Sudando la patria (ajena)

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Torres Penchi, Israel. Sudando la patria (ajena). New
York: Professional Publishing services, 1996. 136 págs.
Breve travesía al pasado inmediato: los relatos de Israel
Torres Penchi
Mario R. Cancel
Escritor y profesor universitario
1981: Sol y humo es el pasado mío,
valijas de palabras,
filamentos de hombre me han construído a mi.
Temo a mi misma sombra en las mañanas.
Yo soy la madrugada de mi propia persona
renunciando a sí misma.
De papeles rayados yo fui hecho,
yo soy el arcoiris de lo obscuro.
El imposible. Soy la incógnita.
Solamente me encuentro adentro de mí mismo
leyéndome, leyéndome.
Me duele mi figura. Desdije de mi nombre.
Alguna tarde, he planeado mi muerte
para encontrar la vida.
Hormigueros, P.R.
24 de diciembre de 1995
Sudando la patria (ajena) es un
fenómeno extraño que nos agrede con la
gracia casi aristocrática de su autor,
viajero puntilloso, que trata de mirar una
realidad que ya muchos han observado
desde una perspectiva diferente. Yo
recuerdo que yo se lo decía a Israel en
mi biblioteca de madera que radica en
Hormigueros, pueblo capaz de parir un
par de patriotas suficientes para llenar un mundo, y muchos
candidatos a alcalde, ¿necesitamos algo más?
La
peculiaridad de este marqués de la palabra radicaba en
que, si bien la preocupación de la mayoría de los
comentaristas de la vida del emigrante insular en la otra
ínsula, la Babel de Hierro y sus proximidades, radicaba en el
emigrante urbano, es decir, aquel que salía del campo
remoto o de la patria chica para trabajar en una factoría
neoyorquina, Israel fijaba su mirada en el puertorriqueño
que no tenía otra alternativa que salir de su país para
volver a realizar en la patria ajena las mismas labores
agrarias que había realizado a regañadientes en la suya.
Recordemos, y ahora hablo como aprendiz de historiador,
que en este país nuestro de todos los días "trabajo agrario"
y "subdesarrollo" llegaron a ser tratados como sinónimos.
Todo parece indicar que nuestra gente se sintió capaz de
elaborar el cuento del acero comestible y del esmog de
fresa y chocolate, en especial un significativo e influyente
sector de nuestras izquierdas que, una vez inventaron el
mito de su propio destino histórico no fueron capaces de
traducir ese mito al lenguaje de los otros emigraos. Alguien
grande y poderoso les convenció de que cerraran los ojos,
como decía una vieja y nostálgica canción de los años
sesenta.
Israel intenta esa proeza, la de Ángel Domínguez o
la de los muchachos de ATA y de CATA que, me temo,
siguen siendo un misterio para mucha de la gente que dice
que combate por un asunto llamado justicia social. La
justicia para los trabajadores agrarios, el retrato de sus
vidas era un asunto que le competía a la mujer de Oséas, la
que no tenía voz simplemente porque no existió nunca y ya
eso es mucho decir.
¿Por qué hablamos de un Israel pluralmente
aristocratizado? Porque los que conocemos al Israel de
muchos días seguidos de café negro, sabemos lo que su
peculiar manera de ser y leer los relatos en alta voz
significa en el contexto de un aristocratismo
puertorriqueñizado, misión imposible para muchos pero
ciertamente humanamente cómica para los que creemos
que la historia y la literatura siguen siendo causas que
pueden decirle cosas a las personas en la medida en que
conocemos las ocasiones en que nos han mentido. En una
ocasión, invitado yo a conversar sobre esas dos hermosas
mujerzuelas de barrio, inicié mi ponencia con un
parlamento de Jacques, el sirviente, a su amo en una obra
de teatro de Milan Kundera, el renegado checo. Digo
renegado en el sentido más admirativo de la palabra del
mismo modo que puedo decir me gusta el rock'n roll de los
años sesenta o las muchachas extranjeras. Jacques decía
con la gracia y las ironías típicamente kunderianas:
"Señor, muchas otras cosas se han reescrito además
de nuestra historia. Todo lo que ha ocurrido ha sido ya
reescrito centenares de veces y a nadie se le ha pasado por
la cabeza comprobar lo que había pasado en realidad. La
historia de los hombres ha sido reescrita tantas veces que la
gente ya no sabe quién es..."
La cultura puertorriqueña en Nueva York, me temo,
ha sido traducida (traducir es reducir), al esperpéntico
episodio del Desfile Idem en que los municipios llevan desde
mujeres gordas, gordas, gordas; reinas de belleza y perros
de cinco patas que dicen papá, hasta la sinfonía lúdica del
Bronx. Y la historia nacional, con todas sus complejidades,
a lo que me preguntaban un estudiante universitario en un
café aguadillano y un turista puertorriqueño en un
restaurante español de Río Piedras, todo ello durante y
después de Berta:
"Señor ¿por dónde Colón descubrió a Puerto Rico?" Y
yo le respondía con la gracia de mi imagen. "Señor, por la
Isla de Culebra, Las Cabezas de San Juan y Vieques en ese
orden, si se podía descubrir lo inexistente..." Con ello
obtuve dos cosas: sólo me invitó a un café y me aseguró que
a él además del Descubrimiento le interesaban otros
asuntos del pasado de mi país. Tema bizarro el que
sostuvimos. Si llega a leer el libro de Israel y sabe que yo lo
cargaba, dudo que me hablase.
La literatura contemporánea en general, y este
libro de Israel en particular, es una manera original de
responder a ese quién soy o qué somos de tanto linaje en la
historia de las ideas puertorriqueñas porque detrás de la
queja del redactor también queda algo del goce de vivir
que no se puede desprender ni siquiera del mayor de los
infiernos. Es increíble que al filo del nuevo siglo, del nuevo
milenio y del interesante centenario de un 1898 (somos
privilegiados los historiadores en ese sentido), todavía
tengamos que preguntarnos qué rayos somos. Pero esta
increíble y triste historia tiene mayor valor en la medida en
que se reinventan conceptos para continuar sosteniendo un
concepto que ha estado en la picota pública durante los
últimos cuarenta años. Lo cierto es que somos
puertorriqueños a pesar de muchas cosas. Me lo ha dicho
Esmeralda Santiago, pero también los Juntes del Taller
Rácata del Hostos Community College y la poeta y novelista
Judith Ortiz Cofer cada vez que viene a Puerto Rico y va a
verme a Hormigueros. Y me lo dicen, obviamente, los
relatos de Israel. De otro modo, no estaría aquí esta noche.
Israel consigue balances que sorprenden. Lo que
nos preguntamos vivamente es ¿son relatos estos textos?
Brevedad y síntesis les caracterizan. ¿Son acaso un intento
de crónica en la mejor tradición del que redacta aquello
que vio con sus propios ojos? ¿Son un testimonio político
para invitarnos a mirar de nuevo aquel pedazo de mundo
semi-destruido? ¿O estamos en el territorio de los croentos,
ese extraño género con el que Joseán Ramos reta a la
imaginación en la medida en que intenta no atraparla
dentro de esa cárcel?
El Fragmento de una carta a Carol verdadero
pedazo de vida, ratifica lo que llevamos dicho: aun dentro
del infierno de las calles en que todo es un número, el
personaje habla de "ilusiones y esperanzas; de sueños..."
(21). Un eight track (hoy sería un sidí player) quizá no para
escuchar rancheras o boleros, sino para caminar de la mano
del rap y las baladitas. Entre la carta, el retrato y el
artículo periodístico Israel nos habla de los "que no
puedieron montarse en la rueda de Fomento" y tuvieron que
montarse en un avión para ganarse la vida sudando la patria
ajena. Yo creo que esa es una frase magnífica por lo
desgraciada y por lo gráfica.
Con un lenguaje callejero que no abusa de las
obsenidades, Israel reconstruye la realidad del chillo y la
del chota: dos formas de la traición que los emigraos
conocen bien y detestan desde su fondo. A pesar de la
objetividad con que mira el mundo en que se mueve, Israel
no deja en ocasiones de idealizar al puertorriqueño que
huye hacia las urbes estadounidenses (42). En un Vailan que
es famoso a pesar de que no tiene "downtown" (61), otra
figura cargada de magia en la travesía a que conduce
Sudando la patria (ajena), se mueven estas figuras para las
cuales ser cincuenta por ciento puertorriqueños y cincuenta
por ciento negros no es la mejor dupleta (63). Si no, que lo
digan los feligreses de las decenas de parroquias quemadas
por los racistas de todos los sures.
El discurso de Israel se trueca en texto histórico
cuando redacta la biografía de Angel Domínguez. Y en
microbiografía cuando Edwin surge cargado de las más
diáfanas verguenzas y los más sencillos conceptos en torno
al honor (85 ss.). O en dolida semblanza cuando Inocencio
sirve para retratar la injusticia con un solo silencio suyo (99
ss.). Pero también nos permite inventar los lugares en que
estos episodios se ambientan. En los textos, o los croentos,
o los garabatos de Israel, ya no se tratará de los ámbitos
vacíos que las ideologías amasan: esta también es vida
vivida y ello le dará su grandeza mayor al texto, la
credibilidad. Leyendo su New Jersey agreste, me parece
recordar el mundo nunca visto de Jumanjy, la selva
impúdica que hay que imaginar, y a un Flaco Dones que
hace la travesía en pon desde Florida y mide las bondades
de los desconocidos que lo cargan porque tienen el cuidado
de "pasar el moto pa'trás" al muchacho que acaban de
recoger en las calles. A mi me consta que esa escena puede
ocurrir en cualquier lugar en el cual caminen
latinoamericanos en territorio de los Estados Unidos.
Para mi leer los relatos de Israel es una manera de
volver a aquellas tardes en las que tomábamos café y
leíamos, el sus textos, yo mis poemas. Por aquel entonces,
los libros de todos nosotros eran un sueño y muchos tuvimos
que levantarnos con mucho cuidado para decir las cosas que
quisimos decir porque, para bien o para mal, cuando
queremos decir cosas que otros no quieren que digamos,
esos que tienen poder se enojan y se enojan. A veces se les
sube la presión y ello no tiene que ver con las derechas o
las izquierdas y sus eternas rivalidades: tiene que ver con el
poder. Nadie quiere perder el poder. En aquellos tiempos,
Israel y yo teníamos algo que nos ponía por encima de la
otra gente: en primer lugar, ya nos sentíamos forasteros a
pesar de amar a nuestro país hasta el último de los
compromisos. En segundo lugar, teníamos un libro abierto
sobre la mesa, nuestros libros, nuestras necesidades de
decir que las cosas podían ser y que de vez en cuando
podíamos huir imaginariamente a un texto, y regresar a
voluntad sin perder un solo pedazo. Esa era la literatura y
el compromiso.
A Israel estas palabras: promesa cumplida. El café
negro y el aroma a país y a secreto y a rabia que se cocina
con paciencia sigue con nosotros. Hasta la próxima...
Redactada el 12 de julio de 1996
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