Excelentísima Presidenta, Doña Sofía de Borbón Mateos

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Excelentísima Presidenta, Doña Sofía de Borbón Mateos;
Distinguido Vicepresidente;
Estimado Secretario General; Querido Santiago;
Apreciado Presidente de la Caja Rural del Sur, D. José Luis García Palacios;
Distinguidos Académicos, Diplomáticos;
Señoras y Señores:
Existen muchas maneras para reconocer el trabajo de alguien, al igual que se
puede condecorar a una persona de varias formas por su trayectoria profesional.
Sin embargo, cuando mi propio colectivo profesional considera que soy una
persona digna de elogio, gente que también ha prestado o presta a alto nivel el
mismo servicio, de cuyas actividades yo misma he aprendido o sigo
aprendiendo, dicho reconocimiento cobra para mí un peso especial. La
diplomacia española siempre pertenecía al círculo diplomático más reconocido,
exitoso y de más alto nivel profesional a lo largo de los siglos pasados. Por este
mismo motivo, es un honor extremadamente grande para mí poder estar hoy
aquí entre Ustedes y aún más, el hecho de que en el país de Francisco de Vitoria,
uno de los fundadores del derecho internacional, una comunidad tan ilustre me
acepte como miembro honorario.
Precisamente en la Academia Diplomática, entre cuyos miembros figuran
embajadores y diplomáticos honorables españoles y de otros países, obviamente
no es mi deber analizar largo y tendido lo que significa ser diplomático.
Permítanme por tanto, que solo llame la atención sobre uno de los aspectos
especialmente importantes de esta profesión. Un diplomático no solamente
representa los intereses de su nación en el país de acogida, sino que en un
sentido más amplio, también el interés común, bien se trate de su comunidad
nacional o de la comunidad internacional. Aunque sea con algo de parcialidad,
quizás estemos de acuerdo en que la diplomacia hace miles de años es
tradicionalmente la rama más noble y más bonita del servicio público.
No podemos dejar sin mencionar el hecho de que la expresión "servicio
público", prácticamente en cualquier lengua contiene la palabra "servicio".
Servicio público, public service, incluso su expresión homóloga húngara
“szolgálat” contiene dicha palabra. Esto no es solo la esencia en el sentido
abstracto de la profesión diplomática, sino también es parte de su labor diaria. Y
el servicio demanda humildad, entrega, paciencia y ante todo respeto. Sin las
mencionadas cualidades no seremos capaces ni de ayudar a los ciudadanos que
nos solicitan asistencia, ni de cuidar las relaciones de amistad existentes entre
dos países.
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Como consecuencia, aunque la diplomacia ya cuenta con sus propias normas y
formas de interacción ancestral, por definición, la misma, se ajusta también al
mundo moderno – por lo que hoy en día incluso existe diplomacia digital. No
obstante, hay algo que no podemos pasar por alto: siempre será necesario que la
misma sea llevada a cabo por personas; los aparatos en este terreno no pueden
tomar el mando. Es el compromiso personal, la perseverancia, la disponibilidad,
la creatividad, la humanidad y la fortaleza del diplomático la que sigue dando
sentido a la diplomacia en el siglo XXI y por otro lado, es capaz de dejar su
impronta en el desarrollo de las relaciones existentes entre dos países.
Durante siglos, la diplomacia más bien era un privilegio de la aristocracia, lo
cual no es casualidad, puesto que los aristócratas disponían del necesario
conocimiento de idiomas, de la suficiente cultura general y mundana, así como
de habilidades sociales para poder servir y hacer valer de una manera eficaz los
intereses de su país en el extranjero. Con el paso del tiempo, la estructura del
cuerpo diplomático fue transformándose en todo el mundo, ofreciendo mayor
accesibilidad a segmentos más amplios y hoy ya contamos cada vez más con
mujeres diplomáticas. Las labores también experimentaron un cambio, pero la
creatividad, la iniciativa propia e ideas originales siguen siendo muy necesarias.
Por mucho que se transforme el mundo, y en concreto la diplomacia, siempre
será imprescindible que como diplomáticos no solo representemos intereses,
sino también valores, si hace falta, manteniéndonos firmes de forma audaz. Para
todo esto, nos sirven de ejemplo nuestros antecesores de la talla del español
Ángel Sanz Briz, el Ángel de Budapest, quien representó los intereses de su país
como embajador durante decenios en tres continentes. Él, durante su servicio en
Budapest en 1944, tras la invasión alemana y bajo la opresión más cruel de los
cruciflechados, mientras miles de personas eran deportadas a campos de
exterminio o fusiladas al Danubio, consiguió seguir siendo humano y dando
testimonio de una valentía sobrehumana, salvando a muchos miles de judíos
húngaros de una muerte segura. Por eso, el pueblo húngaro siempre estará
agradecido al diplomático héroe español, a Ángel Sanz Briz, quien a su vez será
siempre un modelo para todos los diplomáticos.
Estimadas Señoras y Señores:
Desde que dirijo de nuevo una misión húngara en el extranjero, esta vez en
España, estuve pensando mucho en cómo podría definir mi labor principal,
teniendo también en cuenta los valores humanos y desafíos anteriormente
mencionados. Es algo natural, que como Embajadora, en estrecha colaboración
con mis compañeros, deba velar y velo para que cada vez haya más lazos y sean
más fuertes los vínculos que unan a nuestros países en los dos extremos de
Europa. En este sentido, tenemos muchas cosas en las que podemos basarnos,
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basta recordar las interfaces de nuestra historia común, así como las relaciones
políticas, culturales y económicas entre ambos países, cuyo desarrollo es nuestra
misión permanente.
No obstante, hoy, en comparación con las décadas anteriores, vivimos en una
época mucho más complicada y llena de desafíos, cuando a los diplomáticos nos
espera un trabajo más importante y abundante que nunca. La crisis económica
que lleva persistiendo desde 2008, la crisis migratoria y ciertamente una crisis
de identidad de aquella Unión Europea que ha constituido durante casi 60 años
(para Hungría por culpa de la ocupación soviética solo durante 12 años) un
marco seguro para la convivencia de todos los pueblos europeos. Creo que no es
una exageración decir que la Unión Europea ha llegado a una encrucijada. Las
decisiones que tomamos hoy van a decidir si nuestros hijos y nietos conocerán la
misma Europa que vivimos y amamos nosotros o algo muy distinto.
Todo ello requiere una actitud específica por parte de los diplomáticos. En un
período tan complicado, en mi calidad de diplomática húngara, se me vienen a la
mente los pensamientos de Gyula Andrássy, ministro de relaciones exteriores
del Imperio austrohúngaro: “La verdad se debe decir, sin tener en cuenta la
consecuencia momentánea porque solo la verdad tiene poder para curar.” La
misma convicción se vio reforzada por Winston Churchill, quien dijo que “la
diplomacia es el arte de saber decir la verdad sin ofender.” Por lo que la verdad
siempre se debe decir. Hay que decir la verdad referente a la crisis migratoria,
más exactamente, que su solución solo se puede basar en la protección de
nuestras fronteras comunes. Pero también hay que decir la verdad en cuanto al
futuro de la Unión Europea, en particular, que Europa solo puede lograr el éxito
si vuelve a tomar como punto de salida para su desarrollo y construcción, el
espíritu original y los valores de los padres fundadores. Como lo expresó el
Primer Presidente alemán, Theodor Heuss, tras la segunda Guerra Mundial:
“Son valores que se caracterizan por el patrimonio cultural y religioso de la
filosofía romana, griega y del cristianismo”. Si no afrontamos de este modo las
cuestiones cruciales de nuestros días, que influyen en la vida de todos los
europeos, si escondemos la cabeza al igual que el avestruz, o lo que es peor, nos
auto-engañamos con respecto al mundo que nos rodea, ciertamente, no
encontraremos soluciones a los problemas. Si no mantenemos el rumbo hacia la
verdad, si seguimos una política día a día obviando las evidencias y buscando
siempre una cabeza de turco, perderemos la confianza de nuestros ciudadanos y
la garantía de paz, seguridad y bienestar europeo, y la Unión construida tras
muchos siglos difíciles, se romperá en pedazos.
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Estimadas Señoras y Señores:
Según el gran filósofo francés, Montesquieu, “los húngaros son conocidos por
su amor por la patria, por su carácter noble y generoso y por su valentía
heroica”. Uno de mis cometidos más importantes y que más me honra de mi
misión diplomática, es garantizar este año aquí en España, una conmemoración
digna de la Revolución y Lucha por la Libertad húngara de 1956 y de sus héroes
y víctimas, quienes con su propia sangre dieron fe de la verdad que se esconde
detrás de la frase anteriormente citada. El 23 de octubre de 1956, estudiantes
húngaros de Pest iniciaron una manifestación con el fin de liberar a Hungría de
la opresión soviética y devolver su independencia, haciendo posible de este
modo que los húngaros vuelvan a poder decidir sobre su propio destino. Los
“chicos de Pest”, persuadidos por las ansias inquebrantables de libertad, hicieron
frente a uno de los poderes más grandes de aquel mundo, y aunque solo durara
dos semanas, lograron ser libres, ofreciendo de este modo un ejemplo y una
esperanza a todas las naciones del mundo que vivían bajo la opresión.
El imperio soviético tiránico, que mantenía bajo cuerda a los pueblos de Europa
Central, no podía tolerar que se respirara aire de libertad entre sus paredes, por
lo que se reveló a la mayor brevedad con sus tanques contra los “chavales de
Pest” y para el 4 de noviembre de 1956 aplastó la revolución. Después hubo
represalias, ejecuciones, encarcelamientos e intimidaciones en todo el país. Eso
fue el precio de la libertad húngara, pero el sacrificio no ocurrió en vano: los
años 1989-90, el derrumbamiento del telón de acero y la libertad definitiva,
esperamos que para siempre recobrada, también fueron forjadas en esta
revolución. Este año celebramos el sexagésimo aniversario de que los chavales
de Pest y el pueblo húngaro nos enseñara con su ejemplo que todas las
generaciones deben luchar por la libertad y deben conquistarla por ellas
mismas. En el mes de octubre de este año nos gustaría rendir un digno homenaje
en todo el mundo y también en España, a los héroes de la revolución y
esperaremos con mucho gusto la asistencia de todos Ustedes en los eventos
relacionados. Asimismo, espero sinceramente que Madrid también se una a las
capitales donde un monumento se encargue de conservar el recuerdo de este
acontecimiento tan crucial de la segunda mitad del siglo XX.
Las conmemoraciones en España del sexagésimo aniversario también brindan
una excelente oportunidad para dar las gracias a España y a cada uno de los
españoles, en nombre de todos los húngaros, por ponerse del lado de la causa de
la revolución húngara de forma colectiva y por ofrecer refugio y acoger en el
país a muchos de nuestros compatriotas. Aquí debemos también hacer mención
de la simpatía y solidaridad de la España de aquel entonces hacia nosotros, los
húngaros. Muchos me contaron, que en octubre de 1956, siendo niños, tuvieron
que rezar el rosario por la causa de la revolución húngara, mientras que de otros
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he escuchado, como de Alfonso Ussía, también académico honorario, que su
familia esperaba la llegada de un hermanito húngaro, un huérfano, con la
intención de adoptarlo. Todas estas cosas son pequeños fragmentos individuales
de la historia que deben ser conservados y sin los cuales, la historia de la
revolución de 1956 no estaría completa.
Distinguida Presidenta;
Estimadas Señoras y Señores:
Finalmente, permítanme que recuerde la revolución húngara de 1956, a sus
héroes, a los españoles que les acogieron y que agradezca el honor que me
brinda la Academia de la Diplomacia con su decisión de aceptarme como
miembro honorario, con una cita reveladora de Cervantes, quien también celebra
este año su aniversario: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones
que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros
que encierran la tierra y el mar: por la libertad, así como por la honra, se
puede y debe aventurar la vida.”
¡Muchas gracias por su valiosa atención!
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