“La primera ola del tsunami” Joaquín Perren

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“La primera ola del tsunami”
La Revolución Industrial en Gran Bretaña (1780-1840)
Joaquín Perren
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“Y tanto Gran Bretaña como el mundo sabían que la
revolución industrial iniciada por y a través de
comerciantes y empresarios cuya única ley era comprar
en el mercado más barato y vender sin restricciones en
el más caro, estaba transformando al mundo. Nadie
podía detenerla en este camino. Los dioses y los reyes
del pasado estaban inermes ante los hombres de
negocios y las maquinas de vapor del presente”
HOBSBAWM (1999)
La ambigüedad del término ‘revolución industrial’ nos obliga a prestar atención
a sus significados. En principio, podría decirse que existen dos acepciones que dialogan
en su definición. La primera de ellas, de carácter general, se refiere a “todo proceso
acelerado de cambio tecnológico que entraña una transformación de la estructura
social”. Debajo de este rótulo, no sólo encontramos los cambios que sacudieron a Gran
Bretaña hacia finales del siglo XVIII, sino también a las diferentes experiencias
industrializadoras que surcaron el globo en los siglos XIX y XX. Un repaso por la
historia moderna nos pone frente a numerosos escenarios, desde Estados Unidos hasta
países de Latinoamérica y Asia, que experimentaron el pasaje de una producción
artesanal a otra fabril. No es extraño, entonces, que esta definición haya servido de
criterio para evaluar el desarrollo relativo de un país. La idea detrás de este
razonamiento era bastante sencilla: a medida que una economía se desprendía de sus
componentes precapitalistas, podía emprender su desarrollo industrial. Quedaba así
establecida una clasificación que medía el grado de avance en el cumplimiento de esta
meta: en la cúspide se encontraban las potencias industriales, tanto capitalistas como
socialistas, y debajo de ellas se ubicaban las economías “en vías de desarrollo” y las
“subdesarrolladas”.
Pero el término ‘revolución industrial’ tiene un segundo significado que nos
interesa. Alejada de las definiciones de dudoso carácter universal, esta variante hace
referencia a “la primera transición de una economía agraria a otra dominada por la
manufactura”. Esta experiencia piloto tuvo un escenario privilegiado: Gran Bretaña, en
la bisagra de los siglos XVIII y XIX. En palabras de Hobsbawm, la revolución
industrial implicó que “por primera vez en la historia, se liberó de sus cadenas al poder
productivo de las sociedades humanas, que desde entonces se hicieron capaces de un
crecimiento rápido y constante de hombres, bienes y servicios” (1999: 35). En pocas
décadas, la economía británica inició su despegue hacia el crecimiento autosostenido,
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despojándose, en ese tránsito, de los pocos vestigios del feudalismo que aún albergaba.
Si bien el continente europeo había dado algunos pasos en esta dirección, especialmente
durante el Renacimiento del siglo XVI, ninguno de ellos dejaba de ser un condimento
capitalista de una receta feudal.
A diferencia de lo ocurrido en los siglos anteriores, la irrupción de una economía
industrial significó un punto de inflexión en materia de productividad. Hasta allí, las
sociedades no podían escapar a los rendimientos marginales decrecientes que llevaban a
situaciones “estacionarias”: una economía agrícola extensiva chocaba, tarde o temprano,
con barreras que impedían el desarrollo continuo de las fuerzas productivas. Luego de
periodos de bonanza –en los que se ocupaban tierras, aumentaba la producción y se
reactivaba el comercio-, sobrevenían épocas de recesión, guerras y hambrunas. Pero si
la historia medieval podía reducirse a una sucesión de crisis y auges, ¿qué elementos
permitieron escapar a los clásicos fantasmas malthusianos?
Para responder a esta pregunta, es necesario señalar tres cambios tecnológicos
que interactuaron en la emergencia del capitalismo industrial. El primero de ellos es
fácilmente deducible: la sustitución del hombre por máquinas. Una de las postales más
repetidas de la Inglaterra del siglo XIX es aquella que muestra enormes telares
mecánicos cumpliendo tareas que antes ocupaban a decenas de trabajadores. La fuerza
que nutría a estos nuevos dispositivos nos pone frente a la segunda innovación: una
economía basada en la energía de origen orgánico fue relevada por otra sostenida en la
energía de mineral. Así, la producción dejaba de depender de un recurso limitado como
la tierra y comenzaba a recostarse sobre recursos a priori ilimitados (Wrigley, 1987: 9).
El carbón y el vapor fueron los ejemplos más claros de una economía que podía
aumentar rápidamente su producción sin temer una caída de la productividad. Estas
innovaciones convivieron con importantes transformaciones en la organización de la
empresa. El trabajo familiar en pequeñas unidades de producción, aunque no
desapareció por completo, fue eclipsado por el mundo de la fábrica. A su interior, se
desarrollaron relaciones que desafiaban las convenciones establecidas por el feudalismo.
Los nuevos actores alumbrados en este espacio, empresarios y obreros, quedaron
ligados por una relación económica de dos caras. En principio, ambos estaban anudados
en una relación salarial, a partir de la cual el empresario le compraba al obrero el
disfrute de la única mercancía a su disposición: su fuerza de trabajo. Al mismo tiempo,
existía, entre ellos, un vínculo funcional que le quitaba al trabajador el control sobre el
proceso productivo y, desde luego, sobre el producto final. Así, los tiempos del reloj y
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una supervisión permanente hicieron de la disciplina un elemento fundante de esta
nueva relación.
Ahora bien, la disponibilidad de innovaciones técnicas que permitan un aumento
de la productividad no significa que sean automáticamente empleadas y, menos aún, a
una escala masiva. El aprovechamiento del vapor, por ejemplo, era una realidad mucho
antes de que Inglaterra se convirtiera en una potencia industrial, pero su existencia no se
tradujo en un despegue económico. Esta constatación nos obliga a explorar las
condiciones que favorecieron la difusión de los cambios tecnológicos señalados. Landes
nos ofrece una respuesta a este interrogante que nos ubica a las puertas de la
industrialización británica. En un texto clásico, este autor entendía este proceso en
términos de ruptura, pues, al inmovilizar el capital, transformaba a los empresarios en
prisioneros de la inversión (1979: 78). Las máquinas, aunque eran mucho más eficientes
que el trabajo domiciliario, suponían un riesgo para su dueño: si la tasa de beneficio se
esfumaba, el empresario no tenía la posibilidad de reencontrarse con su dinero. Una
apuesta de esta naturaleza sólo podía suceder cuando las técnicas existentes se volvían
inadecuadas y cuando la superioridad de los nuevos métodos permitía cubrir los costos
del cambio. Si, por ejemplo, el precio de la mano de obra se incrementaba y los
dispositivos mecánicos no suponían una carga demasiado pesada, era probable que el
empresario apostara por la innovación tecnológica. La suma de ambos elementos hacía
que una decisión, en el corto plazo suicida, se convirtiera en viable a largo plazo.
Aumentar esta clase de inversiones había sido el objetivo de la mayoría de las
monarquías ilustradas del siglo XVIII. Tomando distancia de la economía natural, los
estados absolutistas, con sus obvias limitaciones, tenían al desarrollo económico como
una de sus metas más sentidas. Esta intención, sin embargo, permaneció recluida al
campo de los discursos. Puede que una metáfora de Hobsbawm nos ayude a entender el
panorama previo al despegue económico: “Si en el siglo XVIII iba a celebrarse una
carrera para iniciar la revolución industrial, sólo hubo un corredor”. Gran Bretaña
tenía condiciones favorables que alentaban la inversión en sectores que tenían un
elevado potencial transformador. La producción de bienes suntuarios operaba sobre un
mercado existente y difícilmente podía generar efectos de arrastre sobre el conjunto de
la economía. La producción de algodón, en cambio, suplía una demanda flexible que
podía aumentar rápidamente y, a diferencia de otros rubros, una innovación en una
etapa podía arrastrar hacia la transformación a las restantes fases de elaboración. Sería
difícil explicar, sin este tipo de producción, esa “succión forzosa” que avivó la codicia
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capitalista y permitió, en algunas décadas, modelar a las sociedades modernas. En el
próximo apartado, trataremos de contestar una pregunta tan simple como difícil de
responder: ¿por qué la Revolución Industrial estalló en Gran Bretaña y no en escenarios
que habían llevado la delantera en el siglo XVII?
El mercado en el origen de la Revolución Industrial
En 1760, los avances económicos británicos eran interesantes, pero no
asombrosos. Algunas regiones del país contaban con una activa industria domiciliaria y
sus principales centros urbanos albergaban unos pocos talleres. En ambos espacios, el
trabajo manual era la norma y la importación de algodón apenas llegaba a las dos
millones de libras. Treinta años después, esa cifra se había multiplicado diez veces y los
cambios en el ámbito de la producción eran evidentes: las fábricas y las máquinas
comenzaban a opacar a las formas económicas tradicionales. Además, una amplia red de
distribución puso una variada gama de productos a disposición de consumidores
distribuidos alrededor del mundo. Pero ¿cuál fue el detonante de esta acelerada
transición?
No caben dudas de que debieron ser muy fuertes los incentivos que decidieron a
los capitalistas a embarcarse en una empresa que rompía los cánones1 establecidos.
Hasta mediados del siglo XVIII, la industria domiciliaria suministraba a los
comerciantes un sistema flexible, pero con ciertas dificultades para expandirse. Si bien
era conveniente en un primer momento porque se contaba con una enorme reserva de
mano de obra, presentaba tensiones cuando la demanda de productos crecía a mayor
velocidad que la oferta. En la medida en que comenzaba a agotarse la fuente de mano de
obra en las áreas rurales, los márgenes de negociación de los trabajadores-campesinos
mejoraban y esto se traducía en costos laborales cada vez más elevados. Ante esta
situación, el comerciante quedaba atrapado en una incómoda posición. De seguir
apostando por un sistema extensivo, debía aumentar los niveles de producción para
conservar el mismo beneficio. Pero este camino sembraba las semillas de futuras crisis
de crecimiento: la presión sobre la oferta recrudecía la inflación de costos y empeoraba
la situación de los comerciantes. La única chance de asociar mayor producción y
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cánones: normas, reglas.
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menores costos era aumentar la productividad de las unidades domésticas. Ésta era, sin
embargo, una misión imposible: los deseos de los empresarios se estrellaban con un
conjunto de prácticas que iban desde un uso irracional del tiempo (algo lógico si
pensamos que el tejido ocupaba los baches dejados por el calendario agrícola) hasta
robos de materias primas y de productos terminados.
Este nudo de problemas nos permite entender el paso a un taller supervisado y el
creciente uso de dispositivos mecanizados. Una demanda que avanzaba a un ritmo
decidido provocó estrangulamientos de la oferta, que condujeron a la inversión en
capital fijo. Esta verificación nos obliga a reflexionar sobre los motores que estimularon
la expansión del consumo. Tomando distancia de las interpretaciones partisanas, que
pusieron énfasis en un factor explicativo, parece más adecuado pensar en la confluencia
de factores internos y externos. En la intersección de un mercado interno que ponía una
constelación de consumidores al servicio de la naciente industria y un mercado externo
donde se obtenían materias primas y se ubicaban las manufacturas, encontramos una
respuesta a la marea de cambios que trajo consigo la Revolución Industrial.
Comencemos por una de las notas distintivas de la economía británica: un
mercado interno sediento de productos. Hacia mediados del siglo XVIII, la isla gozaba
del poder adquisitivo más alto de Europa y, a diferencia del continente, la riqueza estaba
mejor distribuida. Cualquier trabajador que habitaba en alguna de las ciudades
británicas gastaba una porción de su salario en alimentos y tenía margen para consumir
distintas clase de manufacturas. El acceso al consumo hizo de Inglaterra una sociedad
abierta, donde las definiciones de status2 eran menos precisas que las tradicionales. Pero
lo interesante no era el peso de las diferencias con otros países europeos, sino lo
difundido de las mismas. Mientras que el continente contenía a la mayoría de su
población en la campaña, Gran Bretaña era protagonista de una acelerada urbanización.
En 1780, Londres era una metrópoli de un millón de habitantes y, detrás de ella, se
desarrollaron ciudades que funcionaban como centros de intercambio y acabado de los
productos (Manchester, Liverpool, Leeds o Birmingham).
Este standard3 de vida hubiera sido imposible de no haber existido profundas
transformaciones rurales. La salida de la crisis del siglo XIV había fortalecido la
posición de los terratenientes. Una estructura social descompensada fue el reflejo más
claro de esta situación: el campo británico estaba dominado por un puñado de
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status: rango, prestigio, categoría, reputación.
standard: nivel
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terratenientes que arrendaban parcelas a personas que empleaban a jornaleros sin tierra.
Sin la resistencia de las comunidades campesinas, una especie en extinción luego de los
cercamientos, los dueños de la tierra implementaron mejoras que permitieron el
aumento de la producción y, sobre todo, de la productividad agrícola. La rotación de
cultivos fue quizás la más significativa. Su difusión permitió abandonar el antiguo
sistema de barbecho, que alternaba tiempos de producción y tiempos de descanso. El
nuevo sistema, que no conocía los tiempos muertos, fue acompañado por la aparición de
nuevos cultivos y de plantas forrajeras que cumplieron una doble función: por un lado,
aumentaban la fertilidad de las parcelas gracias al nitrógeno que depositaban en la
tierra; por el otro, mejoraba la alimentación de la hacienda y el rendimiento general de
la ganadería.
La combinación entre un fenomenal proceso de concentración de la tierra y la
mejora de la productividad dio a la agricultura todos los atributos necesarios para
edificar una economía industrial (Hobsbawm, 1999: 38). El incremento de la
producción permitió, en primer lugar, alimentar a una creciente población urbana. Al
mismo tiempo, la desaparición de los open fields proporcionó a la naciente industria una
masa de reclutas que comenzaron a alojarse en las ciudades. La liberación de la mano de
obra rural, que resultaba excesiva por las mejoras introducidas, facilitó el desembarco
de una nueva forma de organización del trabajo. Después de todo, la escisión entre
productores y medios de producción era una condición indispensable en el desarrollo
del mundo fabril. Estos aspectos hubieran sido inútiles de no haber existido una
acumulación primitiva de capital. Y una agricultura comercial era un mecanismo clave
en este proceso: alejada de los bajos rendimientos feudales, este sector prestó las bases a
una acumulación de riquezas que fácilmente podía transferirse a los sectores más
modernos de la economía.
Estas condiciones materiales, de innegable importancia, convivieron con otros
aspectos que asfaltaron el camino a la industrialización. La mirada favorable a la
ganancia era uno de ellos. A diferencia de otros escenarios, la iniciativa privada no tenía
obstáculos legales a su desarrollo. Los límites impuestos a la autoridad estatal, sobre
todo luego de la Revolución Gloriosa del siglo XVII, prepararon el terreno a la difusión
de los contratos entre las personas. Antes que cualquier otro país, la autoridad señorial
tendió a desaparecer y fue reemplazada por un cuerpo legislativo sintonizado en una
frecuencia liberal. Claro que esto no sólo afectó las relaciones interpersonales: el
beneficio privado era aceptado como un objetivo gubernamental. Esto era así al punto
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de que el estado ponía a disposición de los comerciantes una infraestructura que
facilitaba el intercambio y achicaba distancias en un espacio mayormente integrado. Un
temprano sentido de racionalidad, que no dudaba en adaptar los medios a los fines,
funcionaba en el mismo sentido. La ciencia, aunque todavía en pañales, había logrado
divorciarse del pensamiento religioso y había puesto su conocimiento al servicio de la
producción de riqueza. E inclusive en materia religiosa, el desarrollo británico
presentaba ventajas con respecto a sus competidores católicos: una ética protestante, que
suponía al tiempo y a la vida ascética como valores, estimuló un ahorro que, de estar
dadas las condiciones, podía convertirse en inversión.
Pero el despegue de la economía británica no sólo estaba sostenido en la
fortaleza del mercado interno. Hobsbawm, en un estudio clásico sobre la Revolución
Industrial, planteaba una idea sugestiva respecto de la importancia de los mercados
nacionales para el proceso de industrialización. Los mismos, por sus dimensiones
acotadas, limitaban enormemente la dinámica. Por ese motivo, el veterano historiador
inglés definía la industria británica como un sub-producto del comercio ultramarino
(1999: 41). Sin ese intenso intercambio, que tenía al Atlántico como eje, sería
complicado comprender los incentivos adecuados para la producción en masa.
Descartando sus apetencias en el continente europeo, siempre costosas y sujetas a
vaivenes políticos, Inglaterra privilegió el monopolio sobre áreas periféricas que
prometían una rápida expansión. Así, las jugosas ganancias que se desprendían de este
intercambio, en ascenso desde mediados del siglo XVII, compensaban los costos de
lanzarse a una aventura tecnológica de gran envergadura.
Una imagen que puede ayudarnos a comprender este comercio es una figura
geométrica de varios lados. En uno sus vértices, encontramos la industria del algodón
que, en términos de Hobsbawm, “fue lanzada como un planeador por el impulso del
comercio colonial”. Localizada en los alrededores de ciudades desarrolladas al compás
del sector secundario, contaba con un punto a favor: las manufacturas de algodón, a
diferencia de otros rubros, podían producir, a bajo costo, artículos cuya demanda era
extremadamente elástica y podía expandirse rápidamente. Tanto América como África y
Asia, los restantes vértices de este intercambio a escala planetaria, no tenían deseos de
adquirir productos de lujo y eso permitía que la calidad pudiera ser sacrificada por la
cantidad. El peso del algodón dentro del comercio exterior británico es una clara
muestra de esto: las manufacturas de ese material representaron el 40 y 50% del valor
de todas las exportaciones de la isla entre 1816 y 1848 (Hobsbawm, 1999: 45).
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Ahora bien, si los espacios periféricos ofrecían un enorme mercado para las
manufacturas británicas, esto era porque existían allí actividades que suministraban
divisas necesarias para insertarse en el comercio internacional. El tráfico de esclavos era
una de las más importantes. En cercanías de los puertos africanos se cazaban nativos,
que luego eran transportados, en pésimas condiciones, a las plantaciones americanas.
Con los ingresos obtenidos, los enclaves del continente negro se convirtieron en un
destino obligado para las baratas manufacturas del Lancashire. Lo sucedido en América
Latina puede ser ubicado en las mismas coordenadas. El vetusto imperio español poco
podía hacer para evitar la llegada de productos industriales elaborados en Gran Bretaña.
En un primer momento, los industriales de ese país se contentaban con ingresarlos de
manera clandestina, en una práctica que hundía sus raíces en el siglo XVII. Cuando las
independencias americanas fueron un hecho consumado, las jóvenes repúblicas
dependieron por completo de las importaciones británicas. Los bienes que inundaban
sus mercados eran pagados con muchas de las materias primas necesarias para poner en
marcha una economía industrial. Tomando distancia de la autosuficiencia que había
logrado en tiempos coloniales, Latinoamérica comenzaba a tomar un rumbo
emparentado con el sector primario.
La India no era la excepción a este esquema. En los siglos anteriores, Oriente
había funcionado como un imán que atraía, gracias al intercambio de telas lujosas y
especias, los metales preciosos del continente europeo. Para fines del siglo XVIII, esta
situación de privilegio era sólo un lejano recuerdo. Una vez agotadas las ganancias
asociadas al saqueo, la administración colonial apostó a la producción de un creciente
volumen de productos primarios. En poco tiempo, la India se desindustrializó,
convirtiéndose en un apéndice de las comarcas manufactureras británicas. Entre 1815 y
1832, el valor de los géneros exportados desde aquel país pasó de 1.300.000 de libras a
menos de 100.000. Mientras tanto, la importación de productos textiles británicos se
multiplicó dieciséis veces. Hacia 1840, un observador no ahorraba críticas cuando
hablaba de la inconveniencia de transformar a la India en “el granero de Inglaterra,
pues era un país fabril, cuyos diversos géneros de manufacturas existían hacía mucho
tiempo, sin que con ellos hayan podido competir en juego limpio las otras naciones”
(Hobsbawm, 1999:169-170).
Más allá de obvias diferencias económicas, culturales y sociales, todos estos
espacios tenían un punto de contacto que facilitaba el crecimiento industrial británico.
En las economías periféricas, era posible expandir rápidamente el stock de materias
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primas: una producción sostenida en la mano del esclavismo o en una servidumbre
encubierta, impuso condiciones de trabajo que difícilmente podríamos encontrar en el
continente europeo.
De este recorrido por el escenario previo al despegue industrial, un aspecto
queda claro: la tendencia hacia la producción en masa de artículos baratos debe ser
atribuida a la expansión del mercado interno y del externo. Esta constatación nos obliga
a descartar teorías que trataban explicar la Revolución Industrial sólo a partir de factores
climáticos, recursos naturales o características biológicas. Si bien estos elementos, sobre
todo los dos primeros, eran insumos indispensables para lograr un crecimiento
autosostenido, no ayudan a entender por qué este proceso sucedió entre los siglos XVIII
y XIX y no mucho antes. Las implicancias de este razonamiento son claras: la
disponibilidad de carbón, una posición geográfica privilegiada o el número de
habitantes no pudieron, por sí solos, llevar a la industrialización. Para generar una
transformación de envergadura, era necesaria una determinada estructura social y un
cierto esquema de intercambio comercial. Gran Bretaña, mucho antes de la Revolución
Industrial, funcionaba como una economía de mercado que tenía un sector
manufacturero en crecimiento, una masa de población disponible (resultado de las
reformas agrícolas) y un comportamiento favorable a la iniciativa privada. Pero si la
ventaja del mercado interno británico era su estabilidad y su tamaño, el mercado externo
tenía un potencial expansivo difícilmente equiparable. La armónica relación entre
comercio y diplomacia dio a Gran Bretaña una enorme área de influencia, que incluía
un vasto imperio colonial y diversos espacios semicoloniales. En el siglo XVII,
encontrábamos que los países que iban a la vanguardia del desarrollo económico
confiaban en las bondades del intercambio de productos de lujo. Aunque este negocio
brindaba grandes beneficios, que llevaron a Holanda a convertirse en una potencia de
primer orden, tenían un escaso potencial transformador. En el siglo XVIII, en cambio,
los beneficios que se desprendían del comercio ultramarino estimularon a los hombres
de negocios a invertir directamente en la producción a través de la fábrica.
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