La filosofía presocrática.

Anuncio
La filosofía presocrática.
SUELE decirse a menudo que la filosofía griega gira en torno al problema de lo Uno y lo Múltiple.
En las fases más primitivas de ella encontramos ya la noción de la unidad: las cosas se transforman
unas en otras… por consiguiente, ha de haber algún sustrato común, algún principio último, cierta
unidad subyacente a la diversidad. Tales declara que ese principio común es el agua; Anaxímenes,
que el aire; Heráclito, que el fuego: se decide cada uno por un principio diferente, pero los tres
creen en un principio último. Ahora bien, aunque el hecho del cambio —lo que Aristóteles llamó el
cambio «sustancial»— pudiese sugerirles a los cosmólogos primitivos la noción de una subyacente
unidad del universo, sería erróneo reducir tal noción a una conclusión de la ciencia física. Habida
cuenta de lo que requieren las pruebas estrictamente científicas, carecían ellos de datos suficientes
para garantizar sus afirmaciones acerca de la unidad, y mucho menos podían garantizar de certera la
aserción sobre cualquier último principio concreto, ya fuese el agua, el fuego o el aire. El hecho es
que los primeros cosmólogos saltaron, por encima de los datos, a la intuición de la unidad universal:
poseían lo que podríamos llamar la facultad de la intuición metafísica, y en esto estriba su gloria y
el que merezcan ocupar un puesto en la historia de la filosofía. Si Tales se hubiese contentado con
decir que la tierra evolucionó a partir del agua, «tendríamos tan sólo —como observa Nietzsche—
una hipótesis científica: hipótesis falsa, aunque difícil de refutar». Pero Tales rebasó la hipótesis
meramente científica: llegó a formular una doctrina metafísica con su frase de que todo es uno.
Citemos otra vez a Nietzsche: «La filosofía griega comienza, al parecer, con una fantasía absurda:
con la proposición de que el agua es el origen, el seno materno de todas las cosas. ¿Merece la pena,
realmente, parar mientes en ella y considerarla con seriedad? Sí, y por tres razones: En primer lugar,
porque esta proposición enuncia algo sobre el origen de las cosas; en segundo lugar, porque lo hace
así sin metáforas ni fábulas; en tercero y último lugar, porque en ella está ya contenida, aunque sólo
en fase de crisálida, la idea de que todo es uno. La primera de las razones aducidas deja aún a Tales
en compañía de gentes religiosas y supersticiosas; la segunda, empero, lo saca ya de esa compañía y
nos lo muestra como un filósofo de la naturaleza; y, en virtud de la tercera, Tales pasa a ser el
primer filósofo griego.» Esto es también verdad de todos los primeros cosmólogos: hombres como
Anaxímenes y Heráclito se remontaron igualmente por encima de lo que podía ser verificado
mediante la mera observación empírica. Al mismo tiempo, no se contentaron con ninguna de las
admitidas fantasías mitológicas, porque buscaban un auténtico principio de unidad, el sustrato
último del cambio: lo que afirmaron, lo afirmaron con toda seriedad. Tenían ellos la noción de que
el mundo era un todo sistemático, un conjunto gobernado por una ley. Sus afirmaciones se las
dictaban la razón o el discurso, no la simple imaginación ni la mitología; y así, merecen ser
contados en el número de los filósofos, y como los primeros filósofos de Europa.
Pero aunque los primeros cosmólogos estuvieran inspirados por la idea de la unidad cósmica, se
hallaban ante el hecho de lo múltiple, de la diversidad, y no podían menos de intentar la
conciliación teórica entre esta evidente pluralidad y la supuesta unidad. Dicho de otro modo: tenían
que dar cuenta y razón del mundo tal como lo conocemos. Mientras Anaxímenes, por ejemplo,
recurrió al principio de la condensación y la rarefacción, Parménides, en el empeño de su gran
teoría de que el Ser es Uno e inmutable, negó en redondo las realidades del cambio y de la
multiplicidad, considerándolas como ilusiones de los sentidos. Empédocles postuló cuatro
elementos últimos, a partir de los cuales se compondrían todas las cosas en virtud de la acción del
Amor y la Discordia, y Anaxágoras sostuvo el carácter definitivo de la teoría atómica y explicó
cuantitativamente las diferencias cualitativas, haciendo con ello justicia a la pluralidad, a lo
múltiple, a la vez que tendía a apartarse de la primitiva visión de la unidad, pese al hecho de que
cada átomo represente al Uno de Parménides.
Cabe decir, pues, que los presocráticos se debatieron con el problema de lo uno y lo múltiple y no
lograron resolverlo. La filosofía heraclitiana contiene, por cierto, la profunda noción de la unidad en
la diversidad, pero está impedida por la exagerada afirmación del devenir y por las dificultades que
comporta la doctrina del Fuego. En resumidas cuentas, los presocráticos fracasaron en su intento de
resolver el problema, y éste fue planteado de nuevo por Platón y Aristóteles, quienes concentraron
sobre él su superior talento y genio.
Mas si el problema de lo Uno y lo Múltiple siguió preocupando a los filósofos griegos del período
postsocrático, y si recibió soluciones mucho más satisfactorias en manos de Platón y Aristóteles,
evidentemente no debemos caracterizar la filosofía presocrática por una referencia a este problema,
sino que hemos de buscar algún otro rasgo que la distinga y caracterice. ¿Dónde lo hallaremos?
Podemos decir que la filosofía presocrática pone todo su interés en el mundo exterior, en el objeto,
en lo que está fuera del yo. El hombre, el sujeto, el yo, naturalmente no quedan excluidos de sus
consideraciones, pero el centro de su interés se halla sin duda fuera del yo. Esto se verá claramente
examinando la pregunta que se fueron haciendo uno tras otro los pensadores presocráticos: «¿Cuál
es el componente último del mundo?» En sus respuestas a esta cuestión, los primeros filósofos
jonios rebasaron ciertamente lo que les garantizaban los datos empíricos, pero, según lo hemos
notado ya, trataron el asunto con espíritu filosófico y no con la mentalidad de tejedores de patrañas
mitológicas. Aún no distinguían bien entre la ciencia física y la filosofía, sino que combinaban las
observaciones «científicas» de carácter puramente práctico con las especulaciones filosóficas; mas
ha de recordarse que, en aquel primitivo estadio del saber, difícilmente era posible diferenciar la
ciencia física y la filosofía, pues los hombres querían ir conociendo algo más el mundo, y era muy
natural que las cuestiones científicas y las filosóficas se entremezclasen. Como se interesaron en
averiguar la naturaleza última del mundo, sus teorías cuentan entre las filosóficas; pero como aún
no se había llegado a una clara distinción entre el espíritu y la materia, y debido a que su pregunta
estaba inspirada sobre todo por el hecho del cambio material, su respuesta la expresaron en su
mayor parte con términos y conceptos tomados de la materia. Hallaron que la «estofa» última del
universo era una materia de alguna clase —cosa bien natural—, bien fuese el agua de Tales, lo
indeterminado de Anaximandro, el aire de Anaxímenes, el fuego de Heráclito, o los átomos de
Leucipo, y así gran parte de su materia fundamental podrían reclamarla los físicos de hoy como
perteneciente a sus dominios.
De manera que a los primeros filósofos griegos se les llama con razón cosmólogos, porque se
interesaron en averiguar la naturaleza del Cosmos, objeto de nuestro conocimiento, y al hombre
mismo lo consideraron en su aspecto objetivo, como una porción del Cosmos, más bien que en su
aspecto subjetivo de sujeto del conocimiento o de agente voluntario y moral. En su consideración
del Cosmos, no llegaron a ninguna conclusión definitiva que explicase todos los factores
implicados; y este evidente fracaso de la cosmología, junto con otras causas que ahora
examinaremos, llevó naturalmente a dirigir el interés hacia el sujeto, apartándolo del objeto, al
hombre mismo, prescindiendo del Cosmos. Este cambio del interés, tal cual aparece en los sofistas,
lo estudiaremos en la sección siguiente del libro.
Aunque es cierto que la filosofía presocrática gira en torno al Cosmos, al mundo exterior, y que este
interés cosmológico es el rasgo distintivo de los presocráticos en contraste con el de Sócrates,
también se ha de advertir que en la filosofía presocrática se planteó un problema vinculado con el
hombre en cuanto sujeto cognoscente: el de las relaciones entre la razón y la experiencia sensible.
Así, Parménides, partiendo de la noción del Uno y viéndose incapaz de explicar el comenzar a ser y
el dejar de ser — datos de la experiencia sensible— deja de lado la evidencia de los sentidos como
ilusoria, y proclama que sólo el conocimiento racional puede llegar a asir la Realidad permanente.
Pero el problema no fue tratado de manera completa o adecuada, y cuando Parménides negó la
validez de la percepción sensible lo hizo en razón de una doctrina metafísica y de unos postulados,
más bien que en virtud de una detenida consideración de la naturaleza de la percepción sensible y
del conocimiento no sensitivo.
Puesto que a los primeros pensadores griegos les corresponde con justicia el dictado de filósofos, y
puesto que procedieron en gran parte a base de acciones y reacciones o de tesis y antítesis (por
ejemplo, exagerando Heráclito el devenir, e insistiendo demasiado Parménides en el Ser), no podía
menos de esperarse sino que los gérmenes de las tendencias filosóficas posteriores y los de las
respectivas escuelas fuesen ya discernibles en la filosofía presocrática. Así, cuando se asocia la
doctrina parmenídea del Uno con la exaltación del conocimiento racional a expensas de la
percepción sensible, colígense los gérmenes del futuro idealismo; mientras que en la introducción
del Nous por Anaxágoras —bien que su empleo real del Nous fuese escaso— podemos ver los
gérmenes del posterior teísmo filosófico; y el atomismo de Leucipo y Demócrito viene a ser como
un anticipo de las futuras filosofías materialistas y mecanicistas que tratarían de explicar todo lo
cualitativo por lo cuantitativo y de reducir la totalidad del universo a la materia y a sus efectos.
Por lo que llevamos dicho, debería quedar bien claro que la filosofía presocrática no es simplemente
un estadio filosófico del que se pueda prescindir al estudiar el pensamiento griego —de suerte que
fuese justificable el empezar, sin más, por Sócrates y Platón. La filosofía presocrática no es una fase
prefilosófica, sino que es la primera etapa de la filosofía griega. Aun con todas sus necesarias
mezclas, es ya filosofía, y merece ser estudiada por su propio interés intrínseco: como el primer
intento griego de conseguir una explicación racional del mundo. Además, no es una unidad cerrada
en sí misma, un compartimiento estanco con respecto a la filosofía qué le siguió; antes, al contrario,
es una preparación del período siguiente, pues en ella vemos plantearse problemas en que se habían
de ocupar las mentes de los mayores filósofos griegos. El pensamiento griego se va desarrollando y,
aunque no sería fácil exagerar el genio de hombres como Platón y Aristóteles, nos equivocaríamos
si imaginásemos que el pasado no les influyó. Platón fue hondamente influido por el pensamiento
presocrático, por los sistemas heraclitiano, eleático y pitagórico; Aristóteles consideraba su filosofía
como herencia y coronación del pasado; y ambos pensadores recogieron la problemática filosófica
de manos de quienes les habían precedido, y dieron, sí, a los problemas soluciones originales, pero
no sin abordarlos en su contexto histórico. Sería, pues, absurdo comenzar una historia de la filosofía
griega, con una exposición crítica de Sócrates y de Platón sin haberse detenido antes a estudiar el
pensamiento que les precediera, puesto que ni a Sócrates, ni a Platón, ni a Aristóteles podemos
entenderles sin conocer a sus predecesores…
***
Ocupémonos ahora de la fase siguiente de la filosofía griega, fase que puede ser considerada como
la antítesis del anterior período de especulación cosmológica: la época de los sofistas y de Sócrates.
Copleston, F. 1960. Historia de la Filosofía, tomo I. Grecia y Roma.
Descargar