la evolución en moral

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JOHN T. NOONAN, JR.
LA EVOLUCIÓN EN MORAL
Nadie duda de que la humanidad ha evolucionado también moralmente. Hubo que
esperar a después de la segunda guerra mundial para que fuesen proclamados los
derechos humanos. Y algunos de estos derechos, por ej. la no discriminación por razón
de la raza o el sexo, no son todavía, en buena medida, puestos en práctica, al menos en
todas partes. La Iglesia no es una excepción. Algunos se empeñan en el "semper idem":
no ha habido y no habrá cambios en materia moral. La historia lo desmiente. Y el
artículo que presentamos es buena prueba de ello. Lo muestra con diáfana claridad en
cuatro casos concretos: lucro en los préstamos, divorcio, esclavitud y libertad
religiosa. Pero además, inspirándose en el pensamiento del Card. Newman respecto a
la evolución de los dogmas, hace algo que los teólogos moralistas apenas si han
ensayado hasta ahora: explicar el por qué del cambio.
Development in moral doctrine, Theological Studies 54 (1993) 662-677
Pocos serán los que hoy nieguen que a lo largo de los tiempos se han dado cambios en
la enseñanza de la Iglesia católica en materia moral. Para refrescar la memoria y
confirmar esta apreciación, se presentan cuatro ejemplos de tales cambios en los campos
de la usura, del matrimonio, de la esclavitud y de la libertad religiosa, para luego
analizar cómo los ha tratado la teología católica.
I. EJEMPLOS
Usura
Al menos entre 1150 y 1550, exigir, recibir o esperar algún lucro en compensación por
un préstamo, constituía el pecado mortal de la usura. Así lo declararon los papas, lo
expresaron tres concilios ecuménicos, lo proclamaron los obispos y lo enseñaron los
teólogos. Esta doctrina campeaba en el frontispicio de los mercados de crédito europeos
de manera parecida a como la prohibición islámica de la usura rige todavía en los países
musulmanes de hoy en día. Se admitían ciertos casos de créditos lucrativos moralmente
aceptables; pero las normas que los regían debían respetar siempre las bases de la
prohibición, de modo que era cuestión debatida en qué momento se traspasaban los
límites y el préstamo se convertía en pecaminoso. El hecho moral paradigmático era que
la usura, entendida como lucro por un préstamo, venía prohibida como contraria a la ley
natural, a la ley de la Iglesia y a la ley evangélica.
Todo esto ha cambiado, pero no conviene exagerar. Aun en el clímax de la prohibición,
no toda operación crediticia se calificaba como préstamo inhábil para el lucro y la idea
de un legítimo interés subsistía. La esencia de la argumentación se mantiene hoy: un
préstamo no da derecho a interés, si no va acompañado de algún título que lo justifique.
Pero de hecho, en la práctica, la vieja norma ha desaparecido: hoy se presupone que el
justo título para el lucro se da. No se considera un mandamiento aquello de "prestad sin
esperar nada a cambio". Contamos con el interés de nuestras cuentas corrientes y con
que los bancos se lucren con sus préstamos. Todo el mundo financiero está montado
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sobre la base de los créditos lucrativos. Pensar que va contra la naturaleza que el dinero
engendre dinero, o que va contra las leyes eclesiásticas poner a interés nuestros ahorros,
o que sacar beneficio de un crédito es quebrantar un mandamiento de Cristo -cosas que
el magisterio había enseñado con la mayor seriedad y unanimidad- resulta tan obsoleto
que, cuando lo contamos, no se nos cree.
Matrimonio
La doctrina moral sobre la usura podía depender de las cambiantes condiciones
económicas. Ahora vamos a referirnos a la moral sobre algo relacionado con la
naturaleza humana, fundamentalment e inmutable: la doctrina sobre el adulterio, la
bigamia y el matrimonio. La monogamia , sin divorcio, es ley evangélica expresada en
palabras atribuidas al mismo Jesús y que él relaciona con lo establecido por Dios desde
el principio. Sin embargo, ya aparece un primer cambio dentro del NT: S. Pablo enseña
que, si en un matrimonio no cristiano un cónyuge se convierte mientras que el otro no lo
hace y le abandona, el primero queda libre: "en este caso el cristiano o la cristiana no
están ligados" (1 Co 7,15). En época patrística se sacó la consecuencia: casándose por
segunda vez "en el Señor", el convertido puede hacer lo que, de otro modo, sería
adulterio y bigamia.
Hasta el siglo XVI, esta excepción -el privilegio Paulino-, fue la única por lo que se
refiere a la monogamia cristiana. Gregorio XIII, en 1585, amplió este privilegio en el
caso de los esclavos negros que, separados de sus esposas africanas, eran enviados a
América y allá se convertían. A estos convertidos el Papa les disolvía su anterior
matrimonio, y les permitía contraer nuevas nupcias "por miedo a que no perseverasen
en su fe".
Por los años veinte y a impulsos del eminente canonista Card. Gasparri, se da un nuevo
paso. Pío XI disolvió el matrimonio de un no bautizado con una anglicana, de la que se
había divorciado, para que pudiera casarse con una católica, "en favor de la fe". Hasta
1924, había unanimidad en el magisterio papal y episcopal sobre la indisolubilidad,
basada tanto en el mandamiento del Señor como en la ley natural, con la única
excepción de la conversión de un no creyente. Ahora, en virtud de la autoridad papal, se
altera el sentido del mandamiento contra el adulterio. Se revisa lo que se considera
bigamia y se introduce una glosa sustancial a las palabras del Señor: "Lo que Dios ha
unido, no lo separe el hombre".
Esclavitud
Pasemos a examinar dos ejemplos relativos a algo más fundamental que la justicia en
los préstamos o la rectitud en las relaciones sexuales. Se trata de las bases de la
autonomía moral, de la doctrina sobre la libertad humana. Y ante todo del derecho de
los seres humanos a no ser propiedad de otro ser humano.
Por lo menos hasta 1860, la Iglesia enseñaba que no era pecado que un católico
poseyese esclavos, les hiciese trabajar sin ninguna compensación pecuniaria, dispusiese
su lugar de residencia, su régimen de alimentación y su forma de vestir, limitase su
educación, los empeñase o vendiese, les aplicase penas corporales por mala conducta o
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falta de diligencia. Y todo ello tanto para ellos como para su descendenc ia. Así
funcionaba la esclavitud en EE.UU. y así la aplicaban los católicos, tanto seglares como
religiosos u obispos, sin que esto suscitase ningún escrúpulo de conciencia ni en el
magistrado R. Taney, eminente jurista católico, al escribir la sentencia de Dred Scott1 ni
en los jesuitas de la provincia de Maryland, que en 1826 poseían unos 500 negros. Que
esto fuese una manera muy peculiar de entender aquello de amar al prójimo como a uno
mismo no formaba parte entonces del pensamiento moral católico.
La doctrina moral católica exigía que se tratase humanamente a los esclavos,
recomendaba que se les diese libertad y se les permitiese casarse, aunque con algunas
condiciones. Pero la institución de la esclavitud se la considera aceptable: S. Pablo la
admitía (Flm 11-19; 1 Co 7,21) y el gran S. Agustín escribía que "Cristo no había
liberado al hombre de ser esclavo". Hasta el más grande los papas reformadores,
Gregorio I, había aceptado un esclavo y lo había regalado después a otro obispo.
Plagiando al gran legislador, el emperador Justiniano, H. de Bracton, el más eminente
jurista católico, consideró que la esclavitud era contraria a la ley natural, pero la aceptó
como una institución propia del derecho de gentes. En línea con Sto. Tomás, S.
Antonino de Florencia consintió la ley civil que asignaba el estado de esclavo a los
nacidos de una esclava. Paulo III celebró los buenos efectos de la esclavitud para la
agricultura y aprobó el tráfico de esclavos en Roma. Para el eminente moralista jesuita
Card. De Lugo la esclavitud "iba más allá de la intención de la naturaleza" pero había
sido introducida "para prevenir mayores males". Y todo un Bossuet declaraba que
condenar la esclavitud sería "condenar al Espíritu Santo, que por boca de S. Pablo
manda a los esclavos que permanezcan en este estado".
En 1839, Gregorio XVI condenó el comercio de esclavos, pero sin llegar a prohibir
explícitamente que, ocasionalmente, pudiesen venderse esclavos sobrantes. En el primer
tratado de moral para lectores norteamericanos (Obispo Fr. Kenrick, 1841), se dice que
tener esclavos tratándolos humanamente no es pecado contra la naturaleza, y añade que
el traerlos de África fue injusto, pero que el tiempo transcurrido sanaba todo defecto en
el título de posesión de aquéllos que los habían recibido por herencia. Hasta la
abolición, la Iglesia o calló o defendió la institución de la esclavitud como compatible
con el cristianismo y aun expresamente aprobada en la Escritura, como quería Bossuet.
Una vez más todo ha cambiado. Desde León XIII, a la vista de las enseñanzas de los
papas sobre los derechos del trabajador, el trabajo no remunerado de los esclavos resulta
un desafuero. Lo dicho por los papas modernos y por el Vaticano II sobre la dignidad de
la persona humana hace moralmente inimaginable que una persona pueda comprar y
vender a otra o disponer de sus hijos. La esclavitud ha desaparecido de casi todo el
mundo y la Iglesia católica aparece como una de las más insignes instituciones
modernas que la fustigan como un gran mal.
Libertad religiosa
Pasemos, finalmente, a la doctrina moral sobre la libertad de que debería estar dotada la
fe religiosa. En tiempos de S. Agustín se consideraba como un acto de virtud que los
obispos recurriesen al poder imperial para reducir a los herejes. Esta posición se
fundamentaba expresamente en los Evangelios. Más adelante, como consta en Sto.
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Tomás, se enseñaba que un hereje relapso debía ser juzgado por la autoridad eclesiástica
y remitido a la civil para su ejecución. Si los falsificadores van al patíbulo por alterar la
moneda, ¿por qué no ajusticiar a aquéllos desleales a la fe que la falsifican? Dios puede
perdonarlos; pero la Iglesia y el Estado, no.
Durante más de 1200 años de predominio en Europa de la Iglesia católica, papas,
obispos y teólogos negaron unánimemente la libertad religiosa de los herejes. Ningún
teólogo enseñó que la fe pudiese abandonarse libremente sin consecuencias físicas. Ni
un solo papa extendió el manto de la tolerancia sobre los prófugos de la fe ortodoxa. Al
revés, se enseñaba que el deber de todo buen gobernante era extirpar tanto la herejía
como los herejes. Todo el aparato institucional de la Iglesia se puso al servicio de la
persecución y el castigo de los herejes. Mano a mano, Iglesia y Estado participaron en el
terror con que se realizaban las purgas de herejes.
La doctrina no cambió gran cosa con el advenimiento de la Reforma, que no llevó a
aceptar la libertad religiosa, aunque sí la tolerancia en algunas partes de Europa. Tolerar
es permitir lo que se declaraba abiertamente como un mal, pero un mal menor. Con el
clima de paz religiosa de la Europa de los siglos XVIII y XIX se fue imponiendo la
hipótesis de que en aquellas circunstancias el bien común pedía que se refrenase la
persecución religiosa. La tesis, en cambio, postulaba que en circunstancias ideales el
Estado debía ser el garante físico de la ortodoxia.
Todo cambió muy recientemente. Hace apenas 30 años. El Vaticano II enseñó que la
libertad para creer era un derecho humano sagrado; que dicha libertad se fundamentaba
en las exigencias de la persona humana; que también daba testimonio de ella la
revelación cristiana; y que el respeto a la misma quedó patente desde el principio en la
conducta de Jesús y sus discípulos, quienes procuraron no forzar la voluntad humana
sino persuadirla. Desapareció toda distinción entre la libertad religiosa de los infieles
(en teoría siempre respetada) y la de los herejes que antes había sido atropellada teórica
y prácticamente. El ser humano pasó a ser considerado sujeto del derecho precioso de
profesar su fe y de practicarla. Se afirmó la libertad religiosa y se condenó toda
interferencia del Estado en las conciencias.
La oposición minoritaria se mantuvo firme en que se estaba abandonando la enseñanza
del magisterio. Se adujeron textos y declaraciones pontificias jamás controvertidas. El
arzobispo M. Lefè-bre, uno de los líderes de la minoría, al debatir el texto en el Concilio
dijo sarcásticamente que lo que se proponía era una "nueva ley" condenada en muchas
ocasiones por la Iglesia, que no provenía dé la tradición eclesiástica, sino de Hobbes,
Locke y Rousseau, a los que habían seguido algunos católicos liberales condenados,
como Lamennais, que Pío IX lo rechazaba y León XIII lo había "condenado
solemnemente como contrario a la Escritura y la tradición". A la vista de lo sucedido, un
comentarista apostilló tranquilamente que el Concilio "había vuelto del revés la
enseñanza del magisterio papal ordinario". En frase críptica, la doctrina sostenida desde
el año 350 hasta 1964 fue reclasificada entre las conductas que ocurren a lo largo de las
"vicisitudes de la historia".
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II. ANÁLISIS
Queda clara la naturaleza del problema: se han dado grandes cambios en la enseñanza
de algunos deberes morales, presentados antes por el magisterio como formando parte
de la doctrina cristiana. Puede observarse que en todos los casos se desplazó algún
principio tenido hasta entonces como determinante: en la usura, que un préstamo no da
derecho a lucro; en el matrimonio, que todo contrato matrimonial es indisoluble; en la
esclavitud, que la guerra da derecho a esclavizar y que ese derecho se extiende también
a la descendencia; en la libertad religiosa, que el error no tiene ningún derecho y que la
fidelidad a la fe puede ser impuesta por la fuerza. Tales principios fueron reemplazados
por otros ya vigentes en el magisterio cristiano: en el caso de la usura, que hay que
mirar tanto al préstamo como el prestamista; en el del matrimonio, que es más
importante conservar la fe que no una relación humana; respecto a la esclavitud, que en
Cristo "no hay ni libres ni esclavos" (Ga 3,28); y respecto a la libertad religiosa, que la
fe debe ser libre. El corrimiento de principios ha dado lugar a que lo prohibido se
convirtiese en legítimo (usura y matrimonio), a que lo permisible resultase ¡legítimo
(esclavitud), y que lo que era preceptivo pasase a ser prohibido (persecución de herejes).
La doctrina moral de la Iglesia católica puede ser considerada como su¡ generis: no es
clasificable y así no se somete a ninguna ley. Depende de dos factores libres: la
voluntad humana y el Espíritu Santo. Su evolución no está sujeta a reglas a priori. Sin
embargo, si se dan cambios llamativos, como en los casos descritos, debería poderse
seguir el hilo y determinar cuáles fueron las condiciones del cambio, observar su
magnitud y construir una hipótesis sobre sus límites. En palabras de Newman, al menos
se debería poder proponer "una hipótesis que dé razón de la dificultad".
Existe una amplia bibliografía sobre la evolución del dogma (trinidad, cristología,
primado, mariología), pero los grandes teólogos no han profundizado en los cambios
que ha experimentado la moral. B. Häring podría ser una excepción, aunque no ha
desarrollado su teoría. Pero si podemos acaso aprovechar lo que los teólogos han
afirmado de los cambios en las proposiciones de fe para aplicarlo analógicamente a la
moral.
Una postura, representada por Bossuet y Browson, consistiría en negar que haya
existido ningún cambio real y afirmar que sólo ha habido mejoras en la formulación.
Según esto, la invariabilidad de la enseñanza católica sería una señal de su veracidad,
contrastada de forma triunfalista con las variaciones existentes entre los protestantes.
Otro enfoque sería el de los teólogos españoles del siglo XVII, que admitían que cabía
sacar consecuencias lógicas de la Escritura, no contenidas en ella, que luego la Iglesia
declaraba verdaderas. Se producía por tanto, un verdadero desarrollo.
Otra teoría, muy influyente, es la del Card. Newman, el cual afirma que, si la doctrina
de la Iglesia no es hoy literalmente la de antes, esto se debe a que la Iglesia se mantiene
fiel a Jesucristo. Para explicarlo echa mano de analogías: el dogma se desarrolla como
las creencias de un niño maduran en su mente al hacerse adulto, como los versos de un
poeta expresan más de lo que estaba explícito en la mente que los compuso, como la
vida orgánica pasa de capullo a flor, como el programa de acción aprobado por una
sociedad, cuyo alcance sólo se vislumbra cuando esa sociedad lo pone por obra.
Newman escribió que la verdadera evolución, así concebida, "no enmienda sino que
corrobora el cuerpo de doctrina del que procede". Por tanto: ha habido cambios en la
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doctrina de la Iglesia, pero éstos se enraizan en la revelación originaria, de la que son
perfección y no distorsión. Los modernistas hicieron suya la idea de la evolución, pero
se pasaron: la doctrina se convierte en proyección de las necesidades humanas, que
cambia con ellas, y desaparece el control de la doctrina basado en el contenido objetivo
de la revelación.
La Iglesia rechazó el modernismo, pero, como Newman, sostiene que se da un
desarrollo genuino del pensamiento desde unos cimientos inalterables. El Vaticano II lo
expresaba así: "Esta tradición (...) progresa en la Iglesia (...), puesto que va creciendo en
la comprensión de las cosas y de las palabras transmitidas" (Dei Verbum, n°- 8). La
realidad central con relación a la cual crece la comprensión es el mismo Cristo "que es a
un tiempo mediador y plenitud de toda la revelación" (ibid. n° 2).
¿Cómo se aplicarían estos enfoques a la evolución de la moral? Negar el cambio real,
como Bossuet, sería una táctica apologética inaplicable. No cabe, tampoco, explicar el
cambio como fruto de implicaciones lógicas: de la aceptación de la esclavitud, p. ej., no
se sigue lógicamente la libertad. Este método podría valer si partiéramos de los
principios más básicos, como "ama a tu prójimo como a ti mismo", pero ¿bastaría la
lógica sola?
La cosa cambia respecto del conjunto de analogías de Newman. Ciertamente no cabe
sostener que la postura de la Iglesia actual abanderando la libertad no hace sino
"corroborar" la etapa anterior en que defendía la esclavitud y la persecuc ión religiosa. El
concepto de maduración de las ideas también es criticable si la analogía se toma
demasiado literalmente, como si supusiese que el desarrollo espiritual es similar al
orgánico. Pero el pensamiento de Newman no es tan simple. Tratando del concepto de
desarrollo en general, escribe en su Essay on Development (1.1.6; London 1885; trad.
cast.: Desenvolvimiento del dogma, Barcelona 1907): "El desarrollo de una idea no es
como una investigación sobre el papel, en que cada paso se apoya en el anterior, sino
que se realiza gracias a grupos de hombres y a sus líderes, y se vale de sus mentes como
de instrumentos: mientras los usa depende de ellos (... ). Es la lucha de las ideas,
tomadas bajo diversos aspectos, que compiten por el dominio".
Este pasaje reconoce la objetividad de la idea en cuestión, pero también que el
desarrollo se realiza mediante el conflicto: la idea que gana terreno va desplazando
maneras de ver anteriores que le resultan incompatibles, a medida que ella cobra fuerza.
Los princip ios tomados en toda su amplitud, subyacen a cada cambio y lo controlan. Así
entendida, la concepción de Newman es aplicable a la evolución del pensamiento moral.
En cambio, la postura modernista, en la que la doctrina es fruto de las necesidades
humanas, implica la eliminación de todo contenido objetivo y se convierte en "la
síntesis de todas las herejías", en expresión de Pío X.
Y está, finalmente, la postura del Vaticano II: cabe un crecimiento en la comprensión de
la realidad, que es Jesucristo, el cual se produce "por la contemplación y el estudio de
los creyentes que las meditan en su interior, por la percepción íntima que experimentan
de las realidades espirituales y por la proclamación" de la Iglesia (Dei Verbum n° 8).
Häring lo interpreta así: "Cristo no se agranda con el paso de la historia, pero sí que
nuestro conocimiento del plan salvífico revelado en Cristo se hace más completo y
próximo a la vida en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo en la historia
de la Iglesia, sobre todo en sus santos".
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La idea de que la doctrina moral cambia a medida que avanza nuestro conocimiento de
Cristo es atractiva. Pero, el que mira más profundamente a Cristo, ¿no estará mirando a
un espejo en el que sólo se reflejan los sentimientos más honrados de uno mismo? La
respuesta la encontramos en la misión que tiene la Iglesia de discernir entre mera
proyección subjetiva y auténtica respuesta al Cristo de la revelación.
Aplicando lo dicho a nuestros cuatro ejemplos, tendremos una explicación, al menos
parcial, de lo sucedido. En el caso de la libertad religiosa, el profundizar en las actitudes
de Cristo ha llevado a repudiar toda violencia para imponer la fe; en el de la esclavitud,
una mejor comprensión de la fraternidad cristiana ha hecho intolerable que una persona
mantenga a otra en servidumbre. En los otros casos, una lectura menos literal de las
palabras de Cristo ha facilitado el cambio: el "prestad sin esperar nada a cambio", que
fue interpretado como un mandamiento perentorio hasta Urbano III, se ha entendido
como una exhortación ejemplar; y en el principio "lo que Dios ha unido, no lo separe el
hombre", que primero se entendió como absoluto, fue considerada, y luego ampliada, la
posibilidad de excepciones.
Sería absurdo pensar que cambios tan profundos son fruto únicamente de un mejor
conocimiento de Cristo. No se llega a conclusiones morales prescindiendo de la trama
del lenguaje, las costumbres y las estructuras sociales. En el área mediterránea de los
primeros siglos, era inconcebible una sociedad de solo hombres libres o con un Estado
que no diese soporte a la religión. La mutación en lo moral sólo resultó posible con el
cambio de estructuras, si bien cabe advertir que dicho cambio fue debido, al menos en
parte, al convencimiento gradual de que unas estructuras promotoras de la libertad
estaban más en concordancia con una visión profunda de Cristo. Pero tampoco hay
cambio sin experiencia. El paso a la tolerancia y luego a la libertad religiosa en Europa
central fue motivado por la experiencia larga y sangrienta de los males causados por la
imposición a la fuerza de la religión. Se podría argüir igualmente que la centenaria
experiencia de la esclavitud fue la que llevó a la conclusión de que esta institución
resultaba destructiva, tanto para los esclavos como para sus amos. Sin embargo, la
simple experiencia no da la clave. Sólo cuando es contrastada por la naturaleza humana
o por el Evangelio, puede ser valorada como buena o mala.
El saldo negativo de la persecución religiosa resalta más todavía comparada con la
experiencia de Norteamérica, pionera en el ejercicio de la libertad religiosa y en el
repudio de una religión oficial. Pese a que el experimento norteamericano tiene fallos
(la persecución de los mormones y de los testigos de Jehová, y la negativa
constitucional a la objeción de conciencia respecto a la guerra injusta), grandes
pensadores europeos - Tocqueville, Lacordaire- presentaron el ideal americano como
algo positivo. Esto dio pie a la reflexión de los teólogos, entre los que destacó el
americano J.C. Murray. Finalmente, con las terribles persecuciones religiosas de los
totalitarismos del siglo XX la experiencia fue sellada al fuego. Sin tales experiencias,
positivas y negativas, y sin la elaboración del ideal gracias a Tocqueville y Murray, los
cambios del Vaticano II jamás hubieran ocurrido.
Respecto a la esclavitud, los avances se debieron a pensadores que se adelantaron a los
teólogos y a la Iglesia. En la católica Francia, fue Montesquieu quien, refiriéndose a los
negros, escribió con fina ironía: "En el supuesto de que ellos fuesen hombres,
tendríamos que empezar a pensar que nosotros no somos cristianos". En los países de
habla inglesa fueron los cuáqueros, baptistas del siglo XVIII y metodistas y los
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congregacionistas del XIX quienes lideraron la lucha contra la esclavitud. Y fue la
revolución francesa la que condujo a la abolición de la esclavitud en el imperio francés.
Sólo después de que las leyes de los países civilizados eliminaron la práctica de la
esclavitud, la doctrina moral católica la repudió definitivamente como inmoral. Fue
León XIII quien, en 1890, atacó la institución en sí, declarando que era incompatible
"con la fraternidad que une a todos los hombres". Tras dos siglos de lucha y de un
auténtico cataclismo legal, las exigencias de Cristo quedaron por fin claras.
Aparentemente, los cambios referentes al matrimonio siguieron un proceso puramente
interno. Pero ¿fue así? El privilegio paulino respondía alas condiciones con las que se
encontraba el converso. Esto funcionó bien hasta que la situación extrema de los
esclavos negros en Sudamérica movió a una ampliación radical del privilegio. Y no
hubo más cambios hasta que, con el advenimiento de las modernas sociedades
plurirreligiosas, al menudear los casos de personas católicas que querían contraer
matrimonio con personas casadas de otra religión, se produjo una nueva ampliación.
Todo esto no habría sido posible sin el ingenio de los canonistas y la exaltación del
poder papal. Los canonistas respondían a los cambios en las condic iones externas,
mientras descubrían el verdadero sentido del mandamiento de Cristo.
El cambio respecto a la usura se originó, por convergencia de varios factores, a partir
del siglo XVI, aunque no se formalizó hasta el XIX. Europa pasó de la economía
agrícola a la comercial. Los moralistas empezaron a dar valor a la experiencia de
cristianos honestos que eran banqueros y no creían ejercer nada incompatible con el
cristianismo. Se revisó la moralidad de ciertas transacciones crediticias aún no
aceptadas, a la luz de las que ya se consideraban legítimas. Quizás lo más importante
fue que el análisis moral no se hizo tanto desde la perspectiva del préstamo como desde
la del prestamista, el cual, al prestar, pierde la oportunidad de invertir. Todos estos
factores, más la reconsideración de las palabras de Cristo, condujeron a una doctrina
sustancialmente distinta de la medieval.
Conclusión
En moral el cambio exige una convergencia de factores. La vida de toda sociedad,
incluida la Iglesia, requiere normas que mantengan su equilibrio vital. Cambiad una y el
equilibrio peligrará. De ahí la tendencia a conservar las normas tal como están.
Pero hay otras razones para resistirse al cambio. Se pretende mantener una coherencia
intelectual. Y para esto se necesitan puntos de referencia fijos. Además, existe una
alarma ante el futuro. ¿Qué más puede cambiar? Si Dios no cambia ¿cómo van a
cambiar sus exigencias? ¿Puede uno haberse condenado por algo que ahora resulta ser
un acto de virtud o -viceversa- haberse santificado por algo que ahora es censurable?
¿Cómo se nos podía obligar a algo que ahora se nos dice que no es necesario o viceversa- permitirse algo que ahora resulta contrario a la caridad? En moral el cambio
nos deja, pues, perplejos. Y por esto la presunción de rectitud está a favor de la norma y
la autoridad cuida de mantenerla. No todo cambio que se propone es bueno y nos ronda
la sospecha de que resulte perjudicial.
Pero cabe lograr un equilibrio nuevo. No hay por qué adecuarse a toda norma del
pasado ni seguirla literalmente. Lo que sí hay que buscar es la coherencia fundada en
JOHN T. NOONAN, JR.
Cristo. Es imposible predecir los futuros cambios. En cambio, podemos estar seguros de
que los principios morales básicos nunca cambiarán. El gran mandamiento del amor a
Dios y al prójimo es el que ha de regir cualquier cambio. Dios no cambia, pero las
exigencias del AT no coinciden totalmente con las del NT y algunas de éste ha llevado
siglos entenderlas. Se nos juzgará por las exigencias del tiempo en que. vivimos y por lo
que en conciencia hemos realizado.
No se puede ignorar el cambio ni negarlo. Se niega el cambio porque se le tiene miedo,
porque uno no está dispuesto a arriesgar nada. Pero ¿por qué tener miedo al cambio, si
el Espíritu guía la Iglesia? El desarrollo tiene sentido más allá de sí mismo. Crecer es
cambiar y la parábola de la semilla de mostaza nos promete el crecimiento (Mt 13,52).
Y el que entiende un poco en el Reino de Dios sabe que ha de tener a su disposición
cosas antiguas y cosas nuevas (véase Mt 13,52). Si nuestro mundo ha crecido a base de
cambios ¿no va a suceder lo mismo con la moral, cuando la meta y la dirección las
determina el Señor? ¿No vamos a aceptar que el cambio ha de jugar también un papel
importante en la doctrina moral católica? Por inquietante que nos resulte ¿no habría que
modificar el lema semprer idem (siempre lo mismo) en la línea del plus ça change c'est
la même chose (cuanto más cambie, más será lo mismo)? Sí, siempre que el principio
del cambio sea la persona de Cristo.
Notas:
1
El caso del esclavo negro Dred Scott es el más famoso de los resueltos por R. B. Taney
(1777-1864) como presidente de la Corte Suprema de los EE.UU. En la sentencia lo
único que se declaraba era que Dred Scott era un esclavo. Pero en la explicación de la
misma, redactada por Taney, se decía que los negros no habían sido considerados
ciudadanos por los "padres" de la Constitución y que, por tanto, no podían llegar a ser
ciudadanos norteamericanos ni invocar su derecho en los tribunales federales. En su
descargo cabe decir que, si como juez se ajustó a lo legislado, como abogado, defendió
en 1819 ante los tribunales a un pastor metodista acusado de soliviantar a los esclavos.
Durante el juicio afirmó: "Una dura necesidad nos impulsa a mantener el mal de la
esclavitud por un tiempo; pero mientras esto dure, echamos un baldón en nuestro
carácter nacional". Personalmente él emancipó a sus esclavos y se preocupó de
proporcionarles medios de vida (Nota de la Redacción).
Tradujo y condensó: JOSEP MESSA
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