"La fraternidad, experiencia místico-profética,

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"La fraternidad, experiencia místico-profética,
respuesta carismática a los desafíos de la realidad".
«Tened unos mismos sentimientos y un mismo amor; sed cordiales y unánimes. Con
gran humildad, estimad a los otros como superiores. Buscad los intereses de los otros y
no sólo los vuestros. Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo
Jesús». Fil 2,2-5.
1. INTRODUCCIÓN
1.1. Vida Religiosa y comunidad
La reflexión sobre nuestra realidad comunitaria, aunque con frecuencia suscita
un cierto desánimo, no puede separarse del contexto en el que se halla la Vida Religiosa
como tal. A su vez, la situación de la Vida Religiosa no se puede aislar de ninguna
manera del devenir de una Iglesia que se halla así mismo ante el desafío de un mundo
en profunda transformación. Sólo a modo de advertencia, sirva esto para no hacer
lecturas simples de nuestra realidad y, sobre todo, para no terminar mirando un aspecto
determinante de nuestra vocación como algo “de puertas adentro”, como si fuera un
reducto privado al margen de la historia. Sólo comprenderemos hacia dónde caminar
como comunidad si sabemos leer nuestro ser y misión dentro del marco global en el que
vivimos y al que somos enviadas.
Probablemente, la vida comunitaria es uno de los aspectos donde más
crudamente se perciben las fragilidades de la vida religiosa, sus aspectos más oscuros y,
aunque no siempre sepamos identificarlo, la situación de crisis que marca la vida
religiosa en la actualidad. Sin embargo, no hay que olvidar que no solamente es lugar
que refleja una crisis, sino donde se plasman también en positivo las búsquedas, los
cambios que acompañan este proceso ya largo de transformación de la vocación
religiosa.
Estas constataciones tienen importancia primero para poder hacer una adecuada
lectura de nuestra realidad congregacional y, además, para tomar conciencia de que no
se puede emprender un camino de futuro verdaderamente transformante si no tenemos
en cuenta este factor importantísimo de nuestra existencia. Somos mujeres consagradas
en comunidad.
La comunidad resulta inseparable de la Vida Religiosa y distintiva respecto a
otras formas de Vida Consagrada. Nuestra consagración se realiza dentro de una
comunidad y sin ella, sencillamente, deja de ser consagración religiosa. Seguir al
Maestro en fraternidad no es para nosotras una posibilidad, sino parte intrínseca de
1
nuestra llamada personal. Esta certeza ofrece para nosotras, Carmelitas Misioneras, una
fuerza particular desde nuestro carisma. Ser signos de comunión en la Iglesia, misterio
de comunión, implica la tarea de manifestar esta vocación de toda persona cristiana,
vivir en comunión, desde el testimonio del primer espacio encarnado de la comunión: la
comunidad, “unión de fraternidad”.
Para la Iglesia, la vida en comunión encarnada en la existencia de sus fieles se
convierte no sólo en expresión de su íntimo misterio, el amor trinitario. Al mismo
tiempo, es el origen de su misión y lo que mantiene vivo el impulso misionero 1. Dentro
de este ser eclesial, “la vida consagrada está llamada a ser experta en comunión, tanto al
interior de la Iglesia como de la sociedad”2. Y porque la consagración religiosa es
expresión de la comunión cristiana, será siempre un reto comenzar esta tarea desde el
espacio comunitario. Así, vivir la comunión comienza en el “acrecentar la fraternidad en
las comunidades, en su interior, favoreciendo las relaciones interpersonales que
permitan la integración y conduzcan a mayor comunión y mejor colaboración en la
misión”3.
Antes que nada, quisiera recordar algunos puntos que pueden y aun deben
mantenerse como guía de cualquier reflexión sobre nuestra vocación. Si definimos
nuestro carisma como “ser signos de comunión en la Iglesia misterio de comunión”,
esta aproximación carismática habrá de ser criterio para todas las dimensiones de
nuestra consagración. Dimensión contemplativa y misionera se unifican en la
experiencia singular y mística del misterio de comunión, como nos muestra siempre
nuestro padre Fundador. Estas dimensiones, por la naturaleza de la vida religiosa y por
la peculiaridad de nuestro carisma, reclaman como sujeto primero un nosotras, una
pluralidad donde la individualidad de cada una halle su especificidad, singularidad y
plenitud. Definimos nuestro carisma como “ser signos de comunión en la Iglesia,
misterio de comunión”. Si esto lo asumimos como tal, habremos de aceptar también que
el signo de comunión por excelencia es siempre comunidad, no individualidad. No
podemos hablar de nuestro carisma separadamente de la comunión fraterna, así de
simple y así de fuerte. De esto depende la visibilidad y el vigor de nuestro propio
carisma.
La Vida Religiosa significa visibilidad y memoria viviente del modo de existir y
actuar de Jesús4. Sin embargo, esta peculiaridad es inseparable de la comunidad que se
forma ya en torno al Jesús histórico y con Él camina hacia la Pascua 5. Nuestra identidad
y misión desde su fundamento, tanto evangélico como teológico-trinitario, es
esencialmente comunitario. Y no solamente desde su fundamento: la comunidad
religiosa, signo de Iglesia, “bajo la acción siempre nueva del Espíritu, está destinada a
continuar como testimonio luminoso de la unidad indisoluble del amor a Dios y al
prójimo, como memoria viviente de la fecundidad, incluso humana y social, del amor de
Dios”6. Imposible este testimonio de amor al prójimo sin pasar por la relación con la
más próxima, la hermana de mi comunidad.
1
Homilía de Pablo VI en Puebla.
Aparecida, 218.
3
Puebla, 764.
4
Vita Consecrata 1 (VC). Íd., 22
5
VC, 14.
6
VC, 63.
2
2
¿Por qué estas advertencias? En primer lugar, para que no tomemos como
peculiar lo que es de todos nuestros hermanos y hermanas. También nos habrá de servir
para no intentar una especificidad tal que perdamos el sentido de ese humilde signo y
acento que cada carisma abraza dentro de común para todo el pueblo de Dios. Por
último, podrá servirnos para ofrecer nuestra singularidad puesto que, como carisma
propio, será elemento imprescindible de discernimiento, sin convertirse nunca en
afirmación identitaria excluyente ni ideológica7.
Como toda la Vida Religiosa, estamos llamadas al seguimiento en una Iglesia así
mismo de seguidores y seguidoras, dentro de la cual se nos pide ser signo y profecía
para la Iglesia y para el mundo8. Precisamente aquí, lo que aparece como común resulta
para nosotras un acento propio a cuidar, cualificar y ofrecer como mística y profecía. La
vivencia de la comunión se hace carne en la comunidad fraterna. Se trata de una
fraternidad vivida expresamente en comunidad y, a su vez, una comunidad que no
puede ser de cualquier modo, sino profundamente fraterna y comunional. A partir de
aquí, la mística y la misión que podemos ofrecer como aportación, como signo y
profecía a la Iglesia y al mundo, adquiere un rostro singular. Somos testimonio cada una
siendo lo que somos en comunión fraterna.
1.2. Una mirada holística y una cosmovisión intercomunicativa
Intentamos ahora abrir algunas reflexiones para “olvidando lo que dejamos atrás,
lanzarnos a lo que está por delante, corriendo hacia la meta” (cf. Flp 3,13) que es el
Cristo Total. Sin embargo, no podemos construir ignorando la realidad que vivimos
como comunidades fraternas. Los problemas, ciertamente, son de todas conocidos. No
vamos ahora a descubrir nada nuevo, pero sí podría ayudarnos mirarlo de otra manera.
Para empezar, fácilmente hacemos lecturas aisladas de las realidades
comunitarias. Por el contrario, allí se manifiestan de modo peculiar los cambios y
desconciertos que nos alcanzan como consagradas. Transformaciones sociales y
culturales, las búsquedas de la Iglesia y de la Vida Religiosa, nuestro caminar como
congregación y demarcaciones… todo esto va repercutiendo en las personas y en las
comunidades.
Las dificultades que aparecen no pocas veces provienen de psicologías
particulares, es cierto. Pero no podemos psicologizar todos los problemas. Hay también
un amplio abanico de fragilidades que, de suyo, apuntan más a la integración de la
persona y no sólo a su dimensión psicológica. La falta de integración personal, la
espiritualidad no bien encauzada o una imagen de Dios poco cristiana generan al fin
dinámicas personales y comunitarias débiles, incluso con un cierto sinsentido en
ocasiones.
Los implícitos que funcionan respecto a nuestro modo de concebir la
consagración y todo lo que de ella se deriva son otro factor a tener en cuenta. Los
modelos de comprensión para la Vida Religiosa han ido cambiando, pero no
necesariamente se han asimilado al mismo ritmo que el discurso. Esto produce
inevitablemente un desajuste vital, malestar y dinámicas no sanas para sobreponerse al
7
8
VC, 4.
Cf. VC 15.
3
mismo. El análisis de los conflictos comunitarios y su resolución refleja nítidamente los
patrones de relación y su asociación a esquemas de vida religiosa e, incluso, imágenes
de Dios.
Mientras tanto, la realidad del mundo y de la Iglesia sigue caminando. Con ello,
va aumentando el desajuste entre lo dicho y lo vivido, entre lo que funciona de fondo y
los reclamos del presente. No solamente afecta a la vida personal, sino que repercute en
la vivencia de la comunidad que será siempre inseparable de nuestro modo de vivir y
comprendernos personalmente.
La comunidad no es un ente estático, sino dinámico donde confluyen numerosos
factores que no debiéramos olvidar. Cultura, elementos sociológicos, eclesiales, incluso
económicos van a condicionar el decurso y evolución de la vida comunitaria. Para
comprenderla, no podemos cerrarnos en un solo aspecto, sino que hemos de mirarla en
su globalidad. Además, esta condición dinámica y procesual de la comunidad, reflejo
del despliegue de nuestro carisma y de todo don del Espíritu, nos indica claramente que
no podemos seguir insistiendo en reproducir modelos comunitarios que responden a
visiones superadas. Primero, porque no podemos conseguirlo, pero sí podemos
acumular mucha frustración en el camino. Serán las jóvenes vocaciones las que nos
indicarán con sus dudas y dificultades que las aspiraciones de la Vida Religiosa hoy
necesitan un modo nuevo de sentirnos y vivirnos como comunidad fraterna.
Hay otra premisa necesaria, además, para profundizar en el significado de la
comunidad carmelita misionera. Se trata de un modo emergente de concebir la realidad
que, si bien aun no configura el pensamiento común, se va imponiendo como
cosmovisión implícita en nuestro mundo contemporáneo y que, desde el punto de vista
del pensamiento y la teología, se va abriendo camino hace varias décadas. Se trata de
una comprensión procesual y relacional de la realidad. Queda atrás una visión rígida,
monolítica y estática de lo real para abrirse paso a multiplicidad de procesos
interdependientes entre sí donde todos los seres y todos los aspectos de la realidad se
encuentran intercomunicados. Desde el momento en que cerramos la mirada a lo
holístico, caemos en falsas interpretaciones de la realidad. No se puede comprender un
punto, un aspecto, sino mirando sus múltiples relaciones con una enorme cantidad de
variables y aspectos.
Por otro lado, la perspectiva teológica apunta a un Dios Trinidad comprendido
como misterio de comunión absoluta, divina. Acercarnos a Él, penetrar en su misterio,
significa siempre abrirnos al misterio de la relación, tanto divina como humana puesto
que somos seres a su imagen y semejanza. Justamente la visión teológica nos ayudará
siempre a no reducir la relación, aunque sea solamente interpersonal, a una entrega
abstracta y desconectada del resto de la realidad personal. Por el contrario, el misterio
de comunión nos habla siempre de una relacionalidad con dos aspectos: donación
personal y unión con la alteridad, con lo distinto. No hay relación de amor desde el
punto de vista cristiano cuando el darse -esa palabra tan usada y tan vilipendiada en la
práctica- se convierte en un movimiento unidireccional, cuando no se acompaña de
apertura, de mutua referencialidad, de vinculación. Es decir, cuando el darse no implica
persona relacional que se sitúa desde el plano común de nuestra condición humana,
creada y recreada en Cristo.
4
Dando un paso más, tenemos que ir abandonando un implícito que nos impide
crecer humana y cristianamente: mirar a la persona como individualidad. Naturalmente,
no se trata de eliminar la singularidad propia de cada cual, su misterio y unicidad, su
libertad e identidad. Sin embargo, no acabamos de asumir con todas sus consecuencias,
incluyendo las más humanas y cotidianas, que persona es siempre relación-a y relacióncon. La misma interioridad, que tanto nos preocupa o debiera preocuparnos, significa
antes que nada relacionalidad. Somos seres referidos (“relativos”), es decir, en
referencia: al mundo, a los demás, a la historia, a Dios. Sólo desde esta referencialidad
puede construirse la persona como tal. Al mismo tiempo, su misterio personal, el
abismo que se abre en su interior espiritual, será siempre mundo habitado y relacional.
Esto nos permite pasar a otra cuestión así mismo imprescindible para, entre otras
cosas, poder abordar el tema de la comunidad. Se trata de la superación de los
dualismos implícitos, que no reconocidos, para llegar a una mirada holística y circular
de la realidad. La primera, que acabamos de apuntar, pone de relieve que individualidad
y comunidad no pueden concebirse como dimensiones opuestas, sino que se reclaman
mutuamente porque la persona es esencialmente relacionalidad y como tal se realiza. No
hay oposición entre yo y nosotras, ni el nosotras es mero sumatorio de individualidades.
El nosotras, si es tal, será siempre realidad nueva que posibilita la plenitud e identidad
de cada persona singular.
Otra dualidad es la que opone exterioridad e interioridad. No existe una
dimensión de interioridad personal separadamente de su exterioridad, léase cuerpo,
mundo, relaciones, historia. Habrá que abordarlas siempre en su reciprocidad.
Paralelamente, encontramos la tendencia a seguir oponiendo lo humano y lo divino, lo
antropológico y lo espiritual. Peligroso error que no deja de reflejar una visión de la
persona bastante extraña a la fe cristiana que proclama la encarnación del Hijo de Dios
“por nosotros y por nuestra salvación”. La gracia se encarna en nuestro humano suelo,
al tiempo que lo más humano se transforma en dinamismo cristificado cuando se vive
desde la gracia. Se trata de un movimiento circular donde lo humano acoge la vida
divina, luego es preciso quitar los obstáculos, pero la vida divina se expresa a través de
lo humano verdaderamente divinizado que, justamente por eso, es lo más plenamente
humano.
Si pasamos de lo individual a lo grupal, hallamos la recurrente dicotomía entre
exterioridad como institución y estructura frente a la interioridad como vida espiritual
que anima al grupo. Aquí, una vez más, hay que superar una fractura perjudicial, sobre
todo en momentos de cambio. Ciertamente, la vida que anima un grupo, una
congregación o una comunidad, se expresa y posibilita a través de una serie de
concreciones estructurales. Pero no podemos olvidar que así mismo una estructura, sea
oficial o implícita (muy frecuentes éstas) no permite que se desplieguen determinados
movimientos de cambio. O, dicho en positivo, sólo en la medida en que se emprenden
determinados cambios a nivel estructural, es posible que la vida interna del grupo se
encauce en nuevas direcciones. Más concretamente aún: la vida congregacional no es
sólo suma de vitalidades personales, sino grupales y ambas pueden ser estimuladas y
conducidas cuando los aspectos estructurales realicen cambios que abran caminos hacia
el futuro.
5
1.3. Comunidades para la misión
Junto a esto, permanece otra dicotomía que, si bien parece superada en teoría,
sigue funcionando en la práctica: la que opone vida interior a vida apostólica.
Ciertamente, aun es necesario caminar en este sentido de unificación que, por otra parte,
resulta enormemente evangélico. El apostolado –y decimos apostolado, no trabajos,
tareas, etc.- no es el lugar que consume energías a reponer en la oración. No hay
apostolado sino desde la fuente viva que es Cristo. Por el contrario, hemos de crecer “en
el difícil arte de la unidad de vida, de la mutua compenetración de la caridad hacia Dios
y hacia los hermanos y hermanas, haciendo propia la experiencia de que la oración es el
alma del apostolado, pero también de que el apostolado vivifica y estimula la oración”9.
Se trata, en último término, de recuperar la indisoluble unidad del mandamiento
de amor a Dios y amor al prójimo, profundizar en la inseparable vinculación entre Dios
y los prójimos que se halla en el Cuerpo de Cristo, el Cristo Total. Se trata, al fin, de
hallar al Señor presente en la historia, en las personas, en toda la realidad. No hay
espacios ajenos a Dios, sino que toda la realidad es mediación para encontrar a este Dios
que se hizo carne por amor a la humanidad.
Además, conviene resaltar que tampoco podemos hablar de una identidad como
carmelitas misioneras previa, separada o independiente de la misión. Por el contrario,
así como la identidad de la Iglesia es inseparable de su misión –o es misionera o deja de
ser Iglesia-, también la Vida Religiosa posee dentro de la comunidad eclesial una
misión específica que las Carmelitas Misioneras acogemos con un acento propio.
“La misión está inscrita en el corazón mismo de cada forma de vida consagrada”
en la medida en que vivimos nuestra propia consagración al Padre, en el Hijo y por el
Espíritu, en la medida en que somos testimonio vivo y “signo verdadero de Cristo en el
mundo”10. La Vida Consagrada es epifanía del amor de Dios en el mundo, amor hasta el
extremo como el del Maestro, amor que se hace testimonio profético11. Identidad y
misión están tan íntimamente unidas que “la persona consagrada está en misión en
virtud de su misma consagración, manifestada según el proyecto del propio Instituto”12.
Incluso una buena parte de la carga profética de nuestra misión radica justamente en lo
que define nuestro ser de consagradas: entrega total a Cristo, al servicio de Dios y de la
humanidad13.
Aquí, en el tema de la misión, retornamos a la comunidad como esencial e
inseparable de nuestra consagración. Si toda forma de vida cristiana participa de la
misión de Cristo dentro de su Iglesia, la nuestra tiene un elemento peculiar: “la vida
fraterna en comunidad para la misión. La vida religiosa será, pues, tanto más apostólica,
cuanto más íntima sea la entrega al Señor Jesús, más fraterna la vida comunitaria y más
ardiente el compromiso en la misión específica del Instituto”14.
9
VC, 67.
Citas de VC, 25.
11
La tercera parte de VC, Servitium caritatis, lleva precisamente este subtítulo: “Epifanía del amor de
Dios en el mundo”.
12
VC 72.
13
VC, 84.
14
VC, 72.
10
6
Somos quienes somos en comunidad y nuestra misión tiene un sujeto primero: la
comunidad. Más aun: el testimonio de nuestra vida religiosa ha de ser antes que nada
comunitario desde nuestro carisma porque sólo en comunidad podemos ser testigos de
la comunión que nace en el Cuerpo de Cristo. Toda Vida Religiosa se hace en la historia
presencia viva de la acción del Espíritu que la transforma en “espacio privilegiado de
amor absoluto a Dios y al prójimo, testimonio del proyecto divino de hacer de toda la
humanidad la gran familia de los hijos e hijas de Dios”15. Este significado se convierte
para las Carmelitas Misioneras en una interpelación central que atañe a nuestra
identidad carismática16. La proyección misionera, por su parte, impedirá siempre que
caigamos en un “comunitariocentrismo” que, en el fondo, no dejaría de ser otro tipo de
idolatría y, fuera frustrante o gratificante, un modo de encerrarnos y empobrecernos
incluso como personas.
Tomamos, por último, la aportación que la evolución eclesiológica ha ofrecido a
la renovación de la Vida Religiosa y muy especialmente a su dimensión comunitaria.
Esta referencia eclesiológica, de tantas resonancias para nuestro carisma, nos permitirá
ubicar en un marco teológico las distintas coordenadas que describen el significado de
la comunidad: misterio, comunión, carisma y sacramento. Aquí convergen misión e
identidad, don y respuesta, mística y profecía.




De la Iglesia-Misterio a la dimensión mistérica de la comunidad
religiosa: el núcleo trinitario y espiritual de la comunidad.
De la Iglesia-Comunión a la dimensión comunitaria fraterna de la
comunidad religiosa: la visibilidad del ser eclesial en comunión a través
de la fraternidad humana, signo y profecía para la Iglesia entera.
De Iglesia animada por los carismas a la dimensión carismática de la
comunidad religiosa: la comunidad como portadora y testigo de un
carisma particular que ha de mantener vivo para significar y enriquecer a
la Iglesia entera, para cumplir su propia misión dentro de ella.
De la Iglesia-Sacramento de unidad a la dimensión apostólica de la
comunidad religiosa: “la comunión fraterna está en el principio y en el
fin del apostolado”17.
15
Sínodo de los Obispos, IX Asamblea ordinaria, Mensaje del Sínodo (27 de octubre de 1994).
Insistimos en “identidad carismática” por su doble referencia a carisma – don del Espíritu que
recibimos del P. Palau y las hermanas que nos preceden y carisma – vida en el Espíritu que alienta nuestra
existencia más allá de las cambiantes estructuras, formas y mediaciones para sostenerla y expresarla. No
se contrapone a identidad social o institucional, por ejemplo, pero reclama una densidad de persona,
humana y espiritual, que desborda con creces las exigencias de una mera conformidad, identificación o
pertenencia grupal (así mismo social o institucional).
17
Cf. La vida fraterna en comunidad, VFC 2.
16
7
2. COMUNIDAD FRATERNA Y MÍSTICA
2.1. Mística del amor: amor a Dios, amor al prójimo
Hablar de la mística en relación a la comunidad nos pone ante una contradicción
de la que, con frecuencia, no somos conscientes. Sabemos que el amor fraterno y las
relaciones humanas no quedan al margen de nuestra relación con Dios. En
consecuencia, también están dentro de la vida de oración y la contemplación cristianas.
De hecho, queremos que la oración y la mirada contemplativa abracen la vida cotidiana,
lugar para la experiencia de Dios. Sin embargo, esto choca con la constatación
abrumadora de la dificultad de las relaciones humanas. Aquí está la contradicción: unas
relaciones difíciles, incluso dolorosas e hirientes, frente a una cultivada y, al parecer,
simple relación con Dios. ¿Acaso es tan sencillo el trato con el Señor? ¿Acaso Él es
solamente el incentivo para soportarnos, pacíficamente en el mejor de los casos?
Recordemos la fuerte expresión de Juan: “si alguna dice: “amo a Dios”, y aborrece a su
hermana, es una mentirosa; pues quien no ama a su hermana, a quien ve, no puede amar
a Dios a quien no ve” (1 Jn 4, 20).
Si caemos en la cuenta de esta contradicción, habrá que abrir la cuestión no
solamente a cómo mirar a la hermana, a la comunidad, para descubrir esta mística.
También es necesario, quizá incluso como premisa, revisar a qué Dios oramos,
confesamos y vivimos. Quizá nos queda aun camino para evangelizar y cristianizar
nuestra imagen de Dios, nuestra propia persona y, después, también nuestras
comunidades. Nuestras comunidades están llamadas a ser anuncio del Reino, imagen
viva del Dios a quien estamos consagradas. Los distintos apostolados –esperemos que
no sean meras tareas- vienen después, nacen de esa experiencia profunda de Dios que
hacemos como comunidad, se sostienen sobre el testimonio de la vida comunitaria.
Escuchemos la voz de nuestros hermanos y hermanas a quienes somos enviados.
Se va haciendo cada vez más nítido el reclamo no de un testimonio individual, que es
necesario siempre, sino el testimonio comunitario. Nuestro mundo necesita
comunidades orantes, fraternas, misioneras, rostro de un Dios que nos hace fraternidad,
que no conoce distinciones, que es amorosa donación y relación que da vida. ¿Acaso
podemos anunciar el Reino, más aun desde nuestro carisma, desde la individualidad?
¿Acaso proclamamos a un Dios que me sirve sólo a mí? ¿Es ésta la vida de quienes se
han entregado libremente a Cristo, una vida que habla de comunión y se lamenta de sus
propias hermanas?
La mistagogía, ese arte de introducir en el Misterio, implica también el lento
aprendizaje de la mirada, una mirada que acoge a la otra como igual, como hija y
hermana, miembro de Cristo y, por eso, parte de mí misma. Supone pasar del mirar a la
otra como objeto –para mis necesidades, mis afectos, incluso mis intereses- a mirarla
como misterio, misterio que refleja la presencia del Señor. Si unimos el imprescindible
crecer humano que aboca a asumir que nuestro crecimiento como personas pasa por la
alteridad y la relación, pero renunciando a la fusión y a una totalidad que se nos escapa,
podremos ya acoger la novedad de Cristo a nivel de las relaciones humanas.
8
Ya las primeras comunidades caracterizaron toda la realidad humana como “en
Cristo”, haciendo ver así que lo que somos y vivimos, toda nuestra existencia, queda
transformada por la vida del Espíritu, queda cristificada, divinizada y, por ello mismo,
humanamente plenificada. Y para eso, es necesario sumergirse en el misterio de Cristo,
el Hijo encarnado, que nos permite descubrir el inefable designio del Padre: hacernos
hijos e hijas, hermanos y hermanas en Jesucristo (Ef 1, 3-10).
Hemos heredado una tradición espiritual que, con todas sus luces, también
arrastra algunas dificultades para nuestra vivencia hoy. Una de ellas, sin duda, es la de
mirar a los demás como obstáculo, alternativa o distracción para mirar a Dios. Sin
embargo, la vivencia cristiana no es la de una trascendencia que nos aleja del mundo y
la humanidad. Por el contrario, el Misterio divino se hace inmanente envolviendo con su
amor toda la realidad, dirigiéndola a la comunión plena en el Hijo y, así,
transformándola en esplendor de su gloria. Para ello, Jesucristo nos dejó tan sólo el
mandamiento nuevo: amar como Él nos amó.
El mandamiento del amor, con frecuencia, lo reducimos a una ley moral, pero
significa mucho más. Se trata de una verdadera mística que impregna toda nuestra
existencia. Será precisamente en la referencia radical al Padre de Jesucristo donde se
comienza a vivir una relación que nos posibilita e impele a salir al encuentro de los
demás. Y no para demostrar nada, no para cumplir nada. Dios Trinidad es misterio de
Amor y Comunión que en el Hijo se nos comparte. Amar como Jesús significa amar a
Dios en el prójimo y amar al prójimo en Dios.
Amar al otro en Dios es amar con el amor divino, el amor que el Espíritu
derrama en nuestros corazones. Es amar lo más hondo y verdadero del prójimo, la
imagen de Dios Trinidad en su carne. Es, al fin, la forma más intensa de amarle por sí
mismo, dejando atrás nuestra tendencia a amar sin libertad: desde el engaño, la
seducción, la necesidad, la dominación, el cálculo, etc. es mística, sí, pero también
ascética y camino de conversión. Al mismo tiempo, significa amar como Jesús: desde el
profundo respeto a su misterio y libertad, dándose a sí mismo para que el prójimo
crezca y tenga vida.
Amar a Dios en el prójimo supone descubrir su presencia en el rostro del otro,
significa entregarse de lleno a su designio de salvación para la humanidad y a la tarea
del Reino. Significa descubrirse hija tan amada que no puede menos que amar
fraternalmente al resto de hijos e hijas del Padre.
La comunidad es el primer lugar donde se nos ofrece participar de este misterio
de la filiación divina, de la fraternidad signo del Reino. La vida comunitaria se
transforma en escuela para aprender esta nueva relacionalidad desde el amor en torno al
Maestro, hogar donde mostrar que verdaderamente sólo el amor de Dios permite que
vivamos plenamente humanas y que lo más humano será siempre fraterno y relacional,
templo donde descubrir y adorar el Misterio santo que nos habita y que glorificamos
desde nuestro amor fraterno. La comunidad se convierte, al fin, en experiencia mística y
praxis del Reino.
Ciertamente, resulta seductor este programa. ¿Dónde está, entonces, la
dificultad? Hay una cierta tendencia a insistir solamente en el ideal que, sin duda, será
siempre guía y estímulo, pero no puede ser el punto de partida. Se inicia el camino
9
desde abajo y desde dentro, desde la tierra que somos para construir con realismo y
desde el sólido cimiento de un corazón transformado.
2.2. Comunidad, experiencia de conversión
Hablamos del amor a Dios y amor al prójimo, del mandamiento nuevo de Jesús,
del rostro del otro como huella de Dios, de la relación y la comunicación como
concreciones de la comunión. Y es así. Pero si queremos vivirlo realmente tenemos que
hacer una llamada al realismo, a tocar nuestra verdad, a alejarnos de la superficialidad.
El encuentro transformador con Cristo nos conduce siempre a la comunidad y a
la Iglesia18, que será siempre fruto de la gracia, pero también un proceso de
transformación. Tú y yo nos encontramos en ese divino Tú que es Cristo, entonces
comenzamos a ser nosotras. Se trata de una experiencia verdaderamente mística que
requiere trascenderse, salir de sí misma hacia la otra y trascenderse desde el suelo
común del nosotras, de la vida compartida. Tendemos a querer ser como Dios sin
Dios… y sin los hermanos, olvidando que, cuando lo Absoluto deja de ser Dios, el Dios
de Jesucristo, todo se corrompe, incluyendo el amor y la relación.
El amor al prójimo es mandamiento nuevo, revelación y acontecimiento de
gracia. No resulta evidente por sí mismo ni es espontánea su vivencia. Nos indica que
yo no soy el centro, que puedo dar vida al otro, que tengo un deber con mi prójimo y
que, en su reverso, supone poner en práctica con todas sus consecuencias el “no
matarás”. Desde nuestra verdad, significa reconocer mi propia vulnerabilidad y mi
propia miseria, ésa que me lleva a anular, competir, utilizar a los demás, la que me erige
una y otra vez en centro de mi mundo olvidando ese mundo nuestro que el Señor nos
invita a construir.
Aquí se abre un verdadero camino de conversión y salvación. Nos permite
abrirnos a la misericordia, a la necesidad de la gracia, a la acogida de la obra recreadora
de Dios en mí, en nosotras. Significa reconocer nuestra culpa y experimentar
gozosamente el perdón y la reconciliación. La salvación traída por Cristo nos hace
humanidad nueva y fraterna, posibilitándonos unan vivencia profundamente espiritual y
humana, mística, de esta nuestra comunidad fraterna, signo de comunión en la Iglesia 19.
El Dios de Jesús es siempre Padre de todos. Convertirnos a Él de todo corazón será el
camino de llegar a ser nosotras, comunidad de hijas y hermanas reunidas en el nombre
del Hijo. A la inversa, se nos abre así la posibilidad de una experiencia siempre nueva,
transformante, mística de Dios en nuestra vida.
En El rostro de la hermana aprendemos a mirar cada rostro descubriéndola
templo del Espíritu, Cuerpo de Cristo, un Cuerpo que somos todas y todos. La
misericordia deja de ser un añadido de la vida espiritual, un simple ejercicio piadoso
para convertirse en verdadera experiencia mística de Dios en nuestra vida y fuente de
comunión. El éxtasis se convierte en una realidad cotidiana de amor: admiración ante el
Misterio que se nos ofrece, éxodo y entrega al Dios que se presenta encarnado en esa
finita criatura que es mi hermana, mi hermano, toda persona.
18
19
Cf. Evangelii nuntiandi, 23.
Spe salvi, 14.
10
Mística y conversión invitan, por último, a buscar a Dios en camino de kénosis y
vaciamiento, camino de trascendencia “hacia abajo y hacia adentro”: entrando a tocar
nuestra pobre humanidad con ternura –y no es fácil, la mía y la de los demás-; hacia el
“más abajo” del mundo, de la sociedad, de nuestro entorno; entrando en los lugares de
oscuridad, de des-gracia, de pobreza, humanidad llagada humana y espiritualmente.
Aquí se nos invita a contemplar el Cuerpo de Cristo llagado, a re-conocer su
rostro conocido en la fe, a acoger como Cristo nos ha acogido (Rom 15,7). Así se
verifica el verdadero movimiento contemplativo que siempre nos saca de nuestro ego, y
eso es también conversión. Así se nos posibilita un nuevo modo y espacio
contemplativo que siempre pondrá en tela de juicio nuestras tendencias más ocultas,
menos evangélicas, y eso es también conversión. Así se nos conduce hacia una mística
profundamente compasiva que abandona sus espacios de seguridad –se llame
acomodamiento, imagen, superioridad, dominio, o lo que sea-para acudir a aliviar las
llagas del Cuerpo de Cristo. Y eso es también conversión.
Son éstas distintas tareas –podríamos añadir más- que implican un espacio
comunitario donde vivirlo como verdadera fraternidad en Cristo y desde donde vivirlo
como comunidad misionera al estilo de Jesús, que vino a servir y no a ser servido, vino
para los enfermos y no para los sanos. Sorprendentemente, serán mística y conversión
las que den fuerza profética a nuestra vida20.
2.3. La comunidad, realidad teologal y espacio de experiencia mística
Convocadas por una misma vocación desde nuestra común consagración
bautismal, nuestra comunidad será siempre realidad teologal. Como signos y testigos
del Señor en la Iglesia y de la Iglesia, resulta imposible comprendernos de modo
individual. Siempre seremos testigos del ser eclesial como comunidad reunida, creyente,
enviada. «Porque el pan es uno, somos muchas un solo cuerpo, pues todas participamos
de ese único pan» (1 Co 10,17). Así todas nosotras nos convertimos en miembros de ese
Cuerpo (cf. 1 Co 12,27) «y cada una es miembro de la otra» (Rm 12,5). Estas palabras
que Pablo aplica a la Iglesia habremos de aplicárnoslas nosotras como signo del
misterio de la Iglesia-comunión, Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios.
Podemos seguir aplicándonos desde nuestro propio carisma lo que el Magisterio
propone para toda la Iglesia. Así, somos comunidad en cuanto vivificadas por el
Espíritu Santo, quien “suscita la comunión de fe, esperanza y caridad que constituye
como su alma invisible, su dimensión más profunda, raíz del compartir cristiano a otros
niveles”21 que habrán de expresarse visiblemente entre nosotras, con la Iglesia y con el
mundo.
La Iglesia es siempre comunión de fe y caridad, comunidad de esperanza vivida
y comunicada. Sólo así, como fruto de la acción trinitaria, como respuesta teologal y
existencial al don divino, la Iglesia se convierte en una comunidad humana y, al mismo
tiempo, acontecimiento de la gracia, una comunidad que, con toda su fragilidad y
debilidad humana, es “signo de la presencia de Dios en el mundo”22.
20
Caminar desde Cristo, 1.
Puebla, 243.
22
Ad gentes, 15.
21
11
Evidentemente, nuestro ser signos de comunión en la Iglesia, misterio de
comunión, supone entendernos así mismo como comunidad teologal, como presencia de
Dios en la historia porque somos mujeres unidas por la fe, el amor y la esperanza en
comunidades vivas. No podemos concebir nuestra vida teologal personal al margen de
este misterio eclesial que nos convoca y reúne, que nos hace cuerpo, que nos vincula
unas a otras como miembros de una misma realidad de gracia. Nuestra vida teologal
personal no puede ser verdadera si no redunda en una vivencia cada día más honda, más
existencial, más plena de este misterio de comunión que nos es dado para vivir y
testimoniar desde la comunidad.
Y estos presupuestos tan elementales, quizá habría que tomarlos con mayor
seriedad. Es decir, no podemos suponer que simplemente por ser mujeres consagradas
somos también mujeres creyentes de honda vida teologal. Si esto no se considera, si no
caemos en la cuenta de la necesidad de vida interior creyente, más aún, auténticamente
cristiana, de poco sirven los intentos de revitalizar la comunidad.
Sin insistir en este punto, que queda como premisa para retomar personalmente,
avanzamos en nuestra mirada sobre la comunidad. Ésta no es solamente una realidad
teologal, en cuanto que existe desde el don y la gracia divinas, sino que es también un
espacio singular donde se nos hace presente el Señor, donde se nos manifiesta, habla y
acoge. No solamente cada hermana es presencia de Cristo, sino que la comunidad como
tal es signo y presencia del Maestro, del Señor. Desde esta perspectiva, resulta evidente
hasta qué punto la vida comunitaria ofrece el espacio de una verdadera experiencia
mística, experiencia personal y, al mismo tiempo comunitaria.
“¡Oh, qué bueno, qué dulce habitar los hermanos todos juntos! Como un
ungüento fino en la cabeza, que baja por la barba, que baja por la barba de Aarón, hasta
la orla de sus vestiduras. Como el rocío del Hermón que baja por las alturas de Sión; allí
Yahveh la bendición dispensa, la vida para siempre”. (Salmo 133 (132)). ¡Qué
maravilloso poder experimentar esto en nuestras comunidades! Y, al mismo tiempo,
¡qué fascinante camino a recorrer! Buscamos a Cristo por muchos lugares, lugares de
silencio y de misión, pero Él también nos espera allí donde tantas veces creemos ver tan
sólo esfuerzos y pesares: en nuestra comunidad. Ciertamente, sólo un corazón creyente
puede hacer esta experiencia, sólo una mirada creyente y contemplativa es capaz de
descubrir el espacio humano de nuestra comunidad como espacio del Espíritu donde
Cristo mismo se halla presente, no sólo en cada hermana, sino precisamente en este
humilde y frágil ser “nosotras” porque Él habita en medio de quienes se reúnen en su
nombre, Él habita en los corazones unidos en su Espíritu. No se trata de una vivencia
infantil o romántica, no buscamos un refugio para los miedos, una estufa para soportar
la intemperie. Se trata de la honda vivencia de fe que se transforma en caridad fraterna
y dinámica de esperanza.
Es preciso insistir en este último aspecto: la comunidad como lugar de
experiencia mística se nos da para vivirla de modo estrictamente personal, pero no
individual, sino comunitariamente. No estamos acostumbradas a pensar la vida
espiritual, menos aun la experiencia mística, en términos comunitarios. La Iglesia
entera, en su tradición, viene lastrada por una concepción excesivamente individualista
de la espiritualidad. Aquí, me atrevo a sugerir, tenemos nosotras por carisma un reto
particular para vivir y para transmitir.
12
Si la Vida Religiosa es signo de la naturaleza íntima de la vocación cristiana y
recuerdo de la unión de la Iglesia a Cristo su Cabeza23, hemos de atrevernos a leer esta
condición desde la intrínseca condición comunitaria de nuestro ser Carmelitas
misioneras. La vocación cristiana es siempre eclesial, comunitaria y fraterna, que es
justamente rasgo esencial de nuestro carisma. Y la vocación cristiana es siempre
vocación a la unión con y en Cristo, que nosotras intentamos vivir como “uniones de
fraternidad”24 contemplativas y misioneras. Quizá esto nos presenta el reto de unir
ambas, es decir, que espiritualidad, contemplación, mística, dejen de ser cuestiones
individuales que simplemente se comparten a posteriori, en caso de que esto se haga. La
unión con Cristo para nosotras resulta necesariamente unión con los hermanos y
hermanas, y viceversa. No hay espiritualidad de comunión sin un sujeto comunitario,
que no es una abstracción, sino personas concretas, nosotras, que estamos llamadas a
encarnarlo día a día.
Esto nos ofrece la oportunidad de hacer una experiencia de Dios, una
experiencia verdaderamente contemplativa y mística, desde la realidad comunitaria.
Hacer experiencia de Dios, encontrarnos con el Señor como comunidad, en la
comunidad, desde la comunidad. No sólo cuando compartimos la Eucaristía, la Palabra,
la liturgia o, incluso, la misión. Toda nuestra vida comunitaria, con sus luces y sombras,
con su cotidiano compartir y su humilde condición, puede ser ese lugar donde
diariamente se experimenta –y esto nos indica el término “místico” en sentido ampliola presencia del Señor que nos llama –me llama, nos convoca y su acción.
En efecto, la comunidad en cuanto comunidad viva de mujeres creyentes está
llamada a ser espacio donde experimentar la presencia y la acción de Dios, lugar en el
que hacer experiencia de su amor y aprender a responderle así mismo en el amor25. Y
porque vive en el Señor, será también lugar donde escribir una historia salvífica en y
para el mundo. Podemos ir narrando la historia de salvación que el Señor va escribiendo
en nosotras, a través de nosotras, y no solamente personal. Como fraternidad, signo de
la comunión y pueblo de Dios, también estamos invitadas a vivir una experiencia
salvífica que se hace historia.
Hablar de fe, mística e historia nos devuelve, naturalmente, al discernimiento. El
discernimiento necesita personas creyentes que vivan en intimidad con el Señor y
caminen en búsqueda de su voluntad constantemente, pero necesita algo más. Llega a su
verdadero significado cuando se transforma en búsqueda común del querer de Dios,
cuando la mirada contemplativa a la realidad se traduce en una comunidad que escruta
los caminos de la historia para descubrir el paso de Dios, escuchar sus llamadas y
comprometerse como mediación salvífica en la historia de salvación universal.
Si nuestras comunidades son signo de comunión, habrán de ser también lugar
para irnos viviendo como miembros del Cuerpo de Cristo, donde abrirme a la
experiencia de la otra como miembro de Cristo y, por tanto, también mío, donde ir
23
Vita Consecrata, 3.
Tomo esta expresión del P. Palau porque me resulta muy sugerente, además de traer el eco siempre
cálido de nuestro Fundador. El término “comunión” corre siempre el riesgo de querer decir casi todo sin
decir casi nada. Sin embargo, uniones de fraternidad me evoca la siempre plural familia en la que resalta
su unión, especialmente profunda en cuanto familia, además de traer el eco tan concreto, tan cálido, de la
fraternidad, de ser hermanas.
25
Cf. Deus Charitas est, 17.
24
13
caminando en entrega total como respuesta al Señor que me llama. Por otra parte,
nuestras comunidades habrán de descubrirse miembros de una historia común, parte del
cuerpo eclesial y parte de la humanidad. El camino espiritual personal nos descentra de
nosotras y, al centrarnos en Cristo, nos abre a la comunión fraterna y universal. A su
vez, la comunidad como tal ha de seguir el mismo proceso: descentrarse de sí y sus
pequeños mundos para centrarse en Él y, así, vivir en progresiva apertura, compromiso
y solidaridad con los demás.
Como uniones de fraternidad, su experiencia creyente está llamada a hacerse
camino de discernimiento. Su vida, su compromiso, su misión… todo está en función de
Cristo y el proyecto del Reino. Participamos del mismo así, en fraternidad. El Espíritu
que nos habita y nos une será quien nos guíe en esta búsqueda común, signo de Iglesia,
de los caminos del Señor en la historia.
La dimensión mística de la vida comunitaria puede, además, descubrirnos que el
servicio, la misión -¡la de la comunidad!- nace como respuesta de amor al amor
recibido. Por eso, servicio y compromiso nacen de la alabanza y el canto, de la gratitud
y la pasión26. La mística nupcial que se vive en comunidad resulta una experiencia de
amor recibido como hermanas en Cristo que nos vincula entre nosotras y nos impulsa a
entregarnos sabiéndonos miembros del misterio de comunión en Cristo, propiedad de
Dios, presencia y mediación de su Amor.
2.4. Mística, comunidad y Eucaristía
Para terminar con el aspecto de mística en relación con la comunidad, podemos
volvernos hacia la fuente y cumbre de la Iglesia que es igualmente centro de nuestra
vida consagrada y nuestro carisma de comunión: la Eucaristía. La mística eucarística
implica básicamente este unirnos a Cristo y, en su Cuerpo, a todo el pueblo de Dios.
Comulgando con Cristo, comulgamos con los demás creyentes y esto supone para
nosotras que comulgamos con todas y cada una de las hermanas. Somos comunidad en
el Cuerpo del Señor y fuera de Él, no hay comunidad, pero tampoco vida de Cristo en
nosotras.
Ciertamente, la participación en la Eucaristía tiene un profundo carácter social y
transformador. Pero esto no puede ocultar que, antes que nada, esta comunidad nueva,
este signo del Cristo Total y de su Iglesia – sacramento de salvación, se encarna en
nuestra comunidad. “El pan es uno y así nosotras, aunque somos muchas, formamos un
solo cuerpo porque comemos todas del mismo pan”, dice san Pablo (1 Cor 10, 17). La
Eucaristía lleva consigo una mística y una ética que implica para nosotras un sujeto
comunitario, en comunión fraterna. Incluso participamos de la dinámica de entrega y
abajamiento propia de la Eucaristía como comunidad misionera y samaritana. ¿Cómo
podríamos hablar si no fuera así del misterio del Cuerpo místico sin el cuerpo real,
aunque frágil y limitado, que somos nosotras mismas en comunidad?
La Vida Religiosa es memoria de Jesús y nos puede esto servir para leernos a la
luz de este otro “hacer memoria” que es la Eucaristía. Podemos celebrar el memorial de
la Pascua, vivir la Eucaristía, como un mero cumplimiento, como una memoria
simplemente devocional o hacer memoria de Cristo Crucificado y Resucitado en
26
MRel 2, 7.
14
espíritu y verdad. Así también podemos vivir nuestra comunidad, realidad teologal, a
nivel de simple cumplimiento, como un lugar devocional –oramos, celebramos la
liturgia y la Eucaristía, quizá compartimos también la Palabra-, o podemos tomarlo
como espacio de memoria viva en espíritu y verdad, con todas sus luchas, sus caídas y
su esperanza. Mirando a nuestra comunidad como comunidad eucarística, podemos
convertirla en lugar de hacer memoria de todas las dimensiones que encierra el misterio
del Sacramento eucarístico.
Como última cena, recuerda y culmina las numerosas comidas de Jesús, espacios
cuasi-sacramentales de fraternidad, signos del Reino, profecía de una humanidad nueva
donde todo se comparte y la vida se celebra. Una comunidad que celebra y que tiene en
su centro una mesa abierta donde todo se pone en común, donde siempre hay lugar para
quien nada tiene. Una nueva comensalidad que comienza por la mirada, escucha y la
acogida, por el corazón.
Como fracción del pan nos habla de una comunidad que se parte y reparte, una
comunidad donde la belleza reside justamente en la vida desgastada para dar vida a los
demás, donde la Eucaristía celebra y vivifica el compartir la fe, la oración, los bienes, la
vida entera.
Como acción de gracias marca una vida personal y comunitaria que descubre y
canta la obra de Dios en el mundo, que lee y celebra la historia de salvación en la que
humildemente colabora, que acoge la vida y las personas como don de Dios que sólo
puede suscitar el canto y la alabanza.
Como memoria del Crucificado, envuelve a la comunidad entera en un camino
pascual que vive en su carne la cruz que nace de dar la vida por amor, cruz por ayudar a
otros crucificados a cargar con sus cruces, cruz que vive en su carne el destino de los
condenados de la tierra para acompañarlos hacia la esperanza y hacia la Vida.
Como memoria y presencia del Resucitado, encuentra la comunidad al fin su
verdadero nacimiento, comunidades que buscan y descubren al Señor vivo.
Comunidades de Emaús, que se dejan alcanzar por el Resucitado cuando siente la
tentación de volver al pasado, de refugiarse en sus seguridades, de dejarse invadir por la
desilusión, de abandonar su misión y su propio ser comunidad. Y son alcanzadas porque
dialogan, comparten, porque abren sus manos al desconocido, porque se sumergen en la
Escritura y celebran -¡celebran!- la Eucaristía. Comunidades como la Magdalena, que a
pesar de aferrarse a la oscuridad y a la muerte -¡y hay tantas!-, a pesar de ser posesivas y
añorar al Jesús conocido que ha marchado, se dejan llamar por su nombre y reconocen
la voz del Señor porque sólo Él sabe devolverlas a su verdad e identidad última y
auténtica, que en el encuentro con Cristo se dejan sacar de sus espacios conocidos para
acoger la novedad siempre inesperada de la Resurrección que va penetrando la historia
y abandonan las ilusiones intimistas para vivir el entusiasmo misionero. Comunidades
de discípulas en Galilea que, a pesar de miedos, frustraciones, tristezas y desesperanzas,
permanecen como comunidad, entregadas silenciosamente a su misión y firmemente
arraigadas en el suelo de su experiencia fundante. Comunidades como Tomás, que a
veces exigen pruebas, se niegan a aceptar que las cosas –las mías, las del mundo, la
Iglesia, la congregación- pueden ser de otra manera. Pero al fin comunidades capaces de
ver con el corazón, de entrar en el ámbito de la gracia, de descubrir los signos y huellas
de Dios.
15
La comunidad es testigo del Resucitado porque le ha encontrado y Él está vivo
en la comunidad. Y es fácil reconocerlo porque se vencen los miedos y se abren las
puertas, porque están inundadas de la paz del Resucitado que es siempre perdón,
misericordia, vida del Espíritu, amor recíproco, conciencia de enviada. Pero también es
cierto que el Señor se aparece a quienes le buscan, le aman, le desean sinceramente. La
experiencia personal del Resucitado –y no olvidemos que esta experiencia es
fundamento de nuestra fe- nos devuelve siempre a la comunidad. Y la comunidad
pascual es lugar donde descubrir la presencia viva del Señor, anuncio encarnado,
profecía.
3. COMUNIDAD FRATERNA Y PROFECÍA
3.1. La profecía intrínseca en nuestro modo de vida
La dimensión profética de la comunidad, como ya se puede deducir, está
íntimamente vinculada a la hondura con que vive su propia consagración y misión. El
primer anuncio profético es el testimonio de la vida y sin ésta, toda palabra, toda
denuncia, todo gesto, queda en el aire como “bronce que suena o címbalo que retiñe” (1
Cor 13, 1). Al mismo tiempo, conviene recordar dos precisiones respecto al significado
de profecía.
En primer lugar, mirando a Jesús encontraremos que más que palabra, antes aún
y con más fuerza, profecía es cada uno de sus gestos, la totalidad de su praxis. Segundo,
recordemos mirando al Antiguo Testamento, que la profecía tiene siempre una
proyección histórica y social. Con esto vamos acentuando la fuerza que está llamada a
tener la vida comunitaria cuando ésta responde al don recibido, así como su
imprescindible encarnación en la historia y mundo concretos donde hallará concreción y
significado.
De este modo, testimonial y encarnado, la comunidad recobra lo más genuino de
su sentido profético: ser anuncio del Reino y visibilizar el rostro de Dios, un rostro
siempre otro frente a los ídolos que una y otra vez nos construimos. Sin embargo, no
olvidemos que es indisociable de una experiencia de Dios –en este sentido,
verdaderamente mística- que precisa de una profunda atención, relación y compromiso
con la realidad en que vivimos.
La comunidad religiosa posee un valor profético singular como tal. “La vida
fraterna en común se ha manifestado siempre como una radicalización del común
espíritu fraterno que une a todos los cristianos. La comunidad religiosa es manifestación
palpable de la comunión que funda la Iglesia, y, al mismo tiempo, profecía de la unidad
a la que tiende como a su meta última”27. El proyecto salvífico de Dios, el Reino,
reclaman una Iglesia verdaderamente sacramental y misionera. Dentro de ella, la
comunidad religiosa está encargada de mantener vivo el testimonio profético de esta
realidad. No es un sueño ni una quimera, no es una utopía ni una ideología más.
Podemos ser y vivir realmente como hermanos y hermanas en Cristo y su Espíritu. Ésta
es nuestra comunidad.
27
VFC, 10.
16
Si además miramos al mundo en que nos encontramos, desgarrado por el
individualismo, la injusticia, las divisiones, encontraremos la interpelación más fuerte a
vivir con radicalidad nuestra vocación comunitaria. Nada más profético que una
verdadera comunidad fraterna y solidaria, unida y reunida en el Señor28. Nuestra misma
consagración nos permite manifestar juntas ante el mundo que lo más hondo que
vincula a las personas, la fuerza que verdaderamente puede hacer de la humanidad una
fraternidad, se encuentra en la vida de Dios y en la humanidad de su Hijo.
A la inversa, sólo una comunidad puede manifestar visiblemente el rostro de un
Dios Trinidad, amor infinito de comunión. Éste es un profetismo silencioso, pero eficaz:
la comunión fraterna en comunidad, una comunidad donde lo central, lo definitivo, es la
vida de Dios que se nos regala en Cristo, es su proyecto de salvación.
3.2. Algunas notas de la profecía desde la comunión fraterna CM
Viviendo desde este núcleo vital, la comunicación del Espíritu que nos cristifica
personal y comunitariamente, puede desplegarse toda una capacidad transformadora y
profética de la vida comunitaria. La capacidad humanizadora de la fe en Cristo permite
transparentar que lo más humano es justamente lo más fraterno, y que la vida en el
Espíritu otorga un dinamismo profundamente humanizador como sólo puede serlo la
vida de Dios. Por eso, la comunidad se convierte en humanidad comunicativa,
relacional, que vive en el amor fraterno y solidario.
Ésta es una manera de vivirnos que tiene en sí misma fuerza de denuncia: de
todo lo que separa, y excluye, de todo lo que aísla o anula la capacidad o la posibilidad
de relación, de todo lo que suprime las diferencias o las exalta de modo excluyente, de
todo lo que condena o mata, de todo lo que, al fin, rompe la fraternidad.
También ésta es una fuerza profética en el interior de la Iglesia y, de hecho, así
nos lo pide la misma Iglesia: que seamos profecía y memoria viva en su interior. Todos
los riesgos y amenazas a la fraternidad y la solidaridad que se encuentran en nuestro
mundo tienen un cierto reflejo en el interior de la vida eclesial. Frente a eso, la
comunidad será siempre anuncio profético de nuestro ser:



somos Cuerpo de Cristo y pueblo de Dios, fraternidad y comunión para
la vida del mundo
somos mujeres en radical referencia y entrega a Cristo el Señor,
humanidad transformada y redimida
somos memoria viva de la obra salvadora de Dios que nos recrea y
escribe con nosotras una historia fraterna que se hace para el mundo
signo de comunión.
Una comunidad inclusiva, donde no se compite por tener, por poder, por brillar;
donde ser primera significa ser servidora y no se vive desde los cargos y los roles, sino
desde el humilde compartir de quien se sabe hermana y discípula; una comunidad que
dialoga y se comunica; que genera dinámicas de humanización, donde se aprende a ser
persona, a relacionarse, a convivir. Una comunidad que vive pobre y en solidaridad real
con los más pobres, como lo hizo Jesús; una comunidad compasiva y misericordiosa
28
Cf. VC, 51; VFC, 52; Caminar desde Cristo (CdC), 26.
17
que, porque lo es en su interior, lo muestra necesariamente al exterior… entonces sí, la
vida misma es profetismo y cualquier palabra que diga tendrá la fuerza de su propia
verdad.
Hay muchos modos de vivir la comunidad, así lo podemos constatar en la
historia de la Vida Religiosa y también en la diversidad de los carismas. Quizá es
momento también de acertar a concretar nuestro modo específico de vivir
comunitariamente, de ser uniones de fraternidad como lo soñó el P. Palau. Para ello,
quisiera poner de relieve cuatro puntos a considerar:
1. Somos MUJERES. Es preciso que nuestra vida, personal y comunitariamente,
exprese la ruptura con los modelos patriarcales que, aun hoy, predominan en la
Iglesia y que históricamente han marcado también la vida religiosa femenina.
2. Creamos una ESTRUCTURA. Como ya se ha señalado, lo externo, estructural,
institucional, no es indiferente al fluir de la vida por dentro. Lo expresa o lo
oculta, lo favorece o lo dificulta. En una época de transformaciones no podemos
quedarnos esperando a que “algo” por dentro cambie para ver después qué
cambiamos en el exterior. Es preciso que la vida nueva que está emergiendo
encuentre odres nuevos. Parte de estos odres nuevos pasan por estructuras que
permitan y favorezcan la vida en comunión con un único centro: Cristo. La
CIRCULARIDAD no es una moda y tampoco una ideología. Es un intento de
plasmar un nuevo modo de comprender y vivir la comunidad no desde una
mentalidad jerárquica, sino comunional.
3. Vivimos para una MISIÓN. Ciertamente, tanto la vida en comunidad como la
misma presencia apostólica han sufrido fuertes mutaciones en estas últimas
décadas. Con todo, es necesario que, del mismo modo en que la comunidad ha
de expresar un acento carismático propio, también ha de estar configurada en
función de nuestra específica misión como congregación. Y decimos misión, no
apostolado porque no se trata simplemente de adaptar horarios –que aun eso en
ocasiones habría que revisar-, sino de situar la comunidad no como un adosado
de la misión, sino configurarla desde su propia misión. No hay un modelo
estandarizado de vida comunitaria, sino que habrá de ser creación desde el
propio carisma y desde la específica misión que nos significa en la Iglesia.
4. Mostramos el rostro de la MISERICORDIA. Amor a Dios, amor al prójimo,
nos recuerda el P. Palau, amor que nace siempre de Dios y desciende hacia
nosotras29. Podríamos concretarlo de mil maneras, pero el P. Fundador lo mira
siempre de un modo muy concreto. El amor verdadero, que nace de Dios y
desde nuestros corazones se extiende a toda criatura, genera un cambio en la
sensibilidad, una percepción distinta de la realidad, que se él traduce como
misericordia30 y su puesta en práctica como beneficencia31.
La vida del P. Palau nos va a ofrecer con mucha más nitidez aun que sus escritos
la fuerza del amor de comunión expresado como misericordia con las víctimas y como
gestos salvadores de los que se perdió la obra concreta, pero permanece el vigor del
amor y la fe que los alumbraron.
29
MM, día 2. MM, día 3.
MM, día 4.
31
MM, día 5.
30
18
El amor de comunión le impulsó a recibir, acoger y cuidar a los últimos que
nadie quería recibir. Al mismo tiempo, de aquí brotaron muchas cosas, además de
problemas y complicaciones. Esta experiencia de la misericordia enriqueció su vivencia
mística, aquilató su altura humana y teologal, sirvió de cauce para una caridad heroica
capaz de vincular su suerte a la de los hermanos con la confianza puesta en la fuerza del
Señor sabiéndose tan solo una pequeña mediación.
“Dios no obra en el hombre sin el hombre”32. Esta afirmación compromete
nuestra libre decisión ante el Señor, tanto en lo que respecta a nuestra vida personal
como a nuestra vida comunitaria. Al mismo tiempo, nos recuerda dónde reside la fuerza
viva y profética de nuestra vida y misión: en ser mediación para la obra de Dios. Y su
vigor profético, hecho más de testimonio y praxis que de teoría, tomó un acento peculiar
cuando hizo suya la causa de los perdidos, sintiéndose llamado a llevarles la salvación
de Cristo: “Cristo es Dios unido al hombre para destruir en el hombre y por el hombre el
poder de las tinieblas”33.
Este testimonio queda para nosotras como luz que nos invita a expresar toda la
fuerza de la comunión en el movimiento que lleva hacia los condenados, las víctimas
del mal, todos aquellos espacios olvidados y excluidos de la vida, de la luz, del amor.
No será ya la tarea de un carismático, sino el compromiso de la comunidad fraterna que,
saliendo hacia los expulsados de cualquier forma de comunión, podrá mostrar el vigor
profético del amor y la misericordia al estilo del P. Palau.
3.3. Hacer presente la salvación
Hacer presente desde la experiencia el amor salvador de Cristo en el mundo no
se reduce a una serie de tareas, por útiles, hermosas y generosas que sean. Se trata de
tocar el núcleo de nuestra presencia misionera que, de suyo, será profética si se realiza
desde una auténtica experiencia de Dios –mística- encarnada personal y
comunitariamente. Hemos recibido la salvación y eso nos convierte en comunidad que
comunica y extiende la salvación34, ahí está el significado último de la misión. En esta
tarea, puede iluminarnos mirar a María, “tipo perfecto y acabado de la Iglesia”, con el
trasfondo de Lc 1, 26-38 y de los textos palautianos.
Dios toma la iniciativa que convocarnos en comunión fraterna. Es Él quien viene
a nosotras, quien nos llama personalmente, quien tiene especial interés en comunicarse
con nosotras. Nuestra comunidad es pequeña iglesia que escucha, que acoge, que vive
en radical disponibilidad a los planes de Dios, planes salvíficos que necesitan –porque
Dios así lo desea- de nuestra colaboración.
No faltarán dudas e interrogantes, tenemos nuestros planes, somos conscientes
de nuestra pobreza y fragilidad. Sin embargo, la puerta permanece abierta y no hay
interferencias para acoger la palabra que el Señor quiere dirigirnos. Pase lo que pase,
una característica: la alegría. No una alegría ruidosa, obligatoria, dura con las
inevitables lágrimas que surgen de nuestro corazón. Es la alegría pacífica y luminosa de
sabernos amadas, convocadas por el Señor, conscientes de que Él habita en medio de
32
Exorcistado, 21.
33
Exorcistado, 19.
34
Cf. Evangelii nuntiandi, 13.
19
nosotras y se complace en sabernos hijas y hermanas en Jesucristo su Hijo. Sin duda no
faltan zozobras, pero Él está presente, nos conduce, nos sostiene: eso basta.
Ésta es la virginidad de la Escritura: permanecer fieles al único Dios, caminar
humildemente con Él en amor y justicia (cf. Mi 6,8) como hijas y hermanas. Nada de
ídolos –purificar la imagen de Dios- ni dinámicas de mal desde nuestro interior –
constante conversión-. Una comunidad que con su vida proclama que sólo tiene un
Señor, un Dios y Padre… y que eso basta.
Virginidad y pureza tienen su plenitud en la maternidad. Para eso hemos sido
convocadas: no para autocomplacernos ni para contar con un apoyo técnico en nuestros
trabajos, sino para una misión de salvación. Aquí está nuestra fecundidad y nuestra
misión: alumbrar a Dios.
La comunión fraterna está llamada a ser fecunda reproduciendo en cada una la
imagen del Hijo y, entre todas, la imagen de la fraternidad que nace en Él. Es fecunda
desde una fraternidad que, porque nace de la obra de Dios, puede expresarse en
solidaridad real con los que sufren, en pobreza con los pobres, en éxodo hacia los
últimos. Una fraternidad fecunda porque no se aferra a su tarea –sus espacios, sus obras,
sus logros-, sino que vive y se entrega a algo más grande que ella misma: el Reino. Y lo
hace desde un amor gratuito que no puede ser obra humana -¡y lo sabe!-, sino obra de
Dios a través suyo. Porque Dios está con nosotras, la respuesta a tanto amor se traduce
en: hágase en nosotras y a través de nosotras lo que Tú quieras.
La vida en el Espíritu y la mística se convierten en maternidad dentro y desde la
comunidad. Se traduce en comunidades también maternas que acompañan la vida, las
búsquedas, que ayudan a crecer en humanidad, a alumbrar toda vida, comunidades que
conocen la sabiduría de Dios y por eso pueden introducir a otros en el Misterio, que
salen de su tierra constantemente para elegir la tierra de Dios y su pueblo.
Se trata de tejer una historia salvífica que se entrelaza con la historia de los
hombres y mujeres que nos rodean para abrir nuevos caminos de salvación. Es preciso
escuchar el paso de Dios por la historia y el grito de la humanidad que clama por la
salvación, aunque lo haga con frecuencia con gritos que no siempre sabemos traducir.
Ante esto, la respuesta será siempre la única posible, aunque revista mil y una formas:
ofrecernos como amor gratuito para dar vida35. Una vida que podrá expresarse de
muchos modos, pero que siempre tiene un contenido común: presencia salvífica de
Dios.
Ser salvación en el mundo, presencia de Su amor, tiene entre sus traducciones
una que atañe directamente a la comunidad: Jesús salva en la relación 36. Relación que
genera vínculo, comunicación, pertenencia, relación inclusiva, dignificadora,
reconciliadora. Relación que despliega capacidades y vida, que genera novedad, que
abre a los demás y a Dios, que reconstruye y sana. No es poca tarea para nuestra
comunidad, pero es poca tarea desde la conciencia de que para Dios nada hay imposible
y que Él busca nuestra colaboración para hacer su obra, no la nuestra.
35
36
Redemptoris missio, 60.
Caritas in veritate, 6
20
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