Selección de textos - Museo Thyssen

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SELECCIÓN DE TEXTOS DEL CATÁLOGO
GUILLERMO SOLANA
Pissarro y el camino
“Si hubiera que elegir un solo tema visual que resumiera toda la obra de Pissarro, ese tema sería el camino: una calle saliendo de un pueblo, una carretera a través de los campos, un sendero que se pierde en el bosque. A veces el camino coincide con las líneas de fuga; otras veces sigue la curva que bordea un huerto o rodea una colina, motivos que multiplican las posibilidades pictóricas. En sus tardías vistas de París, el pintor se concentrará en las grandes vías en perspectiva, como el Boulevard Montmartre o la Avenue de l’Opéra. La dificultad del tema del camino en la obra de Pissarro reside en su ubicuidad: ¿cómo caracterizar un elemento que aparece por todas partes, bajo los aspectos más diversos? (…) A comienzos de 1869, Pissarro dejó Pontoise por Louveciennes, un pueblo de un millar de habitantes a orillas del Sena. Alquiló allí una gran casa en una de las vías principales, la carretera de Versalles. Los colegas de Pissarro irían acercándose a Louveciennes: en el verano de 1869, Monet y Renoir pintaron en la cercana Bougival y Monet se trasladó en diciembre a Louveciennes. En los paisajes de esa localidad, Pissarro y Monet experimentarían juntos con la perspectiva de la carretera, variando el ángulo respecto al plano pictórico y la amplitud del campo visual. Sus vistas invernales de la carretera de Versalles escoltada por los árboles tienen la sobriedad y la eficacia teatral de la célebre Avenida de Middelharnis de Hobbema. Igual que Hobbema, Pissarro y Monet se sirven de los árboles para controlar con su ritmo regular la recesión espacial, que de otro modo podría volverse vertiginosa, como sucederá con las perspectivas de Caillebotte, Van Gogh o Munch. Pero Monet y Pissarro añaden un elemento que apenas existía en Hobbema: las sombras. Joachim Pissarro ha subrayado la importancia en los paisajes de Pissarro en Louveciennes de dos elementos en diálogo: las sombras y la estructura. Casas, árboles y carretera son los soportes materiales del espacio, su estructura primaria; las sombras crean una estructura secundaria, fantasmal. (…) Puede ser útil contrastar aquí la visión frontal y la «de perfil» de los grandes espacios abiertos. En El camino de Ennery en Pontoise unos aldeanos avanzan por esa calle o carretera, tendida de modo estrictamente paralelo al plano pictórico y al horizonte. El espectador carece de acceso imaginario al paisaje, que sólo podemos contemplar desde fuera, como un mundo cerrado. Todo el énfasis recae en la geometría plana, en los campos divididos en triángulos y trapezoides. Una de las líneas principales asciende desde la derecha hasta el horizonte: es la carretera que lleva desde Pontoise al pueblo cercano de Ennery, carretera que será el motivo del cuadro siguiente. El antiguo camino de Ennery es una pintura engañosamente simple en la que acechan algunos equívocos. Dominada por un camino frontal, éste desemboca en una vía transversal que cruza todo el cuadro. En apariencia nos ofrece una llanura; pero pronto descubrimos que en la mitad derecha el terreno cae en pendiente. El camino central anticipa, con sus curvas y sus rodadas, el turbulento Campo de trigo con cuervos de Van Gogh. Con la notable diferencia de que Pissarro acumula, alrededor de dicho camino central, una serie de marcas en la tierra que convergen y apuntan hacia el horizonte, mientras que los caminos de Van Gogh se separan y divergen, y ninguno de ellos nos lleva hasta el horizonte, porque acaban ciegamente o se salen del cuadro… (…) En su estudio preliminar a la edición del catálogo razonado del pintor, Joachim Pissarro ha establecido una distinción fundamental entre los dos métodos de composición pictórica del artista: «[…] uno de ellos basado en los ángulos rectos, y el otro, al que Cézanne fue igualmente adepto, provocativamente oblicuo»: «Cuando utiliza el método ortogonal, Pissarro construye el espacio pictórico con un sistema de líneas que en su mayoría se cruzan perpendicularmente, produciendo la impresión de que la superficie pictórica está entregada a un agregado bien construido de planos verticales y horizontales (muros de piedra, campos arados con surcos esencialmente horizontales o verticales). Cuando utiliza, en cambio, la composición desequilibrada, Pissarro sitúa al espectador en la posición de alguien encaramado, con un pie en suelo firme y el otro en un plano inclinado o suspendido. Este último es un método extraño, con una perspectiva que parece caer hacia la izquierda o hacia la derecha bajo los pies del artista, de una manera al mismo tiempo fascinante y extrañamente desconcertante. Este método estructura algunas de las obras más interesantes del periodo impresionista de Pissarro: El camino en cuesta de la Côte‐du‐
Jalet, del Brooklyn Museum es un ejemplo notable de él como lo es también Casas en el Hermitage, Pontoise, y hay una multitud de composiciones análogas. Pissarro, Cézanne y Gauguin (…) fueron los únicos artistas que llevaron esta técnica hasta el punto de transmitirnos realmente una sensación de mareo [a feeling of dizziness]. Los tres estaban fascinados por unas composiciones sumamente inusuales que parecen minar la misma posición del artista, como si quisieran subrayar lo eminentemente precario que es, en realidad, su punto de vista.» La importancia crucial de este pasaje consiste en revelarnos que El camino en cuesta (un cuadro cuya originalidad insólita siempre se ha destacado) no es una isla, sino la punta de un continente sumergido en la obra de Pissarro. Y que en Pissarro se encuentra el germen, no sólo del carácter constructivo de la pintura de Cézanne y del Gauguin temprano, sino también de sus aspectos deconstructivos. Particularmente inteligente es la observación de Joachim Pissarro según la cual los experimentos de Pissarro (así como los de sus discípulos Cézanne y Gauguin) pueden producir «una sensación de mareo». El sabio y moderado Pissarro ¿sería entonces un maestro del vértigo? (…) La respuesta más lúcida a las primeras vistas parisienses de Pissarro, expuestas en 1894 en la galería Durand‐Ruel, son unas brevísimas líneas del crítico Paul Dupray: «En las fisonomías parisienses (…) se encontrarán anécdotas donde la vida de la calle está expresada con una viva inteligencia del vértigo urbano». Ese «vértigo urbano» puede aludir al tempo rápido de París que Pissarro plasma tan bien en el hormigueo de figuras y carruajes. Pero el vértigo es, más literalmente, la sensación que aparece cuando el artista, que había trabajado siempre con los pies en la tierra, se encuentra asomado a una ventana, pintando vistas en picado de las calles de París. Pissarro se interna así en un territorio inaugurado tiempo atrás por Monet con sus vistas del Boulevard des Capucines y prolongado por Caillebotte en sus insólitos bulevares. En su texto ya clásico sobre las vistas aéreas en la tradición del arte moderno, Kirk Varnedoe situaba las series parisienses de Pissarro en la estela de los experimentos de Caillebotte. Igual que Caillebotte, Pissarro llega a suprimir el horizonte en algunas de ellas de un modo que genera formas flotantes en el campo visual. El punto de vista en picado cancela los signos convencionales de anisotropía, el sentido del arriba y el abajo, el valor de la gravedad. La calle se convierte en una colección de formas distribuidas aleatoriamente sobre un plano. Para Varnedoe, estas vistas aéreas, desarrolladas después en la fotografía de vanguardia por Rodchenko, Moholy‐Nagy, André Kertész y muchos otros, anticipaban el vertiginoso all‐over de la pintura de Jackson Pollock.” JOACHIM PISSARRO
Monet/Pissarro
(…) “Durante el periodo impresionista (…) Pissarro y Monet se habían tratado mucho, pero sin llegar a ser amigos íntimos. Pissarro se sentía más cerca de Cézanne y Degas, y menos de Monet, Renoir y Sisley. Finalmente, a partir de 1886 Pissarro y Monet quemaron casi todos los puentes, pues el primero (que había perdido a su amigo Cézanne, residente ahora en Provenza) se volvió hacia una generación nueva y mucho más joven: los llamados neoimpresionistas, entre los que destacaba sobre todo Georges Seurat, a quien admiraba sin reservas. En esos momentos, la relación entre Pissarro y Monet no podía ser más fría. De hecho, Pissarro calificaba a sus antiguos colegas, los impresionistas, de «románticos», mientras que él, Seurat y Paul Signac estaban preparando el camino para el impresionismo científico, es decir, el neoimpresionismo. (…) Monet y Pissarro comparten el hecho de que dedicaron las últimas décadas de su vida a pintar series, y podría decirse que en ellas está la parte más amplia de su producción, aunque cada uno de ellos entendiera el concepto de serie de una manera muy distinta. Veremos ahora cómo esa fascinación común por la idea de pintar series se desarrolló en la mente y la carrera tardía de ambos pintores. Monet y Pissarro se encontraron en Londres en 1870, durante la guerra franco‐
prusiana: Monet tenía entonces treinta años, y Pissarro cuarenta. Aunque ambos son claramente los dos principales paisajistas del impresionismo no coinciden en absoluto en la manera de plantearse el problema de la representación de la naturaleza. Además, y como Renoir, Monet se dejó seducir por la posibilidad de llegar al éxito a través de los Salones oficiales, algo que era anatema para espíritus tan intransigentes como Pissarro o Degas. Así pues, durante el periodo impresionista su relación fue cordial pero nunca muy íntima. Las cosas se complicaron al final de esta etapa, en 1886, cuando Pissarro le dio abiertamente la espalda al impresionismo clásico –«romántico»– a la vez que abrazaba, con ardiente pasión, la causa de los «impresionistas científicos», también llamados «neoimpresionistas» o «puntillistas»: Seurat y Signac, que tenían más o menos la edad de sus hijos. De hecho, el mayor, Lucien (1863‐1944), participó en las exposiciones neoimpresionistas. En esos momentos hubo una fuerte tensión entre Pissarro y Monet. (…) En abril de 1891, Pissarro le anunció a Lucien, tras contarle su gran entusiasmo por «los admirables resultados» de los grabados de Mary Cassatt, que él y la artista habían acordado realizar algunas series juntos (…). En esa misma carta, sin embargo, se lamentaba de su difícil situación económica, y de que Monet copara prácticamente todo el mercado. Todo el dinero que había era para Monet: Hoy no se piden más que obras de Monet. Parece como si no pintara suficientes. Lo más terrible es que todo el mundo quiere tener ¡¡¡almiares al atardecer!!! Siempre la misma rutina, todo lo que pinta se lo compran los norteamericanos a 4.000, 5.000 o incluso 6.000 francos. Esas dolidas expresiones terminaron el día en que Pissarro pudo ver por fin, en directo, las «repetitivas» series de almiares de Monet. Los problemas de vista que padecía seguían molestándole, y asistió a la inauguración de la exposición –quince cuadros de almiares al atardecer– con un ojo tapado, y en esas condiciones tuvo que ver la primera serie de su colega… Pese a ello, se refirió enseguida a la exposición, en términos notablemente generosos y a la vez introspectivos, en una carta a Lucien que merece citarse porque representa un punto de inflexión en la carrera de Pissarro y en sus reflexiones artísticas: Me parecieron muy luminosos y muy bien pintados, eso es evidente, pero como para nuestro propio provecho hemos de ir más allá, me pregunté qué es lo que les faltaba, y no hallé fácilmente la respuesta. No era precisión, sin duda, ni tampoco armonía. Sería más bien la unidad de ejecución lo que podría mejorarse, o una forma más serena de ver, menos fugaz en algunas partes: los colores son más bonitos que fuertes, el dibujo es bueno, aunque vacilante sobre todo en los fondos.Da lo mismo, ¡es un grandísimo artista! No hace falta que te diga que tuvo un enorme éxito, lo que francamente no me extraña, pues son lienzos tan seductores… respiran alegría. Esta carta es conmovedora por más de una razón: no sólo revela la (casi) completa rendición estética de Pissarro a los supremos logros y descubrimientos artísticos de Monet, sino que, además, le confiesa a su hijo que lo que está haciendo su colega le servirá en adelante como referencia con la que calibrar el valor de su propio trabajo. La reacción de Pissarro no podía ser más clara: admirando el nuevo rumbo que había tomado Monet, se preguntó «qué es lo que les faltaba» a sus cuadros, cuestión que a su vez le resultaba útil para sus propias decisiones artísticas. Y no necesitó mucho tiempo para hacer patentes los resultados de esas decisiones. En diciembre de ese mismo año, le anunciaba a su hijo que estaba terminando una «belle série de Bazincourt»: Estos días ha hecho muy buen tiempo… frío seco, blancas heladas y sol radiante… he empezado una serie de estudios desde mi ventana, en lienzos de 8, 15 y 30. Es extraordinaria la seguridad que tengo al pintarlos, y además ¡me resulta tan fácil…! Si soy capaz de terminarlos tendré una bonita serie sobre Bazincourt. Me daba miedo utilizar siempre el mismo motivo, pero hay tanta variación en sus efectos que hace que las cosas parezcan del todo distintas, a lo que también contribuye mucho el encuadre. (…) A lo largo de toda la década de 1890, Monet y Pissarro produjeron una explosión del serialismo: ambos lo abordaron con un deseo de venganza, pero con resultados completamente distintos. De hecho, sólo cabe imaginar qué increíble exposición se lograría reuniendo las series pintadas por ellos dos a lo largo de esa década: sería una gesta extraordinaria en ese ámbito, con resultados visuales incomparables.” RICHARD R. BRETTELL
Pissarro y el anarquismo
“En el otoño de 1893 Pissarro le envió a la hija de su fiel marchante, Paul Durand‐Ruel, con motivo de su matrimonio, un hermoso –y hasta ahora inédito– gouache sobre seda en forma de abanico. Su carrera acababa de superar un periodo de profunda crisis gracias a una exposición retrospectiva –la primera en casi una década– celebrada en la galería parisiense de Durand‐Ruel en enero y febrero de 1892. Ya tenía entonces 62 años, y su reputación aumenta en los años siguientes con el apoyo y orientación de Durand‐ Ruel y con su nueva dedicación a las series de vistas urbanas. La destinataria de aquel regalo de boda era una joven de acomodada posición, hija del que había sido el primer marchante de los impresionistas y el primero en vender sus obras a coleccionistas franceses y extranjeros. Rica y triunfadora, en 1893 la familia Durand‐Ruel vivía a lo grande, como perteneciente a una burguesía auténticamente cosmopolita. Era por tanto una joven privilegiada, mientras que Pissarro (que no era francés ni católico, ni siquiera cristiano, y que gracias a un préstamo de Monet hacía poco que había adquirido la pequeña propiedad en la que vivía) era claramente una figura marginal en la sociedad francesa. (…) Sería difícil encontrar un mayor contraste entre el tipo de vida que llevaba Marie Aube, la destinataria de este «abanico», y el mundo de trabajo colectivo y sin clases que con tanta belleza se representa en él. Con su piso en París y la burguesa casa familiar en el campo, con sus criadas y su forma de vestir a la moda, con su vida ociosa, esta dorada evocación de los gozos del trabajo colectivo en el campo le parecería a Marie Aube una escena de otro mundo, de un mundo totalmente ajeno al suyo. No sabemos dónde lo colgó en su piso, o ni siquiera si lo hizo, pero en cualquiera de los casos el contraste con su correcta vida burguesa no se planteaba en términos artísticos, sino de mensaje político. Cuando Pissarro le hizo ese obsequio a la hija de su marchante ya era conocido como anarquista, y no pudo ser su intención enviarle con él una crítica explícita –era demasiado tranquilo y metódico para hacerlo–. Con todo, cuando se lo regaló estaba colaborando activamente con la causa del anarquismo, era conocido por la policía francesa como un anarquista militante y había terminado el ejemplo más potente de ideología antiburguesa que jamás creara un artista, un libro ilustrado a mano y titulado Turpitudes sociales [Desgracias sociales] (…). Habida cuenta de todo ello, hemos de considerar el regalo del «abanico» como una declaración de su manera de pensar –no como una crítica de la vida de la joven, sino como una ilustración de lo que sería una vida ideal tras lo que todos los anarquistas militantes europeos pensaban que sería una revolución social inevitable. (…) ¿Dónde están los orígenes del anarquismo de Pissarro? Los especialistas han subrayado su rechazo de los valores plenamente burgueses de la familia en que nació, la cual, al igual que muchas familias judías de la época, giraba en torno a un negocio y medía el éxito en términos de dinero y propiedades. La oposición de Pissarro a esos valores era total. Incluso en sus escasas cartas de juventud está ya claro que valoraba una vida sin propiedad privada, modesta y entregada al trabajo. Para él, ser artista chocaba con la sociedad burguesa convencional a pesar de que el mercado del arte estuviera controlado por fuerzas de la burguesía. Fue precisamente esa libertad del artista con respecto a la vida tradicional y a todo lo que ella comportaba –lo que entonces se llamaba «bohemia»– lo que atrajo a Pissarro hacia un estilo de vida y de producción no mercantilizado. Sabemos que ya en la década de 1860 Pissarro empezó a moverse en los círculos anarquistas y protoanarquistas y que, junto con su amigo Ludovic Piette, comenzó a leer sistemáticamente obras de teoría política y social, temas que por entonces padecían todos los rigores de la censura oficial. Tras unirse sentimentalmente, pese a la oposición familiar, con la criada de su madre, Julie Vellay, que sería después su esposa, y tras la muerte de su padre en 1865, trabó amistad con Gustave Courbet, artista claramente político, y rechazó su formación religiosa –de hecho, toda religión organizada–. (…) Pissarro había decidido que el arte era un escenario en el que podían exponerse ideas políticas avanzadas. Seguía en ello el principio general de Proudhon, quien exhortaba a los artistas, utilizando el formidable ejemplo de Courbet, a que abandonaran la representación de mundos ideales –ya fueran mitológicos, religiosos o históricos– para afrontar directamente el mundo contemporáneo, con todas sus contradicciones y problemas. Proudhon defendía asimismo un arte que representara los valores eternos de la libertad individual y la igualdad, y hay muchos datos que indican que Pissarro compartía esas ideas aunque no escribiera positivamente sobre los textos proudhonianos hasta un momento muy posterior de su vida. Realmente hay que esperar a que sus hijos empezaran a irse de casa y a independizarse para que tengamos las primeras muestras de una correspondencia que ha sido una de las bases de los estudios sobre los impresionistas. En cierto modo, las cartas de Pissarro han desempeñado en ese ámbito un papel más importante que sus propias obras, pues, además de ser claras y fiables, se refiere de manera directa en ellas a artistas tan fundamentales como Monet, Renoir, Degas, Cézanne, Gauguin, Seurat y otros. Su generosidad y sus amplias indagaciones sobre el complejo mundo de las galerías, los críticos, los museos, los artistas, el periodismo, la política y el dinero las convierten en una auténtica mina de fuentes primarias para el crítico y el historiador del arte moderno. Lo que Pissarro no hace en ellas, sin embargo, es interpretar sus propias obras. 
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