ENTRE MUERTE Y RESURRECCIÓN

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JOSEPH RATZINGER
ENTRE MUERTE Y RESURRECCIÓN
Partiendo del hecho de que toda reflexión cristiana sobre las verdades de la fe debe
aunar la interpretación de la verdad con la fidelidad a la misma, el autor,
representante de la postura clásica en este campo, comenta un documento de la
Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe sobre algunas cuestiones de
escatología.
Zwischen Tod und Auferstehung, Internationale Kathofsche Zeitschrift, 9 (1980) 209223
UNA TOMA DE POSTURA DE LA SANTA SEDE
Con fecha de 17 de mayo de 1979, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe,
publica con aprobación papal, una "Carta sobre algunas cuestiones de escatología",
dirigida a todos los obispos, miembros de las conferencias episcopales; con ello
proseguía la tendencia marcada en los últimos Sínodos de vincular el magisterio papal
con el del Colegio episcopal.
Presupuestos: Interpretación y fidelidad
Los Sínodos episcopales han tomado conciencia creciente de que la Iglesia se halla ante
una doble necesidad: por una parte debe mantener plena fidelidad a las verdades
fundamentales de nuestra fe; por otra los trastornos espirituales de estos tiempos
vuelven especialmente acuciante la tarea de la interpretación. Puede que interpretación y
fidelidad presenten una cierta tensión mutua, pero justamente de esa forma están
indiscutiblemente vinculadas: sólo quien vuelve de nuevo accesible la verdad, quien la
transmite realmente, es quien le es fiel; pero también sólo quien permanece fiel,
interpreta correctamente. Una interpretación que no es fiel, ya no explica, sino que
falsea. Insistir en la fidelidad no significa renunciar a la interpretación, impulsar a "la
estéril repetición de viejas fórmulas", sino, muy al contrario, exigir decididamente una
interpretación adecuada.
La fidelidad de que habla el documento romano, se refiere a las "verdades
fundamentales de la fe", haciendo alusión con ello a la profesión de fe bautismal, que
formula como un volver a andar el camino de los designios de Dios, desde la creación
hasta la resurrección de los muertos. La referencia a la profesión de fe bautismal no sólo
remite a la Biblia y a los Padres, sino que hace patente la inseparable conexión entre fe
y vida, entre fe, oración y liturgia. Ser cristianos no significa cargar con "las verdades
de la fe" como un paquete ideológico, sino ser insertado, a través del bautismo, en la
forma común de la fe en el Dios trinitario. La pertenecía a la Iglesia se realiza
concretamente en la oración común de la profesión de fe, que es al mismo tiempo
actualizar el bautismo y dirigirse al Señor presente. Si no puedo participar con
verdadero asentimiento en el recitado del Credo o de alguna parte de él, queda afectado
el contenido mismo del bautismo, la pertenencia a la comunidad eclesial de oración y de
fe. Pero la profesión de fe no es tampoco una acumulación de enunciados, sino una
estructura en que se expresa como una única totalidad la "coherencia" interna, la unidad
del objeto de la fe; por eso no se pueden tachar fragmentos, sin destruir el todo.
JOSEPH RATZINGER
La vida después de la muerte
Una vez expuestas las consideraciones anteriores, el documento romano pasa a ocuparse
del artículo concerniente a la esperanza de la vida eterna: "Si a los cristianos no les
consta con certeza el contenido de las palabras "vida eterna", entonces se desvanecen las
promesas del Evangelio y el significado de la creación y la redención, e incluso la vida
terrena queda desposeída de toda esperanza". Ese es justamente el peligro que la
Congregación para la Fe ve cernirse hoy: "Se discute de hecho la existenc ia del alma y
el significado de la vida después de la muerte, preguntándose qué sucede entre la muerte
del cristiano y la resurrección universal. Todo ello desconcierta a los creyentes, porque
no encuentra ya su modo de hablar acostumbrado v los conceptos que les son
familiares".
Este es otro aspecto característico del texto romano, que subraya la conexión existente
entre el lenguaje de la plegaria (que en la Iglesia es esencialmente diacrónico y por tanto
"católico") y el lenguaje de la teología. Puesto que las "verdades fundamentales de la fe"
pertenecen a todos los creyentes, constituyendo el contenido concreto de la unidad de la
Iglesia, el lenguaje fundamental de la fe no puede ser un lenguaje de especialistas. En
cuanto ciencia, la teología precisa de ese argot técnico; en cuanto interpretación,
intentará continuamente retraducir sus contenidos. Pero tanto lo uno como lo otro está
referido al lenguaje fundamental de la fe, que sólo se puede seguir desarrollando en la
tranquila continuidad de la Iglesia orante, sin tolerar rupturas repentinas. De aquí las dos
tareas, no contradictorias, sino complementarias, de la teología: debe investigar,
discutir, experimentar; pero no puede darse a sí misma su objeto, sino que está referida
siempre a la "esencia de la fe", que es fe de la Iglesia. Se trata de profundizar esa
esencia, de desarrollarla, pero no de cambiarla o sustituirla.
Tras estas reflexiones metodológicas, el documento romano expone sus afirmaciones
que se pueden resumir en dos puntos esenciales:
1.º La resurrección de los muertos, que profesamos en el Credo, abarca a todo el
hombre; para los elegidos no es sino "la extensión a todos los hombres de la
resurrección de Cristo".
2.º Respecto al estado "intermedio" entre la muerte y la resurrección, la Iglesia mantiene
"la continuidad y la existencia autónoma después de la muerte del elemento espiritual
del hombre, dotado de conciencia y voluntad, de forma que el "yo humano" subsiste.
Para designar a este elemento, la Iglesia emplea la expresión 'alma"'. El escrito es
consciente de los diversos significados de esta palabra en la Biblia, pero constata que no
hay razón seria para rechazarla, considerándola como "el instrumento verbal
absolutamente necesario para mantener la fe de la Iglesia". Por tanto se incluye la
palabra "alma", en cuanto soporte de un aspecto básico de la esperanza cristiana, en el
lenguaje fundamental de la fe, que es irrenunciable para la comunión en la realidad
creída y por tanto no queda al albedrío del teólogo.
El magisterio eclesiástico ha intervenido así en un debate teológico, en que veía
alcanzados los límites de la teología. La progresiva difuminación del concepto de alma
en las últimas décadas afecta al sustrato lingüístico de la fe, con el riesgo de que más
allá de la interpretación se pierda el propio contenido interpretado. Trataremos de
bosquejar las líneas fundamentales de esta problemática.
JOSEPH RATZINGER
EL DEBATE TEOLÓGICO
El trasfondo de las controversias modernas
Ya se ha señalado que el NT no conoce un concepto de "alma" perfectamente
delimitado. A partir de la resurrección del Señor mira a la nuestra propia, en que nuestro
destino se unirá definitivamente al suyo. Pero también sabe que entretanto el hombre no
se sumerge en la nada. Las descripciones de ese estado intermedio, que el judaísmo
contemporáneo reflejaba en palabras como paraíso, seno de Abraham, lugar del
refrigerio, etc., son integradas ahora en la perspectiva cristológica: el que muere,
permanece con el Señor; el que permanece con el Señor, no muere. Hay dos cosas
claras: 1 º El hombre sigue viviendo "con el Señor" incluso antes de la resurrección. 2.º
Esta pervivencia no es aún idéntica a la resurrección, que sólo llega "al fin de los
tiempos" y que será la plena irrupción del reinado de Dios sobre el mundo.
Al principio preocupa poco la elaboración antropológica de estas afirmaciones. El lento
proceso de formulación de conceptos a partir de los datos fundamentales de la fe, no
culmina hasta Tomás de Aquino, en la alta edad media, aunque ciertamente ya en la
época patrístic a la palabra "alma" se había vuelto fundamental para la fe y la plegaria
cristianas, expresando la certeza de la continuidad indestructible del yo humano, que
sobrevive a la muerte. Surgió así una imagen del hombre en que la "inmortalidad del
alma" y la "resurrección de los muertos" no eran contradictorias, sino que representaban
afirmaciones complementarias de la gradación de una única esperanza.
Un primer ataque a esta certidumbre procede de Lutero, que pone en duda la
aplicabilidad del concepto de alma, por los mismos motivos que en este siglo han
producido también su crisis en el ámbito católico. Hasta entonces el lenguaje de la
esperanza había crecido en la comunidad de fe, que con su unidad diacrónica mantenía
la unidad de lo creído a través del proceso paulatino de desarrollo de las palabras. Pero
para Lutero la Iglesia no representaba ya la garante de la identidad, sino al contrario la
prepotente corruptora de la palabra pura. La tradición no es ya la permanente vitalidad
de lo originario, sino su oponente. La fijación en la terminología bíblica lleva a rechazar
el concepto de alma, que había expresado una síntesis de elementos sueltos de la
concepción bíblica, pero que literalmente no existía aún en la Biblia. A ello se junta en
Lutero una repugnancia frente al elemento filosófico helenístico.
Como en otros ámbitos, la radicalidad de Lutero aparece como una anticipación
histórica de una corriente de ideas, que en la ortodoxia luterana sólo repercute
plenamente con la gran crisis de la Ilustración y con el historicismo que se impone
paulatinamente en el siglo XIX. El historiador se sitúa al margen del sujeto vivo de la
tradición, lee la historia hacia atrás, y no ya hacia adelante, e intenta obtener un
preparado puro de su sentido original. En la teología católica, la crisis vino preparada
por la aceptación de la exégesis histórico-crítica de la Biblia (legitimada oficialmente
por Pío XII), ante cuyos problemas filosóficos se vio impotente la escolástica
tradicional; la crisis hizo eclosión a partir del Vaticano II, en que la impresión de algo
completamente nuevo convirtió la continuidad de la tradición anterior en el ámbito
abandonado de lo "preconciliar". Parecía como si hubiese que construir de nuevo el
cristianismo en todos los ámbitos; así las cuestio nes ya hace tiempo surgidas en el
dominio de la escatología, recibieron el empuje de fuerzas elementales, que casi sin
esfuerzo dejaron al margen el edificio de la tradición. De la rapidez del proceso dan
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testimonio el Catecismo holandés (publicado tan sólo un año después del Concilio) y el
propio Misal de Pablo VI.
Esta desaparición sorprendentemente rápida de un elemento tan central de la fe y la
plegaria cristiana no hay que atribuirla primariamente a nuevas ideas antropológicas,
sino sobre todo (como en Lutero) a un cambio en la referencia a la tradición que era
propia del catolicismo. Una referencia que se ha vuelto incomprensible porque está
contrapuesta a la relación con la historia inherente al mundo técnico y su racionalidad
antihistórica; ello explica por otro lado la crisis tan general de lo católico en el mundo
moderno.
Insistiendo en la idea desde otra perspectiva, podemos comparar con una especie de
necrofilia la forma como el método histórico-crítico trata al objeto: los diversos datos
son detenidos en su respectivo momento y fijados en aquel punto. En relación con la fe
cristiana, ello significa que se intenta aislar la forma más antigua a partir de sus
configuraciones posteriores, para obtener finalmente en estado "puro" el mensaje de
Jesús. Todo lo demás se declara añadido humano, cuyo proceso de formación puede
rastrearse; sólo el historiador puede entonces tener en sus manos la clave de un mensaje
entendido tan arqueológicamente. Ya no entra en consideración el que en la historia
pueda haber su sujeto continuo, en quien la evolución sea fidelidad y que tenga en sí
plena autoridad.
Para este tipo de actitud ha de resultar insignificante o incluso sospechosa la síntesis
antropológica en que la tradición cristiana ha reunido los distintos elementos de la fe
bíblica, puesto que el concepto tradicional de alma de hecho no se encuentra literal y
unitariamente en el NT. Añadamos aún nuevos motivos de la orientación tomada por la
teología posconciliar. Ante todo un retorno pujante de la pasión antihelenística, presente
prácticamente desde los comienzos en la historiografía de los dogmas, pero cuyo
contenido, significación y límites propiamente nunca fueron elaborados. Esta actitud
negativa frente a lo griego ha estado favorecida por dos posturas de fondo actuales.
Primero, el escepticismo contra la ontología, contra el discurso sobre el ser, que
contradice el funcionalismo y actualismo de la mentalidad moderna y, en el campo
teológico, es tachado de estático y contrapuesto a la actitud histórico-dinámica de la
Biblia, así como a lo dialógico y personal. A ello se añade en segundo lugar un temor
enorme al reproche de dualismo. Considerar al hombre como formado de cuerpo y
alma, creer en la pervivencia del alma entre la muerte del cuerpo y la resurrección,
parecía traicionar la tesis bíblica y moderna de la unidad del hombre y de la unidad de la
creación e incurrir en el dualismo griego, que divide el mundo en espíritu y materia
Contenido y problemática de los intentos de nueva solución
¿Qué esperanza le queda propiamente al hombre más allá de la muerte, si se niega la
distinción de alma y cuerpo? El pensamiento de Lutero llegó a imaginar como
"durmiendo" al hombre en tal estado. Pero ¿quién duerme? No el cuerpo, que se va
corrompiendo. Si hay algo distinto de él que permanece, ¿por qué no llamarle alma?
Pero si "dormir" expresa la interrupción provisional de la existencia humana, ese
hombre ya no existe en su identidad; resurrección es entonces una nueva creación de
alguien igual, pero no el mismo que el difunto, que en Cuanto tal hombre termina con la
muerte. Y entonces no se mantiene la doctrina de la resurrección, cuyo rescate se había
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pretendido. Por lo demás hoy sabemos que el término bíblico "dormir" no significa
inconsciencia, sino que era sencillamente un sinónimo usual de "muerte" cuyo
contenido podía llenarse de diversos modos y que los cristianos llenaron con la
concepción de la vida (consciente) junto al Señor.
En vista de estos obstáculos, algunos teólogos católicos, ya desde los años cincuenta y
sobre todo a partir del Vaticano II, se han buscado otra salida. En conexión con las ideas
de E. Troeltsch y K. Barth recalcan la plena inconmensurabilidad existente entre tiempo
y eternidad. El que muere, sale del tiempo y entra en el "fin del mundo", que no es algo
cronológico, sino lo distinto de los días de este eón. Barth trató de explicarse así la
expectativa cristiana primitiva de un próximo fin del mundo: el fin del tiempo es
completamente limítrofe a él y se inserta en medio de él. Esta idea ha sido empleada
ahora para aclarar la resurrección: Si al morir se sale al no-tiempo, al fin del mundo, es
que se entra en el retorno de Cristo y en la resurrección de los muertos. Al no haber
"estado intermedio", no se precisa de ningún alma para mantener la identidad del
hombre: "estar con el Señor" y resurrección de los muertos es igual. Pareció encontrarse
el huevo de Colón: la resurrección sucede en la muerte.
Pero hay una cuestión. El cuerpo del hombre, inseparable de él según estas
consideraciones, permanece después de la muerte sin duda alguna en el espacio y el
tiempo; no resurge, sino que es puesto en la tumba. Para el cuerpo no vale la
destemporalización que domina más allá de la muerte. Entonces ¿para quién vale? ¿O es
que hay algo separable del cuerpo que subsiste en la corrupción espacio temporal de
éste? Y si hay ese algo, ¿por qué no se le puede llamar alma? ¿Con qué derecho se le
llama cuerpo, si evidentemente no tiene nada que ver con el cuerpo histórico del hombre
y su materialidad? ¿No es ya dualismo postular tras la muerte un segundo cuerpo, cuyo
origen y modo de existir permanecen en la oscuridad?
Todavía otro segundo grupo de cuestiones, ¿cómo puede haber llegado a su final la
historia en algún sitio (fuera del propio Dios), mientras en realidad está todavía en
camino? La idea correcta de fondo de la inconmensurabilidad entre el más allá y el más
acá, ¿no queda simplificada de un modo equívoco y arbitrario (puesto que de eternidad
sólo se debería hablar con referencia al propio Dios?) ¿Qué futuro espera a la historia y
al cosmos? ¿Llegan alguna vez a su consumación o permanece un eterno dualismo entre
tiempo y eternidad, que nunca se funde? Las respuestas no son unitarias y tienden a
dejar abierto el interrogante, pero la lógica interna del conjunto lleva a considerar
superfluo un término temporal de la historia y una culminación del cosmos, puesto que
la resurrección ya ha tenido lugar y en ella el individuo ha entrado ya en el fin del
mundo.
Si se hace un balance de ganancias y pérdidas en toda esta operación mental, el
resultado es dudoso. El rechazo del alma ha arrastrado en el fondo a la propia
resurrección, que, si no afecta a la materia y al mundo concreto de la historia no es ya
resurrección. Y si hay que dotar a una palabra de tantos añadidos hermenéuticos que
uno la puede usar al final contra su sentido inmediato, es que palabra e idea no están en
una relación correcta; el lenguaje no es manipulable ilimitadamente.
No rechazo las valiosas ideas sueltas que han aflorado gracias a las nue vas reflexiones
que he tratado de resumir; provechoso resulta ya sólo el llevar hasta el final el
experimento de intentar describir estos contenidos recurriendo a una nueva
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terminología. Pero contemplando sin prejuicios el resultado, hay que confesar: No, no
es posible; no se puede retroceder sin más dos milenios para trasplantarse de nuevo al
lenguaje de la Biblia. Un exegeta como G. Lohfink lo ha reconocido sin ambages: el
biblicismo no es ninguna posibilidad; también el nuevo camino rebasa en mucho la
Biblia, reformando su terminología mucho más de lo que la tradición lo había hecho.
Por ahí no se llega a la "palabra pura" de la Biblia, ni tampoco a una mayor lógica del
pensamiento. Y a cambio la predicación ha perdido su lenguaje. Pues la resurrección
inmediata de un amigo difunto no se le puede poner de manifiesto a nadie; un tal
ejemplo del término "resurrección" es un típico giro de erudito, pero no una expresión
posible de la fe común y entendida en común. Además de la imposibilidad de introducir
en la predicación los rodeos hermenéuticos necesarios para comprender esa fórmula, el
teólogo aparece así encerrado en un getto teológico, lingüístico y mental, en que no se
puede comunicar con nadie. De aquí la urgencia objetiva de la alusión que la
Congregación para la Fe hace al irrenunciable "refugio" lingüístico del asunto de
referencia en la palabra "alma"; de aquí también su correcta pretensión de preservar la
interrelación entre la resurrección de todo el hombre y la inmortalidad del alma.
DISEÑO DE UN NUEVO CONSENSO
Nuevas perspectivas filosóficas
En el ámbito de la actual discusión filosófica ha perdido fundamento el temor al
concepto de alma y al consiguiente reproche de dualismo. Ya sólo la equivocidad de
este término "dualismo" hace que sus diversas acepciones no se puedan someter a un
mismo recelo. Una de las aportaciones más interesantes en torno a esta cuestión ha sido
la convergencia del notable neurofisiólogo J. Eccles (premio Nobel) y del filósofo
positivista C. Popper para rechazar el materialismo y monismo neurofisiológico,
rechazo que los ha llevado a elaborar una "posición marcadamente dualista" (donde
"dualismo" se usa como un término no valorativo en el sentido de la relativa autonomía
de la conciencia y el instrumento corporal). Ya sólo el título de su obra conjunta, "El yo
y su cerebro", pone de manifiesto su tesis de que el yo tiene al cerebro como sustrato
fisiológico, lo utiliza como su instrumento. El método de Eccles le lleva correctamente a
dejar abierta la cuestión de la inmortalidad del yo.
Ciertamente un teólogo que abogue hoy por la existencia y la inmortalidad del alma,
encontrará oposición por muchas partes; pero desde luego no defiende nada absurdo
desde el punto de vista científico y filosófico. Al contrario, frente a los simplismos
intelectuales y los olvidos históricos se pronuncia por un pensamiento más preciso y
más global, y puede estar seguro de que no está solo. En cambio con la teoría de la
resurrección en la muerte rompe los puentes de comunicación, lo mismo con la filosofía
que con la historia del pensamiento cristiano. Este cambio en la relación de la fe con la
razón y con la unidad interna de su propia historia es propiamente el trasfondo
metodológico de todo el proceso.
Fe y razón filosófica
Al principio de nuestras reflexiones considerábamos como un problema de fondo la
ruptura de la continuidad de la tradición: la historia no es ya un presente trasmitido de
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modo fiable por la continuidad de la tradición, sino que ha de ser hallado de nuevo por
el método histórico mediante reconstrucción a partir del pasado. Ahora aparece como un
segundo aspecto de la crisis de inseguridad que afecta a la relación entre fe y razón:
también lo teológico ha de purificarse de todo añadido filosófico. Un factor importante
de esta perspectiva es la desconfianza de la razón filosófica, sin caer en la cuenta de que
en ambos casos se trata de "razón" y que por tanto la reconstrucción histórica no hace
aflorar la fe en estado "puro". No vamos a entrar aquí en una discusión detallada de
esto: vamos a intentar nada más dos observaciones en torno a la cuestión de si el
vincular la resurrección con la inmortalidad del alma no procede de una inadecuada
admisión de filosofía en el seno de la fe.
1.º Históricamente se puede probar inequívocamente que el concepto de alma de la
tradición cristiana no representa en absoluto una mera admisión de pensamiento
filosófico. En la forma como lo plasmó la tradición cristiana, no ha existido nunca fuera
de ella. La tradición recogió diversos elementos intelectuales y lingüísticos previos, los
purificó y transformó desde la fe y los fundió en una nueva unidad, resultado de la
lógica de la fe y capaz de expresarla. La novedad cristiana alcanza su máxima expresión
en la fórmula "el alma como forma del cuerpo", que Tomás de Aquino tomó de
Aristóteles, pero llevándola frente a su pensamiento a un significado fundamentalmente
nuevo. Desde la fe en la creación y la correspondiente esperanza cristiana se alcanzó
aquí una posición más allá de monismo y dualismo, que debería incluirse entre los
elementos básicos irrenunciables de toda antropología.
Por lo demás un cristiano (y cualquier pensador) debería tener el monismo como no
menos peligroso que el dualismo. Desde la fórmula de Tomás puede aceptarse sin duda
que "el concepto de un alma libre de cuerpo es un sinsentido": está claro que el hombre
"interioriza" materia a lo largo de su vida y que por tanto en su muerte no elimina esa
vinculación, sino que la lleva en sí mismo; sólo así adquiere sentido la referencia a la
resurrección. Pero por ello no hace falta negar el concepto de alma, ni sustituirlo por
cuerpo nuevo. El alma no adhiere cualquier tipo de cuerpo, sino que mantiene en sí
interiorizada la materia de su vida, estando de ese modo en tensión hacia el Cristo
resucitado, hacia la nueva unidad de espíritu y materia inaugurada en él. Por ello es
correcto hablar únicamente de pervivencia del alma.
2.º Pero por muy legítimo que sea recordar la permanente integración en el alma de la
materia transformada en cuerpo, quedarían cambiados los acentos si pareciese que esto
es la condición auténtica y esencial de la vida eterna. Eso es falso: la materia es en
principio condición de muerte para la vida. Pues ¿en qué nos basamos para esperar vida
eterna? Esta pregunta nuclear se deja de lado en las discusiones sobre dualismo y
monismo. Lo que impulsa al hombre a exigir durabilidad no es el yo aislado, sino la
experiencia del amor: el amor quiere la eternidad del amado y por tanto también la
propia. La respuesta cristiana es que la inmortalidad no radica en el propio hombre, sino
en la relación con lo que es eterno y da sentido a la eternidad: la verdad, el amor. El
hombre puede vivir eternamente porque es capaz de entrar en relación con lo que da
eternidad. Lo que en el hombre proporciona un punto de apoyo para esta relación, es lo
que llamamos alma, que no es sino la capacidad de relación del hombre con la verdad,
con el amor eterno. Y así resulta lógica la concatenación: La verdad, que es amor, es
decir Dios, da al hombre eternidad y puesto que en el espíritu humano, en el alma
humana queda integrada materia, por ello la materia alcanza en él la capacidad de
plenificación en la resurrección.
JOSEPH RATZINGER
Ilustremos con un ejemplo la relación de la fe con la filosofía precedente. Platón sabía
que la inmortalidad sólo podía venir de quien es inmortal, de la verdad; pero esto se
mantenía en un plano abstracto. Cuando entró en el mundo aquél que pudo decir: "Yo
soy la verdad" (Jn 14,6), cambió de raíz el significado de aquella afirmación. La
fórmula pudo mantenerse íntegra, pero ahora fundida con otra fórmula: "Yo soy la
resurrección y la vida. El que cree en mí, vivirá, aunque haya muerto..." (Jn 11,25). La
fórmula se convirtió en camino: en la relación con Cristo se podía amar la verdad, y por
ello "estar con el Señor" es vida, "estemos despiertos o dormidos" (cf. 1 Tes 5,10; Rom
14, 8s).
Por ello en definitiva la fe en la inmortalidad y la resurrección se identifica con la fe en
Dios; sólo a partir de ella está fundada, pero también alcanza su plena lógica. Y como
para nosotros Dios es concreto sólo en Cristo, por eso nuestra esperanza sólo es
concreta en la fe en Cristo. Ello no hace superflua la razón, sino que unifica y da
consistencia a su propio ir tentando. Pero la relación con Cristo no surge por
reconstrucción de la razón histórica, sino por la autoridad de la historia comunitaria de
la fe, es decir, en la Iglesia. Tampoco esto vuelve superflua a la razón histórica, sino que
proporciona el núcleo integrador de sus conocimientos. Para el fut uro de la teología será
fundamental que recupere una relación positiva con la unidad viva de la historia
cristiana en la Iglesia: Sólo entonces tratará de algo vivo; sólo entonces podrán subsistir
conjuntamente evolución e identidad, y cuando es posible evolución en identidad, allí
hay vida. Y entonces volverá a resultar claro que el lenguaje de la fe madurado en la
comunidad de fe, es una realidad viva, que no puede trocarse arbitrariamente. Sólo
quien puede hablar en común, puede también vivir en común.
Tradujo y condensó: ALVARO ALEMANY
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