Un viejo verde

Anuncio
Obra reproducida sin responsabilidad editorial
Un viejo verde
Leopoldo Alas Clarín
Advertencia de Luarna Ediciones
Este es un libro de dominio público en tanto
que los derechos de autor, según la legislación
española han caducado.
Luarna lo presenta aquí como un obsequio a
sus clientes, dejando claro que:
1) La edición no está supervisada por
nuestro departamento editorial, de forma que no nos responsabilizamos de la
fidelidad del contenido del mismo.
2) Luarna sólo ha adaptado la obra para
que pueda ser fácilmente visible en los
habituales readers de seis pulgadas.
3) A todos los efectos no debe considerarse
como un libro editado por Luarna.
www.luarna.com
Oid un cuento... ¿Que no le queréis naturalista? ¡Oh, no! será idealista, imposible... romántico.
*
* *
Monasterio tendió el brazo, brilló la batuta
en un rayo de luz verde, y al conjuro, surgieron
como convocadas, de una lontananza ideal, las
hadas invisibles de la armonía, las notas misteriosas, gnomos del aire, del bronce y de las
cuerdas. Era el alma de Beethoven, ruiseñor
inmortal, poesía eternamente insepulta, como
larva de un héroe muerto y olvidado en el campo de batalla; era el alma de Beethoven lo que
vibraba, llenando los ámbitos del Circo y llenando los espíritus de la ideal melodía, edificante y seria de su música única; como un contagio, la poesía sin palabras, el ensueño místico
del arte, iba dominando a los que oían, cual si
un céfiro musical, volando sobre la sala, subiendo de las butacas a los palcos y a las galerías, fuese, con su dulzura, con su perfume de
sonidos, infundiendo en todos el suave adormecimiento de la vaga contemplación extática
de la belleza rítmica.
El sol de fiesta de Madrid penetraba disfrazado de mil colores por las altas vidrieras rojas,
azules, verdes, moradas y amarillas; y como
polvo de las alas de las mariposas iban los corpúsculos iluminados de aquellos haces alegres
y mágicos a jugar con los matices de los graciosos tocados de las damas, sacando lustre azul,
de pluma de gallo, al negro casco de la hermosa
cabeza desnuda de la morena de un palco, y
más abajo, en la sala, dando reflejos de aurora
boreal a las flores, a la paja, a los tules de los
sombreros graciosos y pintorescos que anunciaban la primavera como las margaritas de un
prado.
*
* *
Desde un palco del centro oía la música, con
más atención de la que suelen prestar las damas en casos tales, Elisa Rojas, especie de Minerva con ojos de esmeralda, frente purísima,
solemne, inmaculada, con la cabeza de armoniosas curvas, que, no se sabía por qué, hablaban de inteligencia y de pasión, peinada como
por un escultor en ébano. Aquellas ondas de los
rizos anchos y fijos recordaban las volutas y las
hojas de los chapiteles jónicos y corintios y estaban en dulce armonía con la majestad hierática del busto, de contornos y movimientos canónicos, casi simbólicos, pero sin afectación ni
monotonía, con sencillez y hasta con gracia.
Elisa Rojas, la de los cien adoradores, estaba
enamorada del modo de amar de algunos
hombres. Era coqueta como quien es coleccio-
nista. Amaba a los escogidos entre sus amadores con la pasión de un bibliómano por los
ejemplares raros y preciosos. Amaba, sobre
todo, sin que nadie lo sospechara, la constancia
ajena: para ella un adorador antiguo era un
incunable. A su lado tenía aquella tarde en otro
palco, lleno de obscuridad, todo de hombres, su
biblia de Gutenberg, es decir, el ejemplar más
antiguo, el amador cuyos platónicos obsequios
se perdían para ella en la noche de los tiempos.
Aquel señor, porque ya era un señor como de
treinta y ocho a cuarenta años, la quería, sí, la
quería, bien segura estaba, desde que Elisa recordaba tener malicia para pensar en tales cosas; antes de vestirse ella de largo ya la admiraba él de lejos, y tenía presente lo pálido que se
había puesto la primera vez que la había visto
arrastrando cola, grave y modesta al lado de su
madre. Y ya había llovido desde entonces. Porque Elisa Rojas, sus amigas lo decían, ya no era
niña, y si no empezaba a parecer desairada su
prolongada soltería, era sólo porque constaba al
mundo entero que tenía los pretendientes a
patadas, a hermosísimas patadas de un pie
cruel y diminuto; pues era cada día más bella y
cada día más rica, gracias esto último a la prosperidad de ciertos buenos negocios de la familia.
Aquel señor tenía para Elisa, además, el mérito de que no podía pretenderla. No sabía Elisa a
punto fijo por qué; con gran discreción y cautela había procurado indagar el estado de aquel
misterioso adorador, con quien no había hablado unas que dos o tres veces en diez años y
nunca más de algunas docenas de palabras,
entre la multitud, acerca de cosas insignificantes, del momento. Unos decían que era casado y
que su mujer se había vuelto loca y estaba en
un manicomio; otros que era soltero, mas que
estaba ligado a cierta dama por caso de conciencia y ciertos compromisos legales... ello era
que a la de Rojas le constaba que aquel señor no
podía pretender amores lícitos, los únicos posibles con ella, y le constaba porque él mismo se
lo había dicho en el único papel que se había
atrevido a enviarle en su vida.
Elisa tenía la costumbre, o el vicio, o lo que
fuera, de alimentar el fuego de sus apasionados
con miradas intensas, largas, profundas, de las
que a cada amador de los predilectos le tocaba
una cada mes, próximamente. Aquel señor, que
al principio no había sido de los más favorecidos, llegó a fuerza de constancia y de humildad
a merecer el privilegio de una o dos de aquellas
miradas en cada ocasión en que se veían. Una
noche, oyendo música también, Elisa, entregada a la gratitud amorosa y llena de recuerdos
de la contemplación callada, dulce y discreta
del hombre que se iba haciendo viejo adorándola, no pudo resistir la tentación, mitad apasionada, mitad picaresca y maleante, de clavar
los ojos en los del triste caballero y ensayar en
aquella mirada una diabólica experiencia que
parecía cosa de algún fisiólogo de la Academia
de ciencias del infierno: consistía la gracia en
querer decir con la mirada, sólo con la mirada,
todo esto que en aquel momento quiso ella
pensar y sentir con toda seriedad: «Toma mi
alma; te beso el corazón con los ojos en premio
a tu amor verdadero, compañía eterna de mi
vanidad, esclavo de mi capricho; fíjate bien,
este mirar es besarte, idealmente, como lo merece tu amor, que sé que es purísimo, noble y
humilde. No seré tuya más que en este instante
y de esta manera; pero ahora toda tuya, entiéndeme por Dios, te lo dicen mis ojos y el acompañamiento de esa música, toda amores». Y casi
firmaron los ojos: Elisa, tu Elisa. Algo debió de
comprender aquel señor; porque se puso muy
pálido y, sin que lo notara nadie más que la de
Rojas, se sintió desfallecer y tuvo que apoyar la
cabeza en una columna que tenía al lado. En
cuanto le volvieron las fuerzas se marchó del
teatro en que esto sucedía. Al día siguiente Elisa recibió, bajo un sobre, estas palabras: «Mi
divino imposible!». Nada más, pero era él, estaba segura. Así supo que tal amante no podía
pretenderla, y si esto por una temporada la
asestó y la obligó a esquivar las miradas ansiosas de aquel señor, poco a poco volvió a la acariciada costumbre y, con más intensidad y frecuencia que nunca, se dejó adorar y pagó con
los ojos aquella firmeza del que no esperaba
nada. Nada. Llegó la ocasión de ver el personaje imposible, pretendientes no mal recibidos al
lado de su ídolo, y supo hacer, a fuerza de sinceridad y humildad y cordura, compatible con
la dignidad más exquisita, que Elisa, en vez de
encontrar desairada la situación del que la adoraba de lejos, sin poder decir palabra, sin poder
defenderse, viese nueva gracia, nuevas pruebas
en la resignación necesaria, fatal, del que no
podía en rigor llamar rivales a los que aspiraban a lo que él no podía pretender. Lo que no
sabía Elisa era que aquel señor no veía las cosas
tan claras como ella, y sólo a ratos, por ráfagas,
creía no estar en ridículo. Lo que más le iba
preocupando cada mes, cada año que pasaba,
era naturalmente la edad, que le iba pareciendo
impropia para tales contemplaciones. Cada vez
se retraía más; llegó tiempo en que la de Rojas
comprendió que aquel señor ya no la buscaba; y
sólo cuando se encontraban por casualidad
aprovechaba la feliz coyuntura para admirarla,
siempre con discreto disimulo, por no poder otra
cosa, porque no tenía fuerza para no admirarla.
Con esto crecía en Elisa la dulce lástima agradecida y apasionada, y cada encuentro de aquellos lo empleaba ella en acumular amor, locura
de amor, en aquellos pobres ojos que tantos
años había sentido acariciándola con adoración
muda, seria, absoluta, eterna.
Mas era costumbre también en la de Rojas
jugar con fuego, poner en peligro los afectos
que más la importaban, poner en caricatura, sin
pizca de sinceridad, por alarde de paradoja
sentimental, lo que admiraba, lo que quería, lo
que respetaba. Así, cuando veía al amador in-
cunable animarse un poco, poner gesto de satisfacción, de esperanza loca, disparatada, ella,
que no tenía por tan absurdas como él mismo
tales ilusiones, se gozaba en torturarle, en probarle, como el bronce de un cañón, para lo que
le bastaba una singular sonrisa, fría, semiburlesca.
*
* *
La tarde de mi cuento era solemne para aquel
señor; por primera vez en su vida el azar le
había puesto en un palco codo con codo, junto a
Elisa. Respiraba por primera vez en la atmósfera de su perfume. Elisa estaba con su madre y
otras señoras, que habían saludado al entrar a
alguno de los caballeros que acompañaban al
otro. La de Rojas se sentía a su pesar exaltada; la
música y la presencia tan cercana de aquel
hombre la tenían en tal estado, que necesitaba,
o marcharse a llorar a solas sin saber por qué, o
hablar mucho y destrozar el alma con lo que
dijera y atormentarse a sí propia diciendo cosas
que no sentía, despreciando lo digno de amor...
en fin, como otras veces. Tenía una vaga conciencia, que la humillaba, de que hablando
formalmente no podría decir nada digno de la
Elisa ideal que aquel hombre tendría en la cabeza.
Sabía que era él un artista, un soñador, un hombre de imaginación, de lectura, de reflexión...
que ella, a pesar de todo, hablaba como las demás,
punto más punto menos. En cuanto a él... tampoco hablaba apenas. Ella le oiría... y tampoco
creía digno de aquellos oídos nada de cuanto
pudiera decir en tal ocasión él, que había sabido callar tanto...
Un rayo de sol, atravesando allá arriba, cerca
del techo, un cristal verde, vino a caer sobre el
grupo que formaban Elisa y su adorador, tan
cerca uno de otro por la primera vez en la vida.
A un tiempo sintieron y pensaron lo mismo, los
dos se fijaron en aquel lazo de luz que los unía
tan idealmente, en pura ilusión óptica, como la
paz que simboliza el arco iris. El hombre no
pensó más que en esto, en la luz; la mujer pensó, además, en seguida, en el color verde. Y se
dijo: «Debo de parecer una muerta», y de un
salto gracioso salió de la brillante aureola y se
sentó en una silla cercana y en la sombra. Aquel
señor no se movió. Sus amigos se fijaron en el
matiz uniforme, fúnebre que aquel rayo de luz
echaba sobre él. Seguía Beethoven en el uso de
la orquesta y no era discreto hablar mucho ni
en voz alta. A las bromas de sus compañeros el
enamorado caballero no contestó más que sonriendo. Pero las damas que acompañaban a
Elisa notaron también la extraña apariencia que
la luz verde daba al caballero aquel.
La de Rojas sintió una tentación invencible,
que después reputó criminal, de decir, en voz
bastante alta para que su adorador pudiera
oírla, un chiste, un retruécano, o lo que fuese,
que se le había ocurrido, y que para ella y para
él tenía más alcance que para los demás.
Miró con franqueza, con la sonrisa diabólica
en los labios, al infeliz caballero que se moría
por ella... y dijo, como para los de su palco solo,
pero segura de ser oída por él:
-Ahí tenéis lo que se llama... un viejo verde.
Las amigas celebraron el chiste con risitas y
miradas de inteligencia.
El viejo verde, que se había oído bautizar, no
salió del palco hasta que calló Beethoven. Salió
del rayo de luz y entró en la obscuridad para
no salir de ella en su vida.
Elisa Rojas no volvió a verle.
*
* *
Pasaron años y años; la de Rojas se casó con
cualquiera, con la mejor proporción de las muchas que se le ofrecieron. Pero antes y después
del matrimonio sus ensueños, sus melancolías y
aun sus remordimientos fueron en busca del
amor más antiguo, del imposible. Tardó mucho
en olvidarle, nunca le olvidó del todo: al principio sintió su ausencia más que un rey destronado la corona perdida, como un ídolo pudiera
sentir la desaparición de su culto. Se vio Elisa
como un dios en el destierro. En los días de crisis
para su alma, cuando se sentía humillada, despreciada, lloraba la ausencia de aquellos ojos
siempre fieles, como si fueran los de un amante
verdadero, los ojos amados. «¡Aquel señor sí que
me quería, aquél sí que me adoraba!».
Una noche de luna, en primavera, Elisa Rojas, con unas amigas inglesas, visitaba el cementerio civil, que también sirve para los pro-
testantes, en cierta ciudad marítima del Mediodía de España. Está aquel jardín, que yo llamaré santo, como le llamaría religioso el derecho
romano, en el declive de una loma que muere
en el mar. La luz de la luna besaba el mármol
de las tumbas, todas pulcras, las más con inscripciones de letra gótica, en inglés o en alemán.
En un modesto pero elegante sarcófago, detrás del cristal de una urna, Elisa leyó, sin más
luz que aquella de la noche clara, al rayo de la
luna llena, sobre el mármol negro del nicho,
una breve y extraña inscripción, en relieve, con
letras de serpentina. Estaba en español y decía:
«Un viejo verde».
De repente sintió la seguridad absoluta de
que aquel viejo verde era el suyo. Sintió esta seguridad porque, al mismo tiempo que el de su
remordimiento, le estalló en la cabeza el recuerdo de que una de las poquísimas veces que
aquel señor la había oído hablar, había sido en
ocasión en que ella describía aquel cementerio
protestante que ya había visto otra vez, siendo
niña, y que la había impresionado mucho.
«¡Por mí, pensó, se enterró como un pagano!
Como lo que era, pues yo fui su diosa».
Sin que nadie la viera, mientras sus amigas
inglesas admiraban los efectos de luna en aquella soledad de los muertos, se quitó un pendiente, y con el brillante que lo adornaba, sobre el
cristal de aquella urna, detrás del que se leía
«Un viejo verde», escribió a tientas y temblando: «Mis amores».
*
* *
Me parece que el cuento no puede ser más
romántico, más imposible...
Descargar