempre (Mateo 18,21-22)?
¿Se está en condiciones de reconocer que la misericordia de Dios sobrepasa todo pecado humano y
que nunca debería transformarse en un derecho adquirido para sí mismo o para otros?
Con Jesús, la misericordia de Dios se contamina con la miseria humana y la redime, convirtiéndola
en gratuidad de un amor sin condiciones. No hay ningún episodio más íntimo en los evangelios que el
acontecido en casa de Simón: una pecadora toca los pies de Jesús, se los lava con sus lágrimas, se
los seca con sus cabellos, y con sus labios se los besa. En los evangelios a nadie, ni siquiera a su
Madre, Jesús ha concedido tal intimidad. La misericordia de Jesús redime la miseria humana sin
estropearla, sin siquiera tocarla, sino dejándose contagiar.
III LA COMPASIÓN DE UN
EXTRANJERO:
EL BUEN SAMARITANO
Lucas 10, 25-37
La parábola del buen samaritano es una de las más provocadoras de Jesús. En el camino hacia
Jerusalén, se encuentra a un doctor de la Ley con quien se enfrasca en un diálogo acerca de cómo
heredar la vida eterna. El doctor piensa ponerlo a prueba con una de las cuestiones más debatidas:
¿cuál es el mandamiento más importante de la Ley, de la cual depende la vida eterna? La situación
inspira la parábola del buen samaritano que desentraña la enredada situación entre la Ley y su centro:
25Y entonces, un doctor de la Ley se levantó y le preguntó para ponerlo a prueba: "Maestro, ¿qué
tengo que hacer para heredar la Vida eterna?". 26Jesús le preguntó a su vez: "¿Qué está escrito
en la Ley? ¿Qué lees en ella?". 27Él le respondió: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón,
con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo". 28
"Has respondido exactamente, le dijo Jesús; obra así y alcanzarás la vida".23Pero el doctor de la
Ley, para justificar su intervención, le hizo esta pregunta: "¿Y quién es mi prójimo?". 30Jesús
volvió a tomar la palabra y le respondió: "Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en
manos de unos bandidos, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio
muerto. 31 Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo.
32También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. 33Pero un samaritano que viajaba
por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. 34Entonces se acercó y vendó, sus heridas,
cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un
albergue y se encargó de cuidarlo. 35Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del
albergue, diciéndole: "Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver".36¿ Cuál de los
tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladronesV.37 "El que tuvo
compasión de él", le respondió el doctor. Y Jesús le dijo: "Ve, y procede tú de la misma manera".
1. El más importante de los mandamientos
Entre los diversos grupos religiosos de Palestina en tiempos de Jesús, parece que se debatían dos
cuestiones centrales acerca de la Ley de Moisés: ¿cuál es el mandamiento más importante? ¿Quién es
el prójimo al que se debe amar? La multiplicación de las leyes volvía necesario lograr una síntesis
esencial de la Ley En el otro platillo de la balanza, la cuestión de las tensiones políticas entre los
diversos grupos, incluidos los samaritanos, requería que se definiera quién era el prójimo al que
debía amar: ¿solo a quien pertenece al propio movimiento religiosos o también a quien comparte la
fe en el único Dios, como sucedía con los samaritanos? Entonces, aunque la pregunta del doctor es
tendenciosa, pues intenta hacer caer a Jesús en una trampa, refleja cuánto se discutía entre los
diversos movimientos de Palestina.
La primera parte del diálogo afronta la cuestión: ante la multiplicación de las leyes, el doctor de la
Ley y Jesús concuerdan en que el amor a Dios y al prójimo es la condición necesaria para heredar la
vida eterna. El doctor de la Ley menciona en su respuesta el pasaje de Deuteronomio 6, 5 y el de
Levítico 19,18 para unificar el amor a Dios y al prójimo. En ese momento, el doctor de la Ley intenta
un camino más insidioso: ¿quién es mi prójimo al que debo amar? ¿Mi hermano, mi pariente, mi
amigo, un extranjero o hasta un enemigo? ¿Se puede considerar prójimo a alguien que ignora el amor
a Dios? Con una estrategia magistral, Jesús conecta la parábola del buen samaritano con los dos
mandamientos: habla del mandamiento del amor al prójimo para involucrar el amor a Dios, sin
nombrarlos.
2. El sacerdote, el levita y el samaritano
Como de costumbre, los personajes de la parábola son anónimos, mientras que la atención de Jesús
se centra en su identidad religiosa y étnica. Jesús parte de una situación lejana: en su camino hacia
Jerusalén, no ha llegado ni siquiera a Jericó, y ya piensa en un hombre que baja de la ciudad santa a
Jericó. El camino que unía las dos ciudades (a una distancia de veintisiete kilómetros) era peligroso,
porque lo atravesaba el valle Wadi Quelt. Mientras que Jerusalén se ubicaba a setecientos cincuenta
metros de altura, Jericó estaba cuatrocientos metros bajo el nivel del mar. Por eso, como cuenta la
parábola, era necesario "bajar" de Jerusalén para llegar a Jericó. Jesús narra que algunos bandidos
asaltan a un hombre y lo dejan medio muerto. La condición de ser un agonizante señala un punto
neurálgico de la parábola: ¿se puede tocar a un moribundo sin correr el riesgo de contaminarse? No
por casualidad se eligen tres personajes que, desde perspectivas diversas, están implicados en la
cuestión del culto al único Dios: un sacerdote que sube a Jerusalén para su servicio en el templo; un
levita que pertenece a la clase sacerdotal, pero puede no ejercer su servicio en el culto; un
samaritano. Aquí se tuerce la historia, porque la tríada comprendería a un sacerdote, un levita y un
israelita (Deuteronomio 18, 1; 27, 9). El samaritano es el tercero en discordia porque, según la
mentalidad judía, es un impuro, debe considerarse extranjero.
En el diálogo entre Jesús y la samaritana, se señala el motivo principal de discordia entre ambos
pueblos: ¿en cuál monte se debe adorar a Dios? ¿En Jerusalén o en el monte Garizím? (Juan 4, 20).
Según la Ley de Moisés, cualquiera que tocara un cadáver quedaba impuro por una semana; si se
contaminaba y realizaba un acto de culto, debía ser expulsado de Israel (Número 19,11-13). La
norma tenía mayor peso para el sacerdote, incluso cuando el difunto era su pariente (Levítico 21, 14). Así, Jesús elige una situación radical, donde el sacerdote y el levita se colocan ante la alternativa
entre la observancia de las reglas de pureza cultual y el socorro al moribundo.
Sin embargo, es necesario aclarar que las normas cultuales no excusan al sacerdote ni al levita,
porque, en situaciones como la de la parábola, también ellos están obligados a socorrer al moribundo
y, en cambio, ambos lo ven y pasan de largo.
Finalmente, un samaritano ve al moribundo, siente compasión, lo cura y se encarga de cuidarlo. Así,
la parábola crea un contraste insostenible: lo que no hacen un sacerdote y un levita, lo realiza un
samaritano que es un enemigo. El contenido de la parábola comienza a ser provocador porque aquí el
amor de Dios no es garantía de amor al prójimo, es más, lo que se esperaría que hicieran quienes
conocen el amor a Dios (el sacerdote y el levita), lo realiza alguien definido solo por su diversidad:
¡el moribundo recibe la salvación de un extranjero!
3. De la compasión al cuidado
La parábola alcanza un punto de inflexión cuando señala que un samaritano "se conmovió" del
moribundo (v. 33); tanto es así que al final el doctor de la Ley reconoce que el prójimo es el que tuvo
compasión de él (v. 37). Vale la pena detenerse en el verbo que expresa la compasión del
samaritano. El verbo "compadecer" (splanch- nízomai) deriva del sustantivo splánchna, que en
griego son las visceras humanas, incluido el corazón. De acuerdo con la manera común y corriente de
pensar en tiempos de Jesús, con las visceras se refiere a los propios sentimientos: el amor, la
compasión y la misericordia. El samaritano no se limita a mirar al moribundo, sino que se siente
implicado en lo más hondo de su interior, y es tal la compasión visceral que pone en movimiento
cuanto le es posible para salvarlo.
La verdadera compasión no es un sentimiento, sino una acción que produce el cuidado del otro.
Jesús añade varios detalles del socorro del samaritano al moribundo: se le acercó, vendó sus
heridas, lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo.
Superada la primera noche, que es la de mayor riesgo, el samaritano se preocupó de que el
moribundo viviera y le entregó al dueño del albergue dos denarios, que corresponden a dos jornadas
de trabajo. Mientras se preparaba para reemprender su viaje, le garantizó al dueño del albergue que
si había otros gastos, se los pagaría a su regreso.
Desde el inicio nada se dice del moribundo: no se define por su origen ni por su estado social. Toda
la atención se centra en quien lo toma a su cuidado, hasta comprometer su persona.
La verdadera compasión se compromete por el bien y gana, a pesar de la inversión de tiempo y de
dinero de parte de quien va al encuentro. Bien lo dice san Ambrosio de Milán: "No es la sangre, sino
la compasión quien crea al prójimo" (Exposición del Evangelio de Lucas 7, 84).
4. El trastorno
A la pregunta del doctor de la Ley, Jesús responde con la parábola del buen samaritano; la parábola
ilumina la vida porque pone de cabeza el modo común de pensar. A propósito de los debates de
moda en tiempos de Jesús, hemos visto que el del prójimo es de los más encendidos. Cada
movimiento tenía una manera diferente de pensar al prójimo que se debía amar. Jesús proporciona la
respuesta más original porque, apoyado en su relato de la parábola, invierte el debate. Si al
comienzo el prójimo es el moribundo, al final lo es el samaritano. El moribundo responde a la
pregunta del doctor ("¿quién es mi prójimo?"), y el samaritano a la de Jesús: "¿Cuál de los tres te
parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?". El doctor aún no se da
cuenta de que está por tomar parte en la causa. Ante una verdad incontrastable reconoce que el
prójimo ya no es el moribundo, sino quien ha tenido compasión de él. Así, es obligado a dar una
respuesta que no quisiera: el prójimo es el samaritano, sin embargo, se cuida de nombrarlo como tal.
Entonces Jesús le revela cómo la parábola ilumina la vida. Lo exhorta a entrar en la lógica de la
parábola, como un lector en el relato: a actuar como el samaritano, haciéndose prójimo del otro.
Cuando la pregunta es formulada desde el otro, provoca un debate sin solución. Solo cuando la
pregunta es dirigida a sí mismo es posible resolver la cuestión. La parábola transforma el modo
corriente de pensar al prójimo a partir de sí mismos: se es prójimo, no por su origen religioso,
cultural o social, sino por su compasión por el otro.
5. Jesús, ¿el buen samaritano?
Desde la época de los Padres de la Iglesia la parábola se ha releído con los rasgos humanos de
Jesús.
Clemente Alejandrino comenta lo siguiente: "¿Quién otro ha tenido compasión de nosotros, nosotros,
que con nuestras muchas heridas -con nuestros miedos, pasiones, envidias, aflicciones y gozo de los
sentidos- de la mano de la muerte estábamos entregados al príncipe del mundo de las tinieblas? Jesús
es el único capaz de sanar estas heridas, porque arranca los sufrimientos de manera absoluta, desde
la raíz" (¿Qué rico se salva? 29).
Diversos detalles de la parábola nos llevan a pensar en el Jesús que también se detuvo a dialogar
con la samaritana (Juan 4, 9). Una compasión tan íntima y capaz de transformarse en curación para
los enfermos, es propia de Jesús. También los detalles secundarios, como la salida del albergue
hasta el regreso del buen samaritano, han hecho pensar en el período que pasa entre la resurrección
de Jesús y su segunda venida.
Sin embargo, empobrecería la parábola el interpretarla solo a partir de Jesús. Cuanto se ha dicho
acerca del buen samaritano vale para Jesús, pero también para la comunidad cristiana, donde la
dedicación al prójimo se transforma en un cuidado urgente y lo mismo para cualquier persona que se
reconoce en el otro. Por tanto, la parábola interpreta la vida cotidiana de cada uno y la transforma
desde su interior: explica al doctor de la Ley el modo en que el amor a Dios no puede estar separado
del amor al prójimo.
6. El cumplimiento de la Ley
Las primeras comunidades cristianas siguieron la trayectoria de Jesús y profundizaron el impacto de
la parábola del buen samaritano. San Pablo, en dos ocasiones, retoma el debate acerca del
mandamiento más importante de la Ley. Frente a los cristianos de Galacia, los cuales se amenazan
con devorarse entre ellos, recuerda: "Porque toda la Ley está resumida plenamente en este precepto:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gálatas 5,14).
La libertad cristiana es absoluta porque es don de Cristo: "Esta es la libertad que nos ha dado Cristo.
Manténganse firmes para no caer de nuevo bajo el yugo de la esclavitud" (Gálatas 5,1). Precisamente
esto no puede transformarse en anarquía, sino que se encarna en el servicio y el amor al prójimo.
Luego, cuando se dirige a los cristianos de Roma, san Pablo regresa al mandamiento del amor y lo
considera la única deuda que los creyentes deben conservar, porque siempre nos falta algo en el
amor (Romanos 13, 9). En ambas ocasiones, san Pablo no menciona el amor a Dios, sino que traslada
la atención al amor al prójimo. ¿Cómo es posible un desequilibrio tan notorio, al punto de
permanecer en silencio sobre el amor a Dios?
La razón se halla en la Primera Carta de san Juan: "El que dice: 'Amo a Dios', y no ama a su
hermano, es un mentiroso. ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a
quien ve?" (4, 20). El gran riesgo que san Pablo y san Juan vislumbran es que, en nombre del amor a
Dios, se puedan cometer en la Iglesia graves abusos y omisiones, pues es fácil ajustar el amor a Dios
a los propias exigencias, pero es difícil amar al prójimo de carne y hueso. Entonces, no es el amor a
Dios el que genera el amor al prójimo, sino que el amor al prójimo es el espejo del amor a Dios.
Justamente, para no engañarse, es oportuno regresar a la fuente: el amor que Dios nos tiene.
En su primera carta, precisa san Juan: "Nosotros amamos porque Dios nos amó primero" (4, 19).
Cuanto más se es alcanzado por el amor de Dios, tanto más se está en condiciones de amar al otro.
El amor al prójimo no nace de un proyecto social, ni por simple altruismo: ¡sería como una lluvia de
verano! Sin embargo, es el amor de Dios y el de Jesús por los seres humanos el que nos proporciona
un estado inquieto en el cual nos vemos impulsados, "a fin de que los que viven no vivan más para sí
mismos, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (Segunda Carta a los Corintios 5, 15).
La parábola del buen samaritano da sentido a la vida humana: hacerse prójimo del otro, pues, en
definitiva, Dios se aproximó y sigue inclinándose en Cristo sobre las heridas humanas. Tal
planteamiento reclama el compromiso del doctor de la Ley y le impone el cambio de mentalidad. No
se trata de escoger entre el amor a Dios y al prójimo, sino de reconocer que quien ama al hermano
que ve ama siempre a Dios a quien no ve, mientras que -amarga realidad de la vida humana- no
siempre sucede lo contrario. El amor a Dios transita por el amor hacia el otro, del cual es necesario
hacerse prójimo.
IV. EN BUSQUEDA DE LA OVEJA Y LA
MONEDA PERDIDAS Y ENCONTRADAS
Lucas 15, 1-7
El capítulo quince del evangelio de Lucas es uno de los más bellos del Nuevo Testamento: el
trasfondo es la compasión de Jesucristo por los pecadores, explicada con tres parábolas. Las
"parábolas de la misericordia" (la oveja encontrada, la moneda recuperada y el padre compasivo) se
suceden una tras otra sin interrupción. Sin embargo, está bien separar las dos primeras parábolas, no
solo porque la tercera está mucho más desarrollada, sino también por los epílogos diferentes.
Mientras las primeras dos parábolas se cierran con una fiesta, la tercera nos deja en suspenso: no
dice si el hermano decidió participar en la fiesta por el regreso del menor o si toma otro camino.
'Todos los publícanos y pecadores se acercaban a Jesús para escucharlo. 2Los fariseos y los
escribas murmuraban, diciendo: "Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos". 3Jesús
les dijo entonces esta parábola:4"Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las
noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla? 5Y cuando
la encuentra, la carga sobre sus hombros, lleno de alegría, 6y al llegar a su casa llama a sus
amigos y vecinos, y les dice: 'Alégrense conmigo, porque encontré la oveja que se me había
perdido'. 7Les aseguro que, de la misma manera, habrá más alegría en el cielo por un solo
pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse". 8Y les
dijo también: "Si una mujer tiene diez dracmas y pierde una, ¿no enciende acaso la lámpara,
barre la casa y busca con cuidado hasta encontrarla? 9Y cuando la encuentra, llama a sus amigas
y vecinas, y les dice: 'Alégrense conmigo, porque encontré la dracma que se me había perdido'.
lOLes aseguro que, de la misma manera, se alegran los ángeles de Dios por un solo pecador que
se convierte".
1. Las diversas categorías de pecadores
En tiempos de Jesús, se distinguían cuatro categorías de pecadores: físicos, raciales, sociales y
morales. Parece que él se relacionó con todas las categorías mencionadas. La primera categoría de
pecadores era física y se debía a la concepción de que toda lesión estaba referida al pecado: las
enfermedades eran consecuencia del pecado y no una condición natural. Cuando Jesús cura a un
ciego de nacimiento, los discípulos le preguntan si su ceguera depende de sus pecados o los de sus
progenitores (Juan 9, 1-2). Además de la relación entre pecado y enfermedad, entre la población
palestinense, estaba muy difundida la idea de que solo Dios podía perdonar los pecados, cualquier
milagro debía corresponderse con la purificación en el templo. Jesús se arroga el derecho de
purificar el pecado cuando cura a un paralítico descolgado del techo de la casa (Marcos 2, 1-12).
Este gesto es visto como una blasfemia que escandaliza a los presentes.
La segunda categoría de pecadores era racial: a los extranjeros los consideraban pecadores porque
no observan la Ley según las tradiciones judías. En esta categoría, entraban los samaritanos y los
gentiles que vivían en Palestina: la sumisión a la Ley de Moisés permitía ser liberados de esa forma
de pecado. Por eso, a los gentiles no se les permitía entrar en el Templo de Jerusalén, sino que eran
obligados a respetar los confines de la santidad del lugar, bajo pena de lapidación y contaminación
del lugar sagrado.
Al significado racial de la palabra "pecador" se le añade un significado social, destinado a los
cobradores de impuestos o publicanos, contratados para recaudar las tasas debidas al poder
imperial.
Equiparados con los usureros, los publícanos se sostenían de los intereses que añadían a los
impuestos. Entre sus discípulos, Jesús escoge a Leví, hijo de Alfeo, a quien invita a seguirlo cuando
está sentado en su banco de cobrador de impuestos. Para subrayar la reincorporación de este grupo
de pecadores, Jesús cuenta la parábola del cobrador de impuestos y el fariseo en el templo (Lucas
18, 9-14), en la cual nos detendremos.
La última categoría de pecadores era ética y comprendía a los usureros y a las prostitutas. Hemos
observado que la mujer que lava los pies de Jesús en casa de Simón, es una pecadora. La samaritana,
con quien Jesús se detiene a conversar, tuvo cinco maridos y vive con uno que no es el suyo (Juan 4,
1-30). Jesús afirma que ha sido enviado para curar las heridas de todos los pecadores sin excluir a
nadie. Naturalmente, por este tipo de amistades, es acusado de ser un pecador (Juan 9, 24-25) que
vive con pecadores. Pero los milagros desmienten la acusación, porque un pecador no puede hacer
los prodigios que él realiza, y las parábolas explican las razones que lo llevan a frecuentar a los
pecadores.
2. 1 pastor y la oveja encontrada
Jesús no fue el primero en elegir el ambiente campestre para hablar de la relación entre el pastor y la
oveja. El profeta Ezequiel relata la amplia parábola contra los pastores de Israel, la cual puede haber
inspirado la parábola de Jesús:
15Yo mismo apacentaré mis ovejas y las llevaré a descansar -oráculo del Señor-. 16Buscaré a la
oveja perdida, haré volver a la descarriada, vendaré a la herida y curaré a la enferma, pero
exterminaré a la c¡ue está gorda y robusta. Yo las apacentaré con justicia (Ezequiel 34, 15-16).
Sin embargo, la parábola de Jesús es paradójica! El trasfondo es un pastor que tiene cien ovejas, se
le pierde una, deja las noventa y nueve restantes en el desierto y se encamina a buscar a la perdida.
Una vez encontrada, la carga sobre sus hombros, vuelve a casa, convoca a sus vecinos y amigos y les
pide que gocen con él. La paradoja está en la pregunta con la cual Jesús describe la escena del
pastor. Ante la cuestión de quién tomaría semejante opción, en realidad, nadie dejaría a las noventa y
nueve en el desierto por una sola que no está seguro de encontrar. El paradójico modo de actuar del
pastor explica el de Jesús: cuantos consideran o presumen no tener pecado son como las noventa y
nueve ovejas abandonadas a sí mismas, sin pastor. El riesgo que enfrentan las noventa y nueve ovejas
en el desierto y la perdida muestra una diferencia sustancial: la perdida exige ser buscada, mientras
que las otras se piensan aseguradas.
El gozo conecta la parábola a la vida: encontrar a la oveja perdida es el gozo del pastor y de Dios,
quienes se alegran más por un pecador convertido que por noventa y nueve justos que no necesitan
convertirse (o se ilusionan con no necesitarlo). Es conmovedora la manera en que Jesús entiende la
conversión: no es fruto del sujeto que se convierte, sino de la acción de Dios que busca a quien está
perdido. La conversión es siempre la acción de la gracia, concedida por quien carga a la oveja
perdida sobre su espalda y regresa a casa; puesto que es originada por la gracia, la conversión exige
ser compartida. A los fariseos y los escribas les queda la opción: o comparten el gozo de la
conversión, concedida a los publícanos y los pecadores, o la obstaculizan, cayendo en la presunción
de poder quedarse en el desierto, como un rebaño sin pastor en brazos del peligro.
Por tanto, la participación humana en la conversión es importante, sobre todo, porque las personas no
son débiles como las ovejas. Sin embargo, el peso de la parábola no radica en las noventa y nueve
ovejas ni en la encontrada; en otras palabras: no es necesario perderse para ser encontrado, ni
abandonarse en el desierto para no ser buscados por Dios; todas las acciones son del pastor y no de
las ovejas; para subrayar el origen divino de la conversión, se ha añadido la parábola de las
dracmas.
3. El ama de casa y la moneda recuperada
La situación inconcebible del pastor y sus ovejas adquiere un tono más natural con un ama de casa
que pierde una dracma y se empeña de todas maneras en encontrarla. Una vez recuperada, la mujer
convoca a las amigas y las vecinas, las invita a gozar con ella por haber hallado la dracma perdida.
También es análoga la conclusión de la parábola: ante los ángeles de Dios, hay más gozo por un solo
pecador que se convierte.
A primera vista, parece que el contenido de ambas parábolas sea el mismo: a las cien ovejas
corresponden las diez dracmas y a la oveja perdida corresponde la dracma extraviada. En realidad,
ahora la atención se centra en el empeño de la mujer por hallar la dracma perdida, la cual vale
mucho menos que una oveja. En tiempos de Jesús, una dracma tenía el mismo valor que un denario o
una jornada de trabajo de un empleado. A pesar del valor relativo de una dracma, el ama de casa
pone todo su empeño en hallarla. En la parábola, no se especifica el estado social de la mujer, en
cuyo caso, la condición de pobreza explicaría por qué tanto afán en hallar la dracma perdida.
Además, la atención se centra en la búsqueda meticulosa y el gozo compartido por haber hallado la
dracma perdida. La dedicación y el gozo son los que confieren el valor real a la moneda, y no el
valor nominal de la dracma. Una moneda es inanimada; esto subraya la conversión concebida como
acción penetrante de la gracia de Dios y no como respuesta humana. La más breve de las parábolas
de la misericordia no relaciona la moneda hallada con las otras, como, en cambio, sí pasa con la
oveja perdida y las noventa y nueve, y el hijo menor y el mayor. El ama de casa busca la dracma por
el valor que tiene para ella y no respecto de las otras monedas. Aunque solo hubiera un pecador,
valdría la pena buscarlo, encontrarlo y gozar.
4. Jesús y la comunidad con el rostro del pastor
Regresemos a la relación entre el pastor y las ovejas: profundicemos con los evangelios de Juan y de
Mateo. En el evangelio de Juan 10, 1-16, Jesús describe al buen pastor (que podría traducirse como
bello pastor) con quien se identifica. Él es el buen pastor porque conoce el nombre y da la vida por
sus ovejas. El pastor es diferente de los mercenarios y de los ladrones en su manera de cuidar a las
ovejas; el mercenario solo está interesado en su propia ganancia, el pastor se entrega por las ovejas
cueste lo que cueste, y, al mismo tiempo, estas aprenden a familiarizarse con él. Mientras el ladrón
roba las ovejas, el pastor vive y se dona por sus ovejas. ¡Lo que distingue al mercenario y al ladrón
del pastor es el peligro! Cuando ve acercarse al lobo, el mercenario abandona a las ovejas y huye
porque no le interesan las ovejas. El pastor no se reconoce por el oficio que realiza, sino frente a las
pruebas y los peligros que afronta: cuando llega el momento de decidir si huye y salva su pellejo o
quedarse y perderlo por sus ovejas. En esta donación total de sí mismo hasta la muerte, Jesús es el
buen (y el bello) pastor: de una belleza que no proviene de su aspecto, sino del quedarse con las
ovejas cuando están en peligro.
Si en el discurso del buen pastor, Jesús se caracteriza por la coherencia de quien se dona a sí mismo
hasta derramar su sangre, el Jesús del evangelio de Mateo añade una nueva dimensión a la relación
entre el pastor y las ovejas. En Mateo 18, 12-14 se narra la misma parábola de Lucas 15, 4-7, pero el
contexto es diferente: se encuentra en el entorno del discurso sobre la Iglesia. La primera parte del
discurso está dedicada a los "pequeños" que deben ser acogidos en la comunidad cristiana, y culmina
con la parábola del buen pastor. El contexto diverso desplaza la atención sobre el impacto de la
parábola: "De la misma manera, el Padre que está en el cielo no quiere que se pierda ni uno solo de
estos pequeños" (Mateo 18,14). La Iglesia está directamente implicada en la parábola porque a ella
se le confía la voluntad del Padre: que ningún pequeño se pierda. La Iglesia asume el rostro del
Padre misericordioso cuando es una madre en búsqueda de la oveja perdida: no olvida a las noventa
y nueve ovejas en el campo, pero se alegra por la que ha encontrado. Ahora se ve claramente que la
parábola del buen pastor compromete a la Iglesia y a sus pastores. Los pequeños que no encuentran
lugar en la sociedad adquieren derecho de ciudadanía en la comunidad cristiana, que no solo debe
acogerlos, sino también buscarlos con el riesgo de no encontrarlos. A una Iglesia que toma el camino
simple del puritanismo y del eficientismo, Jesús contrapone una Iglesia que pone en el centro a los
pequeños. Si la Iglesia está donde dos o tres están reunidos en el nombre de Jesús, el rostro de Cristo
en la Iglesia es el de los pequeños.
Alessandro Manzoni ha reelaborado con genialidad la parábola de la oveja encontrada, en donde
relata los encuentros del innominado con Lucía y el cardenal Federico Borromeo. No podemos
detenernos en los capítulos XXI y XXIII de "Los novios prometidos", pero los recomendamos por su
belleza 2. Solo apuntamos que los capítulos giran en torno a la frase de Lucía, cuando se encuentra
con el innominado: "Dios perdona muchas cosas, por una obra de misericordia". La afirmación le
impide al innominado el suicidarse durante una noche angustiosa, y, al día siguiente, llega el cardenal
Federico. El cardenal, por su parte, reconoce su culpa y se reprocha que debería haber ido a
buscarlo, en vez de esperar la visita del innominado; he aquí la relectura de la parábola: "Dejemos a
las noventa y nueve ovejas... Se hallan seguras en el monte: yo quiero estar ahora con la que se había
extraviado. Esas almas quizá se sientan ahora más contentas, que viendo a este pobre obispo. Quizá
Dios, que ha obrado en vos el prodigio de la misericordia, difunde entre ellas un júbilo cuya razón
aún no conocen".
V. UNA COMPASIÓN EXCESIVA:
EL PADRE MISERICORDIOSO
Lucas 15, 11-32
Con todo respeto hacia las dos primeras parábolas de la misericordia, el ser humano es muy
diferente de una oveja y, con mayor razón, ¡de una moneda! Muy consciente de la enorme diferencia,
Jesús teje un relato que es una obra de arte. Nos hallamos ante la parábola por excelencia, por
merecido reconocimiento, a condición de que se le cambie el título: no "el hijo pródigo" y tampoco
"el padre bueno", sino "el padre misericordioso" o "compasivo". Ahora releamos la parábola con
toda su riqueza y su profundidad.
11 Jesús dijo también: "Un hombre tenía dos hijos. 12El menor de ellos dijo a su padre: 'Padre,
dame la parte de herencia cjue me corresponde'. Y el padre les repartió sus bienes. 13Pocos días
después, el hijo menor recogió todo lo cjue tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus
bienes en una vida licenciosa. 14Ya había gastado todo, cuando sobrevino mucha miseria en
acjuel país, y comenzó a sufrir privaciones. 15Entonces se puso al servicio de uno de los
habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos. 16Él hubiera deseado
calmar su hambre con las bellotas que comían los cerdos, pero nadie se las daba. 17Entonces
recapacitó y dijo: '¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan en abundancia, y yo estoy aquí
muriéndome de hambre!18Ahora mismo iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, pequé contra el
Cielo y contra ti; 19ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros'.
20Entonces partió y volvió a la casa de su padre. Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se
conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó. 21El joven le dijo: 'Padre,
pequé contra el Cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo'. 22Pero el padre dijo a sus
servidores: 'Traigan en seguida la mejor ropa y vístanlo, pónganle un anillo en el dedo y
sandalias en los pies. 23Traigan el ternero engordado y mátenlo. Comamos y festejemos,
24porque mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado'. Y comenzó
la fiesta. 25El hijo mayor estaba en el campo. Al volver, ya cerca de la casa, oyó la música y los
coros que acompañaban la danza. 26Y llamando a uno de los sirvientes, le preguntó qué
significaba eso. 27Él le respondió: 'Tu hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero
engordado, porque lo ha recobrado sano y salvo'.28Él se enojó y no quiso entrar. Su padre salió
para rogarle que entrara, 29pero él le respondió: 'Hace tantos años que te sirvo, sin haber
desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta
con mis amigos.30 ¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con
mujeres, haces matar para él el ternero engordado!’. 31Pero el padre le dijo: 'Hijo mío, tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo. 32Es justo que haya fiesta y alegría, porque tu hermano
estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado'".
1. Más allá de cualquier retribución
La parábola del padre misericordioso es una gran madeja que puede desenrollarse escogiendo uno de
los hilos que la forman. Escojamos el que nos parece el hilo más importante y más enredado: la
retribución. Ya desde el comienzo, Jesús señala el tema de la retribución, el cual forma parte de los
derechos humanos más naturales. Un hombre tiene dos hijos; uno de ellos le pide lo que le
corresponde, y el padre divide su legado. En aquella época, la Ley judía establecía que el
primogénito recibiera dos tercios, mientras que al menor le correspondía un tercio de la herencia
(Deuteronomio 21, 17). Sin oponer resistencia, el padre entrega al hijo menor la parte que le
corresponde. Mientras el menor despilfarra su dote viviendo de manera disoluta en una región lejana,
la otra parte del patrimonio está a buen resguardo y es administrada por el hijo mayor. Según un
equitativo y justo modo de pensar, si el hijo menor regresara, no tendría nada qué esperar por parte
de su padre y su hermano mayor. La grave culpa del hijo menor podría ser, como máximo,
perdonada, ¡pero nunca olvidada!
Aunque tal vez el padre olvidara ese triste paréntesis, siempre estará el hijo mayor dispuesto a
recordárselo a ambos. Así sería respetada la ley de la retribución: la recompensa del bien a quien
cumple el bien, y la del mal a quien hace el mal.
En realidad, la parábola transgrede desde la misma raíz esta ley de distribución patrimonial,
revelando el excesivo amor del padre. El padre no espera a sus hijos estando en la casa, no verifica
si el menor realmente se arrepintió, no pregunta dónde quedó su parte de la herencia, sino que
organiza una fiesta llena de música y bailes. Inconcebible también es cómo el padre se comporta con
el mayor: no lo espera cuando regresa del campo, donde trabaja para bien de la familia, ni le pide su
parecer sobre cómo actuar con el menor. La parábola que revela el rostro más humano de Dios lo
retrata con exceso y no como defecto: a Dios no le falta humanidad, ¡la sobrepasa!
En contraste con el padre que transgrede la ley de la distribución de la herencia, los hermanos no
logran ir más allá de la lógica del dar para recibir. El hijo menor recibe la parte de la herencia que
le corresponde, la despilfarra con prostitutas y decide regresar a casa cuando está en el límite de sus
fuerzas. El hijo menor no regresa con su padre porque esté arrepentido, sino porque no logra
encontrar una vía de salida. En tal condición, lo que más se puede imaginar es ser tratado como uno
de los muchos trabajadores en casa de su padre; no lo motiva el arrepentimiento, ¡sino el hambre!
El hijo mayor también está dentro de los límites de la retribución: ha servido a su padre durante
años, nunca ha transgredido un solo mandato y espera que él le dé por lo menos un cabrito para
festejar con sus amigos. Frente a la compasión del padre, el mayor lo acusa de haber transgredido el
principio de la retribución; no logra considerar al mismo hijo de su padre un hermano, sino que lo
define solo como "ese hijo tuyo". Encasillar al padre en el nicho de la retribución le impide
reconocer su paternidad y su fraternidad con el otro.
Algunos comentaristas subrayan la ausencia de la figura materna en la parábola. En realidad, como el
hilo conductor se refiere a la distribución del patrimonio familiar, tal derecho/deber está entre las
competencias del padre y no de la madre. En su Carta a los Gálatas, Pablo recuerda que el beneficio
de la herencia para los hijos corresponde al padre, quien puede establecer la repartición cómo y
cuándo lo desea (4,1-3). Profundicemos la excesiva compasión del padre con respecto a sus hijos.
2. El padre sale de la casa en dos ocasiones
Entre los muchos y diversos conflictos que se verifican dentro de los muros domésticos, es difícil y
quizá imposible imaginar a un padre que abandona la propia posición para alcanzar a un hijo, de
quien se ha perdido el rastro. Si ya de entrada el título "el hijo pródigo" propuesto para la parábola
es inadecuado, se debe a que el protagonista indiscutible es el padre, que se vincula a los dos hijos y
que transgrede el derecho de la distribución hereditaria.
Al comienzo del relato, el padre se limita a escuchar la solicitud del menor. No se ofrece ninguna
explicación sobre las razones por las cuales el hijo pide lo que le corresponde. ¿Por qué es un
conflicto para el hermano mayor? ¿No comparte la manera de actuar de su padre? ¿O es porque
vislumbra la exigencia de una vida independiente? Cualquier motivo es silenciado, pues al narrador
no le interesan las razones, sino el rápido alejamiento del hijo de la casa paterna. Luego de descubrir
la vida disoluta del hijo menor, el padre regresa a escena para realizar unos gestos increíbles: ve
desde lejos a su hijo -subraya que lo espera desde que se alejó de la casa- y siente compasión, corre
a su encuentro, lo abraza y lo besa (v. 20). Por unos instantes, le da oportunidad a su hijo para que le
diga lo que él ha preparado en vistas a su regreso. Lo interrumpe antes de escuchar su petición de ser
tratado como un jornalero y ordena a los servidores que traigan la mejor ropa, que le pongan un
anillo en el dedo y sandalias en los pies, que maten el ternero gordo y que lo festejen. De todas las
acciones que el padre realiza con su hijo menor, la más decisiva en el desarrollo de la parábola está
centrada en el verbo "sintió compasión" (se conmovió profundamente, v. 20). El padre ama
visceralmente a su hijo perdido, al punto de sentir la pasión humana más profunda.
Hemos encontrado el mismo verbo en el desarrollo de la parábola del buen samaritano: "Se
conmovió" (Lucas 10, 33; 15, 20). La compasión del samaritano por el moribundo es la misma del
padre por su hijo perdido. Sin compasión es imposible correr al encuentro de su hijo, abrazarlo y
reintegrarle su dignidad perdida. Bien dice Juan Pablo II, en la encíclica Dives in misericordia (Rico
en misericordia), donde dedica el cuarto capítulo a esta parábola: "La fidelidad del padre a sí mismo
está totalmente centrada en la humanidad de su hijo perdido, en su dignidad" (DV 6). En el centro de
la parábola, se encuentra la misericordia del padre y no su bondad.
Si la bondad es una cualidad del carácter, la misericordia es una dimensión que madura en el interior
y se concreta en acciones por el prójimo. La prueba más dura todavía está por llegar, y se verifica
cuando se añade el nexo del modo de pensar del hijo mayor. Es dramático el rechazo del mayor,
quien decide no entrar en la casa; su ira lo petrifica ante la puerta que ha cruzado muchas veces.
Entonces el padre decide salir de la casa otra vez y suplicarle. En esta ocasión, el precio es más alto
que el pagado por el hijo menor: ¡el padre debe padecer un reproche que se le hace con todo detalle!
El mayor lo acusa hasta de avaro, no dispuesto a darle ni un cabrito para festejar con sus amigos. Un
padre en contradicción consigo mismo es aquel que no retribuye a quien le es fiel, mientras que hace
matar el ternero gordo para quien ha despilfarrado su herencia. La ira conduce al hijo mayor a
tergiversar la verdad que conoce desde el principio: frente a la petición del menor de la herencia que
le corresponde, el padre no opone resistencia; tres cuartas partes del patrimonio familiar son del
mayor. La misericordia del padre es inmensa: podría responder que, mientras esté en su casa, es él
quien manda. Según el derecho patrimonial, mientras viva, ¡puede hacer lo que quiera con sus bienes!
En vez de eso, el padre se pone en la situación del hijo mayor y lo invita a reflexionar sobre sus
relaciones. Es inmensa la ternura con la cual se dirige al mayor: aunque nunca lo denomina "padre",
él sí lo llama "hijo mío" (teknon): una palabra que denota una relación íntima. El padre reconoce que
el patrimonio restante es del mayor, pero no le interesa. Más que nada, su preocupación se centra en
el contraste de "ese hijo tuyo", el cual le ha reprochado el mayor, para transformarlo en "tu hermano".
La conversión profunda que el padre espera no es la del menor, quien ha regresado a la casa porque
de otra manera hubiera muerto de hambre; es, sobre todo, la del mayor, incapaz de reconocer a su
padre y a su hermano.
Antes de "una Iglesia que sale al encuentro", existe "un padre que sale al encuentro" y es el de la
parábola: por su excesiva compasión hacia sus hijos, no se queda en una sala cómoda, sino que corre
al encuentro del menor y alcanza al mayor para inundarlo con su misericordia.
3. El hijo muerto y vuelto a la vida
Cuanto más se aleja de su padre, más se sumerge en una degradación sin fondo: este es el drama del
hijo menor. Luego de recibir la parte del patrimonio que le corresponde, el hijo emigra hacia una
región lejana, donde despilfarra su patrimonio y vive de manera disoluta. Si en aquella región hay
una piara de puercos, quiere decir que se encuentra fuera de tierra santa, donde no se permite criar
cerdos, pues se consideran animales impuros. Entonces, apacentar cerdos es, para el hijo menor, el
más bajo nivel de humillación, a tal punto que no le dan ni las bellotas que comen los cerdos. Cuando
san Agustín de Hipona relee su vida, antes de la conversión, se le viene a la mente la condición del
hijo menor:
"Me dispersé lejos de ti y erré, mi Dios, en el tiempo de la adolescencia, por caminos muy lejanos de
tu estabilidad. Así llegué a convertirme yo mismo, en un país de miseria" (Confesiones 2, 10, 18).
La máxima indigencia conduce al joven a entrar en sí mismo y reflexionar sobre la situación a la que
ha llegado. Se reprocha la condición de los jornaleros de su casa paterna: mientras él no puede ni
siquiera comer las bellotas, aquellos tienen pan en abundancia. Entonces decide emprender el camino
de regreso para pedir a su padre que lo trate como uno de sus asalariados, con tal de no morir de
hambre. Viéndolo bien, el hijo menor reconoce haber pecado contra el cielo y contra su padre y le
basta ser tratado como un trabajador. Finalmente, lo que le interesa es recibir pan para comer y,
como no encuentra otra solución, emprende el camino de regreso.
Debe ser enorme la vergüenza que el hijo experimenta ante su padre, quien le sale al encuentro, lo
abraza y lo besa. Inmerecida es la compasión del padre, capaz no solo de saciar el hambre de su hijo,
sino de concederle, además, la dignidad perdida. Con toda prisa, sin pedirle explicaciones ni hacer
cálculos, viste al hijo con la mejor ropa, anillo en el dedo y sandalias en los pies. Antes de ver a su
padre estaba reducido a ser un jornalero, no tenía ya la dignidad de hijo, sino la indignidad de los
animales impuros a los que está prohibido comer.
Si desde la casa paterna se oye música y coros que acompañan al baile, quiere decir que el padre ha
reintegrado al hijo en la familia: estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y fue encontrado.
Lo que le devuelve la vida a quien está muerto no es el arrepentimiento, sino la excesiva compasión
del padre por un hijo que es una creatura nueva e inicia una nueva vida. La compasión del padre no
está formada solo de una conmoción, sino que también se transforma en pasión, capaz de hacer surgir
vida donde hay muerte.
4. "Este hermano tuyo"
Tal vez sea una casualidad, pero en la Sagrada Escritura los hijos mayores y los primogénitos no
gozan de buena suerte: destinados a ser hijos de la promesa y de la herencia, experimentan la mala
suerte de quien es privado de un derecho natural. Eso lo sabe Caín con respecto a Abel, Esaú con
Jacob, los hijos de Jacob con José, incluso los hijos de Jesé con respecto a David.
La enorme paradoja de la historia de la salvación es que la ley divina de la primogenitura es
quebrantada por Dios mismo poruña razón de capital importancia: en la retribución y en la herencia
divina, todo debe quedar en el terreno de la gracia y no en el del derecho. En la parábola, el padre
misericordioso reconoce que el patrimonio es del hijo mayor, pero le pide cambiar de mentalidad.
Hay una parábola dentro de la parábola y es aquella donde el protagonista es el hijo mayor. Regresa
del campo, donde trabaja para el padre, escucha la música y los coros, llama a un sirviente quien le
informa de lo que está ocurriendo. El sirviente debe haber echado más leña al fuego, porque con una
buena dosis de ironía, le dice que su hermano menor ha regresado y su padre ha mandado matar el
ternero engordado. Es incontenible la furia del mayor: decide no entrar en la casa y, cuando su padre
lo alcanza, para suplicarle que ingrese, despotrica contra todos. Acusa a su padre de ser un avaro que
no le da ni un cabrito y a su hermano menor de ser un perverso, que ha despilfarrado sus bienes con
prostitutas. En el centro de esta "parábola dentro de la parábola", se encuentra el verbo "se enojó"
con su padre. El furor lo ciega y le impide mirar bien: su hermano está sano, estaba muerto, pero
ahora está vivo, estaba perdido y ha sido recuperado. Sus ojos ven el pecado cometido por su
hermano, pero no el bien que su padre le ha reservado. La culpa que el padre no reprocha la denuncia
el hermano. Por el hijo mayor venimos a enterarnos de que el menor despilfarró sus bienes con
prostitutas. El hijo mayor pareciera el autor del Libro del Eclesiástico, que recomienda: "No te
entregues a las prostitutas, para no arruinar tu patrimonio" (9, 6).
La parábola no cuenta el alegre o triste final acerca de la decisión del mayor. Tampoco si fue
convencido por su padre de entrar en la casa. No dice si decidió cobrar la herencia que le
correspondía para abandonar la casa paterna. Ni si vio a su hermano frente a frente. La del padre
misericordioso es una parábola abierta que señala a los oyentes la responsabilidad de sus propias
decisiones: si establecen relaciones según el derecho o la justicia distributiva, o retoman el sendero
tortuoso de la gracia y la misericordia. En la segunda opción, se está obligado a no juzgar al padre
como un ingrato por tenerle misericordia al pecador y a alegrarse porque el pecador, estando muerto,
ha vuelto a la vida.
Si las parábolas de la oveja y de la dracma se cierran positivamente, el final de la del padre
misericordioso termina con el silencio. A cuantos critican a Jesús, quien acoge y come con
publicanos y pecadores, se les consigna la responsabilidad de decidir: ¿cómo evaluar las relaciones
con Dios, que es Padre, y con el prójimo, que es hermano?
5. Siervos y no jueces de la misericordia
Una obra de arte se puede contemplar desde ángulos diversos, y cada uno encierra significados
variados y nuevos. Pocos comentaristas de esta parábola se detienen en profundizar el papel de los
sirvientes, que consideran como natural. En realidad, hay una notable tensión entre las dos partes de
la parábola: por una parte, los sirvientes participan del encuentro festivo del padre con su hijo
menor; por la otra, uno de ellos comunica al mayor, quien regresa del campo, lo que está pasando en
la casa. Todos los sirvientes presencian el encuentro entre el padre y el menor y siguen las órdenes
recibidas: sacar las mejores ropas, vestirlo, ponerle un anillo en el dedo y sandalias en los pies,
matar el ternero engordado y participar de la fiesta. Los sirvientes han escuchado también el motivo
principal que ha llevado al padre a ordenar tantas acciones: su hijo estaba muerto y ha vuelto a la
vida. Los sirvientes están al servicio de la misericordia, y no se les concede ninguna objeción ante la
excesiva misericordia del padre. Les quedan sus tareas: vestir al hijo menor y organizar la fiesta. Es
significativo que el padre, además de revestir a su hijo de la dignidad perdida, involucra a los
sirvientes en una misericordia compartida.
En la segunda parte, uno de los sirvientes es interrogado por el hijo mayor y se limita a decir: "Tu
hermano ha regresado, y tu padre hizo matar el ternero engordado, porque lo ha recobrado sano y
salvo" (Lucas 15, 27). El contraste de los servidores en la primera parte y el sirviente de la segunda
es notorio y demuestra que este último reduce la misericordia de su patrón a una injusticia contra el
hijo mayor. El sirviente se limita a comunicar el sacrificio del ternero y la condición física del
menor. No recuerda la compasión del padre por su hijo, ni los gestos en los cuales ha participado,
sino solo la orden de matar al ternero. También él razona según la lógica de la retribución, cimentada
en los méritos y no en la gracia. El sirviente sabe bien que, mientras han matado el mejor ternero
para el hijo menor, el mayor no ha recibido ni siquiera un cabrito para festejar con sus amigos. En
otras palabras, parece que el sirviente le dijera al mayor: "¡Mira qué clase de padre tienes! Tu
obediencia vale menos que un cabrito, mientras el despilfarro de tu hermano vale el mejor ternero".
Es justamente la noticia del ternero la que enciende la ira del hermano mayor.
En su ilimitada misericordia, el padre es juzgado por su hijo mayor y por el servidor, que reduce su
compasión a las cuentas de la retribución. Por tanto, en las relaciones de misericordia del padre con
sus dos hijos, los servidores juegan un papel contrastante: ser siervos de la misericordia para
recuperar una dignidad perdida, compartiendo el gozo de su patrón, o juzgar como injusta la excesiva
compasión del padre por su hijo recuperado.
6. De las parábolas a la vida: el encuentro con Zaqueo
Las llamadas parábolas de la misericordia no piden ser interpretadas, sino que interpretan la vida de
cada uno: dan sentido a la existencia e inducen a considerarla de un modo nuevo.
A primera vista, hay un gran hueco para llenar entre Jesús, que se contamina al comer con pecadores,
y las tres parábolas del buen pastor, el ama de casa y el padre misericordioso, las cuales recuerdan
claramente la compasión de Dios. ¿Pero qué tiene que ver Jesús, si solo a Dios le corresponde el
derecho de perdonar los pecados?
El encuentro con Zaqueo (Lucas 19,1-10) cubre esa distancia entre el modo de actuar de Dios y el de
Jesús, veamos de qué manera.
Las etapas del encuentro son notorias: hay una multitud para recibir a Jesús a la entrada de Jericó, en
el transcurso de su viaje a Jerusalén. Zaqueo es alguien que se ha enriquecido como cobrador de
impuestos: un trabajo considerado impuro porque se iguala al de los usureros. Por su baja estatura no
logra ver a Jesús; se sube a un árbol de sicómoros y es percibido por Jesús, quien se autoinvita a
casa de Zaqueo. El cobrador lo recibe lleno de gozo, y las murmuraciones son tan escandalosas que
llegan a oídos de Zaqueo. Entonces el cobrador promete en público dar la mitad de sus bienes a los
pobres y restituir el cuádruple de lo que haya robado a alguien.
El giro del encuentro se da con la declaración de Jesús: "Zaqueo, baja pronto, porque hoy tengo que
alojarme en tu casa" (Lucas 19, 5). La expresión "tengo que" nos remite no a lo que Jesús desea de
Zaqueo, sino a la voluntad de Dios que está por realizar: "para Dios es necesario que". Con esta
expresión se verifica la conexión más tenaz entre la parábola del padre misericordioso y la vida real
de Jesús que come con pecadores: el "es justo que haya fiesta y alegría", que afirma el padre de la
parábola (Lucas 15, 32), ahora está presente en el encuentro con Zaqueo.
El designio de Dios se cumple cada vez que Jesús reconoce la urgencia de la misericordia para los
pecadores. Es voluntad de Dios que la salvación alcance a Zaqueo. Una salvación como esta no
puede ser aplazada, sino se cumple en el hoy: "Hoy tengo que alojarme en tu casa" que se confirma
con el "hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombre es un hijo de Abraham
(Lucas 19, 9). Encontrar a Jesús es mirar el rostro misericordioso de Dios, quien siempre tiene en
mente la salvación de los pecadores, una salvación que se realiza en el hoy del encuentro.
Hasta en su último respiro, Jesús busca la salvación del pecador. "Hoy estarás conmigo en el
paraíso", le asegura al ladrón que le pide acordarse de él (Lucas 23, 43).
Una frase sintetiza la misericordia de Dios que se manifiesta en la vida de Jesús: "Porque el Hijo del
hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido" (Lucas 19,10). Jesús ha salvado a la oveja
perdida, ha encontrado la dracma extraviada y ha salido al encuentro de los hijos perdidos. El amor
de Dios por los pecadores motiva el amor entre los seres humanos, expresado con mucha
profundidad por Fiodor Dostoievski en Los hermanos Karamazov, cuando pone en boca del monje
ruso Zósima:
"Hermanos, no tengan temor de los pecados de los hombres, amen al hombre también en su pecado,
ya que justo en esto radica la semejanza con el amor de Dios, y es el eje del amor en esta tierra"
(Segunda parte, libro sexto, capítulo tercero).
VI. LO CONTRARIO A LA
MISERICORDIA: EL RICO ANÓNIMO Y
EL POBRE LÁZARO
Lucas 16, 19-31
Un valor se aprecia cuando falta o se suplanta por su contrario. Como el bien con frecuencia es
anulado por el mal, a veces es necesario mirar el mal para reconocer el bien. ¿Cómo apreciar la
misericordia? ¿Hasta dónde es posible confiar en la misericordia de Dios? El eco de las tres
parábolas de la misericordia resuena más fuerte, pero hay un enorme obstáculo por salvar: ¿Qué rico
se salva? ¿Cómo se salva?
Poco antes de la parábola que estamos por comentar, Jesús pronuncia una penetrante imprecación
contra algunos fariseos que son avaros y se burlaban de él: "Ustedes aparentan rectitud ante los
hombres, pero Dios conoce sus corazones. Porque lo que es estimable a los ojos de los hombres,
resulta despreciable para Dios" (Lucas 16, 14-15). La palabra del rico y el pobre Lázaro reprocha
esta situación, según la cual: si por el estado social se es exaltado por los hombres, se será exaltados
por Dios. ¡Pero Dios mira el corazón y no las apariencias!
19Había un hombre rico que se vestía de púrpura y lino finísimo y cada día hacía espléndidos
banquetes. A su puerta, cubierto de llagas, yacía un pobre llamado Lázaro, 21que ansiaba
saciarse con lo que caía de la mesa del rico; y hasta los perros iban a lamer sus llagas. 22El
pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. El rico también murió y fue
sepultado. 23En la morada de los muertos, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de
lejos a Abraham, y a Lázaro junto a él. 24Entonces exclamó: "Padre Abraham, ten piedad de mí y
envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en el agua y refresque mi lengua, porque estas
llamas me atormentan".25 "Hijo mío, respondió Abraham, recuerda que has recibido tus bienes en
vida y Lázaro, en cambio, recibió males; ahora él encuentra aquí su consuelo, y tú, el tormento.
26Además, entre ustedes y nosotros se abre un gran abismo. De manera que los que quieren pasar
de aquí hasta allí no pueden hacerlo, y tampoco se puede pasar de allí hasta aquí".27El rico
contestó: "Te ruego entonces, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, 28porque tengo
cinco hermanos: que él los prevenga, no sea que ellos también caigan en este lugar de tormento".
29Abraham respondió: “Tienen a Moisés y a los Profetas; que los escuchen". 30"Mo, padre
Abraham, insistió el rico. Pero si alguno de los muertos va a verlos, se arrepentirán". 31 Abraham
respondió: "Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, aunque resucite alguno de entre los
muertos, tampoco se convencerán".
1. Lo contrario a la misericordia
La parábola del hombre rico y el pobre Lázaro se coloca a sí misma en la línea del buen samaritano y
del padre misericordioso. Sin embargo, es como una obra contrastante con respecto a las dos
pinturas precedentes. El relato comienza como en las otras dos parábolas: "Había un hombre..."
(Lucas 10, 30; 15, 11; 16, 19). Aquí también se presentan dos escenas: el rico y Lázaro en este
mundo, y el rico, Abraham y Lázaro en la otra vida.
En la escena aparece un hombre rico, que viste como rey y banquetea cada día, y Lázaro, el mendigo.
El rico viste ropas muy caras: la púrpura era un tejido de color rojo intenso, producto de las
glándulas de un molusco, y estaba reservado al rey o a los nobles. Antes de ser crucificado, Jesús fue
revestido de púrpura para que los soldados se burlaran de él en el pretorio (Marcos 15, 19-20).
El lino finísimo, blanco, delicado, se llevaba sobre la piel. Bastan las pistas iniciales para darse
cuenta de que algo no anda bien: el rico viste como un gobernante, pero no es recordado por su
nombre; el pobre, que lleva su ropa pegada a una piel llagada, tiene un nombre, de hecho, es el único
nombre que se menciona en todas las parábolas de Jesús; se llama Lázaro, que significa "Dios ha
ayudado". El Nuevo Testamento cita a otro Lázaro, el amigo de Jesús y hermano de Marta y María
(Juan 11, 1-2), a quien Jesús llama de la muerte, pero no es el pobre de la parábola.
A pesar de que Lázaro yace ante la puerta de la casa del rico, cuando muere es conducido al seno de
Abraham. Algunas tradiciones toman "epulón" como nombre del rico, pero no es un nombre propio y
no se encuentra en la parábola. Así comienza la ley del contrapeso: el rico, vestido como un rey, está
destinado al anonimato; el pobre tiene un nombre y es recordado eternamente.
Los dos actos que componen la parábola están desproporcionados: mientras que la aventura terrenal
de ambos protagonistas es pintada con unos cuantos brochazos (vv. 19-22), la del más allá es
interminable y está atravesada por las súplicas del rico (vv. 23-31). Ambas escenas son contrastantes
y siguen la ley de la zozobra. En su vida terrenal, el rico festeja cada día, mientras a Lázaro no le dan
ni siquiera las sobras de la mesa; en el más allá, Lázaro es consolado, mientras el rico no tiene ni una
gota de agua para refrescarse la lengua. Los bienes que posee el rico y le son negados a Lázaro
durante su vida terrena, son compensados con el consuelo a Lázaro y los tormentos al rico.
Como en las parábolas que hablan en positivo de la misericordia, también en esta se asiste a un
cambio inesperado de la situación, pero con una diferencia: ahora la zozobra es definitiva, porque
hay dos obstáculos. El primer obstáculo es la puerta de la casa que impide, por voluntad del rico,
que Lázaro pueda ser socorrido. El segundo obstáculo es el abismo entre el infierno, donde se
encuentra el rico, y el seno de Abraham, donde ha sido acogido Lázaro.
La desproporción entre el tiempo y la eternidad es expuesta por la ausencia del tiempo y por el
diálogo en la eternidad: ambos quedan sin conclusión. En el tiempo, el rico no sació el hambre de
Lázaro; en la eternidad, Abraham no puede satisfacer las tres súplicas del rico: Lázaro no puede
aliviar los tormentos del rico ni siquiera con su dedo; el rico no puede ser reenviado al mundo para
atestiguar lo que sucede en el más allá; tampoco la resurrección de un muerto puede convertir a los
cinco hermanos del rico.
2. La piedad no escuchada
Es enorme el contraste entre las tres parábolas de la misericordia y la del hombre rico y el pobre
Lázaro. Hasta ahora, cualquier súplica de compasión había sido escuchada: desde la condonación
total que el acreedor concede a sus deudores, hasta la súplica del hijo pródigo. En las parábolas
siguientes, son escuchadas las peticiones de la viuda insistente (Lucas 18, 1-8) y la súplica del
cobrador de impuestos en el templo (Lucas 18, 9-14). De hecho, en el infierno, el rico emite una
súplica muy parecida a la del cobrador: "Ten piedad de mí" (Lucas 16, 24; 18, 13). Pero es el único
caso donde la súplica de un hombre no es escuchada, porque la situación ha llegado a ser
irreparable.
¿Es posible imaginar una situación irreparable para la infinita misericordia de Dios? Si, como
veremos en la parábola del juez injusto y la viuda insistente (Lucas 18, 1-8), la oración perseverante
es capaz de cambiar el corazón de Dios, ¿por qué la del rico no puede cambiar ni un poquito su
condición? Estaríamos obligados a pensar que su situación se ha vuelto irreparable porque en la
eternidad no existe el tiempo; sería la respuesta más lógica, pero no se mencionan en la parábola.
El viraje de la parábola explica la razón principal por la cual la situación del rico no tiene remedio.
Cuando el rico está en el infierno y ve a Lázaro en el seno de Abraham, lo reconoce y lo llama dos
veces por su nombre. Así se autocondena con sus propias palabras: conocía a Lázaro durante su vida
terrenal, pero siempre lo había ignorado. Con un fino arte narrativo, el momento del giro del drama
está conectado al contraste con las dos parábolas de la misericordia precedentes: "Lo vio y sintió
compasión", se dice del buen samaritano (Lucas 10, 33). "Cuando todavía estaba lejos, su padre lo
vio y sintió compasión", se repite acerca del padre misericordioso (Lucas 15, 20). Ahora, el rico "ve
a Abraham a lo lejos y a Lázaro" (Lucas 18, 23). No "lo vio", como dicen muchas traducciones, sino
"lo ve": el rico está obligado a ver a Lázaro en un presente sin fin, a quien no vio en el pasado.
Entonces, la situación es gravísima, porque la compasión solo es posible mientras el pobre yace
herido ante la puerta del rico; después ya no tiene sentido, de hecho es imposible. La misericordia de
Dios se inclina siempre en dirección del prójimo, y cuando este falta, no hay espacio ni siquiera para
aquella. No es casualidad que Dios nunca se menciona en la parábola: habla y actúa por medio de
Abraham.
Sin embargo, esta parábola de la misericordia, por el contrario, contiene también el camino confiado
a los oyentes para no caer en la situación del rico: Moisés y los Profetas o, como veremos más
adelante, la Palabra de Dios. No basta con la resurrección de un muerto para convertir a los
hermanos del rico, porque son los pobres en el mundo el camino para la salvación o la condena para
cualquier rico. El pobre ignorado en el mundo ¡es reconocido por el rico en la eternidad!
3. "Tuve hambre y no me dieron de comer"
Las parábolas que ponen su acento en la eternidad no se relatan para asustar a los oyentes, ni para
describir, como hizo Dante Alighieri en su Divina Comedia, el infierno, el purgatorio y el paraíso.
Más bien, con estas parábolas sobre el fin de la vida humana, Jesús habla de la eternidad en el
tiempo, o del futuro en el presente. Le interesa el hoy y apela a su fin para cuestionar a sus
contemporáneos. La parábola del rico y el pobre Lázaro, con su desconocimiento y reconocimiento,
penetra fuertemente en el tiempo de cada persona. Con su contraste entre el desconocimiento del
pobre, que yace ante el portón de su palacio, y su reconocimiento en la eternidad, esta parábola
continúa la del juicio final en el Evangelio de Mateo 25,31-46.
Si en la primera parte de la parábola el Hijo del hombre bendice y acoge a cuantos, sin conocerlo,
dieron de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos, acogieron a los extranjeros, vistieron
al desnudo, visitaron a los enfermos y a los encarcelados, en la segunda parte, es implacable con
quien ha ignorado las llamadas "obras de misericordia corporales y espirituales". El criterio que
separa las ovejas de las cabras o quién es bendecido y quién maldecido, cierra la parábola y vale
para todos: "Cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron
conmigo" o lo contrario (Mateo 25, 45). Cuanto se dice en general para las personas que no fueron
socorridas en la parábola del juicio, vale para la parábola del rico y el pobre Lázaro. Lázaro tenía
hambre, pero el rico no le dio ni las sobras de su mesa; estaba enfermo o llagado, pero el rico no lo
visitó; estaba desnudo, pero el rico no lo vistió; era un peregrino, abandonado ante su puerta, pero el
rico no lo hospedó. Las obras de misericordia, enumeradas en la parábola del juicio final, no se
cumplieron en Lázaro, a quien el rico ignoró en vida, pero a quien es obligado a reconocer por
siempre.
Acerca de la relación entre riqueza y pobreza que se reflejan en la parábola, son necesarias algunas
precisiones, pues de otra manera se caería en fáciles idealismos que al final resultan inútiles. A
propósito, la parábola no menciona la razón por la cual Lázaro es conducido al seno de Abraham,
mientras el rico es destinado al infierno. Así se evita considerar santo al pobre por ser pobre y
maldito al rico por ser rico. Hemos podido observar que el giro de la parábola no se halla en las
condiciones de Lázaro y del rico, sino en el reconocimiento de Lázaro que el rico es obligado a ver
en el infierno.
En sí mismas, la pobreza y la riqueza no garantizan o excluyen un final positivo o negativo en el
juicio final, como sí lo hace la capacidad o incapacidad para ver y sentir compasión por el otro.
Sobre esto, el drama del hombre rico y Lázaro el pobre, son válidos para todo tiempo y lugar en que
se lean. El rico, quien no ve al pobre en el tiempo, es obligado a reconocerlo en la eternidad, cuando
ya toda compasión es inútil.
4. Moisés, los Profetas y el corazón humano
¿Por qué Moisés y los Profetas pueden convencer más que el regreso de un muerto del más allá? O,
¿por qué la Palabra de Dios es la única condición para convertir el corazón humano a la compasión?
Mediante el Evangelio de Lucas es posible reconocer dos razones principales. Ante todo, porque la
misericordia brota del corazón humano, solo la Palabra de Dios es capaz de regarlo e impedir que se
seque. Sobre este eje es iluminador el encuentro del Resucitado con los discípulos de Emaús. En la
primera parte de la narración, "Comenzando por Moisés y continuando con todos los Profetas, les
interpretó en todas las Escrituras lo que se refería a él" (Lucas 24, 27). Luego de reconocer al
Resucitado al partir el pan, los dos discípulos confiesan: "¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras
nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?" (Lucas 24, 32). Cuando la Palabra de Dios
penetra en el corazón es capaz de reencenderlo y sanarlo de toda forma de ceguera y de sordera: lo
vuelve capaz de ver lo que no podría. El rico de la parábola tiene una idea equivocada acerca de la
conversión: que depende de un prodigio, como el resucitar a un muerto. No se da cuenta de que la
conversión nace de la escucha de la Palabra de Dios y no si un muerto regresa de ultratumba.
Acerca de la relación con la Palabra de Dios (Moisés y los Profetas), es decisivo el verbo que
Abraham utiliza dos veces en su diálogo con el rico: Escuchar... "Tienen a Moisés y a los Profetas;
que los escuchen" (Lucas, 16, 29. 31). Desde el momento en que la Sagrada Escritura constituye un
simple conjunto de libros para leer, es incapaz de abrir los ojos del corazón humano. El rico, hijo de
Abraham, lo convoca varias veces desde el infierno: "Padre Abraham... padre... Padre Abraham"
(Lucas 16, 24. 27. 30). El rico debe conocer la Biblia al dedillo: la leyó, pero no la escuchó; y, si la
estudió, no la acogió en su corazón. Por eso, le replica a Abraham que para convertir a sus cinco
hermanos es necesario mandar a Lázaro al mundo. La Escritura no es para leerla y estudiarla, sino
para escucharla como Palabra de Dios, capaz de convertir el corazón humano para abrirlo a la fe.
El rico de la parábola, quien conoce la Escritura como todos los hijos de Abraham, es semejante al
hombre rico que Jesús encontrará más adelante en Lucas 18, 18-23. El rico pregunta a Jesús qué debe
hacer para heredar la vida eterna, conoce la Sagrada Escritura y ha observado los mandamientos
desde que era joven. Solo le falta la opción determinante: vender cuanto posee, darlo a los pobres y
seguir a Jesús. El hombre se va triste porque es muy rico. El seguimiento nace de la Palabra acogida
en el corazón, donde para habitar necesita un espacio que no es el de las riquezas. Para esta
"trascendencia" de la Escritura como Palabra de Dios, como la llama Benedicto XVI en Verbum
Domini, es necesaria la acción del Espíritu del Resucitado, de otra manera la Escritura permanece
como una colección de libros y no se transforma en palabra viva. Una de las últimas acciones del
Resucitado es "abrir la mente" de los discípulos, a fin de que estén en condiciones de comprender las
Escrituras (Lucas 24, 45).
La otra razón por la cual la Palabra de Dios es capaz de convertir el corazón humano se encuentra en
su relación con los pobres. Si es inútil que Lázaro regrese de ultratumba para convencer a los
hermanos del rico, se debe a que los pobres están en el centro del evangelio. Cuando se ignora o se
envilece este contenido esencial del evangelio, es inútil que un muerto regrese a la vida: no lo
reconocerían porque se trata siempre del pobre Lázaro y no de otra persona, con un nombre diferente.
La escena central de todo el Evangelio de Lucas ilustra la relación profunda entre la Palabra de Dios
(Moisés y los Profetas) y los pobres.
Al comienzo de su ministerio, Jesús acude a la sinagoga de Nazaret. Le dan el rollo del profeta
Isaías, lo abre y lee el pasaje de Isaías 61, 1-2: "El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha
consagrado por la unción. Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la
liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año
de gracia del Señor" (Lucas 4, 18-19).
Los pobres no están fuera ni son algo secundario, sino que se encuentran en el centro del evangelio.
La parábola del rico y de Lázaro el pobre escandaliza por la enorme atención al rico. Sobre las
razones por las cuales Lázaro es conducido al seno de Abraham no se dice ni una palabra, y en la
parábola Lázaro no habla nunca. Más que nada, es la suerte del rico la preocupante: si, en el tiempo
que le fue otorgado, ignora a Lázaro, en la eternidad, está obligado a reconocerlo desde el infierno,
firmando su condena. Por eso, el papa Francisco afirma claramente en Evangelii gaudium: "Todo el
camino de nuestra redención está marcado por los pobres" (197).
La misericordia es una cuestión grave, y en nuestro tiempo hay dos maneras mortalmente riesgosas de
comprenderla: como la misericordia de Dios es infinita, nos salvaremos como quiera que sea,
incluso cuando en el nombre de Dios se juzga o se condena al prójimo; mientras que la misericordia
divina es un derecho adquirido, aquella por el prójimo es un deber que depende de la libertad de
cada uno.
Ninguna de las parábolas de la misericordia llegan a estas conclusiones. La misericordia viaja
siempre en tres dimensiones y nunca es unidireccional (Yo, por mí mismo), ni bidireccional (Yo y
Dios): es la dramática realidad de la parábola lo que ilumina la misericordia por lo inverso a ella.
Entonces, ¿qué es el infierno? Si existe, ¿cómo se conciba con la misericordia de Dios?
La misma pregunta formula Dostoievski, en Los hermanos Karamazov, al comentar de manera
formidable, esta parábola:
"Padres y maestros, intento comprender: '¿Qué es el infierno?'. Pienso que esto: 'El sufrimiento de no
poder amar'. Por una vez, en la infinitud del universo, ilimitado en el tiempo y el espacio, le fue
concedido a un ser espiritual, junto con su aparición sobre la tierra, la facultad para decirse: yo
existo y amo. Por una vez, por una sola vez, le fue dado un instante de amor activo, viviente, y por
esto le fue dada la vida terrenal, y con ella el tiempo y su término, y todo lo demás: rechazó, este
afortunado ser, el don inestimable, no lo apreció, no lo amó, lo miró de reojo con aire de desprecio,
y se quedó insensible. En tal disposición, al partir ya de esta tierra, he aquí que ve el seno de
Abraham, y conversa con Abraham, como se nos presenta en la parábola del rico y Lázaro, y observa
el paraíso, y podría ir al Señor: pero precisamente esto es lo que lo atormenta, que el Señor habría
debido ir a él, que no ha tenido amor, y debería mezclarse con aquellos que han amado, él que se
burló del amor" (Parte segunda, libro sexto, capítulo tercero).
Si el infierno es el sufrimiento de no poder amar, cada instante de la vida humana no vivido por amor
anticipa el infierno.
VII. ¿COMO CAMBIA EL CORAZÓN DE
DIOS? EL JUEZ Y LA VIUDA
Lucas 18, 1-8
¿En cuáles tormentas de la vida humana se siente más la misericordia de Dios? ¿Cuándo es más
necesaria que los dones de Dios? ¿Cuáles son las condiciones para reconocerla? Jesús, en el
Evangelio de Lucas, parece no tener dudas: en la oración se vislumbra el rostro misericordioso de
Dios, que se irradia sobre la vida humana. Detengámonos ahora en la parábola dedicada a la
constancia en la oración, narrada dentro del fin del viaje hacia Jerusalén:
después Jesús les enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse:2 "En
una ciudad había un juez cjue no temía a Dios ni le importaban los hombres; 3y en la misma
ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciendole: 'Te ruego que me hagas justicia contra mi
adversario'. 4Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: 'Yo no temo a Dios ni me
importan los hombres, 5pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga
continuamente a fastidiarme'". 6Y el Señor dijo: "Oigan lo que dijo este juez injusto. 7Y Dios, ¿no
hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar ? 8Les aseguro
que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre,
¿encontrará fe sobre la tierra?".
1. Un juez, Dios y una viuda
Los protagonistas de la parábola son: un juez, quien no teme a Dios, y una viuda. La relación entre
los protagonistas es nuevamente triangular: el juez que se relaciona con Dios y con una viuda. La
nueva relación es original porque, en todas las parábolas en que hemos profundizado hasta ahora,
Dios nunca es invocado para que interceda directamente: lo es mediante otra persona, como Abraham
en la parábola del hombre rico y Lázaro el pobre, o está escondido en el padre misericordioso. Esta
vez la mención se debe al tema de la oración que ha inspirado la parábola. Por esa misma razón,
Dios es invocado también en la parábola que profundizaremos en el siguiente capítulo.
En la escala social en tiempos de Jesús, el juez simboliza el emblema del máximo poder, sobre todo,
en un ambiente caracterizado por el analfabetismo y por la escasa familiaridad con las leyes. El juez
es como un alcalde de pueblo: abogado, ministro público y notario; ejerce un poder ilimitado. Desde
el otro lado se menciona a una viuda, la cual representa la condición humana más precaria, junto con
la de los huérfanos. Cuando no se puede contar con la autoridad familiar y civil del marido, con
frecuencia, las viudas se someten a muchos abusos. Entonces, estas relaciones se encuentran en las
antípodas, uno del poder y el otro de la debilidad humana. Además de los protagonistas, la atención
se centra en Dios, con quien se relaciona el juez. Al comienzo se afirma que el juez no teme a Dios;
luego es él mismo quien lo afirma; al final se filtra la comparación entre el juez y Dios.
Jesús subraya especialmente la distancia del poder civil entre el juez y la viuda: el juez no tiene
ningún temor a Dios o no es una persona religiosa. Además de no creer en el Dios de Israel,
administra la justicia a su gusto! Más que un juez deshonesto, se trata de un juez injusto a quien le
falta un corazón compasivo porque no cree en Dios.
En el extremo opuesto, está la acción de la viuda, quien acude al juez para que le haga justicia contra
su adversario y no desiste. La parábola no dice nada acerca del adversario: lo único que interesa es
el arbitrio del juez, en relación con Dios en una cuestión de justicia, y la insistencia de la viuda.
Luego de muchas insistencias, el juez decide escuchar la petición de la viuda. Sin embargo, no es la
compasión lo que cambia su corazón, sino el persistente reclamo de la viuda.
2. Dios no es un juez
Luego de haber narrado la parábola sobre el juez y la viuda, Jesús interpela a sus oyentes y los
interroga sobre lo que piensan acerca del actuar de Dios. Recurriendo de una argumentación que
parte de lo menos a lo más (o a fortiori), Jesús pregunta a sus oyentes si Dios no hará justicia a sus
elegidos como antes lo hizo el juez con respecto a la viuda. A diferencia del juez injusto, Dios hará
justicia a sus elegidos de inmediato, puesto que claman a él día y noche.
A pesar de la enorme diferencia entre el juez y Dios, hay un rasgo común que ilustra el inestimable
valor de la oración: ambos revisan su modo de actuar con la viuda y con sus elegidos a partir de las
súplicas recibidas.
Con frecuencia, se tiene una impresión de que Dios es imperturbable o que no cambia sus designios
sobre los seres humanos. Occidente nos ha acostumbrado a pensar a un Dios sin pasión, que no se
deja condicionar por ningún agente externo. La historia de la salvación transmite un rostro diferente
de Dios: un Dios que se deja interrogar por las situaciones humanas y escucha la oración de sus
elegidos (los pobres y los débiles) que le suplican.
Acerca de esta disponibilidad a cambiar sus proyectos, son emblemáticos dos episodios del Antiguo
Testamento: la oración del rey Ezequías y la penitencia de los habitantes de Nínive. El Segundo
Libro de los Reyes cuenta que Ezequías se enferma gravemente, su vida pende de un hilo. Con el
rostro hacia la pared de su casa, el rey pronuncia su oración: "¡Ah, Señor! Recuerda que yo he
caminado delante de ti con fidelidad e integridad de corazón, y que hice lo que es bueno a tus ojos"
(20, 3). La oración y las lágrimas son escuchadas por el Señor, quien lo cura de su enfermedad.
El libro de Jonás describe cómo Dios se arrepiente del mal con que ha amenazado a los habitantes de
Nínive (3, 10). Un Dios misericordioso es inconcebible para Jonás: "Por eso traté de huir aTarsis lo
antes posible. Yo sabía que tú eres un Dios bondadoso y compasivo, lento para enojarte y de gran
misericordia, y que te arrepientes del mal con que amenazas" (Jonás 4, 2). El profeta ha tratado por
todos los medios de impedir la misericordia de Dios y, luego de haber predicado a los habitantes de
Nínive, se queda a mirar si por fin Dios los castiga. Mientras los habitantes de Nínive hacen
penitencia, Jonás permanece en el este de la ciudad, bajo la sombra de una choza. Para socorrerlo, el
Señor hace crecer una planta de ricino que le procura alivio, pero, al día siguiente, la hace secar, y
Jonás le pide el poder morir. Con un argumento que anticipa a la parábola, Dios cuestiona al profeta:
"Tú te conmueves por ese ricino que no te ha costado ningún trabajo y que tú no has hecho crecer,
que ha brotado en una noche y en una noche se secó, y yo, ¿no me voy a conmover por Nínive...?
(Jonás 4, 10-11).
El Dios del Antiguo y Nuevo Testamento se deja tocar el corazón porque no quiere la muerte del
pecador, sino que se convierta y viva (Ezequiel 33, 11).
3. ¿Qué pedir y cómo orar?
La parábola del juez y la viuda se cierra con una promesa: el juez hará justicia a la mujer por su
insistencia. Así, la oración perseverante es capaz de cambiar el corazón de Dios. A pesar de todo, en
muchas ocasiones, se experimenta una falta de respuesta de nuestra oración, como si no fuera
escuchada. ¿Dónde están la compasión y la misericordia de Dios cuando los gritos de sus elegidos,
que son los más necesitados -como las viudas y los huérfanos- no parecen ser escuchados? Jesús, en
el Evangelio de Lucas, es maestro de oración y para afrontar esta dramática realidad, narra la
parábola del amigo inoportuno.
La parábola de Lucas 11, 5-8 comparte algunos rasgos comunes con la que estamos comentando,
aunque no se refiere a la misericordia de Dios. Cuenta de un amigo que, a causa de un huésped
imprevisto al cual no tiene nada qué ofrecerle, toca la puerta de su vecino para pedirle tres panes.
Además de que es medianoche, el amigo ya ha cerrado la puerta de su casa, y sus hijos y él están
acostados. Ante la insistencia del amigo, al fin es forzado a levantarse y a darle los panes
solicitados. En la explicación que sigue (Lucas 11, 9-13), Jesús exhorta a pedir, buscar y llamar
porque Dios es capaz de dar, de encontrar y abrir. Por eso, añade que si un padre es capaz de dar un
pescado a su hijo y no una serpiente, un huevo y no un escorpión, ¿cuánto más no estará dispuesto el
Padre a dar el Espíritu Santo a quienes se lo pidan? A primera vista parece que el Espíritu Santo no
tiene nada que ver. Es lo contrario, es el principal don para pedir en la oración, porque solo el
Espíritu Santo permite distinguir un pescado de una serpiente y un huevo de un escorpión. En muchas
ocasiones, se pide en la oración cuanto nos parece necesario, pero que no lo es para Dios; es más
bien secundario y no entra para nada en su voluntad.
En la oración, no sabemos qué pedir: esta es la condición que se experimenta, más que ninguna otra,
en la debilidad humana. Pero precisamente en esta situación:
2ÉIgualmente, el mismo Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porcjue no sabemos orar
como es debido; pero el Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables. 27Y el que sondea
los corazones conoce el deseo del Espíritu y sabe que su intercesión en favor de los santos está de
acuerdo con la voluntad divina (Romanos 8, 26-27).
Es fácil liberarse de la oración cuando parece que no es escuchada; es difícil persistir como una
viuda insistente, porque Dios está dispuesto, más que cualquier juez, a escuchar de inmediato los
gritos de sus elegidos. A los creyentes se les pide perseverar en la oración, incluso cuando los
resultados son diferentes de lo esperado.
4. Perseverar en la fe
La parábola del juez y la viuda proyecta sobre la vida humana un cuestionamiento que deja mucho
qué pensar. Cuando regrese, ¿encontrará Jesús fe sobre la tierra? Con frecuencia, se tiene un
conocimiento minusvalorado o restringido de la fe: que es para todos y se identifica con un conjunto
de nociones o, por el contrario, atañe a lo que es incomprensible. En realidad, es difícil conservar la
fe, sobre todo, cuando se pide algo y no es correspondido, entonces se abandona la oración, y llega a
faltar la fe.
Sobre la relación entre oración y fe, es ejemplar cuanto se halla escrito de Jesús en la Carta a los
Hebreos:
7Él dirigió durante su vida terrena súplicas y plegarias, con fuertes gritos y lágrimas, a aquel que
podía salvarlo de la muerte, y fue escuchado por su humilde sumisión. 8Y, aunque era Hijo de
Dios, aprendió por medio de sus propios sufrimientos qué significa obedecer. 7De este modo, él
alcanzó la perfección y llegó a ser causa de salvación eterna para todos los que le obedecen... (5,
7-9).
Con toda su humanidad Jesús atravesó la estrechez de la prueba y permaneció abrazado a su piedad,
que es la fe, capaz de abandonarse sin reservas en los brazos del Padre. Todo lo que sufrió no lo
alejó de Dios, sino que le permitió aprender a obedecer la voluntad del Padre. Parece paradójico
todo lo que se dice en la Carta a los Hebreos: ¿cómo es posible considerar que Jesús fue escuchado,
si no le fue perdonada ni una gota del cáliz que bebió? ¿Se puede considerar que su oración fue
escuchada cuando tuvo que afrontar la vulgar pena de la cruz? En realidad, fue escuchado por el
Padre con la resurrección, que pasó a través de la muerte en cruz.
Se le pide fe a todos los que escucharon la parábola del juez y la viuda, y también se les pide
confianza, fidelidad, entrega: nacen de la oración y echan raíces en la obediencia de quien aprende a
escuchar la voluntad de Dios, incluso cuando no la comprendemos. Sobre todo en nuestro tiempo, es
cada vez más difícil y rara la constancia en la oración y la disponibilidad para escuchar una
respuesta que, con frecuencia, es diferente de nuestras peticiones.
5. "Lo vio con misericordia y elección"
La relación entre la viuda y los elegidos de Dios requiere ser profundizada porque expresa una de las
verdades evangélicas más desconcertantes: Dios no está de parte del juez, quien no siente ningún
temor de él, sino que está con la viuda. Elegidos de Dios son los huérfanos y las viudas que no
pueden afrontar los abusos que padecen. ¿Por qué Jesús escoge a los débiles y a los pecadores, como
a Leví, que es un cobrador de impuestos?
27Después Jesús salió y vio a un publicano llamado Leví, cjue estaba sentado junto a la mesa de
recaudación de impuestos, y le dijo: "Sígueme"28.Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió29.
Leví ofreció a Jesús un gran banquete en su casa. Había numerosos publícanos y otras personas
que estaban a la mesa con ellos (Lucas 5, 27-28).
En la explicación que sigue, Jesús aclara que "no son los sanos lo que tienen necesidad de médico,
sino los enfermos", y que no vino "a llamar a los justos, sino a los pecadores, para que se conviertan"
(Lucas 5, 31-32). La lógica de la elección de Dios es inconcebible:
26Tengan en cuenta quiénes son los que han sido llamados: no hay entre ustedes muchos sabios,
hablando humanamente, ni son muchos los poderosos ni los nobles. 27Al contrario, Dios eligió lo
que el mundo tiene por necio, para confundirá los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para
confundir a los fuertes; 28lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo
que vale.29Así, nadie podrá gloriarse delante de Dios." (1 Corintios 1, 26-29).
En términos positivos, Dios escoge a los últimos para alcanzar a los primeros, de otra manera es
inevitable pensar en una elección que excluya a los demás. Dicho con las palabras de la
misericordia, permanece válido cuando se dice en el Libro del Éxodo 33, 19 y es explicado por
Pablo: "Porque él dijo a Moisés: Seré misericordioso con el que yo quiera, y me compadeceré del
que quiera compadecerme" (Romanos 9, 15). ¿En qué sentido es Dios misericordioso con quien lo
desea? ¿Puede excluir a alguien de su misericordia? ¿Quiénes son sus elegidos?
Ante todo, la elección que Dios realiza es atravesada, de principio a fin, por la gracia y no está
condicionada por ningún agente externo: Dios no elige a quien es bueno, ¡ sino para volver buenos a
quienes elige! A propósito de su elección, Pablo aclara que:
15Es doctrina cierta y digna de fe que Jesucristo vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo
soy el peor de ellos. 16Si encontré misericordia, fue para que Jesucristo demostrara en mi toda su
paciencia, poniéndome como ejemplo de los que van a creer en él para alcanzar la Vida eterna"
(Timoteo 1, 15-16).
Se es elegido por gracia no para excluir a los demás, sino para incluirlos en la misericordia de Dios.
A pesar de todo, cuando pensamos en los elegidos, con frecuencia, se cae en la trampa de la
exclusión. En realidad, Dios escoge a algunos no para rechazar a los demás, sino para abarcar a
todos. En esto, la terrible parábola de la "predestinación" no comprende la elección y el rechazo,
sino solo la elección. En el designio de Dios, no hay ninguna predestinación al mal o al bien, solo y
siempre al bien. Esta elección no depende de la voluntad de Dios, sino del hecho de que, como
explica Jesús en su diálogo nocturno con Nicodemo:
16Porque Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en él
no muera, sino que tenga Vida eterna (Juan 3, 16).
Cuando se piensa en la elección, sin tener en frente la cruz de Cristo, se puede imaginar una elección
de algunos con desventaja o, peor aún, contra los demás. El retrato de la elección de la misericordia
de Dios se verifica no en la jactancia ni en la presunción, sino en el servicio a los demás. Si Dios es
"Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo," se debe a que "nos reconforta en todas
nuestras tribulaciones, para que nosotros podamos dar a los que sufren el mismo consuelo que
recibimos de Dios" (2 Corintios 1, 3-4). Por tanto, no hay primero una elección y luego la
misericordia, sino que la misericordia de Dios se transforma en elección. Escribe san Beda el
Venerable, en el comentario a la vocación de Leví (o Mateo), en su Homilía 21, 149: "Vio Jesús a un
publicano y porque lo vio con misericordia y elección, le dijo: 'Sígueme'". Miserando acque
eligendo o "con misericordia y elección" es el lema del papa Francisco.
VIII. ¿QUIEN ESTA JUSTIFICADO ANTE
DIOS? EL FARISEO Y EL PUBLICANO EN
EL TEMPLO
Lucas 18, 9-14
¿Quién es justo ante Dios y cómo se es justificado? La parábola del fariseo y el publicano en el
templo se narra para reprochar la apropiación indebida de la justicia que lleva a juzgar y a
despreciar a los demás. La parábola se ubica inmediatamente después de aquella sobre la oración,
pero ahora la visión es más amplia, porque introduce la cuestión de la justicia entre Dios y los seres
humanos. Con un fino entramado psicológico, el Jesús de Lucas se adentra, una vez más, en los
meandros del corazón humano, evalúa sus pensamientos y sus sentimientos que surgen de su interior:
9Y refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta
parábola:10"Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. nEl
fariseo, de pie, oraba en voz baja: 'Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres,
que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. 12Ayuno dos veces por
semana y pago la décima parte de todas mis entradas'. 13En cambio el publicano, manteniéndose a
distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho,
diciendo: '¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!14Les aseguro que este último volvid a
su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se
humilla será ensalzado".
1. Un fariseo y un publicano
La escena se desarrolla en el Templo al cual suben los dos protagonistas anónimos. Ambos hombres
son elegidos no para condenar o premiar las categorías a las cuales pertenecen, sino para dar idea de
los caracteres representados en la parábola. No porque uno pertenezca al movimiento de los fariseos
debe ser considerado soberbio, ni porque el otro es un cobrador de impuestos es humilde. Sus
orígenes no los vuelven justos o pecadores, sino el modo de relacionarse con Dios y con el prójimo.
El Templo de Jerusalén es el lugar del encuentro: hasta su destrucción por los romanos en el año 70
después de Cristo, fue uno de los pilares de la piedad judía y valorado, sobre todo, porque allí se
podían perdonar los pecados. Como de costumbre, la parábola presenta una relación triangular: un
fariseo, un cobrador de impuestos y Dios a quien se dirigen. El tercer ángulo es tan importante como
los otros dos: ambas oraciones comienzan con "Dios mío" (Lucas 18, 11. 12), y al final el cobrador
es justificado por Dios y no el fariseo (Lucas 18, 14). Sin embargo, lo contrastante son las actitudes y
las oraciones de los dos protagonistas. Ambos se dirigen al mismo Dios, pero tienen ideas y
actitudes contrapuestas. El fariseo reza estando de pie, mientras el publicano no tiene el valor para
levantar los ojos al cielo y se golpea el pecho. Todavía más contrastantes son los contenidos de sus
oraciones: en el griego del evangelio, el fariseo utiliza veintinueve palabras, mientras el publicano
solo usa seis.
El fariseo agradece a Dios porque no es como los demás hombres, que son ladrones, injustos y
adúlteros, ni como el publicano, quien ora quedándose atrás. Sutil y penetrante es la ironía acerca de
la oración del fariseo: no tiene presente a los demás para encomendarlos a Dios, sino para
despreciarlos y condenarlos, precisamente como los que se consideran justos y juzgan a los demás
(Lucas 18, 9). En el momento en que se cree impecable, el fariseo comete uno de los pecados más
graves: sustituye a Dios al condenar al prójimo. Sin ningún pudor recuerda su excesiva observancia
de la Ley: mientras el libro del Levítico 16, 29-31 señala que es obligatorio el ayuno durante el día
de expiación, el fariseo de la parábola ayuna dos veces a la semana. Si la dieta nutricional prevé
comer alimentos puros, excluyendo, por ejemplo, la carne de cerdo, él paga el diezmo sobre
cualquiera de sus compras. Esta es una muestra perfecta de quien se ensalza ante Dios.
Con una actitud penitencial, el publicano se limita a decir: "¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un
pecador!" (v. 13). Su plegaria dice lo esencial con pocas palabras: contiene el reconocimiento de su
culpa y la petición de la expiación con vistas al perdón. Su plegaria penitencial es como la del salmo
79, 9: "9Líbranos y perdona nuestros pecados, a causa de tu Nombre".
2. El giro
Cuando se trata de hacer las cuentas, Jesús se dirige a los oyentes y evidencia, con pocas pinceladas,
el giro de la situación. Quien regresa a casa justificado es el publicano y no el fariseo, pues quien se
exalta será humillado y quien se humilla será exaltado. Quien exalta a los humildes y abaja a los
soberbios es Dios, que, como canta María en el Magníficat, "dispersó a los soberbios de corazón.
Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes" (Lucas 1, 51-52). Pertenece al modo de
actuar de Dios el degradar a los soberbios y exaltar a los humildes, sobre todo a los que, como el
fariseo de la parábola, tienen necesidad de denigrar a otros para exaltarse.
Ha sido arrogante la actitud del fariseo; humilde la del publicano. A pesar de su larga oración, el
fariseo no ha sido justificado, mientras que fue suficiente la breve plegaria del cobrador para que
regresara a su casa justificado.
¿Qué es lo que ha determinado el giro de la situación? Como fueron elegidos dos caracteres típicos,
la parábola se centra en torno a dos giros. En la primera parte, es decisivo el giro en la oración del
fariseo: no le basta con exaltarse ante Dios; siente la necesidad de compararse con los demás para
despreciarlos. El punto central se encuentra en la expresión "como ese publicano" (v. 11). La otra
parte de su oración no es despreciable, sino que, de hecho, es un hombre afanoso de la Ley y de las
tradiciones judías. Lo que lo regresa a su casa sin justificar es el desprecio por el publicano: lo juzga
ignorando su arrepentimiento y su oración, a causa de la distancia que los separa.
También la segunda parte contiene un giro en la plegaria del publicano: "¡Dios mío, ten piedad de mí,
que soy un pecador!" (v. 13). El publicano no busca atenuantes del tipo: "Porque mi tarea es
considerada impura, trato de sacar el menor provecho"; ni tampoco: "Tengo una familia que sostener
y no puedo cambiar de trabajo". Se presenta a Dios, sobre todo, con un corazón desnudo. Con una
plegaria brevísima expresa lo que es agradable a Dios: el reconocimiento de la culpa, la expiación y
la fe en su perdón. Reconocerse pecador ante Dios es la condición necesaria para estar justificados,
de otra manera prevalece la arrogancia de quien se considera impecable.
3. La justificación por la gracia
En nuestra época, una de las palabras que más se presta a equívocos es la de "justificación", que en
el lenguaje común equivale a encontrar un pretexto para disculparse. Piénsese, por ejemplo, cuando
alguien se "justifica" en el ámbito laboral. También están comprometidas las palabras "justicia" y
"reconciliación". Con frecuencia la justicia es vista como una forma de retribución: el bien reservado
para quien hace el bien y el mal para quien cumple el mal. La reconciliación es concebida como fruto
de una paz restablecida, hecha por personas que se encontraban en conflicto.
Esta parábola expresa una visión diferente de la justicia, de la justificación y de la reconciliación.
Ante todo, los tres términos son reunidos por la grada que Dios concede al publicano y no al fariseo.
Quien se justifica por sí mismo se opone al otro que espera del Señor la gracia para ser justificado.
Sobre este primado de la gracia son necesarias algunas aclaraciones, de otra manera la parábola
sería malentendida e instrumentalizada. La gracia no está condicionada por el pecado: es erróneo
pensar que se necesita pecar para obtener la justificación y la reconciliación con Dios. Cuanto más
se peca, tanto más se obtiene la gracia divina. Nos encontraríamos ante un modo de pensar semejante
al del fariseo: una gracia que depende del pecado (la del publicano), similar a la que es
condicionada por el mérito (la del fariseo). La gracia de la justificación pide ser siempre gratuita y
sobrepasa cualquier acción humana.
San Pablo fue malinterpretado por causa del primado de la gracia: que era necesario hacer el mal o
no observar la Ley para recibir el bien de la gracia. En la Carta a los Romanos, reacciona contra esta
instrumentalización para subrayar que la gracia sobreabunda no porque está condicionada por el
pecado, sino porque se es justificado por Cristo solo por la gracia:
Justificados, entonces, por la fe, estamos en paz con Dios, por medio de nuestro Señor Jesucristo.
Por él hemos alcanzado, mediante la fe, la gracia en la cjue estamos afianzados, y por él nos
gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios (5, 1-2).
Un ulterior malentendido se refiere a la modalidad con la cual se realiza la justicia de Dios. En
general, se piensa que Dios debe reconocer primero la justicia y luego justificar al pecador. En el
fondo, se reintroduce la idea de equidad: dar primero a cada uno lo suyo y por tanto justificar. De
esta manera se malinterpreta un dato fundamental de la justicia divina: Dios es justo en el momento
en que justifica al pecador. La parábola es clarísima acerca de esta conclusión: la justificación se le
otorga al recaudador sin que exista una justa retribución de su parte. En tal caso, el fariseo tendría
cierta razón porque es un esforzado observante de la Ley. Pero entre la justicia de Dios y la
justificación del pecador no existe distancia: ¡ Dios es justo cuando justifica al pecador!
En fin, es muy importante la consecuencia principal que se deriva de la justificación: ser
reconciliados con Dios mediante una relación nueva e inesperada. Como la justificación es una
acción gratuita de Dios, al punto de que la justificación del publicano aleja cualquier previsión, la
reconciliación no corresponde al restablecimiento de la paz entre dos personas que están en el mismo
nivel. Aquí está la paradoja de la reconciliación con Cristo: mientras que en general quien se
equivoca paga y pide reconciliarse con quien tiene la razón. "Porque es Dios el que estaba en Cristo,
reconciliando al mundo consigo, no teniendo en cuenta los pecados de los hombres, y confiándonos
la palabra de la reconciliación" (2 Corintios 5, 19). Si el fariseo no regresa a su casa justificado es
porque sus buenas obras no le impidieron juzgar a los demás, mientras que es justificado el
recaudador quien evita condenar a cualquiera.
4. La justicia misericordiosa de Dios
Durante siglos la parábola se ha leído en contra de la religión judía: el fariseo se compara con los
judíos y el publicano con los cristianos. Pero, distinguiendo bien, desde la perspectiva de Jesús, él
ha querido situar en la escena dos maneras contrastantes de relacionarse con Dios y con el prójimo,
las cuales se pueden constatar en cualquier ambiente religioso, incluida la Iglesia. El riesgo de
considerarse impecable y la pretensión de demoler a los demás para exaltarse, pertenece, por
desgracia, a cualquier ser humano, independientemente de la religión que profese.
En la comprensión equivocada de la parábola, debe haber jugado un papel determinante el prejuicio
que considera el judaismo una religión de méritos, y el cristianismo una religión de la gracia. De esta
manera, se corre el riesgo de crear un falso retrato del Antiguo Testamento, como si este creyera en
un Dios diferente del de Jesucristo y las primeras comunidades cristianas. En realidad, en el Antiguo
Testamento la justicia de Dios está referida a la salvación y a la misericordia, como canta el profeta
Oseas:
21 Yo te desposaré para siempre,
te desposaré en la justicia y el derecho,
en el amor y la misericordia... (Oseas 2, 21).
Para el salmo 145, 7-8, las generaciones siguientes de hombres divulgan:
7...el recuerdo de tu inmensa bondad y cantan alegres por tu victoria. El Señor es bondadoso y
compasivo, lento para enojarse y de gran misericordia.
La Regla de la Comunidad de Qumrán 11, 11-12 contiene una magnífica oración sobre la justicia
misericordiosa de Dios:
En cuanto a mí, si tropiezo,
la misericordia de Dios será mi salvación por
siempre;
si caigo en la culpa de la carne,
la justicia de Dios que permanece eternamente,
será mi juicio".
Estamos a una distancia abismal de la visión de un Dios que se limita a juzgar al hombre por su
pecado. El pecado como tal nunca podría confundirse con el bien; la justicia de Dios es tal cuando se
transforma en misericordia y perdón de los pecados.
Antiguo y Nuevo Testamento son surcados por una justicia que revela el rostro misericordioso de
Dios, sin confundir jamás el bien con el mal, pero transformando el mal en bien. Cuanto Jesús ha
ilustrado con la parábola del fariseo y el publicano, Pablo lo ha explicado dejándose alcanzar por el
amor de Cristo. El escándalo que Jesús provoca en quienes se consideran justos está motivado por el
escándalo de la cruz:
A aquel que no conoció el pecado, Dios lo identificó con el pecado en favor nuestro, a fin de que
nosotros seamos justificados por él (2 Corintios 5, 21).
Con su cruz, Jesús ha sido acusado de pecado para que la justicia de Dios alcance a todos,
estableciendo con cada persona una relación justificada.
La parábola del fariseo y el publicano consigna a cada persona una enorme paradoja: el pecador es
justificado, mientras que eso no puede decirse del justo presuntuoso. Donde hay juicio sobre los
demás desaparece la justicia de Dios.
CONCLUSIÓN
El evangelio y la misericordia en parábolas
¿Por qué contar la misericordia con tantas parábolas? ¿No bastaban las tres parábolas del capítulo
quince del Evangelio de Lucas? La verdad es que el corazón humano es un abismo, y la misericordia
es una cuestión seria: es fácil de decir, ¡pero es difícil vivirla! Entonces tratemos de repasar, con
unas pocas pinceladas, las parábolas de Jesús que, desde ángulos diferentes, han versado sobre la
misericordia entre Dios y los seres humanos.
1. Diferentes rostros de la misericordia
La misericordia como condonación de una deuda adquirida, que es el pecado humano, se refleja en la
parábola de los dos deudores favorecidos por su acreedor (Lucas 7, 41-43). Quien recibe un perdón
mayor está en condiciones de amar mucho, mientras que quien tiene poco por qué ser perdonado ama
poco. La primera característica de la misericordia es la gracia que genera gratitud; otra característica
dominante es la justificación gratuita del pecador.
Desde el ángulo de la compasión por el otro, la misericordia no se ahoga en la búsqueda de un
prójimo para amar, sino que lo encuentra por el camino, como un moribundo que es socorrido por un
samaritano (Lucas 10,25-37). El amor por Dios pasa siempre por el amor hacia el prójimo, sin que
un mandamiento pueda separarse del otro.
La misericordia de quien está perdido, con respecto a cuantos presumen estar seguros, se refleja en
la parábola de la oveja perdida (Lucas 15, 4-7). Una misericordia tan paradójica vale por un solo
pecador que se convierte, porque una sola persona es preciosa, como una dracma con respecto a las
otras nueve, que una mujer guarda en su casa (Lucas 15, 8-10).
Un padre, movido por una compasión excesiva, sale de casa por dos ocasiones, para salvar a sus dos
hijos: corre al encuentro del menor y deja la fiesta para salir de casa y suplicar al mayor que entre a
participar de la fiesta (Lucas 15, 11-32).
Reconocer a un pobre como Lázaro solo en el más allá es inútil; era necesario verlo y socorrerlo
cuando todavía se encontraba en esta vida, porque donde no hay misericordia por el otro, falta la de
Dios (Lucas 16, 19-31). La salvación del rico pasa por el socorro al pobre.
Una oración perseverante es la manifestación de una misericordia capaz, incluso, de cambiar el
corazón de Dios, mucho más que el de un juez fastidiado por una viuda insistente (Lucas 18,1-8). Los
elegidos de Dios, que son los débiles y los pobres, están en su pensamiento: es una elección que no
excluye a los demás, pero que partiendo de los últimos alcanza a todos.
La misericordia justifica y reintegra incluso a un pecador de oficio, como un recaudador de
impuestos, mientras que Dios no sabe qué hacer con las obras justas de quien, para exaltarse a sí
mismo, condena al pecador (Lucas 18, 9-14).
Se ve que la atención de Jesús en el evangelio de Lucas se concentra en rasgos esenciales de la
misericordia, sin ceder nunca al moralismo. La misericordia se decide en las relaciones que parten
del corazón humano y se desbordan en palabras y acciones.
2. Conclusiones abiertas
Si prescindimos de las parábolas de la oveja y la dracma perdidas, que se cierran con el gozo
compartido, las otras parábolas de la misericordia se rematan de manera abierta, dejando a los
oyentes la responsabilidad de sus decisiones. De Simón el fariseo no se dice qué hizo, luego de
haber comprendido la parábola de los dos deudores y su acreedor. El doctor de la Ley, interpelado
por la parábola del buen samaritano, fue invitado a hacerse prójimo del otro y no a escoger, a su
criterio, a su prójimo. ¿Habrán dejado de murmurar o habrán continuado discutiendo, quienes
escucharon las tres parábolas proverbiales de la misericordia? La angustiosa parábola del hombre
rico y el pobre Lázaro, ¿habrá convencido a los ricos que se ilusionan con ser exaltados después de
la vida terrenal como lo fueron en el mundo? La parábola del juez y la viuda cierra con una pregunta
inquietante: cuando venga el Hijo del Hombre, ¿todavía encontrará fe en el mundo? Cuantos
desprecian a los otros para ensalzarse a sí mismos, ¿estarán convencidos de la parábola del fariseo y
el publicano que oran en el templo?
Si las parábolas de Jesús siguen cuestionando a cada lector, de todo tiempo y lugar, quiere decir que,
como fiel representación de la realidad de la vida, permanecen para siempre. La relación verdadera
y no artificial de Dios, a través de la predicación de Jesús, con los hombres de ayer, es la misma que
con los de hoy (¡si no está deteriorada con obstáculos!) y con los de mañana.
El de las parábolas es un evangelio de riesgo. Sin desmerecer la predicación del reino de Dios que
se acerca con las acciones y el seguimiento de Cristo, la misericordia de Dios en parábolas salta el
círculo de los discípulos y dialoga con todos los hombres. Las parábolas de la misericordia no dan
la salvación, que llega siempre en el encuentro personal con Jesús, con su muerte y resurrección;
pero exploran nuevos caminos, se adentran por senderos intransitables, donde el evangelio todavía
no llegó o no ha sido escuchado. Entonces, si es impensable que la salvación pase por la
comprensión de una parábola, es innegable que las parábolas de Jesús indican, de manera
incomparable, las vías de salvación.
3. ¿Quiénes son ejemplos de misericordia?
Como recomendaba Séneca a Lucilio, "largo es el camino que pasa por los preceptos, breve y eficaz
el que pasa por los ejemplos" (Epístolas 6, 5). ¿Hay alguien, además de Jesús, que haya exhortado a
ser misericordioso como lo es nuestro Padre? Ampliemos brevemente la mirada hacia el Evangelio
de Lucas y los Hechos de los Apóstoles.
El tercer evangelio se abre con dos himnos, reunidos por la misericordia. El cántico de María, luego
de la Anunciación y de la visita a su pariente Isabel, conocido como el Magníficat:
El Todopoderoso ha hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de
generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los
soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes (Lucas 1, 49-52).
El giro inesperado de la situación, que hemos constatado en las parábolas, es anticipado por cuanto
Dios realizó en la vida de una humilde muchacha de Galilea.
En sintonía con María, Zacarías, padre de Juan Bautista, canta su Benedictus. Cuando se encuentra
ante el prodigio de un hijo esperado por años, bendice a Dios:
Tuvo misericordia de nuestros padres y se acordó de su santa Alianza...
Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo, porque irás delante del Señor preparando sus
caminos, para hacer conocer a su Pueblo la salvación mediante el perdón de los pecados; gracias a la
misericordiosa ternura de nuestro Dios, que nos traerá del cielo la visita del Sol naciente... (Lucas 1,
72-78).
Sus entrañas son la compasión misericordiosa de Dios: un Dios que manifiesta su recuerdo no con el
juicio, sino con la misma compasión del padre misericordioso con sus dos hijos. Los "humildes" de
la tierra (o de la región), como eran llamados en tiempos de Jesús los que no pertenecían a algún
círculo de los privilegiados, son los ejemplos que Lucas presenta antes de narrar las parábolas de la
misericordia. Cada vez que deseemos sentir en nuestras manos la misericordia de Dios, es necesario
sumergirnos en los humildes de la región, de la Iglesia y de la sociedad: donde el trastorno de las
situaciones humanas suscita el asombro y el gozo de la misericordia.
La ejemplaridad de la misericordia es retomada por los Hechos de los Apóstoles, con ocasión del
martirio del diácono Esteban:
Mientras lo apedreaban, Esteban oraba, diciendo: "Señor Jesús, recibe mi espíritu". Después,
poniéndose de rodillas, exclamó en alta voz: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado". Y al decir
esto, expiró (Hechos 7, 59-60).
Las últimas palabras de Esteban recuerdan las de Jesús en la cruz por sus ejecutores: "Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen" (Lucas 23, 34). Con las debidas diferencias, el martirio de
Esteban es una imitación original de la pasión de Cristo: la reproduce en el tiempo de la Iglesia. El
martirio cristiano es el eje de la misericordia porque responde con el don de la vida por Cristo y por
los demás, sin sentimientos de venganza ni de odio, y transforma el mal en bien.
Notas
1 La traducción de este pasaje y los siguientes está tomada de El Libro del Pueblo de Dios. La
Biblia, Buenos Aires, SAN PABLO, 2015.
2 Publicada en español como Alessandro Manzoni, Los novios, Madrid, RIALP, 544 p.
Descargar