Ensayo Julián Pitt-Rivers y “El sacrificio del toro”

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Ensayo
Julián Pitt-Rivers
y “El sacrificio del toro”
José Francisco Coello Ugalde
Director del Centro de Estudios Taurinos de México
Al comentar el ensayo “El sacrificio
del toro”,[1], publicado ahora hace 30
años por Julián Pitt-Rivers en “Revista
de Occidente” [nº 36, mayo de 1984],
el historiador y estudioso de la Fiesta
José Francisco Coello Ugalde afirma
acertadamente que toda la
problemática que ahí se plantea no ha
perdido actualidad, sobre todo en estos
tiempos que corren.
Experto hispanista y apasionado por la
Fiesta, del análisis de este trabajo de
Pitt-Rivers se concluye que “da
elementos para justificar, una vez más,
la presencia de este importante legado
que, como un caldo de cultivo, se fue
integrando no sólo como expresión,
sino como forma de manifestación
cultural en diversas naciones, tanto del
oriente como del occidente”.
Sin embargo, como bien anota el
historiador mexicano, llevar a cabo una lectura simplificada de estas tesis
de Pitt-Rivers supone no haber entendido el valor profundamente histórico,
al que se suma una serie de valores antropológicos, incluso arqueológicos,
que explican cual es la verdadera posición de la corrida de toros,
justificándose en sí mismas con su presencia en nuestros días. No es una
casualidad. Hay que remontarse a épocas bastante primitivas para empezar
a comprender diversos valores de relación existentes entre el hombre, los
animales y la supervivencia de ambos.
El
término “sacrificio” cuenta con una connotación que abre aún más el
abanico de nuevas definiciones, proporcionada en nuestros días por el grupo
ecologista que atrae un número importante de seguidores, como si se
tratara de un “culto” en cierne.[2] En la reciente discusión sobre la Ley de
Protección a los Animales, el diputado pevemista Arnold Ricalde de Jager
argumenta que las autoridades correspondientes deberán modificar el
reglamento taurino y la norma zoológica. “En esta última se debe aclarar
cómo hacer sacrificios humanitarios”, pues ni las corridas de toros ni las
peleas de gallos se tratan de un sacrificio humanitario, y menos, si es en
presencia de menores de edad, concluye el presidente de la Comisión de
Preservación del Medio Ambiente de la Asamblea Legislativa.
Y aquí viene esa nueva consideración que apuntaba: “me opongo a las
corridas de toros por considerar que se tortura a los animales”. Ese
espectáculo “resta humanidad a las personas y crea una sociedad violenta y
agresiva”.
Por lo tanto, entiendo que “sacrificio” es aquella condición que resta
humanidad a las personas y crea una sociedad violenta y agresiva. (La
Jornada, del 22 y 27 de diciembre de 2001).
Comprender el “sacrificio” más allá de estas apreciaciones, fruto de la
modernidad y la conciencia que en nada cuestiono, al contrario aplaudo y
valoro en lo que cabe, por el gran esfuerzo que representa ponernos señales
color ámbar e incluso rojo, no es entrar en conflicto con estas valiosas
consideraciones, porque si tratara de enfrentar los argumentos que
establecen los ecologistas, me sumaría al atentado que representa la
alteración violenta que surge de modo irreversible, y que daña y vulnera la
naturaleza a extremos donde ya se nos advierte la fatal consecuencia: más
depredación de bosques,
desaparición de grandes
áreas
verdes;
litorales
amenazados por diversas
contaminaciones, etcétera,
etc.
Sin embargo, creo que
ellos no han entendido el
valor
profundamente
histórico, al que se suma
una
serie
de
valores
antropológicos,
incluso
arqueológicos que explican
cual
es
la
verdadera
posición de la corrida de
toros, justificándose en sí
mismas con su presencia
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1 en nuestros días. No es una casualidad. Hay que remontarse a épocas
bastante primitivas para empezar a comprender diversos valores de relación
existentes entre el hombre, los animales y la supervivencia de ambos.
Para ello, nada mejor que apoyarse en el texto de Julián Pitt-Rivers: “El
sacrificio del toro” Revista de Occidente. TOROS: ORIGEN, CULTO, FIESTA,
Nº 36, mayo de 1984. (pp. 27-47), en el que existen abundantes elementos
con los cuales puede justificarse la razón de que la corrida o la fiesta de
toros permanezca, aún en nuestros días, como resultado de soterradas
conexiones entre el culto, el ritual, la veneración (que incluye valores
religiosos); pero sobre todo el tránsito a través de siglos y siglos de
adecuación y adaptación de la tauromaquia, producto final y summa de
experiencias; summa, entendida como la reunión de datos que recogen el
saber de una gran época.
I
De entrada, nuestro autor apunta su primer justificación:
El culto al toro parece haber existido desde siempre en los países
mediterráneos; su forma actual más depurada es la corrida española,
que ha dado lugar a una abundante literatura.
Hoy día, la forma más depurada de todo ese proceso histórico es la
corrida española, misma condición compartida por otros pueblos como el
francés, el portugués y otros tantos del continente americano, donde
particularmente se encuentra México. Y cada uno la practica, tratando de
respetar una estructura que persigue –entre otros elementos- el discutido
aspecto del “sacrificio” del toro, traducido con su muerte misma, en la plaza,
a la vista de miles de asistentes que se convierten en cómplices o en
admiradores de una profunda esencia.
El arranque del siglo XXI, tiene los ojos puestos en la modernidad, una
modernidad que de tan acelerada pierde de vista lo sustancioso de la vida. Y
al perderla, la daña, por eso, lo cotidiano que pudiera ser la modernidad
consume y agota –sin que lo apreciemos-, muchas de las condiciones
sustentables de la vida misma, que parten de la generosa pero agredida
naturaleza. En este mismo siglo XXI, la tauromaquia pervive, es decir, se
afirma, independientemente de sus constantes conflictos y crisis a que la
tienen sometida muchos de quienes detentan poder y control al interior de
sus estructuras. Los muchos siglos de andar, que a veces se pierden en la
noche de los tiempos, nos complican la existencia ya que ingresamos en el
misterio por entender desde cuando se dan las primeras condiciones que
integran la razón del espectáculo como tal, que parte desde la relación
misma del hombre y el animal en su estado primitivo. Y nada más evidente
que la pervivencia de diversas pinturas rupestres.
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2 II
Precisamente
entramos a otro de los grandes argumentos que van
dando peso y razón para justificar el significado no sólo de la corrida, sino el
“sacrificio” implícito que tanto altera, que tanto provoca vaivenes entre
diversas sociedades y culturas. Unas para cuestionar, otras para probar la
permanencia justificable o no de las corridas de toros, incluso como
argumento formativo o deformativo de los pueblos que la han hecho suya.
Dice Julián Pitt-Rivers:
Entre las muchas teorías que se han propuesto, una de las fuentes que
se han barajado en el “espectáculo más nacional” es la necesidad de
los primeros habitantes de la Península y sus rebaños de defenderse
contra las agresiones de los toros salvajes. En realidad, los bovinos en
el campo son apacibles herbívoros que no buscan pelea con nadie, y
que sólo atacan cuando tienen miedo. En el Paleolítico, el toro es un
animal de caza más que un antagonista, como lo demuestran
claramente las pinturas de Lascaux; por otro lado, no se hace en ellas
ostentación de sus atributos sexuales, que tendrán tanta importancia
para la interpretación de su valor simbólico moderno. Su función
reproductora sólo interesó a los hombres una vez domesticado,
convirtiéndose el toro en emblema de la virilidad agresiva. Fue
entonces cuando pudo verse en él a un enemigo, digno adversario de
un combate glorioso. Aparece como el heredero del dragón
representado por Ingres que, para permanecer alejado de las murallas
de la ciudad, exigía la ofrenda diaria de una bella joven doncella hasta
que el héroe se enfrentó con él para liberar a la población. El dragón
es, a su vez, vencido, atravesado por la lanza de un San Jorge erguido
sobre los estribos, en la misma postura del picador. Ya están aquí
contenidos todos los detalles de la corrida moderna en estado
embrionario: el caballero a caballo y armado con una lanza, el dragón
atravesado por ella, y, como veremos, la bella joven atacada por el
monstruo. Pero estos elementos han cambiado de significación en el
curso de los siglos; el héroe ha perdido su santidad, e incluso su
carácter heroico para convertirse en el malo; el dragón se ha
transformado en toro, animal peligroso, pero noble, que adquiere un
aspecto casi humano; la joven ahora es un travestí. El mito se ha
convertido en rito, el enfrentamiento en sacrificio. La amenaza
externa, en gloria íntima.
Para bien o para mal, pero el hecho es que a la fiesta, además de que se
le ha catalogado como “la más nacional”, sentido este que la identifica como
cosa peculiar y única del pueblo español, es una razón por la cual buena
parte de los segmentos intelectuales aprovechan para desacreditar
semejante etiqueta. Este asunto se extiende a aquellos países que
adoptaron o que fueron permeados por semejante circunstancia. Lo
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3 específico de este argumento es su largo andar de siglos, lo que origina el
conjunto de diversas polémicas, encontradas todas ellas, y dirigidas por sus
defensores –a favor o en contra-, que también son un buen número, de ahí
que las justificaciones tienen que ser cada vez más sustentadas por quienes
dan su aprobación al espectáculo, y no por ello de los que lo cuestionan. De
ahí que opiniones de carácter antropológico como las de Julián Pitt-Rivers,
nos permitan encontrar otros matices de peso tan representativo como el de
su apreciación.
Sostiene una importante tesis que en su momento arrancó diversas
reacciones. Se trata del planteamiento que Cesáreo Sanz Egaña dijo del
toro, en cuanto que este es cobarde (Pitt-Rivers lo llama “apacible
herbívoro”). El hecho es que los secretos del comportamiento del toro –
gregario por naturaleza- siguen siendo todavía un misterio, aunque una
buena parte de su condición ha sido traducida para entender que –por otro
lado- se trata de un animal que se defiende (no puede ser la excepción), y
por eso su fuerza, combinada con una cornamenta defensiva-ofensiva,
responden a las diversas provocaciones de que son motivo. Sin embargo, es
impredecible en otros casos, como aquellos en los que su mansedumbre es
reflejo de que o no está dispuesto a la contienda, o es otra condición natural
más profunda que simplemente lo pone al margen de cualquier
enfrentamiento. Fuera de estos razonamientos, también el toro ha sido un
espejo de la virilidad y en eso existe una clara noción de anhelos y deseos
soterrados por una sociedad masculina que, en buena medida, puebla las
plazas. No es un argumento falto de peso, ni hecho a la ligera. Allí está
explicada una buena parte de lo que significa el “tótem” antiguo y moderno.
No es equivocada la consecuencia que apunta el antropólogo en cuanto que
“su función reproductora sólo interesó a los hombres una vez domesticado,
convirtiéndose el toro en emblema de la virilidad agresiva. Fue entonces
cuando pudo verse en él a un enemigo, digno adversario de un combate
glorioso”.
Unido a esto puede ir la leyenda, como la de Ingres, ese dragón tan
similar en su comportamiento al propio minotauro, la doncella –Ariadna- que
no podía ser otra cosa que el fruto del deseo que también manifestaba el
personaje mitológico y San Jorge, Teseo medieval que sirviéndose ya no de
un hilo, sino de una lanza, destruye al dragón. Y la composición de la corrida
moderna se transforma en nuevos personajes pues, “el héroe ha perdido su
santidad, e incluso su carácter heroico para convertirse en el malo; el
dragón se ha transformado en toro, animal peligroso, pero noble, que
adquiere un aspecto casi humano; la joven ahora es un travestí. El mito se
ha convertido en rito, el enfrentamiento en sacrificio. La amenaza externa,
en gloria íntima”.
III
El solo término de “toreo” lleva implícito el sacrificio del toro. El sacrificio
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4 posee varias connotaciones, una de ellas puesta a la consideración del lector
al inicio de estos apuntes. Sin embargo, el diccionario de la Real Academia
Española, instrumento cuya autoridad resuelve las situaciones difíciles, nos
proporciona las siguientes explicaciones:
SACRIFICAR (Del lat. sacrificare) tr. Hacer sacrificios; ofrecer o dar
una cosa en reconocimiento de la divinidad. //2. Matar, degollar las
reses para el consumo. //3. fig. Poner a una persona o cosa en algún
riesgo o trabajo, abandonarla a muerte, destrucción o daño, en
provecho de un fin o interés que se estima de mayor importancia. //4.
prnl. Dedicarse; ofrecerse particularmente a Dios. //5. fig. Sujetarse
con resignación a una cosa violenta o repugnante.
SACRIFICIO (Del lat. Sacrificium) m. Ofrenda a una deidad en señal
de homenaje o expiación //2. Acto del sacerdote al ofrecer en la misa
el cuerpo de Cristo bajo las especies de pan y vino en honor de su
Eterno Padre. //3. fig. Peligro o trabajo graves a que4 se somete una
persona. //4. fig. Acción a que uno se sujeta con gran repugnancia por
consideraciones que a ello le mueven. //5. fig. Acto de abnegación
inspirado por la vehemencia del cariño. //6. fig. y fam. Operación
quirúrgica muy cruenta y peligrosa. // del altar, El de la misa.
Diccionario de la lengua española. 20ª edición. Madrid, EspasaCalpe, S.A., 1984, T. III, p. 1208-1209.
Al continuar la marcha, nos encontramos ahora en un ámbito
estrictamente natural, que le incumbe al toro, por cuanto que al pasar un
determinado tiempo, es motivo de selección para formar parte de un
encierro, el más digno que en ese momento considera su criador, mismo que
será conducido a la plaza, último sitio en el que, antes de su muerte, deberá
cumplir con una serie de requisitos, considerados en el contexto del sacrificio
mismo. Forzarlo a que los satisfaga, quizá sea una de las condicionantes a
que está sujeto, y es ahí donde los malestares de quienes desprecian el
espectáculo, se hagan más notorios. Puede que tengan razón, pero también
la propia razón de su crianza y envío posterior a la plaza, sea otra forma de
explicar y justificar el papel al que están sometidos. Su propia indefensión
en el campo, como animales gregarios, libres de cualquier atropello humano
(considerando que el destete sea forzoso, o que el herradero es una práctica
dolorosa), permite que pasen un buen número de años antes de ser
seleccionados, ya para una novillada, ya para una corrida; ora para el
matadero –si no cumplen los rangos que exige el ganadero-, que es donde
termina su auténtica libertad. Luego entonces, inicia el proceso que los
pone, como quedó ya dicho, camino de la plaza o al alcance del matarife.
Nuestro autor da un mejor panorama en el siguiente párrafo:
El toro bravo, cuyo cometido es simbolizar la naturaleza salvaje, es
un animal doméstico que sólo consigue cumplir correctamente su
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5 papel en la corrida moderna después de haber sido sometido a una
selección tan rigurosa y larga como la de un caballo de pura sangre. Y
hasta es preciso que este animal gregario sea aislado del rebaño y
atemorizado para que se enfurezca. Además, en el momento de salir
de la oscuridad para entrar en el ruedo, se le clava la divisa de su
ganadero en la carne.
Para que asuma mejor la figura del terrible dragón, los hombres
atribuyen al toro un carácter que no tiene. Se supone que el rojo ha de
excitarle,
pero,
realmente,
es
daltónico;
se
le
imagina
permanentemente feroz, y, sin embargo, se le puede acostumbrar a
comer en la mano del mayoral; incluso se ha dicho que le gustaba la
lidia. Se le toma por un monstruo, cuando suelto por el campo es un
tranquilo rumiante. En definitiva, la cultura humana es la que ha
fabricado la apariencia que presenta al entrar en el ruedo, la del
enemigo de toda la Humanidad. Verdadero minotauro, mitad fiera,
mitad producción humana, pertenece al mundo de los sueños más que
al de la economía política.
Esto último es un verdadero amasijo de complicaciones, pues si bien la
“cultura humana” se ha hecho cargo de la fabricación de una “apariencia”
transformada en el “enemigo de toda la Humanidad” que ciertamente no lo
es, precisamente por su fabricación, es entonces cuando entendemos el
trasvase del sueño histórico, del sueño mitológico al que se ha adherido la
presencia de esa economía política que la cultura humana se empeña en
seguir fabricando, sin importar el precio que representa la destrucción del
elemento original, para convertirla en un bien de producción altamente
costeable.
El encuentro con interpretaciones como la que ahora es motivo de análisis,
permite acercarnos a sitios todavía inaccesibles por la enorme dificultad que
ofrecen, aunque basta un poco más de atención para hacerlas terrenables.
Su sola presencia es punto más que suficiente para enriquecer el bagaje de
argumentos que permitan respaldar la justificación de la corrida de toros,
pero por encima de ello, el sacrificio del animal, como parte integral que la
constituye. Por eso:
La técnica de la tauromaquia es complicada y cada detalle cumple
una función práctica, al mismo tiempo que contribuye, con su valor
simbólico, a la significación de la totalidad del rito. El hecho de que se
trate de un sacrificio es algo que al antropólogo le parece demasiado
evidente para que se vea en la necesidad de justificarlo; pero,
normalmente, un sacrificio es un acto religioso. ¿De qué religión se
trata en este caso? Todo sacrificio implica un intercambio con una
fuerza divina –intercambio de un bien material por un estado de
gracia-, pero aquí, ¿qué es lo que se intercambia y entre quién?
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6 El asunto cada vez va
complicándose, pues ingresan
elementos como el citado hace
un
momento,
al
referirse
nuestro autor al hecho de que
“un sacrificio es un acto
religioso”, y si así hay que
entenderlo desde su personal
interpretación
como
antropólogo,
la
pregunta
inmediata que se hace y que
nos hacemos es, entonces: ¿qué
tipo de religión confluye; qué
religión es en esencia la más inmediata para explicarnos el rito taurino?
El sacrificio no se da por el vano principio de una matanza sin más.
Posiblemente esto ocurrió en los tiempos más primitivos, en donde el
hombre tenía que hacerlo para sobrevivir. Pero quedan también una serie de
evidencias que nos demuestran que su contacto en un medio absolutamente
natural, nos presenta hoy un testimonio plasmado en las pinturas rupestres,
lo que señala las primeras insinuaciones no necesariamente creadas con una
fuerza divina, puesto que el origen de las religiones se daría en un mundo
distinto, evolucionado, separado por la creación de diversos estados los que,
a su vez, crearon y asumieron como suyos unos principios de convivencia,
de la que surgió después una estructura de ideas y creencias, tanto políticas
como religiosas que, o terminaba enfrentándolos por un lado o aceptando
aquellos elementos de interelación, por el otro. La religión en cuanto tal, en
sus diversas modalidades apareció en escena y para proclamarla, venerarla,
pero sobre todo para sostenerla tuvo que surgir una patrón de
comportamiento que entenderíamos en un principio como el rito, sin más. El
rito lleva y conlleva propósitos muy concretos de exaltación, pero también, y
como dice Pitt-Rivers, el intercambio de un bien material por un estado de
gracia que hizo entonces más contundente la presencia de aquel elemento
ligado a fuerzas que se separaban de lo terrenal, para ingresar a un espacio
desconocido, donde lo mortal encuentra una barrera con lo inmortal. En ese
sentido, por ejemplo, la religión católica nos habla en su más absoluto
extremo de dioses. Por ello, la muerte representa uno de los factores más
representativos en todas las culturas humanas, la que, al paso de los siglos
se convirtió en un poderoso instrumento de explicación a la luz de todos
esos argumentos que las religiones –en todas sus modalidades- han
planteado en una multiplicidad de alternativas.
De todo ello, se desprende, en un primer término la necesidad que tuvo el
hombre de las primeras civilizaciones organizadas de iniciar la tarea de
fomentar los diversos cultos que fueron construyendo, hasta lograr su
perfecta consolidación.
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7 ¿Qué es lo que se intercambia y entre quién?, pregunta por demás
compleja y de muy sencilla respuesta a la vez, porque son los hombres
quienes, al organizarse y concretar una idea de lo que buscan y quieren
como sociedad, integran a ella elementos como el religioso, afirmándolo con
diversas representaciones, entre las que destaca su convivencia permanente
con el mundo animal. Si el toreo es, en principio el encuentro entre dos
fuerzas, la racional y la irracional, es porque así lo han indicado algunas
circunstancias que buscan separar el encuentro, como resultado de
condicionantes establecidas por culturas que así lo entienden. Pero habrá
otras, y además otras ideologías que digan lo contrario, o afirmen: este es
un encuentro entre fuerzas irracionales, en medio de un encuentro donde el
hombre sabe perfecta, aunque irracionalmente que debe liquidar a un
enemigo al cual va venciendo irracional e irremediablemente.
El toreo, desde el surgimiento más primitivo del que se tiene evidencia,
incluso hasta nuestros días, ha estado ligado con una cultura
eminentemente católica, la que ha creado arquetipos de una peculiar
riqueza, de ahí que el ritual milenario lo entendamos, independientemente
de explicaciones jurídicas o en poder de sociedades protectoras de animales,
como la expresión ritual, de la que Edward Tylor, experto en el manejo de la
teoría antropológica del ritual y fundador de la disciplina en el siglo XIX,
materia de estudio en la comunidad de antropólogos. Para Tylor, el ritual
constituía una magia encaminada a alcanzar fines prácticos o a obtener de
los dioses las ventajas, que, se suponía, eran capaces de distribuir entre sus
fieles.
Por su parte Víctor Turner, que ha analizado genialmente los rituales
en Zambia, explica que el significado de los símbolos nunca es
evidente para quienes los emplean y sólo aparece ante el que los
observa desde fuera. Por otro lado, los símbolos son siempre
polisémicos. Por ello, esta interpretación de la corrida no excluye
otras diferentes, y, con seguridad, sería partidario de modificarla si se
tratase de la corrida en otro país o en otra época. Las reacciones del
público lo demuestran; su comportamiento en la plaza de Pamplona
no se parece en nada al de la Maestranza.
Aclarar entonces que el ritual o culto al sacrificio llamado corrida de toros
es privativo de algunas sociedades que hicieron suyo el catolicismo (y
probablemente no sea esta religión la única en donde se inserta esa
aceptación), y que de él se derivó esta expresión, distingue perfectamente
en el escenario lo que acontezca con los rituales en Zambia, por ejemplo. Es
más, y lo apunta Julián Pitt-Rivers, en un mismo país, la interpretación de la
corrida en cuanto a su comportamiento, no se parece en nada lo que ocurra
en la Maestranza de Sevilla con lo sucedido en Pamplona. Una misma fiesta,
muchas manifestaciones distintas. El contraste con otras culturas se advierte
con toda aquella simbología polisémica, la cual polariza y además siempre
va a encontrar diferencias muy marcadas, desde el punto de vista de donde
Taurologia.com
8 partan. No me imagino qué podrían opinar quienes practican los rituales en
Zambia del ritual taurino o viceversa. Siempre se van a enfrentar, porque
sus orígenes provienen de circunstancias ajenas entre sí, aunque similares
en sus raíces más profundas, las cuales apuntan a aquel intercambio de un
bien material por un estado de gracia, propósito más o menos parecido
entre todas las culturas universales.
IV
En
el seguimiento de estas apreciaciones, Julián Pitt-Rivers afirma que
“un rito ha de conservar su propia coherencia a través de sus
transformaciones de sentido, de otro modo correría el riesgo de ser
abandonado”. Y nada mejor que todo un compás hebdomadario, sujeto
también –aunque cada vez en menor número a los motivos religiosos, por lo
menos en nuestro país. Afortunadamente es en la provincia donde se sigue
llevando de manera rigurosa-. La separación que se observa entre lo
ocurrido en el pasado y nuestro tiempo, se debe fundamentalmente a los
cambios de mentalidad generacional, a la penetración galopante de nuevos
ámbitos políticos, a la expansión social y demográfica, incluso al
desmesurado ritmo de acontecimientos, vigilados por una galopante
condición mediática pero sobre todo, a ciertos índices de credibilidad
apostados en el terreno espiritual. El comportamiento de este último factor
es posible apreciarlo en la enorme cantidad de religiones que separan los
diferentes tipos de creencia en los grupos sociales. Esa gama de
manifestaciones, por lógica se desvía del espacio anteriormente dedicado y
concentrado a diversas actividades muy concretas de la religión católica. Ese
cambio es sintomático en aquellos países donde las corridas de toros se han
afirmado por siglos, por lo que hoy se tienen poblaciones muy bien
localizadas que conservan entre sus costumbres diversas actividades
sagradas combinadas con las profanas, demostrando que se niegan a
desaparecer. De ahí que
La corrida de toros forma parte de una fiesta y, por esta razón, suele
celebrarse sólo en domingo, o en el día o la semana festiva.
Normalmente, en las ciudades pequeñas, el día del santo patrón es la
ocasión de celebrar una corrida, que quizá sea la única del año.
Antiguamente, la realeza conmemoraba con una corrida una boda, la
visita de un huésped distinguido o una victoria militar. Los municipios
ofrecían una corrida al santo que había atendido sus ruegos; personas
ilustres podían festejar también de esa manera la boda de un hijo, y a
veces, por una cláusula explícita en el testamento, su propia muerte.
En la época en que yo iba a los toros en Andalucía un señorito nunca
se quitaba la chaqueta, signo de su condición social. El atuendo del
ruedo estaba tan reglamentado como el de la misa. Se ve por todo
esto, que la corrida no es una diversión sino una celebración de índole
más bien religiosa.
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9 Tal significado, aunque eminentemente españoles, son una condición
adecuada y adaptada al modo de ser y de vivir americano, mismo que
encontró y ha encontrado la forma de ser practicada como perfecta
continuidad de esa “celebración” que no ha perdido su esencia religiosa que
allí sigue, acaso trastocada por otras circunstancias explicadas por razones
que cada época proporciona, primero para que no se pierda en la noche de
los tiempos. Segundo, por causas lucrativas o crematísticas que apuntan al
desarrollo de una temporada que cumple ritmos establecidos. Dos casos son
perfectamente evidentes: la feria de San Isidro en Madrid (durante todo el
mes de mayo) que se ve, a las claras, es un ciclo alrededor del santo
patrono madrileño, o la temporada invernal celebrada en la plaza “México”,
donde se concentran toreros hispanos y nacionales en una convivencia de
esfuerzos entre aquellos que concluyeron la larga temporada española y de
los que les esperan de este lado del mar para “combatir” y elevar en
consecuencia lo mejor de su bagaje.
V
Entramos
en terrenos más íntimos, que son propios de la figura
denominada “matador de toros”, donde una femenina presencia va
insinuándose en el masculino quehacer, por lo que esta condición bisexual
representa el discurso y el diálogo que ocurren al cobijo de circunstancias
muy particulares, las cuales poseen propiedades a imagen y semejanza del
oficio litúrgico de una misa. Si no, aquí están algunas visiones planteadas
por nuestro autor que en todo el siguiente desarrollo enfatiza las condiciones
heterosexuales que juegan no para luchar sino para convivir, aceptándose
mutuamente, a pesar de ciertas discrepancias que son resultados del
absurdo que sostiene la contundente presencia masculina, cuando las
notorias proyecciones femeninas enriquecen profundamente el proceso
establecido para la tauromaquia y sus particulares rituales en siglos de
andar y andar.
…la imagen del matador presenta un aspecto femenino que
contradice su reivindicación de la masculinidad; el color de su traje
de luces, que contrasta con la sobriedad de la ropa masculina fuera
del ruedo, y su gracia en el manejo del capote lo confirman, sobre
todo en un país donde la gracia en el movimiento es una cualidad
exclusivamente femenina. Pero esto sólo es válido –se olvida
demasiado a menudo- para el primer tercio de la corrida. En
realidad, el matador se despoja progresivamente de sus símbolos
femeninos en el transcurso de la lidia. El capote de paseo, bordado
con flores, que también recuerda una estola de sacerdote, o una
casulla por la calidad del bordado y la imagen sagrada que
representa, se retira antes de la corrida y se coloca extendida sobre
la barrera, muchas veces, delante de una hermosa mujer, cuya
parte inferior del cuerpo queda oculta por él. Al final del paseíllo, el
torero sujeta con su única mano libre la montera, saludando al
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10 presidente con una ligera inclinación del cuerpo (el picador, en
cambio, saludo quitándose el sombrero). La montera, una especie
de casquete lleno de bucles, es un curioso tocado para el
protagonista de la masculinidad, pues se parece más bien a la
peluca de una muñeca.
Lo peculiar de la corrida tiene un arranque que no puede ser más brillante
y religioso. Tras la aparición del toro en el ruedo, inicio del calvario, aparece
Verónica y despliega su manto portentoso para enjugar sudores o para bajar
las manos en templado lance. Aquel fue un detalle solidario. Este, hermosa
muestra del arte en medio de la demostración más absoluta, pues tiene por
objeto entender las primeras embestidas del toro, amainarlas, conducirlas
por buen sendero y así, tener el terreno preparado para la culminación del
oficio.
El sacerdote vestido de luces, luego de entender al toro en su condición
concreta de ser supremo –casi intocable-, tiene que soportar el maltrato
colectivo. La devoción popular en cuanto asume la especificidad de matador
de toros, enfrentando en el efímero momento de la hora de la verdad, trance
que lo mismo es el camino a la gloria, o al vuelco desagradable que linda
con el fracaso, demostrando ser capaz del heroísmo como fin último por lo
que representa acercarse a tan brutal compromiso. Y todo el oficio, en
medio de su discurso harto conocido, nos lo va mostrando en impecable
disección Julián Pitt-Rivers, a quien cedo una vez más los “bártulos” del
presente ensayo, en el cual sus apreciaciones son un soporte fundamental.
En cuanto al pase principal, la verónica, éste debe su nombre a su
parecido con el gesto de Santa Verónica al sujetar su velo para
enjugar el rostro de Cristo.
Así, primero vemos aparecer al torero con un aspecto más bien
eclesiástico, que se transforma, desde la entrada del toro en el
ruedo, en semblante femenino. No es de extrañar, pues en la
religión católica el sacerdote es una figura sexualmente ambigua;
ha renunciado a su función masculina no sólo por su voto de
castidad, sino también prohibiéndose responder con la violencia al
reto de otro hombre, cosa que, si no fuera sacerdote, le
deshonraría. Sin embargo, no es afeminado. En efecto, si en la vida
laica cada sexo se opone al otro, excluyéndose mutuamente, en el
terreno de lo sagrado la pertenencia puede ser doble y este cúmulo
significa un incremento de fuerza. La ambigüedad sexual del
matador está, como veremos, vinculada a su función del
sacrificador; el verbo latino “mactare”, de donde viene la palabra
“matador” quería decir, en origen, “inmolar”. En el coso, recupera
su sentido de origen.
En este propósito inicial de la faena moderna, entendemos que hay una
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11 serie de apariencias sexuales ambiguas al lado de un conjunto de
connotaciones sacerdotales que terminan con un propósito establecido por
esa misma estructura, con el bello entorno de apertura que todos los
aficionados esperamos como encuentro de una fuerza bruta y una condición
movida por el equilibrio del reposo que busca atemperar las ásperas
condiciones del toro inmediatamente después de su salida al ruedo. La
“Verónica” suele ser el lance bello por antonomasia que recoge esencias y
experiencias de épocas y estilos derivados en un mismo punto de
concentración, difícil de lograr si no está en manos de un torero capaz de
entender esas condiciones con infinita rapidez y solvencia para bajar las
manos y deslizar templadamente los vuelos del capote.
VI
Los elogios de cualquier buen aficionado se cargan del lado de la balanza
que permite valorar, juzgar y admirar en consecuencia el quehacer del
torero capaz de resolver esos primeros conflictos imprimiendo a su labor los
condimentos estéticos que lo llevan a ser considerado como un artista de los
pies a la cabeza. Los lances que pueda sobrevenir después de este profundo
intento ya consumado, se dan por añadidura. De ahí pasamos a una parte
de la lidia donde surgen opiniones encontradas que el propio autor, cuya
obra aquí desmenuzada apura a decirnos:
Mientras el toro intenta meter sus cuernos en la guata, el picador,
en contra de la regla, barrena su pica en la herida, sin temer por su
pierna enfundada en acero. Representa la figura del cabrón, del
cornudo que ofrece a su mujer, y castiga luego al ingenuo amante
al que ha atraído. Figura infame, el picador suscita la ira del
público. Se le cubre de injurias –cabrón, cobarde, “¡animal!”- por
haber malogrado a la bestia más hermosa, más noble y más
valiente del mundo. Los papeles se invierten; el hombre es un
animal, el animal es humano. La sangre corre por el lomo del toro,
que, a partir de ese momento, aunque permanece valeroso y
agresivo, mide sus pasos.
Y es que el picador al paso de los siglos transformó su papel
protagónico de primer actor, al de un tercero o cuarto en el reparto, debido
a aquellos radicales cambios que surgieron durante el siglo XVIII, donde la
casa de los Borbones –francesa de origen-, no era compatible con las
características más entrañables del pueblo español, pero también de esa
nobleza, que con los Austrias tenía garantizada su presencia perfectamente
detentada en los impresionantes torneos a caballo, los que, hasta 1725,
según opinión de Nicolás Fernández de Moratín se dieron en las dimensiones
extraordinarias, que luego se modificaron con la irrupción del pueblo que
hizo suyo el espectáculo, desplazando a los caballeros a un segundo y hasta
un tercer plano en el teatro de los acontecimientos. Pero el caballero, ahora
convertido en picador de toros continuaba siendo provechoso para cumplir
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12 con un nuevo papel en la tauromaquia:
atenuar la codicia del toro sangrándole
hasta moderar sus embestidas que luego
fueran propicias a la faena que fue
convirtiéndose en el centro de atención.
Desafortunadamente muchos de los
actuales picadores no han podido
recuperar la esencia de aquellos viejos
señores de vara larga que exponían sus
vidas en caballos sin peto, y que no
proporcionaban el tremendo castigo que
hoy se le da al toro tras una barrera
impresionante que protege la vida del
caballo, animal que murió en cantidades
importantes en por lo menos los años
que van de 1750 a 1930, en que ya
estuvo implantado el peto (recordando
que fue el Gral. Primo de Rivera el que
impuso dicha medida en España a partir
de 1926 y que aquí, en México fue
puesta en práctica dos años después).
Por todas esas razones, el picador de
toros ya no tiene el sabor de los de
antaño, convirtiéndose –las más de las veces-, en un personaje alevoso y
abusivo que se deslinda de los principios elementales para cumplir
cabalmente con la suerte que le está encomendada. De ahí que pocos sean
los que bajo una legítima y honesta actitud, desempeñen a cabalidad esa
suerte tan importante, dejando en condiciones favorables al toro para que el
matador se disponga a la faena de muleta. En cambio, la mayoría usa y
abusa de métodos poco legítimos, pues emplea la vara para picar en exceso
(además de que en nuestros días ha desaparecido prácticamente el “quite”,
por lo que dispone de más tiempo para un castigo innecesario y muchas
veces, artero). Emplea –como decía-, la vara para enterrarla una y otra vez
–“mete y saca”, bombeo, estira y afloja y otras lindezas-, además de
barrenar sin consideración alguna. De esa manera, los 5, 10 o 15 puyazos
de antaño, que apenas producían alguna rebaja en la fortaleza del toro, se
reducen a uno o dos puyazos de nuestros días. Esto, lógicamente genera
entre el público un incómodo malestar traducido en respuestas inmediatas
de repudio del que los picadores acaban siendo víctimas verbales por la saña
con que proceden y no con el conocimiento que se deriva también, tapando
la salida, yendo terciados con el toro sin entender lo importante que es esta
suerte, y dejando por consecuencia con nulas posibilidades de apreciar
características bien particulares en esos momentos, no solo para el
aficionado. También para el ganadero que desearía que dicha suerte se
convirtiera en el punto culminante de todos sus esfuerzos destinados en el
campo.
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13 En la continuación, apunta Pitt-Rivers:
Suena el clarín; los picadores se retiran conscientes de su ingrato
papel, abandonando el ruedo con un semblante grave y sin mirar al
público jamás. El toro se queda solo. Un peón le llama, sujetando en
cada mano un pequeño arpón adornado de festones que apunta como
un par de cuernos. Combate entre iguales: astas (banderillas) contra
astas (cuernos). Aquí ya no cuentan el valor o el peso, sino la
agilidad. El más ágil es el hombre, que planta sus banderillas en la
cruz, esquivando al toro de un salto. Adorna a la víctima, etapa
esencial del sacrificio según Marcel Mauss: mediante el ornamento la
ofrenda sale de la vida profana y se hace sagrada. Presentado en el
tercio de varas en todo su esplendor natural, el toro se separa luego
del mundo de la naturaleza, dañado, marcado y decorado como
ofrenda. Esta decoración fija la atención en el lugar que, a partir de
entonces, va a constituir el punto central del rito: la herida en la cruz
está, en cierto modo, separada del resto del cuerpo, convertida en
algo autónomo, rodeada de arpones festivos, dolorosos para el toro,
motivo de regocijo para el público. Los mismos pasos que le preparan
físicamente para la muerte, le conducen al papel de víctima
propiciatoria, destinada, por su asociación con el hombre y por su
consagración, a llevar con él al reino de la muerte todas las
insuficiencias, miedos, debilidades, cobardías, todos los fracasos
sexuales del hombre, borrando todo aquello por lo cual ha
decepcionado a las mujeres.
El clarín suena de nuevo. El torero, ya masculino, reaparece
saludando al presidente como un hombre, con su montera en la mano
derecha. A continuación viene la demostración de su dominio sobre el
toro. El toro, disminuido, burlado, pierde su honor, que pasa al que lo
domina. La humillación del toro termina con su violación. Sus cuernos
ya no le protegen, ni siquiera en el enfrentamiento directo. El acero,
aún más fino que el pene de un bovino, le penetra en el lugar
previsto, esa vagina que le ha proporcionado el picador sobre el mons
veneris de su lomo. El torero, triunfando sobre la muerte, contempla
su expiración y, cuando la cabeza del toro cae al fin sobre la arena,
los tendidos se pueblan de pañuelos blancos, como el velo de la
Santa Verónica, como la muleta en origen, mientras estallan los
gritos y aplausos.
¡Violación del toro! Pero también violación del tabú, el que inspiró el
miedo de los hombres ante la sexualidad femenina: ¡esa vaginaherida está ensangrentada!
Las connotaciones de carácter sexual y religioso se mezclan en un
aquelarre sin control, donde también participa la anunciada e insinuada
muerte que ronda en la plaza. A todo esto se agrega la condición ritual,
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14 donde el toro, como se apunta, es convertido en víctima propiciatoria que
pasa por un rasero de contrastes sexuales, puesto que al ser dominado por
el hombre se produce la tremenda y humillante “violación” del toro. De ahí
que “el acero, aún más fino que el pene de un bovino, le penetra en el lugar
previsto, esa vagina que le ha proporcionado el picador sobre el mons
veneris de su lomo”. Esto último el malestar inconsciente o subconsciente
que manifiestan los aficionados cuando el picador entra en acción, puesto
que ha sido violada o desflorada –en primera instancia-, esa vagina que
queda al descubierto en medio de una danza insoportable hasta que el
matador sea capaz de penetrarla una vez más pero con la espada, para dar
muerte a la víctima propiciatoria en que ha quedado convertido el toro, por
lo que, en tanto figura totémica, idolatrada y venerada, es, al final de la lidia
convencional eliminada, cumpliéndose así con el acto consagratorio a que
está destinada la actual celebración ritual del toreo, que se lleva a efecto en
medio de actos preparatorios fundados en normas y tauromaquias, pero sin
dejar de insinuar sus nexos con toda una carga de valores religiosos que,
una vez más, nos remontan hasta el principio de todas las cosas.
Luego del segundo tercio, el matador solo vuelve al ruedo para
brindar su toro –en primer lugar, al presidente y eventualmente, a
otra persona, o al público-, quitándose por primera vez su sombreropeluca, que arroja displicente tras él. Durante el brindis, sujeta bajo
su brazo izquierdo el estoque y la muleta, paño de lana roja,
originalmente blanca. Su postura durante el tercio de la muerte es
completamente distinta a la del primero. Sus manos ya no sujetan
juntas el capote por delante, y la independencia de los brazos le
permite moverse con garbo: pecho erguido, paso majestuoso, aire de
autoridad. Ya no soltará su estoque, que empuña en la mano
derecha. Se ha convertido en el parangón de la masculinidad.
Durante el primer tercio, el torero, figura femenina, seduce un
engaña al toro, “se burla de él”, le hace girar en torno suyo, sin ser
alcanzado; después, tras la serie de pases, le deja en manos del
picador. En cambio, en el tercero, demuestra su dominio, su poder
aparentemente mágico de hacer obedecer al animal, que debe
permanecer inmóvil o embestir al capricho del matador. Incluso a
veces se permite contemplar a los tendidos mientras el monstruo se
le acerca, “mirando al público”, como el Litri o Manolete. Al final,
cuando ha cansado al animal lo bastante para que vaya con la cabeza
gacha, debe deslizar el brazo entre los cuernos para clavar su espada
en todo lo alto”hasta mojarse la mano” con la sangre del toro. Este
lugar se llama la cruz. Para lograrlo, debe “cruzarse”: su brazo
izquierdo, el de la muleta, pasa a la derecha para llevar la cabeza del
toro en esa dirección, mientras que el brazo del estoque lo cruza por
encima. La analogía con la actitud del que se santigua ante el altar es
perfectamente consciente: “Los que no se santiguan van al infierno”.
Es la “hora de la verdad”; el tiempo se detiene en los grandes
momentos de la corrida. Un día, durante una de las famosas e
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15 interminables verónicas de Antonio Ordóñez, alguien gritó: “¡Nos
detienes el tiempo!”, y sabemos que en “El llanto por la muerte de
Ignacio Sánchez Mejías” el tiempo se detuvo para siempre a las cinco
de la tarde. A la hora de la verdad, el matador se juega la vida, es el
mayor peligro al que debe exponerse para demostrar su valor, es
decir, su superioridad moral, mostrando su heroísmo delante de la
muerte. Si, para evitar el peligro, mata de sesgado, no se dice que ha
matado al toro, sino que lo ha asesinado. Si el matador no logra
“inmolar” su toro, la faena anterior no cuenta para nada, por muy
buena que fuera, y cae en desgracia. Eso demuestra que no se trata
de un deporte o de una representación teatral, sino de un sacrificio.
Al final de la lidia, el matador que ha recibido honores da la vuelta al
ruedo llevando sus trofeos en las manos, con los brazos levantados
evocando la forma de los cuernos. ¡Se ha convertido en el toro!
Así, el valor simbólico del torero sufre dos transformaciones:
primero, sacerdote-sacrificador con su capote de casulla-paseo;
luego, hermosa mujer en la primera suerte; al final, termina siendo
sobresaliente varón, hombre transformado en toro. En cuanto a éste
recorre un trayecto simétrico e inverso.
Parecen tan importantes las observaciones que hace este famoso
antropólogo, el que, desde una apreciación externa en cuanto a formación
cultural se refiere, encuentra en el quehacer taurino un conjunto de
condiciones que explican el hecho de que nos encontramos no frente a un
deporte, y mucho menos de un espectáculo más con particulares
especificidades. Estamos, en todo caso ante un sacrificio. Tal explicación me
parece lógica, la más indicada y que, por razones establecidas por diversas
sociedades, no es posible aceptarlo como tal, ya que entonces implicaría un
tremendo debate que no le vendría nada bien a un “espectáculo” milenario y
secular que ha trascendido todas las circunstancias, ya que, venido de la
noche más oscura de los tiempos en cuanto a la formación que se entrelaza
a la forma en cómo el hombre ha superado diversos estadios de evolución, y
con todo, esas manifestaciones siguen tan ligadas a él respecto a los más
profundos valores de integración que ascendieron y transitaron a lo largo de
siglos y siglos de constitución humana. Y olvidándolo o no. Teniéndolo
presente o no, el ritual sigue allí, tan vigente que han llegado hasta nuestros
días, absolutamente modificado por diversas condiciones necesarias
impuestas por el hombre, pero que su carácter sigue el fondo, como una
especie de lámpara votiva que de pronto olvidamos que sigue encendida en
algún lugar del universo taurino. Es y tiene una esencia peculiar que
alimenta el principio elemental al que se debe este de nuevo mal llamado
“espectáculo”. Lamentablemente, y como ya lo apunte, calificarlo como
“sacrificio” es, y sería en estos momentos un auténtico sacrilegio a los ojos
de diversas sociedades que simplemente no aceptarían tal connotación o
etiqueta, puesto que atenta principios elementales de supervivencia animal,
pero se ignora, en consecuencia, la raíz primigenia de estos valores que de
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16 alguna manera han quedado expuestos en párrafos anteriores a estas
simples apreciaciones.
Un poco más al respecto de la transición a que fueron sometidos los
caballeros y la nobleza en su conjunto, hasta convertirse en esa condición
secundaria del espectáculo, lo tenemos a continuación.
Por un lado, durante el siglo XVI, criollos, plebeyos y gente del campo
enfrentaban o encaraban ciertas leyes que les impedían montar a caballo[3],
y por ende, poder ejecutar las suertes del toreo ecuestre que sí deben
haberlo hecho de modo rebelde y sobre todo en las haciendas; por otro, ya
en pleno siglo XVIII y durante sus comienzos, dejaron de correrse toros por
ejemplo en la fiesta de San Hipólito, (en lo que debo considerar cierta
pérdida de interés que se registró en la misma) el factor más representativo
de la dominación española sobre los indígenas, por lo que era deshonroso
para los nobles lidiar toros como fue su costumbre durante dos siglos. Los
que llegaron a ejecutar el repertorio de suertes tuvieron que hacerlo
ocultándose detrás de una máscara. Por eso, a muchos de los festejos que
todavía se daban durante la época del virrey Bernardo de Gálvez, uno de
ellos descrito por Manuel Quiroz y Campo Sagrado, autor de la obra: Pasajes
de la Diversión de la Corrida de Toros por menor dedicada al Exmo. Sor. Dn.
Bernardo de Gálvez, Virrey de toda la Nueva España, 1786, a la sazón, un
muy buen aficionado, comenta que se les llegó a conocer como “tapados y
preparados”. Pero el toreo a pie ya dominaba el panorama. Lo anterior, se
suma al universo de contrastes que comenzaron a surgir en tanto la nueva
casa reinante -los Borbones- sustituían a los Austrias. Esto ocurrió
exactamente en 1700. Es conocido el hecho de que Felipe V manifestó un
abierto desprecio a ciertas costumbres comunes en la España que despierta
en el siglo XVIII. Durante el reinado de Carlos III (esto entre 1767 y 1768),
se empezaron a tomar iniciativas en España para acabar con la fiesta brava.
El toreo fue víctima de aquel desaire y aunque los nobles se mantuvieron
erguidos montando briosos corceles y ejecutando lo mejor que hasta ese
momento era la tauromaquia de a caballo, se presentó el efecto de aquel
ambiente, por lo que para 1730 aproximadamente eran ya muy pocos los
caballeros que defendían una causa vigente desde siglos atrás, y una
multitud de plebeyos arribaban al escenario poniendo en funciones el toreo
de a pie, el cual partía de su expresión más primitiva pero que, al cabo de
los dos siglos inmediatos, dicho quehacer, como lo vemos hoy, alcanza ya lo
mejor de su expresión, luego de que durante varias generaciones este fue
motivo de constantes cambios y rutas que lograron ponerlo en el sitio que,
como ya se apuntó, ocupa esplendoroso hasta el día de hoy.
Como dice Juan Pedro Viqueira Albán en su libro ¿Relajados o reprimidos?
Diversiones públicas y vida social en la ciudad de México durante el Siglo de
las Luces:
Las corridas dejaron de realizarse exclusivamente para festejos
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17 políticos o religiosos y se organizaron temporadas que no tenían otro
objeto que recabar fondos para las cajas del Estado.
Esto es, que también el aspecto administrativo y de organización tomó
otro sentido, el cual durante algún tiempo no se pudo controlar, por lo que
de pronto los asentistas (o empresarios), quedaban sujetos a la especulación
de los precios.
Estos asentistas, para lograr atraer al público que poco interesado estaba,
comenzaron a añadir a sus espectáculos “multitud de pequeñas diversiones
que le hicieron perder por completo su carácter original de ejercicio de
caballería”. A esto, debe agregarse el hecho de que siendo la plaza de toros
del Volador la única en que se permitían corridas para celebrar la entrada de
los virreyes o por fiestas reales, aparecieron otros cosos en donde ese nuevo
tipo de manifestaciones poco a poco fue adquiriendo fuerza y presencia. Así,
surgieron plazas efímeras como: la Plaza Mayor, Chapultepec, la de Don
Toribio, San Diego, San Sebastián, Santa Isabel, Santiago Tlatelolco, San
Lucas, Tarasquillo, Lagunilla, Hornillo, San Antonio Abad y la Real Plaza de
toros de San Pablo, escenario este, de la mayor representatividad en aquella
época, que va de 1788 a 1864 con sus respectivos cortes, motivo de
incendios, suspensiones, desmantelamientos o por su mal estado.
El significado de que una casa como la de Borbón -francesa de formaciónsirva para crear una reacción de choque con el pueblo español, está en
entredicho. Felipe de Anjou plantea a Luis XIV su tío, que si bien es francés
de origen, reina un pueblo como el hispano con el que tendrá que adaptarse
a su circunstancia, afrancesándose las costumbres sí, pero sin que
desencadenara aquello en un disturbio de orden antinacional, por motivo de
sentido monárquico.
Con la diversión de los toros, España, que vive intensamente el
espectáculo sostenido por los estamentos, va a encontrar que estos no
tienen ya mayor posibilidad de seguir en escena, pues
el agotamiento que acusa el toreo barroco se vio, desde los primeros
años del siglo XVIII, acentuado por el desdén con que Felipe V, el
primer rey español de la dinastía francesa de los Borbones trató a la
fiesta de toros.
De tal suerte que lo mencionado aquí, no fue en deterioro de dicho
quehacer; más bien provocó otra consecuencia no contemplada: el retorno
del tumulto, esto es, cuando el pueblo se apodera de las condiciones del
terreno para experimentar en él y trascender así el ejercicio del dominio. Sin
embargo “José Alameda” (Carlos Fernández Valdemoro) dice que el carácter
que Felipe V tiene de enemigo con la fiesta es refutable. Refutable en la
medida en que
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18 La decadencia inevitable de la caballería y el cambio social con que la
clase burguesa va desplazando a la aristocrática bajarán pronto al
toreo del caballo.
Sobre esta transformación, Néstor
Luján ofrece factores testimoniales
de acentuado interés al tema.
Señala
como una de las causas
principales
el
cambio
de
manera de montar: pues se
pasó de la ágil “a la jineta” a la
lenta brida, con lo cual era
difícil quebrar rejones. Con
este sistema, es lógico que,
refrenados los caballos se
usase la vara de detener, que
es la de los picadores. Sea
como fuere, el caso es que las
fiestas de toros a caballo
empezaron a desaparecer. Con
la gran fiesta de 1725 (del 30
de julio de 1725), afirma
Moratín que se “acabó la raza
de los caballeros”. Y entonces,
como paralelamente a esta
desgana de los próceres por lo
español, se desarrollaba un
movimiento popular totalmente contrario, empiezan a tener éxito las
corridas de a pie.
Por su parte Alameda aduce que a Felipe de Anjou
se le achaca el haber puesto fin a las fiestas del toreo a la jineta por
despreciables,
contribuyendo
a
su
inmediata
liquidación.
Indudablemente esto último es cierto. Pero ahí se detienen sus
críticos, a quienes se les olvida o desdeñan el resto de la cuestión, su
contrapartida.
Justifica este autor una serie de razones como el amanecer ilustrado que
fue dándose en el curso de esa centuria, la más revolucionaria en el sentido
de la avanzada racional. Pero estamos en el tramo comprendido entre 1725
y 1730. Ha pasado ya un cuarto de siglo luego de la toma del poder
monárquico en España por parte del quinto Felipe.
La caballería se halla en quiebra. El toreo a la jineta es un muerto en
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19 pie, que sólo necesita un empujón para derrumbarse. Pero el toro, raíz
de la Fiesta, sigue ahí plantado en el plexo solar de España. Y frente a
él está el pueblo. Pueblo y toro van a hacer la fiesta nueva. No el
monarca(…).
Y ese pueblo comienza por estructurar el nuevo modo de torear matando
los toros de un modo prehistórico, con arpones y estoques de hoja ancha, y
torean al animal con capas y manteos o con sombreros de enormes alas,
que promovieron, al ser prohibidos, el grotesco y sangriento motín de
Esquilache.
Benjamín Flores Hernández acierta en plantear que
El arte taurómaco se revolucionó: la relación se había invertido y ya
no eran los de a pie los que servían a los jinetes sino estos a
aquellos[4].
Todavía llegó a más el monarca francés: apoyó por decreto de 18 de junio
de 1734 al torero Juan Miguel Rodríguez con pensión vitalicia de cien
ducados. Apoyó asimismo la construcción de una plaza de madera para el
toreo de a pie, cerca de la Puerta de Alcalá, que se inauguró el 22 de julio de
1743.
Y todo ello ¿con qué propósito?
(…) halagar al pueblo y mostrarle que está con él. No es permisible
que Felipe realizara aquellos actos por lo que llamamos afición a los
toros, por taurinismo, sino para ganarse su simpatía y su apoyo. Ello
parece obvio.
Todo esto fue causando desórdenes mayores y la arena se convertía en
auténtica congregación no solo de público. Se podían ver limosneros,
aguadores, vendedores de frutas, dulces y pasteles, por lo que la autoridad
tuvo que poner fin a los desmanes promulgando bandos como los que
aplicaron en 1769, 1787 y 1794 respectivamente.
Llegó momento en que las corridas, o remedo de estas solo cumplían la
lógica de la ganancia y el consumo, lo cual se tradujo en protesta popular, a
fines del siglo XVIII.
¿Qué trajo consigo todo esto?
En opinión de los ministros de las cajas reales, era necesaria ya una plaza
fija, capaz de servir y funcionar en cuanta corrida se organizara. Dicha
realidad se daría hasta 1815, año en el que la plaza de San Pablo adquirió el
carácter correspondiente para cubrir con aquellas nuevas necesidades.
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20 Hipólito Villarroel en su
libro Enfermedades políticas
que padece la capital de
esta Nueva España… ya
manifiesta, como lo hicieron
algunos funcionarios, que
las
fiestas
de
toros
ocasionaban que oficinas de
gobierno
dejaban
de
trabajar en los días de
corridas; el gasto familiar
se veía mermado por las
fuertes cantidades que se
gastaban en el espectáculo;
que los subalternos exigían
todo a sus patrones, que
les costearan la entrada a
la plaza, amenazándoles con dejar el trabajo si no satisfacían sus deseos.
Antes de entrar en materia puramente política, para establecer el
panorama que vive España durante el XVIII, conoceremos una visión
general del papel que Felipe V, Fernando VI y Carlos III juegan a favor o en
contra del toreo. Luego con un planteamiento de Jovellanos veremos como
su fuerza influye en los valores populares.
Anota Fernando Claramount que a partir de mediados del siglo XVIII
ocurre
el triunfo de la corriente popular que partiendo del vacío de la época
de los últimos Austrias, crea el marchamo de la España costumbrista:
los toros en primer lugar y, en torno, el flamenquismo, la gitanería y el
majismo[5].
Abundando: “gitanería”, “majismo”, “taurinismo”, “flamenquismo” son
desde el siglo que nos congrega terribles lacras de la sociedad española para
ciertos críticos.
Para otras mentalidades son expresión genuina de vitalidad, de garbo
y personalidad propia, con valores culturales específicos de muy honda
raigambre.
Al ser revisada la obra mejor conocida como “Década epistolar sobre el
estado de las letras en Francia” de Francisco María de Silva, se da en ella
algo que entraña la condición de la vida popular española. Se aprecia en tal
retrato la sintomática respuesta que el pueblo fue dando a un aspecto de
“corrupción”, de “arrogancia” que ponen a funcionar un plebeyismo en
potencia. Ello puede entenderse como aquella forma que presenta escalas en
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21 una España que en otros tiempos “tenía mayor dignidad” por lo cual su
arrogancia devino en guapeza, y esta en majismo, respuestas en no querer
perder carácter hegemónico del poderío de hazañas y alcances pasados
(v.gr. el descubrimiento y conquista de América).
Tal majismo se hace compatible con el plebeyismo y se proyecta hacia la
sociedad de abajo a arriba. Lo veremos a continuación. Luján vuelve a
hacernos el “quite” y dice:
(…) coexiste en tanto un movimiento popular de reacción y casticismo;
el pueblo se apega hondamente a sus propios atavíos, que en el siglo
XVIII adquirieron en cada región su peculiar característica.
Y hay cita de cada una de esas “características”. Sin embargo
Todo se va afrancesando cuando el siglo crece. “Nuestros niños aun
sabían catecismo y ya hablaban el francés”, escribe el P. Vélez.
Vienen afeites del extranjero: agua de “lavanda”, agua “champarell”,
agua de cerezas. Y, en medio de todo esto, la suciedad más
frenética: cuando se escribió que era bueno lavarse diariamente las
manos, la perplejidad fue total. Y cuando se dijo que igualmente se
debía hacer con la cara, se consideró como una extravagancia de
muy mal gusto, según los cronistas de entonces.
El propósito de todo esto es que teniendo las bases suficientes de cuanto
ocurría en España, esta a su vez, proyectaba a la Nueva España caracteres
con una diferencia establecida por los tiempos de navegación y luego por los
del asentamiento que tardaban en aposentar las novedades ya presentadas
en España. De 30 a 40 días tomaban los recorridos que por supuesto
tocaban varios puntos donde se daban relevos entre las naves. Creemos que
todas ellas (las novedades), por supuesto se atenuaron gracias al carácter
americano, y estos comportamientos sociales fueron dando con el paso del
tiempo con fenómenos como el criollismo, que irrumpe lleno de madurez en
la segunda mitad del siglo XVII. Por lo tanto, queremos embarcarnos de
España con el conjunto todo de información y llegar a costas americanas
para esparcir ese condimento y observar junto con la historia los síntomas
registrados en lo social y en lo taurino que es lo que al fin y al cabo interesa.
No queda la menor duda de que estamos frente a un símbolo totémico,
ligado a los diversos ciclos agrícolas, a los que se unió, con el paso de los
siglos toda una estructura de carácter –ahora sí-, eminentemente religiosa
que sometió e incorporó a su calendario para celebrar en diversas épocas del
año –excepto periodos tan restringidos como la cuaresma-, diversas
representaciones de carácter taurino, que, de su esencia totémica ha pasado
a la de un desarrollo técnico y estético plenamente depurado con el paso de
los siglos, hasta desembocar en lo que actualmente –albores de este siglo
XXI-, podemos apreciar como summa y consecuencia de todo ese andar.
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22 Pero el ritual es un elemento original y no consubstancial al espectáculo. De
él y a él se debe su permanencia. A pesar de haber quedado oculto por las
renovadas vestimentas que se le han ido dando a este ejercicio técnico y
estético, desde el momento en que el hombre comprendió que el
enfrentamiento con el toro también significaba otra serie de elementos
dueños de tal complejidad que solo se pueden resolver con la arriesgada
manera en que este ser racional es capaz de superar enfrentando al toro, ya
desde el caballo, ya a pie, empleando para ello diversos métodos de
expresión que siguen evolucionando satisfactoriamente. Esto, a pesar de que
el mencionado “espectáculo” es, en sí mismo tan anacrónico como sus
propios orígenes, pero son esos propios orígenes los que le dan esencia y
peso de razón, haciéndolo pervivir en sociedades de consumo como la
nuestra, que aunque se desentiende de esos valores, estos son tan
poderosos que mueven la maquinaria y la infraestructura del toreo,
llevándose a cabo, domingo a domingo un festejo más, sea en España, sea
en México o en todo aquel lugar donde la cultura, desde su más remotos
fundamentos sigue profundamente viva, tal y como se ha podido sondear en
toda esta exposición, gracias a los elementos proporcionados por el
antropólogo Julián Pitt-Rivers, que concluye apuntando
Pero el héroe siempre es un violador de tabús. Y precisamente en
eso coincide con las divinidades, que, por su parte, los ignoran por
completo. Al término de la corrida, el héroe se halla dispuesto a
cometer el acto contra natura, cuya mera idea espanta al resto de
los hombres. De este modo, da muestras de su valentía superior, no
sólo ante las astas, sino también ante el peligro sobrenatural.
He aquí el sentido del rito: a través de la representación de un
intercambio de sexo entre el torero y el toro y la inmolación de este
último, que transmite su capacidad de engendrar al vencedor, se
efectúa un trasvase entre la Humanidad y la Naturaleza: los
hombres sacrifican el toro y reciben a cambio la capacidad sexual de
aquel. Emblema de la masculinidad bestial, que es la fuente de la
virtud del macho entre los andaluces –manso quiere decir castrado,
pero también falto de valor, domado, despreciable-, el toro da su
vida para que los hombres puedan recuperar las fuerzas de la
naturaleza que ha perdido en su condición de civilizados. Orgullosos
de su civilización, que les ha separado de la naturaleza, y los ha
distinguido de los animales, pero al mismo tiempo, desposeídos de
su masculinidad, cosa natural, por esta misma civilización, conciben
la Naturaleza al revés que los animales: el acto contra natura para
los humanos es natural para las bestias, que copulan precisamente
en el momento de las reglas. Al diferenciarse del reino animal por
este tabú, la Humanidad afirma su superioridad, pero también se
arriesga a perder lo que posee, a pesar de todo, gracias a la
Naturaleza: la fertilidad. (…) La conexión con la naturaleza se ha
renovado.
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23 También se ha renovado en otro sentido: se sabe que los ritmos de
la exaltación erótica de la mujer están más cerca de la naturaleza de
lo que quisiéramos admitir. Pero esta periodicidad, manifestada en
los sueños está trastocada por las exigencias de la cultura que hace
a las mujeres intocables precisamente e el momento en que su
cuerpo está más dispuesto. La violación simbólica del tabú devuelve
a ambos sexos sus derechos naturales: liberados de las trabas
culturales con el acto del héroe tránsfuga, que se alía a la
Naturaleza, los hombres vuelven a ser verdaderos hombres, y al no
tener ya miedo de las mujeres, éstas se transforman en auténticas
hembras, capaces por fin de firmar la paz en la guerra de los sexos,
en la que han sido despreciadas porque su poder procreador es
envidiado por los hombres y vejadas porque su sexualidad da
miedo.
Para mostrar todo este último planteamiento tuve que alterar algunas de
las ideas ya desplegadas por Pitt-Rivers, no para afectar el texto en cuanto
tal, sino para llevar un ritmo y un paso lógico con el cual pudiera entenderse
el curso de la lidia por tercios, apelando al orden que las normas, las
costumbres y el tiempo han establecido y así tener un mejor escenario,
respecto a las formas actuales que, como se ve, perviven luego del paso
milenario y secular que tiene de suyo, el espectáculo taurino, y que como
tal, no es ni debe ser considerado un “espectáculo”. En todo caso, es un
sacrificio con una serie de articulaciones perfectamente eslabonadas. Es
decir, un engranaje perfecto.
© José Francisco Coello-Ugalde
►Los escritos de José Francisco Coello Ugalde pueden consultarse en su blogs
“Aportaciones histórico-taurinas mexicana”, en la dirección electrónica:
http://ahtm.wordpress.com
[1] Julián Pitt-Rivers: “El sacrificio del toro” Revista de Occidente. “TOROS:
ORIGEN, CULTO, FIESTA”, Nº 36, mayo de 1984. (p. 27-47).
[2] Estas notas las escribí en febrero de 2003. Como se podrá observar, con 10
años de diferencia, el panorama, los síntomas, prevalecen. De ahí que el tema no
pierda actualidad, sobre todo en estos tiempos que corren, por lo que el presente
trabajo da elementos para justificar, una vez más, la presencia de este importante
legado que, como un caldo de cultivo, se fue integrando no sólo como expresión,
sino como forma de manifestación cultural en diversas naciones, tanto del oriente
como del occidente.
[3] Fue así como el Rey instruyó a la Primera Audiencia, el 24 de diciembre de
1528, para que no vendieran o entregaran a los indios, caballos ni yeguas, por el
inconveniente que de ello podría suceder en “hazerse los indios diestros de andar a
caballo, so pena de muerte y perdimiento de bienes… así mesmo provereis, que no
haya mulas, porque todos tengan caballos…”. Esta misma orden fue reiterada por la
Reina doña Juana a la Segunda Audiencia, en Cédula del 12 de julio de 1530. De
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24 hecho, las disposiciones tuvieron excepción con los indígenas principales.
[4] Benjamín Flores Hernández: La ciudad y la fiesta. Los primeros tres siglos
y medio de tauromaquia en México, 1526-1867. México, Instituto Nacional de
Antropología e Historia, 1976. 146 pp. (Colección Regiones de México)., p. 31.
[5] Fernando Claramount: Historia ilustrada de la tauromaquia. Madrid,
Espasa-Calpe, S.A., 1988. (La Tauromaquia, 16-17) 2 v., T. I., p.156.
Julian Pitt-Rivers (Londres, 1919 - Fons par Figeac,
2001)
fue
el
iniciador
de
las
investigaciones
antropológicas modernas en España. Formado en la
Universidad de Oxford, orientó desde sus comienzo sus
trabajos de campo en el Sur de Europa. Interesado por
el anarquismo andaluz y tras una visita en Sevilla al
profesor Ramón Carande, eligió como lugar para sus
trabajos la localidad de Grazalema, en la Sierra de
Cádiz; de esos estudios surgió su tesis doctoral. Durante
su estancia allí, cultivó la amistad con intelectuales como
Julio Caro Baroja y Gerald H. Foster, con quienes
mantuvo una estrecha relación.
Su libro “The People of the Sierra” salió publicado en 1954 (Londres,
Weidenfeld and Nicholson) y está dedicado precisamente a Julio Caro Baroja.
Traducido bajo el título “Los hombres de la sierra” (Grijalbo, 1971,
posteriormente se editó con el título “Grazalema, un pueblo de la sierra”,
(Alianza, 1989). Se le ha considerado como un modelo de monografía
antropológica en muchas universidades, pero también representa el inicio de
la antropología moderna en España.
Su trayectoria académica le llevó con posterioridad a la Universidad de
California, Berkeley, y después al Departamento de Antropología de la
Universidad de Chicago. Regresó a Europa en 1964 y fue nombrado director
de estudios en la ESHE en París.
Pero durante todo este periplo mantuvo un continuado contacto con España.
Y así junto a su estudio sobre Grazalema , elaboró otros trabajos sobre el
anarquismo, las fiestas, la identidad local, la corridas de toros y los
innumerables rituales taurinos de los pueblos de España.
Fue autor entre otros trabajos de un informe para el Parlamento Europeo
sobre los toros, entregado en 1993, en el que entre otros extremos afirma:
“la corrida de toros no es un combate (aunque es una clase de duelo de
valor); no es ningún deporte competitivo (aquí no hay competencia); no es
un juego […]. No es un espectáculo, ni tampoco una pieza teatral (aunque
una corrida sea espectacular, o terriblemente dramática), pues no
representa la realidad, sino que es la realidad misma. Los que mueren en el
ruedo no regresan a los cinco minutos, sonriendo, para reaparecer en
escena después de bajar el telón”
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