Yad Al-Yauzä

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Yad Al-Yauzä
Al Fraghani
Yad Al-Yauzä
La exposición del científico había finalizado hacía unos minutos, un corrillo de
curiosos continuaba debatiendo acaloradamente con el propio Albert mientras que este
terminaba de guardar sus notas en el maletín de piel que le sostenía uno de sus becarios.
Ninguno de sus colegas planteaba puntos de vista contrarios a lo expuesto por el físico; el
premio Nobel que le fue concedido hacía veinte años por sus trabajos en el diseño de
instrumentos ópticos de medición, el primero a un Estadounidense, hacía que su presencia
les amilanase; aunque no impedía que se les soltase la lengua.
Albert, un poco cansado del debate aburrido y adulador se disculpó ante sus colegas y
salió al exterior del auditorio a fumar un cigarrillo. A cubierto en el hall de entrada al edifico
buscó su pitillera en los bolsillos de su americana y salió al soportal. La noche en Illinois era
gélida y clara, la hiedra que tapizaba la fachada de la entrada a la universidad le resguardaba
del viento, amparándose un poco más en su protección encendió su mechero Park Sherman,
y prendió el cigarrillo que acababa de colocarse en los labios, la primera y densa bocanada
de humo que exhaló se difuminó en el momento en que se apartó un par de palmos de su
boca, había que tener muchas ganas de fumar para salir a la calle en pleno mes de febrero, el
frío y la humedad calaban rápidamente los gruesos abrigos de paño, apagó el mechero y
jugueteó con él pasando sus dedos por la inscripción que tenía en la tapa mientras daba una
nueva calada al pitillo.
A su espalda una voz femenina lo apartó de sus pensamientos.
—Profesor Michelson buenas noches, ¿me permite un segundo?
—Buenas noches. —El profesor contestó automáticamente y guardó el mechero en el
bolsillo de su abrigo, dejando de mirar a la zona residencial de la universidad para centrar su
atención en la mujer que acababa de sacarlo de sus pensamientos. Era una mujer
sensiblemente más joven que él, impecablemente vestida con una estrecha falda de tweed
gris y un ajustado jersey de lana blanco que ceñía su busto, junto al profesor se colocó la
gabardina beige que llevaba en la mano y se ajustó el cinturón. Con su mano sacó su larga
melena negra de debajo del cuello de la gabardina y la dejó caer sobre sus hombros, el color
de su cabello hacía que sus ojos pareciesen incluso más negros aún, sus mejillas aparecían
ruborizadas y se mostraba algo nerviosa.
—Discúlpeme, pero es que creo que ha cometido un error en su exposición.
Albert Abraham Michelson no estaba acostumbrado a que le rectificasen, y menos de ese
modo tan directo. Apagó el cigarrillo en uno de los maceteros que franqueaban la puerta y
meyió la colilla en un pequeño bolsito de cuero gris que guardaba en su chaqueta.
—Me sirven para tratar las plagas de mis plantas —aclaró el profesor ante la mirada
extrañada de la mujer—. ¿Dice que me he equivocado?, pasemos al interior y me explica en
qué cree que lo he hecho.
—Espere, ¿me puede indicar cuál es la estrella de la que ha estado hablando? —La mujer
se interpuso en el camino del profesor, él se giró y bajó un par de escalones para tener mejor
perspectiva del cielo que los cubría.
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—Mire usted en aquella dirección, señorita…
—Fátima, mi nombre es Fátima Flinders, disculpe que no me haya presentado, pero es
que me da mucha vergüenza hacer lo que estoy haciendo.
—¿Sacar a un viejo de un error? ¿Qué vergüenza puede haber en ello? —El físico
esperaba curioso a que Fátima le aclarase lo erróneo de su charla—. ¿Es usted alumna de
esta universidad?
—¡No que va!, hace años que dejé los estudios, soy profesora de traducción e
interpretación en el departamento de idiomas.
—¿Y qué tiene que ver eso con la física moderna?
—Nada, su error no se encuentra en la exposición, de lo poco que he entendido nada me
ha parecido incorrecto. —Fátima bajó los escalones y se colocó junto al profesor, que sacó
de nuevo su pitillera y encendió otro cigarrillo—. ¿Me puede indicar cuál es la estrella que
dice que ha medido?
El profesor se ajustó los lentes sobre la nariz y se giró a la izquierda levemente,
levantó la mano derecha y señaló casi sobre su cabeza.
—Aquella que brilla con más fuerza, aquella es Betelgeuse, el hombro de Jauza, ¿la ve
usted?
—Ese es su error. —La mujer mirando en la dirección que le estaba indicando el profesor
dejó caer estas palabras, aún sin haber llegado a descubrir esa estrella que parecía brillar más
que el resto.
—¿Insinúa que no es Betelgeuse?
—No sé si lo es o no, yo solo se localizar la estrella polar, y para ello tengo que mirar
desde la ventana del salón de mi apartamento.
—Pues aclárese señorita, ¿es Betelgeuse, o no?
—Si usted dice que lo es, lo será. Lo que a buen seguro no es, es “el hombro de Yauzä”,
estaban hablando el mismo idioma, pero el Yauzä de la mujer sonó distinto al Jauza del
profesor.
—¿Solo una pronunciación distinta? —El profesor, intentó salir de su error de
pronunciación intentando amoldar sus palabras a las recién dichas por la mujer.
—Yauzzzä… ¿mejor?
—No es ese el error. La traducción correcta sería “la mano de Yauzä”. —El profesor,
sorprendido por la explicación de Fátima soltó una carcajada—. Sé que puede parecer
estúpido, pero no quiero que el premio Nobel de nuestra universidad vaya llamando a las
cosas por un nombre que no es el correcto.
—Se lo agradezco, ¿pasamos al interior?
—Espere, que yo aún no sé cuál es Yad Al-Yauzä.
—Yad Al-Yauzä, ¡qué bien suena dicho así!, acérquese, ¿me permite? —Tomándola por
el antebrazo acercó su cabeza a su hombro y volvió a indicarle en la misma dirección que
minutos antes—. ¿Ve usted cómo su color es levemente distinto?, algo más rojizo.
—Ahora sí creo que la veo, pero lo que no he llegado a comprender es cómo ha podido
usted saber la medida de esa estrella. ¿En serio qué es tan grande? —Una vez encontrada la
estrella, la mujer se retiró del profesor dejando un fuerte aroma a Jazmín alrededor, que se
vio inmediatamente dispersado por el viento.
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—Profesora, la semana que viene la universidad ha organizado un viaje al observatorio
del monte Wilson, en California, ¿le apetecería venir?
—¿A California?, ¿a qué?
—Vamos a mostrar a otros científicos el funcionamiento del interferómetro, —una ráfaga
de viento algo más fuerte descolocó el pelo del profesor y se lo dejó de una forma cómica
sobre la cara— entremos que está empezando a hacer frío. —Con disimulo se giró y colocó
como pudo el cabello sobre su calva de nuevo y se dirigió al interior.
—¿Interferómetro? —Fátima obviando lo que acababa de observar continuó preguntando
al profesor a cerca de ese extraño término que escuchó por segunda vez esa noche, lo que
hizo que pensase que eso de observar estrellas no estaba hecho para ella—. No creo que me
entere de nada en ese observatorio.
—Hagamos un trato —el profesor, atraído por algo que no podía describir deseaba que
Fátima lo acompañase a California; sabía que no era nada sexual, los separaban no menos de
treinta años, quizás cuarenta, y él hacía ya tiempo que no andaba en estas cosas,
probablemente fuera la forma en que lo asaltó llevándole la contraria, o las ganas de explicar
a alguien lego en la materia, o quizás sea ese aroma a Jazmín que se le metía hasta la
médula—, usted me acompaña al observatorio, y yo le explico el funcionamiento del
interferómetro de modo que lo pueda entender. —Ahora sabía lo que le llamaba la atención,
era la única mujer en su presentación.
—La invitaría a tomar una copa, pero no creo que quiera usted acompañarme a un
“sepeakeasy”.
—¿Una copa? Solo si me explica el método de medición ese. —Una sonrisa de Fátima
iluminó la cara del profesor, que deseaba estar rodeado por personas que nada tuvieran que
ver con su círculo habitual; aunque al final la conversación versase sobre su trabajo—.
Espere aquí, voy a recoger mi coche. —Apagó el cigarrillo y lo guardó junto al anterior,
como un niño ante un juguete nuevo, el profesor que ya contaba setenta y seis años se veía
ilusionado ante la posibilidad de generar en una mujer algún tipo de atracción, se levantó la
solapa del abrigo y ocultó el cuello entre los hombros.
Fátima sacó de su bolso un pequeño espejo circular y se retocó el cabello, revolvió algo
más en el interior hasta que encontró la barra de pintalabios con la que se repasó suavemente
el labio inferior; siempre que estaba nerviosa acababa por mordérselo.
Un grupo de profesores que abandonaba las instalaciones pasó por delante de ella, uno de
los hombres la reconoció de la charla y le preguntó directamente.
—Buenas noches señorita, ¿ha visto usted por aquí al profesor Michelson?
—Creo que ha salido a por su coche. —No creyó conveniente decirle que lo estaba
esperando.
—Id Saliendo, esperaré aquí a nuestro colega, nos vemos en “The Arts”
—Caballero, ¿si quiere yo le digo donde están ustedes?, tengo que esperar a una
compañera que aún no ha salido. —Fue la mejor excusa que se le ocurrió para deshacerse de
los colegas de Michelson.
El hombre, que no había visto a ninguna otra mujer en el interior, intuyó que su colega no
los acompañaría esa noche.
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—¿Le importaría darle su sombrero?, se lo dejó dentro. —Tendiendo la mano recogió el
sombrero de pana marrón que le estaba entregando—. Vamos chicos, esta joven le dirá al
viejo Albert donde estamos. —Una sonrisa que Fátima no pudo ver y un guiño lanzado al
grupo por este hombre hizo que todos los profesores que abandonaban la universidad en
dirección al aparcamiento lo hicieran entre risas y bromas, casi cuando desaparecían al final
de la calle se cruzaron con Michelson.
—Te esperamos en “The Arts”, —le dijeron varios de ellos en tono sarcástico. Al volante
de su ABC color rojo, el profesor se despidió de ellos con un gesto de la mano.
Fátima le esperaba al borde de la carretera, él desde el interior del automóvil le abrió la
puerta, hacía años que había dejado de ser caballeroso con las mujeres, más que nada por
falta de práctica.
—¿Vamos a “The Arts”?, —era el único local que el profesor conocía en la ciudad.
—¿Conoce usted el barrio de Andersonville, al norte?
—Creo que sabré llegar.
—Bajo mi apartamento hay una farmacia en la que puede que nos den algún
“medicamento” a esta hora. —Fátima terminó de cerrar la puerta del coche—. Profesor, he
decidido que no iré a esa excursión de físicos, no creo que sea mi lugar.
El profesor, visiblemente contrariado, replicó.
—Entonces no le podré explicar el método de medición.
—Seguro que usted será capaz de encontrar otra forma de hacerlo.
En su cabeza, el profesor estaba buscando como explicar el funcionamiento de su
sistema, pasaron más de quince minutos en los que ninguno de los dos pronunció palabra
alguna.
—¿Fátima… curioso nombre el suyo? —El profesor rompió el silencio cuando encontró
la manera en que le podría explicar su sistema de medición.
—Lo heredé de mi madre, ella era Egipcia, de Menfis, allí es donde me enseñó los viejos
libros de estrellas que guardaba de mi abuelo. Nunca conseguí orientarme mirando al cielo,
pero me encantaban sus historias, sus nombres, sus procedencias. Mi padre era profesor de
arte antiguo en esta universidad, participaba en una expedición a Egipto y mi abuelo fue su
intérprete, así es como conoció a mi madre.
El reflejo de los faros de un coche que llevaba un rato detrás de ellos y que los acababa de
adelantar hizo que el profesor se decidiese a explicar a Fátima su sistema de medición.
—Fátima, ¿ve usted este coche?
—Sí.
—Hace unos minutos se encontraba a más de quinientos metros detrás de nosotros.
—Tendrán prisa. —Fátima no tenía ni idea de lo que intentaba decir el profesor.
—Si mi coche tuviese espejos en los laterales, como los modelos que se fabrican ahora,
habríamos visto su imagen por ellos, tan solo tendríamos que ir moviendo los espejos hasta
que ambas imágenes coincidieran en un punto central. Ahora solo quedaría medir el ángulo
que conforman ambos espejos para saber la distancia a la que se encontraba, es simple
trigonometría.
—Pero usted dice que ha medido las dimensiones, no la distancia. —Fátima no acababa
de comprender el sistema ese que parecía tan simple para el profesor. Ya casi habían llegado
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a su destino—. Gire en esta calle a la derecha, es allí al fondo. —El barrio era una zona de
inmigrantes del norte de Europa, muchas de las casas estaban construidas con ese estilo del
viejo continente, madera en vivos colores con pequeños comercios en su parte baja.
Abundaban las tiendas de productos artesanales y los puntos de venta de salazones y
conservas. El nombre de Andersonville procedía de uno de los primeros escandinavos en
asentarse en esa zona de la ciudad hace casi cincuenta años, Noor Andersson.
—La luz que proviene de las estrellas tiene unas partes del espectro ausentes. —Continuó
el profesor, que seguía aferrado a la idea de hacer comprender a la mujer la simpleza de su
procedimiento de medición.
—¿Espectro ausente? Deberá intentar ser un poco más claro. —Albert tendría que buscar
algo menos complicado para hacer entender a Fátima sus explicaciones.
—Fátima, ¿se ha fijado usted en el arcoíris?
—Vamos mejor, por ahora le estoy entendiendo; aunque mi sobrino de cinco años
también lo haría. Aparque por aquí, la farmacia es aquella, y aquella ventana es la de mi
apartamento.
Al final de la calle North Clark se encontraba una farmacia con un inusual tránsito pese a
encontrarse cerrada, en un pequeño callejón a su derecha había una barbería con un rótulo
luminoso giratorio averiado, se encontraba encendido pero no daba vueltas; Albert vio la
forma definitiva para que Fátima entendiese su procedimiento de medición. Salieron del
coche y el profesor se encaminó al callejón.
—Profesor es allí al fondo.
—¿Tiene usted un espejo? —Albert ya no escuchaba a la mujer, ya no pensaba en
tomarse una copa en un local clandestino, tan solo una idea circulaba por su mente, hacer un
interferómetro portátil.
—Sí, aquí tengo uno. —Fátima tomó el pequeño espejo de su bolso y fue detrás del
profesor hasta que se lo entregó.
—Espéreme aquí. —El físico volvió al coche y arrancó el espejo retrovisor interior,
volviendo enseguida junto a Fátima—. Sujételos un momento. —Rebuscó de nuevo en los
bolsillos de su chaqueta y volvió a sacar un cigarrillo de su pitillera—. ¿Ve usted ese
luminoso? —Preguntó el profesor señalando en dirección al callejón.
—¿El de la barbería de Frankie?
—Pues nos va a venir perfecto. —El profesor ya no pensaba en la mujer, ni en sus
compañeros, ni en el frío; tan solo pensaba en ciencia, en física, en matemáticas… Fátima, a
la que no importaba en exceso el sistema de medición no tuvo más remedio que seguir las
explicaciones del profesor. Ella solo albergaba una duda, ¿Cómo haría para llevar al
profesor a su apartamento?
—Fátima, escúcheme con atención. El arcoíris es solo la longitud de luz visible a
nuestros ojos, pero en la luz hay muchos más colores que no percibimos. Mire usted al
rótulo. —El físico dio una larga calada a su cigarrillo y expulsó el humo despacio a escasos
centímetros de la cara de la mujer—. ¿Qué ha visto?
—Solo el humo, y por momentos algo del rótulo —dijo Fátima, a la que el humo recibido
de forma inesperada le hizo cerrar los ojos instintivamente.
—Pues algo parecido a esto es lo que ocurre con las líneas de Fraunhoffer.
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—¿Las líneas de quién? —Cada vez se encontraba más perdida, menos mal que no iba a
ir a la expedición al monte Wilson, habría sido una vergüenza.
—De Fraunhoffer, son unas líneas oscuras que aparecen en el espectro luminoso, siempre
lo hacen en el mismo lugar cuando se mira a la misma estrella, incluso aparecen cuando
miramos a nuestro sol, con ellas podemos saber que gases atraviesa la luz que llega a
nosotros, ya que cada gas capta solo un tramo del espectro. Por eso siempre que
proyectemos la luz del sol nos aparecerán las mismas líneas negras en los mismos lugares.
—¿Solo con unas sombras saben de que están hechas las estrellas?
—Y lo que es mejor, también sabemos lo que miden. Siéntese aquí. —Tomó de la mano a
Fátima y la ayudó a sentarse de espaldas a la barbería en un cajón de madera que se
encontraba a la puerta de una frutería, él se quedó en la acera. La falda entubada dificultaba
que la mujer se pudiese sentar, por lo que no tuvo más remedio que levantársela casi un
palmo por encima de las rodillas y abrirse la gabardina.
—Mucho mejor así. —Dijo el profesor, que separó las piernas de la mujer y se colocó
entre ellas, inconsciente de lo que estaba haciendo. Ese era el plan de Fátima, conseguir
tenerlo entre sus piernas; pero no de ese modo. —Cierre un ojo. —Fátima cerró el ojo
derecho curiosa por saber lo que estaba haciendo el profesor.
—Deme los espejos. —Michelson tomó de las manos de la mujer ambos espejos y los
colocó a escasos veinte centímetros de su ojo izquierdo. —Mire al espejo de mi mano
izquierda y cuando vea el rotulo de la barbería me avisa. —Poco a poco fue moviendo el
espejo del coche hasta que por fin la mujer dijo:
—¡Ahora!
—Bien, ahora mire al otro espejo sin mover la cabeza. —El profesor repitió la operación
hasta que consiguió el mismo resultado.
—¡Ya lo veo! —Fátima comenzó a morderse el labio inferior, el contacto con el hombre
arrodillado entre sus piernas la estaba haciendo ruborizar de nuevo.
—Puesto que usted no podría mirar a los dos espejos a la vez tendremos que cambiar de
posición. —El profesor continuaba a lo suyo, ignorando la oportunidad que se le estaba
presentando a escasos centímetros, el solo pensaba en distancias de miles de millones de
kilómetros. —Bueno, pues ahora viene la parte más difícil, —tomó el espejo retrovisor de su
coche y lo partió en dos—, levántese y sujete esto. —Le entregó el trozo de espejo más
grande y la hizo cambiar de postura, esta vez la colocó de espaldas a él y de frente a la
barbería—. Siéntese de nuevo y sujete el espejo con las dos manos, extienda los brazos al
máximo. —Se colocó tras ella pasando sus dos brazos por debajo de los de Fátima. —Estire
sus brazos más y de la vuelta a su espejo, el suyo debe mirar hacia nosotros. —El profesor
acopló su cabeza sobre el hombro de Fátima y también estiró sus brazos al máximo, hasta
que cada una de sus manos quedó a un palmo del espejo que sostenía la mujer, ella observó
en el espejo que sostenía el rostro del físico, era bastante atractivo. El profesor, para que no
le temblara el pulso respiró profundamente, lo que hizo que el olor a jazmín fuese mucho
más intenso de lo que lo había sido en toda la noche, incluso percibió otros aromas de mujer
olvidados hacía años. Las manos le temblaron levemente y un escalofrío le recorrió la nuca.
—Mire fijamente a su espejo y dígame cuando ve el rotulo, —repitió la operación que
había hecho antes con la mujer, aunque por la posición le resultó algo más difícil, o quizá
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fuese porque estaba disfrutando con sensaciones arrinconadas en su memoria desde hacía
mucho tiempo. Pasados unos minutos ya se podía ver en el espejo que sostenía Fátima una
imagen borrosa del luminoso, —ahora tan solo nos queda ir moviendo uno de los espejos
hasta que las líneas roja, azul y blanca, coincidan de forma clara y nítida.
—¡Ya! La mujer soltó el espejo y dejó aprisionados los brazos del profesor bajo los
suyos.
—¡Señorita! —En un acto reflejo se separó de Fátima y dio un salto hacia atrás
apartándose bruscamente de ella, lo que hizo que la caja en la que estaba sentada Fátima se
volcase hacia delante y que la mujer cayese al suelo, el profesor avergonzado por su
reacción la tomó rápidamente de la mano para ayudarla a levantarse, al ir a tirar de ella, la
falda que ya había llegado al límite de tensión acabó por rasgarse de abajo a arriba. Fátima
se cubrió instintivamente con la gabardina—. Disculpe, lo lamento, soy un viejo torpe…
—No se preocupe, tan solo es una falda. —Terminó de levantarse y se sacudió, intentó
llevar lo que le quedaba de falda a su sitio; pero fue imposible. El profesor había recibido la
caída con más fuerza que ella, Fátima había caído de un cajón de madera hasta el suelo,
Michelson había caído desde una estrella muy lejana y había acabado entre las piernas de
una mujer. No podía apartar la imagen de su pensamiento, esas piernas tersas cubiertas por
unas medias de cristal «¿cómo sería su tacto?». Empezó a balbucear y tartamudear como si
fuese un quinceañero en su primera cita. Fátima notó el cambio de actitud del profesor y
supo que ahora ella tenía el mando de la situación.
—Tendré que ir a cambiarme, ¿me ayuda?
—¿Qué le ayude a cambiarse? —Y pese a haber caído hace un rato, continuaba dándose
golpes.
—Que me ayude a llegar a casa, no creo que pueda andar así. Fátima intentó dar unos
pasos, pero el tacón de su zapato derecho se había partido en la caída.
—Apóyese en mi brazo. —El profesor ayudaba a caminar a Fátima, ella lo estaba
ayudando a volver a vivir. Llegaron a la entrada del apartamento y la mujer buscó las llaves
en su bolso. Pasaron al interior y encendió la luz, el pequeño apartamento tenía una ventana
desde la que se veía el callejón en el que habían tenido el accidente. En las paredes había
colgados un par de cuadros con motivos marineros, sobre una pequeña mesita de caoba en la
que Fátima dejó las llaves había tres fotos. Una de un camello con una pirámide en ruinas al
fondo, otra de un bereber ataviado con un turbante enorme, y una más de una pareja formada
por una mujer con una belleza similar a la de Fátima vestida con una túnica oscura y un
occidental con turbante; el profesor se quedó mirando esta fotografía.
—Son mis padres —dijo Fátima.
—¿Y este es su marido? —Sabía que no lo era, sospechaba que no lo era… esperaba que
no lo fuese; a no ser que estuviese casada con un viejo como él.
—No, este es mi abuelo, yo soy soltera, eso es lo que me hizo acercarme a usted.
—¿Se quiere casar conmigo? —Era lo único que se le ocurrió que podría buscar una
mujer soltera; un marido.
—No creo que me haya entendido, yo lo que quiero es un hijo, y no creo que pueda
encontrar mejor candidato a padre que un premio Nóbel discreto y prudente. —Ahora era el
profesor el que estaba ruborizado, jamás en toda su vida una mujer se le había insinuado de
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aquella manera, bueno, más bien que insinuarse se le había tirado al cuello, y lo tenía bien
agarrado. No sabía como salir de tal atolladero.
—Tómese esto mientras me cambio. —La mujer le entregó un vaso de cristal verde en el
que vertió la mitad del contenido de un pequeño botellín de ocho onzas con una etiqueta que
ponía: “Peptonoid”, y decidió dejarlo rumiando su proposición. Albert de un solo trago tomó
el líquido dorado sorprendiéndose de la calidad del bourbon, directamente del botellín tomó
la otra mitad y lo soltó vacío en el aparador a juego con la mesa en la que estaban las fotos,
tomó un par de botellines más y pasó al salón, sentándose en una de las sillas negras que
había pegadas a la pared. Al retirarla observó los desconchones que los respaldos habían
provocado en el papel pintado, era un estampado horroroso en tonos beiges y grises que no
entonaba con nada de lo que le rodeaba, una planta más muerta que viva yacía en el alfeizar
interior de la ventana, el profesor tomó la planta en sus manos y enterró en la tierra reseca
cinco colillas de las que guardaba en su bolsito, tomó una jarra de agua que había sobre la
mesa y la regó copiosamente, tanto que empezó a soltar agua sucia por la base, por lo que
abrió la ventana y la dejó en el exterior, «ya la volvería a su lugar cuando dejara de gotear».
—Profesor. —Fátima apareció con un pantalón de algodón ancho y una camisa de franela
celeste, el cabello alborotado y su cara desmaquillada sí que desentonaban con la
habitación—. ¿Le parece que nos tomemos aquí la copa?
—Yo estoy en ello, me he permitido tomar un par de botellitas más de su reserva, tenga
una.
—Gracias, ¿quiere hielo?
—No gracias, bastante frío me he quedado con su proposición. —Michelson había
decidido aceptar la propuesta y no se le ocurrió otra forma de retomar la conversación.
—Pero me tendrá usted que guiar, hace milenios que no practico, espero que no se enteren
ni mi mujer ni mis hijos… y si lo hacen, espero que merezca la pena.
—De que merezca la pena me encargo yo.
—Si algún día nos volvemos a ver no mencionemos este afortunado día.
—Dudo que lo hagamos, en un par de semanas parto a El Cairo, me han ofrecido una
plaza como responsable de relaciones con los departamentos universitarios europeos. Cada
vez son más las expediciones que acuden a Egipto en busca de antigüedades, desde que el
grupo de Carter hizo su hallazgo se cuentan por cientos los grupos de arqueólogos que
visitan mi país, esta salida inminente es lo que me ha hecho dar este paso, en mi país
difícilmente encontraré un digno padre para mi hijo, y lo de encontrar pareja lo veo incluso
más difícil.
—No creo que en ningún país tuviera usted problema para encontrarla, nunca faltarán
hombres que aprecien bellezas como la suya.
—Hombres siempre hay, pero no es el tipo de pareja que busco.
El profesor que no sabía cómo salir del jardín en el que se estaba metiendo tan solo dijo:
—Pues ya no me queda excusa alguna, ¿le parece si comenzamos?
—Profesor le veo impaciente, ¿no cree que este no es el método adecuado de cortejar a
una dama? —Se apartó de él y apagó la luz, la habitación en penumbras solo estaba
iluminada por el cartel luminoso de la farmacia, aunque las ráfagas cortas y constantes de
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una de las bombillas que estaba casi fundida conferían a las estancia un ambiente con algo
de romanticismo.
—Disculpe. —Nervioso se levantó de la silla y le ofreció su ayuda para levantarse, ella
metió una mano bajo la chaqueta del profesor y sacó la pitillera, encendió un par de
cigarrillos a la vez, los últimos—. Tenga, puso uno en los labios del profesor, ella dio una
calada al suyo que ilumino brevemente su rostro. Tomó al profesor por los hombros y acabó
de quitarle la chaqueta.
—Despacio jovencita, creo que ya me voy acordando. —Dijo mientras la tomaba por la
cintura y la atraía hacia él. Probablemente fuese la cosa más loca y disparatada que hubiese
hecho en toda su vida. Se dieron un beso tímido que fue seguido por otros cada vez más
intensos. Ella lo condujo hasta su dormitorio que daba justo al callejón trasero y cerró tras de
sí. Desde el salón solo se veía un poco de luz que salía por debajo de la puerta y que
iluminaba la chaqueta de cuadros del profesor tirada en el suelo y la bolsita donde guardaba
sus colillas que había caído también, los dos cigarrillos que se habían quedado en el cenicero
proyectaban unas tenues sombras que bailaban sinuosas sobre la pared desconchada.
A las diez de la mañana el profesor salió silenciosamente del apartamento, dejó la puerta
a medio cerrar porque había decidido comprar un obsequio a Fátima que aun dormía.
Un coche de policía acababa de pasar por delante del portal y se metió en el callejón
trasero del edificio.
En la frutería de las explicaciones de la noche anterior compró una docena de rosas rojas
y un paquete de cigarrillos, al salir sonrió a Frankie, que lo miraba desde el interior del
escaparate de su barbería, estaba terminado de afeitar a un hombre mal encarado que vestía
con traje oscuro de rallas, bajó el bordillo de un salto y volvió al apartamento, hacía años
que no saltaba.
Junto a la cama en la que dormía Fátima dejó el ramo de rosas y una nota en un papel que
sacó de su chaqueta.
«Feliz día de san Valentín»
Ya junto a su coche el profesor encendió un cigarrillo y lanzó una última mirada en
dirección a la ventana cerrada, de reojo volvió a mirar en dirección a la barbería. El tipo mal
encarado parecía estar discutiendo con el barbero que intentaba detener la hemorragia del
corte que le había hecho. Dos hombres más, vestidos casi del mismo modo que el del corte
en la cara se acercaban amenazadores al pobre Frankie. El profesor no quería verse envuelto
en ningún tipo de altercado, tiró el cigarrillo al suelo y subió al coche. Bruscamente hizo un
cambio de sentido y abandonó la calle North Clark. Intentó echar un vistazo por el
retrovisor, pero lo había arrancado la noche anterior. Lo último que escuchó fue una ráfaga
de disparos que le sonaron algo más lejanos que la barbería de Frankie.
En la habitación de la joven se produjeron tres impactos de bala. Uno atravesó la nota sin
firma, otro impactó en la almohada aún caliente en la que minutos antes dormía Michelson,
el tercero seccionó la carótida de Fátima.
El profesor se retiró en su coche rojo pensando si algún día un hijo suyo tendría una vida
en el Cairo, jamás supo que su relación de una noche no dejó más huella que un ramo de
flores, una nota taladrada y unas botellas de licor vacías, aparte de la planta moribunda que
había terminado de congelarse esa misma noche.
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