El París de las vanguardias

Anuncio
El París de las vanguardias
Serge Fauchereau
La eclosión de las vanguardias artísticas transformó de manera radical y definitiva el paisaje cultural parisino
de comienzos del siglo XX. París vivió en clave de revolución el momento en que las corrientes más innovadoras, estimuladas por las importantes transformaciones de la época, desafiaron al pensamiento académico; sin
dejar por ello de cautivar al público, que acudía en masa a su reclamo.
No es hasta la segunda mitad del siglo XIX cuando París se convierte en una
ciudad moderna. Iba a perder romanticismo pero a ganar en comodidad. La
vasta campaña de renovación del barón Haussmann abre grandes arterias en
su centro, en el lugar de las callejuelas y los callejones sin salida medievales, y
bulevares periféricos. Poco a poco su territorio se irá expandiendo por la absorción de pequeños pueblos de las afueras. Las nuevas técnicas de construcción
metálica permiten una arquitectura más ligera, como la de la Gare du Nord,
la del almacén de Bon Marché y la de la Biblioteca Nacional. Auguste Perret
erige en París la primera casa en hormigón armado en 1903, pero el estilo
modernista permanece dominante y multiplica las ondulaciones y las volutas,
a menudo con elegancia, en las fachadas y en los interiores. En realidad, la primera construcción verdaderamente moderna es la torre de hierro que Gustave
Eiffel levanta en 1889. Con admirable unanimidad, la intelligentsia parisina
pone el grito en el cielo horrorizada –con dos excepciones notables: el poeta
Mallarmé y el pintor Seurat. Los extranjeros serán los primeros en apreciar la
osadía de su línea y de su concepción: “Es espléndida”, escribe Eça de Queiroz.
Habrá que esperar al cubismo y al surrealismo para que la torre entre a formar
parte del paisaje mitológico parisino: “Bergère ô tour Eiffel”, canta Guillaume
Apollinaire cuando París se ilumina todavía con gas; “Ella sola podía luchar
contra la noche”, dirá Philippe Soupault en la época de la electricidad. Aunque
la Avenue de l’Opéra tuvo iluminación eléctrica desde 1879, fueron necesarios
muchos años antes de que el gas fuese totalmente sustituido. Es la electricidad
la que permitirá la creación de un tren metropolitano en 1900. Este metro va a
cambiar completamente la vida y el ritmo de la ciudad y de las poblaciones de
las afueras, convertidas en lugares más accesibles. En medio de tantos palacios
recargados de la Exposición Universal de 1900 resplandece el palacio de la
electricidad. Los progresos técnicos que en gran medida van a modificar la
vida cotidiana y la rapidez de las comunicaciones fueron esplendorosos en los
años noventa del siglo XIX: el automóvil, el motor Diesel, el cinematógrafo,
el avión... Todo se acelera: en 1891, el primer cable telefónico submarino une
Francia e Inglaterra; en 1899, Marconi se comunica por TSF (telegrafía sin
cables) entre los dos países. Solamente algunos pesimistas, como H.G. Wells,
dudan de la felicidad que promete este desarrollo científico y tecnológico
del que Alfred Jarry se burla en Ubu enchaîné (1900): “Ya no me interesa el
paraguas, es demasiado difícil de manejar; me será más sencillo, gracias a mi
ciencia en física, ¡impedir que llueva!”.
Ciertamente, la velocidad y el alumbrado eléctrico cambiaban de algún
modo la percepción del mundo. Los artistas fueron los primeros en tenerlo en
cuenta, puesto que la fotografía, en lo sucesivo banalizada, los había liberado
de la preocupación por la semejanza que algunos todavía tenían. Los colores
crudos y las simplificaciones formales del fauvismo ¿habrían sido concebibles
sin la luz eléctrica? El simultaneísmo de Robert Delaunay ¿no es deudor de
una visión acelerada y del cine? El manifiesto futurista de F.T. Marinetti, que
aparece en Milán y en París en 1909, propone una síntesis entusiasta donde
son exaltados la velocidad, los trenes rápidos, los automóviles, los aviones, la
electricidad, las máquinas, las multitudes industriosas e incluso, por desgracia,
la violencia y la guerra. Encontramos esto de nuevo en las bailarinas frenéticas, los trenes y los metros de Gino Severini, futurista italiano de París; en los
deportivos saltadores de Duchamp-Villon; en las visiones simultáneas de un
viaje en tren de La Prose du Transsibérien de Blaise Cendrars y Sonia Delaunay,
y hasta en las contorsiones desarticuladas del Clown de Henri Laurens. El
artista no quiere ignorar aquello que apasiona a la mayoría: Jean Metzinger
pinta un corredor ciclista, dado que el Tour de France apasiona a las masas
desde 1903, y su amigo Delaunay pinta deportistas y el equipo de Cardiff; los
cubistas son asiduos al circo, mientras que los fauves y los futuristas prefieren
las salas de baile y los music-halls. Es con este espíritu con el que, en Petrouchka
(1911), Igor Stravinsky mezcla un estribillo popular (“Ella tenía una pierna
de madera...”) y un vals de Lanner; con el que Claude Debussy compone Jeux
(1913) y Erik Satie la suite Sports et Divertissements (1914).
Hacia 1900, las nociones que se tenían por claras y estables son trastocadas
por diversas investigaciones científicas y paracientíficas: la exploración del
macrocosmos interplanetario y del microcosmos, con medios cada vez más
En la página anterior, Jean Metzinger, At the Cycle-Race Track (Au Vélodrome), ca. 1914. Óleo y collage sobre lienzo (130,4 x 97,1 cm). Solomon R. Guggenheim Foundation, Peggy
Guggenheim Collection, 1976. 76.2553.18. Arriba, fotograma del filme Paris qui dort (1923), de René Clair.
Nº 4 / 2006. LARS
9
© Marc Chagall, VEGAP, Valencia, 2006
El París de las vanguardias
perfeccionados, permite interrogarse seriamente sobre la materia de nuestro
mundo tal y como nuestros toscos sentidos la perciben; los descubrimientos
de la física y de la química (la radioactividad, por ejemplo), así como las especulaciones de las matemáticas y de la metafísica, vuelven a poner en cuestión
el espacio perceptible y hasta la realidad de la vida y de la muerte... En 1905,
la publicación de los primeros trabajos de Albert Einstein sobre la relatividad
marca un hito en la concepción del espacio y del tiempo. Ese mismo año, Tres
ensayos sobre teoría sexual de Sigmund Freud revela que el hombre, en lo más
profundo de sí mismo, no es aquello que se creía. Los artistas de todos los
ámbitos eran plenamente conscientes de que su estética debía tener en cuenta
esta nueva visión. El poeta Cendrars dio testimonio de ello: “Durante estos
seis o siete años, que van de 1907-8 a 1914, fueron gastados, en los talleres de
los jóvenes pintores de París, tesoros de paciencia, de análisis, de investigación,
de erudición, ¡y jamás ardió una llama de inteligencia como aquélla! Todo fue
examinado por los pintores, el arte de los contemporáneos, los estilos de todas
las épocas, la expresión plástica de todos los pueblos, las teorías de todos los
tiempos. Jamás se vieron tantos jóvenes pintores entrar a los museos a pasar
por la criba, estudiar, confrontar la técnica de los grandes maestros. Se recurrió
a las producciones de los salvajes y de los pintores primitivos y a los vestigios
estéticos de los hombres de la prehistoria. Se abordaron igualmente muchas
de las últimas teorías científicas sobre electroquímica, biología, psicología experimental y física aplicada” (“La Tour Eiffel”, en Aujourd’hui, Grasset, París,
1931, p.138). Todo esto, en París y en otros lugares, iba a afectar en el arte
plástico a la perspectiva clásica y a la teoría de los colores; en literatura, a la
sintaxis y la poética; en música, a la tonalidad...
Por tomar el ejemplo de la influencia de las artes primitivas mencionadas
por Cendrars (se hablaba entonces, más impropiamente, de arte negro) se
ha señalado, probablemente con demasiada insistencia, su impacto sobre el
fauvismo y sobre todo sobre el cubismo, a causa de algunas máscaras y esta-
“Jamás se vieron tantos jóvenes pintores
entrar a los museos a pasar por la criba,
estudiar, confrontar la técnica de los
© L & M SERVICES B.V. Amsterdam 20060314
grandes maestros”
Arriba, Marc Chagall, Paris par la fenêtre (1913). Óleo sobre lienzo (135,8 x 141,4 cm). The
Solomon R. Guggenheim Museum, New York. Gift, Solomon R. Guggemheim, 1937. 37.438.
Abajo, Tour Eiffel. Champs de Mars (1911), de Robert Delaunay. Coll. Art Institute of Chicago. Tras su polémica construcción en 1889, la torre Eiffel despierta pasiones igualmente
intensas entre detractores y partidarios de esta moderna creación arquitectónica. Delaunay profesaba tal admiración a la nueva torre que la pintó en una treintena de ocasiones
desde 1910. Artistas como Seurat, Rousseau, Dufy y Chagall también la inmortalizarán en
sus cuadros. Los escritores de la época se dividen entre los que la desprecian (León Bloy,
Guy de Maupassant, Paul Verlaine) y los que como Mallarmé o Guillaume Apollinaire se
dejan fascinar por ella, buscando la inspiración entre sus formas. Este último rendirá un
apasionado tributo al monumento parisino en el célebre verso de su obra Alcools: “Bergère, ô tour Eiffel, le troupeau des ponts bêle ce matin”.
10
Nº 4 / 2006. LARS
tuillas africanas coleccionadas por Matisse o Picasso. Pero la importancia de
otras artes primitivas, el antiguo arte ibérico o romano, objetos folclóricos o
populares, así como la pintura genial y fuera de toda norma de Henri Rousseau (el cual no era más naïf que aduanero); todo esto debe ser tomado en
cuenta. En diverso grado, cierto primitivismo es perceptible en los primeros
cuadros cubistas (como, por ejemplo, Trois figures sous un arbre, 1907, de
Picasso) y en las esculturas de Brancusi, Modigliani, Zadkine; pero también
en los ritmos ostensiblemente bárbaros del Sacre du printemps de Stravinsky
o, al contrario, en las festivas menciones de cancioncillas infantiles a las que
acostumbra Satie.
Durante el decenio que precedió a la Gran Guerra, el mundo de las artes vio
vivir en armonía a la cultura popular y la cultura docta. Max Jacob, Apollinaire
y Picasso son grandes aficionados al circo, Derain y Braque practican el boxeo,
Delaunay se maravilla de las proezas aéreas, Van Dongen aprecia los cabarés
nocturnos tanto como las veladas mundanas, Cendrars y Léger celebran la
publicidad, Braque toca encantado cantinelas con su acordeón y el mismo
Stravinsky disfruta a lo grande con la pianola... Y todos son entusiastas de un
arte popular entre todos: el cine. Se deleitan con las fantasmagorías de Georges
Méliès, con las desventuras hilarantes de Max Linder o con los palpitantes
folletines de Louis Feuillade, Les Vampires o Fantômas. ¡Ah, Fantomas! El
siniestro bandido que aterroriza París iba a conducir a la revista Les Soirées de
Paris a anunciar la fundación de la S.A.F. o Sociedad de Amigos de Fantomas.
A esta S.A.F. pertenecían poetas como Apollinaire, Max Jacob, Cendrars,
André Salmon y artistas como Picasso, Braque, Juan Gris. Más seriamente,
Les Soirées de Paris apoyará también las experiencias de Léopold Survage, pintor de origen finlandés que, adelantándose a su tiempo, había comprendido
ciertas posibilidades ofrecidas por el cine y pintado decenas de rythmes colorés
en 1914, preparación del primer filme abstracto en color, cuya realización la
guerra y las dificultades técnicas desgraciadamente impidieron.
En una atmósfera afable, de 1905 a 1915, toda la vanguardia desafía a
la pintura y la escultura oficiales que llenan los numerosos salones de Bellas
Artes de la época. Esta vanguardia es muy cosmopolita: un cierto número
El París de las vanguardias
son franceses, es verdad, pero aquéllos que residen por un año, dos, diez,
veinte años o más en París no marcan menos con su personalidad el paisaje
cultural. Hay un fuerte contingente llegado de Rusia (Archipenko, Chagall,
Sonia Delaunay, Zadkine, por citar sólo algunos nombres) y de la península
ibérica (Agero, Gargallo, Gris, Picasso, Souza-Cardoso); pero hay también
numerosos italianos (De Chirico, Modigliani, Severini, Soffici), escandinavos
(Krohg, Revold, Hjerten, Dardel, Sorensen...), alemanes (Freundlich, Lehmbruck, Purrmann). Brancusi viene de Rumania, Van Dongen y Mondrian de
los Países Bajos, Lipchitz de Lituania, Rivera de México, etc. Hay que tener
en cuenta también a los aficionados y a los marchantes clarividentes: los
americanos Gertrude y Leo Stein; el polaco Leopold Zborowski; los alemanes
Wilhelm Uhde y D.H. Kahnweiler, cuya galería va a perdurar. El mundo
entero está allí y París rara vez ha sido tan dinámico. Por supuesto, hay grupos
distintos, afinidades y enemistades; en los talleres, y sobre todo en los cafés, las
discusiones van a buen ritmo: se aplaude o se contesta a Matisse o a Picasso,
se examina la invención de Survage, se llega incluso a las manos a propósito
de una eventual cuarta dimensión en pintura. Si, entonces, Reverdy y Rivera
intercambian algunos puñetazos, esto queda como un asunto interno. Pero si
el cuestionamiento viene del exterior, en seguida todos hacen frente común.
Así ocurre cuando el monumento a Oscar Wilde de Jacob Epstein en el cementerio de Père-Lachaise provoca escándalo. Considerando que se trata del
bello resultado de muchos años de trabajo, escritores y artistas de todos los
horizontes se movilizan para apoyar a su colega inglés contra los ataques del
público pudibundo adiestrado por el mundo académico. Epstein recordará
amargamente que Rodin le negó su apoyo, lo que prueba que existe en aquel
momento una ruptura generacional entre los artistas. Los grandes veteranos,
Rodin, Rosso, Monet, Renoir, Bourdelle, Bonnard, que sin embargo sufrieron las mismas vejaciones en sus tiempos, se mantienen apartados de los
debates: el movimiento del arte los ha dejado atrás.
Se aplaude o se contesta a Matisse o a
Picasso, se examina a Survage, se llega
incluso a las manos a propósito de una
Surgida en los tiempos de Courbet y de Manet, la brecha entre el arte
académico y el arte de vanguardia no ha hecho más que acentuarse con el
tiempo. Antes incluso de 1900, el menosprecio es recíproco entre nabis y neoimpresionistas por una parte, y artistas pompiers y asiduos a los salones, por
otra. Rememorando su primera estancia parisina en 1902, Epstein cuenta:
“La época en la que estuve en París fue una de las más interesantes artísticamente hablando. Los rebeldes estaban empezando a ganar reconocimiento a
expensas de los académicos, pero la victoria, que pronto iba a ser absoluta, no
era ni mucho menos completa todavía. Recuerdo bien al veterano Bouguereau, que era el símbolo del arte académico hasta tal extremo que Cézanne,
en sus lamentaciones, hacía referencia a ‘el Salón de Bouguereau’, siendo
ayudado por dos pupilos admiradores, casi abrumado por el honor, en una
silla cuando vino a [la Academia] Julian a criticar los dibujos. La época en la
que estuve en París presenció el primer y mejor Salón de Otoño, e introdujo
a Gauguin y a Van Gogh en un círculo más amplio” (The Sculptor Speaks,
Heinemann, London, 1931, p.15). El maître pompier Bouguereau muere en
1905 y su antítesis Cézanne le sigue unos meses más tarde; pero, al tiempo
que los neoimpresionistas comienzan a ser aceptados, los múltiples salones
que atraen masas considerables permanecen más importantes que nunca. Se
trata de un fenómeno cuya amplitud no sabríamos subrayar lo suficiente. Es
necesario imaginar salas enteras con los muros cargados de cuadros, los unos
contra los otros, hasta el techo (la costumbre de aligerar la colocación de las
obras es bastante reciente); donde el público, los aficionados, los periodistas
se aprietan.
Es en estas condiciones cuando una revolución se manifiesta abiertamente
en el Salón de Otoño de 1905. Allí, muchos cuadros apretados estallan en
colores. Un periodista ironiza y habla de fauves (salvajes). Este calificativo
no es elogioso pero los pintores incriminados acaban por reivindicarlo. Los
poetas que algo más tarde defenderán el arte más innovador son todavía demasiado jóvenes para tener una tribuna; en todo caso, su voz será poco al lado
de la publicidad negativa que les hicieron los cientos de miles de ejemplares
de L’Illustration. (continúa)
© Juan Gris, VEGAP, Valencia, 2006
eventual cuarta dimensión en pintura
Arriba, cartel de uno de los filmes sobre Fantomas del director Louis Feuillade, quien
adaptó la historia de las novelas de Pierre Souvestre y Marcel Allain. Abajo, Fantômas (Pipe
et Journal) (1915), de Juan Gris. El personaje de Fantomas fue reivindicado por las vanguardias parisinas como elemento de la cultura popular asimilado por las nuevas corrientes
artísticas. Inicialmente, por los jóvenes poetas reunidos en torno a Apollinaire, quien, junto
a Max Jacob, fundó la Société des Amis de Fantômas (S.A.F.) en 1913; y, más tarde, por los
surrealistas. En las siguientes dos décadas, escritores como Blaise Cendrars, Max Jacob,
Jean Cocteau y Robert Desnos, y pintores como Juan Gris, Yves Tanguy y René Magritte
incorporaron motivos sobre Fantomas en sus trabajos. En el ámbito cinematográfico, el
filme de Pierre Prévert de 1928, Paris la Belle mostraba en su secuencia final la portada
de una de las novelas del célebre personaje. Años más tarde, la figura de The Lord of Terror
sería adaptada a la escena surrealista en un cortometraje de Ernst Moerman de 1936.
Nº 4 / 2006. LARS
11
Descargar