“Yo Rubén Darío” de Ian Gibson

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La Prensa Literaria - Ensayos - “Yo Rubén Darío” de Ian Gibson
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SUPLEMENTO SEMANAL DEL DIARIO LA PRENSA / SáBADO 27 DE JULIO DE 2002
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NICARAGÜENSE
POESIA
NICARAGÜENSE
LEXICOGRAFIA
KINO-BIO-CINE
ENSAYOS
La última novela sobre el gran poeta
“Yo Rubén Darío” de Ian Gibson
Faustino Sáenz
Una excelente novela inspirada en
la vida y obra de nuestro Rubén
Darío —de hecho, se estructura
como un collage autobiográfico,
aprovechando muchos escritos del
máximo creador del modernismo—
se publicó el pasado mes de junio
en Madrid, lanzada por el consorcio
editorial Aguilar, Altea, Taurus,
Alfaguara. ¿Su autor? Nada menos
que el inglés, nacionalizado español
desde 1984, Ian Gibson, hispanista
internacionalmente reconocido, a
quien se le deben las mayores y
mejores investigaciones acerca de
la guerra civil española y de
Federico García Lorca.
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Estas “Memorias póstumas de un
Rey de la Poesía” —de acuerdo con
el sugerente subtítulo— no es sino la segunda novela de Gibson (la primera,
aparecida el año pasado, se titula Viento del sur) y conforma uno de los más
fieles y hermosos homenajes a Darío, quien nos narra del más allá —a través
de un médium— la verdad de su vida atormentada y fascinante. Escrita, por
tanto, en primera persona, comienza:
“Yo me morí en la ciudad nicaragüense de León a las diez y dieciocho
minutos de la noche del 6 de febrero de 1916, a consecuencia de una cirrosis
atrófica del hígado. El alcohol —mi consuelo y mi peor enemigo desde hacía
décadas— se había salido con la suya. Acababa de cumplir los cuarenta y
nueve años y era el poeta más famoso del mundo hispánico y (no creo que
sea inmodestia) el más querido”.
“La noticia de mi intempestiva defunción corrió como una exhalación por
redacciones y agencias. Y al día siguiente las primeras planas de todos los
periódicos de la lengua española anunciaban —en medio de las últimas
nuevas de la Gran Guerra, y con las hipérboles de rigor— que el eximio vate
Rubén Darío, “Rey de la Literatura Hispanoamericana”, había fenecido en
su Nicaragua natal”.
“Hubo incredulidad, consternación, un río de lágrimas y, luego, infinidad de
elegías”.
“El destino, en el que yo siempre creí, disponía así que la muerte me
sorprendiera alevosamente y a deshora en la pequeña ciudad donde había
sido concebido, criado y educado. Aunque no parido, ya que vine al mundo,
corriendo 1867, en Chocoyos, pueblecito del departamento de Matagalpa,
luego llamado Metapa y finalmente, en mi honor, Ciudad Darío. Allí había
huido mi madre, Rosa Sarmiento, ocho meses después de malcasarse con mi
padre, Manuel García. La pobre ya no aguantaba más una situación
matrimonial intolerable”.
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Así, con estas amenas precisiones y un aliento vigoroso que se mantiene
hasta la última página, Gibson nos perfila al Darío auténtico que la más
calificada crítica del mundo hispánico ha valorado: al cantor de la primavera
y del erotismo, saturado de angustia ante lo desconocido y de terror a la
muerte. Tal vez no podría sorprender a los dariístas y demás especializados
en literatura hispanoamericana, pero sí a un público mayoritario —sobre
todo al de España— que ignora al que fue, en su tiempo, el poeta más
famoso de lengua española.
Gibson prosigue su biografía novelada (la más reciente sobre Darío, pues se
han escrito más de media docena, desde finales del siglo XIX por Celia
Elizondo, Alberto Guiraldo, Salomón de la Selva, Sergio Ramírez y Francisco
Mayorga, entre otros), refiriendo la vocación del argonauta que había en
Darío:
“A mí me gustaba mucho el nombre Darío, pues me enteré muy joven de que
se habían llamado así tres antiguos reyes de la oriental y enigmática Persia.
Tampoco tardé en saber que Rubén era un nombre judío. Llamarse Rubén
Darío ejerció una poderosa influencia sobre mi imaginación de niño,
sobremanera impresionable, y contribuyó a que soñara desde muy joven con
ser aventurero y atravesar mares”.
“Navegar es necesario, vivir no es necesario”, dijo Plutarco. Yo lo intuía
desde que tuve conciencia de mí mismo. Sabía positivamente que sería
viajero y que conocería lejanas tierras.
“Me estimuló en tal empeño el hecho de que dos primos de mi madre vivían
en el cercano puerto de Corinto —de nombre tan evocador de antiguas
glorias griegas— donde se dedicaban al negocio de exportación de maderas.
Al contemplar las fragatas y bergantines que, con las velas desplegadas,
salían de aquella bahía azul con rumbo a la distante Europa, se me
despertaban ansias desconocidas y misteriosas”.
“En muchas ocasiones me llevaron a Corinto en barca, atravesando esteros y
tupidos manglares poblados de grandes almejas y cangrejos y de bandadas
de aves acuáticas. Por allí, por cierto, andaba un excéntrico cónsul inglés
que mataba tiburones con una escopeta”.
“Como por arte de magia, parece ser que a los tres años yo ya sabía leer.
Empecé descifrando, con la ayuda de quienes creía mis padres, las letras de
unos libros de cuentos infantiles, con bonitas ilustraciones, que ahora
vuelvo a ver como si fuera ayer. Es probable. Lo que sí recuerdo, de todas
maneras, es que mi primera maestra, que se llamaba Jacoba Tellería,
estimuló mi afición lectora con sabrosos pestiños, bizcotelas y alfajores que
confeccionaba ella misma en su cocina. Sólo me castigó una vez aquella
simpática profesora, al encontrarme en compañía de una chicuela tan
precoz como yo e iniciando, según el conocido verso de Góngora, ‘Las
bellaquerías detrás de la puerta’.
“Y es que, si yo nací para la poesía, también nací para la mujer”.
Y es que en Rubén habitaba un fauno en acecho, como lo confesó en uno de
sus versos cardinales (“Al fauno que hay en mí...”) y lo han estudiado
numerosos especialistas. Citemos el libro de Ildo Sol: Rubén Darío y la
Mujeres (Granada, 1944), donde afirma que la impetuosidad sexual de Darío
(“Carne, celeste carne de la mujer...”) “es real y constitutiva, precoz u
amniantal” (p. 299). Recordemos los acabados estudios de Pedro Salinas y
Octavio Paz sobre su erotismo agónimo. O las puntualizaciones de Moshé
Lazar, Ricardo Guillón y del mismo Edelberto Torres, cuya segunda edición
de su biografía dariana hace tanta falta.
Todo ello se haya plasmado en la novela de Gibson y más, mucho más. Pero
no cabe en esta recensión abarcarla toda.
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Basta recomendar a Hispamer o a otra librería que la importe para su
difusión debida entre los lectores nicaragüenses. Finalmente, cabe
puntualizar que el inglés hispano realiza una puntualizadora prospección en
el alma de Darío y otorga un reconocimiento justo al movimiento que
encabezó e hizo triunfar en dos continentes. Tal lo revela en sus páginas
finales:
“Fui comprendiendo poco a poco que, sin el sufrimiento, compañero mío
inseparable desde que naciera, no existiría mi poesía, ni la de ningún poeta
auténtico. Ello me consolaba y nunca dejé de agradecer a Dios y a los dioses
el alto don que se me había concedido y que me permitía convertir mi
doloroso sentir y mi angustia en arte, en comunicación con los demás”.
“Muy pronto, en mi desamparo, recurrí a los paraísos artificiales. Descubrí
que el alcohol me liberaba infaliblemente de mi nefasta timidez, aunque sólo
fuera a título provisional, y que, cuando bebía, mi cerebro se llenaba de
ritmos, de música, de imágenes. Sin él no habrían surgido algunos de mis
mejores poemas, y mi paso por el Valle de Lágrimas habría sido más penoso.
¡Lástima que excitante tan eficaz fuera un trauma para el cuerpo!”
“¿Tuve toda la culpa del daño que hice? ¿Pude haber sido de otra manera?
Me atormenta la duda de si disponía de libre albedrío para haber actuado de
manera distinta en ciertos momentos de mi vida, o de si todo era obra del
ineluctable destino en que siempre creí”.
“’Perdónalos padre, porque no saben lo que hacen’: me conmueven las
sublimes palabras de Cristo en la cruz, y quiero creer que, de haberme
conocido mejor, mi conducta habría sido en muchas ocasiones otra. Con
todo, mi responsabilidad es patente”.
“Creo fervientemente, por otro lado, que con mi poesía ayudé a mucha gente
a vivir más intensa, más libre, más creativamente. Y con más sinceridad.
‘Crear, crear y que bufe el eunuco’, pregonaba. Y siempre insistí en que cada
uno tenía que buscar dentro su propio camino, sin, por supuesto, cometer la
torpeza de querer imitarme a mí:
Ama tu ritmo y ritma tus acciones
bajo su ley, así como tus versos;
eres un universo de universos,
y tu alma una fuente de canciones...
“’Ama tu ritmo’. Tal vez en estas tres palabras —ahora lo
sospecho— cabía toda mi estética.
“La vida sin amor me parecía vacía... sin amor a uno mismo, sin amor al
prójimo y sin amor al amor:
Amar; amar; amar; amar siempre, con todo
el ser y con la tierra y con el cielo,
con lo claro del sol y lo obscuro del lodo:
amar por toda ciencia y amar por todo anhelo.
Y cuando la montaña de la vida
nos sea dura y larga y alta y llena de abismos,
amar la inmensidad que es de amor encendida
¡y arder en la fusión de nuestros pechos mismos!
“En el fondo, el modernismo no era más que eso: ser fiel a uno mismo y
negarse a aceptar —sin someterlos a cuidadoso escrutinio— reglas y dogmas
impuestos por los demás. En una ocasión dije que con Azul... yo había
levantado ‘una cordillera de poesía en todo el continente’. Tal vez exageré,
pero el hecho es que muchísimos jóvenes fueron más libres, más ellos,
gracias a mi obra”.
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“Y que no se me diga que mi obra es anticristiana. Yo nunca negué el
mensaje de Jesús. Otra cosa era el Dios del Antiguo Testamento, el Dios del
Deuteronomio, con sus prohibiciones, sus amenazas, sus guerras, sus plagas
de langostas y demás castigos atroces. Y otra cosa la Iglesia Católica,
obsesionada hasta el frenesí con los pecados de la carne. Yo amaba el mundo
clásico, con sus dioses y diosas cuyos apetitos en nada se diferenciaban de
los de los seres humanos, con quienes además se dignaban mezclar. Amaba
aquellas deidades y el paisaje mediterráneo que los había visto nacer. Y los
sigo amando”.
“Cuando yo me morí, en medio de la más obscena contienda bélica jamás
provocada por la insensatez humana, el modernismo ya no tenía nada más
que decir, e intuí que, una vez apagadas las llamas devastadoras, la nueva
poesía española e hispanoamericana reaccionaría contra la mía”.
“Y así sería, por ley irreversible”.
“Traté siempre de ser sincero, de decir con valentía mi verdad de hombre y
de poeta.
En Jesucristo confío”.
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