América latina: el constitucionalismo necesario DR. RUBÉN MARTÍNEZ DALMAU* Existe un nuevo constitucionalismo latinoamericano Durante décadas, el constitucionalismo latinoamericano ha sido examinado desde ópticas externas con cierto desdén o, en el mejor de los casos, restándole importancia a sus peculiaridades. Las constituciones latinoamericanas, si no todas muchas de ellas, han servido a los estudios académicos para dar por probado un constitucionalismo poco útil, reiterado y reiterativo, y han sido nombradas en multitud de clases como ejemplo de mal funcionamiento constitucional. Una deuda que parece deben pagar incluso cuanto las circunstancias ya no son las mismas. Pero lo cierto es que las cosas han cambiado sustancialmente en la última década y media. Los últimos procesos constituyentes que han tenido lugar en América Latina demuestran cómo el propio concepto de constitución y, más allá, el de constitucionalismo, han evolucionado de manera significativa en las sociedades latinoamericanas. Estos procesos han demostrado que la teoría y la práctica constitucional se han encontrado en un punto común en el que hacía mucho tiempo, demasiado para el bienestar de las democracias constitucionales, que no coincidían. Lo que viene acompañado por una falta de vitalidad del constitucionalismo actual que, fruto de una Europa ocupada –y, en cierta medida, asombrada- en su propia realidad y sus nuevos objetivos tras la caída del muro de Berlín, parece extenderse más allá de las fronteras europeas. El interés de las sociedades europeas por sus constituciones, sorprendentemente, ha disminuido de forma drástica tras los momentos constituyentes en cierta medida estelares que experimentó tras la Segunda Guerra Mundial mientras que, contra todo pronóstico, ha aumentado en muchos países de América Latina. En esta exposición cabe resaltar tres aspectos que son claves para entender la realidad constitucional en este momento histórico: Por una parte, que el constitucionalismo vigente en la mayor parte de los países occidentales, que podríamos denominar constitucionalismo del bienestar, no supo hacer frente al debilitamiento del Estado social y se encuentra en una situación de apatía y de incapacidad de dar respuestas a muchos de los requerimientos de las sociedades actuales; en segundo lugar, que frente al constitucionalismo del bienestar ha aparecido en los últimos años un nuevo constitucionalismo latinoamericano, dispuesto a recobrar la función creadora y transformadora propia del constitucionalismo, en particular porque se trata de un constitucionalismo necesario, construido sobre las bases fácticas que se encuentran en el origen de todo genuino momento constituyente. Y, en tercer lugar, que el nuevo * Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Valencia (España). Coautor de “Cambio político y proceso constituyente en Venezuela (1998-2000)” (Vadell Hermanos, 2001). Esta es la transcripción de la conferencia impartida en Barquisimeto, en septiembre de 2005. 1 constitucionalismo latinoamericano está creando una forma constitucional propia, reconocible en varios de sus productos, que va tomando perfiles claros y que, en muchas ocasiones, cuenta con notables diferencias en lo que se ha entendido como correcto en la doctrina constitucional clásica. El constitucionalismo nace por la vigencia del principio democrático Es conocido que los primeros experimentos constitucionales se originan en unos momentos y lugares precisos, en el marco de las revoluciones liberales, y con un fin común: derribar al absolutismo y acabar con la concentración del poder en manos del monarca. Es obligatoria una referencia previa al constitucionalismo inglés, fruto de la empecinada batalla entre rey y parlamento que finaliza con la victoria de éste último en la denominada Revolución Gloriosa, en 1688, y la aparición un año después de la Declaración de Derechos (Bill of Rights), en la que Guillermo de Orange, al asumir la corona, reconoce la soberanía del parlamento y la visión liberal. Pero el constitucionalismo como manifestación más perfecta, en su forma articulada y codificada en un texto único que denominamos constitución, es producto de las revoluciones liberales norteamericana y francesa que, con apenas unos años de diferencia, tuvieron lugar en el último cuarto del siglo XVIII. El objetivo de unos y otros fue el mismo: controlar el poder a través de la vigencia del principio democrático y, con ello, ponerle fin al absolutismo, producto de la acumulación de los poderes feudales en la figura del rey como soberano. Cuando la soberanía del rey fue sustituida por la soberanía del pueblo y la voluntad general se impuso al interés particular de los privilegiados, en ese momento podemos comenzar a referirnos a la Constitución. De la aplicación del principio democrático para preservar los derechos fundamentales y legitimar el poder público surge el propio concepto de Constitución. Sin legitimidad democrática, sin control de los poderes, sin Estado de Derecho, sin organización legítima del poder público no podemos hablar de Constitución. A ello se refiere el conocido artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1779, fruto del acuerdo de los liberales franceses constituidos ya no sólo en Tercer Estado, sino en Asamblea Nacional: allí donde no existen garantías para los derechos ni hay separación de poderes (en el sentido de no asunción de todo el poder por una sola institución), no hay Constitución. La evolución constitucional posterior durante el siglo XIX, en especial en Europa, fue sin duda poco afortunada en comparación con el momento de esplendor que se dio durante la Revolución francesa. A los infructuosos intentos napoleónicos de expansión de los ideales liberales por vía de las armas les sucedió un contraataque conservador entre nostálgico y triunfante, que finalizó en la asunción de pocos y débiles condicionantes liberales por las viejas nuevas monarquías que retomaron en control en Europa. Pero la llama del liberalismo se había encendido, y lenta pero progresivamente los valores antiguos fueron sustituidos por nuevas formas de ver la relación entre la sociedad y el Estado. Los monarcas utilizaron el instrumento creado por las revoluciones liberales, las 2 constituciones, para mantener las apariencias del nuevo Estado. Estas constituciones, en el marco de la restauración, no ofrecían nada más que meras declaraciones de intenciones, sin llegar en ocasiones a ese nivel de generosidad. Las cartas otorgadas por los reyes, cuyo propio concepto es aberrante al principio democrático, abrieron la puerta a un concepto formal y no material de Constitución, y daría paso a lo que se conocería como constitucionalismo nominal: profusos textos constitucionales sin la menor voluntad de constituirse como norma jurídica suprema. A finales del siglo XIX y principios del XX, tras las rupturas del Estado liberal y la transformación social y política que supuso la irrupción del principio democrático, de forma más tímida en el periodo de entreguerras y de manera más sólida después de la Segunda Guerra Mundial y de las experiencias fascistas, las constituciones reivindicaron el papel que les fue arrebatado durante el siglo nominalista, y fue a través de ellas cuando el principio democrático gozó de la mayor expresión hasta el momento en la historia de la humanidad. En efecto, la soberanía fue devuelta al pueblo, no cupieron dudas acerca de la participación política de las mujeres, se fortalecieron los sistemas de control de constitucionalidad –en buena medida por la creación de los tribunales constitucionales, uno de las más importantes innovaciones del derecho constitucional- y se establecieron las garantías legislativas y procesales que hicieron efectivos los derechos civiles y políticos. Durante los procesos constituyentes europeos tras la Segunda Guerra Mundial, el constitucionalismo vivió su máximo esplendor desde el momento mismo de su nacimiento. En todo el mundo el fenómeno constitucional se levantaba como una solución efectiva a las respuestas de orden público que solicitaban los pueblos. Son muchos los casos de constituciones de ese tercer momento constituyente, más extenso y con más denominadores comunes, que perviven en la actualidad con algunas modificaciones. El constitucionalismo del bienestar no dio cobertura a las políticas del Estado social Pero la aplicación del principio democrático durante las constituciones de los años cincuenta y sesenta no se llevó a sus últimas consecuencias. Quizás el temor de sus impulsores fue el mismo miedo a la ruptura, a las consecuencias que una aplicación estricta del principio democrático, que acechó a los asambleístas franceses siglo y medio atrás. Los parlamentarios franceses, conformados como constituyentes originarios, no quisieron o no supieron romper con la monarquía de Luís XVI en la Constitución de 1791, y el advenimiento de la República tuvo que esperar a constatar la traición del rey. En el siglo XX la dimensión del problema no era reducir a pedazos la monarquía absoluta, ni siquiera –como llevaron adelante los franceses tras el juramento del juego de pelotabuscar los mecanismos de convivencia entre el principio democrático y la monarquía limitada, al pasar el rey de detentador del poder soberano a órgano público constituido y, por tanto, a disposición del constituyente. En el siglo XX el problema era otro: construir un Estado del bienestar sobre las cenizas del Estado liberal, dotado de recursos y posibilidades para asegurar condiciones de vida dignas a sus ciudadanos. 3 Pero lo cierto es que, en particular durante el periodo de auge en la aplicación de medidas keynesianas, en el periodo postbélico, las políticas del bienestar se desarrollaron de espaldas al proceso constituyente. Los derechos económicos, sociales y culturales fueron excluidos de los sistemas generales de protección donde sí cabían los derechos civiles y políticos, y se convirtieron en meros inspiradores de las políticas públicas, sin posibilidad de ser reivindicados jurídicamente en toda su dimensión. Pero, al mismo tiempo, los Estados se esforzaban en enfrentar la amenaza del socialismo aplicando políticas interventoras, invirtiendo recursos públicos en la financiación del bienestar, y apostando por criterios macroeconómicos válidos por su efectividad y aceptación más que por su signo positivo y negativo. Es cierto que esas políticas comportaron el aumento de la deuda pública, la inflación y el disgusto de los defensores de la no intervención del Estado más que en los mínimos liberales. También lo es que todavía, en muchos casos, se disfrutan los esfuerzos realizados en tiempos cada vez más lejanos. El problema real de fondo se dio cuando las bases fácticas para la aplicación de las políticas del bienestar cambiaron, y las condiciones económicas –las demandas del capital- y políticas prefirieron promover los postulados del retorno al Estado liberal. La crisis energética, la caída del sistema monetario que había permanecido estable tras Bretton Woods, el repunte imparable de la inflación y del desempleo y, quizás a causa de todo ello, la llegada de decisores públicos más conservadores al poder, promovieron este cambio en el papel del Estado en la economía, y disminuyeron los códigos de protección social. En ese momento, en que hubiera sido crucial contar con un constitucionalismo fuerte, las sociedades se encontraron con textos constitucionales que no servían para la protección del Estado social. Paradójicamente, el constitucionalismo del bienestar no protegía al Estado del Bienestar. A finales de los setenta y, en particular, durante la década de los ochenta, las políticas neoliberales camparon a sus anchas por donde antes se había defendido la necesidad del Estado social. Los efectos del retorno de esa forma descarnada de liberalismo que ha dado en llamarse neoliberalismo no necesitan palabras para ser explicados. El constitucionalismo europeo debió haber reaccionado como lo supo hacer frente a las constituciones nominales, pero con mayor rapidez. No fue así. Las políticas neoliberales no sólo no encontraron ningún freno en las constituciones, sino que encontraron indiferencia e incluso, en algunos casos, apoyo. Lejos de consolidarse como un –parafraseando a Guastini- constitucionalismo abierto, fuerte, que procure la constitucionalización del ordenamiento jurídico, las constituciones del bienestar fueron inservibles cuando eran necesarias, lo que no es otra cosa que formar parte de ese derecho débil, dúctil, sometido a los intereses de los poderosos, del que nos habla Zagrebelsky. El constitucionalismo del bienestar ha devenido en constitucionalismo de la opulencia 4 ¿Qué otra cosa, si no, se desprende de la situación constitucional en Europa? Un temor recorre los despachos de los decisores públicos y las reuniones de los altos gobiernos, y es el de la participación de los ciudadanos en la construcción de sus futuros. Las constituciones manifiestan haberse impuesto sus propios límites, y parecen querer detener el reloj de la evolución constitucional, como si ésta pudiera colocar su fin en la actual situación. Muchas reivindicaciones ciudadanas permanecen calladas, porque no existen los medios democráticos para colocar los discursos en la calle. Una gran mayoría no está interesada en modificar el estatuto de las cosas, porque forma parte de ese minúsculo porcentaje de la población mundial víctima del trueque del bienestar por el consumo. Si no lo ha dicho Galbraith, seguramente la expresión no le sería ajena: el constitucionalismo del bienestar, que nunca fue propiamente del bienestar, se está convirtiendo en el constitucionalismo de la opulencia ante la inactividad de propios y extraños. Un ejemplo claro ha sido la huída hacia delante que supuso el intento de hacer creer a los ciudadanos europeos que el texto que los Jefes de Estado y Gobierno de la Unión Europea aprobaron en Roma en el verano de 2004 era una Constitución Europea. Cualquier interesado por el Derecho constitucional se hubiera cuestionado la legitimidad democrática de una Constitución aprobada de acuerdo con los estándares de un tratado internacional, de espaldas a los pueblos europeos (¿o al pueblo europeo?; sólo en este caso podemos estar hablando de soberanía, y sólo en este caso podría haber algún día una verdadera Constitución Europea) y con la participación, bastante oscura –siendo modestos- de la élites europeas en un texto que sólo lleva el título de Constitución por el elemento de legitimidad que le identifica. Y por poco más. Desde luego, Europa ha visto asombrosamente escapar su posibilidad constituyente y ni siquiera parece retractarse de ello. El constitucionalismo latinoamericano es un constitucionalismo necesario Los optimistas nos resignamos a ceder sin más ante la lógica de los hechos en aquello que consideramos injusto. Dentro de esta lógica, es necesario buscar la esperanza en el futuro constitucional en dos ámbitos: o en el temporal, esperando el nuevo surgimiento constituyente que, si seguimos la evolución del constitucionalismo, aparecerá en algún momento; o en el mundial, buscando procesos más avanzados que el europeo, y donde puedan existir las condiciones para la intervención de un constitucionalismo fuerte, comprometido con el bienestar de los pueblos. Las constituciones, como se ha visto en la historia, responden a un prius evidente: a la necesidad de su aparición. Las constituciones, cuando se dan en toda su dimensión, son constituciones necesarias lo cual, desde luego, no implica que en cada momento en que hayan sido necesarias hayan respondido a esa necesidad. Porque esta necesidad, que permanece en estado latente en Europa y no acaba de afectar la epidermis social, es clara en América Latina. El constitucionalismo latinoamericano es un constitucionalismo necesario, vital, al que se le pregunta 5 constantemente acerca de su utilidad para servir a los procesos sociopolíticos de cambio a favor de un Estado más implicado en el bienestar de sus ciudadanos. Las condiciones sociales en América Latina no dejan muchos resquicios para la esperanza, pero uno de ellos es el papel de un constitucionalismo comprometido. Un constitucionalismo que pueda romper con lo que se considera dado e inmutable, y que pueda avanzar por el camino de la justicia social, la igualdad y el bienestar de los ciudadanos. El hecho de que se traten de sociedades muchas de las cuales no experimentaron el Estado social, induce a pensar que las raíces sociales de las manifestaciones de protesta en América Latina conducirán a la búsqueda de formas de rescate de la dignidad de los pueblos, de reivindicación de sus derechos, de exigencia de lo que les corresponde, a través de mecanismos globalmente transformadores y que funcionen. Los procesos constituyentes latinoamericanos, por lo tanto, se circunscriben en el abanico -por otra parte tampoco muy amplio- de mecanismos de cambio y, por lo tanto, pasan a ser procesos necesarios en el devenir de la historia. Si el análisis es correcto, las primeras décadas del siglo XXI serán años constituyentes en América latina, siguiendo el recorrido que se inició en la última etapa del último siglo. En efecto, desde las manifestaciones constituyentes de la década de los noventa, el constitucionalismo latinoamericano parece haber asumido un perfil diferenciado y diferenciador, en sintonía con los procesos de cambio que, de forma paralela, han vivido varios países. No es difícil situar la primera manifestación constituyente que define un punto y aparte en la evolución constitucional latinoamericana. Fue el proceso constituyente colombiano, que dio fruto a la Constitución Política de Colombia de 1991 donde, aún de una forma imperfecta pero claramente reconocible, aparecen algunos de los rasgos que más tarde impregnarán los procesos constituyentes ecuatoriano y venezolano, y que da comienzo al nuevo constitucionalismo latinoamericano. Podríamos hablar de los rasgos formales que caracterizan el fruto de la Asamblea Nacional Constituyente y de la manifestación constituyente del pueblo: desde su extensión hasta la introducción de elementos complejos; también podríamos referirnos largamente a las características materiales de la Constitución, como la inclusión de mecanismos de democracia participativa, la mejora en la protección de los derechos fundamentales o la compleja regulación del papel del Estado en la economía. Todo ello son primeras manifestaciones de líneas generales de desarrollo que se presentarán en los procesos constituyentes ecuatoriano, en 1997, y venezolano, en 1999. Pero la característica clave es la necesidad de una constituyente en la Colombia que iniciaba, con pocas esperanzas y un horizonte oscuro, la década de los noventa, necesidad compartida en Ecuador y en Venezuela a mediados y finales de esa década. Muchos se cuestionan la utilidad del proceso constituyente colombiano, incluso se habla del fracaso. Pero ello no le merma un ápice en su necesidad, con independencia de que sólo la política ficción podría especular sobre qué hubiera pasado si no se hubiese convocado al poder constituyente en Colombia. El proceso ecuatoriano siguió otros derroteros, que enfrentó al poder constituyente con los poderes constituidos de forma poco procedente y, desde luego, desfavorable para 6 los intereses del pueblo ecuatoriano. Pero se mantuvieron los rasgos principales que había inaugurado la Constitución colombiana de 1991, e incluso se subrayaron algunos más. El caso venezolano fue el ejemplo más rotundo de lo que acabaría denominándose nuevo constitucionalismo latinoamericano. La Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, votada mayoritariamente por el pueblo venezolano el 15 de diciembre de 1999, fue antetodo una constitución necesaria. Desde la primera gran manifestación de protesta, el denominado Caracazo, en 1989, cuando miles de personas se lanzaron a la calle para expresar su hastío con un sistema corrupto, elitista y marginador, hasta la victoria de Hugo Chávez en diciembre de 1998, pasando por los golpes de Estado 1992 que, indirectamente, acabaría con el gobierno de Carlos Andrés Pérez, la sociedad venezolana acabó imponiendo su voluntad de profundizar en una democracia a través de la participación, las políticas de igualdad, el respeto de los derechos fundamentales, y la mejora de las condiciones de vida de los venezolanos por medio de coberturas sociales suficientes, creación de tejido productivo y mejor distribución de la renta petrolera. Hay aspectos de este nuevo constitucionalismo latinoamericano que resultan extraños a la doctrina clásica del derecho constitucional. Es difícil encontrar entre las ciencias sociales un ámbito científico que haya avanzado menos en los últimos siglos que el derecho constitucional. Las dinámicas conservadoras de la disciplina favorecen las desconfianzas sobre posiciones innovadoras, inventos, y las nuevas constituciones latinoamericanas si hacen algo es inventar. Diferenciar más de los tres poderes clásicos, crear nuevas formas de participación, incluir elementos mixtos de control de la constitucionalidad, regular los bancos centrales, etc ., produce aún algunos rechazos en las aulas y la doctrina. Puede que erradamente o no –otro objeto de discusión es sobre si es legítimo o no un derecho a errar-, pero desde luego el nuevo constitucionalismo latinoamericano cuenta con un componente de originalidad que, para encontrarlo en los experimentos constituyentes comparados, tendríamos que escarbar muy atrás. En resumen, la dinámica de la historia ha inaugurado un momento constituyente que puede ser decisivo en la evolución del Derecho constitucional, disciplina poco proclive a los imprevistos y a los sobresaltos. Esta sucesión constituyente se fundamenta en la necesidad de institucionalizar las demandas sociales de cambio a través de alteraciones estratégicas en esa codificación de valores y objetos sociales que son las constituciones. Y las condiciones sociales que enmarcan los cambios políticos se dan, en estos momentos, en América latina. Por esta razón, debemos estar atentos a un posible cambio de paradigma en el Derecho constitucional que puede intensificar las diferencias entre un viejo y un nuevo constitucionalismo. A partir de ese momento cabrá valorar si la necesidad constitucional se mantiene en América latina o se trata de un paso definitivo hacia un triunfo mundial de un nuevo concepto de Constitución. 7 8