Las clases acaban a las dos y media. Menos mal. Pensaba que ya

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Las clases acaban a las dos y media. Menos mal. Pensaba que ya no podía soportar estar encerrado con
esa gente en el aula. No paraban de mirarlo y hacer comentarios maliciosos y llenos de desprecio por lo bajo.
Mientras el silencioso chico andaba solo por las calles de camino a casa, pensaba en ello. Aquellos chavales
habían ido a por él desde el primer día sin razón aparente. No sabía si era por el aspecto, por la estatura, o por
puro azar. Quizás un poco de todo. No lo entendía pero era así. De ser un lugar de estudio, para el chico que
en este momento cruzaba la carretera, el instituto había pasado a ser un calvario dificilmente soportable en el
que las burlas y las agresiones eran frecuentes.
Al doblar una esquina el chico se puso subitamente en tensión, y retrocedió hasta quedar de nuevo
oculto. Sus compañeros de clase se le habían adelantado y estaban sentados en un banco de la plaza de
enfrente de su piso. Si pasaba por delante de ellos, lo menos que podia esperar era una zancadilla o un
puñetazo en la espalda cuando pasara, acompañado de las omnipresentes risas y burlas.
Mirando por el filo de la esquina vió a ese chico. Había sido su amigo hasta que llegaron al instituto.
No sabía porque la persona con la que había merendado, había jugado, e incluso había mirado fotos subidas
de tonos a escondidas, había cambiado tan radicalmente su postura hacia él.
El estómago le gruñó de hambre, pero no se atrevía a seguir adelante. Parecia que no estaban
esperándole, pero otras veces como esta se había llevado una desagradable sorpresa. Sin embargo, si daba la
vuelta al edificio con el que se escudaba, solo podrían verle de lejos. Tardaría casi veinte minutos más pero no
se arriesgaba tanto, aunque de los insultos solo un idiota pensaria que se iba a escapar. Suspiró y, sintiendo su
orgullo violado otra vez, procedió a dar la vuelta.
Cuando se decidió a exponerse, en un útimo intento por mantener un poco de dignidad, se ergió, y
andó, no rápidamente, pero tampoco demasiado lento para no tener que soportarlo mucho tiempo. Tuvo suerte
porque en el momento de pasar él estaban distraídos, y no se dieron cuenta hasta casi la mitad del tramo. Le
insultarón pero no les dió tiempo de ir a por él.
El chaval se aseguró de cerrar bien la puerta del portal a su espalda, por si les daba por buscarlo.
Nunca habían llegado a tanto, pero constantemente se superaban a sí mismos. Tomó el ascensor, pulsó el
sexto botón, y, cuando la puerta de metal se cerró, por primera vez en el día se relajó, dejó caer la mochila al
suelo y respiró hondo a causa de su integridad dañada.
Llegó a casa, abrió con su copia de las llaves, y fue a su habitación. Por la ventana, si se asomaba,
podría ver a esos niños todavía sentados en la plaza, pero no quería más insultos. Su madre no estaba en casa
pero le había dejado la comida hecha. Luego comería un rato. Simplemento tomó algo de agua y se tumbo en
su cama, totalmente vestido. Se pasó la mano por los ojos y tomó de su mesita un calendario. No tenía nada
marcado porque todos los días eran iguales. Las fechas que merecían la pena recordar se las sabía de memoria
por ser los días que pasaba algo bueno. Dejó el calendario a un lado, y se quedó mirando al techo con mirada
ausente, hasta que cansado como estaba, se quedó dormido.
José Alberto Muñoz Carrillo
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