Quien debe gobernar

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¿Quién debe gobernar?
Dra. María del Carmen Platas Pacheco
10 de abril de 2011
¿Quién debe gobernar?
La República es una de las obras políticas más antiguas y de mayor
trascendencia —escrito por Platón, en Atenas, en el siglo IV a. C.— Como se
sabe, en su juventud escribió este texto en forma de diálogo, después, en su
vejez, regresó sobre el para rectificar, en otro gran trabajo que se conoce con
el nombre de “las Leyes”.
En la República, Platón propone que deben gobernar los mejores hombres, los
más capaces y virtuosos, aquellos que se han formado y han comprendido en
esencia que en el ejercicio del servicio reside el arte de gobernar, y para
realizarlo es necesario estar desprovistos de todo interés, codicia o vanagloria,
es decir, dedicar su vida a servir gobernando, sin esperar recompensa y sin el
menor deseo de glorias, placeres y riquezas. En esta obra, él dice que quienes
poseen estas cualidades son los filósofos.
Sin embargo, después de haber vivido toda suerte de injusticias y desengaños
en la relación con los gobernantes de su tiempo, al grado de que fue vendido
como esclavo; en las Leyes, Platón rectifica y ya no habla de los filósofos
como expresión de los mejores, sino de aquellos que por la calidad de su
servicio en defensa y protección de la polis destacan, y entonces merecen ser
postulados para ser electos y, consecuentemente, gobernar, siempre
restringidos y guiados por las leyes que los habitantes de la polis se han dado.
Es decir, como consecuencia de su experiencia de vida, Platón nos propone,
en las Leyes un gobierno de hombres electos por voto de los habitantes, pero
ceñidos al derecho de la ciudad, de manera que su gestión y su persona puedan
ser evaluadas en todo momento por la comunidad y se les exija rendición de
cuentas.
Hoy, en nuestro país está abierto un gran debate nacional al interior de las
estructuras partidistas en torno de quiénes se postularán en las elecciones
locales para gobernadores, y a quiénes propondrán los partidos políticos para
competir en la elección federal presidencial que habrá de verificarse el
próximo año. A mi modo de ver, resulta indispensable tomar conciencia
respecto de las cualidades de esas personas, con frecuencia se mezcla y
confunde en perjuicio de los gobernados, dos conceptos y actividades
complementarias, pero no iguales, me refiero a las actividades de la política y
la función pública.
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Precisamente, en estos dos textos clásicos a que me he referido se define a la
política como el arte de dirigir a los habitantes de la ciudad para que alcancen
el mayor grado de felicidad y provecho. Es decir, en su dimensión clásica la
política se entiende no como el dominio sobre la maquinaria estatal, sino
como la preocupación y ocupación por solucionar los problemas de la ciudad
que se gobierna.
Como es evidente, el modo actual de entender la política no se parece al que
me he referido, todo lo contrario. Hoy se trata de un conjunto de condiciones
para conservar y acrecentar el poder, y éste preferentemente se advierte
vinculado al ejercicio de presupuestos que se administran, y de cargos
públicos que se ostentan, es decir, en los hechos hoy la política es, por sobre
todo, acceso a bolsas de recursos económicos y al poder que esto representa
para los fines que el gobernante decida y no necesariamente vinculados a la
mejora integral de los gobernados, precisamente porque no se entiende la
diferencia entre la función política y la función pública.
Así, en campaña, son frecuentes los gestos de políticos que acarician “para la
foto”, las cabezas de bebés puestos a su paso y que asisten a las ancianas al
atravesar la calle, o en el transporte público ceden el asiento. Estos gestos cada
vez convencen menos a la ciudadanía, precisamente porque el mal político
busca el poder que lo coloca en condición de administrar recursos
económicos, generalmente apoyado en campañas de medios de comunicación
hechas para el efecto, de manera que el poder, hoy no se entiende como
servicio, el interés de los políticos por los ciudadanos, no es por el bien de la
comunidad, sino por aquellos potenciales votantes, y en esta confusión hay
quienes sexenio tras sexenio “cambian de chamba”, es decir, en ocasiones son
políticos y en otras funcionarios, administradores de recursos públicos.
Nuestra constitución, a propósito del régimen económico que nos rige, en el
marco del artículo 28, hace clara distinción de estos dos conceptos
fundamentales el de “servicio público” y el de “función pública”.
Por “servicio” entendemos la actividad que el Estado presta de manera natural,
y que en ocasiones puede concesionar o ceder a los particulares, tal es el caso,
entre otros, de la educación, en esencia es un servicio público, pero el Estado
la concesiona a particulares, haciendo nacer la posibilidad de la educación
particular. Por “función” debemos entender aquel conjunto de actividades
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privativas del Estado, en las cuales debe imperar el sentido más profundo de
compromiso desinteresado con la ciudadanía. Se trata, precisamente, de
actividades que el Estado asume para ejercer su total y absoluta rectoría, por
ejemplo en las funciones de gobierno o de impartición de justicia, donde se
supone tutela los intereses más preciados y delicados de los propios
ciudadanos inmersos en las estructuras sociales.
De manera que quienes configuran el “ámbito público” son los ciudadanos
organizados o las instancias gubernamentales que transforman la sociedad, a
través de movimientos como las ONG´s, o por medio de acciones de gobierno,
idealmente, estos agentes actúan en el mejor interés de resolver los problemas
públicos de los ciudadanos, sin embargo en los hechos se mezclan, con
frecuencia, roles, funciones e intereses.
Así las cosas, la administración pública es, en esencia, un “servicio público”,
como lo es la administración de cualquier negocio. Un comerciante contrata a
un profesionista para que administre sus negocios; una empresa nombra a un
miembro del consejo para que se ocupe de la administración general, etc. De
igual manera, la administración pública es un servicio técnico, profesional,
que debe ser prestado por las mejores personas, los más capacitados para
ejercer esas responsabilidades; mujeres y hombres expertos en el manejo y
gobierno de los recursos públicos, tal como ocurriría con el administrador de
una empresa, que debe cuidar el patrimonio de esa empresa y abstenerse de
hacer operaciones riesgosas, contratar servicios innecesarios o distraer los
recursos en actividades o negocios fuera de los intereses de la propia empresa.
De manera que, naturalmente, la administración pública debe estar alejada de
las malas prácticas políticas, puesto que por la naturaleza y cuidado de las
funciones que realizan, las personas que integren el servicio público deben ser
los más técnicos, serios y competentes en las áreas de su incumbencia, no
caben las improvisaciones, ni las ocurrencias porque los recursos que se
administran no son propios, sino de los ciudadanos y porque ser político no es,
ni debe entenderse como ser administrador, esa actividad no se improvisa y no
da lo mismo hacerla bien que mal.
México ha pagado con atraso, miseria y corrupción el gravísimo error
cometido al permitir que los puestos públicos que requieren una eficiente
administración de los dineros públicos, frecuentemente sean ocupados por
políticos o por personas incompetentes, carentes de calificaciones que, más
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allá de ser amigos de los gobernadores o legisladores de ocasión, pocas veces,
o nunca, se preocupan por servir a la ciudadanía. Su compromiso está con su
real elector, aquel que les dio “el hueso”. Sobran ejemplos de destacados
miembros de la política nacional y mundial cuyas hojas de vida están llenas de
cargos públicos, alternando o mezclando a lo largo de los años cargos
políticos y públicos en una suerte de malabares, escalando posiciones dentro
de la burocracia nacional, que no permiten saber si se trata de personas
competentes ,y en ese caso a qué nivel, o, si como parece, son personas que
del cultivo de las relaciones políticas, la adulación y el servilismo al interior
del poder hacen un modo de vida.
El tiempo que nos toca vivir está lleno de incertidumbres, confusiones y
errores que piden ser atendidos con sentido de urgencia y prudencia, por ello,
éste también es tiempo de reflexión, donde hemos de iniciar por no ignorar la
rica tradición que nos precede. Sería una inconsciencia más partir de cero y
pretender que la historia, especialmente la política, no tiene nada que
ofrecernos. Los grandes maestros de la humanidad deben ser estudiados y
asimilados, no para repetirlos o copiarlos sin más, sino para aprovechar sus
invaluables enseñanzas y construir de mejor manera nuestro futuro.
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