Donald Enlow, en mi memoria - Revista Española de Ortodoncia

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Donald Enlow,
en mi memoria
«Welcome to Case Western. And don´t worry, you will americanize very
quickly» (Bienvenido a Case Western. Y no se preocupe, se habituará al
estilo de vida americano muy pronto). Con estas palabras el profesor D.
Enlow se levantó del sillón de piel de su despacho dando la entrevista
por terminada (la primera que mantuve con él a nivel personal), me tendió
la mano y me mostró su característica sonrisa: labios juntos, comisuras
elevadas, abultando ligeramente sus carrillos, y ojillos entrecerrados. El gesto propio de un niño travieso que ha sido
pillado in fraganti cometiendo alguna trastada. Una sonrisa afable y algo pícara que acompañó indefectiblemente todas
sus clases, seminarios y conversaciones a lo largo del tiempo de mi formación como ortodoncista.
Enlow nació en Nuevo México, pero pronto se trasladó a Texas, donde completó su formación como biólogo y anatomista y desarrolló el primer tramo de su carrera docente e investigadora. Como biólogo se inició en el estudio de la
paleontología, un interés que le acompañó toda su vida y que, andando el tiempo, le hizo derivar en la investigación
sobre biología craneofacial. Podemos apreciarlo en sus propias palabras: «He disfrutado de manera despreocupada
durante mi juventud con la búsqueda y el estudio de los dinosaurios. No fui consciente en aquel tiempo de que había
entrado, de forma inesperada y sin pretenderlo, en un largo camino de investigación que me conduciría al estudio de
cómo las estructuras esqueléticas, especialmente las que componen el complejo craneofacial, crecen y se desarrollan».
Habiendo obtenido su PhD en 1955 (el tema de su tesis fue, de hecho, el estudio paleontológico de las estructuras
vertebrales), se incorporó como profesor de Biología en la West Texas State University. A continuación, 15 años en el
Departamento de Anatomía de la Facultad de Medicina de la Universidad de Michigan Ann Arbor, seis de los cuales
como director del Centro de Estudios sobre Crecimiento y Desarrollo. Durante este periodo compartió actividades docentes
con Robert Moyers y formó varias generaciones de ortodoncistas, entre los cuales hay algunos que hoy poseen un reconocido prestigio a nivel mundial, como J. McNamara. En 1972 se trasladó a la Universidad de West Virginia como catedrático de Anatomía de la Facultad de Medicina, donde permaneció hasta 1977. Es en esta fecha cuando se trasladó a
la Case Western University como director del Departamento de Ortodoncia y posteriormente como decano de la Facultad
de Odontología, hasta 1989, año de su jubilación. Su contribución a la biología craneofacial, en general, y a la ortodoncia,
en particular, es inmensa. Escribió ocho libros sobre crecimiento facial, entre los que destacan The human face, un texto
clásico publicado en 1968, y Essentials of Facial Growth, disponible en una segunda edición de 2008 coescrita con
M. Hans; textos imprescindibles para el conocimiento y la comprensión del desarrollo del cráneo y del macizo facial.
Escribió capítulos para otros 37 libros, impartió cursos en 30 países, escribió numerosos artículos en revistas especializadas
y formó a numerosas promociones de ortodoncistas, entre los que tengo el honor de encontrarme. Recibió numerosos
premios y reconocimientos a lo largo de su carrera y hoy su colección de 100.000 cortes histológicos se conserva en el
Centro de Investigación de tejidos duros de la Universidad de Nueva York. Un inmenso legado que enriquece el acerbo
científico del campo de la biología craneofacial y del que se han nutrido (y espero que sigan haciéndolo en el futuro)
todos aquellos que se acercan con interesada actitud a esta área de conocimiento.
Fueron cuatro las grandes pasiones de su vida: su familia, la biología craneofacial (con la antropología en su origen),
la cacería y el golf; pero tratándose de un cazador devoto, no me atrevería yo a colocarlas en su justo orden. Su gesto
siempre afable, su caminar presuroso y con la mirada algo perdida, como el de un sabio despistado que tiene prisa por
llegar a algún sitio pero simplemente ha olvidado adónde va. Su discurso articulado y algo atropellado, como si sus palabras
no pudieran seguir el flujo apresurado de sus ideas. Su indumentaria siempre correcta, con algún leve toque de inspiración
sureña, por aquello de que «se puede sacar al hombre fuera de Texas, pero no se puede sacar a Texas del hombre», y
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Sin contar con el consentimiento previo por escrito del editor, no podrá reproducirse ni fotocopiarse ninguna parte de esta publicación.
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su sentido del humor de finísima ironía, más propio de un profesor de Oxford de literatura inglesa que de un biólogo
craneofacial educado en el sur de los EE.UU. Memorables son sus narraciones de corte humorístico, como la del día en
que se presentó un joven McNamara a solicitar una plaza en la Universidad de Michigan Ann Arbor, recién llegado de
California y con el atuendo propio de la época: pantalones acampanados, camisa de flores de amplias solapas, chaleco
corto de cuero y pelo largo. O su eterna disputa, siempre en el orden académico, con M. Moss sobre las teorías de
crecimiento facial, que terminaban inevitablemente con los dos acreditados investigadores y entrañables amigos compartiendo una copa en distendida charla en la barra del bar. Salvo una vez en que, mientras escuchaban juntos la conferencia
de un tercero, Enlow propinó un codazo a Moss (involuntario, según la versión del propio Enlow) mientras le decía: «Lo
ves, yo tengo razón...», que dejó al bueno de Moss con la parrilla costal dolorida durante los días que duró el simposio.
Sin contar con el consentimiento previo por escrito del editor, no podrá reproducirse ni fotocopiarse ninguna parte de esta publicación.
Hace poco leí una frase sugerente: «Para poder romper las reglas, primero hay que llegar a dominarlas por completo».
Esta sentencia, de Audermars Piguet, ejemplifica muy bien el espíritu de los cursos de Enlow. Durante el primer año el
propósito era «forjar la mirada» del residente, dotándolo de un bagaje amplio de conocimientos adquiridos en el estudio
y la lectura de libros y artículos sobre crecimiento. Sin embargo, durante el segundo año el cometido era bastante más
arduo. Se trataba de exponer y analizar de modo crítico los contenidos que se revisaban cada semana, estimulando así
la capacidad de reflexionar y argumentar de los residentes. Y en ello no había ni posiciones dogmáticas ni excepciones
a la crítica: «La próxima semana analizaremos el próximo capítulo de mi libro. Léanlo con atención y busquen contraargumentos en la literatura. Espero sus críticas feroces». En cada promoción, un residente era elegido por Enlow para
realizar la tesis bajo su dirección y supervisión. Era una gran responsabilidad, pero también un honor al que uno podía
negarse solo teóricamente. En mi promoción el elegido fui yo, y le agradeceré tal distinción toda la vida. Nuestro contacto
personal se vio reforzado por esta circunstancia y propició numerosas conversaciones, durante las cuales tuve el placer
de disfrutar de su compañía y aprendí mucho, y no solo sobre crecimiento facial. También nos unía una debilidad
compartida: el hábito de fumar. Cuando se quedaba trabajando hasta última hora de la tarde en su despacho, bajaba al
departamento a buscarme utilizando una coartada bien conocida por mí: «Suba a mi despacho y charlaremos sobre la
marcha de su tesis... mientras fumamos un cigarrillo». Su despacho era el único lugar de la facultad donde se podía
fumar impunemente. Fumador empedernido (ya a escondidas en aquel tiempo) y cardiópata avanzado, sufrió su enésima
crisis coronaria poco antes de la defensa de mi tesis. Cuando se le pudo visitar, fui a verlo, y su comentario a la despedida
no me sorprendió y sí me llenó de ternura: «No se haga ilusiones. Estaré recuperado para el día de la lectura de su
tesis y estaré en el tribunal. Y más le vale estar bien preparado...». Hay que aclarar que en EE.UU. los directores de
tesis no solo pueden formar parte del tribunal, sino que también pueden formular preguntas comprometidas. Y lo hacen.
Cumplió su palabra y estuvo presente en el tribunal, supongo que haciendo un notable esfuerzo. También se lo agradeceré
siempre. Asistió a la posterior comida y se retiró enseguida. Las huellas del cansancio eran patentes. Poco tiempo más
tarde dejó la universidad y se retiró definitivamente. Fue la última tesis que dirigió y el último tribunal del que formó
parte. Un honor (si es que lo es) que también me corresponde gracias a su generosidad.
Sería difícil enumerar el largo correlato de mi impagable deuda con el profesor Enlow. Los buenos docentes enseñan,
los grandes docentes forman a sus alumnos y los docentes de talla excepcional consiguen inspirar a los que tienen la
suerte de ser sus discípulos. Inspiración, sí. Consiguió inspirar en mí un amor a la profesión y al conocimiento de mi
especialidad que sigue vivo y que ha guiado mi devenir profesional todos estos años. Una deuda de gratitud que no
podré pagar jamás y que solo puedo intentar compensar modestamente con mi deseo sincero de compartir o transmitir
los conocimientos, muchos o pocos, que he adquirido a lo largo de mi carrera profesional.
Ya han terminado, pues, para ti, Don (permíteme que te tutee ahora, nunca antes lo hice), los avatares enojosos de
la vida cotidiana. Pero te imagino en un lugar mejor. Te imagino transitando las marismas del paraíso, acariciando la
culata de tu escopeta y oteando el cielo de la primera amanecida a la busca de patos salvajes. Tuyas son, por fin, todas
las aves del cielo. Bueno, todas no. Cuando veas que, en un puesto próximo al tuyo, alguien consigue abatir la pieza
que a ti se te ha escapado, enfunda tu escopeta y ve a saludarlo. Es un buen tipo, es mi padre. Cuando hables con él,
no te olvides de decirle que le echo de menos. Cada día más.
José Chaqués Asensi
El profesor Donald Hugh Enlow nació el 22 de enero en Mosquero, Nuevo México, y murió el 5 de julio de 2014 en Janesville, Wisconsin,
a la edad de 87 años. Le sobreviven su mujer, Martha; su hija, Sharon; tres nietas y cinco bisnietos. Descanse en paz.
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