También Berlín se olvida FAbIO MORábITO

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También Berlín se olvida
Fabio Morábito
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Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Copyright © Fabio Morábito, 2004
Primera edición: 2015
Fotografía de portada
© Sybylle Bergemann/OSTKREUZ
Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2015
París #35-A
Colonia Del Carmen,
Coyoacán, C.P. 04100, México, D.F.
Sexto Piso España, S. L.
c/ Los Madrazo, 24, bajo A
28014, Madrid, España.
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Formación
Quinta del Agua Ediciones
ISBN: 978-607-9436-08-7
Impreso en México
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ÍNDICE
¿Hay río en Berlín?
S-Bahn
Kleingärten
El piso faltante
Choque en Berlín
La ciudad rusa
El Muro
Un sátiro en Krumme Lanke
Los autobuses de doble piso
El hombre del croissant
Mi lucha con el alemán
Las dos hermanas
La blanca y la negra
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¿HAY RÍO EN BERLÍN?
Después de tres meses de vivir en Berlín y de recorrerlo en metro, en S-Bahn, en autobús y tranvía,
todavía no puedo decir si esta ciudad tiene un río o
no. Creía que lo sabía antes de venir, ya que en un
reportaje sobre Berlín que pasaron en México se
veía un tramo del Spree, el río de Berlín, surcado
por varios barcos turísticos. Fue para mí una revelación, porque no recordaba haber visto un río en
ninguna foto de Berlín y menos un río tan a carta
cabal como el que se veía en aquel reportaje. Cuando
mi mujer volvió de la calle y la puse al tanto de mi
descubrimiento, quedó impresionada como yo. Un
río, cualquier río, hasta el más raquítico, no es poca
cosa para quienes vivimos en la ciudad de México,
que es una ciudad enorme entre otras razones
porque carece de cualquier curso de agua. La expresión «mancha urbana», que ignoro si se inventó en
México pero ha tenido una aceptación inmediata
entre nosotros, puede deberse en parte a la ausencia
de un río en esta ciudad. Un río tiende a contener
la ciudad que atraviesa y a frenar sus ambiciones,
recordándole su rostro; sin río, o sea sin rostro,
una ciudad está abandonada a sí misma y puede
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convertirse, como la ciudad de México, en una mancha. Por eso, cuando en el documental sobre Berlín
vi los barcos turísticos que iban y venían por el
Spree, no dudé de que Berlín tuviera un río. Pero
ahora, después de tres meses de vivir en Berlín, empiezo a dudarlo.
Es difícil establecer, para empezar, si el Spree
es un río o una simple red de canales, en parte porque la misma palabra canal es ambigua. Tomemos el
Canal Grande de Venecia. ¿Es un canal o un río? Por
la opulencia con que atraviesa la ciudad parece un
río. Hay que admitir que también al Spree la palabra
canal le viene chica, al menos en ciertos tramos,
como aquel que vi en televisión. Uno dice canal y
piensa en cursos de agua estrechos donde sólo pueden navegar embarcaciones pequeñas. No es el caso
del Spree, que en varios puntos de su paso por Berlín se ensancha con envergadura de río y los barcos
turísticos lo recorren sin problemas. Y hay puentes
verdaderos, no simples jorobas para salvar un obstáculo. Tiene además, por si fuera poco, una isla,
una isla que tiene un gran museo. Todo parecería
demostrar, así, que Berlín tiene un río. Pero si ese
río existe, ¿dónde está? Cuando decimos que un río
cruza una ciudad, lo que queremos decir, entre otras
cosas, es que la ordena en relación con su eje. Siempre se sabe, en una ciudad, dónde está su río. En
Berlín no se sabe. Un río marca una frontera natural
en la conciencia de los habitantes de una ciudad y
genera en ellos un sexto sentido que les permite
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ubicarse frente al río desde cualquier punto en que
se encuentran. Me temo que esto no ocurre en Berlín. Seguramente ocurría con el Muro, pero no con
el río.
El mejor argumento para dudar de la existencia
de un río en Berlín me lo dio un amigo alemán que
nació en Colonia, la ciudad del Rhin, y vive en Berlín
desde hace quince años. Caminábamos por la Museuminsel y al cruzar uno de los puentes de la pequeña isla le dije que en la enorme ciudad donde
vivo habríamos dado saltos de alegría por tener la
mitad del agua que tiene Berlín. «Sí», dijo él, «pero esta agua no se mueve, uno no sabe cuál es la dirección del río, de dónde viene y adónde va».
En cierto modo me había dado la solución a mi
enigma. El agua de Berlín es estática. El berlinés no
tiene la experiencia heracliteana de la corriente,
que es el verdadero encanto de los ríos. Es gracias al
movimiento de la corriente que un río, al pasar por
una ciudad, relativiza el esfuerzo que fue necesario
para construirla. Frente al trabajo incesante del río
las construcciones del hombre nos parecen juguetes; por eso, nada mejor, para descansar de una ciudad y de sus hombres, que observar desde una orilla
o desde un puente el movimiento del río que la atraviesa. Ese puro fluir nos recuerda que el mundo
prosigue más allá de lo que conocemos. Es un mensaje liberador. En Berlín este mensaje no existe. La
ciudad se refleja en un agua fija que en lugar de
aportar una lección de relatividad, de lejanía, se
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integra a la ciudad y se confunde con ella. Esto lo
noté sobre todo cuando viajé en S-Bahn entre las
estaciones de Lehrterbahnhof y Friedrichstrasse.
Ahí el río, con su imperturbabilidad de lámina, se
asimila a las obras en construcción hasta parecer
una herramienta más, perfectamente acorde con
las grúas y las excavadoras que pululan alrededor del
Reichstag. No es un agua que traiga un mensaje
de afuera, sino que parece haber nacido con la ciudad misma.
Me pregunto si un agua así, sin movimiento,
siempre idéntica a sí misma y capaz de mimetizarse
tan bien con el trabajo humano, les gusta a los berlineses. Caído el muro que, supongo, representaba
en la conciencia de la gente un punto de referencia
más claro que el río, Berlín se ha quedado a solas
con un agua que no le proporciona orientación, ni
tranquilidad, ni sabiduría.
Sin embargo, tal vez es este carácter difuso, esta
ausencia de algo que destaque con claridad en el tejido urbano, la secreta fuerza de Berlín. El muro,
que creó dos Berlines, creó dos centros. Caído el
muro, la ciudad definió su vocación policéntrica. La
nueva Potsdamer Platz confirma este anhelo de varios centros, de varios Berlines, como si la ciudad
hubiera aprendido que la mejor forma de evitar otro
muro es multiplicarse y dispersarse. Tal vez sólo una
ciudad que durante casi treinta años estuvo mortificada por un muro que inmovilizó su rostro en una
sola expresión, o sea en una mueca, podía, una vez
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abolida esa mueca, lanzarse a la búsqueda de varios
rostros, negándose a tener sólo uno. En este sentido
hay que alegrarse de que esta ciudad carezca de un
río que pudiera inmovilizarla en una imagen acabada y complaciente de sí misma. Porque también un
río, a su manera, es un muro. Lo digo tal vez por mi
inexperiencia de los ríos. Crecí en una ciudad industrial que posee un río insignificante, comparado
con el cual el Spree berlinés es el Orinoco, y vivo
desde hace treinta años en una ciudad enorme que
no posee una gota de agua fluyente. No estoy hecho,
pues, a los ríos, que incluso me dan tristeza, que incluso, para qué negarlo, me aburren. Pero añoro el
agua. Por eso me viene bien esta agua menor de Berlín, ramificada y ubicua, que aparece y desaparece
sin crear ninguna línea maestra, como un acompañante que no quiere molestar.
El río de Berlín, en realidad, es su cielo. La estaticidad del agua de Berlín contrasta con la gran
movilidad de sus nubes. Ahora mismo que escribo,
el clima ha cambiado tres veces: después del sol, la
lluvia, luego otra vez el sol y de nuevo la lluvia. Las
nubes corren impetuosas formando con su velocidad un cielo anchuroso e infatigable que es difícil
dejar de mirar.
El río de Berlín existe, pero no está abajo, sino
arriba.
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S-BAHN
Mi departamento está a cincuenta metros del
S-Bahn, el tren elevado urbano que pasa por el centro de Berlín a la altura de los segundos pisos, suspendido en una franja intermedia que sólo le
pertenece a él y que le permite, rozando muros y
balcones, tener una intimidad con la ciudad como
ningún otro medio de transporte. Es otra ciudad la
que se conoce viajando a media altura. Los edificios,
ya no unidos por el suelo, se suceden en un orden
más metafísico que real, y todo adquiere, por la supremacía de las fachadas sobre las calles, un aspecto
escenográfico, que se acentúa de noche, cuando el
S-Bahn, rozando los cuartos encendidos, regala a los
pasajeros visiones fugaces de intimidad ajena, como
una familia sentada a la mesa, alguien mirando la
televisión, otro jugando con un perro o leyendo el
periódico o haciendo ejercicio.
Es probable que algún usuario asiduo del S-Bahn
haya visto algo más que eso, y me imagino que sorprender una cópula a esa altura y a esa velocidad
debe de ser como ver la esencia de la cópula, comprender por fin cómo nos ven los dioses. Y no han
de faltar, entre los muchos que viven en esos depar-
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tamentos, algunos que, tentados por el paso del
S-Bahn, copulan con las cortinas abiertas, sin saber
bien si mostrarse ante un tren es de verdad mostrarse y si ser vistos en un destello es de verdad ser
vistos. Tal vez, secretamente, esperan el día que el
S-Bahn, por una avería o por lo que sea, aminore su
velocidad, desfile despacio frente a sus ventanas o
incluso se detenga frente a ellas, exhibiéndolos ante
las miradas de todos.
Viajando a contrapelo de la ciudad, deslizándose
entre las construcciones, el S-Bahn tiene algo de
aguja que cose un hilo alrededor de Berlín y tal vez
cuando se construyó a fines del siglo pasado, se quería, más que proveer a Berlín de un nuevo medio de
transporte, crear alrededor de esta ciudad que es
fruto de una agrupación de pueblos, un lazo que la
cohesionara, una última vuelta de tuerca que dejara
todo apretado y en su sitio. Y esa manera que tiene
el S-Bahn de insinuarse entre los edificios, de untarse a ellos, si es preciso, con tal de sostenerse en
su altura, debe de tener un encanto especial para este pueblo tan sensible al buen aprovechamiento del
espacio y tan enamorado del orden, de las divisiones y las subdivisiones, de la compartimentación y
a menudo de la miniaturización de la vida. Es más,
la sensación de pulcritud, de fina sabiduría de cálculo que produce el paso de un tren elevado en medio del cemento y de las ventanas, puede verse como
la quintaesencia del talento que tienen los alemanes de convivir codo a codo sin tocarse. Algo de esa
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impermeabilidad congénita que les permite ignorar
al prójimo y construirse una privacidad de medio
metro cuadrado cuando están sentados en un café
muy concurrido, o tomando el sol en un parque, o
descansando los fines de semana en las minúsculas
casitas de sus Kleingärten, se entiende cabalmente
cuando miramos esa especie de alfombra mágica
que es el S-Bahn berlinés.
Entre mi ventana en el primer piso y el paso del
S-Bahn se interpone un tilo y, ahora que es abril,
el tilo acaba de reverdecer. Como a un enfermo que
ha vuelto a la salud, los pájaros lo visitan bulliciosamente, saltando de una rama a otra. Me doy
cuenta de que las ramas y el follaje de este árbol no
forman un todo continuo, sino estratificado. Está
el piso inferior, el más espacioso, formado por las
ramas más gruesas y extensas, que es el más frecuentado por los pájaros; luego está el piso intermedio, más angosto, que recibe de ellos sólo visitas esporádicas; y está el piso superior con sus ramas
frágiles, que es un páramo abandonado. También en
las ciudades la vida bulle en la base y, a medida que
escalamos los pisos, se hace esporádica, hasta llegar
a esas ventanas y balcones de los pisos más altos
que parecen vivir separados del trajín urbano. El
S-Bahn, pasando por encima de las calles, desmintiéndolas, intenta reintegrar esa parte exiliada al
bullicio general, creando una ciudad más aérea y
continua, donde las ventanas sean las verdaderas
protagonistas.
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Se trata de un método parecido al del cubismo,
el mismo impulso de saltarse los nexos lógicos para
aprehender de una sola mirada la totalidad de la cosa, su adentro y su afuera. Por eso, tal vez, la secreta
vocación del S-Bahn no es sólo adherirse a las ventanas, sino penetrar algún día en ellas, viajar muros
adentro para explorar el Berlín que no vemos y volver al exterior después de haber recorrido cuartos,
cocinas, alcobas, espejos, gritos de niños y adulterios. Tal vez Berlín reverdecería como un árbol en
abril. Después de haber sido por tantos años la ciudad del Muro, la ciudad irrecorrible, se convertiría
en la primera ciudad cubista de la historia, la primera en abrirse a todas las miradas y a todos los
puntos de vista.
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