Las reformas de la Reforma: de la lista incompleta a la

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Las reformas de la Reforma: de la lista incompleta a la representación proporcional
Conferencia dictada en el Seminario “Problemas de Historia Argentina Contemporánea”
(coordinadores Luis Alberto Romero y Lilia Ana Bertoni). Centro de Estudios de Historia
Política, Escuela de Política y Gobierno, Universidad Nacional de San Martín y PEHESA,
Instituto Ravignani, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires. Buenos
Aires, 7 de junio de 2006.
Ana Virginia Persello (UNR)
Luciano de Privitellio (UNSAM, CONICET, UBA)
Si el patrón de los gobiernos radicales ha de ser el
que padecía y aún padece la provincia de Córdoba,
declaro con la franqueza que me caracteriza que no
valía entonces la pena de que rezáramos siquiera la
epidermis del más insignificante de los ciudadanos
argentinos! Pero que digo rozar la epidermis! Ni
tampoco turbar el sueño de los niños, con el ruido
de armas.
Wenceslao Carranza, radical rojo por Córdoba.
Cámara de Diputados, 23 de junio de 1917
Introducción
Ni siquiera un año había pasado desde la espectacular asunción de Hipólito Yrigoyen a
la presidencia cuando, como resultado de un conflicto entre los propios radicales, el
diputado Carranza proclamaba un diagnóstico de la realidad electoral que no podría
haber sido más negativo. No fue esa la única acusación, que incluyó entre otras el
novedoso uso de la picana eléctrica como forma de torturar a sus rivales internos. Para
el miembro de un partido que había asumido como propia una de las versiones más
extremas del regeneracionismo, con su exigencia de moral y verdad electoral, este
diagnóstico configuraba además la expresión de un desencanto profundo. Aún para
algunos de sus defensores, la realidad electoral de “la causa” no parecía diferir
demasiado de aquellas propias del “régimen”.
A pesar de una tan insistente como indulgente y superficial mirada de la historiografía
sobre el período, desde 1912 y hasta 1930 se alternan elecciones reputadas como
limpias con otras muchas que no lo fueron y que, por esa razón, fueron objeto de todo
tipo de denuncias. Si este es el temprano diagnóstico de un radical, la oposición será aún
más dura. Por esta razón, no llama la atención que durante este período el tema electoral
formara parte del debate político más acuciante a la vez que, en consonancia con estas
polémicas, un conjunto de propuestas de reforma de la ley electoral de 1912 se elevaran
al parlamento o fueran ofrecidas a la opinión pública para su discusión. Provenientes de
todos los grupos políticos, la mayor parte de estas propuestas se hicieron cargo de un
diagnóstico que, aunque atacara situaciones diferentes, también aseguraba que la
reforma de 1912 no había alcanzado sino muy pocos de sus propósitos.
El objetivo de este texto es reconstruir alguno de los elementos significativos de este
universo de significaciones que atraviesan la cuestión electoral entre los años
1
reformistas al comenzar el nuevo siglo y el quiebre institucional de septiembre de 1930.
Sólo algunos elementos porque el universo de problemas que atraviesa estos debates es
demasiado amplio para los límites de este trabajo. Y, además, porque en este caso
hemos preferido limitarnos a estudiar las voces presentes en el Parlamento, dejando de
lado a otros actores que intervienen activamente en estos debates, como diarios,
publicistas, revistas, partidos, etc. Sin embargo, este recorte es ampliamente legítimo ya
que el Parlamento es el lugar donde buena parte de estas ideas se hacen presentes en un
camino de ida y vuelta: por un lado retomando aquellos tópicos que están presentes en
otros espacios de opinión y, sobre todo, porque en estos años el Parlamento funcionaba
como una caja de resonancia al que se le prestaba una gran atención. Pero, sobre todo,
porque el debate parlamentario ofrece una mirada privilegiada sobre el estado del arte
del tema dentro de la clase política, un grupo cada vez más especializado dentro de la
sociedad argentina. Por qué estudiar específicamente las propuestas de leyes
electorales?
Las leyes electorales establecen los criterios para determinar cuántos y quiénes pueden
elegir y ser elegidos, es decir, delimitan el cuerpo electoral y pautan bajo qué forma las
decisiones individuales se traducen en cargos y bancas. Estructuran un sistema de reglas
que, como tales, posibilitan o constriñen las prácticas políticas, y su sanción,
permanencia o modificación se inscriben en relaciones de poder. Sin embargo, esta es
una aproximación válida pero en parte estrecha a un problema que, en cambio,
involucra cuestiones más profundas que las reglas de juego de un régimen político.
Porque las reglas no son neutrales. No sólo no lo son porque los interesados en la norma
harán lo posible para beneficiarse con ella; aunque esto sea indudablemente cierto,
también lo es que dicha certeza se inscribe en un horizonte de entendimiento sobre lo
que sería más conveniente para cada uno y, entonces, nos adentramos en un terreno
menos simple y sencillo. Si por un momento tomamos por cierto que lo único que
mueve al legislador es el diseño de un marco electoral para ganar la elección y
promover a la mayor cantidad de representantes, es la propia idea de lo que sería
conveniente la que debe ser explicada e iluminada: así, es preciso dar cuenta de un
conjunto más amplio de convicciones, diagnósticos e imaginarios que no se limitan a la
aplicación de una mera técnica supuestamente abstracta.
En efecto: no es extraño que los debates sobre sistemas electorales se presenten como
discusiones técnicas destinadas a lograr una mejor y más transparente representación de
la sociedad y, eventualmente, una distribución más justa de los lugares de poder entre
los colectivos políticos en pugna. Pero esta visión abandona las preguntas justamente
donde ellas deben comenzar: ¿qué significa “más transparente”? ¿qué es lo “más justo”?
Las leyes electorales (y los debates que llevan a ellas) condensan en sus términos
visiones profundas acerca de la política, tanto que, en parte la definen: no se trata
simplemente de organizar mejor algo ya dado y sobre lo cual no se discute, sino que,
aunque no siempre se lo entienda y sostenga explícitamente, se trata al mismo tiempo de
definir la naturaleza y los límites de aquello que dicen estar organizando mejor. Las
leyes electorales son uno de los elementos claves a través del cual las sociedades
definen lo que consideran la política.
Más aún: al definir la política se excede dicha definición, ya que al enfrentar a este
campo con una sociedad a la que se está poniendo en relación con ella, desborda lo
estrictamente político para convertirse en un imaginario global de la colectividad. Esta
idea reproduce la distinción que P. Rosanvallon realiza entre “la política” definida en
modo estrecho como aquello que se atribuye a una actividad específica dentro de la
2
polis y “lo político”, a la vez un campo amplio de significaciones sociales y un trabajo
de conformación de una comunidad (la polis) a partir de una población.1
Así por ejemplo, una parte importante de los proyectos de legislación electoral apuntan
a discutir el problema de la representación transparente, pero es muy evidente que estos
debates se adentran en un problema mucho más complejo que la simple transparencia,
dado que al mismo tiempo se interrogan y ofrecen respuestas a preguntas tales como
cuál y cómo es esa sociedad a la que se dice representar “de forma transparente”: desde
el mundo de los individuos abstractos hasta los gremios corporativos, el abanico de
respuestas es amplio por demás. Pero, y este es un punto crucial, no se trata de una
discusión sociológica que antecede al criterio de la representación política: por el
contrario, se trata de un problema intrínseco de la propia política moderna, una vez que
se ha postulado el imperio de una siempre abstracta voluntad popular y aparece, en
consecuencia, el imperativo de su encarnación. El acto de la encarnación es el de la
creación de una entidad en buena medida inexistente por fuera de ella.
Por otra parte, tampoco son evidentes las formas en que las leyes y los debates imaginan
a los actores políticos llamados a realizar este acto de encarnación, como tampoco lo
son los sistemas de relaciones legítimos entre ellos. Si bien es cierto que toda ley
electoral cristaliza o crea, según los casos, relaciones de poder, estas se inscriben,
nuevamente, en un sistema de imágenes y convicciones que no sólo les otorga
legitimidad sino que, además, las hace inteligibles. Esto es aún más cierto a medida que
en el tránsito del sigo XIX al XX el sufragio va ocupando un lugar de privilegio como
llave maestra de la política considerada legítima, desplazando -aunque nunca del todo- a
otras herramientas como la violencia, la revolución o la opinión pública.2
En resumen: las leyes y debates electorales condensan no sólo un sistema de reglas de
juego, sino, de un modo más profundo, ayudan a constituir el espacio propio de la
política, las interacciones dentro de ella, y las relaciones entre la política y la sociedad.3
Por esta razón, descartamos aquí cualquier visión que sostenga un desarrollo lineal de
modelos que siguen una cronología estrechamente institucional y proponen la
ampliación gradual de una ciudadanía originalmente restringida. La historia que
intentamos reconstruir no es lineal, implica marchas y contramarchas y, sobre todo, no
supone un “perfeccionamiento” del régimen representativo dado que una mirada de este
estilo presupone la adhesión previa a un modelo supuestamente ideal o perfecto,
tentación que descartamos. Por otra parte, la cuestión representativa no se agota en las
elecciones y los partidos sino que reconoce otros circuitos más o menos
institucionalizados.4
1
Pierre Rosanvallon, Por una historia conceptual de lo político. Buenos Aires, FCE, 2002.
La violencia, la revolución y la opinión pública como formas de participación política en la segunda
mitad del siglo XIX han sido ampliamente trabajadas por Hilda Sabato, ver por ejemplo su artículo en
este mismo tomo.
3
Pierre Rosanvallon, La sacre du citoyen. Historie de suffrage universel en France. Paris, Gallimard,
1992. Rafaelle Romanelli, en Forner, Forner, S. (comp):Democracia, elecciones y
modernización en Europa. Siglos XIX y XX. Madrid, Cátedra, 1997 y
Quaderni Storici Nuova Serie, Nº 69, 1988: "Notabili, Elletori,
Elezioni"
4
Rosanvallon señala la existencia de este problema en una visión de la democracia que se apoya en una
concepción “jacobina”, es decir, que reniega de la existencia de cuerpos intermedios entre el elector y los
representantes. Llama democracia de equilibrio a la transacción de este principio con la existencia de
instituciones estatales que reconocen, en contraste con las elecciones, derechos específicos de grupos
también específicos de la sociedad. Véase Le peuple introuvable. Histoire de la représentation
démocratique en France, Paris, Gallimard, 1998 y El modelo político francés. La sociedad civil
contra el jacobinismo. De 1789 hasta nuestros días. Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.
2
3
Los reformismos, entre los intereses y las almas
Como ha sido reiterado en numerosas ocasiones, la reforma de 1912 fue más que
una consagración, una apuesta, porque no venía simplemente a expresar un puro
optimismo del sector reformista de la elite política que veía en dicha ley la evolución
tranquila y natural de un período de crecimiento y modernización hacia una democracia
supuestamente “verdadera”. Si la verdad del sufragio se había convertido en un
imperativo tan fuerte era además porque el diagnóstico optimista interactuaba con otro
que no lo era tanto y que, en pocas palabras, sostenía que entre la sociedad y la política
se había abierto un hiato cuyas consecuencias eran del todo deplorables. Esta mirada era
compartida aún por quienes no sentían especial entusiasmo por el modo específico que
adquiría la reforma pero que, sin embargo, la juzgaban por eso igualmente inevitable.5
Aunque las críticas al sistema electoral argentino no eran una novedad y,
además, tampoco lo era esta forma de cuestionamiento que asumía la existencia del
mencionado abismo, desde finales del siglo XIX esta visión se nutrió con las novedades
y el estilo militante introducidos por el regeneracionismo. Así, si el hiato que dividía a
la sociedad de la política era un hecho indiscutible, a su vez esta era la causa de la
existencia de una vida política irremediablemente corrupta. Más aún: no sólo era
corrupta, sino que era también artificiosa e irreal: sus conflictos superficiales, sin
sentido, respondían esencialmente a intereses puramente personales. La consecuencia
más evidente era el gran mal que aquejaba a la política: el personalismo –encarnado en
su vértice por la figura del presidente elector- que usurpaba el lugar que correspondía a
la sociedad.6 La reforma electoral, al implantar la verdad del sufragio, tenía por objetivo
último volver a conectar sociedad y política sobre la convicción de que las virtudes de la
primera redimirían por su sola presencia a la segunda y, automáticamente, harían
desaparecer males como el personalismo.
En esta línea, por ejemplo, se expresaba un editorial de La Prensa del 1 de enero de
1904. Para entonces, el diario estaba en abierta oposición al oficialismo roquista y, si
bien consideraba necesaria una inmediata reforma en clave regeneracionista, atacaba sin
piedad a la ley electoral aprobada en 1902 ya que la ley se mostraba impotente para
detener las maniobras de Roca destinadas a controlar su sucesión. Decía el editorial:
“Esta prepotencia personal, tolerada, consentida y hasta cortejada, implica la
supresión de la libertad, el desplazamiento de la razón pública, el abatimiento de la
dignidad nacional. Es el espectáculo de la degradación extrema de un pueblo. El país
está perdido, repite todo el mundo. De manera, pues, que para que el presidente Roca
adquiera la posición electoral esbozada, ha sido necesaria la prostitución política de la
Nación….
El general Roca, por lo tanto, puede afirmar que ha reducido al país a un estado de
completa impotencia para ejercer su derecho de elegir, y que no hay más elector que él.
En esto consiste el poder político que posee /…/ El país es impotente para elegir, es
cierto: en el campo de la política militante el ciudadano es una cantidad negativa: la
colectividad se recoge en una abstención deliberada, dejando el terreno libre a las
huestes electorales oficiales. El elemento activo se doblega y quema incienso al ídolo.
La fibra cívica no vibra en la arena de la contienda eleccionaria. El cuadro es de un
5
Este punto ha sido señalado por Fernando Devoto, "De nuevo el acontecimiento: Roque Sáenz Peña, la
reforma electoral y el momento político de 1912" en Boletín del Instituto de Historia Argentina y
Americana "Dr. Emilio Ravignani", nº 14, 3º serie, 2º semestre de 1996 y por Tulio Halperín Donghi,
Vida y Muerte de la República Verdadera (1910-1930) , Buenos Aires, Ariel, 2000.
6
Natalio Botana, El orden conservador. Buenos Aires, Sudamericana, 1977.
4
achatamiento que alarma y avergüenza. Pero hay una fuerza viva, que satura el
ambiente con su aliento, que detiene en su desarrollo a aquel poder, que impide el libre
giro del capital electoral que lo constituye, que veta sus ambiciones de dominación
absoluta. Esa entidad no aparece en la demanda, como los seres de carne y hueso, pero
su existencia es innegable y su influencia es real y eficiente. ¿Cómo se llama?
¡Conciencia, moral, razón, cultura de la sociabilidad argentina!
Sí: hay centenares, algunos millares de hombres contaminados por el hálito de la
corrupción de las costumbres públicas, que inmolan sus personalidades, que confían su
suerte a los favores de la usurpación oficial del sufragio: pero el alma nacional
conserva sus virtudes. No se ha corrompido. Las grandes mayorías no luchan, pero
sienten y piensan, manteniendo viva la protesta contra la torpe subversión del régimen
institucional.
/…/El sentimiento opositor indomable, dominante en el país, atestigua la
impopularidad del sistema oficialista, lo que vale decir que no lo acepta, que lo
rechaza, que el alma nacional no se ha degradado.”
Esta cita, que podría ser atribuida sin inconvenientes a Sáenz Peña o al propio Yrigoyen,
permite observar las claves de esta forma de pensamiento tan difundida durante la
primera década del siglo: a una “sociabilidad argentina” moral, culta y razonable le
corresponde una elite política que es la negación de esas virtudes y que sólo logra
mantenerse en el poder forzando su distancia con el resto de la Nación. La clave
esencial de esa crisis profundamente moral es el falseamiento del sufragio, la reforma
es, entonces, la llave maestra de la regeneración.
Por cierto, importa poco hasta dónde esta imagen es cierta. Hoy sabemos que ni en 1886
ni menos aún en 1904 Roca logró exactamente imponer a su candidato Es la eficacia de
este diagnóstico lo que en cambio está fuera de discusión. Para esta visión de la política
en clave regeneracionista, los cabildeos y conflictos de los restos desarticulados del
PAN son detalles menores. Importa en cambio la acción corruptora de este oficialismo,
que se transmite a una parte de la sociedad, pero, y es esta la buena noticia de los
regeneracionistas, no ha llegado a infectar a la mayoría del cuerpo social. La
sociabilidad argentina es el reservorio de la conciencia, de la moral y de la razón. Se
trata de una mayoría tan indiscutible que, utilizando un giro que será repetido hasta el
hartazgo por Sáenz Peña e Yrigoyen, se asocia de modo unívoco con el “alma nacional”
que sólo espera la verdad del sufragio para expresarse en un sentido inevitablemente
positivo. Es este el tono común sobre el cual deben entenderse, cada una a su manera,
las reformas de 1902 y 1912.
Si bien el editorial de La Prensa identifica en Roca el origen de todos los males, el
roquismo tenía en su seno a tributarios de una versión regeneradora de la política: la
reforma impulsada por el ministro del interior Joaquín V. González y aprobada en 1902
no se propone sino purificar la política introduciendo en ella a la sociedad. El hecho de
que la concepción de esa política depurada y de la sociedad que debía encarar esa tarea
se asociara con elementos muy diferentes a los que luego imaginaría Sáenz Peña nos
importa menos que la coincidencia mencionada. Es que ambas reformas expresan y dan
respuesta de manera diferente a un problema esencial que reaparecerá recurrentemente a
lo largo del siglo XX: si la sociedad es ahora el agente que debe regenerar a la política,
se plantea entonces la pregunta sobre cuál y cómo es la sociedad llamada a cumplir tan
insigne tarea. Se trata de un problema al que Rosanvallon llama de figuración, es decir,
de concepción, en clave sociológica, moral o espiritual según los casos, de aquella
5
sociedad que momentáneamente se desarrolla en una radical exterioridad con la política
y a la que por eso mismo se apela como salvadora de esa política.7
González creyó encontrar la forma correcta a través del sistema uninominal por
circunscripción: la drástica reducción de la escala espacial de producción de la
representación política garantizaría la asociación entre los representantes y los intereses
de la sociedad. Esta convicción se sostenía en dos presupuestos: la correspondencia
entre circunscripción y comunidad, y el conocimiento directo –incluso personal- entre
representados y representante. Al identificar la circunscripción con una comunidad real,
a González no le parecía aventurado sostener que dicha comunidad estaba articulada a
partir de un interés económico-social predominante y, al reducir el número de
representantes elegibles a uno, también parecía natural que este representante estuviera
vinculado con ese interés. Aquello que se identificaba como la sociedad se correspondía
con la sumatoria de intereses económico-sociales plurales y diversos (incluyendo a los
trabajadores, cuya visibilidad a comienzos de siglo era por demás evidente) y, por esa
razón, el andamiaje técnico del sufragio debía dar cuenta de esta situación. A su vez, la
promoción al parlamento de nuevas figuras –los líderes del interés predominante de la
circunscripción- garantizaría la aparición de una nueva elite política, verdadera llave
maestra de esta reforma. No se trata simplemente -como se ha dicho reiteradamente- de
promover notables identificados además con aquellos ya sentados en el Congreso, sino
de proyectar a una nueva clase gobernante compuesta por agricultores, comerciantes,
industriales y trabajadores, menos afectas a los juegos violentos de la política de los
abogados y más preocupada por el orden, la administración y el progreso, al fin y al
cabo, las grandes obsesiones del roquismo desde su articulación a fines de los años
setenta. En cambio los partidos políticos, apenas mencionados en una única y breve
ocasión en todos los extensos discursos de González, no ocuparon ningún lugar
significativo en este esquema regenerador, por el contrario, se los atacaba por instituir
una instancia intermedia entre representante y representado, y por bloquear el
mecanismo de la representación transparente.8
La normativa electoral de la Argentina rara vez retomaría de un modo tan drástico este
argumento sociológico basado en el interés. La presencia reiterada de quienes defienden
de una u otra forma este criterio de representación, difícilmente puede opacar el hecho
de que, al menos a lo largo del siglo XX, estos argumentos se presentaron más como
una forma de crítica que podía dar lugar a algún proyecto de ley, o como una forma de
desconocimiento de los resultados electorales, o como un modo de desconocer el
régimen republicano, o como legitimación de vías alternativas de representación de la
sociedad en el estado pero, en cambio, nunca fueron convertidos en norma electoral.9 En
7
No es casualidad que el fin de siglo coincida con el desarrollo del pensamiento sociológico. E. Palti
plantea el problema de la representación sociológica de la sociedad como lo propio del nuevo siglo XX,
coincidimos con esta afirmación, pero siempre que se no se entienda como reemplazo de otras formas,
como la concepción monista que deviene del siglo XIX. “¿De la república posible a la República
verdadera?
Oscuridad
y
transparencia
de
los
modelos
políticos”
Mimeo
en
http://historiapolitica.com/datos/biblioteca/palti.pdf. Véase también D Roldán (comp), Crear la
democracia. La Revista Argentina de Ciencias Políticas y el debate en torno de la República
Verdadera, Bs As, FCE, 2006, en especial “La república verdadera impugnada” del propio compilador.
8
Un análisis de la reforma de 1902 en L de Privitellio, “Representación política, orden y progreso. La
reforma electoral de 1902”, en Política y Gestión, Vol 9, 2006. Revista de la Escuela de Política y
Gobierno de la Universidad Nacional de San Martín.
9
En 1951, el peronismo impuso una reforma electoral que reintrodujo el distrito uninominal. Aunque
muchos de los discursos retomaron los argumentos de González, creemos que en este caso se trata sin
embargo de un criterio bien diferente ya que a la vez que acepta cierta validez de la representación
funcional, a la vez va en búsqueda de la unanimidad peronista algo que, bueno es recordarlo, el
peronismo prácticamente logró reduciendo la bancada opositora a unos 14 diputados. Más cercano en el
6
efecto: los mecanismos electorales de representación transitaron caminos muy
diferentes a los de la representación de intereses y de sectores sociales, más allá de que
este imperativo haya quedado arraigado en las convicciones de muchos actores
políticos. Esto nos lleva, entonces, a la segunda y más conocida reforma.10
En contraste con la ley de 1902, los reformistas de 1912 concibieron a la sociedad no
tanto como un conglomerado de intereses económicos sino, al igual que el citado
editorial de La Prensa, más bien como un conjunto de ideas y principios acerca del
presente y del destino del país. La sociedad es un “alma”, cuya expresión poco tiene que
ver con los intereses económicos egoístas de los grupos de la sociedad. Esta visión está
implícita en la apuesta de Sáenz Peña en favor de los denominados partidos orgánicos,
cuyo principal atributo debía ser precisamente su adhesión clara e inequívoca a un
sólido conjunto de principios generales y no a intereses sociales específicos.
Ciertamente, ya para entonces la atención por los partidos políticos no necesariamente
se oponía a la representación de intereses. Por el contrario, publicistas como Rivarola y
partidos como el Socialista sostenían que cada partido debía representar a un sector de
la sociedad, entendido en este caso no ya como un grupo corporativo sino como una
clase social. Sin embargo, aunque no es este el lugar para hablar del tema, tampoco esta
forma de pensar la representación partidaria alcanzó demasiado éxito entre los partidos
de la Argentina, ni siquiera en el propio socialismo que a lo largo de los años veinte fue
haciendo cada vez más fuerte una visión a la vez humanista y abstracta de la sociedad
(vinculada a valores como el progreso o la razón), por sobre aquella figurada a partir de
las “clases”.11
Pero si para este reformismo la figuración de lo social iba a atravesar por carriles
identificados con ideas, almas o principios más que con intereses sociales, queda
entonces pendiente entender la naturaleza de esos principios. A primera vista, la
implantación del sistema de mayoría y minoría podría hacer pensar que los
reformadores imaginaban que en la Argentina existía un conflicto o al menos un
contraste entre principios diversos, los cuales serían, de esta manera, canalizados
orgánicamente. Dado que, por otra parte, en muchos casos este sistema aparecía
vinculado a la formación de un régimen bipartidista de oficialismo y oposición, podría
finalmente concluirse que esta controversia era contemplada como un diálogo de al
menos dos actores. En varias ocasiones, esta noción habría sido expresada por el propio
Sáenz Peña, quién aseguraba reiteradamente no temer a la lucha de ideas.
Sin embargo, las cosas no siempre eran tan claras. Así como decía no temer a la lucha,
Sáenz Peña tampoco dudaba de que la única idea que verdaderamente identificaba el
alma de la nación era aquella de la cual él mismo y sus amigos políticos eran voceros.
tiempo, aún ciertos análisis académicos suponen que la democracia argentina tendría una de sus
patologías (y una condena de debilidad) en la incapacidad de los partidos para representar a las clases
sociales. W Ansaldi, "La interferencia esta en el canal. Mediaciones políticas (partidarias o corporativas)
en la construcción de la democracia argentina." Boletín Americanista, XXXIV, 43, Universitat de
Barcelona, Barcelona, 1993 y "Reflexiones históricas sobre la debilidad de la democracia argentina
(1880-1930)" en Anuario, Rosario, segunda época, nº 12, 1986-1987.
10
María José Valdez ha señalado un dato interesante al respecto de este punto. En las campañas
electorales, los partidos solían competir por exhibir la mayor cantidad de apoyos “sociales”, encarnados
en instituciones representativas. Esto se debe justamente a que el espacio de la representación abierto por
la normativa electoral y las identidades partidarias no alcanzaba para resolver el problema de figuración
de lo social. Por eso, esta exhibición complementaba (jamás desplazaba) al tronco identitario y
representativo abstracto que creemos principal. “Las prácticas electorales en la elección presidencial de
1928. El caso de la ciudad de Buenos Aires”. IX Jornadas Interescuelas, Departamentos de Historia,
Córdoba 24-26 de septiembre de 2003. CD-ROM.
11
Joaquín Coca se queja por lo que considera un desvío de los objetivos socialistas en El contubernio,
Buenos Aires, Ediciones La Campana, 1981 (1ª edición 1931)
7
Esta contradicción, sólo aparente, entre un imperativo de deliberación y la existencia de
una verdad única no es novedosa, por el contrario es una postura predominante durante
el sigo XIX, cuyo origen remite a los fisiócratas franceses.12 La deliberación es una
condición necesaria para arribar a una verdad que, de todos modos, es única e
incontrastable y precede a dicha deliberación. Como veremos, a lo largo del siglo XX el
principio deliberativo no siempre sería esgrimido con tanta pasión como la idea de la
verdad única; muchas veces esta versión espiritual de la representación llegaría de la
mano con la creencia en voceros también únicos y privilegiados.
Fue el diputado José Fonrouge, informante del despacho de la mayoría de la comisión y
principal operador y defensor del proyecto de Sáenz Peña en la Comisión y en la
Cámara, quien se atrevió a revelar esta versión de la relación entre ideas y política que,
a nuestro entender, está lejos de ser exclusivamente propia y que, por el contrario,
informa sobre la concepción más profunda del saenzpeñismo al respecto:
“Por otra parte, el sistema de lista incompleta, reúne una gran ventaja, que no
debemos perder de vista. Es necesario propender, no a la disolución, sino a la
formación de partidos; y no digo de partidos de principios, porque quizás sea una
felicidad que no los tengamos en la República. Los partidos de principios se crean en
virtud de necesidades. Si aquí no hay las necesidades que determinan la formación de
esos partidos, tanto mejor: nos agrupamos alrededor de simpatías, de afectos, de
ideales de otro orden, de hombres, porque creemos que ellos van a hacer mejor que
otros el bien del país, etcétera. En otras partes, hay partidos, es cierto. Los hay
económicos. Esos son grandes partidos. Pero aquí, que no tenemos divergencias de
principios económicos ¿por qué hemos de formar un partido de ese género? /…/ De
manera que a este respecto, no podremos nunca constituir partidos, por esta razón:
porque nuestra característica es la generosidad, es la verdadera fraternidad, somos
realmente argentinos en todo nuestro territorio y no nos dividen los intereses
pecuniarios; nos domina el sentimiento del amor y del cariño. Partidos religiosos,
tampoco se pueden formar, porque nuestra característica es la tolerancia para todas
las formas de creencias de acuerdo con nuestra tolerancia…”13
La existencia deseada de dos partidos reconocidos por la lista incompleta no
necesariamente estaría vinculada a la existencia de dos principios en disputa. Por el
contrario, Fonrouge celebra el hecho de que los grandes principios que dividen a los
partidos en otras latitudes y fogonean sus luchas (como por ejemplo, librecambio contra
proteccionismo o la cuestión religiosa), no tienen una presencia real en el país. Por esa
razón, estima que lo único que caracteriza a las agrupaciones opositoras es, justamente,
su condición de opositoras y no mucho más: si bien considera legítima esa oposición,
su existencia no se deriva de una verdadera lucha de ideas y principios sino
simplemente de pasiones y vanidades personales. Así quedaba justificado el nuevo
sistema de representación, aunque, bueno es recordarlo, fue justamente este punto el
más discutido de la ley. Y lo fue, por cierto, desde la perspectiva de la reforma anterior,
y no sólo por el propio González; pero, sobre todo, a partir del criterio de la
representación proporcional que, en boca de unos legisladores, cumplía mejor que
cualquier otro la idea del desembarco de lo social “sociológico” en la política y, en la de
otros, mejoraba la lucha de opiniones al fomentar los partidos de ideas.
12
13
La sacre… cit
Diputados, 6 de noviembre de 1911.
8
Los historiadores contemporáneos, advertirán en las frases de Fonrouge una pista sobre
el “consenso liberal” que, si bien a punto de estallar, todavía caracteriza a la visión
optimista de los partidarios de la reforma. Pero, al mismo tiempo, el hecho de que dicho
consenso sea postulado de un modo tan claro por el diputado informante manifiesta lo
que entendemos es un elemento crucial del ideario reformista en su versión
saenzpeñista: la convicción acerca de hasta donde existe un “alma de la nación” que
esta elite encarnaba, además, del modo más adecuado y transparente. Esta convicción,
que pronto chocará con el doble mentís de la crisis civilizatoria abierta por la Gran
Guerra y por el impacto de la victoria radical,14 permite agregar un argumento más a la
hipótesis de Botana, según la cual la reforma no constituye exactamente un “salto al
vacío”.15 Por el contrario, junto con los recaudos institucionales mencionados por este
autor, la convicción de que la oposición no vendría a expresar un verdadero camino
alternativo para el país sino simplemente simpatías o afinidades diferentes está en la
base del optimismo del grupo. Por el contrario, la idea de que esa forma de
representación no sólo abría la puerta a oposiciones artificiales sino que, además, no
alcanzaba a cumplir la tarea que se le encomendaba de volver a unir la sociedad con la
política (en tanto la sociedad no era adecuadamente “figurada”) está en la base del
pesimismo de otros tantos. Como lo señala Elías Palti, no se trata simplemente de una
oposición egoísta y obsecadamente “oligáquica” contra la implantación de una supuesta
“república verdadera” (expresión que forma parte de un conjunto de metáforas
utilizadas para explicar la sucesión de etapas políticas en la Argentina que, como lo
sostiene acertadamente Palti, ha generado mucha más oscuridad que verdadera
comprensión), sino el repudio al modo concreto que asumía esa supuesta república a
partir del diseño institucional impuesto por el saenzpeñismo. Para estos últimos, en
cambio, la reforma vendría a integrar a la vida pacífica de las elecciones ahora
verdaderas a una oposición que, en rigor, tenía mucho de artificial aunque se reconozca
su legitimidad; a cambio de tan escasa concesión, la política se reintegraría al reino de la
razón y la moral, en comunión con una sociedad argentina ya depositaria de tan excelsas
virtudes.
El imposible sufragio universal calificado
Sin embargo, es en este punto en el cual el reformismo saenzpeñista se encuentra con
una de sus aporías. En una manifestación de extremo realismo Indalecio Gómez rechazó
en la Cámara los razonamientos de su antecesor y ahora crítico Joaquín V. González al
asegurar que el problema del distrito uninominal radicaría en que la comunidad local
sólo existe en la imaginación de González. Por cierto, Gómez no cree estar traicionando
tan perspicaz realismo con su propia apelación al “alma de la nación” cuya existencia
sería, en cambio, evidente e incontrastable. Pero los propios reformistas de 1912
manifiestan alternativamente su entusiasmo por la sociedad con una sospecha apenas
velada por esa misma sociedad cuyas taras y defectos no ignoran. El punto central de
esta desconfianza se expresará a través de la cuestión del analfabetismo. La importancia
de este tema no puede ser exagerada, toda vez que es a propósito de este punto que en
los reiterados debates que se suceden antes y después del período reformista se
expresarán las visiones menos optimistas sobre la sociedad. A medida que las prácticas
electorales reales (y la victoria de Yrigoyen) vayan minando la confianza regeneradora
en la sociedad, la cuestión del analfabetismo como forma de impugnar a una parte
14
15
Halperín, Vida… cit
Botana, El Orden…
9
amplia de la sociedad convertida en votante irá adquiriendo cada vez mayor
importancia. Si bien este tema amerita una atención extensa y particular, ensayaremos
de modo rápido alguna de sus principales aristas.
La noción moderna de ciudadanía, es decir su variante ilustrada e individualista,
presupone una radical abstracción de los determinantes sociales. Pero este gesto de
abstracción apunta centralmente a los determinantes entendidos como expresión de un
interés o lugar social, aún cuando, como hemos visto, al comenzar el siglo XX este
paradigma ha sido puesto en cuestión. De este modo, esta noción de ciudadanía pasa a
ocupar su lugar en el largo proceso de secularización e individuación que presupone la
construcción de la figura moderna del hombre y la sociedad, junto con las nuevas
relaciones de poder que los definen. Ciertamente, sabemos por los numerosos estudios
sobre el siglo XIX que la encarnación de este proceso en cada sociedad concreta está
muy lejos de ser lineal o unívoca, pero esta constatación no impugna la idea central
acerca del contenido ideal de la noción de ciudadanía. Así como esta descarta ciertos
condicionantes materiales, reenvía a otras nociones propias del imaginario moderno del
hombre: en primer lugar, a la figura del individuo ciudadano independiente y racional.
Es a través de la figura valorada de la razón, del saber y del conocimiento, que ciertas
formas de la desigualdad se hacen legítimas para aquellos mismos que sostienen la idea
de la radical igualdad ciudadana. Pero, por cierto, al menos en la variante francesa de la
III República como así también en la predominante en la Argentina, se trata de
desigualdades consideradas pasajeras y por ende subsanables con el tiempo. Si la
ciudadanía presupone, entonces, razón y discernimiento, el analfabetismo es la
expresión más clara de una carencia sustancial y, por lo tanto, la forma menos
problemática y disruptiva de pensar una desigualdad en el seno de una visión
radicalmente igualitaria.
Es en este punto donde radica la clave contradictoria del “alma de la nación” en su
versión saenzpeñista toda vez que la misma sociedad a la que se apela como agente
regenerador no necesariamente resulta ser la encarnación empírica de lo que el propio
Sáenz Peña cree es ese alma. Pero, y este es un punto clave, no es necesario llegar al
momento de la derrota frente a los radicales para que se manifieste esta contradicción,
por el contrario, la misma está implícita en la propia arenga reformista. Porque el
discurso regenerador, que ofrece una versión siempre optimista de la sociedad,
acompaña a otros que descreen del grado de civilización alcanzado por amplias capas de
la sociedad argentina realmente existente.
Aunque no es habitual que se llame la atención al respecto, en buena medida porque los
efectos prácticos de esta norma no han sido demasiado importantes y, sobre todo,
porque no existió discusión al respecto (lo cual debería haber llamado la atención de los
historiadores acerca del grado de consenso de esta cláusula) la ley electoral 8871 retomó
este aspecto de una forma taxativa. En el capítulo tercero del título primero (artículos 6,
7 y 8) “De los deberes del elector” obliga a votar a todos los argentinos nativos o
naturalizados mayores y sólo introduce dos excepciones (los mayores de 70 años y los
jueces y auxiliares comprometidos con las tareas electorales); pero en el capítulo II del
título 9 (artículos 75 a 87) aparecen matices por demás relevantes. Se trata del capítulo
destinado a las penas, considerado crucial para los reformistas en tanto eran ellas las que
debían garantizar el cumplimiento de las nuevas normas y especialmente la
obligatoriedad. El artículo 83 es el que las enumera para los que no voten: por un lado
una pena “moral” que consistía en la publicación del nombre del infractor “como modo
de censura” y otra pecuniaria, consistente en 10 pesos moneda nacional o el doble en
caso de reincidencia (comparar guita). Pero, en el artículo siguiente, establece quienes
10
quedan exentos de ellas, lo cual, en otras palabras, también significa que se los exime de
la obligatoriedad del voto:
No incurrirán en dichas penas los electores analfabetos o los que dejaren de votar por
residir a más de 20 kilómetros de las mesa o haber tomado domicilio en otro colegio
electoral. Tampoco incurrirán en ellas los impedidos por enfermedad, por ausencia
fuera del país o por causa justificada, dentro del país o por impedimento legítimo
debidamente comprobado ante juez competente.
Justificando este punto, en el ya citado discurso Fonrouge aseguraba que
Desde luego, no puede negarse que flota en el ambiente de todas las sociedades más
adelantadas el deseo y la aspiración de que se practique el voto universal, pero el voto
universal “calificado”, es decir, que no haya ciudadanos que vayan a ejercer su
derecho y que no sepan lo que significa ese derecho. Es necesario que el ciudadano
tenga del acto que va a cumplir un conocimiento perfecto, y todo eso no lo podrá
conseguir mientras no desaparezca su condición de analfabeto, aparte de que una
ficción jurídica sienta el principio de que una ley es obligatoria una vez que se
promulga y se da a la publicidad. El analfabeto está en condiciones especiales para no
conocer personalmente la ley. Su conocimiento lo tendrá por referencias. Esa
ignorancia más bien lo alejará de los actos electorales; y alejándolo, vendrá el interés
partidista a contribuir por sus medios a hacer desaparecer los analfabetos, con el
mismo interés y la misma eficacia con que en otras épocas, a pesar de las cortapisas
que presentaban las leyes, hacía que su entusiasmo de partidista se trocara en el
concurso de diez electores…
De manera que si todos esos milagros ha podido llevar a cabo el partidismo, lógico es
creer que será posible también esperar que el numero de analfabetos desaparezca,
porque los mismos interesados en aprovechar esta fuerza de otros tiempos se
preocuparán de alejarlos” Diputados, 6 de noviembre.
El analfabeto, entonces, no está obligado a votar, aunque nadie puede, por otra parte,
bloquear su derecho a hacerlo. Esto es porque, en primer lugar, no parece demasiado
sencillo impedir su voto, en parte porque algunos de ellos ya son electores, en parte
porque no resulta fácil constatar esta condición ante las autoridades de la mesa. Pese a
que la obligatoriedad era una herramienta considerada central para los reformistas y que
la memoria histórica registra este dato como un paso crucial de la reforma, no se ha
prestado debida atención al hecho de que, tomando en cuenta los datos con los que los
diputados contaban para entonces (Censo Nacional de 1904), la mitad del padrón
electoral estaba de facto eximida de la obligación de votar: según el censo, el 48,2 % del
padrón era analfabeto, y en algunas provincias como Santiago del Estero este porcentaje
se elevaba hasta casi el 70 %.16 Sin embargo, la suspensión de la obligatoriedad no está
16
Por otra parte, si excluimos la Capital Federal, un distrito a todas luces excepcional en la historia
electoral argentina, las cosas son aún más reveladoras ya que el porcentaje se eleva entonces al 54,2 % del
padrón. En los cuadros siguientes, las mismas proporciones para 1914 y 1928.
Analfabetismo según distritos por padrón electoral (en porcentajes) 16[1]
Distritos
Capital Federal
Buenos Aires
Catamarca
1914
3.98
30.26
44.14
1928
2.53
16.4
34.20
11
establecida en el título primero ya que se entiende que la condición de analfabeto es una
condición pasajera, es en este punto donde reaparece la cuestión, siempre clave, de los
partidos políticos. La noción de un voto “universal calificado” es clave para comprender
este problema: giro que adolece de una contradicción insalvable si se piensa en términos
puramente abstractos, en cambio es vista como una natural conjunción si se toma en
cuenta el argumento que desarrollamos.17
¿Cuál es, en efecto, la solución de esta contradicción entre dos visiones opuestas de la
sociedad? Es en este punto donde el argumento reformista se vuelve necesariamente
circular y, de manera evidente, regresa a la responsabilidad de la propia elite, cuya
misión debía ser civilizar a la población cuya presencia se invoca para salvar la política.
Ciertamente, los mecanismos para esa elevación son múltiples y no todos remiten a la
política o al sufragio: la educación pública es una de esas herramientas en las que se
confía para hacer del voto universal el voto “universal calificado”. En 1916, por
ejemplo, el diputado radical Joaquín Castellanos presentó un proyecto de reforma
constitucional que, entre otros puntos, proponía la nacionalización de la instrucción
primaria con el siguiente argumento: ella no menoscaba tampoco el sistema federal; el
analfabetismo no es ni federal ni unitario; es simplemente antidemocrático.
Pero, en el plano de lo estrictamente electoral, la nueva modalidad del voto llevaba
implícita, al menos en principio, otras claves civilizatorias. En primer lugar, era
imprescindible educar apartando drásticamente la violencia de la práctica electoral, de
allí la estricta atención que Sáenz Peña recomendaba en cuanto a los procedimientos de
votación y a la sanción de las conductas ilegales. Por esta razón, desde la sanción de las
leyes en 1912, buscó a través de un conjunto de decretos imponer el acatamiento firme
a las nuevas reglas, a las cuales atribuía la capacidad creadora de la virtud ciudadana.
Entre los decretos aprobados, los objetivos centrales se vinculan con el cumplimiento
real de la obligatoriedad (prescribiendo sanciones y haciendo obligatoria la exhibición
Córdoba
Corrientes
Entre Ríos
Jujuy
La Rioja
Mendoza
Salta
San Juan
San Luis
Santa Fe
Santiago del Estero
Tucumán
Promedio total distritos
Promedio sin la Capital Federal
44.33
51.73
44.21
47.49
48.65
42.46
47.38
45.60
37.87
30.90
61.66
53.88
35.65
28.81
42.80
35.42
27.37
35.26
28.05
33.67
30.78
31.43
19.19
36.53
37.10
21.48
17
Es, en cierto sentido, similar al problema de la exclusión de la mujer. Si bien en este caso se trata
menos de problemas pasajeros de educación, sino más bien de la persistencia de una condición de
inferioridad civil que remite a la mujer al ámbito de la familia y hace del marido varón su representante
en el plano público. Esta irrupción de un principio orgánico familiar en un esquema que se pretende del
todo individualista y abstracto ha sido analizado por Rosanvallon para el caso francés. Pero, y este es el
punto, al igual que en el caso de los analfabetos no creemos que estas exclusiones habiliten para poner en
cuestión el principio de universalidad. Es claro que si se lleva el argumento individualista moderno a su
versión extrema hay allí una contradicción, pero también lo es que dicho argumento nunca se lleva hasta
ese extremo, ni siquiera hoy en día, cuando los menores de 18 años no votan sin que en esa exclusión
veamos la manifestación de una desigualdad política. El problema remite nuevamente a una cuestión no
política, como lo es la del umbral de la minoridad.
12
de las libretas para todos los empleados públicos o para el cumplimiento de cualquier
trámite ante oficinas publicas)18, con la identificación taxativa de aquellos excluidos del
derecho de voto,19 con la confección adecuada de los nuevos padrones,20 con la
fiscalización por parte de los apoderados de partidos,21 con la prohibición de algunas
maniobras destinadas a entorpecer el ejercicio del voto (como el traslado repentino de
urnas o la incorrecta exhibición de las boletas en el cuarto oscuro)22 y, finalmente, con
la prescindencia política de los empleados públicos (prohibiendo el ejercicio de
propaganda política en las reparticiones y, más aún, obligando a renunciar a cualquier
agente que fuera candidato a un puesto electivo).23 Todo este arsenal de decretos,
circulares y simples “recomendaciones” tenía por objetivo precisar lo más
detalladamente posible los comportamientos esperados de las autoridades electorales y
políticas, fueran estos comportamientos normados o no, es decir, atribuibles a cambios
de las costumbres, con el objetivo de hacer del comicio una práctica regulada y pacífica.
Aunque se ha insistido en que estos cambios buscaban atraer a los electores educados y
“conservadores” que no solían votar por la violencia, se ha insistido menos en su
función como educador de los sectores sociales menos afortunados. El cuarto oscuro es
posiblemente uno de los factores educadores por excelencia (la ley se encarga de
detallar con gran precisión de detalles cómo debían ser estos recintos), en tanto espacio
que escenifica como pocos el mito del ciudadano elector independiente que selecciona
su voto alejado no sólo de la violencia, sino de cualquier otra forma de presión social.
Al evitar la costumbre del voto colectivo y al proteger al individuo de cualquier entorno,
encarna como pocos procedimientos la utopía de la ciudadanía moderna.
Pero todo esto tampoco alcanza. Las costumbres parecen tener una fuerte impronta
inercial y, como advertían diarios como La Nación y muchos diputados, sólo el tiempo
podría introducir un verdadero cambio.24 Son, entonces, los partidos políticos quienes
deben ejercer una labor estrictamente pedagógica a favor de la modificación de las
mismas. A diferencia de los discursos de González en 1902, no se advierte en este caso
una mirada alternativa sobre la naturaleza social de la elite política En 1912 se trata más
bien de una reorganización de esa elite, que debía cobrar una dimensión a la vez
institucional (el partido orgánico y permanente) y otra misional (el partido pedagogo).
No se trataba de reemplazar a una elite por otra, sino de un cambio institucional que
implicaba la destrucción de las viejas máquinas políticas y el surgimiento de nuevos
partidos: es por esa razón que Sáenz Peña no lamenta la destrucción de los partidos
existentes y, como lo sugiere F. Devoto, que tampoco es del todo ajeno a esa
destrucción. Sin embargo, el esquema que proponemos se distancia de otra imagen del
citado autor. En efecto: la doble idea sobre los partidos (sucedánea de la concepción
dual de la propia sociedad), sólo en parte puede ser entendida a partir de la metáfora de
mercado como forma de entender la relación de los ciudadanos y los partidos. Esto es
así porque a estos últimos no les cabe únicamente la tarea de proponer una oferta a los
18
. Decretos del 12 de febrero de 1912 y del 21 de marzo de 1912, 3 de abril de 1912. Todo en Las
Fuerzas Armadas restituyen el imperio de la soberanía popular
19
. Decreto 3 de abril de 1912
20
Circulares del 6 y 9 de octubre de 1911
21
Decretos 21 de marzo y 3 de abril de 1912
22
Decreto de 3 de abril de 1912. Circulares del Ministro del Interior Indalecio Gómez de 16 de abril de
1913, 7 de marzo de 1914. Victorino de la Plaza. Sobre el decreto de distribución. Circular del Ministro
del Interior del 22 de marzo de 1914 a los procuradores fiscales. y decreto del 29 de febrero de 1916.
23
. Decreto 21 de marzo de 1912.
24
. Este punto es una de las claves de todo el período reformista y, en parte, puede sintetizarse en la
pregunta sobre la capacidad de las leyes para modificar las costumbres. No hay una respuesta unívoca,
aunque obviamente los reformistas creen en esta capacidad –es lo que los define- sin dejar de expresar sus
reparos.
13
ciudadanos individuales, sino, sobre todo, la de asumir la educación cívica de los
votantes. Es posible que, en última instancia, cumplida esta labor la metáfora se vuelva
cierta, pero por el momento los partidos deben no sólo ofertar sino también educar a sus
potenciales consumidores. Formar el partido orgánico no es sólo un imperativo
destinado a ganar la elección de mañana, sino, sobre todo, a construir en la Argentina la
república verdadera que imaginaba Sáenz Peña. Aunque no se haya aprobado una
norma al respecto (un aspecto que preocupará en el futuro) un pesado deber ser se
imponía a los partidos: este deber estaría presente en las críticas por venir en contra de
los partidos realmente existentes.25
Como puede advertirse, la reforma no es vista necesariamente como la culminación de
un proceso natural ni siquiera por sus propios autores. En este caso, como así también
en el de la mayoría de los críticos que proponían sistemas diferentes, la dimensión de la
reforma como apuesta es evidente. La constante referencia a la relación de las normas
con las costumbres, invita a pensar la nueva ley en un marco que para algunos podría
ser optimista, pero que también era más confuso y menos consensuado de lo que
habitualmente se piensa. Tal vez, la gran diferencia entre la reforma de 1902 y de otras
propuestas tanto en las cámaras como fuera de ellas, con la reforma de 1912 es que esta
última produjo un significativo cambio de timón político y perduró en el tiempo. Así, de
ser una propuesta más entre otras, la modalidad de la ley 8871 se convirtió en el marco
de referencia ineludible para los debates futuros. Desde aquellos que propusieron
nuevas modalidades hasta los que celebraron la nueva ley pero la consideraron aún
imperfecta, todos tuvieron en el deber ser de la reforma un marco de referencias frente
al cual era necesario tomar una posición.
Yrigoyen, el sufragio y el “alma de la nación”
Los procesos electorales que siguieron a 1912 minaron el entusiasmo, ya de por si
escaso y sumamente contradictorio, que había despertado la reforma. No sólo se trataba
de la inesperada victoria de Hipólito Yrigoyen sino que, además, muy rápidamente se
hizo evidente que la ley no alcanzaba para modificar las costumbres. Este diagnóstico,
cada vez más generalizado, aparece en boca de un radical negro de Santiago del Estero
quien aseguró en la cámara que
No puede negarse que hemos progresado. El comicio de hoy no es el antro sangriento
de ayer, donde la violencia se substituía a todo derecho. Pero como pasa en todas las
sociedades evolucionadas, el fraude se perfecciona, adquiere nuevos matices y las
previsiones de la ley son insuficientes a veces para evitarlo /…/Cada vez que se realiza
un acto electoral surgen conflictos: son los trueques de urnas, el falseamiento de las
actas, el desahucio de los fiscales, la imposibilidad de defender el resultado real del
comicio y hasta el arbitrio de las juntas escrutadoras que proceden no siempre
ajustadas a la ley. Dip, 26 de julio de 1922
Para comienzos de la década del veinte, este diagnóstico no era extraño y no hacía falta
acudir a los opositores para encontrarse con él. Los comportamientos no normados
25
También había sido objeto de debate en 1902 y la ley de González tenía su propia solución para el
problema que, en rigor, era desde su origen un problema diferente toda vez que el analfabetismo no
parecía ser tan preocupante cuando de representar intereses se trataba. En el marco de esas sociedades
naturales que son las sociedades locales, el analfabeto quedaba subsumido por aquellos que con su
influencia rectora encarnaban la representación social.
14
dejaron espacios muy amplios para la discreción electoral y, además, los
comportamientos sometidos a las normas tampoco se adaptaban demasiado a sus
prescripciones. En especial, pero no únicamente, las críticas apuntaron muy rápido a
aquellos mismos actores a los que la ley, sin decirlo en su texto, había dado un lugar
primordial: los partidos, que estaban muy lejos de funcionar sobre la base del
imperativo pedagógico que se les había asignado.
La naturaleza fuertemente facciosa y confrontativa que se consolidó en la política a
partir de 1916 no era ciertamente una novedad. Sin embargo, al menos dos elementos la
hacían ahora más notable. En primer lugar, la propia política electoral destinada a
públicos ampliados que, al menos en aquellos lugares donde la disputa por la opinión
era importante a la hora de ganar lealtades, tendía a inflamar la intensidad y repercusión
de las opciones y los discursos. Por otro, el camino elegido por un amplio sector de la
UCR a la hora de intervenir en este espacio en función de su “religión cívica”: al
construir una concepción en parte simétrica a la que hemos analizado en los discursos
de Fonruoge, según el cual la política debía encarnar una idea-principio-voluntad
homogénea, y al identificar a ésta de forma excluyente con el propio partido, tendió a
exacerbar la radicalidad de los discursos. Si a esto se agrega el firme avance de la UCR
que, en nombre de “la causa” no dudaba en intervenir provincias para volcar situaciones
electorales, el escenario no podía sino resultar explosivo. En especial, porque los
mecanismos utilizados a la hora de los comicios que venían a consagrar la victoria del
nuevo régimen disimulaban poco los muchos parecidos con aquellos del antiguo
régimen.26
Aunque no este el lugar destinado a estudiar el modo en que se construye la idea de “la
causa” y el lugar de la figura de Yrigoyen en ella, 27 el yrigoyenismo constituyó una
forma de identidad que se vinculaba con el sufragio de una manera a la vez novedosa y
tradicional. Tradicional, en tanto incluía una dimensión regeneracionista ya
ampliamente instalada en la opinión; novedosa, por la identificación absoluta de la
regeneración con el partido y por la construcción de un liderazgo mesiánico que,
utilizando lenguajes religiosos, terminaba por asociarla con una personalidad salvadora
y providencial. Si en el caso del saenzpeñismo existía una tensión entre la regeneración
hija de las normas y la regeneración por venir y, además, sólo de un modo muy velado
se atrevía a decir que su concreción implicaba la victoria propia, en el caso de Yrigoyen
la asociación con la identidad política se inscribe entre los supuestos más básicos de esa
misma identidad. La regeneración no precisa de la victoria radical ni culmina con ella:
es la victoria radical porque, como lo aseguró Yrigoyen en su debate con Molina, el
radicalismo es la Nación. Ciertamente, esa Nación a la que apelaba el yrigoyenismo
(como su contrapartida, la “oligarquía”) no remite a ninguna sociología concreta, en
cambio, se asocia con un espíritu y una mística.
“tampoco se conciben ni se justifican las tendencias partidarias ni las propensiones
singulares; porque deben callar esos intereses, volviendo todos sobre los de la Nación
/…/ Son tan ciertas esas proposiciones que los ciudadanos que no profesan el credo de
26
Ciertamente, tal como afirma Halperín, la empresa que Yrigoyen venía a emprender armado con tan
tremendas palabras no era más que la formación de un partido que fuera capaz de mantenerse en el poder
mediante elecciones. Sin embargo, este mismo autor descarta demasiado rápidamente las consecuencias
provocadas por el hecho de que para lograr ese objetivo, no sólo debía desplazar discursivamente a la
oposición al plano de un régimen demonizado, sino que además utilizaba como herramientas muchas de
aquellas usadas por ese mismo régimen, es decir, el sufragio y las actitudes del partido gobernante frente
a ellas.
27
Padoan, Marcelo. Jesús, el templo y los viles mercaderes. Buenos Aires, Prometeo, 2002 y Persello,
Ana Virginia. El partido radical. Gobierno y oposición, 1916-1943, Buenos Aires, Siglo XXI, 2004
15
la Unión Cívica Radical, contribuyen, directa o indirectamente, en una forma o en otra,
a afianzar el régimen imperante y se hacen causantes como los mismos autores /…/
porque los que subyugan y detentan a las sociedades en su marcha progresiva, llevan el
sello del eterno delito; y los que abjuran de su fe redentora, son los Judas malogradotes
de las más santas y justas inspiraciones”. P. 145.
Aunque en ocasiones (según la naturaleza del debate específico) la “oligarquía” se
encarnaba en actores concretos, en su definición más profunda no hay ni partidos ni
clases sociales. Por eso, no hay cinismo en la respuesta que solía dar el yrigoyenismo a
la crítica por la ausencia de un programa partidario: su programa era la Constitución, en
tanto es ella la carta de fundación de la colectividad política argentina, es decir, del
radicalismo.28
Como hoy sabemos, Yrigoyen no dejó de utilizar ninguno de los recursos del “régimen”
para ganar elecciones: desde intervenciones, policía brava, organismos del estado, hasta
el acaparamiento de libretas o la manipulación de padrones. Puede argumentarse, con
razón, que no era sólo por eso que la UCR ganaba elecciones. Pero, también es cierto
que puesto ante la imposibilidad de obtener las mayorías de Mendoza y San Juan (y, en
parte, de Córdoba), en marzo de 1930 el radicalismo yrigoyenista en el poder no
retrocedió siquiera ante la falsificación de los resultados. Entonces, cabe preguntarse
hasta donde la regeneración imaginada por el yrigoyenismo es hija de la aplicación de
mecanismos concretos en la elección (como está implícito en el imaginario reformista)
o, simplemente, de la victoria de la UCR. En este sentido, no es una casualidad que
Yrigoyen sospechara de la reforma electoral de 1912 y que, cuando en la cámara se
acusaba al radicalismo por las intervenciones sistemáticas de provincias opositoras,
muchos radicales respondieran recordando que la UCR era un partido revolucionario
que apenas si había suspendido tal condición y que el avance de “la causa reparadora”
era razón suficiente para legitimar cualquier clase de medida. CITA La doble vía de
encarnación de la regeneración, la victoria electoral y el liderazgo mesiánico, instaló
una nueva versión del sufragio, la plebiscitaria, que se impondría con fuerza en 1928.
En efecto: el plebiscito no describe simplemente una victoria holgada, es además, una
manera de imaginar esa victoria que afirma los valores de la regeneración radical, de la
identidad entre UCR y Nación y del liderazgo de Yrigoyen.
No es contra una abstracta “masificación de la política”, a la que no comprenderían por
ser “liberales”, que se levanta la oposición a Yrigoyen, sino contra esta forma específica
de constituirse el escenario político luego de 1912. En este particular contexto es que
adquirieron especial importancia los debates legislativos vinculados con dos momentos
cruciales de estas confrontaciones: las intervenciones y especialmente las revisiones de
los diplomas de los diputados electos. Desde la primera elección realizada con la nueva
ley, en abril de 1912, se produjeron intensos debates por los diplomas de varias
provincias, incluyendo Buenos Aires, Córdoba (en este caso arreciaron las denuncias, y
el diputado Molina decidió renunciar a su cargo al tiempo que denunciaba la “parodia
electoral”), Jujuy, La Rioja, San Juan y San Luis. El propio Sáenz Peña, a tono con la
visión dual de su apuesta reformista, tuvo que reconocer la existencia de estos
problemas.29 En adelante, los debates se sucedieron con reiterada frecuencia y cada vez
28
Nos abstenemos aquí de dar cualquier respuesta al debate sobre la concepción de la UCR como partido
o movimiento. Este tipo de tipologías rara vez aporta luz a los procesos y, por el contrario, los encorseta
aplanando su entendimiento. Al respecto ver Persello, cit.
29
“Disto mucho de pensar que hemos llegado por la ley y su virtualidad a la perfección republicana,
como tampoco pretendo que carezcan de defectos los recientes actos comiciales; el momento no era
normal, es transitivo y de franco rompimiento con una larga tradición; vale decir que el primer acto inicial
16
con mayor intensidad en relación a los agravios denunciados: hacia la segunda mitad de
los años veinte ya habían elevado el tono hasta un punto en el cual se evidencia el
virtual desconocimiento de aquellos resultados que no favorecían al propio partido o
facción, una situación que complementaba las “abstenciones” que a veces seguían a las
denuncias. En 1930, la imposibilidad de lograr acuerdos mínimos impidió que la
Cámara funcionara cuando fue sorprendida por el golpe de Uriburu.
A su vez, dado que estas acusaciones involucraron no sólo a todos los partidos sino
también a las fracciones de los partidos, ninguno quedó fuera de esta visión cada vez
menos optimista sobre la capacidad del voto para subsanar los conflictos y diferendos
de la elite política.30 Por el contrario, los comportamientos electorales y la incorporación
de la “sociabilidad argentina” a esta práctica lejos de pacificar y regularizar la vida
política se convirtieron en el lugar privilegiado para negar la legitimidad de los otros. La
abstención y el plebiscito fueron dos formas extremas de expresar esta situación: luego,
seguiría la revolución.
La búsqueda de las nuevas reformas
Luego de la ley 8871 se presentaron en la Cámara de Diputados 6 proyectos para su
modificación. Con excepción de una iniciativa presentada en 1928 por el radical
personalista bonaerense Alejandro Miñones, que simplemente pretendía reglamentar el
funcionamiento de las juntas electorales para prever casos como el que para entonces
existía con el fallecido vicepresidente electo, el resto entró a la Cámara durante los
meses que rodearon a la elección para la sucesión de Yrigoyen (1921 y 1922). Para
entonces era evidente que uno de los males contra el cual se había levantado la
regeneración gozaba de excelente salud: si el personalismo había sido considerado
como la más refinada expresión de la máquina puesta al servicio del oficialismo,
Yrigoyen ofrecía a sus críticos un espectáculo que lo equiparaba y aún mejoraba al
propio Roca. Porque a la sucesión digitada se sumaba la construcción de la imagen
mesiánica que, en la cabeza de aquellos que no podían compartirla, agigantaba la
magnitud del problema. Un amplio sector del propio partido oficial alzó su voz contra
esta situación, embanderándose detrás del tradicional grito regeneracionista a favor del
antipersonalismo que, así, se convirtió en una forma de identidad.
El primer proyecto de ley fue presentado el 29 de septiembre de 1921 por varios
diputados de diferentes partidos: seis socialistas de Capital Federal, un radical
correntino, un radical porteño, un radical negro de Santiago del Estero –Rodolfo
Arnedo, autor de otro proyecto presentado en 1922- y un radical tucumano. Su objetivo
era modificar el sistema de lista incompleta por el D´Hont, lo cual, según palabras del
informante Federico Pinedo, permitiría mejorar la representación y fortalecer a los
partidos, a lo cual agregaba que podía considerarse como un primer paso hacia un
régimen más claramente parlamentarista. El sistema de representación proporcional fue
varias veces esgrimido por opositores a Yrigoyen, en principio, por una razón evidente:
a diferencia del sistema de mayoría y minoría permitiría distribuir las bancas de un
modo eventualmente menos favorable al ganador del comicio. Por otra parte,
favorecería en menor medida una habitual maniobra como lo era el desdoblamiento que
no ha de ofrecernos la perfección absoluta que no ha sido descubierta todavía por ninguna democracia; no
es el bien necesario, es el bien posible” (discurso de apertura de sesiones del Congreso, 1912.
30
Hemos analizado este punto en Un secreto a voces. La ley Sáenz Peña, el sufragio y la opinión,
ponencia en las X JORNADAS INTERESCUELAS / DEPARTAMENTOS DE HISTORIA, Rosario 20
al 23 de septiembre de 2005.
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amenazaba con convertir el sistema del tercio en un sistema de virtual lista completa.
Pero, de un modo más profundo, el sistema proporcional solía ser defendido porque se
acercaba más a la concepción del parlamento como reflejo en escala de la sociedad. Esta
podía ser pensada de muchas maneras, pero este sistema servía tanto para hablar de
intereses materiales como de ideas y partidos, o de ambos al mismo tiempo. Así sostenía
Arnedo que
La ley 8871 se asienta sobre una ficción: la de considerar que la masa electoral sólo se
agrupa alrededor de dos grandes partidos, olvidando que, la misma libertad que
promete y procura garantir, permite la dispersión de opiniones y la formación de
nuevos núcleos políticos que aspiran a tener su representación en los cuerpos
colegiados./…/
No creo que el país este apremiado todavía por la formación de partidos que
respondan a fines puramente económicos, pero no puede negarse que el avance de la
cultura, la libertad del pensamiento y el propio afianzamiento económico de los
factores ponderados de la evolución, exigen leyes del sufragio tan amplias que hagan
posible la representación de la mayor suma de voluntades y opiniones.
El derecho social que se alza triunfante sobre el concepto individualista, reclama desde
hace rato la representación de los múltiples intereses y de los derechos en el
parlamento. Vivimos todavía bajo su acción de la politiquería que selecciona sus
representantes de entre los elementos que sólo obedecen al caudillo /.../ Si la ética
política en las muchedumbres no se perfecciona porque sobre ella gravitan prejuicios
ancestrales, es necesario crear el instrumento para que lleguen a las altas posiciones
de la representación popular, delegados genuinos de las entidades orgánicas,
universidades, academias, iglesia, industrias, comercio, artes. Al fin y al cabo, la
nación debe hallarse representada en sus diversos aspectos de una manera tan
completa que pueda aparecer retratada en el parlamento, según la feliz expresión de un
escritor contemporáneo”
Como puede observarse, en este párrafo ambos criterios están presentes y,
curiosamente, el más claramente corporativo no es presentado como mejor en abstracto,
sino que lo sería como resultado del fracaso de la misión pedagógica que la reforma
había impuesto a los partidos. Pero: cómo es posible que ambos criterios sean
presentados como naturalmente positivos? Aquí es donde ingresan las claves centrales
del período reformista: el fracaso de la misión pedagógica de los partidos, la
inexistencia de un sufragio universal “calificado” y la consiguiente supervivencia de
una política que arrastra todos los males de la “república posible” y que, por ende, poco
tiene de “verdadera”. La proporcionalidad, tiene por ventaja el hecho de que si no es
posible distribuir las bancas entre núcleos pacíficos de opinión porque estos no existen,
entonces serán los intereses los que terminen con la política corrupta y facciosa.
Cualquiera sea la situación, la proporcionalidad tiene otra ventaja esencial: en tanto
habilita el tránsito hacia un sistema más claramente parlamentario, este sistema tendería
a solucionar el persistente problema de la política argentina, el personalismo.
El 31 de enero de 1922 el conservador bonaerense Julio A. Costa presentó un proyecto
que simplemente establecía la derogación de la ley Sáenz Peña para volver a la 4161 de
1902, es decir, la reforma electoral que había sido aprobada por iniciativa de Joaquín V.
González y que establecía la representación uninominal. Los argumentos no diferían
demasiado de los esgrimidos por González, pero agregaba una mayor atención a la
cuestión de los partidos, que para entonces era un tema bastante más acuciante que en
1902. En principio, la propuesta de Costa reniega de los partidos políticos al
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considerarlos instancias intermedias que, lejos de mejorar la representación, la hace más
opaca. Pero se agrega ahora otro elemento que desde la llegada de Yrigoyen al poder se
había convertido en una cuestión de debate político: el voto en bloque. La aparición de
nuevos modelos de partido, introduce el debate sobre el voto del diputado. Para el
partido socialista, se trataba claramente de una cuestión de principios: el voto en bloque
(y, más aún, la presentación de las leyes con todas las firmas) era una señal de la
presencia de un verdadero partido orgánico. Para el núcleo yrigoyenista, el problema era
más acuciante (aunque no exento de convicciones similares a las socialistas): el
presidente necesitaba disciplinar a unos diputados que, basta observar las versiones
taquigráficas a vuelo de pájaro, se negaban a votar en forma disciplinada, aún los
proyectos más relevantes del ejecutivo. Para los críticos como Costa, en cambio, se
trataba de la reintroducción de una forma de mandato imperativo, del todo repugnante
frente a la imagen del diputado independiente. Así, el sistema distaba de ser virtuoso, en
tanto no sólo boqueaba la relación entre representante y representado sino que, además,
impedía la libre expresión del representante. Para Costa, además, el sistema al
desbaratar la disciplina partidaria permitiría acabar con el personalismo y el presidente
elector.31
No son estas las únicas propuestas para modificar el sistema de representación. Pero,
son aquellas que pueden ser postuladas con la Constitución vigente. De hecho, dos
proyectos de reforma constitucional prevén entre sus puntos la introducción de criterios
de representación funcionales, curiosamente ambos de autoría radical.32 Este dato es de
la mayor importancia, dado que una visión simplista del corporativismo de los
nacionalistas y del propio José F. Uriburu pretende que se trata de una concepción de
los “desencantados” o de quienes nunca adhirieron a los principios democráticos, Pero,
como puede concluirse de la simple lectura de estas propuestas, también puede tratarse
de un perfeccionamiento más que de una negación. Más aún: la representación
corporativa puede incluir principios de pluralidad que, en rigor, la modalidad identitaria
de los partidos rara vez logra asumir. Como hemos visto, y a diferencia de lo que
plantea Rosanvallon para Francia, en la Argentina el debate sobre los partidos no
necesariamente implica una forma de procesamiento de la pluralidad sino,
paradójicamente, una nueva modalidad que asume la concepción monista de la política.
El problema de los procedimientos
Junto con el sistema de representación, los proyectos presentados buscaban modificar
otras cuestiones relacionadas con las prácticas de la votación, poniendo especial
atención sobre ciertos aspectos que eran causa de insistentes protestas y reclamos. Por
ejemplo, el proyecto Arnedo prohibía el traslado de las mesas una vez que se había
fijado su ubicación. Según reiteradas denuncias, era muy habitual que a último
momento estas se mudaran a sitios no predeterminados para evitar que votaran aquellos
31 Diputados, 31 de enero de 1922. Las dudas sobre el lugar de los partidos se expresa en el
mantenimiento del sistema de tachaduras que habilita a la vez la lista y la elección individual. Por otra
parte, debe recordarse que el sistema de mayoría y minoría no es exactamente de “lista” porque los
escrutinios se realizan por candidato. Así, en realidad no hay un resultado por partido en lo que refiere a
la elección de diputados. Los propios socialistas en su proyecto, admiten que se puede tachar hasta la
mitad de los candidatos de una lista, una concesión notable en un partido que insistía constantemente en
la importancia de los partidos. De todos modos, serán por lo general muy críticos de este sistema.
32
Joaquín Castellanos, radical antiyrigoyenista en 1916 y Carlos Rodríguez, radical yrigoyenista quien no
llega a presentarla por el golpe septembrino pero luego la publica en Hacia una nueva Argentina radical,
Bs As, S/e, 1934.
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que no habían sido puestos sobre aviso. La posibilidad de realizar esta maniobra
respondía a un decreto del PEN del 7 de marzo de 1914 (que a su vez modificaba otro
de Sáenz Peña que lo prohibía) que habilitaba a los jueces federales a modificar las
ubicaciones para facilitar el voto de ciudadanos que residieran lejos del sitio
determinado por decreto.33 Otro punto se refiere a la elección de las autoridades de mesa
que según la ley Sáenz Peña deben ser elegidas por la Junta Escrutadora compuesta por
el presidente de la Cámara Federal de Apelaciones, el juez federal y el presidente del
Superior Tribunal de Justicia de la provincia respectiva y el presidente de la Primera
Cámara de lo Civil. Estos miembros de la justicia eran claves en la producción de
sufragio, dado que la elección de los presidentes de mesas resultaba absolutamente
crucial para retener cierto control sobre los electores: las denuncias por diplomas
irregulares incluyen en casi todos los casos un punto vinculado con el rol de los
presidentes de mesas. Dado que era su firma la que convertía un simple sobre en el
sobre de votación, y que correspondía a ellos admitir la validez de las libretas,
generalmente constituían la pieza clave en aquellas mesas donde se hacía votar a grupos
en cadena o personas con libretas robadas, falsificadas o pertenecientes a electores
fallecidos. El proyecto de Arnedo buscaba eliminar esta práctica al imponer un sistema
de sorteo de las autoridades de mesa y la posibilidad de la impugnación por parte de los
partidos. Más aún, su proyecto modificaba completamente la composición de la propia
Junta Escrutadora. La clave era que, al estar compuesta por jueces, estos se amparaban
en sus fueros ante cualquier denuncia, por lo cual no era posible hacerlos responsables
por sus actos. Para evitar este problema proponía dejar la elección de las Juntas en las
manos del PEN, pero el presidente estaba obligado a elegir electores que cumplieran las
condiciones de senador y que, fundamentalmente, pudieran responder por sus decisiones
y actos ante la justicia. La potencialidad de la pena (tanto penal como civil) equilibraría
el hecho de que eran elegidos por el presidente.
El proyecto también pretendía hacer obligatoria las firmas de los fiscales en los sobres.
Al igual que el punto anterior, se trataba de evitar el sistema de la cadena. No era el
primer intento: en febrero de 1918 el presidente Yrigoyen había firmado un decreto en
el que autorizaba la firma de los fiscales. El problema era que la normativa era
sumamente ambigua dado que no quedaba claro si esas firmar eran obligatorias o no.
Cualquiera fuera la intención de Yrigoyen, lo cierto es que las denuncias no
desaparecieron y que, por el contrario, se incrementaron aquellas que afirmaban que los
fiscales eran expulsados y detenidos por orden de los presidentes de mesas y la policía
al mando del gobernador de turno. Dado que buena parte de esas denuncias apuntaban
contra gobernadores o interventores radicales cercanos al presidente, es sencillo
comprender el por qué de la ambigüedad y de la dificultades para hacer efectivo el
decreto. Por eso, Arnedo agregaba duras penas de prisión para los presidentes de mesa
que no aceptaran o expulsaran a los fiscales nombrados por los partidos.
Finalmente, el proyecto permitía el seguimiento de las urnas por parte de los fiscales,
para evitar las denuncias de que llegaban a los lugares de escrutinio en mal estado
El arsenal de reformas del proyecto es particularmente significativo dado que apunta
contra un amplio conjunto de prácticas que eran por demás habituales en los comicios y
que, según sus propias palabras, eran apenas algo más que un perfeccionamiento y una
adaptación a los nuevos tiempos de los mecanismos de fraude que habían caracterizado
al régimen.
Otro proyecto presentado el 30 de septiembre de 1922 por dos diputados radicales
correntinos –que venían absteniéndose en las dos últimas elecciones provinciales por
reiteradas denuncias contra el oficialismo- proponía quitar a los jueces federales la
33 Las fuerzas armadas... cit.
20
confección de los padrones para evitar las maniobras que resultaban de su tradicional
dependencia de los oficialismos de turno.34
Por su parte, la bancada socialista presentó un proyecto el 19 de julio de 1922 en él que
atacaba de modo explícito lo que acostumbraban llamar la política criolla que ahora
tiende a alterar no ya la libre emisión de los sufragios sino su libre expresión.35 En este
caso, el informante, Nicolás Repetto, no dudó en colocar su proyecto en la tradición de
la reforma de Sáenz Peña, a la que consideraba el primer paso en la búsqueda del
mejoramiento de las costumbres políticas. Imponía severas sanciones para quienes
realizaran algunas de las típicas maniobras destinadas a la producción irregular del
sufragio: el reparto de bienes, la organización de juegos de azar, la utilización de
rumores y el traslado, despido o nombramiento de agentes estatales durante los tres
meses anteriores a un comicio. Significativamente, también estipulaba duras sanciones
para quienes destruyeran o alteraran carteles de publicidad de los partidos. Este último
punto resultaba fundamental para los socialistas, ya que la libre expresión de la
propaganda partidaria era considerada como la más alta expresión de la modernidad
política, es decir, de la mejor vinculación entre el sufragio y la opinión.36
Constituyendo la elección –dice un autor de derecho electoral- una consulta popular
que se realiza por medio del voto, importa que cada elector, al hacer uso de su derecho,
exprese una opinión personal. Si la libertad no es completa y si una influencia
cualquiera viene a presionar los sufragios, la consulta conduce a un resultado erróneo
y falla el propósito que con ella se persigue /.../ es necesario también que cada elector
exprese su opinión personal, formada de una manera libre, espontánea, o bajo la
influencia de una propaganda electoral de persuasión basada en el empleo leal de
argumentos o hechos de orden social o políticos /.../ En algunas provincias, y muy
especialmente en las del interior, no es precisamente la propaganda persuasiva a base
de argumentos políticos o sociales, la que más se usa para ayudar a los electores a
formarse y expresar en los comicios una opinión personal.37
En efecto, las sanciones propuestas resultaban de un diagnóstico según el cual la
vinculación entre sufragio y opinión estaba completamente rota (el mismo que
esgrimían los reformistas de 1912), en particular en las provincias del interior, lo cual, a
su vez, ponía en cuestión la naturaleza individual de la ciudadanía y el sufragio.
34 Diputados, 30 de septiembre de 1921. Proyecto de Manuel Mora y Araujo y José A. González.
35 Diputados, 19 de julio de 1922.
36 Cuando el país estaba por completo a disposición de la política criolla, la propaganda no significaba
ningún peligro, por la sencilla razón de que no existía. Pero a medida que la concepción moderna de la
política se va imponiendo a la prepotencia de los caudillos criollos, la función de propagandista se hace
proporcionalmente difícil y sujeta a una técnica.. “La propaganda moderna. Exige un entrenamiento
metódico”, en La Vanguardia, 23 de enero de 1922.
37 Diputados, 19 de julio de 1922.
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