Muñoz Molina - Universidad Autónoma de Madrid

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Hora de despertar | Antonio Muñoz Molina
7/11/12 5:24 PM
Antonio Muñoz Molina
ESCRITO EN UN INSTANTE
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« Noticias acerca de uno mismo
may
20
2011
La noche fotográfica »
Hora de despertar
He pensado desde hace muchos años
años, y lo he escrito de vez en cuando, que
España vivía en un estado de irrealidad parcial, incluso de delirio, sobre todo en la
esfera pública, pero no solo en ella. Un delirio inducido por la clase política,
alimentado por los medios, consentido por la ciudadanía, que aceptaba sin mucha
dificultad la irrelevancia a cambio del halago, casi siempre de tipo identitario o
festivo, o una mezcla de los dos. La broma empezó en los ochenta, cuando de la
noche a la mañana nos hicimos modernos y amnésicos y el gobierno nos decía que
España estaba de moda en el mundo, y Tierno Galván -¡Tierno Galván!- empezó
la demagogia del político campechano y majete proclamando en las fiestas de San
Isidro de Madrid aquello de “¡ El que no esté colocao que se coloque, y al loro!”
Tierno Galván, que miró sonriente para otro lado, siendo alcalde, cuando un
concejal le trajo pruebas de los primeros indicios de la infección que no ha dejado
de agravarse con los años, la corrupción municipal que volvía cómplices a
empresarios y a políticos.
Por un azar de la vida me encontré en la Expo de Sevilla en 1992 la noche de su
clausura: en una terraza de no sé qué pabellón, entre una multitud de políticos y
prebostes de diversa índole que comían gratis jamón de pata negra mientras
estallaban en el horizonte los fuegos artificiales de la clausura. Era un símbolo tan
demasiado evidente que ni siquiera servía para hacer literatura. Era la época de los
grandes acontecimientos y no de los pequeños logros diarios, del despliegue
obsceno de lujo y no de administración austera y rigurosa, de entusiasmo
obligatorio. Llevar la contraria te convertía en algo peor que un reaccionario: en
un malasombra. En esos años yo escribía una columna semanal en El País de
Andalucía, cuando lo dirigía mi querida Soledad Gallego, a quien tuve la alegría
grande de encontrar en Buenos Aires la semana pasada. Escribía denunciando el
folklorismo obligatorio, el narcisismo de la identidad, el abandono de la enseñanza
pública, el disparate de un televisión pagada con el dinero de todos en la que
aparecían con frecuencia adivinos y brujas, la manía de los grandes gestos, las
inauguraciones, las conmemoraciones, el despilfarro en lo superfluo y la
mezquindad en lo necesario. Recuerdo un artículo en el que ironizaba sobre un
curso de espíritu rociero para maestros que organizó ese año la Junta de Andalucía:
hubo quien escribió al periódico llamándome traidor a mi tierra; hubo una carta
colectiva de no sé cuantos ofendidos por mi artículo, entre ellos, por cierto, un
obispo. Recuerdo un concejal que me acusaba de “criminalizar a los jóvenes” por
sugerir que tal vez el fomento del alcoholismo colectivo no debiera estar entre las
prioridades de una institución pública, después de una fiesta de la Cruz en Granada
que duró más de una semana y que dejó media ciudad anegada en basuras.
El orgullo vacuo del ser ha dejado en segundo plano la dificultad y la satisfacción
del hacer. Es algo que viene de antiguo, concretamente de la época de la
Contrarreforma, cuando lo importante en la España inquisitorial consistía en
mostrar que se era algo, a machamartillo, sin mezcla, sin sombra de duda; mostrar,
sobre todo, que no se era: que no se era judío, o morisco, o hereje. Que esa
obcecación en la pureza de sangre convertida en identidad colectiva haya sido la
base de una gran parte de los discursos políticos ha sido para mí una de las grandes
sorpresas de la democracia en España. Ser andaluz, ser vasco, ser canario, ser de
donde sea, ser lo que sea, de nacimiento, para siempre, sin fisuras: ser de izquierdas,
ser de derechas, ser católico, ser del Madrid, ser gay, ser de la cofradía de la
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ser de derechas, ser católico, ser del Madrid, ser gay, ser de la cofradía de la
Macarena, ser machote, ser joven. La omipresencia del ser cortocircuita de
antemano cualquier debate: me critiacan no porque soy corrupto, sino porque soy
valenciano; si dices algo en contra de mí no es porque tengas argumentos, sino
porque eres de izquierdas, o porque eres de derechas, o porque eres de fuera; quien
denuncia el maltrato de un animal en una fiesta bárbara está ofendiendo a los
extremeños, o a los de Zamora,o de donde sea; si te parece mal que el gobierno de
Galicia gaste no sé cuántos miles de millones de euros en un edificio faraónico es
que eres un rojo; si te escandalizas de que España gaste más de 20 millones de euros
en la célebre cúpula de Barceló en Ginebra es que eres de derechas, o que estás en
contra del arte moderno; si te alarman los informes reiterados sobre el fracaso
escolar en España es que tiene nostalgia de la educación franquista.
He visto a alcaldes y a autoridades autonómicas españolas de todos los colores
tirar cantidades inmensas de dinero público viniendo a Nueva York en presuntos
viajes promocionales que solo tienen eco en los informativos de sus comarcas,
municipios o comunidades respectivas, ya que en el séquito suelen o solían venir
periodistas, jefes de prensa, hasta sindicalistas. Los he visto alquilar uno de los
salones más caros del Waldorf Astoria para “presentar” un premio de poesía.
Presentar no se sabe a quién, porque entre el público solo estaban ellos, sus
familiares más próximos y unos cuantos españoles de los que viven aquí. Cuando
era director del Cervantes el jefe de protocolo de un jerarca autonómico me llamó
para exigirme que saliera a recibir a su señoría a la puerta del edificio cuando él
llegara en el coche oficial. Preferí esperarlo en el patio, que se estaba más fresco.
Entró rodeado por un séquito que atascaba los pasillos del centro y cuando yo
empezaba a explicarle algo tuvo a bien ponerse a hablar por el móvil y dejarnos a
todos, al séquito y a mí, esperando durante varios minutos. “Era Plácido”, dijo,
“que viene a sumarse a nuestro proyecto”. El proyecto en cuestión calculo que
tardará un siglo en terminar de pagarse.
Lo que yo me preguntaba, y lo que preguntaba cada vez que veía a un economista,
era cómo un país de mediana importancia podía permitirse tantos lujos. Y me
preguntaba y me pregunto por qué la ciudadanía ha aceptado con tanta
indiferencia tantos abusos, durante tanto tiempo. Por eso creo que el despertar
forzoso al que parece que al fin estamos llegando ha de tener una parte de rebeldía
práctica y otra de autocrítica. Rebeldía práctica para ponernos de acuerdo en hacer
juntos un cierto número de cosas y no solo para enfatizar lo que ya somos, o lo que
nos han dicho o imaginamos que somos: que haya listas abiertas y limitación de
mandatos, que la administración sea austera, profesional y transparente, que se
prescinda de lo superfluo para salvar lo imprescindible en los tiempos que vienen,
que se debata con claridad el modelo educativo y el modelo productivo que
nuestro país necesita para ser viable y para ser justo, que las mejoras graduales y en
profundidad surgidas del consenso democrático estén siempre por encima de los
gestos enfáticos, de los centenarios y los monumentos firmados por vedettes
internacionales de la arquitectura.
Y autocrítica, insisto
insisto, para no ceder más al halago, para reflexionar sobre lo que
cada uno puede hacer en su propio ámbito y quizás no hace con el empeño con
que debiera: el profesor enseñar, el estudiante estudiar haciéndose responsable del
privilegio que es la educación pública, el tan solo un poco enfermo no presentarse
en urgencias, el periodista comprobando un dato o un nombre por segunda vez
antes de escribirlos, el padre o la madre responsabilizándose de los buenos modales
de su hijo, cada uno a lo suyo, en lo suyo, por fin ciudadanos y adultos, no
adolescentes perpetuos, entre el letargo y la queja, miembros de una comunidad
política sólida y abierta y no de una tribu ancestral: ciudadanos justos y benéficos,
como decía tan cándidamente, tan conmovedoramente, la Constitución de 1812,
trabajadores de todas clases, como decía la de 1931.
Lo más raro es que el espejismo haya durado tanto.
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