Dónde nace el error

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Dónde nace el error?
Héctor Lerma Jasso
Los errores humanos son enevitables, son una realidad que podemos aprovechar siempre y
cuando sepamos cómo superarlos. La nueva publicación de Carlos Llano analiza el error desde
su radical complejidad y lo trae a las dimensiones
de la vida humana
«Yo solamente veo bolas que chocan unas con
otras, pero no veo, por ninguna parte, las
“causas”». Estas, o parecidas palabras, expresó a
sus discípulos uno de los paladines del empirismo
al tratar de demostrar la irrealidad de los abstractos
y abstrusos conceptos de la Metafísica. En
concreto, del concepto etiología como el estudio de
las causas de un fenómeno. Se valió, para ello, de
un sencillo experimento: golpear, con el taco
correspondiente, una primera bola que, a su vez,
hizo chocar entre sí las demás bolas dispuestas
sobre el lienzo verde de una mesa de billar.
Así creyó demostrar la inconsistencia de la clásica
teoría de la causalidad. Sin embargo, a decir de
Leonardo Polo, lo único que demostró fue que para
entender la causalidad, hace falta una potencia distinta y superior a la sensible.
Esto recuerda la muy conocida reacción de Platón cuando uno de sus críticos, renuente a la
conceptualización filosófica, le objetó: «Yo veo caballos concretos, pero no veo “naturalezas”
de caballos». A lo que Platón contestó: «Eso demuestra que tienes ojos, pero no inteligencia».
¿QUÉ CAUSA EL ERROR?
El mismo título del libro de Llano resulta sugestivo: etiología (del griego aitía, aítion: causa),
que podemos entender como el estudio de las causas lógicas o reales, éticas o psicológicas
que propician que cometamos errores; o el análisis de la relación entre el error y sus causas.
«Consideramos –explica el autor– que la problemática del error debe tratarse desde sus
razones últimas, lo cual se consigue analizando el sujeto que se equivoca, ya que, como se
verá, el entendimiento de suyo no comete errores. El error es humano».
En dos asimétricos apartados, construidos con estilo crítico, filosófico y pedagógico, emprende
el análisis de una realidad universal e intemporal: el error.
«El error se comete por los seres humanos tanto en la vida práctica como en la especulativa.
Por ello necesitamos conocer algunos de los errores más comunes que se dan en la razón
práctica –que es el ámbito donde cotidianamente (Lebenswelt) nos manejamos como hombres
comunes y corrientes–, antes que los de la razón especulativa».
En efecto: el error tiene sus causas y, una vez causado, es causa de muchos otros efectos, no
necesariamente erróneos. A esto se debe –me atrevo a pensar– que después de la ágnoia –
ignorancia acicateada por la curiosidad–, el error –pseudós empujado por el reto– ha
provocado muchas discusiones en la historia del pensamiento.
Ya sea para estudiarlo, enmendarlo, corregirlo o prevenirlo, el error ha originado estudios,
discusiones y penetrantes ejercicios especulativos, hasta convertirse en un asunto de vieja
solera filosófica.
DUDOSA MODERNIDAD
Carlos Llano analiza el error desde su radical complejidad y lo trae a las dimensiones más
pragmáticas de la vida humana. Desde el análisis de «las trampas o falacias motivadoras de
algunos de los errores de la razón práctica», extrae interesantes conclusiones antropológicas y
éticas. Junto al error, estudia el acierto; frente a lo histórico, revisa lo actual; al lado de las
causas, apunta los remedios; a cada respuesta, acompaña una propuesta. 1
Con esta obra el autor presiona un timbre de alarma para quienes se inquietan excesivamente
por la eficacia, mostrando que esta puede ser, al menos, de dos clases: la del dinamismo
directo, de la fuerza que produce, dirige y organiza; y la del intelecto, de la verdad y el bien.
Resulta así una clara invitación a dirigir nuestros esfuerzos hacia la eficacia del intelecto bien
formado y la reflexión crítica, atenta y reiterada.
El trabajo puede interpretarse como una oportuna respuesta a la teoría del conocimiento de la
modernidad, que permea la cultura del siglo XXI y que comenzó, según Hanna Arendt, con la
duda cartesiana. Esta escuela de la sospecha, como la calificó Nietzsche, se inaugura con una
primera pesadilla: la duda sobre la efectiva realidad del mundo y la aptitud de la mente humana
para conocer con certidumbre.
Si no se puede confiar en la verdad de la tradición, ni en la de los sentidos, la razón, el sentido
común o del testimonio ajeno, entonces todo lo que consideramos realidad o fantasía, verdad o
falsedad, son modalidades de un mismo sueño, ilusión o, peor aún, de una alucinación.
La modernidad surge por un intento de evitar toda posibilidad de errar al juzgar la realidad. De
ahí que en esa época las preocupaciones fueran lógicas y metodológicas. El ansia de
autocercioramiento, una vez que se rompe con la objetividad, obligó a la filosofía a convertirse
en mera reflexión sobre sí misma. Ello propició, entre otros efectos, una larga cadena de
roturas que se dispararon en direcciones a veces contradictorias.
YO PIENSO, YO OPINO, YO SIENTO QUE…
Sin perder de vista la esencial unidad del sujeto que conoce, acierta o yerra Llano analiza con
recursos clásicos y críticos los elementos del error. Se refiere a un sujeto que no está sólo ante
una realidad que puede conocer y en la que puede actuar, sino que él mismo es una realidad
que forma parte de un todo real. Un todo que a su vez se ofrece al conocimiento humano como
múltiple y diverso.
«Si no fuéramos capaces de juzgar sobre la realidad, no seríamos capaces de verdad ni de
falsedad –dice Llano–. A diversidad de objetos corresponde diversidad de métodos. Es el
objeto quien lleva la iniciativa; quien indica la forma en que “quiere”, en que debe, en que
“permite” ser estudiado. Así, la reflexión sobre el objeto se constituye en el pastor del método;
debido al cuidado que le corresponde poner, a fin de seleccionar el adecuado para cada objeto
de pensamiento, y cuidar del riguroso seguimiento de sus exigencias».
Insistir en la importancia y necesidad de reflexionar con fundamento en la cosa, se presenta
como el mejor remedio natural contra el error. La reflexión crítica quiere ser una invitación a
pensar, y a pensar bien; a conocer, y a conocer con verdad.
Se trata de una invitación que se antoja llevar a nuestros escenarios cotidianos, por ejemplo: a
la Cámara de Diputados el pasado primero de septiembre; al periodismo ficción denunciado por
la revista Gallup, según la cual, «el nivel de confiabilidad de los periodistas está al nivel de los
policías y de quienes venden autos usados»; a las explicaciones científicas del antropólogo
Lapourgue que dicen: «reservar la reproducción para una élite de hombres y mujeres de
superiores dotes, tendría como efecto (dice él textualmente): que al cabo de uno o dos siglos
nos codearíamos por la calle sólo con gente talentosa». (En mi caso, sólo me queda considerar
que a los 265 años de edad, poco podré percatarme de con quién me codeo).
Y podemos hacer extensiva esta invitación a escenarios más formales: académicos o
laborales, pongamos por caso, donde jefes y empleados, profesores y alumnos, viejos y
jóvenes, hombres y mujeres, intercambian monólogos colectivos del orden de «siento que»,
«opino que», «estoy convencido de que», «tengo la impresión de que», etcétera. Son los
llamados «paradiálogos» –diálogos de sordos o intercambios de monólogos– que construyen
interminables cadenas de errores. Esta generalización del error, que alguien ha llamado
irreflexión patógena o epidemia de inepcia, reclama su justificación en lo que se entiende como
«respeto a la opinión». Es la «tolerancia» que algunos formulan así: «Dame la razón y yo
estaré de acuerdo contigo; considera que mis opiniones son correctas y haré lo mismo con las
tuyas».
Tolerancia no siempre inofensiva, sobre todo cuando significa: «Yo estoy en la verdad y tú en
el error. Cuando tú seas el más fuerte, tendrás que tolerarme, pues tu deber es tolerar la
verdad. Pero cuando yo sea el más fuerte, tendré que perseguirte, pues mi deber es perseguir
el error».
Por fortuna, Carlos Llano recuerda que en la reflexión tenemos el máximo remedio para no
caer en el error o, en su caso, salir de él: «La reflexión es el remedio natural con el que la
inteligencia se autoprotege ante la incursión de factores no intelectuales» que desfiguran el ser
verdadero de la realidad.
EL ERROR ES DIVERTIDO
También podemos considerar –si se me permite una breve digresión– que el error, además, de
ser polimorfo y evasivo, resulta divertido. Porque los hay que se revelan de inmediato, como el
que dice: «Es muy difícil profetizar, sobre todo tratándose del futuro»; o el poema que empieza:
«Era de noche, y sin embargo llovía». Otros, en cambio, parecen errores, pero no lo son. Por
ejemplo, cuando Chesterton señala: «Era natural que, estando en la India, aprovecharan para
conocer Toronto»2. O cuando Azorín considera: «Quien es capaz de comerse un huevo frito, es
capaz de comerse a su padre y a su madre»3.
Por desgracia, también se lanzan afirmaciones que pueden parecer acertadas, pero que en
realidad son errores de graves repercusiones, como cuando Milán Kundera se atreve a
sentenciar: «El que crea estar seguro de su verdad, es un imbécil». (Bastaría con preguntarle a
este insigne literato: ¿está usted seguro?).
Como quiera que sea, la inevitabilidad de los errores humanos, indica que el error posee cierta
necesidad y una determinada función en la vida del hombre. (Apelo al principio de razón
insuficiente apuntado por el doctor Llano: «nada es a tal punto contingente que no tenga en sí
nada de necesario»).
Quizá la primera función del error, la fundamental, sea hacer sentir al hombre la tensión
constante en la que se encuentra, entre su inexorable tendencia natural a conocer la verdad
con certeza y la constatación vivencial de su no menos natural proclividad al error.
La resolución de tal tensión no se da de un modo necesario ni automático. Por eso existen el
error, la frustración y el fracaso, que son como el eco de la prístina tentación que, según el
relato bíblico, confundió a nuestros protoparientes: eritis sicut dii («Seréis como dioses»). La
tentación de ser omnisapientes, de tener siempre la razón, de querer siempre quedar bien;
tentación que se opone al «errare humanum est».
Con razón se ha dicho que la indagación y posesión de la verdad en su sentido más pleno, no
puede ser obra de una sola persona, por sabia que sea; ni siquiera de toda una generación de
individuos; sino que es labor de toda la humanidad a lo largo de los siglos. Consciente o
inconscientemente, todos los humanos participamos en esa perentoria odisea a partir de lo que
Dante llamó la pregunta eterna, que no se atrevió a ubicar en el Paraíso, sino en el infierno.
En esta nostálgica indagatoria unos ayudan con sus aciertos, otros, paradójicamente, ayudan
con sus errores. Errores que propician nuevas investigaciones, redefinición de los problemas,
nuevos descubrimientos, empleo de instrumentos de investigación de mayor eficacia…
UN MODO DE ENTENDER AL MUNDO
Quien lea esta obra en clave pedagógica encontrará interesantes consideraciones en cuanto a
la teoría y la práctica educativas. Porque la educación intelectual de los jóvenes es mucho más
que transmitir conceptos e ideas. Consiste, sobre todo, en enseñarlos a «juzgar la realidad», de
tal modo que comprendan su complejidad y que el espíritu del hombre cuenta con fortalezas y
debilidades. Ayudarlos a reconocer que el error es posible y que el misterio existe.
La vida intelectual es algo muy distinto a un simple adiestramiento o aprendizaje; y distinta de
una mera acumulación de conocimientos. Llano muestra que es, ante todo, un enriquecimiento
del espíritu por el ser y por todo lo que hace de la realidad un conjunto coherente, a fin de
comprender la finalidad de la vida y descubrir los medios para alcanzarla. La reflexión, impelida
y profundizada por el contacto y frecuentación del ser, nos revela con más claridad nuestro ser,
nuestro querer ser, nuestro poder ser y nuestro deber ser.
El autor recuerda que las causas éticas y psicológicas del error tienen remedio, y que la
educación es responsable de brindar tal terapeusis. De este modo, la formación intelectual
queda conectada debida e ineludiblemente con la formación moral de la persona, ya que la
conciencia moral se hace tanto más equilibrada y reflexiva cuanto mejor acierta a conocer y
entender el mundo y el papel de cada uno en él.
En fin: la experiencia de leer Etiología del error, además de aleccionadora, nos deja con ánimo
optimista. Llano apunta que el error es una desgracia de la que podemos obtener múltiples
provechos. Nos hace recordar las consoladoras palabras de Séneca cuando señala que: «La
naturaleza nos ha hecho débiles, falibles, y nos ha dado una razón imperfecta. Pero también
nos dio la inteligencia, fuerza y docilidad sufi-cientes, para perfeccionarla». O de Gandhi,
cuando considera que: «Si la suma total de los errores humanos fuera negativa, este mundo se
habría extinguido hace mucho tiempo».
Sólo resta decir a quien tenga a bien adentrarse en este texto, el sabio consejo de Jean
Guitton: «Cuando termines de leer un libro, que quede en ti no como en un ataúd, sino como en
una cuna».
Bibliografía
1 No menos interesante resulta el apéndice, conformado por una atinada selección de textos
de Santo Tomás de Aquino sobre la falsedad y el error.
2 Los turistas, en su estancia en la India, aprovecharon para visitar la exposición que el
gobierno de Canadá había montado en Delhi.
3 Se refiere, naturalmente, a los padres del huevo: gallo y gallina.
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