Primeras páginas

Anuncio
www.elboomeran.com
PIETRO CITATI
KAFKA
traducción del italiano
de josé ramón monreal
b a r c e l o n a 2012
a c a n t i l a d o
www.elboomeran.com
t í t u l o o r i g i n a l Kafka
Publicado por
acantilado
Quaderns Crema, S. A. U.
Muntaner, 462 - 08006 Barcelona
Tel. 934 144 906 - Fax. 934 147 107
[email protected]
www.acantilado.es
© 2007 by Adelphi Edizioni, S.p.A., Milán. Edición
negociada a través de Ute Körner Literary Agent, S. L.
© de la traducción, 2 0 1 2 by José Ramón Monreal Salvador
© de esta edición, 2 0 1 2 by Quaderns Crema, S. A. U.
Derechos exclusivos de edición en lengua castellana:
Quaderns Crema, S. A. U.
En la cubierta, fotografía del taller Jacobi (1 9 0 6 )
i s b n : 978-84-15277-58-3
d e p ó s i t o l e g a l : b. 4207-2012
a i g u a d e v i d r e Gráfica
q u a d e r n s c r e m a Composición
r o m a n y à - v a l l s Impresión y encuadernación
primera edición
febrero de 2012
Bajo las sanciones establecidas por las leyes,
quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización
por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total
o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o
electrónico, actual o futuro—incluyendo las fotocopias y la difusión
a través de Internet—, y la distribución de ejemplares de esta
edición mediante alquiler o préstamo públicos.
www.elboomeran.com
I
EL HOMBRE
E N L A V E N TA N A
Todas las personas que conocieron a Franz Kafka en su
juventud o en su madurez tuvieron la impresión de que le
rodeaba una «mampara de cristal». Allí estaba, detrás de
ese cristal muy transparente, caminaba con gracia, gesticulaba, hablaba: sonreía como un ángel meticuloso y ligero;
y su sonrisa era la última flor de una gentileza que se daba y
enseguida se hurtaba, se prodigaba y se replegaba celosamente en sí misma. Parecía decir: «Soy como vosotros. Soy
uno de vosotros, sufro y gozo como hacéis vosotros». Pero
cuanto más participaba del destino y de los sufrimientos
ajenos, más se excluía del juego, y esa sombra sutil de invitación y de exclusión en la comisura de sus labios aseguraba que él no podría estar nunca presente, que vivía lejos,
muy lejos, en un mundo que tampoco era el suyo.
Pero ¿qué veían los otros detrás de la frágil mampara de
cristal? Era un hombre alto, flaco, endeble, que paseaba su
largo cuerpo como si lo hubiera recibido de regalo. Tenía
la impresión de que no crecería nunca; y que jamás conocería el peso, la estabilidad y el horror de lo que los demás
llaman con una incomprensible alegría la «edad madura».
En cierta ocasión le confesó a Max Brod: «Yo no alcanzaré
nunca la edad de hombre: de niño pasaré a ser enseguida
un viejo con el pelo blanco». Todos se sentían atraídos por
sus grandes ojos, que él mantenía siempre muy abiertos y
en ocasiones desencajados y que en fotografía, impresionados por el imprevisto destello del magnesio, parecían de
poseído o de visionario. Tenía unas largas pestañas y unas
pupilas que son definidas a veces como marrones, otras gri
www.elboomeran.com
kafka
ses, cuando no azul acero, o simplemente oscuras, mientras que un pasaporte asegura que eran de «un gris azulado oscuro». Cuando se miraba al espejo le parecía que sus
miradas eran «increíblemente enérgicas». Pero los demás
no se cansaban de comentar e interpretar sus ojos, como si
solamente ellos ofrecieran una puerta de entrada a su alma.
Alguno los juzgaba llenos de tristeza; otro se sentía observado y escrutado; otro los veía iluminarse de repente, resplandecer cual pepitas de oro y luego volverse pensativos
e incluso distantes; otro los veía teñidos de una ironía unas
veces indulgente, otras corrosiva; otro descubría en ellos
asombro y una extraña astucia; otro, que lo había querido
mucho, tratando de mil maneras de descubrir su enigma,
pensaba que, al igual que Tolstói, sabía alguna cosa que el
resto de los hombres ignoraba totalmente; otro los encontraba impenetrables; otro, por último, creía que una calma
pétrea, un vacío mortal, una extrañeza fúnebre dominaba
a veces su mirada.
Tomaba muy raramente la palabra por propia iniciativa:
tal vez le parecía una insoportable arrogancia salir sin ser
llamado al escenario de la vida. Su voz era dulce, clara y
melodiosa: sólo la enfermedad habría de volverla apagada
y casi ronca. Nunca decía nada trivial: todo lo que es cotidiano le resultaba ajeno, o bien era transfigurado por la luz
de su mundo interior. Si el tema le inspiraba, hablaba con
facilidad, elegancia, animación, a veces incluso con entusiasmo; se dejaba llevar, como si todo pudiera ser dicho a
todos; trabajaba sus frases con el placer del artesano satisfecho de la propia obra; y acompañaba las palabras con
el juego de sus dedos largos y etéreos. A menudo fruncía el
ceño, arrugaba la frente, sacaba el labio inferior, juntaba las
manos, las posaba abiertas sobre la mesa escritorio o apretaba una contra su corazón, como un viejo actor de melodrama o algún nuevo mimo del cine mudo. Cuando reía,

www.elboomeran.com
el hombre en la ventana
inclinaba la cabeza hacia atrás, apenas abría la boca y cerraba los ojos hasta hacer que se convirtieran en unas finas
hendiduras. Pero ya fuese la disposición de su alma feliz o
triste, él no perdía nunca ese don de los dioses: su soberana naturalidad. Precisamente él, que creía ser y era contradictorio y retorcido—nada más que un despojo, una piedra, una madera rota introducida en un campo revuelto, un
fragmento que ha quedado de otros fragmentos, nada más
que grito y desgarro—, dejaba la impresión de que sus gestos expresaban la «calma en el movimiento». Ya en la vida,
antes que en la escritura, alcanzaba la quietud. Nada puede provocar en los hombres una impresión más profunda.
Venían a él, inquietos o inseguros o simplemente curiosos,
viejos amigos, escritores ya consagrados, jovencitos desdichados y megalómanos, y sacaban de él una impresión de
bienestar y casi de alegría. Delante de él, la vida cambiaba. Todo parecía nuevo; todo parecía visto por primera
vez; de una novedad a menudo muy triste, pero sin excluir
nunca una última posibilidad de conciliación.
Cuando daba una cita a los amigos, siempre llegaba con
retraso. Llegaba a la carrera, con una sonrisa de embarazo
en el rostro, y con la mano posada sobre el corazón como
diciendo: «Soy inocente». El actor Löwy le esperaba largo
rato debajo de casa. Si veía la luz encendida en el cuarto de
Kafka, suponía: «Ahora está escribiendo»; luego se apagaba una luz de golpe, pero permanecía encendida en la estancia contigua, y entonces se decía: «Está cenando»; la luz
volvía a encenderse en su habitación, donde él estaba lavándose los dientes; cuando se apagaba, Löwy pensaba que estaba bajando a toda prisa las escaleras; pero he aquí que
volvía a encenderse de nuevo, quizá Kafka había olvidado
algo… Kafka explicaba que le encantaba esperar: una larga espera, con lentas miradas de consulta al reloj y un indiferente ir y venir, le resultaba algo tan placentero como

www.elboomeran.com
kafka
estar arrellanado en un sofá con las piernas estiradas y las
manos en los bolsillos. Esperar daba un objetivo a su vida,
que de lo contrario le parecía muy indeterminada: tenía un
punto de referencia fijo ante sí, que marcaba su tiempo, y
le aseguraba que existía. Tal vez olvidaba decir que llegar
con retraso era para él una manera de eludir el tiempo: de
triunfar sobre él, debilitándolo poco a poco y sustrayéndose a su latido regular.
Los amigos lo distinguían desde lejos, siempre vestido
con ropa limpia y cuidada, nunca elegante: trajes grises o
azul marino, como un empleado. Durante un largo período, en su sueño de escepticismo y de impasibilidad estoica, llevó un solo traje para la oficina, la calle, la mesa de
trabajo, el verano y el invierno; y ya en pleno noviembre,
mientras todos llevaban unos pesados sobretodos, él aparecía por las calles «semejante a un loco en traje veraniego
con un sombrero estival», como si su intención fuera imponer un uniforme único a la diversidad de la vida. Apenas veía a los amigos, parecía feliz. Aunque se comunicase con ellos sólo «con la punta de los dedos», era de una
cortesía china, nacida de la extenuación del corazón y de
un casi inalcanzable refinamiento del espíritu. Tenía, en el
porte, una gracia irónica, la ligereza de un Carroll, de un
santo hasídico o de un duende romántico, una fantasía caprichosa, vaga y errabunda: delicadezas de poesía oriental,
deliciosos marivaudages, juegos con el humo, con el corazón y con la muerte.
Cuando estaba con los amigos desplegaba de buen grado sus aptitudes de mimo. Unas veces imitaba a alguien manejando el bastón de paseo, el gesto de sus manos y el movimiento de sus dedos. Otras imitaba a una persona en toda la
complejidad de su forma de ser, y su mimetismo interior era
tan poderoso y perfecto que resultaba inconsciente. A menudo leía textos que le gustaban, con alegría y arrebato, con

www.elboomeran.com
el hombre en la ventana
ojos brillantes de la emoción, con voz rápida, capaz de recrear el ritmo por medio de secretas vibraciones melódicas,
haciendo resaltar las entonaciones con una precisión extrema, saboreando ciertas expresiones que repetía o subrayaba con insistencia; hasta en el momento en que Flaubert o
Goethe o Kleist, él, que leía, sus amigos o sus hermanas se
fundían en la estancia en un único ser. Era su sueño de poder: el único que él, enemigo de todo poder, deseara nunca
ver hecho realidad. De muchacho, había soñado que estaba en una gran sala llena de gente y leía en voz alta La educación sentimental entera: sin detenerse, sin interrumpirse
ni un solo momento, durante todas las noches, las mañanas y las tardes necesarias, como luego soñaría con escribir
de un tirón El desaparecido o El castillo. Los otros le escucharían, sin cansarse, pendientes de sus labios, fascinados.
Terminada la velada, Kafka volvía a casa con su ligereza
de pájaro. Caminaba con paso raudo y veloz, ligeramente
encorvado, la cabeza un poco inclinada, oscilando como si
unas ráfagas de viento lo arrastrasen ya a una parte, ya a otra
de la calle; posaba las manos cruzadas sobre los hombros;
y su gran zancada, la tez oscura de su rostro, hacían que le
tomaran a veces por un indio mestizo. Pasaba así, en la noche ya cerrada, absorto en sus pensamientos, por delante
de las casas, iglesias, monumentos y sinagogas, doblando
por las pintorescas y oscuras callejas laterales que atraviesan Praga. Era su manera de despedirse de la vida y de restar fuerza a la segura infelicidad del día siguiente.
Por la mañana a las ocho llegaba puntual a su oficina en
la Compañía de Seguros de Accidentes de Trabajo para el
reino de Bohemia. Delante de su escritorio cubierto de un
montón desordenado de papeles y de asuntos, le dictaba
al mecanógrafo; de vez en cuando, la mente se detenía, vacía de toda idea; y el mecanógrafo dormitaba, encendía su
pipa o miraba por la ventana. Tomaba parte en reuniones;

Descargar