1 Conferencia pronunciada por el Prof. Enrique Obediente

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NORMA Y USO. GRAMATICALIDAD E INCORRECCIONES LINGÜÍSTICAS
Conferencia pronunciada por el Prof. Enrique Obediente Sosa
Departamento de Lingüística - Universidad de los Andes - Mérida
Una de las características de toda lengua es el equilibrio inestable en que se
encuentra debido a la tensión permanente entre norma y uso. Recordemos que la noción
de norma remite a las pautas consideradas gramaticalmente correctas, o, para decirlo en
términos sociolingüísticos, al sistema de instrucciones de lo que debe escogerse (en los
planos fonológico, morfológico, sintáctico y léxico-semántico) si el individuo hablante
quiere ajustarse a cierto ideal lingüístico sociocultural o estético.
Ahora bien, ninguna norma surge de la nada y ni siquiera desde el interior de la
misma lengua, por el contrario, surge de la comunidad hablante al asignar etiquetas
valorativas a las manifestaciones lingüísticas de los usuarios. Dicho de otro modo, la
comunidad le da –digamos– el visto bueno o no a los usos que hacen los hablantes de
los elementos que componen el sistema lingüístico. Pero, ¿qué entendemos por uso?
Este término, de hecho, puede ser entendido de varias maneras, aquí lo definiré como
aquello que hace una parte (mayoritaria o minoritaria) de los hablantes de una lengua
dada en un determinado momento histórico y en un preciso marco espacial. Por
ejemplo, el uso que de la forma pronominal de tratamiento vos hacía la mayoría de los
hablantes de Castilla a lo largo del siglo XVII, o el que de esa forma hacen los
venezolanos de la región zuliana en el siglo XXI. Los análisis realizados por los
lingüistas nos dirán qué usos eran generales o, por el contrario, regionales, cómo han
cambiado (si cambio ha habido) y en qué dirección, etc., del mismo modo -y esto es
importante- si había ciertos usos considerados malos o feos o inapropiados.
Así, entonces, podemos decir que la norma supone unos usos, pero al mismo
tiempo implica la existencia de usos prohibidos o, al menos, desaconsejados. En efecto,
sin un ejercicio real de usos lingüísticos no puede establecerse la norma, pero ésta, al
quedar establecida, excluye por ello mismo algunos usos por considerarlos inadecuados
o incorrectos. Pero, ¿qué o quién decide qué uso es bueno, correcto, elegante, apropiado
o no? En algunos casos, una autoridad (lingüística o no) reconocida y aceptada por la
comunidad; en la mayoría de los casos, sin embargo, es la misma comunidad la que
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decide lo que a su juicio es bueno o malo en el ejercicio de la actuación lingüística.
Aquí no entran, como ya dije, razones propiamente lingüísticas sino razones de orden
sociocultural: el uso que se convierte en norma va a ser el del grupo que goza de mayor
prestigio en el seno de la comunidad hablante, el grupo al que la mayoría remite, directa
o indirectamente, consciente o inconscientemente, de modo que su uso se transforma
socialmente en el buen uso.
Para ahondar un poco en esto de la norma y el uso es bueno que volvamos los
ojos y el entendimiento al famoso Prólogo de la Gramática de la Lengua Castellana de
Andrés Bello. En él, el gran filólogo caraqueño defendía las peculiaridades del español
hablado y escrito en América mientras ello no significara alterar la estructura del idioma
con el eventual riesgo de fragmentarlo “en multitud de dialectos irregulares”,
fragmentación que ciertamente rompería “(la) comunicación y (el) vínculo de
fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos
continentes”. Defiende así los usos lingüísticos particulares de, por ejemplo, Chile o
Venezuela y las divergencias que pudiera haber respecto a otras regiones “cuando las
patrocina la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada”. Nótese bien que para
Bello, entonces, el buen uso es el de la gente educada y no el que pudiera prescribir una
determinada autoridad supracomunitaria; de hecho, no se apoya en autoridades “porque
para mí la sola irrecusable en lo tocante a una lengua es la lengua misma”, y si propugna
el buen uso no lo hace por “purismo supersticioso” sino por razones prácticas de
comunicación y convivencia armónica, como ya lo apunté arriba. Bello no quería que
llegara a ocurrir en América lo que sucedió en la Europa latina, que una vez el Imperio
Romano caído y desmembrado, el latín se fragmentó en los diversos territorios dando
origen a las llamadas lenguas romances.
Estas ideas que Andrés Bello expuso en el siglo XIX las recoge hoy la Real
Academia Española en su página web al afirmar que “la norma del español no tiene un
eje único, el de su realización española, sino que su carácter es policéntrico”, y agrega
que “se consideran plenamente legítimos los diferentes usos de las regiones lingüísticas,
con la única condición de que estén generalizados entre los hablantes cultos de su área y
no supongan una ruptura del sistema en su conjunto, esto es, que ponga en peligro su
unidad” (en “La política lingüística panhispánica”, www.rae.es, consultado el 23-032010).
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El objetivo, por tanto, de la Gramática de Bello es proporcionar a los habitantes
de Hispanoamérica ciertas pautas lingüísticas demarcando “los linderos que respeta el
buen uso de nuestra lengua, en medio de la soltura y libertad de sus giros, señalando las
corrupciones que más cunden hoy día” para evitar el peligro de la disgregación. Entre
esas “corrupciones”, que manifiestan justamente lo contrario del buen uso, señala tres
en orden de menor a mayor gravedad, a saber:
1) La introducción de vocablos extranjeros cuando es manifiestamente innecesaria o
descubre “afectación y mal gusto de los que piensan engalanar así lo que escriben”.
Notemos que Bello no se opone a que la lengua se enriquezca con nuevos vocablos
procedentes de diversas lenguas sino al uso indiscriminado de extranjerismos, a su
empleo sin necesidad, es decir, cuando existe el equivalente español. Está claro para él
que “el adelantamiento prodigioso de todas las ciencias y las artes, la difusión de la
cultura intelectual y las revoluciones políticas, piden cada día signos para expresar ideas
nuevas, y la introducción de vocablos flamantes, tomados de las lenguas antiguas y
extranjeras”. Pero de allí al uso innecesario y afectado de extranjerismos hay un enorme
espacio. No creo que sea necesario entrar en más detalles al respecto, todos, en mayor o
menor grado, empleamos voces procedentes de otras lenguas (en la situación actual, la
mayoría provenientes del inglés), a veces con suficiente razón, otras sin ninguna
necesidad. Ustedes mismos pueden dar múltiples ejemplos…
2) La segunda “corrupción” consiste en “prestar acepciones nuevas a las palabras y
frases conocidas, multiplicando las anfibologías”. Bello considera esto “un vicio peor”
que el anterior por los equívocos y ambigüedades semánticas que origina, lo cual,
obviamente, dificulta la comunicación. De esto me ocuparé con mayor detenimiento
inmediatamente después de señalar el tercer grado de corrupción de una lengua de
acuerdo con las ideas de Bello.
3) Dice don Andrés que “el mayor mal de todos, y el que, si no se ataja, va a privarnos
de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos de
construcción”, que, para el siglo XIX, inundaba y enturbiaba mucha parte de lo que se
escribía en América alterando la estructura del idioma. El Maestro nos alerta: ya no
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estamos en presencia de meras palabras extranjeras o de palabras del idioma a las que se
les da un significado que no tienen en la lengua general sino en presencia de un hecho
que afecta la estructura misma de la lengua: formar oraciones sobre modelos sintácticos
que no son de la lengua española. Es aquí justamente donde Bello advierte sobre la
posibilidad de convertir el idioma “en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos,
bárbaros […] embriones de idiomas futuros”. Esto, afortunadamente, no ocurrió en el
inmenso espacio hispanohablante americano, con la excepción quizá del llamado
spanglish, considerado ya por algunos como una lengua distinta del español
precisamente por tener otra estructura; pensemos, por ejemplo, en el giro “llámame para
atrás” para significar lo que en la lengua española es “devuélveme la llamada”.
Me gustaría detenerme aún más en cada uno de los tres casos señalados por
Bello, pero, visto el tiempo de que dispongo, sólo abordaré el segundo, el de las nuevas
acepciones dadas a palabras conocidas. Sabemos desde Saussure que todo signo
lingüístico está constituido de un significante y un significado, y que entre el significado
y el referente al que remite no hay una relación motivada sino arbitraria y convencional,
de modo que, por ejemplo, nada hay en la realidad \escalera\ que obligue a que ese
objeto se llame “escalera”, pero desde el momento en que colectivamente aceptamos
llamarlo así no podemos andar por ahí cambiándole el nombre a ese referente o
llamando “escalera” a algo que no lo es. Sin la convención colectiva no habría sistema
lingüístico y, por tanto, la comunicación no podría ser. Si cada quien, de manera
aleatoria y caprichosa, comienza a cambiar las relaciones que se dan dentro de un
idioma, o, más en concreto, la relación existente entre significante y significado, el
resultado no es otro que el caos. De allí la llamada de atención de Andrés Bello respecto
al “prestar acepciones nuevas a las palabras conocidas”. Y algo de esto estamos
viviendo en Mérida y en Venezuela: por ejemplo, he oído a un periodista/locutor
merideño llamar “hemiciclo” al Aula Magna de la ULA a pesar de que no es un salón
semicircular sino cuadrado; se ha hecho moda entre los periodistas locales darle al
verbo “pernoctar” la significación de ‘hacerse presente, estar en un sitio’; o de emplear
el adverbio “eventualmente” no con el significado español de ‘inciertamente,
probablemente, de manera circunstancial’ sino con el que tiene la palabra inglesa
“eventually”, hermana de la española por su origen, es decir, ‘finalmente, al final’; así,
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recuerdo haber oído a alguien decir en una emisora radial caraqueña que un fulano de
tal, a pesar de todos los cuidados, “eventualmente murió”.
Pero el asunto que va más allá de lo anecdótico es el uso cada vez más extendido
del verbo “colocar” allí donde la lengua general emplea “poner”. Todo comenzó, al
parecer, como un chiste: no se empleaba “poner” porque “sólo las gallinas ponen”, se
argumentaba. Y comenzó una parte de la comunidad hablante a usar “colocar” en vez de
“poner” porque aceptaba aquel argumento. Poco a poco pero con fuerza “colocar”
comenzó un proceso de expansión en detrimento de “poner” al punto que ya ni siquiera
las aves “ponen huevos” sino que los “colocan”. Recuerdo que uno de los cuidadores de
los cóndores del páramo merideño le dijo a un grupo de visitantes que la hembra de ese
animal “coloca un huevo una vez al año”. Y así, “colocar” se convirtió en el pimentón
lingüístico de buena parte de los merideños: colocarse la ropa, colocarse de pie,
colocarle tal nombre a un niño, colocarse colorado o nervioso, colocar en circulación,
colocarse al día con los pagos, colocar ímpetu…y pare usted de contar; confieso que lo
único que aún no he oído personalmente es que el sol se haya colocado.
Un estudio piloto realizado hace unos semestres por mis estudiantes de la
asignatura Español de América arrojó, entre otras conclusiones, que la causa por la cual
se prefería “colocar” era porque ese verbo era elegante (no así “poner”), que usarlo
indicaba conocer bien el idioma y, atención a esto, elevaba el estatus social de quien
sólo se servía de él. Así, “poner” quedó estigmatizado, execrado, excluido, su lugar es el
exilio… ¿Qué hacer al respecto?
Se me ocurren dos posibles vías de intento de solución, o si se quiere, de
recuperación del verbo “poner”. La primera, apelar a la llamada “norma académica”.
Revisar lo que el Diccionario de la Real Academia dice de uno y otro verbo, ver las
acepciones y usos que tiene cada uno, y en función de ello tratar de hacerle entender al
usuario/hablante que los dos verbos en cuestión no son sinónimos, que su existencia es
manifestación de la riqueza léxica de nuestro idioma, y que, por tanto, el buen uso exige
uno u otro según los contextos y lo que se quiera significar. Ciertamente esta
argumentación puede que no cale en muchos, incluso puede ser que algunos
francamente la rechacen, como el caso de aquella estudiante de la Licenciatura en Letras
que dijo que así lo estableciera la Real Academia y las gramáticas y los lingüistas, su
opinión era que nunca debía emplearse el verbo “poner”. Un argumento de carácter
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normativo (en el sentido usual del término) no podrá, obviamente, rebatir posturas
viscerales, emotivas.
La segunda posible vía podría venir desde la conveniencia de adaptarse al uso
general, es decir, hacerle ver al hablante que mientras la inmensa mayoría de los
hispanohablantes alterna “colocar” y “poner” de acuerdo con el uso (y norma) general
vigente, él se aparta de ese uso, se pone al margen, corre el riesgo de ser visto como
poco culto, y, lo más importante, puede comprometer la comunicación eficaz, que no
sólo es hacerse entender sino establecer un vínculo más allá de lo lingüístico entre dos
seres pertenecientes a una misma comunidad de lengua. Lo que Bello señalaba de la
comunicación y el vínculo entre hablantes.
De más está decir que cualquier actitud de parte de quien quiera corregir el mal
uso de un hablante debe, ciertamente, estar signada por el espíritu y la letra de aquella
famosa frase dicha por el gran lingüista español Emilio Alarcos Llorac: “vigilar la
lengua pero sin acritud”.
Por supuesto que no soy demasiado optimista respecto a que la comunidad
merideña vuelva al uso tradicional de este par de verbos, parece que el cambio ya se dio,
sin marcha atrás, sobre todo después de haber oído a alguien decir que siente que se le
ensucia la boca si pronuncia “ese” verbo, siendo “ese” el malquerido y culpable
“poner”, víctima inocente de la acusación de no sabemos qué feos “crímenes”…
Estamos viviendo una contienda entre norma y uso, somos testigos y actores de
un cambio lingüístico en proceso. Y esto recuerda un poco lo sucedido siglos atrás en
los antiguos territorios del Imperio Romano que hablaban latín. En cierto momento, la
gente comenzó a salirse de lo que hasta el momento era la norma. Lo sabemos por, entre
otros testimonios, el famosísimo Appendix Probi, ese breve escrito en el que de manera
machacona su autor anónimo hacía el inventario de ciertas incorrecciones que estaban
en boga entre los latinohablantes del siglo III: “tabula non tabla”, “vinea non vinia”,
“rivus non rius”, “mensa non mesa”, etc. Hay testimonios también de incorrecciones de
orden morfológico y sintáctico, por ejemplo, sobre el mal uso de ciertas preposiciones,
como “depost” por “post” ‘después’, uso que reprocha el gramático al decir: “qui male
loquuntur modo ita dicunt: depost illum ambulant” (Pomp. K. V, 273, 25). Sabemos por
otros testimonios que ya no se hacía la distinción entre, por ejemplo, cruor ‘sangre
derramada’ y sanguis ‘sangre, fuerza vital’, o entre potare ‘beber’ y bibere ‘sorber,
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empaparse’, o, quizá más grave, comenzó a llamarse infans ‘mudo’ al puer ‘niño’, o
sponsus ‘novio’ al coniux ‘esposo’. De nada valieron las advertencias de gramáticos y
retóricos, por los resultados romances podrán ustedes darse cuenta de quién ganó la
partida…
Pudiera traer a colación otros usos que, hoy por hoy, son objeto de discusión
entre los que hablamos español (nótese que las grandes discusiones sobre el buen uso no
se dan entre lingüistas sino entre el común de los mortales, lo cual es signo evidente –y
positivo– de la importancia que la gente de a pie le da a su idioma): ¿son correctos, por
ejemplo, presidenta y estudianta?, ¿será verdad que es incorrecto el empleo de último
en, por ejemplo, “El último concierto de Dudamel fue en Los Angeles”?, ¿fuiste o
fuistes? ¿recuerda o recuérdate? Y para cerrar, ¿vaso de agua o vaso con agua?
Afrontemos, por tanto, la realidad, que debe ser tomada en cuenta por aquellos
que tienen o van a tener entre sus manos la enseñanza del español como lengua materna
o como lengua extranjera. Tratándose de la lengua materna, considero que el maestro
debe advertir a los alumnos sobre la diferencia existente entre la norma y el uso,
hacerlos tomar conciencia de lo que ocurre y de las ventajas y desventajas de ir por uno
u otro camino. El profesor de español lengua extranjera debe igualmente advertir a sus
estudiantes sobre el uso peculiar que en los Andes tiene, por volver al ejemplo de atrás,
el verbo “colocar” para que no se espanten cuando se den cuenta de que el uso difiere de
la norma general hispánica, que donde la lengua general emplea “poner”, muchos,
muchísimos hablantes de esta región se sirven de “colocar”, que está bien que sigan ese
uso si quieren asimilarse y mostrar simpatía con la gente del lugar pero que entiendan
también que los van a ver con cierta sorpresa en otras partes de la extensa geografía
hispanoparlante si a ella llevan este uso1. Esto es sumamente importante para alguien
que está aprendiendo un idioma, o ejercitándose en su uso, pues lo primero que debe
quedarle claro es la diversidad de usos e incluso de normas, para evitar lo que pudiera
llamarse “la esquizofrenia lingüística”, o sea, la angustia entre lo que es y lo que debe
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Hay que decir que el fenómeno también ha sido registrado en Colombia. Ver al respecto la ponencia De
gallinas y verbos presentada por Juan Gossaín, Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de
la Lengua, en el panel “Periodismo y Literatura” de la Agenda Cultural del IV Congreso Internacional de
la Lengua Española celebrado en Cartagena de Indias del 28 de marzo de 2007.
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ser, entre una norma considerada general o culta y un uso restringido a una localidad o a
un determinado grupo de hablantes.
No quiero terminar sin antes citar de nuevo a Bello: “Una lengua es como un
cuerpo viviente: su vitalidad no consiste en la constante identidad de elementos, sino en
la regular uniformidad de las funciones que éstos ejercen, y de que proceden la forma y
la índole que distinguen al todo.”
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