¿Es constitucional la presencia del crucifijo en las escuelas públicas?

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NÚMERO 27. MAYO DE 2012
ISSN: 2254-3805
derecho constitucional
¿ES CONSTITUCIONAL LA PRESENCIA DEL
CRUCIFIJO EN LAS ESCUELAS PÚBLICAS?
Dr. Fernando Rey Martínez
Catedrático de Derecho Constitucional
Universidad de Valladolid
RESUMEN
Este artículo analiza críticamente recientes decisiones judiciales sobre la
presencia permanente del crucifijo en las escuelas públicas. En particular,
examina la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León
de 14 de diciembre de 2009, a la luz de la doctrina del Tribunal Europeo de
Derechos Humanos, y la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. El texto
califica al ordenamiento jurídico español como un ordenamiento aconfesional
pero de laicidad débil o difícil, que corre el riesgo de convertirse en laicidad
fallida si los operadores jurídicos conceden un peso excesivo a los argumentos que conspiran a favor de la presencia de los símbolos religiosos en los
espacios públicos.
Palabras clave: Separación Estado/confesiones religiosas. Laicidad/laicismo. Símbolos religiosos en espacios públicos. Crucifijo en la escuela pública.
ABSTRACT
This article gives a critical analysis of recent judicial decisions concerning the
permanent presence of the crucifix in public schools. In particular, it examines
the Sentence of the High Court of Justice of Castile & León, of December 14th
2009, in the light of the doctrine of the European Court of Human Rights, and
the jurisprudence of the Constitutional Court. The text qualifies Spain’s code
of laws as non-confessional but of a weak or difficult lay ideology, which runs
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the risk of failing in its lay ideology if the legal operators concede excessive
weight to the arguments conspiring in favour of the presence of religious symbols in public spaces.
Key words: Separation of State/religious confessions. Lay ideology. Religious
symbols in public spaces. Crucifixes in public spaces.
sumario
1.
EL MARCO DEL PROBLEMA: LAICIDAD FUERTE Y DÉBIL.
2.
LA SENTENCIA LAUTSI Y OTROS CONTRA ITALIA, DEL TRIBUNAL EUROPEO DE DERECHOS HUMANOS, DE 18 DE MARZO DE 2011.
3.
LA SENTENCIA DEL TRIBUNAL SUPERIOR DE JUSTICIA DE CASTILLA Y
LEÓN, SALA DE LO CONTENCIOSO, DE 14 DE DICIEMBRE DE 2009 (STSJ
CL 6638/2009).
4.
VALORACIÓN CRÍTICA DE LOS ARGUMENTOS FAVORABLES A MANTENER
LOS SÍMBOLOS RELIGIOSOS EN LOS ESPACIOS PÚBLICOS. HAY DIFERENCIAS ENTRE LAICIDAD «DÉBIL» Y LAICIDAD «FALLIDA».
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1. El marco del problema: laicidad fuerte y débil
La compatibilidad con la Constitución de la presencia permanente de símbolos religiosos como el crucifijo en el mobiliario de las escuelas públicas
se ha convertido en los últimos años, un tanto por sorpresa, en un problema
extendido, recurrente, sensible y complejo que ha provocado decisiones judiciales de cierto impacto social y de signo divergente, además. En Europa, es
destacable la seminal Sentencia Lautsi II de la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, de 18 de marzo de 2011, y en España hay que
mencionar de modo particular la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia
de Castilla y León de 14 de diciembre de 2009, de cuya importancia da idea
el hecho de haber sido citada expresamente por la Sentencia Lautsi II citada,
en su parágrafo 28, in fine (1).
Se trata de un problema específico enmarcado dentro del panorama más
general de las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas. El Estado democrático no puede ser otra cosa que aconfesional. Sin embargo, a
partir de esta luminosa afirmación de principio, aparece la bruma conceptual
porque el lugar de las confesiones religiosas en el espacio público es una
cuestión conflictiva en todos los países democráticos, que, además, se va
renovando e intensificando a causa de la creciente secularización social y
consecuente pérdida de prestigio del significado religioso de la existencia,
de los dogmas y decisiones de las respectivas jerarquías confesionales, así
como del incremento del pluralismo religioso y ético en el seno de sociedades
hasta hace poco ideológicamente homogéneas.
La libertad religiosa y la libertad frente a la religión es uno de los temas constitucionales más clásicos y evocadores. Tan clásico que la libertad religiosa
1. En ese parágrafo, el Tribunal europeo examina las normas y prácticas de los miembros del Consejo de
Europa en relación con la presencia de los símbolos religiosos en las escuelas estatales. De España sólo se
menciona la Sentencia del Tribunal de Castilla y León.
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es, probablemente, junto con las libertades inglesas frente a las detenciones
arbitrarias, el primero de los derechos individuales en nacer históricamente
(recuérdese que surge tras el conflicto generado por la fe cristiana dividida
con la Reforma). Tan clásico que su reconocimiento en exclusiva para la religión declarada perpetuamente oficial en España por los constituyentes de
Cádiz, la católica, durante el siglo xix y buena parte del xx, se erigió como
obstáculo insalvable para el avance real del constitucionalismo en el mundo
hispánico. Larra ya observó que la Constitución de Cádiz sólo consignaba
la libertad de imprenta para las ideas políticas, pero no para las religiosas y
añadía: «eso es decirle a un hombre: ande usted, pero con una sola pierna».
Un tema tan clásico, en fin, que la misma génesis y estructura del constitucionalismo (al menos del que se expresa en inglés) puede interpretarse, en un
sentido diametralmente opuesto al seguido por el constitucionalismo de los
países católicos, como un producto cultural derivado de la secularización del
discurso religioso de raíz protestante.
Las relaciones entre confesiones religiosas y Estado son inevitablemente conflictivas. No está ni mucho menos claro qué corresponde a Dios, qué al César
y qué a los que no somos ni uno ni otro. Para poder resolver correctamente los
conflictos jurídicos que se van planteando hay que valorar las circunstancias
concretas de cada caso, no cabe una solución general previa y, desde luego,
nunca será una solución al gusto de todos. En los casos de conflicto, se trata
de llegar a un equilibrio razonable entre las dos dimensiones de la libertad
religiosa, la (positiva) libertad de religión y la (negativa) libertad frente a la
religión.
Existe un relativo acuerdo en la literatura sobre que «Estado aconfesional»
significa prohibición de confusión entre funciones religiosas y funciones estatales, lo que implica, como mínimo, dos cosas:
Primera, que las confesiones no pueden obligar al Estado a inspirar su legislación de acuerdo a sus valores propios, lo cual no significa, como es obvio, que
no puedan concurrir, como cualquier otra asociación en el debate público y en
la arena política, intentando persuadir de la bondad de sus ideas.
Estado laico significa, en segundo lugar, que el Estado no puede intervenir de
ningún modo en el interior de las confesiones religiosas: el Estado se muestra
radicalmente incompetente para valorar de cualquier modo los dogmas religiosos y la fe de sus ciudadanos, que sólo a éstos pertenece.
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Ahora bien, los Estados democráticos, que suelen ser, más o menos (2), aconfesionales, no reservan a las relaciones que mantienen con las confesiones
religiosas que existen en su territorio el mismo régimen jurídico, sino que las
soluciones son diversas e, incluso, contradictorias. La misma confusión terminológica sobre qué significa «Estado laico», «laicismo» o «laicidad» revela la
confusión conceptual derivada de la carencia de una única solución o de un
modelo ideal para todos los Estados. Esto, por cierto, distingue el derecho fundamental de libertad religiosa de otros derechos fundamentales de libertad de
corte clásico, cuyo contenido es «líquido y cierto» y, sustancialmente, idéntico
en todos los países, al menos como ideal a alcanzar.
En consecuencia, en el supermercado global de normas y de ideas disponibles, se encuentran diversos productos conceptuales y terminológicos sobre
el particular. En mi opinión, creo que, en líneas generales y aún de modo
tosco, pero expresivo, se pueden clasificar las distintas fórmulas estatales en
modelos de laicidad fuerte o débil, según configuren o no en su respectivo
ordenamiento un favor religionis.
Intentaré explicar mejor esta idea utilizando el ejemplo español. A mi juicio, España es un Estado laico débil (por el contrario, Francia o Estados Unidos serían
modelos de Estados laicos «fuertes»). La arista más cortante de la regulación
constitucional española no se halla en el apartado primero del artículo 16 (3), ni
2. No todos lo son con la misma intensidad, ni mucho menos. Por poner ejemplos europeos, curiosamente la
región del mundo más secularizada, en Reino Unido, el stablishment de la Iglesia anglicana en Inglaterra y la
presbiteriana en Escocia, lleva, verbigracia, a que la Reina sea la gobernadora suprema de la Iglesia, a que en
el momento de juramento para acceder al trono se comprometa a preservar la verdadera religión anglicana, a
que, aún hoy, no pueda ser —ni siquiera de modo secreto— católico romano, ni a casarse con algún papista.
En Inglaterra la Reina nombra arzobispos, obispos y deanes, con el consejo del Primer Ministro; dependen
directamente de la Reina los Royal Peculiars, edificios religiosos históricos como la Abadía de Westminster; el
Sínodo de la Iglesia de Inglaterra puede aprobar measures sobre algunos asuntos con los mismos efectos que
una ley parlamentaria (de hecho, debe ser ratificada por el Parlamento y éste puede legislar también sobre
asuntos religiosos); más de una veintena de obispos de la Iglesia anglicana se sientan en la Cámara de los
Lores y todas las sesiones de la Cámara de los Comunes comienzan con una oración del capellán anglicano.
Quedan restos de la Iglesia de Estado en Suecia, Finlandia y Dinamarca (en Suecia, por ejemplo, el Rey ya
no es desde el 2000 cabeza de la Iglesia reformada, pero tiene que seguir siendo luterano para acceder al
trono). La Iglesia católica recibe un trato privilegiado en Portugal, en Italia, en Irlanda o en Alemania, donde las
confesiones de mayor arraigo son consideradas corporaciones de derecho público. La Iglesia ortodoxa recibe
un especial trato de favor en Grecia. Los ejemplos podrían multiplicarse.
3. «Se garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más
limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por
la Ley».
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en el apartado segundo (4), sino en el inciso tercero: «Ninguna confesión tendrá
carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones
de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones». Esto es, el
problema constitucional por antonomasia tiene que ver, como siempre ha ocurrido en la historia española, con la posición del Estado respecto de la Iglesia
católica y de ésta en relación con el resto de confesiones, o, expresado en otros
términos, con el significado y alcance de la neutralidad confesional del Estado,
de la laicidad estatal, aunque la Constitución no emplea esta palabra. Mi tesis
es la siguiente:
1.º La idea, que llamaré de laicidad débil (aunque hay quien la llamará de
laicidad «positiva», empezando por el Tribunal Constitucional español)
según la cual la Constitución se deriva necesariamente una función
estatal promocional de lo religioso (idea confirmada en gran medida
por el desarrollo normativo vigente de los Acuerdos con la Santa Sede
y del concepto de confesión de «notorio arraigo» de la Ley de libertad
religiosa, así como por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional)
no es, en contra de lo que piensan diversos autores, inconstitucional,
pero, en contra de lo que opinan otros, tampoco es la única constitucionalmente posible.
2.º El modelo que llamaré de laicidad fuerte creo que en el ordenamiento
español no es constitucionalmente posible (sin reformar previamente la
Constitución, es decir).
El artículo 16.3 de la Constitución es deliberadamente ambiguo, porque se
trata de una solución de compromiso: busca un equilibrio entre dos principios
en tensión, el de la neutralidad religiosa del Estado (por cierto, hubiera sido
más precisa la fórmula: «el Estado no será confesional» que la elegida: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal»), y el reconocimiento explícito como
garantía institucional de la Iglesia católica (con lo que ello significa de obligación estatal de cooperación con ella, a diferencia del resto de confesiones).
Es curioso observar, en este sentido, que el constituyente no fue totalmente libre en relación con la regulación de tres aspectos centrales de la vida política
de nuestro país, particularmente problemáticos a lo largo de nuestra historia,
4. «Nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias».
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que, de alguna manera, le vinieron dados: rey, fueros, iglesia. Estos aspectos
fueron, por decir así, ventanas de irrupción de legitimidad histórica pre- y
supra constituyente: la monarquía y su sucesión (el Príncipe de Asturias fue
designado como sucesor del monarca antes de la aprobación de la Constitución en una extraña ceremonia celebrada en Covadonga); los derechos
históricos de los cuatro territorios forales (los tres vascos más Navarra) y la
posición privilegiada de la Iglesia católica en nuestro ordenamiento a partir de
los Acuerdos internacionales que entraron en vigor más tarde pero que fueron
gestados de modo paralelo a la elaboración del propio texto constitucional.
Esto ha determinado, en gran medida, que los Acuerdos no hayan sido interpretados a la luz de la Constitución, sino justo al revés: la Constitución desde
la óptica de los Acuerdos.
La solución que se ha venido dando para justificar la vigencia de este entendimiento extraordinariamente débil de la laicidad estatal en relación con la
Iglesia católica ha sido la de ir extendiendo, en lo posible, su régimen al resto
de confesiones de notorio arraigo (evangélicas, judía, musulmana, principalmente). El problema de la mancha en el vestido se ha solucionado tiñendo
todo el vestido del mismo color de la mancha. Y es precisamente este hecho
el que convierte al discurso ideológico laicista en España en un discurso signado por una radical contradicción que le empuja a avanzar simultáneamente
hacia dos objetivos contradictorios: en efecto, si, de un lado, la versión liberal
del laicismo propone una mayor contención de las confesiones religiosas (de
todas ellas) en los espacios públicos, de otro lado, el laicismo de temperamento democrático pugna por la equiparación de tratamiento de todas las
confesiones, lo que implícitamente supone más religión en el espacio público
(convirtiendo al Estado en garante de esa igualdad, y, por tanto, en actor principal de esa trama) aunque no en beneficio de una sola marca, sino de todas
(de todas las consideradas respetables, se entiende) La libertad frente a la
religión y la igualdad entre las religiones son objetivos constitucionales, pero
tendencialmente contrapuestos.
España es, pues, sin duda, un Estado laico, pero no un Estado laicista, como,
por ejemplo, el francés. El constituyente de 1978 considera el hecho religioso
como un factor social que debe ser tenido en cuenta por los poderes públicos,
pues es el ejercicio de uno de los derechos fundamentales más directamente
ligados con la dignidad humana y tiene una dimensión pública y colectiva
también garantizada porque se reconoce la libertad religiosa también a las
comunidades, de modo que todos los poderes públicos deben reconocerlo,
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garantizarlo y cooperar con la Iglesia y el resto de confesiones. La clave es
cómo interpretar este deber (5).
¿«Cooperar» significa necesariamente «promover», como ha venido entendiendo la legislación y la (discutible) jurisprudencia española, en el sentido de
un derecho con dimensión prestacional destinado a las confesiones de mayor
implantación social? El Tribunal Constitucional, en su Sentencia 46/2001, relativa a la inscripción de la secta Moon, ha acuñado el concepto de «laicidad
positiva», sosteniendo que el art. 16 CE (y cito literalmente) exige a los poderes públicos «una actitud positiva, desde una perspectiva que podríamos
llamar asistencial o prestacional». Y esta doctrina se repite en la Sentencia
38/2007 sobre el despido de la maestra de religión católica que vivía con un
señor que no era su marido.
No me convence esta interpretación. De momento, es discutible hablar en este
caso de «cooperar» o de «colaborar», ya que las confesiones no están obligadas y el Estado sí y tampoco hay simetría ni entre Estado y confesiones ni,
a su vez, entre éstas. A mi juicio, la cooperación no evoca de ninguna manera
un régimen unilateral de subvenciones estatales a favor de las confesiones,
sino que remite a un campo de acciones conjuntas entre el Estado y las confesiones en ámbitos de interés y beneficio común (la sanidad, la educación, la
asistencia social, la tutela del patrimonio, etc.) De modo que, como ejemplifica
Alfonso RUIZ MIGUEL (6), cooperación es agilizar las licencias administrativas
para la construcción de iglesias y colegios, facilitar el acceso de sacerdotes a
hospitales, cuarteles o prisiones (lugares de acceso restringido) o poner a disposición las vías públicas para las manifestaciones públicas de culto, pero no
pretender la exención del pago de la licencia de construcción, la subvención
a los ministros sagrados, la existencia de capellanes castrenses, de funerales
de Estado, de símbolos religiosos en lugares públicos (salvo que tengan valor
histórico-artístico, etc. —de esto hablaré más adelante in extenso—).
Me parece claro, en general, que ciertos tipos de cooperación con las confesiones intensos y muy favorables para los intereses de éstas no son, en rea-
5. Una de las frases más inteligentes que se pronunció sobre el problema en el debate constituyente procede
de Enrique Tierno Galván (al que otro diputado calificó elogiosamente en ese mismo debate de «diputado
cualitativo»). Tierno dijo, tras la aprobación del artículo y parafraseando la famosa frase de Azaña en las Cortes
republicanas: «España ha dejado de ser confesional, pero dudo de que haya dejado de ser católica».
6. «Para una interpretación laica de la Constitución», en Revista General de Derecho Canónico y Eclesiástico
del Estado, 18 (2008).
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lidad, requeridas por la Constitución. Ahora bien, ¿estaría prohibida por ella?
RUIZ MIGUEL y otros consideran que sí. Yo creo que no. Lo estaría si se
reconociera sólo a la Iglesia católica, lo cual no es el caso. Hay que distinguir
entre el diseño constitucional de la cooperación, que es el que he expuesto,
del diseño legal de esa misma cooperación. El legislador tiene un margen de
configuración. La idea de «cooperación» puede ser (válidamente desde el
punto de vista constitucional) más o menos estrecha. Son pensables distintas políticas religiosas lícitas. Esto significa que los Acuerdos y la Ley vigente
de libertad religiosa, con su interpretación subyacente de un potente principio de laicidad débil, no son la única interpretación constitucionalmente posible de la noción de cooperación. No son inconstitucionales, pero tampoco
desarrollo constitucional. No son necesidad constitucional sino contingencia
legislativa. A favor de esta lectura de la laicidad débil juega la inercia histórica (nada desdeñable), el hecho generalizado de que casi todos los Estados
democráticos (salvo Francia, que es la excepción y no el modelo, y aun así
con matices) tratan de forma favorable a las principales confesiones y de
modo particular a la mayoritaria (mirando las regulaciones británicas, nórdicas, meridionales, etc. uno se pregunta si la idea de laicidad estatal no será,
en realidad, un mito), la potente posición normativa de los Acuerdos con la
Santa Sede en el ordenamiento, la jurisprudencia del Tribunal Constitucional
e incluso la del Tribunal de Estrasburgo, que, entre otras cosas, en el asunto
Alujer Fernández y Caballero García contra España, mediante Decisión de
14 de junio de 2001, ha bendecido el sistema español de la declaración del
impuesto sobre la renta de asignación tributaria a favor de la Iglesia.
Pero así como son posibles distintas fórmulas más o menos intensas del modelo de laicidad débil, creo que, por el contrario, por mor del art. 16.3 CE, no
cabe una lectura excesivamente fuerte de la laicidad. Creo que el art. 16.3
CE no puede leerse en francés. Lo que ocurriría, por ejemplo, si se interpretara la cláusula constitucional de aconfesionalidad como una disposición
que prohibiese radicalmente cualquier subvención o trato fiscal favorable a
alguna o a todas las confesiones religiosas; o que, por señalar otro ejemplo,
obligase a considerar que los Acuerdos con la Santa Sede son contrarios a
la Constitución. La Constitución española no edifica una rígida separación
entre el Estado y las confesiones, no levanta un muro entre ellos, sino que
ordena tender puentes, ordena a los poderes públicos tener en cuenta las
creencias religiosas, lo cual manifiesta una elección valorativa favorable del
hecho religioso. Tampoco creo que la referencia constitucional al principio de
cooperación no añada nada nuevo respecto a la obligación más general que
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el art. 9.2 de la Constitución establece a los poderes públicos para que fomenten la participación de los ciudadanos y sus asociaciones; que se trate
de una redundancia, en otras palabras. Neutralidad no equivale a neutro ni,
menos aún, a neutralización confesional de los espacios públicos. Tampoco
me parece (ni al Tribunal Constitucional, ni al Tribunal de Estrasburgo) incompatible con la Constitución cualquier trato más favorable a favor de una confesión particular. Ciertamente, algunos tratos concedidos a la Iglesia católica y
no a otras confesiones podrían ser discriminatorios (prohibidos por el art. 14
de la Constitución e implícitamente por el propio art. 16), pero, en principio,
no se puede confundir «igualdad» con «identidad» de trato. El derecho no
prohíbe tratos jurídicos distintos, al revés, lo propio del derecho, como de la
naturaleza, es la desigualdad, lo que prohíbe es el trato jurídico que no sea
razonable. Y lo que no es razonable, en mi opinión, es tratar jurídicamente de
modo idéntico confesiones que son muy distintas en arraigo social e histórico,
en aportación social, en tradiciones culturales, en patrimonio, etc. En ningún
lugar del mundo de trata de modo idéntico a las religiones, salvo allí donde se
prohíben en la escena pública o se confina a todas en el ámbito privado. Por
otro lado, tampoco está de más recordar que la ideología de la neutralidad
ideológica total no es ideológicamente neutral (basta analizar, por ejemplo,
cómo opera la laicidad francesa en la realidad (7)).
Así pues, el marco para resolver la cuestión de la presencia de los crucifijos
en las escuelas públicas en España debe enmarcarse en este modelo de
laicidad débil o, podríamos decir, de laicidad difícil de nuestro ordenamiento
jurídico. Pero, como tendremos oportunidad de comprobar, una cosa es la
laicidad «débil» y otra la laicidad «fallida», y el Tribunal Superior de Justicia de
Castilla y León en la sentencia en examen nos proporciona un magnífico banco de pruebas de ello al sostener la tesis de un supuesto laicismo prohibido
por la Constitución, desde la que vacía de contenido el principio de aconfesionalidad. Pero antes de examinar críticamente tal sentencia, conviene recordar
aquí la doctrina Lautsi del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, dada su
relevancia como criterio de interpretación de nuestros derechos fundamentales, ex art. 10.2 CE y, en consecuencia, el enorme impacto que ha tenido
respecto de la sentencia del Tribunal Superior.
7. Permítaseme la remisión a mi trabajo: «La laicidad “a la francesa”, ¿modelo o excepción?», Persona y
Derecho. Revista de fundamentación de las Instituciones Jurídicas y de Derechos Humanos, núm. 53, 2005,
pp. 385 ss.
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2. La Sentencia Lautsi y otros contra Italia,
del Tribunal Europeo de Derechos Humanos,
de 18 de marzo de 2011
Esta Sentencia de la Gran Sala (Lautsi II) viene a revocar la Sentencia del
mismo Tribunal, de Sala, de 3 de noviembre de 2009 (Lautsi I), que había fallado de modo diametralmente opuesto. Lautsi II es una decisión de extraordinaria importancia que sostiene que la presencia de crucifijos en las escuelas
públicas italianas no viola el Convenio europeo de Derechos Humanos. La
doctrina Lautsi II afecta, como es natural, a cualquier Estado europeo sujeto
a la jurisdicción del Tribunal de Estrasburgo, como el nuestro, evidentemente.
La señora Soile Tuulikki Lautsi, italiana de origen finlandés, llevaba a dos
hijos menores de edad, de once y trece años respectivamente, a un Instituto
público de Abano Terme. En las aulas de sus hijos había varios crucifijos (en
una de ellas hasta tres) y esta señora solicitó a los responsables del Centro
que fueran retirados alegando varios derechos fundamentales: el de prohibición de discriminación religiosa, el de libertad frente a cualquier imposición
de religión y el de la imparcialidad ideológica y religiosa de las autoridades
públicas. El Ministro de Educación se negó, mediante la Directiva 2666, de 30
de octubre de 2003, a cursar esta petición dado que existían dos normas, el
art. 118 del Real Decreto número 965 de 30 de abril de 1924 (para las escuelas secundarias) y el art. 119 del Real Decreto número 1297, de 26 de abril de
1928 (para la enseñanza primaria), que obligaban a tener y exhibir crucifijos
en las escuelas públicas italianas (8). La señora Lautsi acudió a los Tribunales,
pero tanto el Tribunal Administrativo en primera instancia (9) como el Consejo
de Estado, en apelación, confirman la decisión del Ministerio, desestimando su pretensión (10). Agotadas las vías jurisdiccionales nacionales, la señora
Lautsi acude al Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
8. Obsérvese que ambos reglamentos procedían del periodo fascista. Esas mismas normas obligaban a tener
en las aulas un retrato del Rey, pero, obviamente, esta norma no está ya en vigor puesto que Italia es en la
actualidad una República.
9. El Tribunal Administrativo razonó que los crucifijos no invalidarían la naturaleza secular del Estado porque
eran un símbolo histórico/cultural, un signo de identidad nacional italiana. El cristianismo subyacería en los
valores de la Constitución italiana, en ideas como la tolerancia, la dignidad humana, la libertad, la igualdad, y,
en definitiva, el crucifijo sería un símbolo universal de esos valores.
10. Es interesante el dato que el Tribunal Administrativo planteara cuestión de inconstitucionalidad ante el
Tribunal Constitucional, pero éste inadmitió la cuestión porque tenía por objeto normas que no eran de rango
legal, sino reglamentario (que no pueden ser objeto de control de constitucionalidad).
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En un primer momento, su caso va a ser conocido y resuelto mediante Sentencia de Sala de 3 de noviembre de 2009 (Lautsi I). En esta decisión, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos va a estimar la pretensión de la señora
Lautsi, considerando que la presencia de crucifijos en la escuela pública de
sus hijos lesiona el Convenio de Roma. Concretamente, se habría violado
el derecho a la educación (art. 2 del Protocolo Adicional del Convenio) en
relación con la libertad religiosa y el derecho de los padres a educar a sus
hijos en sus propias convicciones (art. 9 del Convenio). Según el Tribunal, de
los preceptos mencionados se deriva una obligación para el Estado de evitar imponer creencia alguna, incluso indirectamente, en lugares de personas
dependientes de la administración pública o a personas vulnerables (como lo
serían por antonomasia los niños en edad escolar). Pues bien, como de todos
los significados del crucifijo el religioso sería el predominante, su presencia
obligatoria y altamente visible en la escuela violaría la separación entre la
Iglesia Católica y el Estado y podría llegar a herir emocionalmente (emotionally disturbing) a niños de religión no cristiana o que no profesen religión
alguna. La libertad religiosa «negativa» se extendería a prácticas y símbolos
alusivos en general o en particular a una creencia, a una religión o al ateísmo.
La Sentencia finaliza su razonamiento afirmando que el Estado tiene el deber
de sostener la neutralidad confesional en la escuela pública y de inculcar en
los alumnos el hábito del pensamiento crítico.
Como puede suponerse, Lautsi I provocó un fuerte impacto sobre las autoridades, la opinión pública y la literatura especializada italianas. En general, la
reacción fue adversa dada la enorme influencia de la Iglesia Católica en Italia
(la sombra de los muros del Vaticano es muy alargada allí) y por el hecho de
que la decisión sobre un asunto particularmente sensible y controvertido la
adoptara, finalmente, un tribunal internacional. Por eso no es de extrañar que,
de acuerdo con la previsión del art. 43 del Convenio de Roma, que permite,
a petición de parte, remitir en el plazo de tres meses desde que se dicta una
Sentencia de Sala a la Gran Sala cuando el asunto plantee una «cuestión
grave relativa a la interpretación o aplicación del Convenio» o una «cuestión
grave de carácter general», el caso fuera revisado por la Gran Sala.
Así pues, la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos examina
de nuevo el caso y falla, mediante Sentencia de 18 de marzo de 2011, esta
vez con carácter definitivo, en sentido diametralmente opuesto al de la Sentencia de Sala: la presencia de los crucifijos en las escuelas públicas italianas
no lesiona de ningún modo el Convenio de Roma. La demanda del Gobierno
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italiano, en la que participó Joseph Weiler, opone cuatro argumentos principales a la doctrina de Lautsi I (que, en gran medida, serán abrazados por la
Gran Sala):
1.º En la Sentencia Lautsi I, el Tribunal europeo no habría considerado la
amplia variedad de situaciones en Europa: algunos Estados obligan a
poner crucifijos en sus aulas y otros los prohíben expresamente. Por
tanto, no hay una aproximación común en Europa en esta materia y, en
consecuencia, los Estados deberían tener un amplio margen de apreciación (y el Tribunal Europeo un correlativo mayor self restraint).
2.º La neutralidad ideológica estatal impide el proselitismo estatal, pero no
sólo de cualquier tipo de «confesionalismo», sino también de «secularismo» (irreligioso o anti-religioso por parte del Estado).
3.º La cruz es, además de un signo religioso, un símbolo cultural y de identidad nacional italiana y de los principios y valores que forman las bases
de la democracia y la civilización occidental (aparece, por ejemplo, en
las banderas de varios países europeos). Es un «símbolo pasivo» de
impacto menor respecto de las conductas activas. En Lautsi I no se demuestra de qué modo este símbolo pasivo perjudicaría a los derechos
de los alumnos no cristianos (al revés, la presencia de la cruz en la
escuela permitiría a los alumnos comprender a qué tipo de comunidad
nacional pertenecen)
4.º ¿Y qué ocurre, además, con el derecho de los padres de los alumnos
que sí quieren que los crucifijos sigan en el aula (también ellos tienen el
derecho a formar a sus hijos en sus propias convicciones), que son la
mayoría? Quitar los crucifijos es «un abuso de la posición minoritaria».
La Gran Sala considera que los crucifijos son, sobre todo, símbolos religiosos, aunque puedan tener otros significados, pero no hay ninguna prueba de
que la presencia de un símbolo religioso en la escuela tenga influencia sobre
los alumnos (aunque estos sean más vulnerables porque se hallen en periodo
de formación). Europa tiene tradiciones religiosas y culturales diferentes; no
existe un consenso europeo. Por ello, en principio, según el Tribunal, la decisión de perpetuar o no una tradición cae dentro del margen de apreciación
estatal. Ahora bien, el Tribunal puede valorar si un Estado se ha excedido. ¿Lo
ha hecho Italia? La Sentencia, como sabemos, concluye que no porque un
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crucifijo en la pared es esencialmente «un símbolo pasivo» (11), de influencia
no comparable a conductas activas, como una conferencia o una participación en actividades religiosas. A esto habría que añadir que la presencia de
cruces en las escuelas italianas no se asocia a la enseñanza obligatoria del
cristianismo, que Italia tiene abiertas sus puertas a escolares de otras religiones (que pueden llevar su vestimenta religiosa propia, por ejemplo) y que no
hay pruebas de intolerancia alguna contra los alumnos no cristianos, ni de
prácticas proselitistas católicas.
En consecuencia, según el Tribunal, mantener los crucifijos en las aulas es
una decisión que cae bajo el margen de apreciación estatal y no hay violación
alguna del Convenio de Roma. Un punto interesante de esta Sentencia Lautsi
II es que el Tribunal se niega a valorar si la presencia de los crucifijos es discriminatoria, puesto que, en el Convenio de Roma, la prohibición de discriminación no puede estimarse aisladamente, por sí misma, sino en relación con
algún otro derecho del Convenio.
Veamos ahora la tantas veces citada Sentencia del Tribunal Superior de Castilla y León, para poder compararla con la Sentencia Lautsi II y valorar los
argumentos de ambas.
3. La Sentencia del Tribunal Superior de Justicia
de Castilla y León, Sala de lo Contencioso,
de 14 de diciembre de 2009 (STSJ CL 6638/2009)
Esta Sentencia resuelve el recurso de apelación contencioso-administrativo
interpuesto por la Junta de Castilla y León contra la sentencia del Juzgado
de lo Contencioso-administrativo número 2 de Valladolid, de 14 de noviembre
de 2008, que había fallado que la decisión del Consejo Escolar del Colegio
público «Macías Picavea» (12) de no retirar los símbolos religiosos católicos
vulneraba el principio constitucional que prohíbe que ninguna confesión tenga
11. Por el contrario, en Lautsi I el Tribunal había afirmado que la cruz era un «símbolo externo poderoso»,
comparable a un pañuelo religioso que una profesora musulmana llevaba y por el que fue despedida, fallando
el Tribunal en ese caso que tal despido fue válido porque era un signo proselitista (caso Dahlab contra Suiza,
de 15 de febrero de 2001). De modo que, según el Tribunal (a partir de Lautsi II), el pañuelo islámico de una
profesora sí puede considerarse proselitismo prohibido por el Convenio, pero un crucifijo en la pared no.
12. Ricardo Macías Picavea fue un republicano progresista, profesor de latín y geografía en un instituto de
Valladolid allá por los años setenta del siglo xix.
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carácter estatal (art. 16.3 CE) y el derecho a no ser discriminado por razón de
religión o creencia (art. 14 CE). El Juez admite que la presencia de símbolos
religiosos en las aulas y dependencias comunes del colegio ni forma parte
de la enseñanza de la religión católica, ni puede considerarse como un acto
de proselitismo, pero concluye que es contraria a la Constitución. La ratio
decidendi de la sentencia de instancia gravitaba sobre el argumento de que
la presencia de los crucifijos en las aulas de un colegio público podía provocar en los escolares, que todavía son menores de edad en pleno proceso de
formación, «el sentimiento de que el Estado está más cercano a la confesión
con la que guardan relación los símbolos… que a otras confesiones respecto
de las que no está presente ningún símbolo en el centro público».
La sentencia del Tribunal Superior de Justicia va a estimar parcialmente el
recurso, en los términos que expondremos. Para comprender correctamente
el sentido de la argumentación y fallo de la sentencia en examen, hay que
tener en cuenta que se dicta estando vigente la doctrina Lautsi I del Tribunal
Europeo de Derechos Humanos y antes de que éste se desdijera más tarde
en Lautsi II. Esto explica por qué la sentencia estima sólo parcialmente el
recurso y no de modo completo. En efecto, las oscilaciones del Tribunal de
Estrasburgo sobre este asunto se pueden apreciar perfectamente, como si de
un sismógrafo se tratara, en nuestros órganos judiciales nacionales. Otro dato
hay que tener en cuenta para enmarcar la decisión del Tribunal Superior: según una sentencia anterior, de la misma Sala y Sección, de 20 de septiembre
de 2007, que se apoya en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (STC
130/1991, sobre exclusión de la imagen de la Virgen del escudo de la Universidad de Valencia), la decisión de retirar o no los crucifijos de las escuelas
públicas corresponde al Consejo Escolar de cada centro educativo.
Pues bien, como ocurre que el Consejo escolar del colegio «Macías Picavea»
había aprobado por una amplia mayoría mantener y no retirar los crucifijos
colgados en el centro, si, en el momento en el que el Tribunal Superior de
Justicia dictó la sentencia, no hubiera pronunciado menos de mes y medio
antes el Tribunal de Estrasburgo la decisión Lautsi I, no me cabe duda alguna
de que nuestro tribunal habría estimado completamente el recurso de apelación, validando por completo la decisión del Consejo escolar en el sentido de
declarar conforme a derecho la decisión de no retirar los crucifijos del colegio.
Pero con Lautsi I encima de la mesa, y con el valor hermenéutico que tienen
las decisiones del Tribunal de Estrasburgo según la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional español a partir del art. 10.2 CE, el Tribunal Superior de Justi-
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cia no podía (si no quería que, muy probablemente, le revocaran después su
decisión) mantener su anterior criterio. Estaba obligado por la doctrina Lautsi
I: la presencia de crucifijos en escuelas públicas lesiona, en principio, la libertad religiosa en su dimensión negativa (la libertad frente a la religión ajena).
Ahora bien, el Tribunal Superior de Justicia no va a incorporar la doctrina Lautsi
I de plano, exigiendo la retirada de todos los crucifijos del colegio y, por tanto,
confirmando la decisión de instancia y rechazando el recurso de apelación,
sino que añade una ingeniosa pero discutible interpretación que no niega la
doctrina Lautsi I, pero la modifica, modulándola a la baja: la retirada de crucifijos sólo se deberá hacer en aquellas aulas en las que cursen estudios alumnos cuyos padres solicitaron la retirada de todo símbolo religioso, así como los
espacios comunes de general uso de los alumnos. Más adelante expondremos los motivos en los que se apoya el Tribunal Superior para introducir esta
relevante matización de la interpretación del Tribunal europeo; por ahora me
importa señalar, de entrada, el quiebro exegético que incorpora.
Pero las paradojas no se detienen ahí. Si el Tribunal Superior hubiera tenido
que dictar sentencia sobre el mismo conflicto después de Lautsi II, probablemente habría sostenido que no es preciso proceder a retirar crucifijo alguno
(incluso en los casos de padres de alumnos que lo solicitaran), aplicando la
doctrina de que el Convenio de Roma no obliga de ninguna manera a retirar
los crucifijos de los colegios públicos porque se trata de un símbolo pasivo
que no es instrumento de proselitismo y de lesión de la neutralidad ideológica
estatal. De modo que, para demostrar la complejidad del problema y el impacto de las vacilaciones del Tribunal de Estrasburgo sobre su correcta solución,
el Tribunal Superior podría haber fallado tres soluciones diferentes según el
momento en que hubiera dictado su sentencia:
a) Antes de Lautsi I, antes de 3 de noviembre de 2009: la decisión de retirar
los crucifijos corresponde al consejo escolar correspondiente y, dado
que el del centro Macías Picavea había votado a favor de su permanencia, habría que dejar los crucifijos en el lugar en el que estaban.
b) Entre Lautsi I (3 de noviembre de 2009) y Lautsi II (18 de marzo de 2011):
la presencia de los crucifijos en la escuela pública lesiona la libertad
religiosa/ideológica y, por tanto, hay que proceder a su retirada. En este
periodo dicta el Tribunal Superior su sentencia, aunque introduce la importante matización mencionada.
c) Después de Lautsi II (18 de marzo de 2011): la presencia de crucifijos
en la escuela pública no es un signo proselitista, es un símbolo religioso,
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pero pasivo, apenas relevante, por lo que no lesiona el Convenio europeo de derechos humanos.
No obstante, Lautsi II no significa, como es obvio, que el Tribunal de Estrasburgo haya declarado que el Convenio de Roma prohíbe la retirada de crucifijos
o símbolos religiosos en las aulas de cualquier colegio público en Europa.
Fundamentalmente, ha establecido que se trata de una cuestión que debe ser
resuelta por las legislaciones estatales. De modo que mediante una ley nacional se podría introducir la prohibición expresa de la presencia de símbolos
religiosos en el equipamiento de centros educativos de carácter público. De hecho, hay varios Estados en Europa que cuentan con una norma de este tipo y
podríamos pronosticar, sin riesgo a equivocarnos, que si estas normas fueran
desafiadas ante el Tribunal de Estrasburgo, éste no las declararía contrarias al
Convenio de Roma. El Tribunal europeo, a falta de un consenso europeo sobre
el particular, ha sostenido que el Convenio de Roma ni obliga a retirar los crucifijos de las escuelas públicas (pues es un símbolo religioso no proselitista), ni
obliga a mantenerlos (como una lectura superficial de la sentencia podría sugerir), sino que debe ser cada Estado quien decida qué hacer. Ahora bien, en
el ordenamiento español y en todos aquellos que carezcan de una prohibición
legal expresa de símbolos religiosos permanentes en los centros educativos
públicos, la Sentencia Lautsi II tiene un impacto difícilmente ocultable: el crucifijo es un símbolo religioso menor (pasivo) que, por sí mismo, no lesiona la
libertad ideológica/religiosa de nadie, de modo que, de acuerdo con la doctrina
del Tribunal Constitucional sobre símbolos religiosos, la decisión de retirarlo o
no dependería del órgano más representativo correspondiente (consejos escolares, claustro de la Universidad, etc.). No obstante, esta solución del problema es, en gran medida, interina o provisional. A falta de una ley (orgánica,
además) que regule esta cuestión, podría ser el Tribunal Constitucional quien
estableciera qué debe hacerse en el ordenamiento español. Sin embargo, ni
prosperó en esta legislatura la reforma de la ley de libertad religiosa que habría
despejado el asunto, ni el Tribunal Constitucional pudo pronunciarse sobre el
caso del colegio «Macías Picavea» porque el recurso de amparo se inadmitió
de plano por presentarse fuera de plazo. Esto quiere decir que el problema
carece en el ordenamiento español, hoy por hoy, de una solución definitiva.
Ciertamente, la presencia de crucifijos en las aulas no es el principal problema que asedia al sistema educativo español. Tampoco hay que ignorar el
hecho de que, a esta fecha, hay muy pocos crucifijos en centros educativos
públicos españoles (la mayoría se concentran en escuelas del medio rural).
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La situación del colegio «Macías Picavea» de Valladolid es más bien la excepción que la regla. La importancia del conflicto (que, como hemos visto, se
da en muchos lugares, y no sólo en España, ni siquiera sólo en Europa (13))
estriba en su enorme valor simbólico, que revela el problema del lugar que
cabe asignar a la confesión religiosa mayoritaria en el seno de una sociedad
crecientemente heterogénea y multiética, así como el valor integrador de los
símbolos tradicionales para captar válidamente la identificación de una comunidad con su historia y con su presente. No se trata, pues, de un problema
menor, ya que afecta a decisiones fundamentales de la convivencia. Es una
batalla dentro de una guerra cultural con muchos frentes abiertos.
En este contexto, debemos proceder sin mayor dilación a examinar los argumentos de fondo de la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Castilla
y León, claramente partidaria, como se ha indicado, de no obligar a retirar los
crucifijos y, por tanto, de minimizar el impacto de la tajante doctrina Lautsi I
del Tribunal de Estrasburgo. En este sentido, podríamos, quizá, sintetizar los
argumentos principales de la Sentencia como sigue:
13. Cabe mencionar, por ejemplo, la interesante sentencia del Tribunal Constitucional peruano de 7 de marzo
de 2011, que ha declarado que la Constitución peruana no obliga a la retirada de crucifijos y Biblias de despachos y sedes judiciales. Según el Tribunal: (1.º) La presencia de tales símbolos religiosos responde a la gran
influencia de la Iglesia católica en la formación histórica, cultural y moral del Perú (art. 50 Constitución del Perú).
Esto determina que determinadas costumbres religiosas hayan terminado por consolidarse como parte de la
identidad nacional (procesiones, festividades, templos y símbolos: juramento de las altas autoridades estatales
ante el crucifijo y la Biblia, símbolos religiosos en banderas y escudos, etc.). De modo que la tradición históricamente arraigada de los símbolos en cuestión «no afecta a los derechos invocados por el recurrente ni el
principio de laicidad del Estado». El Tribunal concreta más esta idea: en un templo el crucifijo tiene significado
religioso, pero en un escenario público (como un despacho o una sede judicial) tiene un valor cultural, ligado
a la historia y tradiciones del país. Refiriéndose a la Biblia en particular, la Sentencia recuerda la recurrente
utilización de la misma ante los Tribunales en el momento de realizar el juramento de decir la verdad, más allá
de su significado estrictamente religioso. Se trata de una forma de «identificación en torno a ciertos valores de
trascendencia o aceptación general». (2.º) La sola presencia de un crucifijo o una Biblia en las sedes judiciales
no fuerza a nadie a actuar contra sus convicciones, ni genera obligación alguna para nadie que pudiera afectar
a su conciencia, ni impide a nadie tener sus propias convicciones. Este argumento se aproxima, en mi opinión,
a la tesis del «símbolo pasivo» referido al crucifijo empleado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.
(3.º) No se vulnera tampoco el derecho de igualdad religiosa porque no se realiza un trato diferente injustificado,
sino justificado en el hecho, reconocido constitucionalmente, de la influencia de la Iglesia católica en la formación del Perú (art. 50 CP). (4.º) La neutralidad ideológico/religiosa estatal «no significa que los poderes públicos hayan de desarrollar una especie de persecución del fenómeno religioso o de cualquier manifestación de
tipo religiosa». Retirar el símbolo religioso que ya existe implica preguntarse si «la sola presencia silenciosa»
de ese símbolo tiene la capacidad de perturbar emocionalmente a los no creyentes. En este punto, el redactor
de la Sentencia tiene claramente en cuenta, sin citarla, y rechazándola, la Sentencia Lautsi I y el desafortunado
párrafo de ésta en el que la Sala del Tribunal europeo alega la posibilidad de que la presencia del crucifijo en
las aulas escolares pudiera resultar emocionalmente perturbadora para los estudiantes.
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1.º Ante la ausencia de norma directa aplicable, el Tribunal Superior intenta, en primer lugar, situar el parámetro de interpretación de la cuestión
litigiosa en la doctrina del Tribunal Constitucional español y en la del Tribunal de Estrasburgo, rechazando otras fuentes propuestas por las partes: decisiones del propio Tribunal Superior en casos próximos —pero
diferentes, porque versaban sobre las peculiaridades de la enseñanza
confesional de la religión—; sentencias de otros Tribunales superiores
—como la de Madrid, 1105/2002, de 15 de octubre—; dictámenes de defensores del pueblo autonómicos; sentencias de tribunales constitucionales europeos; opiniones doctrinales (14), etc.
2.º Se interroga el Tribunal Superior por la doctrina del Tribunal Constitucional
español acerca del significado de la laicidad estatal en nuestro ordenamiento.
Después de los consabidos párrafos iniciales en los que se identifican los
dos principios centrales, el de aconfesionalidad y el del deber de los poderes
públicos de tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española
(aunque la sentencia no dice que, en realidad, se trata de dos principios en
tensión dialéctica, con grave riesgo de que el segundo fagocite al primero), el
Tribunal Superior subraya, sobre todo, la idea de que aconfesionalidad estatal
no equivale a «laicismo» o rechazo al hecho religioso. Al contrario, la aconfesionalidad del Estado debe entenderse a partir del concepto de «laicidad
positiva» que introdujo el Tribunal Constitucional español en la STC 46/2001.
Porque si el Estado optara por el «laicismo» y no por la «laicidad» (entendida
en este sentido como laicidad positiva), entonces ese Estado no sería neutral
ideológicamente, sino que incurriría en una suerte de confesionalismo antireligioso. Esta tesis la introduce el Tribunal Superior en el fundamento jurídico
cuarto y, desde ese momento, el lector de la sentencia ya puede adivinar el
sentido del fallo.
En el primer epígrafe de este estudio ya expuse las razones que me llevan a
considerar que, desde el punto de vista jurídico-constitucional, España es un
Estado laico débil. Pero «débil» no significa «inexistente». Hay que tener cuidado en interpretar de modo equilibrado el deliberadamente ambiguo modelo
de relaciones entre el Estado y las confesiones y, en particular, la Iglesia ca-
14. La Sentencia, con buen criterio, rechaza en este sentido la opinión que vertí en una columna de opinión
del periódico El Norte de Castilla, esgrimida por la Asociación Cultural Escuela Laica de Valladolid, parte
apelada.
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tólica. En este sentido, la construcción teórica del Tribunal Superior, que también se invocó por el Gobierno italiano en la impugnación de Lautsi I (15), me
resulta poco convincente. La distinción entre laicidad (válida) y laicismo (inválido) no deja de ser una distinción confusa, con una evidente carga ideológica
subyacente, sin cobertura normativa (ni literal, ni sistemática, ni teleológica) y,
en todo caso, enormemente creativa para provenir de un órgano judicial que
no sea el Tribunal Constitucional. La jurisprudencia de éste sobre el particular
es todo menos clara, y el brumoso concepto de «laicidad positiva» no permite
extraer conclusiones tan tajantes.
Desde luego, el Tribunal Superior invoca la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, pero éste no distingue tan claramente entre laicismo y laicidad. El
caso del crucifijo en las escuelas públicas es un buen ejemplo para demostrar
la arbitrariedad de esta construcción. En opinión del Tribunal Superior, tan
poco neutral ideológicamente por parte del Estado sería ordenar retirar los
crucifijos de la escuela como permitir que sigan colgados en sus paredes. De
modo que retirar los crucifijos sería un acto confesional anti-religioso, también
prohibido por la Constitución en la cláusula de aconfesionalidad (art. 16.3 CE).
No concuerdo con esta lectura. Que prohibir algo a una confesión a lo que, en
principio, no tiene derecho, o no se deduce con claridad que lo tenga (porque
la cuestión no es sólo el título justificativo público para retirar el crucifijo, sino
también cuáles son las razones para que en un espacio público tan peculiar
como el educativo se pueda colocar el símbolo de una confesión religiosa
particular), deba ser considerado un acto anti-religioso y, por tanto, deducir
15. Uno de los más influyentes defensores de esta idea procede de uno de los redactores de esa impugnación, Joseph WEILER, desde su libro Una Europa Cristiana. Ensayo exploratorio (2004). Se planteaba en él
el problema de la deliberada exclusión de la invocación a Dios en el preámbulo del proyecto de Tratado que
instituye una Constitución para Europa. Weiler, que es judío practicante, no pretendía, obviamente, restaurar
el sistema de cristiandad en Europa, ni darle ventajas a la Iglesia católica. Constataba que todos los países
europeos son «estados imparciales o agnósticos» que garantizan la libertad religiosa y la libertad frente a la
religión, pero que, en el campo del simbolismo constitucional, hay una gran variedad de situaciones: en Inglaterra y Dinamarca hay una religión estatal establecida, los preámbulos de las Constituciones de Alemania, Grecia
o Irlanda hacen referencias expresas a Dios, etc. Nadie puede argüir, sin embargo, que haya mayor libertad
ideológica o religiosa en Francia que en Inglaterra o en Alemania, por ejemplo. Por ello, a su juicio, la Constitución europea debería reflejar esta pluralidad, no sólo la concepción laicista francesa. Debería contener una
referencia a ambas tradiciones. Él ponía como ejemplo el preámbulo de la Constitución de Polonia: «Nosotros,
la Nación polaca, tanto aquellos que creen en Dios como origen de la verdad, la justicia, el bien y la belleza, así
como aquellos que no comparten tal fe…». Europa, remataba Weiler, no puede predicar el pluralismo cultural
y practicar el imperialismo constitucional francés. Lo que venía a sostener nuestro autor es que tan relevante
ideológicamente es mencionar a Dios en el preámbulo de esa norma como no hacerlo.
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¿Es constitucional la presencia del crucifijo en las escuelas públicas?
que se encuentra prohibido constitucionalmente, es más que discutible. Esta
tesis no sólo degrada la densidad normativa de la cláusula constitucional de
aconfesionalidad (art. 16.3 CE), inutilizándola, sino que la llega a convertir,
invirtiendo su sentido original, en una cláusula de garantía precisamente de
ciertas manifestaciones de lo contrario, es decir de confesionalismo estatal.
Según el Tribunal Superior, pues, la cláusula de aconfesionalidad no protegería principalmente el espacio público de una influencia indebida de la confesión religiosa mayoritaria, sino que, por el contrario, protegería la presencia
del catolicismo en el espacio público ¡frente al mismo Estado! Esta es una
interpretación que tiene cierto éxito en algunos ambientes (recuérdese las
tesis de J. WEILER mencionadas), pero es, si se presta cierta atención, verdaderamente sorprendente.
3.º En segundo lugar, el Tribunal Superior trae a colación, como he indicado,
la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Esto le lleva inevitablemente a Lautsi I, lo cual supone un anticlímax en su argumentación, que
ya estaba perfilándose para revocar por completo la sentencia de instancia.
Pero, como también he avanzado, la sentencia se inclina por someter a «ponderación» la doctrina Lautsi I, «impidiendo su extrapolación lineal o literal» (FJ
sexto) ¿De qué modo suaviza el Tribunal Superior la aplicación de la doctrina
en ese momento vigente del Tribunal de Estrasburgo?
a) La libertad religiosa se configura de modo semejante, pero no idéntica,
en los textos del Convenio de Roma (art. 9) y de la Constitución española
(art. 16 CE). Concretamente, el Convenio de Roma no alberga la referencia
constitucional española (art. 16.3 CE) al deber público de reconocimiento del
hecho religioso. Por ello, la interpretación de ambas disposiciones no puede
ser idéntica. Además, el Tribunal europeo aborda una norma, la italiana, que
obligaba a tener crucifijos en las aulas, situación que no ocurría en España.
Por último, el Tribunal europeo se habría pronunciado sobre un caso concreto
que afectaba a dos alumnos, pero «no se pronunció en términos generales».
Ninguna de estas ideas me resulta, sin embargo, persuasiva. Evidentemente,
los textos europeo y español no coinciden literalmente, y la norma española
incorpora un deber de reconocimiento y de cooperación con la Iglesia católica
(art. 16.3 CE) que no tiene (ni sería lógico que tuviera) el Convenio de Roma.
El Tribunal de Estrasburgo no es el Tribunal Constitucional europeo, ni el Convenio de Roma es la Constitución europea. Por eso también el fallo del caso
europeo se refiere a la demandante y no tiene eficacia vinculante erga omnes
(como sí puede tenerla la sentencia de un tribunal constitucional nacional), ni
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siquiera para el Estado demandado, en este asunto Italia. El Tribunal de Estrasburgo no puede invalidar las normas estatales (en este caso, de carácter
reglamentario). Pero esto, evidentemente, no limita la eficacia interpretativa
de sus sentencias al concreto conflicto que resuelven, sino que tiene alcance
general. La libertad religiosa en su dimensión negativa del art. 16 CE y el
derecho de los padres a formar a sus hijos en las propias convicciones (art.
27.3 CE —aunque éste derecho juega, como la reina del ajedrez, en ambas
direcciones, ya que pueden alegarlo los padres creyentes y los no creyentes—), deben ser interpretadas a la luz de la jurisprudencia del Tribunal de
Estrasburgo. En consecuencia, no es posible compartir la afirmación de que
la sentencia europea no tiene eficacia general, sino que se refiere al conflicto
concreto. En el fundamento jurídico séptimo literalmente afirma: «ésta fue precisamente la declaración del TEDH: si hay petición concreta, hay conflicto, si
no la hay, no». En este punto no es que el Tribunal Superior diga algo más que
la sentencia europea, sino que dice algo diferente y también contrario a ella.
Porque el Tribunal de Estrasburgo no sostiene, ni de su Sentencia Lautsi I se
puede deducir, que la doctrina que establece en ese caso sólo será aplicable
cuando se plantee un conflicto por un alumno o su familia y sólo respecto de
los espacios escolares que directamente utilice o transite este alumno.
Se produce en este punto una evidente fractura de la argumentación porque
el Tribunal Superior dice resolver el caso conforme a la doctrina del Tribunal
de Estrasburgo, pero en realidad, con la excusa de adptarla al ordenamiento
interno, la corrige de una manera injustificada e injustificable.
b) La sentencia cita en su apoyo, para «ponderar» Lautsi I, la construcción
que ya había esbozado antes de la laicidad positiva, conectándola, sobre
todo, con el equilibrio de intereses que debe darse entre mayoría y minorías.
Citando su sentencia anterior 1617/2007, razona que colocar o retirar un símbolo religioso absolutamente contrario a las religiones que profesan todos los
alumnos del centro educativo no sería adecuado (16), pero colocar o retirar un
símbolo religioso de todos los alumnos del centro sí sería adecuado. ¿Y en
caso de un «entorno social y alumnado multicultural» qué habría que hacer?:
la solución se «encuentra en una justa fijación de límites», huyendo de «posiciones radicales o maximalistas». Según el Tribunal Superior (FJ sexto): «Ni
16. La Sentencia dice «colocar o retirar», pero, lógicamente, esto es un error porque «retirar» ese símbolo sí
sería adecuado.
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¿Es constitucional la presencia del crucifijo en las escuelas públicas?
se puede imponer a alumnos y padres no conformes la presencia de crucifijos o símbolos religiosos en las aulas, ni se puede exigir la desaparición
total y absoluta de los símbolos religiosos en todos los espacios públicos,
sea en centros educativos, en la calle o, en general, en aquellos lugares en
que se desarrolle la vida en general». That’s the point. He aquí el corazón de
la sentencia.
Porque, como seguidamente insiste el Tribunal, la «opción laicista, desconociendo o desterrando el hecho religioso, supone una confrontación ilimitada
en los posibles supuestos y en el tiempo, pues la presencia de símbolos
de connotación o ascendencia religiosa en nuestro país es extraordinariamente numerosa» (nombres religiosos de colegios públicos; denominaciones
religiosas de ciudades, calles, etc.; fiestas de origen religioso; prestaciones
de juramentos; reconocimiento de la eficacia civil de matrimonios realizados
por diversos ritos religiosos; procesiones religiosas en vías públicas, etc.). La
Sentencia intenta mantener una postura equilibrada y afirma que por idénticas razones una consideración desproporcionada del hecho religioso también
podría suponer una confrontación de derechos temporal y objetivamente ilimitada. La solución pasa por «limitaciones recíprocas de derechos».
Este núcleo argumentativo de la sentencia es también altamente discutible,
dicho sea, por supuesto, con todo el respeto. Primero, por la aplicación de la
construcción del discurso de la constitucionalmente inválida «opción laicista»,
más ideológico que jurídico, una auténtica petición de principio, de contenido
incierto más allá de su determinación, sin mayor demostración, por el propio
Tribunal.
Segundo, porque la interpretación de la sentencia, aunque se presenta a sí
misma como equilibrada entre varias posiciones en conflicto (17), es más sociológica o política (lo que se explica, en parte, por la ausencia de norma directa)
que jurídica. La composición entre los grupos sociales con intereses diversos
17. Una lectura atenta de la sentencia nos lleva a cuestionar la sinceridad de la búsqueda de ese equilibrio.
En efecto, es impensable el supuesto al que alude la sentencia de colocar un símbolo religioso contrario a
todos los alumnos; y cada vez es menos realista pensar en un centro educativo en el que todos sean católicos
ejercientes. Lo que se pretende es, claramente, mantener los símbolos de la confesión mayoritaria y la cortesía
hacia las minorías deriva tan sólo de la imposibilidad de sortear Lautsi I, porque si no hubiera existido esta
última sentencia, es dable aventurar que el Tribunal Superior no hubiera interpretado el marco constitucional
español para permitir que los alumnos que rechazaran el crucifijo tuvieran derecho a ello, sino que se habría
remitido al consejo escolar, es decir: símbolos católicos uno, minorías cero.
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corresponde al legislador o al gobierno correspondiente; el órgano judicial
tiene que aplicar las normas, aunque la resultante no sea a su juicio prudente
o equilibrada a favor de unos y de otros. Los derechos fundamentales son,
precisamente, triunfos frente a la mayoría; coto vedado que éstos no pueden
traspasar. No se trata de que todo el mundo, o la mayoría, estén más o menos
satisfechos, sino de obtener la interpretación constitucional adecuada aplicable al caso. Y debe tratarse, a mi juicio, de una interpretación objetiva, no
necesariamente la derivada de las percepciones subjetivas de las personas
afectadas. Como creo que, en general, de la Constitución cabe deducir que
en nuestro ordenamiento no debe haber crucifijos en los centros educativos
de titularidad pública (salvo que puedan tener valor histórico/artístico), ningún
centro debe ponerlos aunque absolutamente toda la comunidad educativa
quisiera lo contrario, entre otras razones porque ese centro, del que son responsables y beneficiarios en un momento determinado, no es suyo, sino del
Estado en su conjunto.
Tercero, porque para convencer de su tesis, la sentencia mezcla varios asuntos que no son comparables y, en definitiva, confunde, interesadamente, el
espacio público directamente dependiente del Estado o de los poderes públicos (en sentido amplio), una escuela pública, por ejemplo, del espacio público
en el que se desarrolla la vida social, como una vía pública, por ejemplo. No
tienen nada que ver a estos efectos. Por supuesto que cualquier persona tiene
derecho a procesionar en la vía pública, bajo ciertas condiciones, porque la
libertad religiosa tiene una dimensión colectiva y pública, de modo que una
procesión es un supuesto de derecho a manifestarse incluso con mayor intensidad de protección que otras manifestaciones de ideas. El nombre religioso
de calles y colegios, los símbolos en emblemas, banderas y escudos, las
festividades religiosas, etc., son todos ellos ejemplos de tradiciones religiosas
secularizadas, en las que predomina el elemento histórico/cultural sobre el
religioso/cultual. En otras palabras, no puede mezclarse todo para construir
un imaginario laicismo antirreligioso, como hace la sentencia, desde el que
solucionar los conflictos concretos que se vayan planteando.
c) Pero claro, después de sostener que, con carácter general, no cabe una
solución de las que denomina laicista, esto es, tras decidir, sin mayor explicación, que no se puede aplicar literalmente la doctrina Lautsi I, el Tribunal
Superior se enfrenta al problema de cómo resolver el asunto para lograr un
equilibrio para todas las partes en conflicto. Y en este punto la sentencia,
a falta de un marco normativo o jurisprudencial claro, sugiere una solución,
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creando una nueva norma: lo que habrá que hacer es, en primer lugar, remitir
la decisión de retirar o no los crucifijos al respectivo consejo escolar y cuando
éste se pronuncie a favor de su mantenimiento (como en el caso en examen),
sólo procederá retirar los crucifijos cuando lo soliciten algún o algunos alumnos y sólo para los espacios del centro educativo utilizados por esos alumnos.
Según el Tribunal (FJ séptimo), «en los casos en los que no existe petición de
retirada de símbolos religiosos, el conflicto no existe y la vulneración de derechos fundamentales tampoco». Por ello, lo que no puede hacer es «presumir
la existencia de vulneración del art. 16 CE», porque incurriría «manifiestamente en un vicio de incongruencia extra petita». Y añade: «ésta fue precisamente la declaración del TEDH: si hay petición concreta, hay conflicto, si no la
hay, no». De aquí que «sólo en aquellos supuestos en los que medie petición
expresa se puede entender existente el conflicto y deberá ceder el derecho
de la mayoría, canalizado a través de la decisión escolar de mantenimiento
de símbolos religiosos, o deberá ceder el simple hecho de la existencia del
símbolo religioso, en beneficio de los derechos del solicitante». El Tribunal
falla, por tanto, que en aquellas aulas y espacios comunes y para el curso
escolar concreto en el que medie una petición de retirada que revista las más
mínimas garantías de seriedad de cualquier símbolo religioso o ideológico por
parte de los padres del alumno, deberá procederse a su retirada inmediata.
Así pues, la sentencia modula la doctrina Lautsi I limitándola a los casos en
los que se solicite expresa y seriamente, sólo para las aulas afectadas y espacios comunes, sólo para cada curso escolar (lo cual supone, en su caso,
la habilitación para volver a colocar el crucifijo previamente retirado si así lo
dispone el consejo escolar), llegando a crear una nueva regulación normativa
para el problema.
Más allá de las dudas sobre el propio fallo derivadas de la dificultad de establecer qué espacios son los afectados por la obligación de retirar el crucifijo
(¿qué ocurre cuando el alumno se mueve por diversas aulas según las asignaturas que curse?) o de la carga que se impone al alumno y a sus padres
de declarar implícitamente sobre su creencia en el momento de impugnar la
presencia del símbolo religioso mayoritario, la principal objeción que se puede
oponer a la sentencia es, creo, que el Tribunal Superior enfoca el asunto como
un conflicto entre el derecho de la mayoría a mantener el símbolo en la escuela y el derecho de la minoría a que se retire, dando por hecho que la mayoría
tenga un derecho de ese tipo. ¿Dónde podría encajar el Tribunal tal derecho
de la mayoría? ¿En el deber público de tener en cuenta el hecho religioso (art.
16.3 CE)? Si fuera así, todas las religiones y visiones filosóficas presentes en
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una escuela pública deberían poder exigir que no sólo los alumnos o profesores pudieran manifestar símbolos o vestimentas religiosas, sino que el propio
centro educativo debiera exhibir en alguna medida y de modo permanente
tales símbolos. En un centro educativo con mayoría de alumnos de religión
musulmana, por ejemplo, y los hay en España, los derechos de la mayoría
deberían llevar, según la doctrina del Tribunal Superior, a que se exhibieran
los símbolos de su confesión, que sólo podrían ser retirados si algún alumno
no musulmán lo solicitara y sólo en los espacios utilizados por él.
Si esto no resultara convincente, ¿debería fundarse el derecho de la mayoría manifestado por el respectivo consejo escolar en el deber constitucional
de mantener relaciones de cooperación con la Iglesia católica (art. 16.3 CE)?
Pero, en ese caso, ¿imponer la presencia de crucifijos en la escuela pública
supone, de verdad, una medida de «cooperación»? ¿Cooperación para qué?
Me remito a las reflexiones iniciales sobre qué entiendo por «cooperación»: en
cualquier caso, «cooperación» no significa «promoción». ¿O debería sostenerse en el ejercicio de la libertad religiosa de la mayoría (art. 16.1 CE)? Pero,
si eso fuera así, ¿qué ocurriría con la libertad frente a la religión ajena que
tiene la minoría? ¿No debería, como mínimo, garantizarse en el espacio estrictamente público, es decir, estatal? Y, por otro lado, ¿debería el ejercicio de los
derechos fundamentales someterse a la regla de las mayorías y de las minorías? ¿Todo esto deber resolverse con arreglo a consideraciones de cantidad?
Una última observación. La interpretación del Tribunal Superior no sólo interpreta incorrectamente la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos vigente en ese momento y ofrece una exégesis no convincente del
significado de la neutralidad estatal del art. 16.3 CE, sino que reduce el derecho fundamental a no ser discriminado por razón de ideología/religión a la
nada (art. 14 CE).
4. Valoración crítica de los argumentos
favorables a mantener los símbolos religiosos
en los espacios públicos. Hay diferencias
entre laicidad «débil» y laicidad «fallida»
Una lectura conjunta de Lautsi II y de la Sentencia del Tribunal Superior de
Castilla y León permite observar que para mantener los símbolos religiosos
en los espacios públicos está disponible un arsenal de argumentos. Creo que
en estos casos y en otros, se podrían sintetizar en cuatro:
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1.º Argumento de la tradición. La cruz es un símbolo religioso secularizado (como otros: fiestas, domingo como día de descanso, símbolos en
banderas, escudos, etc.), de modo que predomina en él su significado
histórico/cultural. Desde este punto de vista, la cruz puede considerarse
un símbolo de la identidad nacional e, incluso, de los valores en los que
se asienta la democracia occidental.
2.º Argumento de la irrelevancia. La cruz en los espacios públicos es un
símbolo pasivo que no perjudica de modo alguno las creencias de nadie
(tampoco de las personas vulnerables, como menores), ni resulta un
signo proselitista.
3.º Argumento de la antirreligiosidad. Retirar un crucifijo es un acto en sí
mismo agresivo. La laicidad estatal tiene un evidente y clásico sentido
confesional, pero también secular: el Estado no debe protagonizar conductas religiosas, pero tampoco antirreligiosas.
4.ºArgumento democrático. Si la mayoría no desea que se retiren los símbolos religiosos, hacerlo puede considerarse un abuso de la minoría.
Unos y otros tienen derecho a ejercitar su libertad religiosa o de conciencia. ¿Por qué debería prevalecer la minoría?
Lautsi II opta por el argumento de la irrelevancia, mientras que el Tribunal
Superior utiliza el argumento que he llamado de la antirreligiosidad (que él
denomina del «laicismo») y, sobre todo, el democrático. Algunas otras sentencias se inclinan por el argumento de la tradición, como la del Tribunal Constitucional peruano de 7 de marzo de 2011, que apela a la tradición para sostener
la conformidad a la Constitución de la presencia de crucifijos y biblias en las
sedes judiciales. El Tribunal Constitucional español, en la Sentencia 34/2011,
de 28 de marzo, para concluir que el artículo de los Estatutos del Colegio de
Abogados de Sevilla que otorgaba el patronazgo del Colegio a la «Santísima Virgen María en el Misterio de la Inmaculada Concepción» no lesionaba
la cláusula constitucional de aconfesionalidad, ha utilizado como argumento
principal el de la tradición cultural (18), pero de modo combinado con el de la
irrelevancia y el democrático.
18. La Sentencia, confirmando las tesis de aquella otra que negó que el origen religioso del domingo como
día de descanso semanal vulnerase la Constitución (STC 94/1985), alberga una doctrina que parece destinada
a perdurar. Por un lado, establece un estándar combinado de varios criterios, especialmente dos, el del peso
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Sin duda, todos estos argumentos tienen cierta enjundia (todos ellos configuran sentencias sin duda razonables desde el punto de vista jurídico), pero no
me resultan compartibles ni enteramente convincentes. En primer lugar, algunos de ellos son incompatibles entre sí, como el de la tradición, de un lado, y
el de la irrelevancia y la antirreligiosidad, de otro. Porque para la primera tesis
el crucifijo tendría un valor cultural, tradicional o histórico que eclipsaría, por
así decir, el original valor religioso, mientras que para los otros dos argumentos, en el crucifijo prevalecería el significado religioso, aunque fuera menor
(tesis de la irrelevancia), y, por eso, retirarlo sería contrario a la religión de
algunos (tesis de la antirreligiosidad). La primera elección interpretativa es
entre considerar el crucifijo como un símbolo preponderantemente religioso o,
por el contrario, cultural o tradicional.
A partir de las reflexiones sumariamente esbozadas, creo que un Estado
(auténticamente) no confesional es un Estado donde debe procurarse una
exquisita neutralidad ideológica de los espacios públicos dependientes directamente de los poderes públicos (como lo son precisamente los centros educativos públicos, de cualquier nivel, o las sedes judiciales). Una cruz no es
un signo irrelevante pues puede producir controversia social y judicial, como
ocurre precisamente con los casos planteados: la propia existencia de un conflicto judicial resuelto por una sentencia desmiente que se trate de un simple
«símbolo pasivo». El crucifijo tiene varios significados, pero por encima de
todos ellos sobresale el religioso, y de modo intenso, además. Otra cosa es
la percepción subjetiva de los miembros de la comunidad escolar sobre él,
que quizá le contemplen mayoritariamente como un objeto invisible más del
religioso o por el contrario tradicional/cultural del símbolo identificativo de que se trate, y el democrático (la
decisión fue adoptada por el órgano más representativo del Colegio de Abogados). En relación con el primero,
el Tribunal señala que muchos símbolos de identificación de entes públicos tienen un origen histórico religioso
pero ello no les convierte por sí solos en inconstitucionales. Más bien, para apreciar la disconformidad con la
Constitución, debe dilucidarse si ante el carácter polisémico (religioso y cultural) de un símbolo domina en él su
significado religioso hasta el punto que haga «inferir razonablemente una adhesión del ente a los postulados
religiosos que represente». Con carácter general, este criterio me parece razonable, pero albergo dudas sobre
la aplicación al caso. Convertir un dogma católico central como el de la Inmaculada Concepción en un dato
de carácter cultural más que religioso es harto discutible. Considerar que esto no afecta de ningún modo a la
libertad constitucional frente a las religiones de otros de los colegiados no católicos (es decir, que se trata de
algo irrelevante o inocuo para ellos) también me parece excesivo. Y, por último, hay que tener en cuenta que no
estamos hablando de un signo religioso en una bandera de origen medieval, por ejemplo, sino de una decisión
que se adopta en el año 2004. Posiblemente, para apreciar el peso cultural o tradicional de los símbolos, habría
que distinguir los símbolos que ya existen desde mucho tiempo atrás, de aquellos otros que se puedan adoptar
recientemente, a los que habría que exigir que las radiaciones religiosas fueran mucho más apagadas.
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mobiliario docente, pero el enfoque correcto no debe ser lo que piensan los
«receptores» del signo, sino el mensaje que transmiten sus «emisores», las
autoridades educativas que colocan o se niegan a retirar ese símbolo: la inevitable confusión entre funciones estatales y funciones confesionales. Una
cruz no es un signo neutral, sino confesional; presupone una homogeneidad
cultural que ya no se da y las minorías religiosas, ateos y agnósticos no pueden sustraerse a su presencia. La obligación constitucional de cooperación no
habilita la presencia de símbolos religiosos (de cualquier confesión) o ateos o
antirreligiosos en las aulas públicas. Que no haya o se retire símbolos de una
confesión determinada no es una agresión contra ella porque, simplemente,
no tiene derecho a mantenerlos en los espacios públicos (pero sí en los particulares, por supuesto) No se trata de un conflicto entre los derechos de la
mayoría y los de las minorías, sino del derecho común de todos a que en los
espacios públicos que comparten no se coloque de modo altamente visible y
de modo permanente un símbolo que represente sólo las creencias de algunos de ellos, sean los más o los menos (y hay que tener en cuenta, además,
que quiénes son los «más» y los «menos» varía según la parte del territorio
en el que estemos y puede cambiar también en el tiempo).
Por eso tampoco me convencen los argumentos del, por otro lado excelente,
trabajo de Tomás PRIETO (19). Este autor sugiere que la presencia de crucifijos en las escuelas públicas no lesiona derecho alguno porque se trata
de un «hecho social», reflejo, además, de un derecho fundamental, que no
implica que el Estado se identifique con él; simplemente, estaría «acogiendo una demanda ciudadana» (20). Su tesis es que «el Estado no debería ni
ordenar ni prohibir la presencia de símbolos religiosos en la escuela pública, sino que debe ser la propia sociedad (en la escuela, en particular los
padres) la que determine qué símbolos, nombres o actos públicos prefiere,
mayoritariamente» (21).
¿Podría, entonces, un colegio público con mayoritaria presencia de simpatizantes de un partido político determinado exhibir en sus aulas símbolos o
18. Tuve oportunidad de debatir con este autor sobre este asunto en la primavera de 2011 en la Universidad
de Burgos. Su trabajo es: «Crucifijo y escuela pública tras la Sentencia del TEDH Lautsi y otros contra Italia»,
Revista Española de Derecho Administrativo, núm. 150, 2011, pp. 443 ss.
19. Ibidem, p. 449.
20. Ibidem, p. 467.
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figuras de la preferencia política de este sector y alegar que esto no significa que el Estado se identifique con esa opción, o que si el consejo escolar
lo aprueba por mayoría esto lo legitima por completo, o que no poner esos
símbolos políticos tiene tanto significado, pero de signo contrario, como ponerlos? ¿O un colegio en el que los niños extranjeros sean mayoría exhibir
permanentemente los símbolos de su país? ¿O de una religión que no sea la
católica? ¿O de una etnia determinada —en el caso, por ejemplo, de colegios
de niños gitanos colocar sólo símbolos que consideren propios—? ¿El Estado
debe adoptar en sus espacios los símbolos que le indiquen los usuarios, a
libre voluntad? Todo esto me parece un desatino. El Estado debe ser imparcial, como T. PRIETO sostiene (22), pero precisamente esa imparcialidad debe
conducir, a diferencia de lo que él afirma, a que en los espacios públicos en
los que el Estado ejerce algún tipo de relación de especial sujeción (escuelas,
tribunales, sedes parlamentarias, oficinas administrativas, etc.) no se exhiba
de modo permanente símbolo religioso o ideológico alguno, no como triunfo
de la minoría sobre la mayoría en cada caso (insisto, aquí la mayoría es la
católica, pero esto podría ser diferente en otros), sino como garantía para
todos de que el Estado no asume ni impone a nadie como propia ninguna
ideología ni religión. Porque no comparto la idea de que decidir mantener los
crucifijos en las escuelas públicas ni supone una auténtica «imposición» (sino
una prevalencia de la mayoría sobre la minoría (23)), ni supone identificarse de
modo alguno con el catolicismo.
Por otro lado, como ya se ha indicado, ni la historia ni las mayorías pueden
pretender erguirse frente a los derechos fundamentales (que son un coto vedado frente a aquéllas): el derecho de libertad frente a la imposición permanente, no ocasional —y en un espacio público, además— de una religión
ajena y el derecho a no ser discriminado por la confesión mayoritaria (la interpretación de la igualdad religiosa del Tribunal de Castilla y León disuelve
cualquier contenido de este derecho).
Esto no significa, por supuesto, impedir a cualquier confesión expresarse de
modo pleno, con respeto al orden público, en sus propias instituciones (las escuelas privadas y concertadas, por ejemplo) y también en el espacio público,
ejercitando la dimensión colectiva y pública de la libertad religiosa (una proce-
21. Ibidem, p. 452.
22. «Un “sacrificio´”asumible o tolerable», señala T. PRIETO (ibidem, p. 460).
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sión, por ejemplo). Tampoco significa que los alumnos de esa misma escuela
no puedan portar signos religiosos personales (un crucifijo o un pañuelo islámico, por ejemplo). O que no tengan el derecho a recibir la formación religiosa
de preferencia de sus padres (que incluye la clase de religión en su modalidad
confesional en la escuela pública) De modo que sería injusto decir que con
la retirada de los crucifijos se expulsa a las religiones de la escuela y se las
confina al interior de las sacristías. Tenemos que tener muy presente que
estamos hablando de símbolos religiosos en espacios públicos, es decir, de
todos, y no en los espacios privados, donde lo inconstitucional sería, precisamente, prohibir la exhibición de los propios símbolos. Y que se trata, además,
de símbolos expuestos de modo permanente y no ocasional, como podría ser
un belén navideño, que no plantea, en mi opinión, mayores problemas.
De modo que coincido, en líneas generales, con Lautsi I, aunque creo que se
excedió con su afirmación del impacto potencialmente negativo sobre los escolares de la exhibición en la pared del aula de un crucifijo. De hecho, Lautsi II
viene a contestar precisamente a este exabrupto: el crucifijo sería un símbolo
religioso pasivo, de escaso impacto y de influencia negativa no probada: ¡no
hace falta poner a sus pies la observación de las cajetillas de tabaco: «el uso
de este producto puede ser perjudicial para su salud»! Ni creo que el crucifijo en la escuela pública sea perturbador, ni creo que sea irrelevante. Las
decisiones del Tribunal europeo pecan primero por exceso y luego por defecto. Y, en todo caso, resultan insatisfactorias también por conducir la solución
del problema al plano subjetivo de la percepción de las personas implicadas,
cuando la cuestión debe resolverse de manera objetiva a partir del principio
de aconfesionalidad: aunque nadie lo pida, el crucifijo de una escuela pública
debe retirarse, del mismo modo que tampoco debe ubicarse en ella ningún
otro mensaje ideológico o religioso fuerte.
En líneas generales, me parece que la presencia de símbolos religiosos en
espacios públicos tiene un significado religioso preponderante, objetivamente
relevante (con independencia del interés que suscite en los alumnos o en los
justiciables) y potencialmente conflictivo, que lesiona la separación entre el
Estado y las confesiones y discrimina a los que no pertenecen a la confesión
mayoritaria. A partir de aquí no veo más solución que proceder a retirar los
símbolos religiosos permanentes de valor cultual (aunque tengan también valor cultural) de los espacios públicos.
Si tuviera, no obstante, que defender la permanencia de los símbolos religiosos en los espacios públicos, de los cuatro argumentos que he identificado,
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creo que el más sólido es el primero, el de la tradición histórico/cultural. Es
más. La única excepción para no proceder a retirar los símbolos religiosos
de los centros educativos sería la de mantener aquellos que tuvieran valor
histórico-artístico. El disfrute del patrimonio artístico no debe corresponder
en exclusiva a una parte de la comunidad, aunque sea de la que procede
fáctica e ideológicamente la obra de arte, sino a todos. En este caso, el valor
estético del símbolo religioso conviviría al mismo nivel del religioso y eso justificaría su mantenimiento. Ciertamente, hay otras tradiciones religiosas secularizadas, como el reconocimiento del domingo como día festivo semanal, por
ejemplo, o ciertos símbolos en banderas, escudos, etc. La cuestión es si en
el supuesto del crucifijo en los espacios públicos estamos ante una tradición
religiosamente neutra o no. Yo creo que no es una tradición neutra donde el
protagonismo, aunque traiga causa de la historia, lo tenga la historia, como
sí lo tiene el reconocimiento del domingo como día festivo semanal o en los
símbolos cristianos en banderas o el nombre religioso de tantos espacios
públicos (calles, ciudades, etc.).
La presencia del crucifijo en escuelas y sedes judiciales es un resto fósil de
regímenes fuertemente confesionales y sociedades homogéneas. Son restos del naufragio confesionalista. En una sociedad crecientemente diversa,
el principio de laicidad no puede colapsarse por completo por el juego de la
cláusula de reconocimiento del hecho religioso o el deber de cooperación
con la Iglesia del art. 16.3 de la española, y el derecho fundamental a no ser
discriminado por razón de religión o convicciones degradarse a simple regla
general de igualdad. No basta que exista una diferencia razonable, del tipo
argumento histórico o mayoritario (que además siempre benefician a los mismos, configurando una ciudadanía de primera y de segunda división), sino
que el trato jurídico estatal diferente y más favorable a una confesión en particular deberá someterse a un escrutinio de justificación mucho más estricto.
Es verdad que España es un país de laicidad débil, incluso de laicidad difícil,
pero es muy fina la línea que le puede llegar a convertir en un Estado de laicidad fallida.
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