De lo oculto y lo sutil

Anuncio
portada_film.FH10 Thu Jun 12 16:34:36 2003
Página 1
Francisco Traver
De lo oculto y lo sutil
C
www.faes.es
Composición
M
Y
CM
MY
CY CMY
K
De lo oculto
y lo sutil
Francisco Traver
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 2
(Negro/Process Black plancha)
De lo oculto y lo sutil
Francisco Traver
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 4
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte
La serie de Condomina
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 6
(Negro/Process Black plancha)
Al principio fue el caos
Hesiodo
Antes de que en el mundo hubiera jardín, vid o uva,
nuestra alma estuvo embriagada de vino inmortal
Rumi
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 8
(Negro/Process Black plancha)
La tesis
La filosofía abdicó de posicionarse en torno a la idea del Bien y el Mal, desde que
Nietzsche escribió la “Genealogía de la Moral”. A partir de entonces, nuestra
noción del Bien y el Mal ha fluctuado desde la religión, hasta los tribunales de
justicia. Ahora hay que ir a buscarla en la clínica: el último reducto de las conductas transgresoras.
En la postmodernidad, nuestro concepto del Mal se ha difuminado, debido al
blanqueamiento y a la integración progresiva de los vicios del hombre en el
inventario de la psiquiatría, del delito o del simple decoro, a partir de la pérdida
de influencia social de la religión. Como dice Baudrillard, ya no sabemos nombrar el Mal. De él se sabe bien poco: que se bate en retirada hacia las últimas trincheras aun no ocupadas por la asistencia social de un Estado del Bienestar que se
adivina en crisis, debido al último de sus enemigos no filiados: los inmigrantes,
una clase emergente que vendrá a sustituir al proletariado, alienado e idiotizado
por el consumo.
Nuestra última esperanza.
De todas maneras, ya no confío en soluciones colectivas: soy rabiosamente
individual. Como todos los de mi generación, no creo en la redención del hombre. Sólo conservo la esperanza de una escapatoria individual. Dios no nos llamará en tropel, sino de uno en uno, a veces —excepcionalmente— en parejas. La
comparecencia a la divinidad hay que hacerla pues a solas, jugando al escondite,
para impedir que los perseguidores te tomen la vez. Hay que ser astuta y llegar,
plantarse en la meta a hurtadillas, furtivamente, no conviene tener testigos. Dios
no nos recibirá nunca, si ve tumulto o confusión.
Hay que elegir bien, empezando por la profesión, la única identidad con la que
hay que vérselas a solas y a diario: una compañía molesta pero inexorable. Con
ella viviremos y de ella viviremos. Una fatalidad elegida a sabiendas.
De entre los oficios que el hombre ha inventado para el estúpido fin de ser útil
a los demás, un fin que termina haciéndole un inútil o un depredador de los otros,
existen al menos tres grandes grupos de actividades:
Los que se dedican a resolver problemas, los matemáticos y los químicos, los
médicos y los albañiles, los fontaneros y los mecánicos, los dentistas y los veterinarios.
9
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 10
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Aquellos que se dedican a aplicar los conocimientos de la técnica para hacer
la vida más fácil y sobre todo más rápida, los ingenieros, y los pilotos de avión,
los arquitectos y los conductores de autobús. Los controladores aéreos y las señoras de limpieza.
Están también aquellos que no resuelven problemas sino que los crean: los
políticos y los ladrones, los enfermos y los déspotas, los parásitos y los que sirven copas en los bares o venden caballo en las esquinas.
De entre ellos existe una casta de personas que no pretende resolver problema alguno, ni crearlo. Se trata de aquellos que plantean preguntas y enigmas,
hipótesis y misterios. En lugar de responder preguntas, llevan las preguntas hacia
niveles de comunicación distintos y propician así la introspección, el librepensamiento y la lucidez. Promueven el conocimiento desde un lugar y una posición
antidogmática, propician la sabiduría y el progreso.
A veces estas personas, durante periodos largos de tiempo, se imponen sacrificios y arduas tareas personales, peregrinajes de desiertos inexplorados, donde
escarban en el conocimiento incierto para aclarar aspectos mínimos que no
importan a nadie, que para nada sirven, sino quizá para que algún día otro buscador de imposibles descubra en un texto, una verdad insólita atrapada en la materia de un libro, escondida en un legajo sin voluntad, exánime, colgándole de la
oreja un autor que dejó su vida en su descubrimiento. Un autor anónimo. Un estúpido mortal que consumió años de su vida en la inhóspita tarea de legar un pequeño conocimiento nada práctico, nada publicitable, nada que pueda servir de consumo a las masas devoradoras de espectáculos.
En eso consiste una tesis. En algo sin interés práctico alguno. De ahí su interés para mí.
A veces esas personas, las que intentamos iluminar aspectos parciales del
conocimiento y aquellas que se dedican a plantear enigmas, coincidimos, unidas
por un móvil, por un pegamento común de búsqueda en las fronteras del conocimiento. Otras veces son personas distintas, diferentes y usualmente desconocidas
entre sí. Es mi caso.
Ese es mi problema. No tengo a nadie que me ayude, pues, a vivir, a hacerme
soportable este tránsito. No tengo a nadie que me estimule a proyectarme hacia
delante, a llevarme hacia mi destino que intuyo en otra parte, en otro lugar.
La gente que me rodea, fascinada por lo práctico, no cree en mí. Me exige, me
plantea problemas, que no sé resolver. Me impulsa a asumir una Vero, que no soy
yo, una Vero que detesto, una Vero más cercana a mi madre, que a una mujer inteligente, culta y formada.
Los selectores de mundos que configura el albedrío no han sido hechos para
mí, todo parece indicar que mi destino de clase me impone el ser una mujer casada, con hijos, amante de su marido y a disposición de todos, enfermera, gestora,
10
cocinera y compañera. Sin transgresión no me hubiera hecho a mi misma. Esa es
mi fatalidad, y un destino que parece impulsarme hacia el exterminio de todos
aquellos que se me oponen.
Si he de hacerlo lo haré.
Vero
Si tuviera que definirme a mi misma, como supongo que debo hacer ahora, no
sabría qué decir. Diré, de momento, que mi formato es la dualidad. Enseguida me
explico y creo que comenzaré por mi físico: sé que estoy buena, pero me veo
llena de defectos. Por la calle me silban los albañiles, sí, pero no tengo apenas
tetas, a diferencia de mi madre. Me considero una mujer atractiva, no demasiado
guapa, pero resultona, aunque me veo a mi misma llena de pequeños defectos
físicos insuperables para mi mirada siempre crítica, demasiado, lo sé.
Así y todo, gran parte de mis energías las malgasto en espantar moscones, eludir miradas lúbricas y en oponer gestos continuos de desagrado a las proposiciones tanto visuales como verbales de los hombres. A veces me he preguntado, si
tendré un letrero invisible colgando de mi anatomía que anunciara que estoy en
venta. Debe ser algo así, porque alguna vez me han pedido precio en los lugares
más inverosímiles: en la parada del autobús o en el supermercado.
Este asunto me preocupó mucho en mi adolescencia, aunque ahora, a mis treinta años, ya no representa ninguna amenaza. He desarrollado hábiles estrategias
para mirar con disimulo, para ocultarme visualmente cuando quiero pasar desapercibida y a cruzar las piernas ocultando mis muslos: un cebo apetitoso,
al parecer, para los hombres, aunque a mí no me parecen nada del otro mundo.
Quizá sea mi cabellera rojiza y la mitología que se asocia con las pelirrojas,
una especie de belleza atroz como la Medusa, o sean las pecas, que recorren toda
mi piel de una manera que recuerda a algunos los estigmas del pecado de las brujas medievales. No sé, pero he tenido muchos problemas con mi cuerpo. He tenido proposiciones indecentes desde que tengo uso de razón, he sido blanco de
improperios, de exabruptos y de descalificaciones.
Papá tuvo una época en que pareció sucumbir a este estilo de mirar que tienen los miembros de su poderoso sindicato masculino. Fue durante la pubertad,
cuando empezaban a insinuarse en mí los caracteres sexuales. Enloqueció, no sé
si de celos o de terror, pero comenzó a verme de otra forma, una mirada que delataba desconfianza, un intenso desasosiego y un sentimiento, en cierto modo irracional, de que su hija se le iba de las manos.
11
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 12
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Me llamaba puta si me retrasaba en los regresos a casa, casi siempre puntuales, me perseguía para saber con quien me divertía, con quien estaba, como si
temiera que su otrora princesita fuera raptada y pervertida, no tanto a partir de la
maldad ajena, sino por una extraña vocación de perversa devora hombres. Ahora
sé que papá me quiere, con reservas claro, pero entonces le odié por aquella discriminación, no podía digerir aquellas restricciones acerca de mi autonomía que
procedían, cómo no, de mi condición de mujer. ¿Se hubiera comportado igual de
ser yo un hombre?
Claro que no. Y mamá aun peor: una especie de Mariana Pineda de la limpieza, el orden y lo práctico. En mi madre nunca tuve una cómplice, una aliada ni
siquiera sindical, sino a mi más profunda y competitiva adversaria. Nena por
aquí, nena por allá, contínuamente se deshacía en críticas hacia mí. Críticas que
procedían de su convicción de mi escasa femineidad. Detestaba los vaqueros y la
manera en que vestía, mis zapatillas de deporte, o el estilo desaliñado de ponerme las cosas, como cayéndose, a la moda de los ochenta, mi uso de drogas blandas y según decía, de mi descaro.
Soy efectivamente muy descarada porque he tenido que luchar el doble que
cualquier persona para compatibilizar mi inteligencia superior y el género. Un
género que cayó sobre mí como una fatalidad y que me destinaba a convertirme,
en esposa, en santa o en solterona. Mamá nunca pudo agrupar en su mente las dos
condiciones, de manera que —supongo— gran parte de este sentimiento de dualidad que sufro debe proceder de no haber encontrado espejos que pudieran reunir para mi consumo psicológico privado, una identidad coherente de mujer
moderna, eficaz y deseable simultáneamente.
Creo que este conflicto es común en muchas mujeres actuales, y aun más
entre las de mi generación, las que ya no creemos en ideales románticos: encontrar un príncipe que nos rescate de nosotras mismas y de nuestros áridos hogares.
Entre otras cosas porque esos príncipes ya no existen, desde el sesentaiocho.
Mis amigas comenzaron a pintarse los labios y a maquillarse cuando yo estaba más interesada en la poesía, la música o la filosofía que en agradar. El resultado es que ellas se han casado y yo me he licenciado en filosofía pura, lo que
siempre me ha llevado a preguntarme si las bobas son ellas, cosa que me parece
obvia, o si soy yo, cosa que también me parece verosímil. La culpa de todo: papá,
que me enseñó a leer cuando debería estar mascullando palabrejas y que me estimuló, nada menos que con El Quijote, hasta el paroxismo de leerlo entero. La lectura es lo único que en mi casa no me limitaron, de modo que la usé como aquel
que se regala algo a sí mismo y en ella me refugiaba cuando mi madre mandaba
tareas absurdas e interminables, que lograba evitar haciéndome la distraída, una
actividad cotidiana que con el tiempo se convirtió en una especie de adicción. El
resultado de esta actividad medio clandestina es que siempre he sido un bicho
12
raro, una especie de marisabidilla, pero nada hay tan estimulante como vivir en
una dimensión secreta, desconocida y que te den por imposible.
De la escuela recuerdo el aburrimiento sobre todo, aburrida como una lechuza solía estar siempre, quizá debido a que la estimulación que llevaba de casa me
había hecho aprender hasta a multiplicar mientras los otros niños apenas balbuceaban los colores. En fin, un desastre. El asunto al que quiero llegar y la consecuencia práctica de estos desmanes de estimulación precoz, es que jamás me he
interesado por mis semejantes y mucho menos por mis semejantas: una especie
de brujas de esas que Lorca describe en La casa de Bernarda Alba.
Otras veces claro, pensaba que la bruja debía ser yo, porque es difícil de admitir que los demás son todos unos pijos insoportables y vacíos de contenido. Una
cierta presencia intelectual y de ánimo me ha llevado a considerar justo lo contrario: si no sería yo la estúpida y el marimacho, insultos que mis dulces amiguitas de la infancia me propinaron hasta la saciedad.
Quizá esta duda tiene algo que ver en haber mantenido contra viento y marea
estas amistades, como una especie de tributo que pagar por mi singularidad. Sólo
muy recientemente me he dado cuenta de que el vínculo que nos unía no es otro
sino la fascinación que me merecen las mujeres que no se preguntan nada, que no
sienten ninguna contradicción, que simplemente viven, que se dejan arrastrar por
el peso de los símbolos. El sentimiento predominante en mí hacia ellas es, pues,
la ternura. Nada me une a ellas sino un extraño cemento de compasión intelectual
y de beatífica vergüenza de pertenecer al género femenino. Un poco lo mismo
que me pasa con mamá.
Mi mejor amiga ha sido Mónica, sobre todo mientras fue soltera, mientras fuimos adolescentes y aun no había caído en las garras del mamón de Juan Antonio,
una especie de ejecutivo malasombra de esos que ahora proliferan y se promocionan en las multinacionales. Un ingeniero informático de los que hacen programas
para detectar virus y que sólo piensan en el dinero, las propiedades, las cenas de
alto nivel en restaurantes caros, y en el sexo de fin de semana. Un mamón que ha
convertido a mi mejor amiga en una estúpida integral, aunque ciertamente sin
demasiado trabajo por su parte, dado que gran parte de ese trabajo ya estaba hecho.
A poca distancia le sigue Marisa, que parece haber imitado sus pasos en su
declaración y renegación de un modelo reivindicativo para la mujer. También ella
ha podido pescar a un buen partido, un abogado cazapleitos que se pasa la vida
del despacho al juzgado, arreglando los desaguisados ajenos y divorciando a los
que como él, se confundieron en la primera elección, para eso sí, acertar en la
segunda. El divorcio, como las drogas, sólo deberían estar permitidos a aquellos
que pueden disfrutar de una redención posible.
Parece mentira, pero las tres hemos sido grandes amigas. Nuestras primeras
transgresiones, amoríos e incursiones sexuales, las hicimos en equipo. Una com13
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 14
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
pañía que duró mientras la complicidad fue necesaria para ellas, más tarde, simplemente me dieron una patada y me expulsaron de su vida. Aunque para ser justa,
diré que yo también me alejé paulatinamente de ellas, al no poder contactar más
allá de la superficialidad de las conversaciones de mujeres en la peluquería.
Otra de mis dualidades está en mi carácter. No sé aún si soy una mujer tierna o una mujer dura. Creo que tengo las dos caras como Jano, un rostro bifronte de una misma realidad. Creo que lo que prevalece en mí es la dureza, una
dureza que contrasta con mi emotividad. Una contradicción que mosquea a los
demás tanto como a mí.
Soy de esa clase de personas que llora en las películas, que se estremece ante
la grandiosidad de Beethoven, que entra casi en éxtasis con la lectura de un
poema y que al mismo tiempo mantiene una estructura corporal tensionada, como
si estuviera esperando el ataque de un depredador para plantar cara. A veces doy
miedo, lo sé, y además también sé, que esa apariencia de dureza atrae a los hombres blandengues, como si intuyeran que soy una mamá recta y que les voy a
hacer la colada y a taparles por la noche para que no se resfríen. Quizá por esta
razón voy con pies de plomo con mis compromisos con el género masculino. No
es esa clase de vida la que quiero para mí.
La culpa de todo la tiene el discurso feminista de la igualdad, y lo digo yo que
he pertenecido durante años al seminario feminista de la facultad, de donde —por
cierto— acabaron por echarme por discrepante. Menuda contradicción. Me invitaron, mejor dicho, a hacerlo y yo les tomé la palabra. Los hombres están tan confusos, como nosotras, no saben a qué atenerse. No saben si ser dominantes o
sumisos, activos o pasivos, caballeros o colegas, vivir bajo nuestras alas o protegernos. Ante la duda se han echado hacia atrás y se han feminizado en la superficie, porque por debajo se han hecho más misóginos aun que mi padre. Detesto
follar con esa clase de tipos, que están pendientes de mí y que se empeñan en que
tenga el orgasmo antes que ellos, como un tributo que pagar al discurso social.
Detesto ese tipo de trato como detesto hacerles la comida.
Es alienante.
Ahora vivo con Andrés, un colega más que un marido, aunque él insiste en
que nos casemos y yo no paro de darle largas. Andrés es quizá el mejor amante
que he encontrado nunca, aunque vivir con él no me llena demasiado, cosa que le
he dicho muchas veces. Quiero decir, que sabe perfectamente lo que puede esperar de mí y lo que no. Así y todo insiste, y cada día más, en regularizar —según
dice él— nuestra situación.
Una de las ventajas que tiene vivir con Andrés es su completa enajenación con
respecto a mi mundo intelectual, su mayor virtud es que no se mete con mis actividades profesionales, (aunque las siente como potenciales venenos para nuestro
vínculo). La otra es la longitud de su verga: veintidós centímetros muy bien apro14
vechados, así como una amplia formación en las tareas de la cama, uno de los
mejores amantes que he tenido, como he dicho ya.
Además me siento en deuda con él. Un sentimiento que me mantiene pegada
al piso que compartimos y a su compañía dulce pero monótona. Él me mantiene,
mientras yo me debato desde hace cuatro años con mi tesis sobre el Mal: Sade y
el Mal, una tesis que ha pasado por diversas vicisitudes y que me ha llevado de
cabeza tanto a mí como a Arantxa, mi directora de tesis.
A veces he pensado que es un pretexto para no tomar decisiones, para no
tomar ningún rumbo definitivo. La verdad es que no sé hacia donde dirigir mi
vida, la enseñanza me repugna y mi licenciatura me deja pocas posibilidades. En
otro tiempo y en arranques apocalípticos de orgullo, he trabajado de administrativa, hasta de cajera de supermercado, pero la bravuconería me ha durado poco.
Trabajar con las manos es alienante, sobre todo para una superdotada como yo
que sacó un 8,2 en la selectividad.
Mi padre nunca me perdonó que con mi talento no eligiera una carrera útil,
una ingeniería o medicina, profesiones con futuro que según él, impulsarían su
estirpe hacia un destino de ascenso de clase social, desde un proletariado que
ya no existe más que como referencia histórica, capturado por el estado del
bienestar y alienado por el consumo y hacia una burguesía reaccionaria y bienpensante. Creo que fue entonces cuando se decepcionó absolutamente de mí y
me dio por irrecuperable.
El único que me ha comprendido siempre ha sido Nicolás.
Nicolás
Al contrario del resto de los hombres, Nicolás es un amigo, más que un amigo,
más que un compañero, es un hermano. Nuestra precoz fraternidad procedía del
hecho de sentirnos como dos bichos raros, desde nuestra coincidencia durante
toda la egebé. Nuestra amistad era una lógica prolongación de nuestras precoces
confidencias y de nuestro sentimiento de exiliados voluntarios. Nicolás es homosexual, una condición que reconoció muy precozmente y quizá por eso, por su
condición de paria, de disidente, nuestra amistad ha resistido los embates y las
contradicciones de los géneros. Nicolás es una persona tierna, una de las pocas
personas que me han aceptado tal como era, como soy y que no ha pretendido
adoctrinarme, o lo que sería peor, merecerme.
Nicolás nunca representó una amenaza para mí, le había incluido en el campo
del incesto, sustituyendo a ese hermano que nunca tuve y que tanto había desea15
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 16
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
do de pequeña. Nicolás no hacía nada para retenerme a su lado, no hacía nada
para resultar odioso. Nicolás era la perfecta compañera. Es aún perfecta.
Compartimos primera enseñanza, e instituto, canutos y cine clubs. Recorrimos juntos las espirales de nuestra generación, nombrada con una letra en forma
de aspa.
Nicolás suele decir que soy la persona más viciosa y amoral que nunca ha
conocido, pero de una manera tal, que más que un insulto parece un piropo: una
manera de decirme que soy de los suyos.
Muchas veces me pregunté, a partir de su confidencia y de su valentía para
enfrentar su condición, si yo era también homosexual, una duda que me había llevado de cabeza en mi adolescencia y que era más un acto de solidaridad con él
que una convicción propia. Alguna vez me había propuesto ser homosexual para
que Nicolás no se sintiera tan solo.
—Tú lo que eres es una viciosa—, solía resolver divertido.
Sabía de mi predilección por los hombres, aunque también había presenciado
mis devaneos con mujeres, sobre todo con Marisa o con Mónica, compañeras
como él desde la infancia.
Decididamente, lo sé ahora, el género femenino no me interesa demasiado
intelectualmente, al menos las mujeres que he conocido y que no aceptaban,
—como yo— su condición bisexual como una forma de transgresión.
Tanto Mónica como Marisa son bisexuales pero vergonzantes, las dos casadas
ya, como mandan los cánones postmodernos: por el juzgado, un matrimonio apócrifo, que lleva una etiqueta “light” en su envase, pero matrimonio, al fin y al
cabo. Las dos han podido dar el braguetazo de su vida, es decir, son unas mantenidas que se ocupan de tonterías a las que dan una importancia trascendental. Yo
no se lo reprocho, pero las considero beatas y llenas de tabúes, aunque —eso si—
a las dos me las he hecho.
Follar con un tío proporciona un placer muy distinto al que da el follar con
una tía. El cunnilingus es una de las cosas más placenteras que se pueden hacer
en el sexo, una experiencia maravillosa, distinta y diversa en matices a la felación
o al cunnilungus que practican los tíos, siempre de una manera algo atolondrada
y convencidos de que nuestra sensibilidad está en la vagina. Una sutilidad que
sólo puede transmitirse por iniciación. No en vano se atribuye a la escuela sáfica
esta práctica, un deleite que sólo osan gozar las diosas helénicas, las hetairas, las
mujeres consagradas al sexo.
Igual de torpes son las tías cuando pretenden poseerte, no saben follar, solo
saben esperar que algo suceda. A las tías hay que darles órdenes, de lo contrario
en la cama se comportan como muñecas hinchables. Alienadas de su cuerpo y de
su placer, a la mayoría de ellas, hay que tratarlas como objetos. Mónica, por
ejemplo, era muy hábil con su lengua, pero era un desastre cuando pretendía
16
penetrarme con mi consolador, un artilugio que me compré precisamente pensado en ella, para que aprendiera a penetrar a una mujer. Su torpeza era tan visible
y su azoramiento tan extremo, que terminé por librarla de aquella tortura. Estoy
segura de que su fantasía íntima era que la penetración duele, de manera que no
sé cómo habrá arreglado este asunto con su marido. Pero tampoco me importa
demasiado porque es un chulo insoportable. Estoy segura de que no sabe ni
donde tiene el clítoris su mujer, una de las pocas habilidades y conocimientos
que Mónica posee. Doy fe de ello.
De todas formas aquellos devaneos lésbicos con Marisa y Mónica ya terminaron, no tanto por falta de ganas por mi parte, sino porque me niego a estas alturas
a enseñar nada a nadie. El que quiera saber que pague. Estoy harta de ir de pedagoga sexual, de manera que mi relación con ambas es pura rutina social, a veces
quedamos para salir por ahí y dormitar en algún restorán carísimo: ellos hablan de
fútbol y ellas de peluquería y ropa. Yo suelo aturdirme al segundo cubata.
Intuyo que debe ser una inhibición neurótica, pero a los tíos les resulta difícil
encontrar ese pequeño botón clave para el placer femenino. Hasta Andrés suele perderlo, obligándome a asumir continuamente una posición de guía. Un rol que detesto. Alguna vez lo he hablado con Nicolás, uno de los pocos tíos con los que se pueden tener este tipo de conversaciones. Su desinterés por las mujeres es tal, que no
hay riesgo ninguno de que te eche los tejos, cosa que haría cualquiera si llevaras la
conversación hacia esos derroteros y una habilidad que las tías tenemos para discriminar con quién podemos y a quién no podemos ni mentar el tema sexual.
—Los tíos, Vero, van a lo suyo, eso es precisamente lo que les hace tan excitantes. ¡Ay! quién pillara a alguno así—, suspiraba.
Bueno, Nicolás no es más que un tío aunque sea muy femenino, de manera
que es rehén también de sus mitos y de sus creencias, instaladas en un fondo
común de prejuicios machistas.
—Coño, hasta los maricones sois machistas— solía replicarle fingiendo enfado.
—Las cosas son como son, cariño— sentenciaba él, dando por zanjada la
cuestión.
Nicolás es pianista y tiene una sensibilidad extraordinaria. Se especializó en
música barroca. Concretamente, es uno de los músicos que más sabe sobre el
padre Soler, un contemporáneo de Scarlatti que desarrolló su vida artística en el
Escorial a la sombra de la corte ilustrada de Carlos III. Da conciertos, imparte
seminarios y clases particulares. Tiene una vida bastante divertida viajando de
aquí para allá, a pesar de lo cual Nicolás no está nada contento, ni con lo que ha
logrado, ni por supuesto con su vida privada.
Actualmente vive en pareja con un tío bastante siniestro, aunque está perpetuamente enamorado de uno u otro de sus alumnos. El problema íntimo de
Nicolás es que busca un hombre tan hombre, que siempre le sale rana, es decir,
17
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 18
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
heterosexual absoluto. Sin embargo, supone que en algún lugar debe de existir
ese hombre maduro, guapo, inteligente y dominante que le ponga —como dice
él— en su sitio.
—¿Cuál es ese sitio, Nicolás? suelo preguntarle, interesada en el enigma.
—Ser un puro objeto sexual, un objeto, un juguete en la cama, pero que después en la vida práctica se pueda tener con él una relación de igual a igual—.
Afirmaba de carrerilla, como dando la impresión de que tenía ese tema muy
meditado y maduro.
Cuando voy a visitar a Nicolás, su actual compañero Iván, se convierte en una
especie de presencia espectral. Seguro que me tiene celos, y me ve como un rival
en potencia, a pesar de que entre Nicolás y yo, nunca ha habido nada, ya dije que
éramos como hermanos y además a ambos nos gusta lo mismo, los hombres (aunque no le hago ascos, como él, a una tía buena). Hay como una atmósfera incestuosa que nos protege y también esa especie de repugnancia física que existe entre
los hermanos o entre los que se han criado juntos. De modo que ningún peligro.
Pero el tal Iván, la pareja de Nicolás, no traga en absoluto, a pesar de las
garantías que le ha dado respecto a esa imposibilidad. Los homosexuales son en
eso más pasionales que los heterosexuales. Será porque son tan exagerados e histriónicos que tienden a teatralizar y a ir más allá en su imaginación de lo que un
marido o una esposa convencional harían. Se esfuerzan en ser muy demostrativos, en que se sepa que tienen celos. Se debaten también, cómo no, con sus mitologías de género, adoptando casi siempre el esperpento como forma de provocar.
Bueno, Nicolás no parece tomar demasiado en serio al Iván, a pesar de que la
pareja es una institución que tiende a engullir al resto de las relaciones. Siempre
he pensado que el principal enemigo de la amistad es la pareja, una planta voraz,
egoísta y carnívora que deglute para su guarida doméstica no sólo las intenciones
gregarias de las personas, sino sus impulsos creadores, revivificantes y solidarios.
Tengo la sensación íntima —más que una sensación es una convicción— de que
Nicolás prefiere estar conmigo, para charlar, salir de marcha, bailar o simplemente ir al cine que con su Iván, razón por la que los celos del maromo están más
que justificados, si se pueden sentir celos de que tu pareja disfrute charlando con
otra persona. Al parecer es así, lo cual no hace sino robustecer mi idea de que las
relaciones humanas son canibalísticas y alienantes, porque todas contienen un
germen de dominación, de aniquilamiento del otro.
Un poco lo mismo le pasa a Andrés, aunque aquí sospecho que hay otro elemento a tomar en cuenta. Siempre he sospechado que a Andrés le gustan los tíos,
pero que no lo sabe. No sé, será la forma en que mira a Nicolás o por el contrario su escrutinio continuo de cómo los hombres me miran a mí. Me recuerda al
terror de mi padre por mantenerme casta. No sé sí Andrés me quiere tener en
exclusiva o si estaría dispuesto a compartirme. Alguna vez hemos hablado de
18
hacer un intercambio de parejas, pero la idea no ha cuajado. Esta fantasía de
Andrés me tiene con la mosca detrás de la oreja. No es miedo. Soy una viciosa,
como dice Nicolás, y me avendría a una proposición de ese tipo, pero mi impresión es que Andrés no busca tanto una relación de dos parejas sino otra cosa.
Una vez visité a un psicoanalista y se lo pregunté, pero aquel tipo no disparaba
ni una, de modo que me quedé con la duda, una sospecha que crece día a día a medida que voy reconociendo en los demás las dudas que a mí también me apresan.
Con todo, Andrés es un buen tipo.
Andrés
Andrés es un año menor que yo y ya he dicho —en parte— las virtudes que le
adornan. Es el único hombre que he querido y el único hombre que me ha amado,
que yo sepa.
Es alto y guapo. De una belleza algo afectada, el ideal de los homosexuales.
Siempre le he dicho que tendría mucho éxito con los tíos, cosa que le digo sin ninguna acritud, como señalando un hecho evidente, más que como una interpretación de sus intenciones. Andrés se mosquea tanto cuando le digo eso, que he optado por no insistir en el tema. La verdad es que no sé por qué se ofende.
Algo que tendrá que ver el haberse criado entre mujeres: madre, hermanas,
tías y abuelas, todas dominantes, invasivas e insoportables. Mi madre es una
santa comparada con la suya, una bruja de esas que sólo existen en la mitología.
A veces he pensado que era una especie de reencarnación de Lilith, aquella primera dama que Dios expulsó del paraíso, porque se negaba a follar con Adán en
la posición del misionero.
Siempre he pensado que su bondad equivalía a una especie de sometimiento
obediente a la malvada de su madre, de modo que para mí fue un placer rescatarle de sus garras, un favor que Andrés nunca me pagará, influido como está por
las opiniones de su omnipresente madre, que como es lógico, no me traga. Así y
todo, es lo que podríamos denominar un santo varón, un hombre paciente, atento, trabajador y limpio. A cada cual lo suyo.
Sus exigencias no proceden tanto de las tareas del día a día como de su conciencia del abismo que nos separa. Teme que le abandone y me inventa romances
imaginarios con personas que a mí nunca se me pasarían por la cabeza. Como
siempre sucede con los celos, a una no le inventan amores sino con los amados por
el celoso, nunca se tienen en cuenta las predilecciones de la mujer, o del que está
19
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 20
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
en medio del triángulo. Un temor que verbaliza constantemente en una serie interminable de quejas, reproches y victimizaciones diversas, que terminan por hacerme sentir culpable, aunque aún no sé de qué. Una culpabilidad que manifiesto frecuentemente con dolores de cabeza, una metáfora de mi desgarro interior.
Si lo pienso detenidamente, algo de razón tendría aquel psicoanalista cuando
interpretó mis migrañas en clave de agresión. Precisamente cuando empezaba a
vislumbrar una razón para mis inexplicables y terroríficos ataques de jaqueca,
Andrés dejó de pagarle, dando el tratamiento por concluido. Algo se olería pues.
La verdad es que nunca se lo reproché, porque me parecía paradójico que aquel
tipo estuviera diciéndome que la causa de mis males residía en la relación con mi
pareja, que era el que sufragaba aquel tratamiento, por otra parte nada barato.
Aunque no concluí el psicoanálisis, pude vislumbrar algunos aspectos que hasta
ese momento se me mostraban opacos: mi dependencia económica de Andrés
encendió todas las alarmas, aunque en ese momento supuse que no podía dar marcha atrás. ¿Qué hacer, volver con mis padres, sin oficio ni beneficio, abandonar mi
tesis y emplearme en alguna empresa, volver a la caja del supermercado?.
Escogí lo más cómodo y también lo más ineficaz, porque cada cual sirve para
lo que sirve: negociar con Andrés una nueva relación, con unas nuevas reglas que
incluyeran el reconocimiento de mi individualidad por su parte. Podía resultar útil
para lograr un paréntesis de paz en nuestras agrias confrontaciones, pero sabía
que no resolvería el problema en su raíz. Tenía la certeza de que tragaría porque
era débil y le tenia bien cogido por su punto flaco. El polvo diario o la felación
cuando tenía la regla, era un argumento poderoso que esgrimir en cualquier negociación. Una técnica que dominaba como las buenas felatrices del Imperio, que
dicen que eran las gaditanas, una especie de funcionarias de rango, que acompañaban a los altos dignatarios en sus campañas militares. Una rutina sólo interrumpida si había dolor de cabeza, un dolor que aprendí a poner como excusa
cuando quería obtener una posición de superioridad en cualquier desavenencia.
Una estrategia muy femenina que no se me hubiera nunca ocurrido sola y que
aprendí en la peluquería de la boca de Mónica.
Como era de esperar tragó.
No se me hubiera ocurrido nunca sola, porque a mí —a diferencia de lo que
oigo por ahí—, me gusta follar. De modo que utilizar ese argumento como coacción, suponía también para mí un sacrificio que compensaba masturbándome en
la ducha, cada mañana, después de que Andrés saliera hacia su trabajo.
Conseguí, entonces, un aplazamiento en sus exigencias, que se resumían en
lograr para sí un estatuto de seguridad respecto a mi cuerpo y respecto a mi
20
voluntad. Me pedía en síntesis que abandonara mi tesis, y que aceptara un puesto de administrativa en su empresa. Aunque en realidad Andrés estaba convencido de que todo cambiaría si me quedaba embarazada, una estupidez que procedía
seguramente de su madre.
—Con dos sueldos viviremos mejor, podremos cambiar de piso —sentenciaba cada vez más seguro de sí mismo—, influido por mamá Lilith.
—¿Y para qué quiero yo un piso nuevo, si tengo que vivir esclavizada entre
papeles?—, argumentaba en la convicción de que estaba hablándole a la pared.
—¿Para qué te servirá la tesis, una vez terminada?—. Andrés utilizaba la lógica aplastante de las personas que no entienden nada, más allá de asuntos prácticos.
De ahí pasaba a una letanía de quejas, recriminaciones y acusaciones abiertas,
de falta de amor por mi parte, una monserga que una vez iniciada, solo acertaba
a detener con gritos o con un ataque de migraña.
Hasta que me cabreaba, pero entonces ya era tarde. El dolor de cabeza ya se
asomaba en forma de martillazos en las sienes, en forma de un lagrimeo constante
y de una sensación nauseosa, que sólo calmaba si encontraba un lugar silencioso
y oscuro donde nadie me hablara, donde nadie supiera de mí.
—Bien, a partir de hoy se ha terminado, ¿oyes?
Entonces cambiaba su actitud, se ponía tierno, incluso sumiso y me prometía
que no volvería a suceder y así interminablemente. De esta guisa se sucedían con
la periodicidad desesperante, de la bronca diaria, nuestras desavenencias.
De alguna forma, parece que mi estrategia surgió el efecto pretendido. Ahora le
veo más conformado, más pendiente de mí (en el buen sentido), ignorante de mis actividades intelectuales, aunque sé que se trata de un aplazamiento y de que su familia
volverá, pronto o tarde, a caer sobre él, para inducirle a llevarme por el buen camino.
Un camino que no recorrería ni loca y que incluye el deseo de tener un hijo conmigo.
Cuando sucede esto, no puedo apoyarme en nadie, sólo Nicolás me untaba
con la poción mágica de la escucha cuando podía verle, que era muy de tarde en
tarde debido a sus contínuos viajes, de modo que cuando se me pasaba la sofoquina, acudía a Mónica.
Pero ella siempre se ponía de parte de Andrés.
—Mira que eres egoísta, ¿pero que vas a hacer con él, lo vas a seguir utilizando, como siempre has hecho?—
O:
—Pobre Andrés lo que va a tener que aguantar contigo—.
Pretender que Mónica, se pusiera de mi parte era una ilusión vana. Siempre
me había tenido celos, desde pequeña había querido ser como yo. Me imitaba en
21
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 22
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
los mínimos detalles, si yo decidía inclinarme por la psicología, ella también, si
yo leía a Adorno, ella también, si a Foucault, tres cuartos de lo mismo. Hubo un
tiempo en que me interesé por la poesía sufí y Mónica se leyó enterito al maestro
murciano1. Hasta que un buen día, de golpe me abandonó, supuso quizá, que no
podía seguir mi ritmo o quizá dejé de interesarle como modelo a imitar, aunque
no como rival a destruir. Entonces dejó sus estudios y se casó, decisión que tomó
a traición, sin consultarme, ni decirme nada. En realidad yo nunca me tomé en
serio su noviazgo con Juan Antonio, simplemente no existía para mí, era totalmente indiferente, es un tipo transparente.
De modo que volví a casa con una estrategia decidida. Pasarme a Andrés por
la piedra y matarlo a polvos, dejarlo aturdido e impedirle pensar, al menos el
tiempo suficiente para ordenar mis ideas.
Me sentía confusa y desvalida, sin nadie en quién apoyarme. Todas las personas de mi alrededor albergaban —al parecer—, la convicción de que no necesitaba a nadie, de que era indestructible. Me di cuenta de que mis apoyos emocionales eran débiles o condicionales. Que todas las personas que me rodeaban en el
fondo me temían, me respetaban o me admiraban, pero no me querían.
No me quieren como a todos nos gusta que nos quieran, sin condiciones, esa
clase amor que alimenta, que tranquiliza, que llena la vida de predicciones y sincronías, de certidumbre. Un amor al que yo había tenido que renunciar, más interesada —como siempre estuve—, por hacerme un hueco en el reconocimiento de
mi madre, en ganarme la libertad frente a mi padre, en conquistar la admiración de
Mónica, de Marisa, la complicidad de Nicolás. Ponerme a salvo de la maldad ajena
y sobrevivir en un mundo que comenzó a ser hostil para mí, en la edad en que otros
niños y niñas desarrollan y fortalecen la confianza básica en su entorno.
¿Pero, qué lugar ocupaba en esa relación de personajes Andrés? ¿Qué demonios hacia yo viviendo con un tío que sólo me devolvía la imagen de ser una aprovechada, de parasitar su vida?
Claro que la culpa era mía. Cuando se va de sobrada, pasan esas cosas, los
demás acaban por tratarte como a una excepción, se apoyan, te utilizan, se divierten, se te follan, pero cuando te derrumbas estás sola, no puedes recurrir a nadie.
Nadie está ahí, representando un referente, un Absoluto, una constante. Todos los
objetos significativos de la vida han mudado de afecto, han cambiado de opinión,
de actitud, y te ven no como eres, sino lo que has vendido de ti misma: una apariencia complementaria de su egoísmo.
En esos momentos te gustaría ser raptada por un bereber, y que a la fuerza te
1
introdujera en su jaima, encadenada a la cama desnuda, y allí te dejara a merced
de los eunucos, para impedirte la huida. ¿Pero a dónde ir? El desierto carece de
caminos reconocibles, de senderos transitables. No hay más remedio que adaptarse y convertirse en una especie de hurí.
De jovencita había llegado a pensar la posibilidad de ser monja, entrar en religión, pero imposible, era demasiado puta. Quizá ser una hetaira de la antigüedad
me hubiera resultado más llevadero y ocuparme en alimentar el fuego de Venus.
Una cortesana, una libertina, qué sé yo.
Sin saber por qué, aquel día después de la decepción con Mónica o quizá
como consecuencia de ello, al llegar a casa, me rasuré completamente el pubis,
una actividad deliciosa que siempre había postergado y que había leído en alguna parte que hacen las mujeres árabes el día de su boda, una especie de liturgia
sexual, higiénica y erótica.
Me ofrecí a Andrés, que al verme quedó estupefacto.
—¡Pero que viciosa eres!— acertó a articular entre dientes. Sin embargo mi
estrategia surtió efecto, le vacié dos veces antes de dormir. Se dio la vuelta y acertó a balbucear.
—Sabes Vero, tu sexualidad me da miedo—.
—Si lo sé, Andrés—.
Y nos dormimos.
Me dormí con la amarga sensación de que articular los dos discursos: el de mujer
hipersexual, con el de mujer lúcida e intelectual, era una tarea decididamente imposible en un medio tan inhóspito como la postmodernidad. Me había equivocado de
tiempo, de lugar y de pareja. Lo mío era un fiasco y mi orgullo un residuo vacío.
Quizá por eso o por azar, soñé que estaba desnuda a los pies de un hombre
desconocido. Él estaba vestido, y yo sostenía un libro en mis manos, era un libro
de poemas y —al parecer— me escuchaba recitar. En un momento determinado
y a una indicación suya, abandono el libro en el suelo, me pongo de rodillas con
los ojos cerrados y él me estampa una sonora bofetada en la mejilla. Despierto
sobresaltada, y despierto a Andrés.
—¡Andrés, Andrés!
—¿Qué ocurre Vero?
—Nada, he tenido una pesadilla, creo—, me tranquilizo.
—¿Estás mejor?, anda duérmete ya, son las tres de la madrugada.— Nadie como
Andrés para tranquilizarte cuando tienes una pesadilla. ¿Pero era una pesadilla?
—Oye Andrés, contéstame a una pregunta, por favor.
—¿Cual?
Nota del autor: Se refiere al Ibn Al Arabi.
22
23
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 24
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—¿Por qué mi sexualidad te parece peligrosa?
Me mira con ojos de cordero degollado, esa mirada que tanta compasión y
culpa me desata, como sólo Andrés sabe hacer.
—Porque terminarás dejándome.
—¿Tanto me quieres?
—No sé si es amor o masoquismo—, dilucidó él, con un gesto que a oscuras
me pareció verosímil.
Para ser una pesadilla, estaba demasiado mojada y excitada. Para ser un sueño
erótico había despertado demasiado sobresaltada, de modo que me dormí intentando discriminar a qué se debía aquel contraste entre la narración y el afecto. La
angustia y la rapsodia.
No lo logré, pero me sentía feliz, como el que aún no ha logrado resolver un
problema difícil pero que intuye que el resultado final no es más que un trámite,
una cuestión de ponerse manos a la obra y una simple rutina aritmetica.
Arantxa
Arantxa es mi directora de tesis, una mujer como hay pocas, una mujer de una
pieza, una mujer con un par, vaya, de esas que los tienen muy bien puestos. Arantxa
es uno de los modelos femeninos que más me seducen, una especie de Simone de
Beauvoir a la española, una mujer independiente, eficaz, paciente, sabia.
Además me tiene cariño, es de las pocas personas que han sabido ver que
debajo de mi fachada de arrogancia y altanería, hay una persona vulnerable e
hipersensible que no se atreve a asomarse al mundo. Creo que me tiene afecto,
aunque naturalmente por su posición y la mía, no hay ninguna intimidad, más allá
que algunas conversaciones apresuradas y sobre la marcha por los pasillos de la
“facu”, en la cafetería o en su despacho.
Pero claro, después de seis años de idas y venidas a la facultad ya casi somos
colegas: nos tomamos un café descafeinado o una coca-cola y a veces me invita a
almorzar. Yo siempre ando con el dinero justo y recuerdo que un día incluso me
dejó dinero para el autobús y otro día para comer, dinero que se negó a que le devolviera y que acepté como un regalo, que más allá de su valor económico, representaba su compromiso a hacerse cargo de mí o al menos, así lo sentí. Me encanta oirla
hablar, adivino que sabe más de lo que parece, que ya es mucho, e intuyo en ella
una tormenta pasional fuera de lo común, que la hace aun más interesante.
24
Sé que vive sola, pero tiene un lío, porque hay un señor que viene a recogerla a veces al despacho, un tío con muy buena pinta y que suele cogerla del brazo,
como mi padre coge a mi madre cuando van de paseo. De una forma conyugal,
quiero decir. Nada tormentosa, sino sosegada y nupcial.
A pesar de eso, sé que Arantxa vive sola, se las apaña, pues no hay ningún
maromo que venga a importunarla con los consabidos reproches de que falta eso,
o por qué no te has acordado de lo otro, generalmente vicios y caprichos de hombrecito, como cerveza o tabaco.
La ultima bronca con Andrés concretamente fue porque me olvidé de los
fideos, no veas como se puso, ni que le hubieras mentado a su madre. Yo no soy
una ama de casa convencional y es eso lo que él aun no ha admitido. Yo soy una
intelectual que vive en pareja y soy una total inútil para las cuestiones prácticas, como coser, planchar o planificar una compra. Bastante hago con cocinar
dos veces al día, cosa que se me da bastante bien, porque me permite al menos
ser creativa. Pero si una se olvida de los fideos, pues se pone maravilla y si no
hay, al bar, ¡qué coño!
Arantxa suele escucharme con una actitud muy especial. Casi nunca hace
preguntas, se limita a apoyar o a disentir con el gesto, construye apoyaturas destinadas a transmitirme su interés. No hace juicios, no hace un discurso paralelo
y asociativo de manera autoreferente como hacen la mayoría de las personas.
Arantxa me entiende. O al menos esa sensación me transmite, una escucha
simultánea con una especie de acciones verbales, casi guturales, que siempre
resultan una relativización de las dificultades que le cuento y que sirven de antesala a nuestra conversación propiamente dicha. Una conversación que versa
sobre los progresos en mi tesis o en la necesidad de encontrar nueva bibliografía. La que ella me propone. Hoy unos textos de Adorno, Baudrillard y Bataille.
Ayer Deleuze, Reich y Theodor Reik.
—Los hombres son insoportables, bueno, es insoportable convivir con ellos—
corregí.
—Bueno, las mujeres tampoco somos fáciles de complacer, ellos pobres,
están desquiciados— señaló acertadamente. Arantxa no solía apoyar nunca mis
sentencias generalizadoras y corregía con frecuencia mis excesos semánticos.
La idea de que los hombres estaban confundidos por la liberación de la mujer
era de Arantxa, una idea que como es natural no compartía la bigotuda de Desi,
la profesora responsable del seminario feminista al que ambas habíamos pertenecido tiempo atrás. Arantxa tenía la convicción de que la misoginia de los hombres
actuales contrastaba con su docilidad y su azoramiento ante la diferencia sexual.
25
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 26
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Consideraba que la una era una consecuencia de la otra. Daba por irrelevantes los
logros conseguidos por la mujer en las ultimas décadas y sospechaba que el mito
de la igualdad, que había impulsado las luchas feministas desde los sesenta, había
sido un error estratégico grave, que sólo había empantanado la identidad femenina en un doble turno agotador para la mayoría de las mujeres trabajadoras. No
habíamos conseguido sino una repetición mimética de las lacras masculinas, al
impulsarnos precisamente en la dirección de lo que algunas creíamos que debíamos evitar: competir con los hombres en el terreno más propicio para ellos, su
territorio, el mundo laboral y mediante sus técnicas de rapiña y depredación.
Hubo un tiempo en que nuestro punto de vista, el de las feministas de la diferencia, estuvo mal visto y fuimos masacradas de los puestos de responsabilidad
de la “facu”. Ese es precisamente, uno de mis handicaps para la vida académica.
Mi carácter reivindicativo, que busca en la divergencia del pensamiento una
forma de afirmarse y de avanzar en la profundidad de cualquier polémica. No
entendía por qué las mujeres comprometidas tenían que llevar bigote, rechazar la
depilación o simplemente negarse a llevar medias o falda. Me parecía un estereotipo destinado a la muerte por lisis, máxime cuando esas mismas ideólogas abominaban del sexo heterosexual: una forma de renegar del propio cuerpo, enmascarada en una forma de militancia antimachista. Es decir una pulsión enmascarada en una ideología. Lo de siempre.
Tanto Arantxa como yo, en nuestra propia carne, representábamos la contradicción, en tanto que no sabíamos de ningún modelo que pudiera contener nuestros anhelos. Al tiempo de que, incapaces de inventarlo, simplemente habíamos
fragmentado nuestra vida en múltiples trozos irreconocibles, que hacían de dique
a la nostalgia de una vida mejor.
Una vida que en otra parte debía existir, pero que, o nos empeñábamos en no
reconocer, o simplemente no estaba enmarcada en estas coordenadas espaciotemporales, en un mundo que había perdido los referentes y se había mostrado
incapaz de dar con algo nuevo que sustituyera el Antiguo Régimen.
Arantxa y yo, no creíamos demasiado en la Modernidad y el destino industrial
que el sistema había diseñado para la mujer, engullendo cualquier disidencia,
excepto la nuestra, que era al parecer, indigerible. Tampoco nos sentíamos postmodernas a pesar de que yo pertenecía a esa generación que había nacido en los
estertores de la contracultura y que quizá por eso, carecía ya de esperanzas.
Esta razón explicará, creo, mi fascinación por el XVIII y más concretamente
por la Ilustración, una época donde la confianza colectiva en un mundo mejor aun
se mantenía en aceleración. Que el conocimiento iba dirigido a alguna parte, de
26
que existía un objetivo común a la humanidad y que la propia humanidad reconocía en ese tránsito un destino común.
Por eso quizá elegí a Sade para mi tesis, un intelectual que aunque perseguido por sus contemporáneos, mantenía, no ya como personaje, sino como mito
literario y filosófico, un paradigma realmente útil que oponer a las tendencias
globalizadoras del conocimiento. La modernidad de Sade es tal, que aun hoy, se
le mantiene en su condición de maldito, sin caer en la cuenta de que la sociedad
en la que vivimos, es —en su cotidianeidad— mucho más devoradora, intransigente y violenta que cualquiera de sus historias, verdaderas metáforas de la imposibilidad de gestionar el Bien, desde la negación del Mal. Sade ya predijo que era
una utopía el promover al uno en menoscabo del otro. Proponía tratarlos como un
bloque, bajo el aforismo de que el Mal por el Mal llega a transformarse en Bien
y viceversa, de que el Bien por el Bien termina llevándonos hacia el Mal.
Moraleja: que las buenas intenciones no bastan, porque suelen precipitarse hacia
el propósito inverso del que persiguen. El pensamiento de Sade no sólo es moderno sino que es además, ecológico y antiglobalizador.
—¿Sabes lo que soñé ayer?—. En realidad, pensaba contarle ese sueño a
Arantxa, pero hasta después de un cierto tiempo de estar con ella, no me atreví
a hacerlo.
—No. Dime—. Arantxa se apoyó hacia atrás, como solía hacer cuando escuchaba, adoptando un tono solemne y benévolo que inducía a la confidencia.
—Soñé que estaba de rodillas, desnuda leyéndole un poema a un hombre.
—¿Qué poema?
—No lo sé—. Arantxa pareció tranquilizarse ante mi ignorancia del título
del poema.
—¿Y quién era el tipo?
—Un desconocido. No, no es Andrés—, afirmé.
—Ya lo supongo—. Concedió, segura de sí misma.
—¿Lo supones?. ¿Y por qué lo supones así?.
—Es un testigo. No puede ser, pues, nadie conocido.
—¿Un testigo? ¿De qué?—. Pregunté alarmada.
—De tu sumisión— concluyó Arantxa con un matiz sorprendentemente psicoanalítico, que no daba lugar a un turno de protestas.
Ahora recuerdo que si dejar el psicoanálisis no me había representado ninguna contrariedad relevante, era porque tenía a Arantxa. Aunque ella no era
psicóloga, ni psiquiatra, profesiones que detestaba, poseía un amplio conocimiento de los fundamentos y de la técnica psicoanalítica. Arantxa sostenía que
27
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 28
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
el único camino para una transformación interior era a través de la introspección, del ejercicio de la autoconciencia. Poco importaba el método o la tecnología empleada. El mandato socrático nosce te ipsum era para Arantxa su guía
vital, la primera regla de una serie de sabios aforismos extraídos de la sabiduría universal y que gobernaban su vida. Naturalmente un “conócete a ti
mismo” y “ponte al mismo tiempo a transformar”. Conocer solo no lleva a ninguna parte, por eso el conocimiento nunca será una receta universal para el
sufrimiento y de ahí el error del psicoanálisis. Si el autoconocimiento funciona, es porque puede cambiar el mapa del mundo interior, si no hay transformación, todo conocimiento es irrelevante y banal, como demuestra el hecho en
que hoy tenemos, —probablemente— la generación de jóvenes más instruidos
de los últimos doscientos años, y seguimos nadando en la necedad y en el
marasmo intelectual.
Aforismos que mantenía colgados y visibles en su despacho, como una especie de recordatorio de recetas universales frente al desasosiego, ayudándola a sortear dificultades, resolver dilemas humanos comunes y eventualmente a discriminar los problemas que tenían solución de aquellos que no la tienen y que son
pues, irrelevantes desde el punto de vista práctico.
Un amplio conocimiento de sí misma que constituía la matriz de donde extraía una amplia capacidad para reconocer —en los demás— su propia turbulencia
interior. Su enorme sabiduría, la impulsaba a dar ayuda cuando se la pedía, pero
a no prometer nunca nada sin esfuerzo o implicación constantes. Del mismo
modo que guiaba mi tesis hacía una serie de formulaciones originales y también
mi vida diaria, mi vida interior, habían mudado de órbita desde que comencé
—con una frecuencia semanal— a visitarla en su despacho de la facultad, con el
pretexto de acabar una tesis, que se resistía a darse por concluida.
¿Era eso? ¿Me resistía a abandonar a Arantxa haciendo de mi tesis sobre Sade
una tarea interminable? ¿Era yo una especie de Sherezade intelectual que se proponía un bucle sin fin, en su voracidad ilustrada o en su renuncia a la madurez?
Se lo pregunté, así, directamente, sin subterfugios.
—No te voy a contestar a eso, por una razón—, dictaminó. Tragó un sorbo de
agua y prosiguió:
—Creo que las personas debemos profundizar en nuestra identidad, no oponer diques, ni enmascarar nuestra pasión. En eso soy pues, muy poco psicoanalítica. Mi posición está más cerca del budismo que de Freud. Creo que si eres una
parásita intelectual, como te defines en ocasiones, no será dejándolo de ser como
obtendrás alguna información adicional sobre tu parasitismo.
28
El argumento me pareció elegante y sobre todo novedoso, ni pizca de normativismo o de recetas decorosas para alcanzar la felicidad, haciéndole un guiño a
la Moral. Se trataba de ir más allá, de no acobardarse.
—¿Entonces, Arantxa, volviendo al sueño, qué crees que significa?—. Me
atreví a preguntarlo, muy bajito, como temiendo que alguien me oyera.
—Pues está muy claro, no necesita interpretación. En él, el contenido latente
está muy cercano al contenido manifiesto. Yo diría que son la misma cosa.
—¿Quieres decir que estoy soñando con un deseo real, mío?
—Estoy segura de eso.
—No lo creo— osé a contradecirla, segura de que mi argumento posterior era
irrefutable.
—Es que hay más—. Arantxa dibujó en su rostro una mueca de sorpresa y quizá
de curiosidad intelectual, una curiosidad que la hacia arquear las cejas y abrir los
ojos, en una expresión que sólo los sabios pueden mantener sin parecer idiotas.
—El tipo me mandó dejar el libro y mirarle, después me soltó una sonora
bofetada—. Añadí a modo de prueba concluyente de que el sueño no representaba un deseo, sino algo ajeno, impuesto por un extraño demonio interior.
—Ajá— Se limitó a mascullar una de aquellas apoyaturas que daban a entender que había comprendido. Entonces, simplemente, se levantó de la silla y se
limitó a preguntar:
—¿Tienes fantasías de sumisión, me refiero, en estado de vigilia, estando despierta?—. Lo preguntó de pie y de espaldas a mí, para dejarme, —creo— a solas
conmigo misma, mientras simulaba buscar algo en su mesa.
—¿Yo?—. Abrí los ojos de par en par, acompañando forzadamente al óvalo
que mi boca dibujaba para fingir sorpresa.
—No— Mentí para mis afueras. En ese momento me vinieron a la cabeza, al
mismo tiempo que negaba vehementemente, mis fantasías de ser una hurí, de
vivir en un harén, de ser raptada, de ser una hetaira, una puta, una mujer consagrada en suma. Se agolparon simultáneas, como esas imágenes que dicen aparecen a los moribundos, una especie de películas apresuradas donde está contenida toda su vida.
—Ah, bueno—, concedió, restando importancia a mi mentira que había detectado, pero que no señaló, en un alarde de caridad intelectual.
Arantxa era ahora mi testigo, yo la había elegido al contarle y mentirle acerca de mi sueño. Había identificado al testigo, pero ¿quién era mi partenaire,
quién era aquel hombre sin cara al que yo leía poemas y me abofeteaba la cara
con una extraña sensación de haberla merecido?
29
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 30
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
En esas reflexiones andaba yo cuando Arantxa dio por concluida la sesión de
tutoría. Me esperan, aclaró. La esperaba aquel hombre, que ese día, como casi
siempre sucedía, se me mostraba esquivo, deslizándose como un lobo por los
pasillos en penumbra a esa hora de la tarde.
Por la tarde, en la Facultad, habitan los lobos y no me detuve a mirar, por si
acaso me petrificaba la mirada de aquel hombre que suponía era el amante de
Arantxa y que no sé por qué empezaba a esbozarse ante mí como un enigma, un
misterio cuya resolución planteaba a su vez un nuevo enigma y con ello un cambio en la pregunta, un giro en la órbita de mi curiosidad que resultaba así desplazada de un lugar a otro, como un trasto inservible que se mantiene sólo activo por
una especie de ceguera interior.
Condomina
Aquella mañana la dediqué a las compras, mejor dicho a hurgar en las estanterías del FNAC, a la caza y captura de las novedades y también de las obras que
Arantxa me había propuesto. Hay libros que consulto en la biblioteca, pero también hay libros que me gusta tener, siento como si me pertenecieran, como si fueran objetos vivos dotados de una cierta magia. Su adquisición me da la seguridad
de que nada malo puede pasarme, que me traspasan de alguna manera su vitalidad. Ya sé que es una tontería, pero da fe de la relación que mantengo con los
libros, una relación como si todo aquel saber que descansa en las estanterías de
mi casa me perteneciera. Sensación que no tengo con los libros de los demás, o
con los que descansan en los lugares públicos. Una especie de acumulación fetichista, donde no hay nada de ostentación, ni de esnobismo, lo hago sólo para mí,
a hurtadillas, furtiva, con la sensación de que cometo un acto prohibido, algo muy
cerca de lo sagrado que debido a mis circunstancias económicas, no tiene nada de
raro, porque más bien mis compras son siempre posibles a partir de lo que voy
sisando de aquí y de allá. Mi bibliofilia es sin duda una actividad clandestina.
Sigue siéndolo.
Suelo escoger esta librería para darme paseos, oír música, contemplar también
las novedades discográficas y los videos, mis otros fetiches. Además ponen una
música magnífica y tiene aire acondicionado. Ahora mismo está sonando un blues
de Eric Clapton a dúo con B.B. King, una joya. Una estrofa tú y una estrofa yo,
tiene mucha caña ese disco.
30
El blues es una música inconfundible y además muy sencilla armónicamente.
Pero su sencillez no desfavorece en absoluto sus posibilidades de expresión, prácticamente infinitas, debidas a los recursos de cantantes y guitarristas, que como
en el flamenco, recorren todos los registros, todos los matices del alma, desde la
tristeza o la amargura hasta la euforia, el dolor o la espiritualidad más elevada.
Su estructura armónica se basa en doce compases que se repiten “ad libitum”,
según cuantos instrumentos van a interpretar el tema y cuantos van a improvisar.
De la tónica a la dominante y de allí a la subdominante, cuatro compases para
cada uno y luego, a repetir.
Sin embargo, en el blues hay una novedad. Se trata de una música de trabajo,
de espiritualidad ligada al sometimiento de una raza. El blues nació en los campos
de algodón de estados Unidos y está vinculado a la historia de un sufrimiento.
De aquellos sufrimientos nació esta expresión, que importaron los negros desde
África, con unas escalas que debieron adaptar a la escala occidental. Fruto de este
mestizaje es la escala de blues, que se diferencia de la nuestra en que la tercera es
siempre un intervalo menor con respecto a la tónica. A esta variación se la conoce
con el nombre de blue note, y es la característica diferencial que hace que nuestro
oído, las reconozca, en cada tonalidad, en cada ritmo, en cualquier cadencia.
Si a eso unimos la manera sucia con que los guitarristas de blues frotan las
cuerdas, o los contínuos descorches vocales, o los glisandos, aperturas y cierres
que le son característicos, entenderemos que el blues es inconfundible y un museo
acústico viviente de la posibilidad real de la fusión entre las razas y las culturas.
Casi todos los músicos de los sesenta y setenta, la mejor época para la música, estuvieron influidos de una manera u otra por los instrumentistas de blues, una
profesión que tiene su catedral en las pequeñas sesiones autoorganizadas por ellos
mismos, lejos de la farándula o del espectáculo y a horas intempestivas, donde el
alcohol o los porros ya han surtido su efecto bienhechor. Es ahí, en las jam sessions, donde esos músicos desarrollan toda su creatividad, en compañía de los
suyos, sin la presión del mecenazgo o de la necesidad de tocar, aquí y ahora, para
un público que no los entiende, aunque los aplauda. El verdadero músico es siempre un bohemio, toca cuando le apetece, cuando tiene vibraciones acordes con un
estado de ánimo especial. Sólo entonces se deja llevar y puede desarrollar su estado interior en largas improvisaciones, en fraseos largos y ocurrentes, donde el
corsé de esos doce compases previstos para la improvisación, se conviertan en
veinticuatro, en treintaiseis, en cuarentaiocho: lo que resista el cuerpo.
Yo sé todo esto, porque tuve hace años un novio que tocaba en una banda de
blues, de él aprendí, creo, todo lo que se puede saber. Por otra parte era un hom31
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 32
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
bre unidimensional, sólo sabía de blues, y parecía muy contento de todo lo que
ignoraba, de manera que le dejé, no tanto porque su compañía me aburriera, sino
porque sólo podía usarlo para un tipo muy concreto de experiencias. Una vez agotado ese filón, la relación simplemente se disolvió como un azucarillo.
Por otra parte los músicos son personas bastante inadaptadas y también no sé
por qué, tozudas e ignorantes. A veces he pensado que quizá la derivación hacia
el aprendizaje musical produzca en el cerebro una especie de inhabilitación de
todo el resto de circuitos de motivación, aquellos que hacen que nuestra curiosidad derive por continentes inexplorados, se dirija hacia lo remoto, a lo oculto o a
las sutilezas de lo desconocido.
Aunque reconociendo en ellos un talento especial, que es preverbal y por
tanto muy cerca de ese tipo de comunicación especial que hace que cualquier
hombre o mujer entienda los vericuetos pasionales de la música, o que al menos
se conmueva con su escucha, no puedo dejar de pensar que los músicos en general no son sino artesanos que se debaten constantemente, entre su propia incapacidad de trascender sus propias habilidades (que de alguna forma también les
encarcelan a una manera prelógica de entender el mundo) y un deseo de universalidad, que pocos alcanzan. Además la mayor parte de ellos están como cabras.
Por lo menos Armand, lo estaba.
Yo creo que las personas necesitamos cambiar de nivel. Quiero decir que no
basta con acumular información o habilidades, o conocimientos. Todo eso no
lleva a ninguna parte sin una metatarea que organice los hallazgos, los jerarquice
y los disponga enfocados hacia lo práctico. Llega un momento en que tienes un
exceso de datos, un exceso de entropía que hace que el sistema muera —paradójicamente— de inanición. Es mejor dosificar la entrada de inputs y seleccionar
sólo aquello que te permita abrir ventanas, que entre el aire fresco y te otorgue
por conquista, un nuevo punto de observación.
Cambiar de observatorio con frecuencia es esencial para no perecer víctima
de tus propios espacios de seguridad, espacios que siempre son opacos y a donde
tendemos a arrimarnos, como buscando lo familiar, lo conocido, lo tranquilizador, como hacen los toros cuando se sienten heridos de muerte, o cuando son
demasiado mansos: una querencia hacia las tablas. O como hago yo con las
barandillas del Turia.
Sé que había venido aquí en busca de los libros que Arantxa me prescribió,
pero en realidad no es más que un pretexto. Esos libros, están en la biblioteca de
la “Facu”, y he decidido no comprarlos, no sé, como que no me apetece tenerlos
en mi estantería. Si estoy aquí, es simplemente por husmear en los expositores,
32
encontrar alguna ganga y tomarme un cortado, leyendo alguno de los catálogos
de libros y discos que permanentemente están en oferta.
Para ello me muevo de aquí para allá, cambiando mi perspectiva sobre la
gran mesa horizontal donde se acumulan las novedades, y que como siempre
están llenas de instant books, esa especie horrorosa de libros escritos por periodistas apresurados, que dan cuenta de algún escándalo político, libros de usar y
tirar como los kleenex y que nada tienen que ver con la literatura, ni con el pensamiento, o la erudición: se trata de crónicas que vienen a representar una prolongación culta al espectáculo diario de polemistas, opinadores y demás castas
de iniciados, que desde la televisión, la radio o los periódicos construyen eso que
ellos llaman la opinión pública.
Como si fuéramos tontos.
Desde mi ángulo de observación, sin embargo, me llama la atención una
novedad, un libro bastante grande, un tomo de tapa dura, donde hay una mujer
vestida de negro, una mujer que parece la Pasionaria, pero más joven y mejor vestida, un rostro lleno de aristas y ángulos que delatan frialdad e inteligencia. Un
rostro que me parece familiar y que mira al espectador con cara de pocos amigos.
Me acerco por la otra parte de la mesa para leer mejor su título, me pongo enfrente, sí, creo que sí, no me he equivocado al verlo de tan lejos. Se trata de una biografía de Lou Andreas Salomé.
La cantidad de tiempo que hacía que buscaba una biografía de esta mujer a la
que siempre había admirado y que representa para mí algo más que un enigma. Una
mujer que representó un nudo entre el siglo XIX y el XX, y que además tuvo el
coraje de enfrentarse a una pacata sociedad burguesa, transgrediendo el buen gusto
que se suponía para una muchacha de su condición. No sé si Lou era una feminista ni me importa, para mí representa un ejemplo, lo que yo quiero ser de mayor.
La muy puta, no sólo se hizo a Nietzsche y a Rilke, sino que tuvo devaneos con
Wagner y con el mismísimo Freud, menudo nivelón el de la Andreas, y encima
estaba casada con un tío que la mantenía y que no se metía para nada en su vida.
No sólo eso, además le financiaba sus continuos viajes y su vocación intelectual.
Total, que emocionada por mi hallazgo, trato de coger el libro para tenerlo
más cerca, manosearlo, abrirlo, desvirgarlo, emocionada, cuando una mano larga
de dedos poderosísimos me lo arrebata, casi al mismo tiempo que iniciaba el
movimiento para capturarlo. Mi mano tropieza con la suya, nos hacemos un lío y
él acierta a decir.
—Perdón señorita.
—¡Oh!, no, perdóneme usted—
33
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 34
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Las fórmulas sociales correspondientes, que si tuya, que si mía, y nuestras
caras que se encuentran.
—Hola doctor Condomina, que casualidad, ¿qué hace usted aquí?—
Hay personas a las que no se les concede el natural libre albedrío que pudiera llevarlas hacia un lugar común: una librería, un bar o cualquier otro sitio. Hay
personas como el Dr. Condomina al que no me imaginaba fuera de su consulta,
vestido de calle, o simplemente bebiéndose una coca-cola. Hay personas a las
que entendemos como consagradas. Una de ellas es el Dr. Condomina, mi médico de cabecera.
Ya sé que es una fantasía un poco infantiloide, pero la cara de sorpresa que
debí de poner al verle allí, debió de ser de un rango bastante fuera de lo común,
porque después de verme tan azorada, me encontré con la biografía de la Salomé
en la mano y al Dr. Condomina husmeando en otra estantería contigua.
La primera impresión de desconcierto se desvaneció a los pocos segundos, y
mientras ojeaba el libro conseguido tan heroicamente, repasaba la relación con
aquel médico, con el que me unía una especie de veneración infantil, una especie
de superstición.
El Dr. Condomina era mi médico desde hacia unos seis años, de modo que
conocía perfectamente mi historial clínico. Mis problemas con las jaquecas y
otras calamidades menores de salud. Fue él quien me recomendó hace años que
consultara con un psicoanalista al entender que mis migrañas tenían un soporte
psicológico. Sin embargo, no recurrí al profesional que me indicara, sino a otro
que me recomendó Mónica, de modo que me sentía de alguna forma en deuda con
él. Seguramente, esa circunstancia no modificó en nada el destino de mis jaquecas, pero siempre le agradecí que no me atiborrara de pastillas y que llegara a
entender mi confusión interior, si no para ponerle remedio, sí al menos para
darme alguna clave sobre su origen.
Ahora que le veo, por ahí paseando mientras la Sutherland canta una aria de
Bellini, con esa voz, con ese poderío esencial que sólo tiene la Sutherland, recuerdo que alguna vez había pensado en él, de un modo que trascendía a nuestra relación de médico y paciente.
Es un hombre alto, bordeando la cincuentena, con sienes plateadas y con un
porte caballeresco, una elegancia y distinción nada afectadas, sino muy profesionales, muy en su sitio: una elegancia como de espadachín, no sé. No se me había
escapado su mirada líquida, sus ojos vivos, pequeños y escrutadores, su boca sensual dibujada bajo un bigote inglés de aquellos que los Beatles pusieran de moda
en el sesenta y ocho.
34
No sé por qué, pero hay personas que tendemos a mantener en un lugar inalcanzable, como si nos diera miedo intimar con ellas, o quizá porque necesitamos
realidades fácticas constantes, puntos de referencia inmóviles, que nos muestren
su luz y que no se muevan de su sitio. Será por eso que me he sentido aturdida por
un momento en cuanto le vi. También debe ser por eso por lo que nos mantenemos a distancia de ellos, como si su conocimiento sobre nosotros les dotara de un
siniestro poder, como si fueran a hacernos daño si nos acercamos demasiado. Es
algo así como lo que pasa —supongo— con los sacerdotes, que existen precisamente para contener esa necesidad humana esencial, no es que existan para dominarnos, es que existen porque necesitamos sentirles superiores, ahí afuera, velando por nosotros, como mediadores entre la práctico y lo oculto. En ellas podemos
depositar nuestra abyección más secreta, nuestras ambiciones, nuestros secretos y
nuestros malos rollos. Existen pues, porque los humanos necesitamos ese depósito, ese vertedero. Un vertedero además confidencial, por definición.
Con este tipo de personas, una nunca tiene fantasías eróticas, bueno, al menos
yo. No es que el tío no esté bueno, no, no es eso, lo está y mucho, es que te lo guardas para otra cosa más importante, lo tienes en la reserva para lo sobrenatural. Se
tiene la impresión de que cohabitar con una de esas personas es una especie de
sacrilegio. Un sacrilegio que les iba a despojar —inmediatamente— de esos encantos, de ese poder que hace de ellos los depositarios secretos de la ignominia, de
aquello que nos negamos a nosotros mismos. Con ellos sin embargo, queda nuestra verdad enterrada en un acto administrativo que legitima esa especie de incesto
intelectual que es cualquier confidencia. De manera que nuestra relación con ellos
discurre con una cierta ambigüedad y también con una cierta ambivalencia. Les
necesitamos y les tememos y ellos además lo saben. Deben intuirlo, yo misma le he
dado pruebas hace un momento con mi torpeza y mi atolondramiento.
Ahora es Manolo García, ese chico que perteneció a “El último de la fila”,
quien canta por los altavoces, desgranando una letra increíble, fresca y osada, no
sólo por su contenido, sino por su vocalización. Me encanta su rollo, aun sabiendo que es una cosa leve y comercial.
—Perdóneme por lo de antes Dr. Condomina, debí parecerle una aparecida,
por mi sorpresa al verle aquí.
—No te preocupes, es natural que al verme sin bata te hayas asustado, aunque
por un momento me sentí, efectivamente, un aparecido—. Bromeaba con las
palabras mientras trataba, con la mirada, de apaciguar mi rubor.
Sostiene en sus manos un volumen de Paidós, un volumen que yo poseo, y
que es básico para entender al gran poeta persa sufí, me sorprende verlo, no sé si
35
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 36
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
tanto como la presencia del médico o un poco más. Se trata de un volumen sobre
la poesía de Rumi de Reza Arasteh.
—¿Le interesa el sufismo?— alcanzo a preguntar.
—Mucho— contesta él murmurando una serie de títulos que me resultan muy
familiares.
No sé aún cómo, pero llegamos a una mesa del bar, ni cómo iniciamos la conversación acerca del sufismo, del chamanismo, del budismo, del psicoanálisis, del
marxismo, de mi tesis y de la postmodernidad. No sé cuanto tiempo nos llevó acabarnos el cortado con leche fría que ambos bebimos a sorbos pequeñísimos, como
si intentáramos prolongar la conversación. Me refiero a cuanto tiempo interior,
porque el reloj, ese inexorable centinela de nuestra vida trivial, delataba con sus
manecillas el transcurso del tiempo. Entre frase y frase, mi conciencia me recordaba otros deberes, cotidianos, domésticos. Tenía que pasar por el supermercado.
Había quedado con Mónica para comprar, de manera que no podía seguir haciendo oídos sordos a aquella vocecita interior, que se inmiscuía en la conversación
sobre temas diversos que iban surgiendo, saltando de aquí hacia allá.
El Dr. Condomina era un hombre muy culto, cosa nada frecuente en los médicos, acostumbrados al peso de las cosas verificables, a aplicar la ciencia dura, a
discriminar qué cosas son verdad y cuáles están para revisar, a sopesar las pruebas. Aplicar esos conocimientos a la vida cotidiana, aun sabiendo que la mayor
parte de los malestares no tienen remedio con la ciencia y a no desesperar, porque la mayor parte de las veces la función de un médico está más cerca de lo
paliativo que de lo resolutivo. Eso pasó precisamente conmigo y mis dolores de
cabeza: en cuanto pude conectarlos con mi existencia, aquello, como por un exorcismo perdió virulencia. No es que ahora esté del todo curada de aquellos accesos, pero al menos han perdido dramatismo. Curada del todo no estoy, porque mis
problemas siguen siendo los mismos, aunque al menos, han sido formulados.
Naturalmente también hablamos de eso, en nuestro recorrido por nuestras aficiones comunes, pero de un modo tangencial. No quería ocupar su atención en
algo tan nimio y tan profesional.
El Dr. Condomina me fascinó, me encantaba oírle hablar y sobre todo
como me escuchaba, de una manera similar a la que solía Arantxa. Para mi
asombro descubrí que mis opiniones eran importantes, todas estaban dotadas
de interés para él, todas suponían un giro decisivo sobre lo ya pensado.
Descubrí en aquella conversación que aun hay hombres que escuchan, que
entienden. Que me entienden.
Me encantó.
36
No sé quién dio por terminada la conversación, sólo recuerdo el regusto amargo del café en la despedida y una cierta necesidad por mi parte de continuar aquella disertación, aquel intercambio más bien.
Mis impresiones de aquel día no habían —al parecer— terminado, porque
casi en la puerta del FNAC, cuando nos despedíamos como es oficial en
Occidente, besándonos en cada mejilla:
—Adios Dr. Condomina, bueno, hasta luego.
—No me llames Dr. Condomina, Vero.
Sonreí, precipitadamente, al entender que sugería una distancia menor en
nuestro trato, que me relevaba del tratamiento. No era así.
—Llámame señor, ¿de acuerdo?.
Si no fuera porque mi piel es blanca como la nieve, alguien hubiera podido
notar mi palidez, una palidez que arrastré todo el día, mientras trataba de desvelar aquel cambio de rumbo en nuestra charla. En ese momento sólo alcancé a sonreirme como las hienas.
Adentro sonaba “Riders on the storm” de The Doors y Jim Morrison me trajo
a la memoria el apocalípsis de una generación, a través de las drogas y la utopía
que no pudieron alcanzar, los que como Condomina, vivieron su adolescencia en
los sesenta.
Desaparecí en dirección al rio, una dirección afortunadamente opuesta a la
suya, aturdida por una mañana que resultaría para mi vida esencial, y que de alguna manera intuía, sin alcanzar a discriminar aún ni de donde procedía o a dónde
me dirigiría.
Llevaba una bolsa con un sólo libro. Al final me había olvidado de la biografía de Lou Andreas. Supuse que en el fondo no quería tenerlo. En su lugar me
había llevado una monografía de Deleuze sobre el sadomasoquismo, una joya ya
prácticamente agotada y que encontré a buen precio.
Mónica
Nuestro cerebro está modelado por la instrucción que recibimos de una forma tal,
que —inevitablemente— tendemos a buscar explicaciones razonables para cualquier acto imprevisto de la vida cotidiana. Lo razonable no es otra cosa que lo
conocido. Intentaba dar forma, es decir, encontrar en el almacén de mi memoria,
un rastro que me mostrara, que me tradujera, la hermética frase de Condomina y
37
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 38
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
su giro hacia la formalidad, después de una conversación, donde los lugares
comunes, las aficiones compartidas e incluso una misma manera de pensar, habían asomado en forma de perplejidad, creo que para ambos.
Cuando nos enfrentamos a un dilema como este, lo razonable no es pensar
demasiado, sino congelar la experiencia para encontrarle significado, más adelante. Estaba segura de que se la encontraría. Ahora me limito a disfrutar aquella
voluptuosidad, en donde el misterio tiene un papel de primer actor y mi intuición
es, o será, la protagonista femenina, cuando despierte de su letargo.
Generalmente, la mejor manera de despertar la intuición es no especular
demasiado y esperar. Cuando me dedico a hacer cualquier rutina cotidiana es
cuando las ideas se agolpan: al cerebro hay que darle desafíos, pero nunca prisa,
él tiene su propio tiempo interior, un tiempo infinito si se compara con nuestro
ritmo ajustado a las necesidades del día a día, que suelen ser necesidades laborales, más que necesidades de personas.
Una de las formas de distraerme de la melancolía y de conectarme con el
mundo real, me la ofrece Mónica cuando me llama para ir al supermercado. Me
fascinan los supermercados, siempre me imagino interpretando el coro de las
walkirias cuando voy tirando del carro por las largas avenidas y callejones donde
los manjares se hallan dispuestos en un orden, podríamos llamar cerrado, un
orden militar. Unos que reponen y otros que consumen en una lógica aplastante
y cotidiana, que deja la espontaneidad como patrimonio de los niños, los caprichosos o los hombres.
Me gustaría poder ir al supermercado como un hombre, como un niño o
como un jubilado, no para comprar lo necesario, sino con una actitud de búsqueda del asombro. Enamorarme de un bote de aceitunas y comprarlo, por su
color, por sus texturas. Un paquete de galletas por su disposición dentro del
orden total de la estantería, aquella botella, simplemente por deshacer un montoncito dispuesto para mantener un equilibrio estable. A mí me gustaría enamorarme de los fideos, de los spaguettis, de los macarrones, de las especias y de la
fruta y elegir en función de caprichos transitorios, un poco lo mismo que hago
en el FNAC, donde nunca me compro lo que necesito, sino más bien, lo que
deseo. Y casi nunca suele coincidir.
Como se supone que somos amas de casa, en lugar de eso, nuestro tránsito por
el supermercado es rápido y alienante. Vamos directamente a las estanterías,
donde de memoria sabemos que están los productos que necesitamos, ni más ni
menos. No necesitamos comparar los precios, simplemente y de forma automática vamos acumulando en el carro las viandas que previamente hemos decidido
38
comernos o bebernos, sin necesidad de consultar la lista, que a modo de pretexto
estéril terminamos por componer siempre que venimos a comprar, como si temiéramos olvidar algo trascendental.
Creo que fue en la estantería de los danones cuando Mónica me anunció.
—¿Sabes Vero?, las llevo puestas—.
—¿El qué?—, repliqué distraídamente.
—Las bolas—, me aclaró Mónica.
—¿Qué bolas?—, intenté encontrar un sentido a aquella frase, disparada a
bocajarro.
—Las bolas chinas— Puntualizó, definitivamente, Mónica.
Quien menos corre, vuela, pensé, mientras fingía un rictus de sorpresa.
Hace unos cuantos años, Mónica y yo, hicimos una incursión a un sex-shop,
de donde yo era clienta habitual. A mí me encantan o me encantaban los artilugios sexuales. Un día la convencí, para que me acompañara a comprar un consolador de esos que sirven para compartir dos mujeres, con la idea de probarlo con
ella. Al final no lo compramos, porque la verdad es que era un artilugio que daba
algo de asco, blando y depresible, como el abdomen de una starlette siliconada.
Con dos cabezas como Jano, una que miraba al pasado y otra que miraba al futuro, sin tener muy claro cual era una y cual la otra. Al final lo dejamos, un poco
asqueadas por su textura. En su lugar nos compramos un par de bolas chinas para
cada una, naranjas para mí y azules para ella.
Las bolas chinas que venden en Occidente son de látex, aunque también pueden encontrarse metálicas, que son las bolas propiamente chinas. Las vaginales
son dos, del tamaño de un ciruelo cada una, que van prendidas de un cordón y que
se introducen en la vagina, quedando el cordón por fuera como el de un tampax.
Los chinos las usan para tratar la frialdad femenina, el retardo en el orgasmo
o su ausencia, a base de fortalecer los músculos vaginales y aumentar el placer
del amante en el coito, mediante esa succión-contracción que algunas hacemos de
forma espontánea y que a otras no les sale ni de coña, no tanto por falta de gimnasia sino por un exceso de inhibiciones morales.
Lo realmente interesante de las bolas chinas, es llevarlas para andar y acostumbrarse a tenerlas dentro, sin delatar su uso. Las de látex no suenan demasiado, pero las metálicas —como es obvio— se anuncian con un tintineo, que podría
resultar embarazoso para una mujer occidental que trabaja fuera de casa. Hubo un
tiempo en que Mónica y yo las llevabámos siempre puestas, más que por complacer a nuestras parejas, para desafiarnos la una a la otra, para ver cual era más
osada. Luego simplemente, las abandonamos.
39
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 40
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—¿Y eso?—. Quise indagar en esa inesperada vuelta a los orígenes.
— Juan Antonio me lo ha pedido.
Era eso, sin duda, Juan Antonio quería jugar a algo nuevo, el muy bobaina.
—Vaya, vivir para ver—, alcancé a decir mientras me llevaba más danones de
los que podía consumir en una semana.
—Es que verás— adoptó un aire de solemnidad para anunciar —Hemos decidido profundizar en nuestra relación sexual, de un modo creativo, de un modo
más erótico, hay que impedir la monotonía.
—Coño, pero si tú eres una monjita de clausura, ¿lo sabe él?
—Anda que no tienes mala leche, bueno ¿me escuchas?
—Vale, si, perdona, es que he reaccionado mal, —me repuse— ya sabes, la
sorpresa… creí que solo las habías utilizado cuando experimentabas conmigo, en
fin supongo que será un ataque de celos—. Le concedí ese triunfo, creo que para
tirarle de la lengua.
—Venga, no seas celosa, ya sabes que eres mi mejor amiga, pero Juan
Antonio, es mi pareja y ya sabes que le quiero.
No supe si decirle que él tenía suerte de que ella le quisiera o si la suerte era
de ella. De modo que al no hallar solución a aquel galimatias, me callé.
—Cuéntamelo mientras vamos a la verdulería, anda, necesito fruta y tomates
y todas esas cosas que tú sabes que se usan para la ensalada.
—¿Qué habéis descubierto para eludir esa monotonía de la pareja estable y
monógama?— pregunté mientras pesaba los melocotones.
—El sado—, respondió Mónica como el que no dice nada.
Creo que ahogué, ahora si, una carcajada abierta, sólo por el placer de continuar la broma que Mónica me proponía. No podía creer lo que estaba oyendo, no
podía dar crédito a aquello que procedía de Mónica, mi mejor amiga, tan convencional, tan ñoña, tan burguesa, tan interesada, tan superficial. Heme aquí, a
una licenciada en Filosofía, experta en el XVIII, fascinada por los libertinos enciclopédicos, con una tesis a medio acabar sobre Sade y el mal, escuchando las
incursiones de fin de semana en una actividad fraudulenta y ocasional con su
marido legal, con un contrato reproductivo sobrevolando en forma de débito conyugal. Una simulación grotesca, cuya ironía y comicidad sólo a Mónica, que era
seguramente más estúpida de lo que yo había intuido, se le podía ocultar.
—¿Pero Juan Antonio es dominante?—, alcancé a preguntar, con la carcajada
reprimida, asomándome por las aletas de la nariz.
—Claro, ¿es que no te habías dado cuenta aún?—
No, no me había dado cuenta, quizá en un alarde de excesiva vista, siempre
40
pensé que Juan Antonio era un mequetrefe, de esos que terminan por salirse siempre con la suya, pero un mequetrefe al fin. La verdad es que no le veía con un látigo en la mano, azotando ni siquiera a una esposa legal, amordazada y entregada
por un pacto escrito en forma de contrato masoquista, como hizo Sacher-Masoch
con su esposa Wanda.
Para oponer algún dique a mi estupor creciente, decidí preguntarle:
—Pero tu Mónica, ¿eres masoquista?.
—De momento soy sumisa, aun no he cruzado mi umbral de dolor, Juan
Antonio va conmigo muy poco a poco—.
—¿Y a él le gusta ese papel, de sádico, quiero decir?
—Utilizas unos términos demasiado categóricos, de momento estamos jugando a la dominación/sumisión. Aun no hemos encontrado nuestra verdadera condición sexual. Estamos en eso.
—Tu condición sexual es la bisexualidad, te lo he dicho muchas veces y pareces querer ignorarlo, una condición que has sacrificado por la tarea reproductiva.
—Si y no—, aceptó Mónica a duras penas, sin embargo, pareció escoger las
palabras mientras hurgábamos los melones por la parte contraria del pezón, donde
hay que hurgar para saber su madurez. Concluyó dogmáticamente: —Yo creo que
soy más sumisa que bisexual.
—Y— medí bien mis palabras para no espantar a la presa —¿Piensas descubrir tu condición sexual jugueteando con Juan Antonio?
—Naturalmente. ¿Y con quien mejor que él?
Con cualquiera, —pensé—, pero no era el momento de discutir sobre eso y
una vez terminada la fruta, nos dirigimos hacia la bebida, mejor dicho, las cervezas de nuestros respectivos dominantes.
—¿Bueno, y qué has descubierto, si puede saberse?— pregunté al tiempo que
tomaba un brik de cervezas.
—Creo que he conectado con mi parte de hembra atávica, con una parte profunda, con mi capacidad de entrega—. Se aceleraba, emocionada, mientras —creo—
que revivía su descubrimiento, en la confidencia. Estuve a punto de preguntarle si
estaba excitada, por el énfasis que empleó en comunicarme su hallazgo.
—Creo que estoy excitada, me anunció, ¿oyes el roce de las bolas?—. Dio
unos pasos y pude oír un cri-cri amortiguado, que a ella le debieron parecer las
campanadas del Big-Ben.
—Sí, sí las oigo—, concedí benevolente.
—Las llevo para estar siempre dispuesta, por si Juan Antonio decide usarme,
al llegar a casa.
41
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 42
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
En ese momento empecé a no escuchar la sarta de tonterías que siguió a esa
declaración de puro objeto sexual, papel en el que al parecer, Mónica se había instalado, no tanto por razón de su condición, sino más bien en el ejercicio de una
simulación que estaba contenida en la propia relación con Juan Antonio: no una
simulación cualquiera, sino la quintaesencia de la simulación.
Pensé que todo estaba perdido, que de nada habían servido las luchas de doscientos años por la liberación de la mujer, que no habíamos contado con las pequeñas o
las grandes traiciones que, estúpidas sin seso como Mónica, habían conseguido destruir en unas cuantas horas de furor uterino. Que la alfabetización y el sufragio universal, había sido una concesión por parte de un tipo parecido a Juan Antonio, que
seguramente nos veía y vigilaba siempre y en todo lugar desde una lejana atalaya.
Creo que en ese momento nos dirigimos a pagar, mientras ella continuaba desgranando sus juegos de pareja, mientras reía y se calentaba con los detalles escabrosos de su recién estrenada esclavitud.
—Más vale ser esclava por vocación, que serlo por necesidad, ¿no crees?.
Lo peor de todo, era cuando pretendía teorizar. Ahí se podía vislumbrar la
parte más reaccionaria y burda del pensamiento operativo, de la razón al servicio
del interés, de lo práctico por encima de cualquier modelo, ideología o sistema de
pensamiento. Es fascinante cómo la gente puede llegar a conclusiones tan disparatadas y contradictorias sin mostrar un ápice de perplejidad o confusión.
—Oye, Mónica, le dije ya, después de pagarle a la cajera, dime una cosa,
tengo curiosidad. ¿Juan Antonio te amordaza cuando se te folla?
—A veces sí y a veces no.
—Dile hoy, que cuando termine contigo, por favor, que no te quite la mordaza, será una bendición para el pensamiento contemporáneo.
Naturalmente se enfadó, pero no pude evitarlo. Me contuve mientras pude,
pero llegó un momento en que no pude aguantar más. Mi risa inicial fue dando
paso a un estado emocional de irritabilidad, de ganas de herir, de hacerle daño. A
medida que me iba describiendo los detalles de sus prácticas, inocentes por consensuadas y por tanto predecibles, fui perdiendo la compostura. Me hizo dudar, y
no sé por qué, de mí, de ella, de mi pasado y de mi historia, como si no fuéramos
—de hecho— seres históricos, como si fuéramos de plexiglás, una especie de
juguetes en manos de una dinámica siniestra, una especie de Barbies, de androides con tres orificios útiles que alguien manejaba a su antojo desde un alto edificio de oficinas en Manhattan. La ingenuidad de Mónica me había trastornado, me
había entristecido, me había asqueado, no tanto porque el sadomasoquismo me
pareciera una actividad perversa en sí, sino porque ella, precisamente ella, la
42
practicara, como siguiendo una fatalidad que comenzó con su matrimonio y que
terminó excluyéndome de su vida. Una bifurcación que terminó concretándose
hace relativamente poco, una bifurcación de sentido opuesto como sucede en esas
series no lineales, que llegadas a un cierto punto, donde no hay sino predictibilidad y orden, se deshacen en figuras caprichosas y caminos inversos.
Unas figuras que en geometría se llaman fractales y que se parecen mucho a
los virus, a los aerolitos y a las flores. A la vida. Una perfecta metáfora para describir a una sociedad donde el sembrado de posibilidades, es la estrategia que utiliza el Poder para llevar hasta los sujetos individuales, la convicción de que son
libres, ocultándoles al mismo tiempo el origen de la prohibición que les aliena.
Un Poder que despliega un menú de opciones y donde los tontos se alinean en
orden cerrado como borregos, señalando, “ese soy yo, esa es mi identidad”.
Ignorando que cualquier albedrío, no es sino una posibilidad de síntesis, como
las anfetas que nos comíamos el fin de semana, porque la sexualidad sigue estando prohibida, por más trampas o disfraces que le opongamos.
La tesis
El verdadero sadismo es aquel que no pide permiso. El verdadero masoquismo es
aquél que no pide cuentas, es aquél que se ofrece a la inmolación, a la tortura, al
exterminio si hace falta, como parte complementaria del deseo del Otro. Este es el
sadomasoquismo Ideal, es decir, aquél que sólo existe como un fenómeno extremo.
En la práctica, no podemos hablar de individuos sádicos, ni individuos masoquistas, sino posiciones distintas, roles reversibles, cambiantes y en cierto modo
predecibles sobre la reproducción sexual. Porque no hay mayor violencia que la
reproducción. Del mismo modo que no existe el Bien y el Mal como términos
antitéticos o contradictorios. Ambos se encuentran relacionados por las leyes de
la dialéctica y se hallan siempre en tensión.
Tampoco existen individuos laboriosos o vagos, per se, se trata de definiciones, de rótulos, de identidades imaginarias a las que uno se adhiere de una manera u otra en uso de ese derecho virtual que es la libertad de elección, el albedrío,
y que termina por constituir, si alguien no lo remedia, una identidad individual.
Nuestra sociedad avanza hacia un modelo de negación de la alteridad y no hay
que sorprenderse porque estos fenómenos florezcan en nuestras aburridas ciudades, que sestean viendo como los temores atávicos del hombre se desvanecen y
43
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 44
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
son sustituidos por otros miedos emergentes, que tienen como paradigma a la
propia muerte y el horror a la diferencia. El horror a los otros, a los semejantes.
Un semejante que siempre es un adversario, en su mismidad. Una mismidad
que se nos antoja demasiado diferente. ¿Cómo saber lo que siente nuestro amante, cuando nos posee? ¿Cómo llegará a saber lo que siento? Hay un abismo de discontinuidad entre los humanos que apenas podemos rellenar con las formulas tradicionales del apego. Por eso algunos recurren al erotismo, una plusvalía que
conecta al hombre con lo sagrado, con la imposibilidad de capturar al otro en su
esencia, en su inalcanzable alteridad. Por eso la mayor parte abdica de esta posibilidad y se conforma con distintas versiones de sí mismo, una relación con clones, con individuos transparentes, que son cualquier cosa, excepto espejos. Esa es
la muerte metafísica, la crónica de esa imposibilidad. Una imposibilidad que sólo
a algunos no nos resulta destructiva, porque no tememos nada.
Ni siquiera sabemos ya morirnos, quiero decir con dignidad. No es sólo que
neguemos la muerte, la única fatalidad de la que tenemos noticia. El unico
Absoluto predecible, inexorable. Por eso, quizá, nos empeñamos en exorcizarla
con una amplia gama de gestos destinados a hacernos creer que somos libres.
No es que crea que el sadomasoquismo no suponga una posibilidad de goce
como cualquier otro. No. No es eso. De lo que estoy segura es de que Mónica no
es masoquista, ni Juan Antonio un sádico, ni siquiera que representen a una sumisa o a un dominante. Son demasiado iguales, demasiado pobres de espíritu para
saber qué significa eso, qué modelo se transgrede cuando se decide jugar ese
juego: una transgresión que consiste en llevar la diferencia al paroxismo.
Una cosa es pelearse y otra muy distinta jugar a pelearse. Es sabido que en
casi todas las especies animales, el juego de pelearse forma parte del aprendizaje
de la pelea adulta, esta vez en serio. Del mismo modo, un dominante puede
“dominar” a su pareja como parte de un ritual. En este sentido podemos concluir
que en todo juego sexual consensuado, existe un elemento de simulación. Sin
embargo el verdadero juego consiste —precisamente— en esconder o enmascarar este elemento de simulación de modo que el juego pueda resultar creíble para
ambos miembros. Eludir el elemento de farsa para que el elemento dramático
pueda constituirse, dado que no existe erotismo fuera de lo dramático.
Es muy dudoso que en una pareja reproductiva pueda establecerse el necesario
suspense, misterio e incertidumbre, para desactivar la obligada regla natural de la
sexualidad consentida, lo que no hace sino oscurecer, hasta la pantomima, cualquier actividad sexual extrareproductiva en la pareja convencional. Esto es lo que
hacen Mónica y Juan Antonio: coleccionar mapas en lugar de patearse la selva.
44
Una pareja convencional, unida por intereses reproductivos, que en cuanto
empiecen a emerger, tenderán a independizarse de ambos; se dejarán llevar por el
peso de los símbolos, que como cualquier atractor, derivará la relación hacia una
alienación conyugal sosegada y práctica, que a largo plazo, terminará pasándoles
la factura que cualquier pareja monógama tiene que pagar ante la Diosa Especie.
Mónica y Juan Antonio juegan un juego sadomaso, él le pone un antifaz, le habrá
comprado esas prendas de cuero que bordean la estética nazi, o bien las más
modernas de latex, la atará, la desatará, tendrán un par de orgasmos y mañana por
la mañana, ambos se darán una ducha y ambos tendrán que partir con la impostura colgándoles de las orejas.
No son sino eso: impostores que buscan añadir una pizca de excitación a sus
aburridas vidas, vendidas al capital por un plato de lentejas y una enfermedad más
que probable en las coronarias.
Para entendernos, si yo decidiera jugar ese juego, sería con todas las consecuencias. Nada de escenas grotescas o humillaciones estereotipadas, nada de jueguecitos
con tacones de aguja, nada de parafernalia, ni piercing, ni tatuajes, ni pollas.
Mi entrega sería una entrega total, una entrega animal, porque naturalmente
yo sería sumisa. Mejor dicho masoquista.
Yo resisto muy bien el dolor, me he pasado la vida sufriendo, de manera que
no creo que ningún dolor inflingido por un hombre o una mujer pudiera resultarme peor que los que ya he tenido que paladear. Unos azotes en las nalgas son una
broma, si los comparamos con las putadas que la vida me ha regalado. Unas agujas en los pies, son sólo picadas de mosquito en relación con las punzadas de la
rivalidad, de las traiciones de las amigas, del abandono a mi suerte que se derivó
de mi emancipación emocional. De mi exilio interior.
Y naturalmente no jugaría ese juego con Andrés. Y eso que nuestra relación
está a años luz de la que mantienen Mónica y Juan Antonio. Para empezar no estamos ni casados, o sea, que ninguna obligación, más allá de las que mutuamente
observamos para mantener un cierto orden y sincronía. Y para terminar, yo no voy
a tener hijos, lo que me acerca al modelo ideal para cualquier relación perversa,
que se alimenta del cambio y de una guerra sin cuartel contra la rutina. Nunca he
entendido porque los homosexuales en cuanto se establecen, ya hablan de herencias, adopciones y contratos, echando a perder las posibilidades de transgresión
que se ocultan en cualquier pareja perversa. Pero que les den. Es patético.
En cualquier caso Andrés no se avendría ni siquiera a jugar este juego, no sólo
porque no es nada dominante, sino porque no me quiere lo suficiente para hacerme sufrir. Él cree que el amor y el dolor son cosas opuestas, antagónicas y que es
45
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 46
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
posible separar el uno del otro de forma tal, en que el supuesto malo, el indeseable, el dolor, sea expulsado del paraíso terrenal. Está equivocado, pero no, no, no
es sólo un error conceptual. Es además de eso, que no tiene el nivel suficiente
como para entender el orden de la dominación, que está implícito en la cultura y
que yo, ya me he hartado de ser la mujer ideal que en un altar preside su vida y
sus decisiones.
Yo quiero ser una esclava y leer poemas desnuda. Y cuando me equivoque y
lo merezca, recibir una bofetada. Y a veces sin merecerlo, porque el Poder es
siempre cruel, abominable y arbitrario.
Por eso sabemos que es Poder.
Nicolás
Los viernes, Andrés y yo solemos quedar con Nicolás. Primero nos damos una
vuelta por Ámbar, a ver qué pillamos. Hoy creo que hemos tenido suerte porque
hemos encontrado al Drome, nuestro camello preferido. El Drome nunca engaña:
cuando dice que este polen es bueno, es que es bueno y cuando dice que hoy no te
lo aconseja, es que es mejor abstenerse. Hoy nos ha colocado un polen muy suave
y burbujeante a un precio más que razonable, de modo que la noche promete.
De Ámbar, nos hemos marchado al Paraíso, después de liarnos unos petas en
el jardín de una plaza recién recuperada para los peatones y los paseantes, que por
la mañana es refugio de mamás y jubilados y por la noche, de ciudadanos liándose porros. Una plaza de muy buen rollo, digan lo que digan.
El Paraíso es una discoteca antigua reconvertida en espacios diáfanos y entornos múltiples y distribuida por ambientes. En uno, mesas para charlar como en los
antiguos cafés y música de fondo. En otro, baile latino, mucha marcha y sabor tropical para el ligue y la exhibición de lo aprendido en las clases de baile. En una especie de caverna, ubicada en el sótano, una banda de blues sucio improvisa con escaso bagaje y criterio musical sobre Three o´clock blues, un estándar. Su entusiasmo
no llega a compensar su poquita formación y su exceso de oído. Pasamos allí buena
parte de la noche, de pie, consumiendo los petas que en ese ambiente pasan desapercibidos de las miradas de algunos clientes, que más arriba, en el entorno de las
mesas, o del baile de salón, pondrían de manifiesto con desaprobación.
Nicolás y Andrés bailan como posesos, mientras yo que me he puesto introspectiva, cavilo y cavilo, intentando apresar las imágenes que me pasan por la
46
cabeza, un torbellino de ideas: unas literarias, otras poéticas, conversaciones
entre actores dramáticos de una supuesta escena teatral, melodías que no consigo apresar y sobre todo impresiones sensoriales, chorros de bienestar que recorren mi cuerpo y que abren ventanas en mi mente. Ningún dolorcillo de esos
cotidianos que casi siempre nos acompañan, como un referente inútil de nuestra
frágil condición puedo sentir, aunque dentro de unas horas volverán inexorables,
pero ahora ni los recuerdo ya, ni su ubicación concreta, ni su ritmo o su cualidad. Los porros deberían venderse en las farmacias. Más que un medicamento,
una farmacopea sagrada. Un curalotodo, como el tabaco o el Agua del Carmen,
pero sin efectos secundarios.
Las drogas, como el erotismo, nunca debieron salir del templo. Allí, en su
debido contexto, las substancias psicoactivas recobran su conexión con lo sagrado, con lo oculto. Sólo los iniciados deberíamos poder consumir estas pócimas
divinas, que Dios puso a disposición del hombre para elevarle y para que pudiera acercarse a Él. Andrés por ejemplo, ¿qué sentirá al fumarse un canuto? Dice
que le pone bien. Pero ¿qué será ponerse bien para Andrés? ¿ Una especie de
voluptuosidad pasajera? ¿Una embriaguez sin mal cuerpo?
Yo fumo canutos para pensar, para acceder a asociaciones insólitas, a conexiones de mis neuronas que sólo con mucho esfuerzo y disciplina podría conseguir. Fumo para tranquilizarme y para excitarme, para bailar y para leer, del
mismo modo que utilizamos el tabaco, sólo que el tabaco rara vez consigue abrir
las puertas de la percepción y acaba arruinando nuestro sistema circulatorio, debido a la enorme dosis de nicotina que hemos de consumir, para acercarnos, de
lejos, a esos efectos.
Un par de porros, compartidos incluso, bastan para pasar una noche divertida
y productiva. Consumido a solas, su efecto se potencia enormemente, porque el
cannabis no es, como casi todo el mundo piensa, una droga lúdica, sino introspectiva. Así la uso yo y por lo que sé, no es así como la usa la mayor parte de la
gente, que no sabe distinguir entre la química sucia de las anfetas, el consumo
snob de la coca, limitada a una determinada clase social, por otra parte, más narcotizada que nosotros, y el cannabis, la única droga que consumo abiertamente y
de la que soy una defensora pública.
Por otra parte, no tengo la receta para impedir su uso a aquellas personas que
debieran mantenerse lejos del consumo, no ya del cannabis, sino de cualquier
cosa. La democratización del uso de drogas ha propiciado que un rito religioso
trascendental que unía al hombre con el secreto de su esquema sensorial y con un
catálogo amplio de matrices significativas, se haya convertido en un problema de
47
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 48
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
salud pública. Yo creo que determinadas experiencias, del mismo modo que
determinados conocimientos, deben ser iniciáticos, deben adquirirse después de
un prolongado tiempo de adecuación y de adiestramiento.
Pero eso no justifica su prohibición. No está prohibida la pornografía y casi
todos los psicópatas alimentan su imaginario criminal de ella. Tampoco lo está la
violencia a pesar de la relación clarísima que existe entre determinados tipos de
aprendizaje social y su ubicuidad televisiva. Ni está prohibida la moda a escala
industrial, a pesar de propiciar modelos de mujer no ya imposibles, sino también
siniestros y reaccionarios.
Las drogas, como las putas, están solamente toleradas. Es decir, están permitidas mientras su uso se mantenga en secreto, en privado. Cosa que no me
parece mal, siempre y cuando su precio y su calidad pudieran estar, a su vez,
controlados. Metidas ambas mercancías en el guetto, su consumo atrae a aquellos que sienten que su uso está vinculado a un cierto tipo de transgresión, lo
que no hace sino añadir clientes de bajo perfil a sus consumidores. De las drogas y de las putas.
Nicolás nos ha pedido unos cubatas y señala con la mano una de las mesas
del fondo que han quedado vacías. Hacia allí nos dirigimos los tres automáticamente, imposibilitados de protestar por la tercera ronda de improvisación de un
guitarrista decididamente torpe, que no sabe siquiera usar el glisando en su guitarra eléctrica: una Fender Stratocaster, una joya, en manos de un patán.
Parece que quiere decirnos algo, porque ha elegido una mesa tranquila, que se
ha quedado vacía. Nos sentamos los tres en respectivos sillones de mimbre, de
esos que puso de moda aquella infame Emmanuelle.
Hoy llevo una falda con una raja de esas que me pongo siempre para salir a
bailar y los tíos me miran. Andrés mira a los tíos que me miran y Nicolás mira a
Andrés. Les devuelvo a la realidad.
—¿Está buena esta mierda, verdad?
—Bueno, no es de la mierda de lo que quiero hablar,—repuso Nicolás.
—Quiero anunciaros que he roto con Iván— añadió a continuación.
Andrés rió, como dando a entender que para él, era evidente que esa relación
estaba destinada al fracaso. —¿Hay otro hombre?—, preguntó a bocajarro.
—Si, me he enamorado, esta vez de verdad.
—¿Y cómo se sabe cuando es de verdad?—, ironizó Andrés, con un punto de
maldad.
—Se sabe, se sabe—, murmuró Nicolás.
—Intuición femenina—, añadí en un alarde de descolocar a Andrés.
48
—¡Ah cariño!, sólo tu me entiendes— entonces me besó en la boca, un gesto
que solía desquiciar a Andrés, que ahora busca con la mirada, haciéndose el distraido-interesante a un negro que minutos antes escarbaba con los ojos en la raja
de mi falda.
Nicolás parecía como abducido, por un hallazgo. Locuaz, desgranó la serie de
virtudes que adornaban a su nuevo y apuesto pretendiente: un hombre maduro,
serio, profesional, guapo y una serie de adjetivos probablemente desproporcionados, un plus que le añadía a partir de su mirada. Una mirada fascinada y casi reverencial, que me sonó a conocida, como si en mi fuero interno, yo, también alimentara en algún recóndito lugar ese fuego, una especie de espejismo cuya naturaleza y ubicación precisa ignorara aún.
Mientras Andrés se limitaba a hacer burlas interminables y a confrontar con
Nicolás aquel hallazgo, redundante y periódico, que siempre terminaba por instalar en su vida a un ocasional amante, yo trataba de conectar aquellas imágenes
en mi interior. Trataba de interiorizarlas, haciéndolas coincidir en mi propio puzzle, aquellas piezas, aquellos fragmentos de ilusión adolescente del bueno de
Nicolás, que vertidas a personajes desencantados como yo o Andrés nos hacían
ruborizar de vergüenza ajena.
Sin embargo, en mí brotó una nueva intuición. No sentí aquel episodio como
una repetición de algo ya conocido. Al contrario, sentí que Nicolás esta vez llevaba razón, que aquel hombre era el hombre de su vida.
—Lo que más me gusta de él, es que es muy hombre—. Continuaba embelesado intentando transmitirnos su asombro y su fortuna. —Nada que ver con Iván
que era posesivo y algo paranoico—. No, esta vez se trataba de un hombre cariñoso, inteligente y práctico, que estaba de vuelta de muchas cosas y que era además, abogado.
—Aunque a mí, igual me daría entregarme a una mujer muy hombre— me
guiñó un ojo como muestra de complicidad. Una mirada que no halló en mí,
más que una cierta perplejidad y por qué no decirlo: una desgana absoluta de
defenderme.
—¿Y si es muy hombre, cómo es que le gustan los hombres?— preguntó
Andrés en un intento de minar la sonrisa de Nicolás.
—¿Pero qué tendrá que ver?— Contraatacó Nicolás con aquel tono afectado
que parecía servirle de escudo para no pronunciarse. Este novio tuyo, Vero, es un
machista imposible, te acompaño en el sentimiento querida. Estás lista.
Sí. Estaba lista, pensé para mis adentros. Tantos años juntos, casi conviviendo con Nicolás y el ceporro de Andrés aun no había caído en la cuenta de que el
49
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 50
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
sexo y el género no son la misma cosa. Y mucho menos los roles que se adoptan
en las relaciones sexuales. Que las personas no estamos determinados como los
animales. Que los seres humanos somos libres.
—Dime una cosa, Andrés, ¿tú te consideras muy hombre?—. Me propuse
salir en defensa de Nicolás, no podía soportar verle acorralado.
—Naturalmente.
—¿Más hombre que ese negro de la barra que me mira las piernas?. Dime,
¿crees serlo?—, le forcé la mirada en busca de una respuesta.
—¿Ese?, igual es mariquita también.
—No te salgas por la tangente, ¿eres más hombre, menos o igual, cuál es tu
impresión?
—Pues—, pareció dudar,—supongo que igual, ni más ni menos.
—¿Y por qué no te levantas y le rompes la cara, no ves que aun no ha parado
de mirarme las piernas?— Intenté forzar la situación hasta el límite para ridiculizar su argumento anterior. Se trataba de una venganza femenina. Una venganza
que había aprendido viendo películas de mujeres fatales, probablemente del neorealismo alemán. No era yo la que hablaba, sino Marlène Dietrich.
—Él no tiene la culpa de que tus piernas sean un imán para sus ojos. Él mira
lo que tú le enseñas.— Argumentó, como era lógico en la línea clásica, pero confieso que no me lo esperaba. Fue un golpe bajo.
—Total, que el negro es más hombre que tú, él hace lo que quiere: mirar mis
piernas y tú estás más pendiente del negro que de ellas. De donde se deduce que
él es más hombre que tú, porque le gusto yo, más que tú. A ti no te hace ni puto
caso. Luego no es mariquita.
Nicolás se puso a reír como un descosido, por mi argumento un tanto forzado
y por la cara de Andrés, que siempre se queda descompuesto ante ese tipo de retórica, donde mi superioridad intelectual aplasta sus ignorancias y sus prejuicios.
Me retiré de la polémica para no herir más la sensibilidad de Andrés, que parecía
debatirse en un galimatías psicológico. Aproveché para salir a la pista a bailar frenéticamente una especie de grunge, muy movido, y no tanto por seguir acaparando la atención del negro, que seguía mirándome con ese descaro con que sólo
los negros miran a las pelirrojas. Ellos dos se quedaron en la mesa, después de
pedir otra consumición.
Les dejé a solas. Sabía que les gustaba estar a solas, ellos dos, sin mi presencia. No sé por qué, siempre había tenido esa sensación, como de que se contaban
secretitos, como dos mujercitas que se cuentan cosas de trapos o de peluquerías,
a falta de niños o propiedades sobre las que rivalizar.
50
A pesar de todo mi frenesí seductor, el negro no se hizo adelante y se limitó a mirarme desde la barra, como un espectáculo gratuito de la sala. En ese
momento me hubiera gustado provocar una buena bronca por mi causa. Que
Andrés y el negro se pelearan por mí, y sólo el vencedor podría —después de
ser curado de sus heridas—, llevarme al catre. Pero nada de eso sucedió. La
vida nunca nos regala la repetición de una escena imaginaria, nunca, siempre
nos sorprende con algo que no habíamos pensado. Sólo después de que suceda
algo le damos significado, pero nunca antes. La vida no se puede predecir, por
eso cualquier historia tiene siempre explicación, pero ningún futurible se cumple, al menos a nuestra medida.
Después de un cuarto de hora y cuando ya estaba lo suficientemente cansada,
me dirigí de nuevo a la mesa donde Andrés y Nicolás reían y probablemente cotilleaban de alguna cosa baladí o quizá comparaban sus pollas con las del negro.
Al ver que me acercaba, evidentemente cambiaron la conversación, el tono e
incluso la posición corporal.
—Para estar así casaros, tíos—. Casi al mismo tiempo, los dos protestan exageradamente.
—¿Vero, es que estás celosa de nosotros?—. Y rieron, rieron, hasta el paroxismo. Les dio la risa. Esa especie de emoción tan ambigüa que no se sabe, si
tiene que ver con lo erótico, con la vergüenza o con la histeria. Una risa que sólo
los estúpidos atribuyen al porro, como si fumar hierba fuera un argumento risible, una especie de venganza contra la sociedad que lo prohibe. En cualquier
caso, a mí no me dio por reír, sino por agarrar un cabreo descomunal, desproporcionado, que terminó en un mar de lágrimas. Lágrimas de rabia, de desesperación, de una amargura oceánica.
Nos fuimos de allí apresuradamente, ellos dos, ambos, devorados por el
remordimiento, yo, por una sensación corpórea de desvalimiento. Un remordimiento sin nombre, desconocido para ellos, que creo que nunca me habían
visto llorar, al menos así. Fue de menos a más y no paré hasta llegar a casa,
mejor dicho, me fueron viniendo más y más lágrimas a los ojos, ataques de
lágrimas, mientras andábamos, mientras subíamos en el ascensor, mientras nos
desnudábamos. Andrés trataba en vano de consolarme. Pero no tenía consuelo, lo mío era un reventón, no una rabieta. Mi desconsuelo no podía agotarse
con ninguna maniobra humana ni divina, de modo que en cuanto me calmé, le
anuncié a Andrés:
—Andrés, conmigo ya no follas más, vete de putas o cómprate un donut, pero
conmigo se ha terminado, ¿lo oyes?—
51
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 52
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—Medio en broma, el muy incongruente, trataba de hacerse el gracioso.
—¿Ni siquiera una mamadita de vez en cuando?
—Ni lo sueñes. Te impongo y me impongo la castidad. Hasta nueva orden.
—Buenas noches, apagué la luz en un gesto que no dejaba dudas sobre la
seriedad y la irreversibilidad de mi decisión.
Mamá
Cuando mamá llamaba era por dos clases de circunstancias: o bien para echarme la
bronca sobre cualquier cosa, o porque quería que la acompañara al médico. No sé
por qué las madres buscan a sus hijas cuando tienen que ir al médico. Es más, no
entiendo porque algunas personas, las madres en general, necesitan que alguien las
acompañe al médico, por cualquier chorrada, como si temieran que el médico les
viera el culo. A mí, nunca nadie me ha acompañado al médico, ni a los Hospitales,
ni cuando tuve que visitar al neurólogo aquel, que me hacia TACs y todo tipo de
exploraciones para acabar concluyendo que lo mío era nervioso, una forma de descalificar mi sufrimiento. Ni cuando voy al ginecólogo, ni cuando voy a ninguna
parte. A mí no me acompaña nunca nadie a ningún sitio. Yo voy sobrada.
A veces he pensado qué haría mi madre si yo fuera un hombre. ¿Me llevaría
también de testigo en su interminable procesión de especialistas de todo tipo? ¿O
llevaría a su nuera? Si es que había nuera. En fin, mi madre está insoportable. En
esa fase de remilgos y de hipocondrias típica de la menopausia, donde se reúnen
no sólo los prejuicios y las insuficiencias informativas sobre el sexo, sino también el miedo a quedar fuera del mercado sexual, sin caer en la cuenta de que ya
lo está y es por su culpa.
Hace unos años, le tuve que explicar dónde tenia el clítoris y qué era el orgasmo. La señora no tenía ni puta idea ni del uno ni del otro. Se lo tuve que mostrar
en casa con un espejito haciéndola reconocer, para qué servía aquello. Me limité,
claro está, a una clase de Anatomía, dejamos la Fisiología para septiembre.
No me extraña que mi padre no esté nunca en casa. El pobre hombre habrá
pasado largas temporadas de castidad si atendemos a la actitud que mi madre
tiene hacia su cuerpo: una ignorancia inhibida frente al placer, que supongo habrá
terminado por contaminarle. Espero que habrá buscado fuera de casa, lo que no
encuentra dentro, los hombres lo tienen más fácil y algunas mujeres se lo merecen, porque son casi todas unas brujas. Mi madre, desde luego, lo es.
52
Siempre le he dicho a mi madre que si follara más, no limpiaría tanto, tendría
mejor carácter y asumiría mejor su menopausia, no como una fatalidad sino como
una experiencia más, que tiene su parte positiva. La primera que se me ocurre es
que no hay que temer por embarazos. La segunda, es que una se quita de encima
ese castigo divino que es la regla y la dismenorrea. Una puede deshacerse —definitivamente— de la Saldeva.
—Tontunas, Vero.— Así es como mi madre resuelve cualquier cuestión que
le planteo. Con una descalificación abierta.
Ahora está preocupada por una verruga que se le ha hecho fea. Mi madre está
llena de verrugas, de todas clases y colores, de todo tipo de texturas, las hay rugosas y lisas, pilosas y descoloridas, geográficas y planas. Nunca le había dado por
examinárselas, pero ahora debido a las continuas campañas inquisitoriales de
Sanidad, está empezando a ponerse pesada con eso.
Antes fue la mama, luego el útero, mas tarde la depresión. El año pasado me
tocó dentista, cada seis meses la mamografía, cada año la citología. Ahora las
verrugas. Es mi cruz.
Yo le digo que si las mujeres tuviéramos que hacer todo lo que los médicos
nos dicen, no tendríamos tiempo para follar, que es de lo que se trata al parecer.
De no follar o follar poco y mal. Ya no porque exista alguna moral que lo impida, sino más bien, por una prescripción científica: una instancia irrebatible, por
neutral. Pero ella ni caso, está preocupadísima por sus verrugas y ni me escucha.
Está, al parecer, convencida de que una de ellas, una que tiene y ha tenido toda la
vida en la espalda, se le ha malignizado.
De modo que nos dirigimos al ambulatorio.
Los ambulatorios son lugares que siempre me recuerdan a aquel sótano de El
Castillo, la novela de Kafka que es una magnifica anticipación de lo inhóspito de
cualquier búsqueda, cuya clave, no está donde uno la supone, sino en lo más inverosímil, en la trastienda, ese lugar donde ningún cliente entra y donde al parecer
se encuentra lo más sabroso de cualquier enigma. La gente común lo sabe y no
busca en los ambulatorios sino prebendas. Cuando se sienten enfermos, los enfermos van directos a los Hospitales. Los ambulatorios se han convertido en una
especie de lugares para la gestión de pensiones y minusvalías.
Había que coger número para el Dr. Condomina y esperar a que una enfermera embarazada nos avisara, por el nombre propio y primer apellido de mi
madre, de que nos había llegado el turno. Una especie de marketing que habían
inventado sesudos funcionarios positivistas para la captación de clientes. Como
si los clientes en este país no estuviéramos ya lo suficientemente cautivos de
53
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 54
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
nuestro sistema de salud, como para que tuvieran que aprenderse nuestros nombres y darnos así la impresión de que éramos muy importantes.
—Tontunas, Vero.— Mi madre no toleraba nada bien mi disidencia con el
poder instituido y en este caso con mi crítica al sistema de salud, antiguo, paternalista y pensado para el ganado.
Mientras esperábamos, me dediqué a espiar con la mirada las idas y venidas
de aquella enfermera, con un pandero de seis meses que entraba y salía de la consulta, llevando y trayendo papeles, escondiendo su hastío en una mueca indiferenciable de la simpatía forzada. Tenía una cara magnifica para el teatro, con una
nariz aguileña y un porte como de corista de revista antigua. Su peinado desprendía un hálito de internamiento en alguna institución de beneficencia y su
color estratificado por mechas, confundía su pelo pajizo original, con un arco iris
donde se contenían todos los tonos del rojizo logrado con henna a trompicones
bienintencionados.
Cuando cantaba los nombres de los pacientes, es cuando adquiría toda su
dimensión dramática. Se transformaba en una especie de regidor de zarzuela, llamando a escena a las bailarinas. ¡A escena, a escena! —parecía declamar—.
Atendía cualquier pregunta de los usuarios por estúpida que fuera, dando indicaciones y órdenes incomprensibles que no hacían sino generar más confusión en
aquellos, que terminaban por abdicar de sus pretensiones y volver a sentarse
esperando su turno. Era una magnifica enfermera y también una magnifica esposa y madre. No me cabía ninguna duda, era manipuladora y dominante.
La supuse casada y con un par de churumbeles en casa gritando desesperados por la ausencia de mamá. Una especie de Mary Poppins que al llegar de trabajar, les tomaría las lecciones y les cantaría las tablas de multiplicar.
Seguramente tendría a su propia madre esclavizada en su recién estrenado
hogar, haciendo la cena para un regimiento de hambrientos prisioneros de guerra. Menuda diferencia con la mía, que no movería un dedo por mí, ni en esa
circunstancia ni en cualquier otra.
Mi madre sólo tiene dos temas de conversación que frecuentemente se yuxtaponen: el dinero que tienen los demás y los éxitos sociales que les acompañan.
Pareciera como si tuviese un sexto sentido para detectar las pruebas de riqueza,
de felicidad y de armonía ajenas. Naturalmente y por proximidad, siempre me
compara con Mónica, la quintaesencia de la belleza, de la elegancia y de la suerte al haber dado con un ingeniero.
Cuando mi madre nombra la palabra ingeniero, la cara se le ilumina, el gesto
se le retuerce en una especie de mueca que me hace temer por su integridad.
54
Pareciera como si fuera a ahogarse y a no poder terminar la palabra, que queda
como embarrancada en la lengua, enfangada en saliva, como si la boca se secara
al sólo contacto de la intención de pronunciarla. Mi madre es una capulla integral,
que está dominada por ciertos atavismos pasados de moda y que proceden de su
visión estratificada de las clases sociales y de las oportunidades individuales que
más bien parecen proceder de algún librillo reaccionario de postguerra, junto con
algunos consejos de abuela, mal digeridos y peor aplicados.
Mi madre pertenece a esa clase de personas que detestan e infravaloran lo que
tienen, no porque sean envidiosas o codiciosas, sino porque lo ajeno tiene siempre de entrada, más valor que lo propio. Es la lógica del esclavo, una mentalidad
de criolla, de criada de ultramar. El señorito siempre es el señorito aunque esté
arruinado, y el sirviente siempre es el sirviente aunque le toque la primitiva. Mi
madre cree en las castas. Ella se siente de la más ínfima, de una clase dependiente que necesita dar las gracias por vivir, por ser aceptada. Mamá es una proletaria antihistórica. Una renegada, una esclava social, y además sin resentimiento.
—Las cosas son como son y nadie va a cambiarlas—. Esta frase ya formaba
parte de un estribillo que a veces servía para sortear calamidades y otras para evitar confrontaciones en casa.
Lo malo de estas actitudes es que los hijos solemos ser percibidos como prolongaciones de la propia madre y tenemos que enfrentarnos no sólo a esta insuficiencia de carácter y de disponibilidad para la rebelión, sino que vamos adoptando poco a poco ese papel de personajes subordinados que nos adjudican, y además tenemos que convertirnos en el blanco del desprecio de la propia estirpe. Hay
como una contaminación, una identificación del esclavo con los planes del dominante de tal manera que si cualquier figura de autoridad le pidiera a mi madre que
se muriera, creo que lo haría, sólo para complacer a aquél que siente es superior
a ella, que es por otra parte todo el mundo.
En fin, con mi madre no se puede convivir.
—Doña Gloria Antón— gritó la enfermera embarazada, con una voz atiplada
de opereta, mientras esbozaba una sonrisa a medio camino entre el esperpento y
la tragedia. Supuse que aun le quedaban muchas horas para acabar su turno y permutar aquel sórdido escenario por el de hogar, construido a golpe de letras de
cambio, prestamos e hipotecas de todo tipo.
Nos llamaban. Nos levantamos como dos autómatas, mientras cruzábamos
la puerta. Adentro estaba el Dr Condomina, enfundado en una blanquísima bata.
Yo iba delante, él al vernos se levantó de la mesa, nos saludó, nos dio la mano
y nos invitó a sentarnos.
55
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 56
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Mientras mi madre desgranaba sus temores dermatológicos e iba iniciando
gestos de quererse desnudar y mostrar, al menos, aquellas verrugas que estaban en lugares más decentes, yo miraba a aquel hombre que me parecía
Mefistófeles, una especie de diablo que había irrumpido en mi vida quizá para
ponerme a prueba. Era definitivamente un hombre muy atractivo, instruido,
paciente, sabio.
Mandó desnudar a mamá mientras me lanzaba miradas de soslayo, que no me
pasaron desapercibidas. Sus ojos eran negros y en el fondo de sus pupilas había
agua, un mar, un lago o algo así. Un lugar que podía contener imágenes y proyecciones, un lugar opaco, donde mirarse y reencontrarse.
Mi madre terminó desnudándose sola, como todas las madres saben hacer,
antes que nosotras. Sin ningún atisbo de pudor, fue mostrándole al Dr Condomina
sus estigmas de santidad. Él, con una mirada ciertamente agropecuaria sexaba las
verrugas: esta es un naevus piloso, esta un fibroma, esta otra un no se qué. Había
verrugas que al parecer tenían nombre y otras que no lo tenían. A las verrugas les
pasa igual que a las emociones, concluí. Algunas están más allá del lenguaje. Eso
me pasaba a mí con él, mi sentimiento no tenía nombre y por eso mismo necesitaba a alguien que lo nombrara.
Había una en la espalda, una que rozaba el sujetador que al Dr Condomina,
no le dio buena espina.—Esta hay que quitarla—, dictaminó. Las demás había
que revisarlas, —sobre todo esta y esta—, señaló una en el tobillo y otra en el
vientre. —Esta, esta y esta no tienen importancia—. Mandó de nuevo vestir a
mi madre.
—Por cierto Vero, estas cosas son hereditarias, también tu tienes que revisarte las pecas que supongo que tienes.
—Haberlas, haylas Dr Condomina—. Siempre he detestado que mi madre que
en ese momento se sentía la protagonista de la película fuera desplazada por una
rutina más, de modo que le dije:
—En otra ocasión, cuando vengamos a saber el resultado de esta verruga, me
lo ve usted, ¿de acuerdo?
Porque tendríamos que volver. De allí salimos con un informe para el cirujano, con un dibujo de las extracciones prioritarias. El patólogo le enviaría el resultado de la biopsia al propio Dr. Condomina, de manera que no terminaríamos
aquel engorroso asunto en menos de dos o tres viajes, yendo todo bien y sin contar con las pérdidas de la muestra o el extravío de las pruebas, las vacaciones del
patólogo o el parto de la enfermera con voz de tiple.
Justo cuando ya nos disponíamos a salir, el Dr. Condomina añadió:
56
—No se preocupen, yo les llamaré en cuanto tenga aquí el resultado de la biopsia. Sí, en tu historia clínica, Vero, creo que tengo tu móvil, ¿lo has cambiado?
—No. Sigue siendo el mismo número.
Yo detesto los móviles, el mío es un regalo envenenado de mi madre, un regalo para su uso personal. La muy ladina me lo regaló unas navidades, con el propósito secreto de tenerme controlada o al menos de tenerme disponible. Sólo ella
me llama y alguna vez Arantxa o Mónica, no sé por qué los móviles me dan algo
de grima, como si esos artefactos fueran una prueba más de la degradación de las
relaciones cara a cara. El teléfono tiene algo de siniestro y también de mágico.
Más que eso, representan la democratización de la incomunicación. ¿De qué
hablará la gente por teléfono?
Ni me acordaba que el Dr. Condomina tenía mi móvil, sí lo hubiera recordado, seguro que me hubiera comido el coco, desde nuestra última conversación en
el FNAC. Me sentía en sus manos y estaba segura de que la incertidumbre me
desharía en mil fragmentos al saber que podía contactar conmigo. ¿Pero querría
hacerlo? O ¿era tan sólo un deseo por mi parte?
En el modo en que se despidió de mi madre y de mí, me pareció entrever un
atisbo de complicidad, un mensaje subliminal de que muy pronto tendría noticias
suyas. Una despedida más de amigos que de médico, que ni suelen levantarse de
la silla, cuando reciben o despiden pacientes.
Andaba yo intentando discriminar estos extremos, intentando filiar la actitud
del Dr. Condomina, cuando la enfermera embarazada me volvió a la realidad. Lo
hizo con una mirada de esas que te recorren de arriba a abajo, como midiendo la
calidad de un tejido, con el fin de compararse con él. Una mirada que sólo las
mujeres sabemos dirigir, para preguntar a una rival. ¿Pero tú de qué vas, colega?
No hay nada tan opresivo como una mujer mirando a otra.
Por esa mirada tasadora e inquisitiva, intuí que el Dr. Condomina había sido
con nosotras más amable de lo que era costumbre en él. Que mi apreciación de
su interés había sido una buena interpretación. El ataque de cuernos de la enfermera embarazada con voz de tiple, lo desvelaba.
—Que pase el siguiente—. Se olvidó de llamar al próximo usuario por su
nombre propio, lo que para mí delataba su azoramiento, o mejor, su rabia.
—¿Te has dado cuenta mamá?— Trataba de encontrar una cómplice en mi
percepción. Alguien que me legitimara en aquella sensación de que la enfermera
era una arpía.
—Tontunas Vero—, concluyó, solemnemente, mamá.
57
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 58
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Kyoto
Antes de salir de casa y después de realizar las tareas comunes del hogar, suelo
recoger los mensajes del buzón del móvil y contestar los mensajes, siempre lo
hago antes de salir a la calle. Aquella mañana me encontré con uno de Arantxa y
uno del Dr. Condomina. Me daba un número, y me decía que le llamara en un
intervalo de tiempo, en que supuse, se encontraría libre. Miré la hora.
Afortunadamente estaba aún dentro del rango en que se podía llamar. El corazón
se me aceleró con una voluptuosidad conocida, un suspense, una intriga, una certeza intuida mil veces. Tanto, que incluso me olvidé del otro recado que quizá
contuviera algo de interés para mi tesis. Decidí llamar primero al Dr. Condomina.
—Sí, soy yo, oí su voz al otro lado del auricular. No, no se trataba de ninguna noticia relacionada con la verruga de mi madre. Aun no habían llegado los
resultados. Me invitaba a comer. Me dio una dirección, una hora y un consejo:
que vaya vestida de mujer. Me apremió y me colgó el teléfono.
—Sí, señor. Mi frase quedo suspendida en el vacío, una frase que recordé
demasiado tarde, la fórmula que me había susurrado en nuestra despedida de
la librería.
De modo que me olvidé de Arantxa y de cualquier otra circunstancia. Hice
marcha atrás en mi intención de salir y me desnudé de nuevo para acatar
aquella orden que no admitía réplica. Me quité los vaqueros y me puse manos
a la obra. Me maquillé, me pinté los labios, me enfundé unas medias negras,
un vestido ceñido que suelo usar cuando voy disfrazada de mujer fatal.
Ignoraba si para Condomina, ir vestida de mujer equivalía a aquellas extravagancias de Hollywood, pero respondí automáticamente, de modo que intuí
que las palabras significan lo mismo para todos, para los tontos y para los listos, cosa que me sorprendió.
Me calzaría unos zapatos de tacón, los únicos que mis pies toleran y que uso
para ceremonias diversas, pero antes de todo comprobé, el estado de mi pubis.
Necesitaba urgentemente un afeitado, así que procedí a dejármelo de nuevo como
una prepuber. Qué desastrada soy. Qué olvidadiza y qué descuidada con mi cuerpo. Usé la crema de afeitar de Andrés y una gillete bic. Quería que estuviese en
perfecto estado de revista. No sabia si era necesario, pero improvisé.
Me di cuenta de que mi ropa interior era antigua y convencional. No tenía
ligueros, ni bragas negras, ni tangas, ni nada de nada. Recordé que Mónica
siempre bromeaba con eso, solía decirme que antes los hombres siempre te qui58
taban las bragas para verte el trasero, ahora te apartaban el culo para encontrar
las bragas. Me reí por la evidencia de que no tenía tangas, ni bragas minúsculas en condiciones de competir con su chiste. Tendría que reponer mi ropero de
lencería urgentemente.
Me sorprendió ver que a pesar de creerme una hembra irresistible y promiscua, no daba la talla para una urgencia como esta. Quizá daba por sentado que los
hombres iban a desmayarse y a entregarse a mi belleza, un poco por intuición,
como si mi belleza no fuera algo tangible, sino que estaba en el sótano, en mi interior, en un lejano lugar inaccesible para la mirada común. Me di cuenta en ese
momento de que yo también era una monjita en cierto modo, que mi narcisismo
oponía diques a la realidad y que había envejecido en dos años mucho más de lo
que había llegado a admitir. Me había descuidado.
La verdad es que siempre me había negado a mi misma la posibilidad de ser
atractiva. Por una extraña razón que se me muestra esquiva a las mujeres como
yo, nos repugna ser atractivas, como si fuera incompatible con la inteligencia. Se
trata, ahora lo sé, de un mito feminista. Así y todo no puedo dejar de sentirme
como un mico, una especie de Cicciolina, una muñeca hinchable, que supongo no
es sino una reminiscencia de aquel prejuicio.
Y eso que mamá siempre me lo ha dicho. Que yo ganaba mucho cuando iba
arreglada. Un día en un arranque de sensibilidad poética me rebatió mi argumento preferido:
—Es que vestida así me siento como una puta, mamá.
—Todas las mujeres somos unas putas, Vero, lo que pasa es que algunas no lo
sabemos hacer, y otras ni saben que lo son.
Me encantó aquella sentencia, que de alguna manera venía a confirmar mi
puterío consciente y la amargura de mamá, de no saber ejercer o al menos parecer más puta de lo que era. Hay que reconocerle al menos cierta lucidez cuando
trata de cuestiones prácticas y sobre todo de las cosas elementales de la vida, la
supervivencia. Si no fuera tan cruel consigo misma, seguro que mi madre hubiera llegado lejos. Al menos hubiera conseguido retener a mi padre, que no para en
casa ni para mear, inventándose y asumiendo nuevos compromisos y tareas que
no son sino excusas para no quedar bajo la red sutil, que mi madre teje y desteje
a diario, como la estrategia de una hacendosa araña, que no logra sino quedarse
sola y a solas con sus supuestas enfermedades y quejas.
Condomina me había citado en un edificio céntrico. Un edificio de oficinas,
donde determinadas multinacionales tenían despacho. Había consultas privadas
de médicos, abogados, podólogos y dentistas. Un edificio común, que escondía
59
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 60
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
en su último piso, un par de restaurantes: un argentino y un japonés. Restaurantes
que no conocía ni de oídas: The rising sun, el japonés, y El Pampero, el argentino, un asador de esos donde los priones de todas las vacas locas del cono sur,
encuentran asiento en los cerebros europeos. Menos mal que Condomina no me
había citado allí, solo el olor de la carne a medio hacer me producía nauseas.
La comida japonesa sin embargo se puede comer, sobre todo los ahumados,
el pescado a medio hacer y la sopa de aleta de tiburón que es exquisita y que dicen
que incluso es afrodisiaca. Claro que de japonés igual este restaurante no tiene
nada. Es inusual que los japoneses se establezcan en España, teniendo un país tan
organizado y rico. Lo más frecuente es que sean chinos o camboyanos o vietnamitas disfrazados de japoneses, que venden comida china un poco más elaborada y a precios más occidentales. Por otra parte, y tal y como está la captura del
tiburón, es muy poco probable que lo que comamos aquí sea aleta de tiburón, en
cualquier caso, y aunque no es uno de los platos que prefiero, di las gracias a Dios
por no haberme obligado a confrontar mi profundo asco por la carne, consumo
que hubiera resultado inevitable en El pampero.
Llegué al octavo piso y me dispuse a buscar la entrada de aquel restaurante
que tenia nombre de canción de Eric Burdon. Me recibió en la puerta una chinita con un kimono rojo y un peinado recogido con agujas de madera: una versión
morbosilla de Madame Butterflie. Me esperaba a mí.
Me descalzó, con mimo y con decoro. Después me pasó a una especie de
reservado, donde estaba Condomina, esperándome, también descalzo y en la
posición de medio loto, frente a una mesilla cuadrangular. No se levantó. Me
señaló, un asiento donde Madame Butterflie ya me había dirigido. Se dirigió a
ella dándole órdenes en francés. Concluí que era camboyana.
—Se llama Kyoto, va a ser tu instructora.— Condomina, despejó inmediatamente cualquier duda.
—Es muy guapa— concedí un poco por no preguntar lo obvio. Una pregunta
que me pareció en ese momento de mala educación.
—Ha sido geisha, pero ahora está liberada, espero que estés a su altura y no
me defraudes.
—Eso espero también yo, señor— creo que a esas alturas estaba tan ruborizada, confundida y trémula, que Condomina tuvo que notarlo. En un alarde de
esclarecimiento, me preguntó directamente:
—¿Has venido porque quieres ser mi alumna, no es cierto?
No dije ni sí, ni no. Me limité a dibujar —supongo— un gesto de aquiescencia, que daba lugar a una actitud dubitativa. Tanto que Condomina, añadió:
60
—No te preocupes, que enseguida te explico. Para eso te he citado aquí, para
comer contigo tranquilamente y explicarte mis planes. También para ver cómo
comes. Pidió una cerveza para él y una coca-cola para mí, sin preguntarme qué
quería beber. Eso me gustó, detesto elegir.
—No te hablo como médico. A partir de este momento ya no soy tu médico.
Lo que voy a hacer contigo excede esa relación profesional. Te conozco bien.
Hace años que te sigo e intuyo por donde andan tus problemas. No quiero curarte de nada, porque no estás enferma de nada. Simplemente te voy a dar, si me
dejas hacerlo, lo que necesitas.
—¿Y qué necesito yo, señor?— Ahora sí, no pude contenerme.
—Necesitas a alguien distinto a ti misma. Y todos los que te rodean son iguales.
—Es verdad, pero, ¿cómo vamos a hacerlo, qué debo hacer, qué va a suceder?.
—Si confías en mí, déjate llevar. Dime, ¿confías en mí?— En ese momento
Condomina, en un gesto calculado de ternura, me cogió de la mano, intentando
transmitirme confianza y serenidad, pero yo estaba temblando de miedo. Me imaginaba una especie de secta, una organización que raptaba chicas y las llevaba a
medio Oriente para venderlas en cabarets de Bagdad, donde envejecerían bailando la danza del vientre.
—No somos una secta, ni siquiera una organización, somos, por decirlo de una
manera comprensible, una especie de logia. Pero no somos tampoco masones, no
tenemos credo, ni sacerdotes, ni jerarquías, tan solo aceptamos algunos grados relacionados con la sabiduría de cada cual. No nos interesa el dinero, ni la política, actuamos por altruismo, pero no somos tampoco una oenegé. En realidad, no tenemos ni
siquiera una palabra para nombrar lo que somos. En embrión aún, somos una serie.
—¿Una serie?
—Sí. Una serie de personas, digamos, en formación, con distintos niveles de
iniciación. Sin embargo, no todos los maestros tienen su serie. Por ejemplo,
Kyoto no es cabeza de serie y yo sí, aunque el nivel de compromiso de Kyoto con
la serie no es el mismo que el mío. Tu entrarás a formar parte de mi serie, si consigues pasar el examen que te hará Kyoto, y si te comprometes, claro y quieres
pertenecer a ella.
Kyoto irrumpió en el pequeño comedor con el primer plato de una serie de
cuatro, que yo no había encargado, pero que exactamente coincidía con mis gustos. Alabé el aspecto de la sopa de aletas que corroboré a la primera cucharada.
—No conocerás a ningún miembro más que a mí. Nuestra organización es
secreta, ni revelarás jamás el nombre de tu maestro. Te someterás a mí tariqa2 y
2
N del Autor: Tariqa es un concepto sufi, que puede traducirse por regla, sendero o camino, una
metáfora del camino interior hasta alcanzar la iluminación.
61
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 62
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
si consigues que te tome en aprendizaje, estarás conmigo hasta que tu decidas.
Pero siempre quedarás señalada con mi marca, no renegarás ni traicionarás tu
estado, hasta que alcances la Maestría.
Era lo usual en las organizaciones secretas, nada que alegar.
—¿Por qué quería usted verme comer Señor, supone acaso que no tengo
modales en la mesa?.
—No, no es por eso. Se extrae más información erótica de una persona viéndola comer que oyéndola hablar.
Eso me gustó porque dejaba las cosas más claras. Condomina quería follarme
sin duda alguna. Pero no se conformaba con un polvo convencional, quería algo
más. Un plus que añadir al goce siniestro de los cuerpos a secas. Me imaginé que
era un sibarita del placer, un hombre con matices que entendía las sutilezas del
sexo. Quería hacer un rodeo e impresionarme con una puesta en escena de lo más
sofisticado. Me consideré una estúpida, por mis temores durante la sopa. Unos
temores que en el segundo plato, unos tallarines chinos, habían desaparecido.
—Haré de ti una mujer nueva— prometió mientras devoraba con evidente
apetito los tallarines y pedía una nueva consumición de bebidas.
—No quiero que bebas alcohol, ¿oyes?
—Me vendrá bien alguien que me prohiba eso—, concedí con una sonrisa en
la boca de lo más forzada.
Mientras charlábamos y comíamos, Kyoto entraba y salía, atendiéndonos solícita. Pasó mucho tiempo antes de que advirtiera de que no atendía ninguna otra
mesa. Kyoto estaba dedicada en exclusiva a nosotros. Ahora se arrodillaba encima de una almohada mientras nos pelaba unas gambas que, previamente, había
asado en una especie de plancha alimentada por un infiernillo. Kyoto no sólo flameaba las gambas, sino que las pelaba y las depositaba en nuestro plato, mientras
nosotros continuábamos nuestra conversación animadamente y ella se limitaba a
contestar: Oui monsieur, o, Bien sur monsieur a cualquier frase o indicación ininteligible para mí que Condomina le dirigía en francés. Más tarde, llenaba nuestros vasos o incluso nos troceaba el pescado ahumado. No le falto más que meternos la comida en la boca. Sin duda era una profesional al servicio de una clientela selecta.
Condomina cambiaba de registro contínuamente. Ahora conversaba sobre temas
banales, más tarde me pedía opiniones sobre algún asunto de actualidad. Ahora reía
como un poseso, después se ponía solemne para abordar un tema profundo. Me
tomaba de la mano, me la soltaba, me miraba a los ojos y al poco me ignoraba, fluctuando desde una empatía común, hasta que —de repente— viraba hacia un sus62
pense espectral, apuntalado por frases herméticas que requerían interpretación por
mi parte. Mientras trataba de desvelar el sentido oculto de alguna de ellas, volvía a
cambiarme el tercio, de modo que entendí casi al liquidar mi última gamba, que si
seguía intentando discriminar sus intenciones, acabaría mareada y confusa.
—Nunca me habían pelado las gambas— A esta frase le di un tratamiento nostálgico, un poco para provocar ternura en Condomina y descansar de mi vorágine interior.
—Tu estás hecha para pelarlas, no para que te las pelen— Me devolvió a la
realidad con esta sentencia un poco cortante. Pero aguanté el tipo. Casi al mismo
tiempo que decía eso, echó una mirada a mi busto que asomaba por encima del
escote. A continuación sentenció:.
—Serás una magnifica esclava. Estás hecha para entregarte sin condiciones.
La palabra esclava me dio un poco de miedo pero también despertaba en mi
una poderosa excitación. Quizá porque la esclavitud ya no existe y está de hecho
prohibida o quizá porque es una palabra cargada de unos matices que bordean lo
grotesco y se instalan en el inconsciente como un punto de acupuntura cognoscitivo, que marca una relación con un rótulo imposible de confundir. Todos sabemos lo que es una esclava, a pesar de que nadie osaría imaginarlo para sí, más allá
de una fantasía para conciliar el sueño. Condomina me estaba poniendo a prueba
con palabras un poco fuertes. Pero yo no temo a las palabras, nunca las temí.
A esas horas estábamos ya terminando y pidiendo los cafés. Yo estaba mareada, me hacía pipi, por las dos coca-colas que me había bebido y supongo, por los
nervios que se me habían puesto en la vejiga de la orina.
—Creo que sí, señor, al menos lo intentaré. Casi a continuación me levanté
con intención de ir al servicio. Condomina me interrumpió con cierta brusquedad.
—¿Dónde vas?
—Al servicio, señor— contesté sin osar moverme.
—Para eso tienes que pedirme permiso.
Enrojecí. Al mismo tiempo que sentía otra especie de rubor en el vientre.
—¿Puedo ir al servicio señor?—
—Sí, ve— concedió benevolente. A continuación rió y yo me quedé con la
duda de si me estaba tomando el pelo o me había pillado en un renuncio. Eso de
pedir permiso para hacer pipi, me hizo sentir muy rara, me hizo sentir niña, muy
niña. Una niña meona. Estaba avergonzada, a pesar de toda mi pose y mi historial de mujer de mundo. Condomina había logrado avergonzarme con esa tontería y era al parecer de lo que se trataba. Mi vergüenza era, para él, un plato exquisito, dado que lo señaló reiteradamente y aún, me preguntó:
63
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 64
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—¿Sabes por qué te has avergonzado?—
—Supongo que es un sentimiento infantil, ¿no?
—Lo he hecho para explorar tu pudor. Aun te queda algo vinculado a tu primera infancia, es ahí donde la vergüenza resiste las racionalizaciones de la adulta. En eso eres muy sincera, no puedes fingir. Eres vergonzosa.
—Pues… primera noticia que tengo.
—Descubrirás muchas cosas sobre ti. Dime tu opinión, ¿eres sumisa?—
—Creo que sí— Le cuento entonces el sueño del poema, las fantasías sobre
raptos, prostitución y harenes. Todo, con muchos detalles y entusiasmo con objeto de causarle una buena impresión. Pero Condomina parece insensible a los halagos que le hago en sus oídos.
—Ninguna persona es sumisa o dominante. No son categorías psicológicas,
sino roles. Tu puedes ser sumisa con un hombre y dominante con otro tipo diferente. Esas fantasías son normales y muy frecuentes.
—Pero entonces ¿qué quiere usted de mí?
—Que seas tu misma. Yo soy tu Maestro, trátame con respeto y compláceme.
Lo que voy a darte no es con dinero como me lo vas a pagar. Es tu dedicación y
veneración la que busco. Lo demás no me interesa.
Pidió un sake y me permitió —ahora si— ir al servicio. El se quedó bebiendo y tomando café. Kyoto me acompañó al baño y yo me preguntaba si entraría
conmigo en el gabinete y me bajaría las bragas. Afortunadamente, no fue así, pero
me esperó hasta que terminé. Al salir me dijo:
—Sígame, por favor— Kyoto había decidido darme el tratamiento de gran
dama.
—¿No volvemos al comedor?— Pregunté con una voz de ultratumba y carajillos provocada por una ronquera súbita.
—No, el señor está fumando y bebiendo sake, vamos a ponernos cómodas y
a charlar.
Ella delante, salimos al hall del restaurante y nos metimos por una puerta
que rezaba el célebre cartelito, de “Privado”, bajamos por unas escaleras.
Supuse que estábamos en el séptimo piso y de nuevo abrió una puerta con su
llavín. Entramos a un pequeño apartamento, cuya puerta daba a un jardincillo
exterior, cubierto por una buganvilla, arqueada en una alambrada que hacia de
techumbre a un patio de luces. Otra puerta y entramos a un amplio salón, con
televisión, una cocinilla, una mesa y unas sillas. Unas escaleras que ascendían, daban la impresión de conducir a una alcoba. Kyoto me mandó sentarme
en el sofá.
64
Aquello parecía un picadero con mucha clase. No le faltaba detalle, supuse que era propiedad de la “organización”, quiero decir, de la serie. Estaba
decorado con unos tonos pastel muy cálidos: tonos ocres y muy funcional. De
la pared colgaban cuadros con motivos orientales. Esperaba encontrarme con
una mazmorra, con potros e instrumentos de tortura, cadenas y látigos colgados de la pared, pero me encontré un sitio muy agradable y aunque pequeño,
bello y muy acogedor.
—Para una occidental es difícil entender mi posición. Soy una profesional
del servicio del placer y del juego— Kyoto empezó sus lecciones apenas me
hube sentado.
—No soy el equivalente de una prostituta. En mi país esta actividad es un
honor destinado a aquellas jóvenes brillantes e inteligentes que despuntan en una
área u otra de la actividad intelectual. Para que se haga una idea: ser una geisha,
es como aquí hacer un doctorado. Soy una experta en complacer, una larga carrera que me ha llevado a los mejores internados de mi país y a las mejores casas,
una especie de sacerdotisa de la sensualidad. Una complacencia que va más allá
del sexo y que muchas veces lo esquiva.
No puse ningún reparo a su discurso, dándole a entender que podía proseguir.
—Es difícil hacer una comparación, porque en Occidente esta profesión no
existe, se la supone una actitud innata de las esposas o en las prostitutas, que
como es lógico no tienen la suficiente preparación. Además ustedes están contaminadas por creencias irracionales como la suposición de que ser mujer es una
posición de menos valor que el ser varón. Ustedes se pasan la vida renegando de
su sexo y queriendo aparentar que son hombrecitos. Quieren ser iguales que los
hombres y siempre acaban perdiendo en la comparación. ¿Me equivoco?
No se equivocaba, no.
—El resultado de esa actitud es que ustedes acaban por renunciar a su femineidad y acaban por ser machos de segunda clase. Arrastran esa lacra durante toda
su vida con un fondo de decepción, amargándoles la vida a sus esposos. Y terminan por no saber lo que son en realidad. Existe un fondo de conflicto cultural
entre su rol femenino y sus expectativas, que son en el fondo siempre masculinas.
Eso lleva a los hombres a feminizarse y a ustedes a perder sus referentes de género. Con el tiempo, todos son misóginos: los hombres y las mujeres.
Le di toda la razón, aunque no quise sacar a relucir las razones históricas que
nos habían llevado a esa situación. Kyoto era una mujer práctica que pelaba muy
bien las gambas, pero aún no sabía el grado de profundidad de análisis que podría
esgrimir en una confrontación verbal. Además Kyoto no era católica y no estaba por
65
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 66
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
tanto influida por la civilización y los valores judeo-cristianos. De modo que me
decidí por dejarme acariciar por aquella voz que parecía proceder del medioevo.
—Ustedes y los hombres son cada día más iguales, ¿no se ha dado cuenta? Es
como si temieran la diferencia, como si no supieran qué hacer con ella. De lo que
se trata es de profundizar en la diferencia, no de renegar de ella.
Esa idea de la profundización en una determinada actitud me sonaba a conocido, aunque no podía recordar donde había oído ese argumento. Por otra parte
estaba claro que Kyoto sostenía un punto de vista que entraba en conflicto con la
modernidad y cualquier teoría igualitaria, pero en ese momento, no me interesaba aquel rollo y me dejaba sostener por la calidez de aquel lugar, hecho quizá,
para que se consumaran en él las peores abyecciones, pero que a mí me pareció
el edén terrenal, una versión publicitable del mismo, una simulación convincente al menos. Oirla hablar me puso caliente.
En ese momento Kyoto salió un momento a recoger algo que no encontraba.
Volvió a entrar y me anunció:
—Voy a darle mi primera clase. Descálcese por favor.
Había ido a por un kit de manicura. Una vez me hube descalzado, se puso
manos a la obra. Mientras trabajaba me dijo:
—Esta es una tarea muy complicada, muy difícil de hacer y tan rutinaria y
doméstica, que ningún occidental es capaz de entrever cuanto amor y cuanto erotismo pueden derramarse en esa actividad. Tanto es así, que ustedes la hacen a
solas. Pero el placer está en que otro lo haga, ¿no cree?
Tan es así, que terminé mojándome las bragas, al ver a aquella dulce personificación del sol naciente, cortándome las uñas de una forma sistemática, quirúrgica, experta, deteniéndose en los bordes externos de las uñas de los dedos gordos. Ahí aplicaba toda su sabiduría, derrochaba sensualidad, dejando mis pies
como los de un recién nacido.
—Ustedes creen que esta actividad es una humillación y serían incapaces de
pedírsela a su amante o a su marido, pero para mí es un enorme placer, tanto como
para usted. Yo creo que no se puede gozar en el sexo si antes no se goza con estas
pequeñas cosas que hacen que la vida se llene de matices, de texturas y de una cierta sutileza y sensualidad. Para seducir a un hombre superior hay que hacer estas
cosas muy bien.— A continuación, añadió el plan que tenia preparado para mí.
—En los próximos meses le enseñaré todas estas cosas. Cuando las haya
aprendido las practicará conmigo o con el señor.
—¿Entonces, no habrá sexo?—. Me atreví a preguntar.
—Cuando lo haya merecido y aprenda a seducir. Entonces lo hará con quién
66
usted quiera, no con quienes la elijan. En este momento no está en condiciones
de ser elegida por ningún hombre superior, es usted aún, una aspirante a mujer.
En ese momento me vinieron a la cabeza todos los polvos convencionales que
había tenido que echar para salir del paso y quedar bien con Andrés y con aquellos
que inevitablemente me lo proponían con un poco de insistencia. Las mamadas y
los cunnilungus apresurados, las sodomizaciones dolorosas y las placentereras, las
pajas en la ducha, las pajas a desconocidos en los probadores del Corte Inglés, el
polvo apresurado en el coche, el revolcón en la playa. Todo aquello había sido enterrado por una peladora de gambas y una pedicura excepcionales. Era el fin.
Después de terminar su sesión de experta escultora de uñas, me hizo un masaje en los pies con una crema que olía a jazmín. Tuve que disimular mi placer porque no quería ofender su pudor con mi lujuria. Pero ella atenta a todo, me dijo:
—Puedes tener el climax ahora, tienes mi permiso, mientras oprimía un lugar
desconocido en mi tobillo, un lugar desde el que subió una llamarada de deseo.
Una corriente que discurría por algún extraño meridiano de placer, un nervio desconocido para la anatomía occidental, que me hizo responder como un resorte a
su indicación.
Vi las piernas de Marlene Dietrich en El angel azul, oí la voz de John Lennon
cantando In my life, también fragmentos del Adagio de la quinta de Mahler, y las
caras de Tadzio y el viejo profesor en Muerte en Venecia. Vi a Kubrick en
2001:una odisea del espacio y un jardín interior donde una cigüeña copulaba con
otra en un poema de García Lorca y en lo alto de un minarete, mientras una
buganvilla perdía sus flores derramándolas sobre mi vientre.
Un lugar, aquel punto en mi tobillo, que a solas nunca más volví a encontrar,
como si aquel cruce de caminos de la sensibilidad nerviosa, aquel punto secreto
de acupuntura se hubiera escurrido entre los dedos de Kyoto.
Arantxa
—Arantxa, ya sé quien es el hombre del sueño.
—¿Quién?— Preguntó con un exquisito disimulo de su curiosidad.
—Bueno, eso no importa, lo que importa es que le he identificado.
—¿Es un hombre maduro? Arantxa seguía con su excepcional intuición.
—Sí— la saco de dudas inmediatamente.
Muchas personas creen que a las mujeres jóvenes como yo, nos gustan los
hombres maduros sólo por interés. Lo que no deja de ser un prejuicio de esos que
67
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 68
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
algunas mujeres han acuñado para defender sus dominios de predadoras domésticas. Ahí es dónde el sindicato femenino ha institucionalizado su discurso de
defensoras del santo matrimonio. Las jóvenes somos unas rivales en potencia
para esas que creen que buscamos una nómina. Ahí es donde las cismáticas como
yo, nos llevamos todos los palos. Las que proponemos que a las mujeres se nos
trate como iguales, tanto jurídicamente, como de los prejuicios de otras mujeres
que actúan defendiendo como lobas un territorio que nadie les pretende arrebatar.
Me gustan los hombres maduros por varias razones: la primera es porque los
hombres antes de los cuarenta son unos niños. A los que te puede vincular cualquier sentimiento, pero nunca una emoción sexual potente, un enamoramiento
fou, una pasión mental. Se les puede cuidar y ejercer en ellos el papel de madre,
para que acaben yéndose de putas como Andrés, taparles en invierno y saber
siempre donde olvidan sus cosas.
La segunda es que me siento más vinculada con la generación de mis padres
que con la mía propia. Entre otras cosas porque mi generación no existe. Carece
de señas de identidad, más allá de la droga.
La tercera es porque esa reunión, de Eros y Tanátos en un sólo cuerpo, me
parece algo estremecedor. Una suma de un proyecto y un balance. Volver a poner
junto lo que la conciencia desunió al desparramar la multiplicidad.
Para nada busco un padre. Esa es la otra razón que esgrime el sindicato de torturadoras, las casadas monógamas: la clínica, que es una nueva versión de la
Moral y sus prohibiciones atávicas y en la que suele creer mucha gente culta. La
mujer joven que busca un amante maduro lo hace movida por las mismas razones que el hombre maduro que busca una mujer joven. Una renovación, la purificación de la sangre, una redención pagana.
No hay otra razón, aunque haya otros intereses que se opongan a la Razón.
Los principales intereses a defender en este caso, son los de las propias mujeres,
que una vez casadas, empiezan a utilizar el sexo como moneda de cambio, como
modulador de intereses y terminan siendo más putas que las propias putas. Quiero
decir más deshonestas.
De tanto utilizarlo de ese modo, acaban por renegar de él, al no poder extraer
ningún o muy poco placer en sus intercambios maritales, que dejan de ser eróticos para convertirse en algo mercantil. Es el momento adecuado para adquirir
pisos o nuevas viviendas que añadir a las deudas para treinta años: justo el tiempo necesario para que el marido, que era un imberbe cuando se comprometió,
descubra el engaño y se busque a alguien que al menos vibre con sus besos o que
se muera dejando una sustanciosa pensión. Dos posibilidades.
68
Pero para entonces todo se ha vuelto enormemente complicado: hay hijos,
intereses, gastos que afrontar. Hijas que aprenderán de sus mamás la misma estrategia para repetir años más tarde con otro pipiolo e hijos que abominarán con
razón de las mujeres.
Yo paso de todo ese rollo. Yo soy igual que ellos, los hombres. Por eso puedo
jugar sin miedo a mostrarme diferente. A todo lo diferente que mi placer me lleve.
—¿Y cual es el poema que lees? ¿Lo sabes ya?
—No, aún no lo he descubierto—, me había olvidado por completo de ese
detalle.
—¿Pero, has consumado la fantasía?.
—No. Lo más curioso de todo, es que me permitió saber que era él, pero una
vez hecho este descubrimiento, me depositó en manos de una mujer.
—¿Una mujer?
—Si, me confió a una mujer. Supongo que para que me iniciara. No quise
darle detalles a Arantxa, que parecía cada vez más ansiosa por saber. Pero era evidente que le había despertado su morbo enmascarado en una cierta pretensión
científica.
—¿Entonces, me mentiste cuando me dijiste que no habías tenido nunca fantasías de sumisión? Arantxa ya sabía la respuesta. Utilizó esta pregunta para tender un puente de lógica hacia la segunda:
—¿Tus fantasías de sumisión, son con hombres o con mujeres?
Siempre habían sido con hombres. Pero no con cualquier tipo de hombre.
Pensaba en árabes sudorosos y excéntricos. Gañanes y camioneros, seres abyectos y desalmados sin corazón. Gitanos o yonquis, rappers o skin heads, que más
da. Si no, ¿qué gracia tenía fantasear con eso? No iba a soñar que me raptaba la
Filarmónica de Berlín y me llevaban de gira a Eaton, junto con mi viola de gamba
y vestida de pingüino. Vaya gilipollez, aunque estoy segura de que habrá mujeres
que tienen está edulcorada fantasía pseudoromántica.
Arantxa pareció defraudada con mi respuesta. No sé si le pareció demasiado
convencional o que estaba hiriendo su fibra de mujercita liberada. En ese momento me pregunté si era lesbiana. ¿Lo era?
—Bueno yo soy bisexual— quise ponerla a prueba y al mismo tiempo tranquilizarla— quiero decir, que también me lo he montado con tías, pero ese tipo de fantasías, pues sí, como que las prefiero tener con machos atávicos, sí, soy consciente.
Una siempre busca un hombre, para ser dominada. Ahí está precisamente la transgresión hoy. No hacer lo que se espera de ti: que te opongas a los hombres o que
los lleves de compras para tirar el carro en el supermercado, sino adaptarse a su fan69
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 70
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
tasía como una zapatilla vieja, como una puta gratis, como una criada, pero por
gusto. ¿No crees que hay más transgresión en esa actitud que en quedase con 42 kg,
sólo por pretender acercarse al estereotipo de la moda, ser una esclava del peso?
—Desde luego, si entiendes que las anoréxicas dejan de comer sólo por motivos estéticos. Pero la anorexia ya existía mucho antes de que se inventara la moda
como un fenómeno de masas.
—Pero sus víctimas son las mismas. Mujeres, siempre mujeres. Mujeres, que
por motivos religiosos o estéticos se han precipitado en busca de un ideal. Dios o
una belleza imposible, el control del cuerpo en definitiva. Un ideal masculino por
cierto, pero un ideal que no conserva ni rastro de lo sagrado, donde el erotismo
ha sido sacrificado en manos de la apariencia, de la belleza, de los rendimientos.
Yo si he de tener Amo, quiero al menos elegirlo.— Me di cuenta de que Kyoto
había logrado aclarar mi punto de vista sobre el asunto. Al parecer no sólo me
había esclarecido mis opiniones, también me había cambiado algo el look:
—Oye Vero, ¿te has hecho algo en el pelo? quiero decir, ¿te has cambiado
algo?, lo digo por qué…
Lo decía por varias razones, la primera, que saltaba a la vista que estaba pletórica, inundada en un baño de hormonas femeninas. La segunda, porque las
sesiones de peluquería, esteticiene, manicuras y protocolo, empezaban a notarse.
Comenzaban a hacerse visibles mis signos externos de femineidad. Como que me
sentía la reina de los mares, vamos.
—Sí, estás muy guapa últimamente y sobre todo, más contenta. Me alegro por
ti, Vero. Espero que aciertes en tu elección.
—Verás Arantxa. La verdadera libertad consiste en el derecho de poder equivocarte, poder rectificar o mantenerte en tus trece.— Estaba en vena. —La verdadera
libertad consiste en el derecho a sentirse culpable, en pecar, ser perdonada y redimirse o condenarse. Eso es libertad, la unica libertad posible.— Me atraganté en la
ultima frase, pero sospecho que fui muy convincente y desde luego brillante.
—Esta tarde me has dado ideas para tu tesis. ¿Te das cuenta de que todo lo
que has dicho puedes reutilizarlo, que todo ese discurso bordea el tema del Mal?
Como no iba a haberme dado cuenta. Soy una superdotada que hace una tesis
sobre Sade y el Mal, no una masoquista que hace una tesis sobre su ídolo. No
puedo aún cuidar de mi misma, pero no me pierdo detalle de la relación que existe entre las ideas que surgen en la barra de un bar, en una conversación banal y los
poderosos vínculos que las anudan a una idea filosófica. El Estado debería pagar
una pensión a las que como yo, puede hacer un relato de un plato de macarrones,
un libreto de ópera de un suceso pasional, un poema del graznido de un cuervo.
70
—Yo no habito en este mundo, pero estoy en él, Arantxa— creo que puse cara
de cierto arrobamiento, al susurrar esta frase.
—¿Quién dijo eso, Vero? Es muy bello.
—Es un antiguo proverbio sufi. Viene a ser equivalente a nuestro proverbio
castellano: “a Dios rogando, y con el mazo dando”. Aplícalo antes de que la maldición del trabajo cayera sobre el hombre y verás que sus objetivos coinciden.
Estar aquí, con los cinco sentidos para alimentarse de lo práctico. Pero el sexto
sentido, ese, hay que dedicarlo siempre a otras cosas.
Lo malo es que yo aún no había aprendido a resolver las cuestiones prácticas
de la vida. Necesitaba rodearme de ese tipo de personas que se ocuparan de mi
blindaje material. Que se ocuparan de recordarme las cosas, de arreglar la nevera, de saber en qué Banco hay que poner el dinero, que me lleve de aquí para allá
porque siempre he tenido terror a conducir. Siempre he necesitado a alguien que
me proteja de la maldad de los demás y eso, que en el colegio era la protectora de
los más débiles, por ejemplo de Nicolás, que siempre andaba magullado por los
golpes o escarnecido por las burlas.
Pero ahora, ni sé, ni puedo perder el tiempo en las pequeñas batallas que consumen la vida de los seres vivos comunes. Por eso dependo de los demás. Por eso
dependo de Andrés, de mi madre, y por eso llegué a asquearme de mi misma. De
mi incapacidad para solventar las rutinas, los estereotipos de la vida cotidiana.
Ahora, afortunadamente, he llegado a convencerme de que cada cual sirve para
lo que sirve: mi madre para limpiar y Andrés para trabajar y hacer de fontanero
en casa. A cambio, cada uno de ellos recibe una cuota de poder, ella ha logrado
que su casa se convierta en un museo. Él, hace lo que le sale de la polla. Hasta va
de putas, ahora que lo tengo a régimen. Cree que no lo sé, el muy zoquete.
Lo malo es que este sentimiento no tiene una mutua correspondencia. Ellos se
creen importantes o al menos normales, y a mí me ven como un bicho raro y no
he conseguido hacerme respetar, por aquellos que más quiero. Manda huevos.
De ellos no recibo nada. Salvo incomprensión y una grieta de desinterés y
desprecio.
Era el momento de las confidencias. Lo supe porque Arantxa se puso en una
actitud corporal cercana a la receptividad con que solía escuchar mis monólogos.
—¿Oye Arantxa, tú vives con alguien?
—No, ¿por qué lo dices?
No me dejó proseguir.
—¡Ah!, ya sé porque lo dices. Te habrás preguntado si ese señor que viene a
buscarme es mi pareja. No, no lo es. Es un buen amigo. Hemos tenido algún rollo,
71
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 72
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
pero es sólo eso: un viejo y buen amigo. Yo vivo sola, es mi vocación, detestaba
vivir en pareja. Lo hice en su momento y por eso lo sé.
Bueno, Arantxa se me había abierto. Ya sabía algo más. Que aquella sombra
que se deslizaba por la Facultad algunas tardes, no era su pareja. Más que eso,
intuí que había salido escaldada de sus relaciones con los hombres y que no quería reincidir. Era una solitaria electiva. ¿Era eso?
—Pues no creas que vivir sola me gusta, no. Comenzó siendo vocacional,
pero ahora me pesa como una losa. Ultimamente estoy pensando en alquilar una
habitación de mi casa a alguna estudiante. No sé, alguien que me haga compañía
y me ayude un poco en mi despacho. Tengo un par de libros abandonados y una
traducción del inglés a medio terminar. No sé, quizá el próximo curso me lo plantee seriamente.
Tomé nota de esa posibilidad, en el caso más que probable que decidiera
poner tierra por medio con Andrés.
—¡Hum!,— gruñí zalamera —quizá me interese esa posibilidad, piensa en mi
candidatura para ello—. Quise darle a entender que bromeaba, intentando convocar nuevas confidencias por su parte. —Necesito ganarme la vida en algo creativo—, añadí casi a continuación.
Arantxa queria conocer mi experiencia con Kyoto. Una experiencia que rebosaba
sensualidad y que me había dejado con un regusto amargo al no haberla podido repetir. Ahora Kyoto se limitaba a darme instrucciones y llevarme o recomendarme lugares donde debía ir a arreglarme una u otra cosa, el pelo, las manos, masajes, etc. Pero
no hubo más contacto físico entre ella y yo. Tampoco con Condomina. Sin embargo,
mi deseo había sido estimulado de tal modo, que no esperaba sino una cita, una llamada para volver al jardín de la buganvilla. Supuse que ese aplazamiento, ese suspense, formaba parte de la estrategia de Kyoto para estimular mi deseo. Una zozobra
que me derretía por dentro, más que por la consumación del acto sexual, por la sensualidad que adivinaba, por la tensa espera en recibir otro grado en mi iniciación.
—Pues igual esa propuesta me interesa, Arantxa— repetí la frase anterior
como intentando que concretara un poco más su oferta de trabajo con cama y
comida incluidas.
—Bueno ya lo hablaremos—, zanjó el asunto, dando a entender que no era el
momento para ese tipo de compromisos.
Casi a continuación se levantó de su sillón, con un movimiento un poco
demasiado gimnástico, demasiado circense, espasmódico. Tanto, que me dio la
impresión de que me estaba largando de allí con viento fresco. Arantxa se había
molestado, era evidente.
72
—No sé, Arantxa, ¿te he dicho algo que te haya molestado? Traté de inquirir
en aquél repentino cambio de humor.
—No, no, en absoluto Vero, en absoluto, ahora te doy el listado de autores que
quiero que veas, para que busques bibliografía referente a los temas que te he
subrayado, como palabras clave. Se salió por lo profesional.
Tal y como ella supo que yo le había mentido el día que me interrogó acerca
de mis fantasías de sumisión, sabía que me estaba ella engañando ahora. Todo su
cuerpo delataba un espasmo, un sudor de rabia contenida. Su rostro desvelaba una
actitud cercana al llanto y a la mirada de borrego que los cachorros ponen para
desactivar la agresión de los machos dominantes y que no les devoren.
Del mismo modo en que ella esperó a que yo le dijera la verdad, yo esperaría
a que Arantxa aclarara su mentira de hoy. Y lo haría. Estaba segura. Lo haría o
quedaría defraudada para siempre del género femenino. Sólo ella me quedaba
como modelo y no me podía fallar.
Pero a esas alturas yo ya sabía lo que le pasaba.
Había tenido un ataque de cuernos.
¿Pero de quién, de Condomina o de Kyoto? ¿De quién se tienen celos cuando se tienen celos?
Me despedí de ella con dos besos, como siempre, pero ese día hubo una novedad: conocí el sabor salado de las lágrimas de Arantxa, un sabor parecido al de
todas las lágrimas. Pero esas eran las lágrimas de Arantxa. Unas lágrimas que por
nada del mundo hubiera querido derramar.
Andrés
Andrés está más manso que nunca desde nuestra última bronca. Su escasa sutileza, sin embargo, le llevaba a pensar que tal y como me había enfadado, me desenfadaría pronto y todo volvería a empezar en una eterna repetición de polvos,
enfados, desavenencias, gritos, ataques de migraña, reconciliaciones, quejas y
proyectos, donde mi opinión contaba poco o casi nada.
Por ejemplo, Andrés no entiende que yo no quiera casarme o me niegue a
adquirir propiedades. Es verdad que es una actitud incomprensible para una
mujer, pero aún no ha podido entender que no soy una mujer común. Tampoco
entiende que no quiera tener hijos. Es como si esperara que cualquier día cambiaría de opinión. Como si el día menos pensado fuera a reconocer mi error y
73
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 74
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
entrar en vereda. Su estrategia era la espera paciente. Seguro que en cuanto sentara la cabeza y me pusiera a trabajar, nuestra vida se reordenaría.
Para Andrés tener una vida ordenada consiste en reproducir su modelo original de convivencia, el de su familia. Una mujer que está en su casa, limpiando
después de una jornada laboral de mañanas y un hombre que trae dinerito fresco
para alimentar una camada de hambrientos muchachitos a cargo de —casi siempre— una mujer metida en carnes, que le permita ir al fútbol y salir con los amigotes para jactarse de polvos que nunca se dieron a sustanciosas caribeñas o a
deliciosas soviéticas alienadas por el consumo occidental.
Lo que Andrés no sabe es que ese modelo que parece adorar como un becerro de
oro: el modelo de sus propios padres, es un modelo que aprisiona tanto a las mujeres
como a los hombres. La pareja estable favorece a la mujer, a costa de encarcelar al
hombre a un sexo impuesto a dentelladas. La libertad de una pareja, como la nuestra,
favorece a los dos por igual. Él tiene su parcela de libertad, que yo nunca le niego, a
cambio de que él no se meta en mis cosas. Pero parece que este modelo le resulta cada
vez más intolerable. A mí también. A él por unas razones, y a mí por otras.
A él, porque le presiona su familia para que me ate definitivamente. Al parecer, sus hermanas y su madre temen que compartamos alguna propiedad sin el
necesario vínculo del matrimonio. A mí, porque ya no me resulta ni siquiera práctica esta convivencia. Tan sólo me reporta trabajo, horarios, obligaciones impuestas y poca o ninguna gratificación emocional.
Andrés tiene una empresa familiar de esas de que se dedican a montar cocinas. Es un magnifico carpintero, un manitas. Pero su empresa en realidad es un
negocio de su madre y de sus hermanas. Por eso le tienen absolutamente dominado. Le tienen cogido de los huevos. La cocina de casa la montó él, y su madre
siempre me refriega por la cara lo que le costó esa inversión, hecha en un piso
alquilado. Una inversión perdida, según ella. Su objetivo es lograr que Andrés y
yo nos compremos un piso a medias, para que así las mejoras que se hagan en su
interior, no caigan en un pozo sin fondo. Ese es su argumento y el principal motivo de nuestras desavenencias.
Es en el fondo un argumento sensato, si yo tuviera la intención de seguir con
Andrés durante unos cuantos años: el tiempo necesario para afrontar ese gasto.
Pero yo no sé dónde voy a estar dentro de veinte años, porque ni siquiera sé dónde
voy a estar el mes que viene. No voy a ser tan estúpida como para hipotecar mi
vida a veinte años, si ni siquiera sé qué voy a hacer con mi vida mañana.
Cada vez más claro, sabemos ambos que nuestras vidas se separan. Que yo no
soy la clase de mujer que necesita. Y que él no es ya el colega con el que me fui a
74
vivir contra viento y marea, en contra de la opinión de sus padres y los míos, que
siempre vivieron esa relación como un peligro para sus haciendas. Aunque en realidad, mis padres se conformaron enseguida y después de un periodo de mosqueos
y de escaramuzas me dejaron en paz. A Andrés sin embargo nunca le dejaran en
paz y no le reprocho que sea así. Lo único que no le tolero es que me presione en
la dirección de su deseo, que no es sino un pretexto para tranquilizar a su familia.
En otro tiempo, me cabreaba mucho que no se pusiera de mi parte en esas
continuas discusiones de los domingos, en que íbamos a comer con su extensísima familia. Que se pusiera de parte de aquel orden burgués y bienpensante, que
tenía un lugar destinado para cada miembro, un lugar que parecía urdido por el
destino y que sólo podía ocupar aquel miembro designado y no otro. A mí, no sé
por qué, me habían ubicado en la atención al público, un lugar en la tienda, que
llevaba un rótulo donde podía leerse, “Aquí estará Vero”. Pero Vero no quería
estar allí. Vero había desertado.
Esa ofensa, fue sin duda el detonante de que aquella jauría de venenosas arpías se pusieran en mi contra y comenzaran a emponzoñar nuestra relación. Una
relación limpia e ingenua que había comenzado años atrás, cuando Andrés apareció en un momento de mi vida que resultó —en aquel momento— providencial.
Acababa de terminar una relación con un tío, del que me había enamorado perdidamente, un hombre maduro que reunía el ideal de adolescente escindida. Una
relación que me había descolocado profundamente y de la que salí indemne de
milagro. Era un tío que supongo, debía de ser alcohólico o al menos llevaba todas
las trazas de convertirse en eso. Al principio me dio mucha coba y me pareció una
persona sana y estable, que respetaba mi mundo intelectual y que incluso lo compartía. Pero poco a poco fue emergiendo en él su verdadera personalidad. Como
no soy psicóloga, no sé si era un psicópata en ciernes, un alcohólico o un maltratador de esos que ahora describen en los libros: una nueva categoría identificada
por la psiquiatría.
Pero un día el tío me montó un numerito en público, que me pareció típico de
un mal serial radiofónico. A partir de ese momento, le cogí miedo y le sometí a
una escrupulosa observación:
Me di cuenta de que era un egoísta disfrazado de paloma, que siempre hacía
lo que quería aunque perdiera mucho tiempo en negociar una determinada condición. Era un seductor que en el fondo ocultaba un tirano. Por ejemplo, si yo
tenia que irme de viaje, me sometía a un interrogatorio que delataba una enorme
preocupación por mí. Se ofrecía a llevarme, me colmaba de atenciones, pero a
continuación me maltrataba verbalmente por cualquier olvido. Un día agarró un
75
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 76
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
cabreo monumental porque no había cervezas en el frigorífico. Además, estaba
separado y nunca me hablaba de su ex mujer y de una hija que tenía. Más tarde
supe que le habían abandonado por su mal carácter.
Hasta que me amenazó y me levantó la mano. Fue el último día que le vi. A
continuación me refugié en Andrés, que hizo de perro guardián durante un tiempo y me rescató de las garras de aquel depredador. Además, aquel hijo de puta no
me dejaba fumar porros y Andrés era íntimo del Drome, de modo que todo vino
como ligado para que me fuera con él.
Aquella primera experiencia fallida me dejó un regusto amargo y unas ganas
locas de volver con mi gente, con la basca conocida. Con la gente de mi edad.
Supuse que aquello era un castigo divino por haberme saltado a la torera la barrera generacional, como el que viola un tabú ancestral. Me sentía sucia, como en
pecado, y quise ser redimida por ello. Andrés se constituyó en una especie de salvador, un apóstol que no me recriminó nunca aquel desliz. Se limitó a jugar su
papel de redentor, un papel que le salió bordado, a juzgar por el tiempo que permanecí —lo sé— como una penitente, desfilando a su lado.
Me refugié en lo conocido y me dejé llevar por la costumbre y el peso de la
sensatez. Allí, en aquel edén terrenal, es cuando al poco tiempo comenzó mi calvario con las migrañas.
Los médicos no entendían como aquellos violentos dolores de cabeza no cedían con los derivados de la ergotamina, a pesar de haber sido filiadas con jaquecas
vasomotoras, es decir, con un componente de vasoconstricción más que evidente.
Tenia vómitos, e incluso pérdidas de visión, unas sensaciones muy raras que a veces
me atemorizaban y otras veces me llenaban los ojos de lágrimas como si fueran
equivalentes epilépticos o auras cenestésicas, donde todo lo inerte parecía animarse a mi alrededor como en un tiovivo. Un día, incluso tuve alucinaciones y todo.
La ciencia estaba dividida con mi caso. Unos opinaban que mi jaqueca era una
forma rarísima de epilepsia y otros, entre los que se contaba el propio Dr.
Condomina, intuían que aquellos accesos eran la manifestación de un conflicto
interior que se me ocultaba incluso a mi misma. Su sentido común me alejó de
una búsqueda infructuosa de pruebas médicas que iban in crescendo intentando
demostrar la organicidad de mi sufrimiento y me liberó de unos tratamientos que
me dejaban sedada e idiotizada.
Un día, me dijo:
—¿Has leído la biografía de Santa Teresa?
El Dr. Condomina sabía de mi adicción por la lectura, de modo que su prescripción era el equivalente de una receta.
76
—No, no la he leído.
—Léela—, me apuntó un texto en una receta, un autor y una editorial.
—¿Santa Teresa de Jesús?— pregunté extrañada.
—Sí, nuestra santa, la de Ávila. Teresa de Cepeda.
Supuse que tendría algo que ver conmigo o que al menos el Dr. Condomina
me la recetaba como una especie de catarsis, un jeroglífico donde se ocultaba una
clave inefable, algo que con palabras resultaba difícil de explicar y que precisaba
de un circunloquio.
Efectivamente, la leí y sí, tenía mucho que ver conmigo. Al menos la extraordinaria perceptividad de Teresa, sus enfermedades y sus largas convalecencias.
Su desgarro interior, la lucha contra la Inquisición, contra su padre, contra la
jerarquía eclesiástica. Contra la casta sacerdotal que se interponía entre los creyentes y lo oculto, interpretando para su beneficio, la Voluntad de Dios. Su astucia para eludir la hoguera me pareció lo más interesante de su vida, una vida que
discurrió entre una búsqueda de espiritualidad en una Europa dividida por la
Reforma y donde las persecuciones religiosas de la Contrareforma se yuxtaponían a las ya clásicas persecuciones contra los moros y los judíos.
En definitiva, yo era una mística como Santa Teresa, sólo que yo no creía en
Dios, eso era lo que el Dr Condomina había querido, sin duda alguna, decirme.
Era una forma de misticismo el mío, en busca de alguien a quien amar, a quien
venerar, a quien entregar mi vida, mi proyecto vital, más allá de la vida y de la
muerte. Más allá del dolor y del placer. Mi proyecto era un proyecto fusional, un
proyecto para la Eternidad.
Nada que ver con el proyecto de Andrés, ni con el de la mayoría de los hombres o mujeres que conozco, fascinados por la atracción que la parejita tradicional ejerce sobre los ideales de conducta. Una fascinación que hace que las parejas se busquen y se adhieran unos a otros a partir de su convergencia en determinados aspectos prácticos de la vida. Hay gente que comparte gustos y aficiones,
por ejemplo al submarinismo. ¿Hay cosa más siniestra que compartir con tu pareja la afición al submarinismo?
La gente busca parejas iguales que ellos mismos, clones a los que amar. Se
atraen en función de la similitud, digo yo que por eso habrá tantos homosexuales
y tantas lesbianas. Cada vez más, la gente abomina de las diferencias. Nunca me
he imaginado a mi misma conviviendo con alguien similar a mí. No soportaría
vivir conmigo misma en ningún otro cuerpo.
En ese momento recordé que Garcia Lorca tenía un poema que hablaba precisamente de eso. Traté de recordar cómo se llamaba y en qué libro estaba escrito.
77
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 78
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
No lo recordé, de modo que me fui directa a la biblioteca de casa, en busca de un
volumen de sus obras completas.
Tuve que pasar los poemas de uno en uno, hasta que al fin, en “Poeta en
Nueva York”, encontré lo que buscaba: este “Pequeño poema infinito“.
Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.
Equivocar el camino
es llegar a la mujer,
la mujer que no teme la luz,
la mujer que mata dos gallos en un segundo,
la luz que no teme a los gallos
y los gallos que no saben cantar sobre la nieve.
........
Pero el dos no ha sido nunca un número
porque es una angustia y su sombra,
porque es la guitarra donde el amor se desespera,
porque es la demostración de otro infinito que no es suyo
y es las murallas del muerto
y el castigo de la nueva resurrección sin finales.
Los muertos odian el número dos
pero el número dos adormece a las mujeres
y como la mujer teme la luz
la luz tiembla delante de los gallos
y los gallos sólo saben volar sobre la nieve
tendremos que pacer sin descanso las hierbas de los cementerios.
Lo leí tres o cuatro veces, para asegurarme que el poeta estaba hablando de
mí. No sólo eso, sino que me estaba dando una receta para el porvenir, un itinerario, un mapa, una manera de eludir seguir paciendo en los cementerios.
Unos cementerios llenos de doses, donde las mujeres conducen a sus parejas,
78
para desangrarlos y dejarlos exánimes y sin corazón. Una idea que sólo a un poeta
homosexual y genial se le hubiera podido ocurrir, verbalizar de un modo tan
bello. Lo inefable había sido ya dicho. De modo que podía nombrarlo. No podía
contener mi inmensa alegría, de modo que le leí el poema a Andrés, aquél que
compartía mi vida y mi territorio, aunque de ningún modo mis ideales, tratando
en vano que compartiera la sutileza y la belleza de aquel hallazgo.
—Tu, Vero, terminarás por dejarme por un viejo rico— concluyó Andrés,
dejándome cara de extrañeza, al preguntarme por la relación que podía intuir de
aquel poema con esa intención.
—¿Sabes Andrés?, algunos hombres prefieren que sus parejas les dejen por
alguien, supongo que eso siendo humillante, resulta comprensible, y es por tanto
tranquilizador. De modo que si algún día te dejo, y te complace creer tal cosa,
puedes hacerlo. Pero te prometo que no te cambiaré por alguien igual, por un prójimo. Si te cambio será por Dios.
—Pero si tu no crees en Dios— trató de oponerme su lógica a cerriles martillazos.
—Pero, quién sabe, a lo mejor, El aún cree en mi— una respuesta que le desconcertó, de tal modo, que enchufó la televisión y se puso a zapear los programas
deportivos. Su atención, inmediatamente, me cambió de lugar, dejándome a solas
con Garcia Lorca, cosa que siempre le agradezco: una parcela de soledad, aun en
el alboroto de la moviola repitiendo goles y jugadas dudosas.
De lo que no se puede hablar, mejor callar, como decía Wittgenstein.
Condomina
El señor ya no me citaba en aquel restaurante japonés, donde la dulce Kyoto servía una mesa dispuesta para la degustación de delicias niponas, ahora me citaba
en bares, en parques públicos o en plena calle. Al parecer no quería implicarse
demasiado en mi instrucción, como él decía.
Inopinadamente, un día me citaba en una cafetería y charlábamos de cosas
intrascendentes. También de libros, música o filosofía. Abordábamos temas
diversos y cosas interesantes, pero nunca cuestiones íntimas. Inquiría sobre mi
relación con Kyoto, pero nunca me preguntaba sobre mi vida privada, como si
toda aquella vorágine interior que me consumía no tuviera para él ninguna importancia. Se interesaba en mis progresos, que hasta el momento, calificaba como de
79
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 80
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
protocolo, como si aun no hubiéramos llegado a la profundidad necesaria para
que yo pudiera intuir dónde nos dirigía toda aquella liturgia de embellecimiento.
El también lo notó aquel día cuando me citó en un viejo café de la Glorieta,
uno que antes fue cuna de fumatas y rockeros y ahora es lugar de tertulia de ejecutivos y de mujeres con aspecto frágil y escurridizo:
—Estás muy guapa, Vero.
—Gracias, señor.
Sí. Estaba muy guapa, pero ya empezaba a preguntarme porque Condomina
no me echaba aún los tejos. Todo quedaba en miradas de soslayo, en ocurrencias
graciosas y en pequeños roces de la mano, que me ponían a cien. Pero
Condomina no estaba por la labor. Me devoraba la curiosidad acerca de lo que
pretendía hacer conmigo, pero me daba vergüenza preguntárselo.
Kyoto me había enseñado que nunca hay que preguntarles directamente a los
hombres sobre sus intenciones, que eso les cohibía y de alguna manera podía dar
al traste con un buen proceso de seducción. Pero yo, más que seductora, me sentía absolutamente seducida por Condomina. Por Condomina y por la propia Kyoto,
que conseguía sólo por teléfono mojarme las bragas y que estuviera permanentemente preparada para repetir el numerito de la acupuntura en el tobillo. ¿Conocería
Kyoto otras técnicas para llegar al orgasmo sin tocarme? Seguro que sí.
—Ya sé el poema que le leo desnuda a mi señor— quise entrar en harina rápidamente para introducir un elemento erótico en nuestra conversación, antes de
que Condomina diera la sesión por concluida.
—¿Ah sí? ¿Cuál, Vero?—, preguntó como quitándole importancia.
—Uno de Garcia Lorca, el “Pequeño poema infinito”.
—No lo conozco, ¿de qué habla?
—Habla de la imposibilidad de acceder totalmente al otro. De esa incapacidad
de transitar la grieta que separa al uno del dos. De la discontinuidad y de los trucos que muchas personas utilizan para fingir que somos continuos, accesibles y
transitables. Habla de la imposibilidad de la pareja, de la imposibilidad de ser dos.
—Apréndelo de memoria, cuando llegue el momento lo leerás a tu señor.
—¿Es que mi señor no sois vos?—. Kyoto me había enseñado a usar el
mayestático en mis conversaciones con Condomina. Cuestión que para una
experta enamorada del XVIII no suponía ninguna dificultad.
—¿Lo soy?— Condomina me devolvía la pregunta.
—Claro, señor—. Di por supuesto que eso ya estaba acordado, pero al parecer no lo suficiente para él.
—¿Y como puedes estar tan segura? ¿Crees conocerme lo suficiente, y sobre
80
todo, crees conocerte lo suficiente a ti misma para llegar a esa conclusión? ¿Soy
yo o Kyoto quién te interesa más en estos momentos?— Condomina no se andaba con rodeos cuando trataba de confrontar a alguien con sus sentimientos.
—Los dos. Pero a Kyoto la veo más bien como un peldaño en mi escalada
hacia vos. No como un fin en sí misma, sino como una sacerdotisa, alguien que
media entre los hombres y el Señor. No es mi Pantocrator particular, sino una de
mis mejores intercesoras ante vos.— Creo que fui absolutamente sincera en esa
declaración, pero Condomina continuó confrontándome.
—Antes hablabas de la imposibilidad de ser dos, ¿qué me dices de la dificultad de ser tres?
Me quedé lívida y con la sensación de haber quedado al descubierto en una
de mis contradicciones.
—Yo aspiro al uno, señor, aunque no me importa si la vía es el dos, o el tres—
Salí al paso como pude, quitándome de encima la sensación de ser una ingenua
intelectual que había sido desenmascarada.
—¿Es así como ves a las mujeres, seres secundarios que sólo sirven como
mediación entre el hombre y Dios, personajes de segunda fila, entonces?
—Sí, claro. Dios es siempre un hombre.
—No. Ese es el Dios de los judíos, de los árabes y de los cristianos. Es el Dios
de las religiones monoteístas. Dios de existir es una mujer. La mujer es anterior
que el hombre en el culto preteológico de todos los pueblos. Pero Dios es sólo
una idea, no una persona. Es sobre todo una realidad supraindividual.
Era verdad, no sé cómo se me había escapado aquella barbaridad. Fue entonces cuando me di cuenta de hasta que punto los iconos de nuestra civilización nos
habían penetrado en nuestro imaginario, haciéndonos inventar a un Dios hecho a
semejanza del hombre, con barbas y probablemente insaciable y cruel, que administraba castigos y venganzas, maldiciones y bienaventuranzas.
—Mi vocación de entrega es con un hombre, señor.— Aclaré este extremo a
Condomina, que parecía dudar de mi orientación sexual.
—¿Pero tú no eres bisexual?— contraatacó mi señor.
—Son cosas distintas, señor. Distintos placeres. Con una mujer me gustaría
ser dominante, con un hombre me gusta ser sumisa. Estoy harta del sexo democrático, de esa clase de interacción en que el hombre te pregunta y pretende complacerte. Busco a un hombre en toda su animalidad. Aspiro a ser un puro objeto
sexual, pero de un hombre.
—¿Para vengarte de ellos?
—No. Para redimirme y redimirles.
81
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 82
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—¿Estarías dispuesta a cualquier cosa, para ello? ¿A soportar la humillación,
el sometimiento, el dolor?
—Sí.
—¿Harías votos de esclavitud eterna?
—Si no es eterna, a mí no me interesa.— Añadí a modo de conclusión.
—No será necesario. Tus votos no son para siempre, me basta que decidas
quedarte sólo lo suficiente para encontrarte a ti misma. Después, tu verás lo que
haces.
Condomina prosiguió en tono pedagógico:
—Cuando termines tu noviciado, tu misma decidirás lo que quieres hacer.
Igual decides iniciar tu propia serie.
—No aspiro sino a serviros, señor.
—Muy bien. Hablaré con tu instructora para que te prepare para recibir los
hábitos y tu nuevo nombre e identidad. He pensado en un nombre para ti. Tu
nombre de esclava-profesa.
—¿Cuál es señor?
—Te llamarás Lou Andreas.— dictaminó.
—Condomina notó mi indisposición por ese nombre, de modo que casi inmediatamente añadió:
—¿No te gusta?
—Sí y no. Me gusta el personaje como vos sabeís, pero Lou era una mujer
incapaz de amar. Y yo tengo un potencial infinito para eso. Si hay algo que me
sobra es capacidad de amar, tengo mucho para ofrecer. Incluso a un imposible
como vos, a una entelequia. No aspiro a formar con vos una pareja, solo aspiro a
amaros, adoraros y a dedicar a vuestra empresa todos mis esfuerzos, toda mi dedicación, cualquiera que esta sea, cosa que aun desconozco.
—Bien, eso no importa. Serás Lou Andreas e inventarás de nuevo ese personaje. Si no te gusta, la reinventarás. La reinventaremos. Ese nombre pesará en ti
como una losa, pero te liberará a cambio del peso de Vero.
—Un peso insoportable para mí, señor, creedme.
Vero era una mujer ingobernable. Una mujer cuya gestión se me hacía intolerable. Un proyecto imposible que ya empezaba a hacer agua. Me sentía incapaz de
poner a aquel personaje en pie. Incapaz de darle vida, de compatibilizar los aspectos contradictorios de su personalidad. Si mi madre había abdicado de agrupar esos
aspectos, y a mi padre le resultaba intolerable el trato conmigo, si era cierto que
no había forma de compatibilizar a la mujer sensual y perversa con la mujer inteligente y lúcida, era obvio que me tenia que buscar la vida de otro modo. Mi espe82
cialidad en Sade y el Mal me brindaba la ocasión de hacerlo, inventar un personaje, una nueva moral que pudiera dar cuenta de esas contradicciones y reunirlas en
un cuerpo que inmolar a una persona. Cansada de buscar ideologías o proyectos
colectivos que pudieran englobar y asimilar esa dificultad, me encaminé hacia el
hombre. Secularizados todos los dioses, me encamino hacia Condomina.
Sin darle a tiempo a reaccionar, le dije:
—Sólo os ruego, señor, que lo que tenga que venir, venga pronto. Yo aprendo
rápido y necesito progresar en mi postulado. Necesito entregarme completamente a vos. Disponed lo necesario para que se consume y se abrevie mi noviciado.
Necesito serviros por completo y efectuar en mi vida los cambios necesarios. Os
lo suplico, señor.
—Entiendo y valoro tu entusiasmo Lou, pero los votos no admiten ninguna
frivolidad. Este tipo de decisiones no se deben tomar a la ligera y no quiero
decepciones, ni rupturas extemporáneas. Tampoco quiero por supuesto decisiones
motivadas por tu conflictiva vida anterior y que vengan a entremezclarse con esa
decisión. Entiende que he de ser cauto.
—Lo entiendo, señor, pero sepa que mis votos son serios y perpetuos. La
única forma de que los rompa es porque usted muera o porque usted se canse de
mí. No habrá otra salida.
Condomina pareció enternecerse con esa declaración, pero se mantuvo en sus
trece. Recibiría como siempre instrucciones de Kyoto y ella le mantendría informado de mis progresos. No había otra forma de profundizar en mi iniciación,
salvo el tiempo, la espera, necesaria para explorar mi tolerancia a la frustración.
—Tengo ganas, señor, de mostrarle todo lo que llevo dentro, un torrente que
promete inundar todo lo que riegue con esa agua.
—Ya sé que te sobra sensualidad, Lou. No es eso lo que me preocupa, sino tu
capacidad para tolerar la castidad, tu capacidad de renuncia y de sacrificio.
—Su esclava Lou, esperará a que vos decidaís el momento oportuno de hacerla vuestra—. Lo deletreé bien claro, para que quedara grabado como una sentencia en la mente de mi señor.
—Asi será. Cuando estés preparada para ese compromiso.
A continuación, y tal y como era de prever, Condomina pagó la consumición
y me pidió que me quedara sentada hasta que se hubiera alejado. Tomaba muchas
precauciones para que nadie nos viera juntos, lo que le daba a nuestra relación un
aire de clandestinidad que superaba con creces la necesaria precaución que los
hombres casados toman con sus amantes. Me encantaba esa sensación de riesgo,
de prohibición y de secreto.
83
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 84
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—Adios Lou.
—A sus pies, señor. Repetía como un papagayo las fórmulas que Kyoto me
había enseñado, con la intención de que de una vez, uno u otra me tomaran para
sí, de una forma animal, trascendiendo los límites de cualquier convención social,
me encadenaran a una columna y me flagelaran como a una mártir que se inmola en la pira de una religión, cuyo nombre, aún desconocía.
La tesis
Sade es uno de esos autores que no han logrado sacudirse de encima una cierta
atmósfera de malditismo. La causa es que terminamos por atribuirle todas las
abyecciones que describe en sus libros. Como si quisiéramos ignorar que gran
parte de sus imaginaciones más ruines, no fueron sino eso, imaginaciones de un
cautivo. Seguramente no sería un santo, ¿pero quién lo es? Sade pasó más de
treinta años en la cárcel, pero no es cierto que sus delitos procedan de la ejecución de las escenas que describe en sus libros. Prácticamente todo lo que escribió, lo hizo en la soledad tórrida de su Bastilla particular y mientras estuvo encarcelado. Sade era un prisionero político. Un disidente.
En la Ilustración, hubo una explosión de pensadores que se posicionaron definitivamente sobre la idea de la virtud y el pecado, el Bien y el Mal. Incapaces de
una definición que pudiera sortear el concepto religioso de pecado o de gracia, la
mayor parte de estos pensadores trataron de aproximarse a este fenómeno por
fuera del propio marco de pensamiento cristiano. Anticlericales por vocación,
aquellos intelectuales trataron de romper definitivamente con el Antiguo
Régimen y con las supersticiones que alimentaban —en su propio beneficio y en
una alianza siniestra— la aristocracia y el clero, que dejaba fuera al pueblo y sus
progresivas demandas de participación democrática. El enciclopedismo fue un
hito en la humanidad, un hito que trató de hacer progresar el pensamiento cientifico-natural y filosófico más allá de las cortinas de humo, que oponían las clases
más reaccionarias a través de la superstición.
Sade se preguntaba acerca del Bien y el Mal, y aún lo hacemos hoy, porque
hemos sido incapaces de deshacernos de los conceptos de virtud y pecado que
ensombrecen cualquier búsqueda metafísica. ¿Existe un concepto de Bien o de
Mal que pueda definirse más allá del concepto moral religioso?
Filosóficamente no existe una respuesta a esa pregunta. Sólo tenemos algunas
aproximaciones:
84
Sabemos que el Bien y el Mal son conceptos morales. Y sabemos también que
son indistingibles de sus hermanos teológicos, la virtud y el pecado. Para nosotros
los occidentales, es muy complicado dar una definición que eluda cualquier compromiso moral. Sabemos también que son inseparables y que el que inventó el Bien,
el que inventó el Ideal, al mismo tiempo y sin saberlo, opuso una categoría de maldad colgando de él y diseminó sus semillas como posibilidades de identificación.
Las sociedades modernas sostienen un concepto de Bien y Mal utilitario,
podríamos decir cívico, administrativo. Por eso ya no se enseña religión en los
colegios, sino ética, un eufemismo para designar aquellas conductas que no nos
conviene realizar sino queremos acabar en chirona o por la calle hechos un trapo
por causa del caballo.
Estas normas cívicas que contempla la ética no son sino compromisos políticos, que al carecer absolutamente de ningún valor moral que les conecte con el
numen, no pueden ser internalizados por los educandos, que terminan así por no
hacer ningún caso de las recomendaciones de sus maestros, que por su parte tampoco saben enseñar compromisos morales en ausencia de castigos o recompensas
divinas. ¿Qué recompensa tiene el buen ciudadano que paga religiosamente sus
impuestos? ¿Qué castigo habrá para el fumador en un lugar público?
Incapaces de inventar un código de premios y castigos que pudiera operar
como un centinela interno, las instancias represivas encontraron a la clínica. Ya
existe un argumento para dejar de fumar, el miedo: un miedo que procede de la
medicina, fumar produce cáncer. ¿Existirá en el futuro una categoría psiquiátrica
que incluya a aquellos que no pagan sus impuestos? ¿O una disidencia que no
esté inventariada por la asistencia social?
Tenemos evidencias de que en algunos países totalitarios esto ya ha sucedido,
por no hacer referencia a las persecuciones que en la vieja Europa han tenido que
padecer los herejes de lo sexual, los últimos disidentes. La sodomía fue un pecado capital condenado con la hoguera prácticamente hasta el XVIII, hasta que fue
delimitado por los psiquiatras del siglo XIX y convertido en una enfermedad
mental. El bestialismo, la necrofilia, y prácticamente cualquier variante sexual,
han pasado desde el potro y la hoguera hasta los manuales de psiquiatría y allí
siguen, aunque hoy ya nadie se atreve a castigar estas conductas individuales, al
menos en Occidente. Ni siquiera los jueces, la última versión de tutelantes del
Mal, osan hacerlo. Este tipo de decisiones se las pasan a otros —a los psiquiatras— para que la ciencia dictamine.
Hoy sabemos, por ejemplo, que el amor a Dios como mandato, una idea que
procede del cristianismo y que se prolonga en una claúsula que lo complementa:
85
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 86
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
el amor al prójimo; son ideales, que al operar desde fuera de nosotros se constituyen en algo inalcanzable. Esta impenetrabilidad del Ideal se distribuye de distintas formas en las conciencias individuales: unos pasan la vida intentando perseguirlo sin alcanzarlo ni de lejos; otros, la mayor parte de la gente, vive de espaldas a él, ignorándolo, aunque haciendo genuflexiones a ese ídolo o condecorando a sus adoradores. Otros sin embargo, se posicionan desde el lado del antivalor
y se convierten en asesinos y homicidas. El que inventó el amor al prójimo,
inventó sin saberlo el homicidio por odio al mismo prójimo, al que trataba de proteger con su mandato de amor universal.
El porqué unas ideas se convierten en atractores universales y otras no, es un
tipo de pregunta similar a la que se hacen los naturalistas cuando se cuestionan
acerca de por qué esta especie de animal o planta sobrevivieron a la deriva filogenética y otros no. Por qué existe el mono y no otra especie arbórea que hubiera podido ser el antecesor del hombre. Todas las respuestas no se encuentran en
las matemáticas del desorden, también existen necesidades materiales de las
especies, predicciones lineales que hacen que determinadas formas de vida estuvieran más facilitadas que otras para su diseminación natural.
Así sucede también con las ideas. Las hay que tienen como una facilitación para su difusión. Sucedió con las religiones monoteístas y así sucede por
ejemplo hoy con la xenofobia. Una idea-atractor a la que auguro una enorme
trascendencia en la Europa del siglo XXI, debido a que enfrenta al hombre
con uno de sus temores atávicos, el reconocimiento y la asimilación de la
diferencia. Un temor que nuestras pulcras sociedades, había logrado conjurar
gracias a la preservación y engrandecimiento de esos espacios de seguridad
que conforma la pareja, la familia y la propia comunidad, espacios donde la
impermeabilidad de las ideas, de las conductas y del color de la piel, viene
sustituida por una glorificación de las tradiciones, del tribalismo más rapaz y
de más de lo mismo.
Todas las sociedades humanas se han posicionado contra el homicidio, aun
antes de que el amor al prójimo se constituyera en un atractor ideológico, porque todas las sociedades se organizaron en contra del germen natural del desorden en su interior. Es cierto, pero en la época clásica, el homicidio, aun
siendo una actividad perseguida por la justicia, tenía otro sentido, porque la
vida no se consideraba en sí misma un valor. Los homicidios, por venganza,
por codicia o por lujuria, han existido siempre y siempre ha habido un consenso en su represión instituida en todos los códigos jurídicos de los pueblos.
La novedad que introdujo el judeo-cristianismo al sacralizar la vida, fue pre86
cisamente el adjudicar un valor sagrado también al hecho de dar muerte. La
religión inventó sin saberlo la perversión: el placer adosado al sufrimiento, al
dolor y a la exclusión.
Es inevitable que de un valor cuelgue siempre un antivalor y que en una
sociedad que proclama que la vida es sagrada y un derecho constitucional,
como declaran los estados modernos actuales, generen en su propio cuerpo
social unas conductas que tienden a introyectar precisamente el contenido de
ese antivalor. De ahí surgen los crímenes execrables y anómicos, los crímenes
incomprensibles y sin motivo aparente. Esos crímenes abyectos que nos hacen
identificar a los criminales como enfermos mentales, creencia que nos tranquiliza, pero que es falsa y que sobre todo nos impide reflexionar sobre la violencia implícita en una sociedad que ha renegado del Mal y que sólo a duras penas
nos permite reconocerlo en otros. Otros que no son sino locos, psicópatas, dictadores o fanáticos. Como si esas etiquetas nos excluyeran a nosotros mismos
de cualquier locura, autoritarismo o fanatismo, ignorando que cualquier diferencia es —por imaginaria—, reversible.
Una vez el Mal ha sido exorcizado, podemos dormir tranquilos. Les ponemos
una etiqueta a los disidentes que pasan así a convertirse en malditos y renegados.
Les expulsamos de la sociedad civil, les encarcelamos o les excluimos. Eso sucedió con Sade y sin ir muy lejos, sucedió también con Freud.
Freud no fue encarcelado porque logró huir de la Viena ocupada por los
nazis, pero sin duda hubiera seguido el destino de miles de judíos a poco que se
hubiera empeñado en creerse invulnerable al holocausto, debido a su prestigio
internacional. Pero la exclusión de Freud no fue solamente a causa de la persecución nazi. No hay que ignorar que aun hoy en la Universidad no se enseña a
Freud, al que sigue tachándosele de “viejo verde” y de haber sido un obseso
sexual. Esta forma de deslegitimación científica sutil que se hace de Freud y que
recuerdo haber oído por mi misma en la facu, me hizo plantearme qué demonios
era la ciencia y también mi ruptura definitiva con los modelos académicos ortodoxos. Freud no deja de ser también un maldito, como Sade, Rimbaud y
Baudelaire, como tantos y tantos intelectuales que no han querido apuntarse al
banderín de enganche del corneta.
Yo misma soy una maldita. Pero mi tesis va cogiendo forma y en el horizonte ya empiezo a vislumbrar una luz. Una Luz que sostiene mi Logos particular
animándome a proseguir, constituyéndose como un objetivo a corto plazo:
La tesis de una maldita sobre un maldito.
87
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 88
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Papá
Fue la enfermera del Dr. Condomina quien me dio la mala noticia. El examen
anatomo-patológico de la verruga de mamá había dado como resultado el ser un
melanoma maligno. Al parecer aquella información formaba parte de una rutina
más de su trabajo: a primera hora llamaba avisando a los pacientes o a sus familiares y dándoles malas noticias y dejándoles mal cuerpo para todo el día. Adiviné
una cierta complacencia en ello.
La enfermera de voz atiplada y embarazo próximo a término, me informó de
que teníamos ya hora para el oncólogo. Que no había que perder tiempo, pero que
no me preocupara. Que el diagnóstico era fiable pero que lo iban a repetir en
cuanto el patólogo volviera de vacaciones. Que me pusiera en contacto con no sé
quién y que bla, bla, bla. A cada frase amenazante oponía otra que trataba de neutralizar el efecto de la anterior y que no hacía sino añadir aún más incertidumbre.
Seguro que había hecho un curso intensivo de mensajera de malas noticias.
Yo dejé de oírla a la segunda frase, pero la tía continuaba colgada del teléfono de un modo muy profesional, como esas putas que atienden el teléfono erótico desde su domicilio, mientras le dan el potito al niño y esperan a que el cliente
llegue al orgasmo, pronunciando frases que pretenden excitar su imaginación con
una historia llena de tópicos, gemidos fingidos y estridencias.
Le di las gracias y colgué, no quería que la muy zorra me oyera llorar. Yo suelo
llorar siempre a solas, como si me diera vergüenza que me vieran hacerlo. Ahora,
después de esa noticia que era la última que esperaba recibir, me doy cuenta de que
lloro a solas, porque necesito sobreponerme. Porque no voy a llorar delante de mi
madre, ni delante de mi padre, ellos son demasiado débiles, para poder contener
mi llanto. O al menos se lo montan bien, se hacen los tontos de una manera muy
eficiente, estrategia que no deja de ser inteligente y femenina. Se hacen los distraídos y disimulan como si fueran sordos o zoquetes, para que otros, en este caso yo,
cargue con las consecuencias de su cuidado y sobre todo lo peor: la toma de decisiones que veía recaer sobre mí, como una fatalidad repetitiva.
Cuando mi abuela paterna murió, la única que he conocido, fui yo quien me
hice cargo de su cuidado, la que tomé las decisiones, la que decidió incluso el
color del ataúd. Los demás habían desaparecido, como si estuvieran tan afectados
que no pudieran mantenerse en pie. Mi padre se hizo el mareado durante todo el
entierro y mi madre simplemente se desmayó, en un mimetismo capaz de engañar al cura más listo de todos. Pero a mí no me engañaban. Se trataba de una farsa
88
para eludir sus responsabilidades fácticas y emocionales. Simplemente depositaron el muerto, literalmente, sobre mí, y abdicaron de su responsabilidad.
Hasta tuve que decidir, a vida o muerte, sobre una delicada operación de última hora, que alguien de la familia debía autorizar. Tuve que firmar yo. Y no sólo
eso, tuve que decidirlo yo, que no soy médico y que no tenía criterio alguno, para
aceptar o denegar aquel martirio de última hora que solo consiguió alargar su
agonía unos días más. El tiempo necesario para darla de alta y que muriera en
casa. Supongo que esa es la forma en que los hospitales disminuyen sus estadísticas de mortalidad: deshacerse de los fiambres con el tiempo justo.
No quise llamar a papá por teléfono, por si se desmayaba y no me daba oportunidad de darle la noticia personalmente, de modo que me dirigí a su trabajo. A esa
hora sabía donde encontrarlo. Solía ir a almorzar a un bar próximo al taller donde
trabajaba. Un lugar que recordaba por sus resonancias esotéricas: Caminito del zen.
Manda huevos que mi padre alternara en un bar con ese nombre. El, que no
sabía nada del zen y lo peor: nunca se había preguntado qué coño significaba
aquel título. Debería de pensar que era una estación del Camino de Santiago o
algo así. Mi padre disfruta ignorando más de lo que dice ignorar. Es un tipo que
nunca se hace preguntas. Se limitó a cogenerar una persona que se las hiciera por
él. Una vez conseguido este fin, se limitó a ignorarme.
Mi padre es un técnico que se ha hecho a sí mismo. Su profesión es la de tornero o fresador. Vaya, que trabaja en el sector del metal y está muy bien considerado en su empresa. Debe de ser porque hace todas las horas extraordinarias que
le pide el patrono, cosa que acepta de buen grado con tal de no estar en casa. Su
oficina de trabajo la tiene en el Caminito, quiero decir, que se pasa allí las horas
muertas y las de las comidas. Cuando regresa a casa ya ha pisado aquel recinto
en tres o cuatro ocasiones, entre aperitivos, almuerzos, cafés y carajillos. Allí mi
padre es feliz, como que se realiza a sí mismo.
Ahora tiene un puesto de responsabilidad, o sea, que curra poco y vigila y controla el trabajo de los demás. Enseña y distribuye tareas, entra a trabajar el primero y sale el último. Tiene hasta llave del taller, un privilegio cercano a un concepto del honor obsoleto y calderoniano que mi padre sostiene como un equivalente
de la confianza que el patrón le tiene. Con el tiempo ha llegado a ser una especie
de capataz, lo que le permite ir sacando pecho frente a sus amigotes y pontificar
sobre fútbol, su conversación preferida, dictaminando a un vasto auditorio de
meritorios y pipiolos sus opiniones sobre este gol, sobre este fuera de juego, sobre
este equipo, o cualquier otra circunstancia dominguera. De modo que mi padre es
un hombre vulgar, como Andrés, como Juan Antonio, como la mayoría, vamos.
89
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 90
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Cuando me ve, no logra disimular un gesto de sorpresa, como si estuviera
viendo una aparecida, un espectro que vuelve del más allá. Debe de ser porque
para mi padre no existo, o que su deseo real es no verme, cosa que para el imaginario de papá debe de ser un equivalente. Quiero decir que sabe que existo,
pero que esa existencia tiene para él muy escasas resonancias emocionales. Que
si me ve, se alegra, claro, pero si no me ve, pues mejor, porque es más feliz sin
mi presencia.
Lo malo es que no he logrado aún discriminar a qué se deberá esa intensa
repulsión que le merezco. O si no es repulsión, sino simplemente que vislumbra
en mí una amenaza para sus fines. En fin, no sé muy bien a qué carta quedarme.
Lo cierto es que papá se sorprende de verme y que su cara delata un sentimiento
ambiguo, que sólo a muy duras penas consigue disimular y que no he conseguido aún filiar.
—Hola papá— me plantifico delante suyo como siempre hago para que me reconozca y no tenga más remedio que aceptar que he vuelto a la vida, que soy yo, sí.
—¡Hooolaaa Vero, caray que guapa estás!— A papá tampoco le ha pasado
desapercibida mi recién estrenada belleza. Exagera un poco el gesto apoyándose
en la “o“, dándome a entender que no me había reconocido y que es una sorpresa que me deje ver por sus dominios.
Le separo de los parroquianos que me lanzan esas miradas lujuriosas que
tanto avergüenzan a mi padre y tan indiferente me dejan a mí, acostumbrada a
crecer en un barrio obrero, bajo miradas y proposiciones deshonestas casi siempre. Me lo llevo a una mesa al fondo y pedimos dos cortados con leche fría. En
honor a mi presencia, papá prescinde del carajillo de media mañana y le siento
próximo y cariñoso. Ni se lo huele.
Le cuento.
Queda naturalmente consternado. Le explico que tendrá que ingresar y habrá
que darle unas sesiones de quimioterapia, que aún no tengo los detalles, pero que
se puede intuir, que va a ser largo y doloroso. No, no tengo esperanzas de que la
cosa marche bien. El melanoma es un cáncer de piel muy maligno. Si, del sol, eso
debe ser, el sol y los rayos ultravioleta. No, no, ella aún no lo sabe. Claro, yo se
lo diré, hoy mismo, papá, tu no te preocupes.
—Si, ya sé que a ti ir a los Hospitales te marea, papá.
Y además tiene sus obligaciones, su trabajo, lo entiendo papá. Sólo quería que
lo supieras, y que vayas haciéndote a la idea. No, no te hagas falsas esperanzas.
Sí, no hay error en el diagnóstico, la cosa esta muy fea. Bueno, sí, la esperanza
es lo último que se pierde. En efecto.
90
Yo adoro a papá a pesar de su indiferencia hacía mi. Guardo de él un recuerdo
amable y entrañable de mi primera infancia: ese lugar donde los padres son una
especie de príncipes que aparecen y desaparecen de nuestro entorno, creando una
atmósfera de predictibilidad y sincronías. Papá que vuelve y papá que se va.
Príncipes prestidigitadores que ahora sacan una golosina de su chistera de magos
encantadores, más tarde un cuento narrado para conciliar el sueño, mañana un
regalo extraordinario que nunca podrá olvidarse. Un príncipe que crea en torno
suyo una succión mágica que hace que le esperemos, para liberarnos de la pesada
de nuestra madre, aquella que carga con lo más duro de nuestra crianza, pero que
a ojos de cualquier niña, resulta una compensación por la que vale la pena esperar.
Y eso hacemos: esperar a que papá se fije en nosotras, para eso leemos El
Quijote, nos empeñamos en aprender rápido, más rápido que las demás, sabernos
los colores antes que las otras y las tablas de multiplicar y las capitales de Europa
de carrerilla. Después el poema que leemos en Navidad, sobre la mesa familiar y
más tarde los besos que derramamos sobre un peluche que no es sino la imagen
de papá hecha trapo.
Un buen día la cosa cambia y aquella magia se transforma en un espionaje
inexplicable, que sólo años más tarde identificamos con la explosión de hormonas que trastea nuestro cuerpo y añade redondeces a nuestra figura. Papá ha dejado de ser un príncipe para transformarse en un perseguidor implacable, que censura nuestras idas y venidas, nuestros gustos, y pone en cuarentena nuestra honestidad y nuestra propia capacidad de seducción. ¿Con quién comparar entonces, a
nuestros amantes, a nuestros pretendientes?
Papá me apartó de sí cuando más le necesitaba, cuando más sola y confusa me
sentía y aún no le he recuperado. Aun me teme, me siente como un enemigo,
como un adversario al que conviene tener a raya.
—Hija, cuando vengas a este bar, procura ir vestida de una manera más
decente, por favor. Todos mis compañeros te miran. Aquí no hay más que obreros del metal.
Es eso, sin duda, el puto sexo. Papá me siente como una amenaza para su virtud, para su honor calderoniano. Quizá sienta que debiera batirse en duelo con
aquellos que me miran.
—Me miran el pelo, papá, ya sabes que mi pelo es muy escandaloso, promete mucho pero no da nada, como la mala pornografía.
Miré en el fondo de sus ojos verdosos. Unos ojos casi iguales que los míos, y
no encontré allí ningún fondo opaco donde estuvieran escritas las respuestas a mis
preguntas. En su lugar no hallé sino zozobra. Un vacío inexplicable que me hacía
91
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 92
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
naufragar en su presencia. Ni siquiera una marisma donde encontrar una clave para
el porvenir, solo un vacío—vacío que ni siquiera tiraba de mí, que no pretendía
redimirme, ni protegerme, simplemente me dejaba navegar a la deriva, como un
bote sin remos ni vela, a merced de la corriente. Como un proyecto fracasado, una
novela inacabada, un mal poema que nunca rimó sino a base de ripios.
No podía esperar nada de papá. Nunca lo supe de un modo tan nítido como
ese día en el Caminito, mientras tomaba un cortado y trataba de compartir con
él un dolor, que a esas horas ya sabía que tendría que digerir a solas, sin más
bicarbonato que mi propia lucidez y mi resistencia a soportar la amargura de
su abandono.
—¿Cómo vas con Andrés, Vero?
—Mal, papá, ya sabes. Nuestra relación no ha dejado de ser tan complicada
como siempre fue.
—¡Ese tio es un mamón!— vociferó airado. En eso no había cambiado de opinión. Siempre sostuvo que Andrés no me convenía, aunque supongo que por
razones bien distintas a las mías.
—Pues en eso, creo que te he de dar la razón— No tuve más remedio que
claudicar.
Papá tiene aproximadamente la misma edad que mi señor y sin embargo aparenta diez años más, Tiene arrugas, algunos kilos de más y una mirada transparente donde una no halla sino una evidencia de lo que es, ha sido y será: un cobarde, un ser intrascendente, egoísta y banal, si se midiera con la vara de la comparación entre extraños. Convertido en mi padre, reunía en sí una serie de sentimientos gaseosos, cuyo corolario no era sino la extraña sensación de haberle
defraudado, de haberle fallado.
Una mirada sin esperanza, sin futuro, que parecía haber renegado de su historia y que quizá encontraba en mí tan solo un certificado vivo de otra vida que
hubiera querido soslayar. Mi presencia no hacía sino complicarle la suya propia,
era evidente. Mientras hablaba de intrascendencias, le miraba y me preguntaba si
no estaría buscando yo un padre, un padre mítico: esa figura que perdí en la adolescencia y que nunca pude recuperar a pesar de mis esfuerzos. Pero aquel hombre, mi padre real, no me motivaba en lo más mínimo. Sólo me unía a él, un vínculo tormentoso de sangre, que no suponía sino un mito y una lejana promesa de
amor infantil que nunca fue renovada.
—¿Necesitas dinero, Vero?
Esa era la manera de decir si me debía algo por las atenciones que iba a dirigir a mamá. Me extrañó porque mi padre es un rácano.
92
—Dinero siempre se necesita, papá. Sobre todo las que no tenemos ingresos— alcancé a decir, mientras una lágrima que no advirtió, me asomaba a los
ojos y se deslizaba mejilla abajo, en busca de un delta interior donde desembocar
y evaporarse rápidamente.
—Bien, pídeselo a mamá. Es ella la que se ocupa de esas cosas. A mí me lo
va dando en cuentagotas, para la semana. Ya sabes lo rácana que es tu madre.
En ese momento comprendí a Bea, mi amiga que se suicidó con gas butano y
cuya conducta siempre me había resultado inexplicable.
Porque no es lo mismo morirse que matarse.
Por eso se suicidó Bea. En un último gesto de libertad.
Una libertad irreversible.
Un par de tíos jugaban en una máquina tragaperras como abducidos, por la
proximidad de un premio que nunca les llegaría. Al verme pasar, los desangrados
por aquel androide mecánico me gritaron al alimón:
—¡Tia buenaaaaaaa!—. Se apoyaron en la última sílaba para no caerse del
taburete. Mi padre, que se había retrasado pagando la consumición, al llegar frente a ellos les miró de hito en hito y pude entender que les decía:
—A que os doy una hostia cabrones, ¿no veis que es mi hija?
No oí la respuesta de los cabestros. Ya tenía bastante.
Nicolás
Cuando Nicolás vuelve de gira, siente la necesidad de verme. Verme y contarme.
Esta vez han sido algunas semanas por provincias, como dicen en Madrid para
referirse a las giras artísticas de medio pelo. Ha estado dirigiendo una Tosca infumable con una compañía de aficionados que han puesto a Puccini al mismo nivel
que el maestro Serrano, o sea, el nivel de un músico de pueblo, lleno de caspa y
sin glamour alguno.
La soprano dramática que hacia el papel de primadonna, era demasiado histriónica y demasiado escocesa, fría y sin un corazón de león que hiciera honor a
su nacionalidad. Ni sabía donde poner las manos, ni sabía fingirse enamorada de
un tenor cubano, que más que un revolucionario, parecía un padre de familia acosado por los bancos y el fisco. Scarpia era demasiado bajito, tanto, que parecía un
muñeco de trapo, aunque eso sí, daba bien para el papel de malo, más por la cara
93
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 94
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
que por su talla. Tan malo, que todo el público se pone en contra suya desde el
comienzo, no sé si por lo mal que canta o por lo bien que interpreta el papel de
malo universal. Un malo universal y más malo que nadie, un malo, eso sí, con
honor, pero a años luz del Javert de Los Miserables. Scarpia no se suicida, sino
Tosca que para sorpresa del público arrastra en su caída al vacío un trozo de escenario de cartón-piedra, más bien diseñado para el cumpleaños de unos niños pijos
que para hacerle el honor a Puccini, un músico excepcional.
Al finalizar, el público está tan entusiasmado por el folletín que incluso aplauden cuando en la escena del fusilamiento se cargan al pintor revolucionario que
muere en un alarde de ingenuidad, después de que Tosca sea pasada por la piedra
por el propio Scarpia, coito que se merecía él, por su tesón y ella, por boba. En
fin, real como la vida misma. Hoy en día a ese Scarpia le denunciarían por acoso
sexual, antes incluso de pasarse por las armas a la beata de Tosca. ¡Cómo han
cambiado los tiempos!
La ópera necesita nuevos libretos, nuevas ideas acordes con los tiempos que
vivimos, personajes creíbles y actuales. La ópera sólo es un género en decadencia que se mantiene viva gracias a que escribieron para ella grandes autores, que
hoy se dedicarían sin duda a la publicidad.
En casa de Nicolás se respira paz, sosiego y silencio. Al fondo, en la cadena,
suena bajito un Monteverdi exquisito: un lamento de Ariadna. Las cortinas están
echadas y un par de velas alumbran el salón. Nicolás ha pillado una buena maria
y lía un petardo, mientras nos disponemos a charlar, y a dejar fluir nuestras confidencias, un ritual periódico en nosotros, que no tenemos otro alter ego del que
echar mano cuando estamos tristes, confundidos o simplemente aburridos.
—Oye Nicolás. ¿Tu te acuerdas de Bea, verdad?
—Sí, claro.
—¿Por qué crees que se suicidó?
—Por amor—. Nicolás atendía a la buena distribución y mezcla de la maria
y el tabaco, mientras continuaba respondiendo mis preguntas.
—¿Crees que alguien puede suicidarse por amor?
—Claro, es un motivo tan legítimo como cualquier otro. A veces uno ve una
montaña y se ve incapaz de deshacer los montoncitos que poco a poco han ido
acumulándose. No encuentra otra solución, mas que quitarse de en medio. Es una
mala solución, pero peor lo tienen quienes sobreviven al suicida, porque todo suicidio es un acto de venganza. Un mensaje que no osarían transmitir de otro modo.
—¿Y de quién querría vengarse Bea?
—De aquél que más amaba.
94
—¿Tú crees que el que se suicida quiere morir?
—No, quiere matar a otro, en sí mismo y al mismo tiempo busca reunirse con
él, en otro tiempo, espacio y lugar. El suicida es un optimista en el fondo, porque
nadie sobrevive a ese crimen.
Sí, el amor mantenía intacta su cualidad de piedra filosofal, incluso aquella
clase de amor que inducía al crimen. Para la gente común el amor sigue siendo
una buena coartada para cualquier cosa. Vete a saber lo que entienden por amor
estas personas, vete a saber lo que entiende Nicolás por amor.
—El amor está muy cerca de la muerte— parafraseé a alguien con esa sentencia, a la que Nicolás opuso una objección, muy sólida:
—¿Pero es la amada dueña de su vida?
Interesante pregunta, sí. Por lo general Nicolás opina casi siempre en todo
como yo. Su poderosa intuición, le lleva a ver más allá y más profundamente,
como una lechuza, pero es tan incapaz como cualquiera para mirar en su interior
y aplicarse a sí mismo su intuición desbordante. Por más lúcido que sea el ser
humano al autoobservarse, no puede hacerlo sino cegando un aspecto de su propia perspectiva y obturando una parcela de intuición, que se muestra como un
campo invisible, incluso para la mente más despierta.
—Oye Nicolás— A esas horas el porro estaba completamente liado por su
mano experta y ya estábamos dando caladas, dos yo y una él. —¿Tú por qué eres
homosexual?
—Nací así, cariño. Ya sabes, es mi condición, como la tuya es la bisexualidad.
—Si, pero yo veo una diferencia entre mi bisexualidad y tu homosexualidad.— Remarqué los prefijos, “bi” y “homo”.
—¿Cuál, cariño?
—Yo no tengo fobia a las mujeres y tú sí. A mí me gustan los tíos y las tías.
No siento ningún tipo de repulsión hacia ninguno de los sexos.
“Lasciatemi morire“, gimoteaba una soprano, experta en barroco, desde el
mueble de la cadena. Una maravilla de voz, y una maravilla de grabación. El
porro estaba buenísimo, con lo difícil que es encontrar una buena maria antes
del verano.
—Esta es de Amsterdam— me aclaró Nicolás.
—¿Te dan miedo las mujeres, Nico?
—Miedo, no, Vero, es repugnancia.
—¿Te das cuenta como no es lo mismo que me pasa a mí? No me da asco
nada—. Continué en esa línea que había abierto en el flanco de navegación de
Nicolás, quise escarbar en esa idea.
95
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 96
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—No acabo de entender por qué a los homosexuales os repugnan las mujeres y al mismo tiempo nos imitáis. Es como si os burlarais de nosotras, mimetizando nuestros aspectos más frívolos, llevando hasta el paroxismo los aspectos más cutres, los más tópicos. A veces sois crueles llevando a la mujer a su
propio esperpento.
—Sí, supongo que esa es nuestra venganza— Nicolás dio una última profunda calada al porro de maria y lo apagó en el cenicero, mientras se recostaba en
un sillón a mi lado.
—¿Contra quién va esa venganza?
—Supongo que contra la sexualidad oficial, contra la sexualidad legítima. Ten
en cuenta que nosotros hemos sido perseguidos por nuestra condición, hasta hace
relativamente poco. Hoy existe aún una velada intolerancia que se manifiesta en
que, por ejemplo….
—¿En que por ejemplo no podeis casaros?—, le interrumpí, adivinando por
donde me iba a salir.
—Sí, ni podemos tener hijos, ni…
—¿Y dónde quedaría la transgresión, si pudierais casaros, heredar y cobrar la
pensión de vuestra pareja?
—Yo quiero la igualdad con la pareja heterosexual—, sentenció Nicolas, en
un alarde de orgullo gay.
—¿Y una vez conseguido ese derecho, qué hareis para eludir el deber de ejercerlo?
—No te entiendo, Vero, explícate, por favor—. Nicolás andaba ahora con las
manos ocupadas intentando liar un segundo porro.
—Yo lo que siento como un deber es tener que casarme y tener hijos.
Permanecer célibe es para mí la transgresión, la única trinchera que la sociedad
me ha dejado libre para que la pueda ocupar. Lo que quiero decir, es que casarse
no es un derecho Nico, es una putada, una fatalidad. ¿Cómo es posible que
luchéis tanto por conseguir un derecho que se me antoja tan pesada carga?.
—Bueno, cuando tengamos ese derecho, cada cual lo ejercerá como quiera,
cada cual es libre para elegir su camino.
—Y una mierda, Nico. ¿Tú crees que yo soy libre para permanecer soltera y
estéril? Todo está dispuesto para mi inmolación en la pira de la parejita, para el
dos en raya. No hay lugares para el individuo, ni siquiera en los tranvías lo hay.
Una vez hayáis conseguido ese derecho, ese símbolo pesará como una losa sobre
vosotros y seréis tan desgraciados como la mayoría de heterosexuales, porque ese
derecho se habrá convertido en una prescripción. Entonces tendréis que retroce96
der en busca de otra trinchera donde refugiaros, porque sabes Nico, de eso se
trata, de huir de la muchedumbre.
—Creo que no te entiendo, Vero.
Encendió el segundo porro, ahora tocaba: dos caladas él y una yo.
—¿Para qué quieres tener hijos, Nico, dime para qué, para ejercer de mamá
atribulada y transmitirle tu aburrimiento y tu desazón? ¿Para compensar a tu
madre de no haber tenido el hombrecito que deseaba, o quizá para ofrecerle a la
niñita por la que suspiraba? ¿Es esa la clase de abyección que vas a transmitir a
tu estirpe?
—Pues para lo mismo, que todo el mundo, supongo, para cuidarlos, peinarlos, llevarlos al “cole” y enorgullecerse de ellos.
—¿Es eso lo que crees que hacen los padres, Nico? Mira a tu alrededor y dime
¿qué ves?
—Pues amor, felicidad, armonía y mucha soledad Vero, mucha soledad en
aquellos que no podemos integrarnos en la sociedad.
—Ni falta que os hace, créeme, la sociedad está constituida por una serie de
armarios, donde las parejas heterosexuales esconden sus esqueletos. En esa sociedad no caben los disidentes, Nicolás, para eso han elegido ser disidentes. No
cabemos ni tú, ni yo, aunque por distintas razones.
—¡Uy cariño, que pesimista te veo! ¿Es que hace mucho que no follas?—.
Ahora Nico opta por el sarcasmo, creo que lo tengo apabullado. Si supiera el
tiempo que hace que no follo… Pero me callo ese dato.
—Dime una cosa y trata de ser sincero conmigo. ¿Por qué te dan asco las
mujeres, y si tanto asco te dan, porque somos tan amigos tu y yo?
—Pues no lo sé, es una cosa visceral, me dais asco para el sexo, pero mis
mejores amigas son mujeres, como tú, por ejemplo.
—Ponte de pie, por favor—, le ordené. Nicolas me pasó el porro, y obedeció.
— Enséñame la polla por favor.
Nicolás enrojeció. En toda nuestra vida no le había puesto en esa clase de evidencias, pero quería confrontarlo con algo que aun no sabía exactamente qué era.
—No lo dirás en serio, Vero— me tanteó desde su asombro.
—Totalmente, pero no tengas miedo, no voy a hacerte nada, ni siquiera te
tocaré, quiero verla simplemente.
Nicolás pareció tranquilizarse e inmediatamente se bajo la cremallera de la
bragueta por donde pude ver como asomaba un pene pequeño, flácido y avergonzado, que descansaba en un prepucio que necesitaba urgentemente una intervención quirúrgica.
97
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 98
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—Tienes fimosis, ¿por qué no te has operado?
—¡Calla, calla bruja!—, ahora Nicolás representaba su particular comedia de
gritos y aspavientos. —A mí no me toca ningún cirujano la polla—. En un santiamén el pene de Nicolás había vuelto a su guarida en lo más profundo de su bragueta, como si temiera permanecer al raso.
Le dejé gimotear mientras le daba unas caladas de más al porro. Caladas que
no me correspondían ya, pero que fui incapaz de evitar. Era muy buena aquella
mierda holandesa, consecuencia sin duda de la legalización.
—¿Tienes complejo?— le pregunté mientras le volvía a pasar el porro.
—¿Complejo, de qué? Nicolás se hacía el tonto conmigo, una estrategia que
le llevaría de cabeza a la perdición, a menos que la abandonara completamente.
—De tenerla tan pequeña.
—Claro que no, qué tontería.
—¿Tontería?— ahora me puse seria, —¿Tu crees que el tamaño es una tontería, me lo dices tú, un homosexual, un perverso? No me jodas Nicolás, si fueras
una lesbiana lo entendería, pero tú, un homosexual fascinado por lo fálico ¿me
dices que el tamaño es una tontería? ¿quién crees que va a creer eso, eh?— Lo
dije como cabreada, como muy cabreada.
Nicolás está ahora acojonado, lo había pillado, se siente amenazado, pero noto
en él un creciente estupor teñido de sorpresa voluptuosa. Me dice:
—Bueno, sí, he tenido muchos complejos por eso, pero ahora…— Está confundido. Ahora ya no, quiere decir, como que lo tiene superado, el muy gilipollas.
—Dime Nicolás, tu crees que podrías satisfacer a una mujer como yo, con esa
aceituna sin hueso?— Me quedé sin aliento al comprobar hasta dónde podía llevar mi maldad femenina.
Nicolás hace un profundo paréntesis, donde parece pensar la respuesta, aunque en realidad no sabe qué decir porque teme ofenderme y teme al mismo tiempo comprometerse a una perfomance.
—Claro que no Vero—, responde azorado y cohibido.
En ese momento, en que siento que le tengo contra las cuerdas, es cuando
decido terminar el juego. No sé, acabo de sentir una enorme oleada de ternura por
mi Nicolás.
—Claro que sí, tonto. Las mujeres nos corremos cuando queremos y con
quién queremos. Los únicos que le dais importancia al tamaño del pene sois los
hombres, por vuestra mitología del falo. Bobo, más que bobo. Los hombres y
cuanto más maricones sois, más importancia le daís. ¡Ah, que tontos sois los tíos,
hasta los gays!
98
Más tranquilo, Nicolás da una ultima calada al porro, pero contraataca:
—Pues Andrés calza un veintidós.
—Será por eso que le voy a dejar—. Yo, sin inmutarme.
—¿En serio, qué ha pasado?
—Nada nuevo, lo de siempre. No me llena y punto, es inútil buscar otra razón.
— ¿Y dónde vas a ir a vivir?
El bueno de Nicolás se preocupa sinceramente por mí. Es el único hombre al
que he podido arrancar en mi vida un fragmento de interés humano, más allá de
sexo, de la estirpe o de las conveniencias pasajeras.
—Con mi madre. Va a morir y quiero estar con ella, hasta el último momento—,
añado a modo de corolario.
Yuki
En realidad Kyoto no se llama Kyoto, sino Yuki. Lo que es cierto es que nació en
Kyoto, en Japón: la ciudad de las geishas. Algo así como si en España llamáramos a una persona por su lugar de nacimiento, Cuenca, Teruel o Sevilla. Una exageración metonímica en su nombre propio. Ya se sabe que ni en Kyoto todas las
tías serán geishas, ni en Valencia todos los árboles son naranjos, pero eso no impide que el icono que representa a la una y la otra sean los naranjos y las geishas.
Es el poder del símbolo, su penetrabilidad.
De modo que me equivoqué al suponerla camboyana, y también al pensar que
era una sórdida camarera. Al contrario, Kyoto, quiero decir Yuki, tiene una educación exquisita. Domina varias lenguas, es amable, sabe bailar y tocar varios
instrumentos japoneses, también canta, aunque el cambio de su escala de origen
por la de doce semitonos le ha complicado su vida de cantante y también el
aprendizaje de la guitarra, un instrumento que solo sabe tañer con cuatro acordes
de academia.
Su vida es para hacer una novela por entregas. Una vida que en su primera
parte transcurrió entre una educación tradicional, consagrada al entretenimiento
de los hombres. La segunda parte es la consecuencia de la crisis del sector inducida por la universalización occidentalizante de la prostitución en Japón y una
huida de su país en una especie de escapada atolondrada detrás de un español del
que se enamoró y que pagó sus deudas a la mamá geisha, que —digo yo— debe
de ser una especie de Celestina en versión oriental.
99
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 100
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
El fulano que se la llevó puesta, la trajo a España con promesas de matrimonio y amor eterno, pero como era un político bastante famoso (aunque ella no
suelta prenda acerca de su identidad), una vez aquí decidió —quizá aconsejado
por su gabinete de crisis—, montarle un pisito y tenerla de amante a la española,
o sea, de querida.
La geisha, que de tonta no tiene un pelo, se vio venir al fulano, de modo que
en lugar de quedarse en casa vestida con el kimono, comenzó a buscarse la vida,
y la encontró. Primero en un bar de copas, luego en un despacho de abogados,
más tarde decidió abrir su propio negocio que fracasó, tal y como dice, porque:
—Aquí en España, los hombres no buscan la compañía femenina sino para el
sexo. No saben discriminar entre la función de una geisha y una prostituta, aunque no me extraña demasiado, porque en mi país, también comienza a suceder.
Algo tendrá que ver la globalización.
—En España, los hombres buscan el sexo rápido, apresurado, anónimo. Eso
me llamó mucho la atención.
—Es la postmodernidad, Yuki. Hemos logrado amortizar cualquier ideal y
cualquier deleite sofisticado. Ya no creemos más que en nosotros mismos. Aquí
cualquier persona se tiene que hacer empresario de sí mismo si quiere sobresalir por encima de la masa. No hay tiempo que perder, ni compromiso personal
que atender.
—En realidad los hombres no disfrutan de la compañía femenina, esa función
la tienen como adherida a lo puramente físico.
—Tienen sus razones para ello. Vosotras estáis educadas para hacerles sentir
que cualquier cosa que digan es importante. Que de su boca no puede salir ninguna tontería, que son inteligentes y brillantes conversadores. Aquí en España, se
nos educa para discutirles todo, de modo que han dejado de hablarnos.
Demasiado tienen con aguantar a sus parientas.
—¿Parientas?
—Perdona mi jerga. Esposas quiero decir.
La manera en que Yuki ríe, cualquier parida que suelto al conversar con ella,
me recuerda que no conoce los giros del idioma. Pero me hace sentirme solidaria
con esos hombres, que pagan para que ella les haga sentir que sus ocurrencias son
inspiradas e inteligentes. Ni un mínimo de afectación, nada de fingimiento, su
risa es directa, franca, limpia, diáfana.
Va vestida en plan occidental, con pantalones negros y una blusa color anaranjado con arbolitos en flor que supongo serán cerezos para aliviarla de su nostalgia. Lleva dos pendientes de donde cuelgan sendas pagodas de bisutería.
100
—Es muy raro que una geisha se enamore de un cliente, pero es inevitable, y
no hay ningún código que lo prohiba. Lo usual es que cuando se tienen clientes,
las geishas elijan de entre ellos a algún caballero que las mantenga aunque sigan
ejerciendo su profesión. Yoko, mi madre geisha, se fue a vivir con un hombre
muy rico que la instaló en un piso en el centro de Tokyo, para tenerla cerca y
poder visitarla con regularidad. Ella en su tiempo libre tenía el derecho de seguir
ejerciendo su profesión.
Yuki estaba en vena. La dejé proseguir mientras paseábamos y dirigíamos
nuestros pasos hacia un parque público donde muchas veces habíamos quedado
a charlar, o como decía ella, a recibir mi instrucción. Un parque con estanque y
patos hambrientos que suspiraban por las migas de pan que los transeúntes les
arrojaban desde la barandilla.
—Aquí, los hombres son muy celosos, y aunque mi instrucción incluye ciertos trucos para eludir sus exigencias, una vez en España me fue difícil librarme
del todo de mi señor, que al poco tiempo me cedió a otra persona, porque —según
él— no tenía tiempo para verme.
—Seguramente es porque llegaste a resultar un compromiso para él.
—¡Oh, no! Una geisha nunca resulta un compromiso para un caballero.
Nosotras estamos educadas para escuchar, pero nuestros labios están sellados
fuera de los festines.
—Sí, pero en España nadie se fía de un código medieval japonés y menos un
político. Esos están educados para mentir y para traicionar hasta a su familia.
—Una geisha nunca hablaría mal de un caballero. Nunca—. Yuki creía en los
códigos de su profesión, era obvio
—Bueno, ¿y cómo te cedió, qué sucedió?— Quise saber más de su vida ahora
que había logrado al fin que nos tuteáramos.
—Fue en una fiesta que había organizado en mi casa para agasajar a unos amigos influyentes de mi señor. Había un hombre al que parece que le gusté, él fue
mi nuevo señor desde ese día, en que mi antiguo señor decidió traspasarme.
—¿Pero a vosotras las geishas os venden y cambian así, como al ganado?.
—¡Oh no! Ellos no pagan a la geisha, sino su ajuar.
Bonita manera de escurrir el bulto, pensé para mis adentros…
—Ahora soy su amante. ¿Sabes cuantos kimonos tiene que mantener mi señor?
—Ni idea— Penetramos en la arboleda ya familiar y nos dirigimos hacia el
estanque. Lamenté que no hubiera cerezos. En su lugar, álamos centenarios y
plataneras nos daban cobijo con su sombra y su antigüedad muda de testigos de
amores y desamores.
101
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 102
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—Treinta y seis. Aparte de mi manutención y mi vivienda.
—Hay que ser muy rico, para tener el ajuar de la geisha disponible—.
Afortunadamente, Yuki no me pilló la indirecta. No quería herirla con mi mordacidad, pero todo aquello me hacía mucha gracia, porque conseguía relativizar
cualquier prejuicio moral.
—Nosotras, en Japón, cuando rezamos a Dios no pedimos nunca felicidad,
sino prosperidad.
Ahora la que se ríe abiertamente soy yo. Menuda taimada es la Yuki, cuánto
tengo que aprender aún. Esa permuta de la felicidad occidental por la más práctica prosperidad me resultó una buena estrategia.
Ella parece sorprendida por mi ataque de risa, pero su profesionalidad la lleva
a imitar mi gesto y acompañarme en mi hilaridad, aunque no sepa a ciencia cierta de que me río.
Me calmo, me sueno la nariz y prosigo.
—O sea, que te cambió a ti y a tu ajuar por algún favor político.
—No creo, mantener una geisha es una carga muy pesada.
—¿Tu señor era del PP o del PSOE?
—¿Qué es eso?
—Nada, tonterías, perdóname. Son dos partidos políticos que quieren ser muy
diferentes, pero que en el fondo son la misma cosa. ¿Existe en Japón algo así?
—¡Oh claro!, pero una geisha jamás habla de política, sólo escucha.
—Hacéis bien.
En realidad la política no hace sino desplegar un menú que ofrecer a los
clientes electorales. Una falacia que no logra sino engañar cada vez menos y a
menos gente. Vote usted esto o vote usted lo otro, que nosotros haremos lo
mismo, aunque dramatizaremos la suficiente discordia para que crean que
estamos tan distantes como la Luna de la Tierra. La política no es sino el esperpento de la diferencia. Que más da que el político que compró a Yuki fuera de
uno u otro partido. Igual el que la compró primero era de uno y su segundo
caballero, como ella dice, fuera de la oposición. No me extrañaría. Amor con
amor se paga.
La verdad es que estar con Yuki era una experiencia sedante. Resultaba tranquilizadora, su falta de prisa, su carencia absoluta de desasosiego interior. Todo
el mobiliario parecía estar en orden en aquella cabecita peinada al modo occidental, pero donde se escondía una dulce persona, capaz de tolerar cualquier discrepancia, cualquier hostilidad sin descomponer un mínimo el gesto, ni su buena
educación. ¿Pagarían por eso los hombres?
102
—¿Por qué pagan los hombres a una mujer como tú, Yuki?
—Generalmente, las esposas no pueden atender a su marido de ese modo
tan profesional como hacemos nosotras, y aunque las orientales tenemos fama
de sumisas, el ama de casa japonesa está tan sometida a vaivenes emocionales
como la europea, de modo que no tiene tiempo ni ganas de atender a su marido como es debido después de atender su casa, sus hijos, y a veces sus propias
profesiones. Los hombres se resienten de esta falta de afecto y la buscan en
otro lugar.
—¿Pero, y nosotras, las mujeres, no tenemos el mismo derecho que ellos, a
que nos escuchen y nos rían las gracias?
—Si puedes pagar, sí. Pero no olvides nunca que la mujer es el objeto sexual
del hombre. Esa es la naturaleza.
—¿Y el hombre el objeto sexual de la mujer, no?— lo pregunté como temiéndome lo peor.
—No. El objeto sexual de la mujer es reversible, intercambiable. No son conceptos equivalentes, no hay simetría. La mujer es sobre todo objeto. El hombre
sujeto. El amor habita en la amante, no en el amado. La amante y el amor son la
misma cosa. El amado es circunstancial.
Ahí me sale la vena feminista:
—El poder económico de los hombres es quién establece ese rol, no la naturaleza, sino el dominio del hombre sobre la mujer.
—Los hombres carecen de capacidad de entrega, porque el amor no habita en
su centro, sino en la periferia. La mujer es sobre todo amor, porque en su centro
habita el amor. Esa es precisamente la diferencia y el abismo que separa al hombre de la mujer. La mujer puede dar ese amor a un hombre y negárselo a otro. Por
eso el hombre que carece de amor, tiene que pagarlo o arrancarlo por la fuerza.
Aunque el amor no puede comprarse con dinero, sí el entorno necesario para
agradar a la mujer y que deposite sus dones en éste y no en aquel otro pretendiente. ¿Has pagado alguna vez por un hombre?
—No, claro que no.
—¿Y por qué?
—Bueno, hay tíos que viven de eso…
—Sí— me interrumpe y me confronta —¿Pero por qué no has pagado nunca
a un hombre?
—Pues… porque son ellos los que tienen el dinero.
—No, porque son ellos los que eligen. Los que te eligen. Eso es precisamente lo que te aliena. Lo que te hace sentir un puro objeto y lo que hace que te recha103
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 104
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
ces. Pero para elegir hay que ser sujeto y para ser sujeto hay que pensar más en
la prosperidad que en la felicidad. Debes renunciar a ser Vero, en cierto modo.
—¡Ah! Ya no soy Vero, soy Lou.
—Es verdad, me lo dijo el Señor Condomina, sí.
—Por cierto ¿y qué relación tienes con Condomina, es tu amante?
—Mis labios están sellados en ese sentido. No estoy autorizada a hablarte
de ello.
Me había embalado y me había dejado llevar por mi imprudencia occidental. Eso parecía quererme transmitir un pato negro que me miraba severamente, desde el borde del estanque y a cuya llamada acudió otro muy parecido y
que supuse no sé por qué que era su pareja. Ambos quedaron como bobos
mirándome, pero yo no llevaba miguitas de pan, de modo que les dejé con un
palmo de narices. En ese momento me pregunté, ¿dónde coño estarán los patos
en invierno? Como aquel personaje de Salinger en El guardián entre el centeno, así me sentía yo de perdida y de estúpida, frente a una pareja de patos
negros, cuya única distracción era contemplar a los desesperados que visitábamos aquel lugar, en busca de una paz que perdimos hace mucho tiempo ya.
Tanto, que ni siquiera recordamos donde fue. Por eso volvemos aquí, al estanque de agua verdosa y contaminada, donde flotan hojas muertas y detritus,
porque aquí, al menos, hay más luz. Aunque no sea Central Park, sino un viejo
y decadente estanque modernista, que ni siquiera puede reflejar mi cara.
Ninguna cara.
Ni siquiera el Ayuntamiento cree ya en los parques. Solo los yonquis y los
uranistas creen en ellos. Por ahí andarán. Es hora de regresar.
Yuki se incomoda cuando le doy la espalda y me refugio en mis pensamientos, pero hoy me ha dejado a mi bola.
—¿Amas al señor Condomina?— Ahora es ella la que me ha cogido la vez.
—No es exactamente amor. Creo que no hay una palabra en el alfabeto para
definir lo que siento por él. Antes le admiraba, y le veneraba. Ahora a ese sentimiento se le ha añadido algo, pero también se le ha sustraído algo a cambio. Le
he quitado y le he puesto accesorios, como si le hubiera podado y le hubiera pegado un añadido, unos postizos. No sé, algo así.
—Es algo que trasciende lo humano— continué —algo sobrenatural, como
esos personajes de Shakespeare, que salen a escena sólo para confrontar la conciencia de los personajes, para hacerles reflexionar, para darles pistas sobre su
futuro. Condomina para mí es Dios. Mi Dios.
—El Señor Condomina no es más que un hombre. No es bueno depositar en
104
él, tantas expectativas. Nadie puede hacer por ti tu camino y nadie lo va a recorrer en tu lugar. Sólo tu esfuerzo logrará sacarte de tu problema.
—¿Y tú, Yuki, tienes alguna idea de cual es mi problema? No sé… ¿puedes
adelantarme algo?
—¿Has visto esos patos del estanque?
—Sí.
—Ellos han aprendido algo acerca de su destino.
—¿Cuál es su destino?
—Nadar. No son polluelos, su destino es nadar, es inútil en que se empeñen
en hacer otra cosa.
Era obvio que Yuki conocía alguna versión oriental del “Patito feo”, el cuento de Andersen. Aunque desconocía el sentido occidental que le damos a esa antiquísima fábula.
—Tienes un solo cuerpo y muchas vidas que vivir en él.— continuó con
su alegoría —Ese es tu problema. Pero tú no eres ni un pato, ni un pollo. Eres
un cisne. No te apliques la lógica de los patos, ni la vara de medir de las gallinas— añadió casi a continuación, demostrándome que conocía muchas versiones del cuento y aun más: que el cuento de Andersen emparentaba a
Oriente y Occidente en una fraternidad universal, donde mediante determinadas analogías, los universales problemas del hombre se iluminaban con una
misma luz.
En ese momento me vino a la cabeza un poema de Rimbaud, un poema que
le recito a Yuki, como un regalo que viniera a corresponder al suyo. Al oírlo que
queda pensativa, pero impresionada:
Recobrada está
qué: la eternidad
es la mar que se fue
con el sol.
Sí. De eso se trata: de que el mar marche con el sol. La indistinción sólo es
posible a partir de una mirada como la de Rimbaud. Si él lo consiguió ¿por qué
iba yo a ser menos?
—Sólo un cuerpo Lou, solo una vida—, añadió Yuki solemne. Le daba a esa
frase un contenido casi hermético, que aunque incomprensible aún, se adivinaba
una cantinela familiar, como un slogan que a medio plazo, se impondría sobre mí,
con la lógica de lo inexorable.
105
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 106
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Mamá
No recordaba ya que Rimbaud murió a los treintaicuatro años de cáncer. De lo
mismo que morirá mamá. Aunque él, murió después de haber escrito tres obras
maestras que cambiaron el rumbo de la literatura contemporánea. Mamá en cambio, morirá sin haber logrado nada de eso, pero a cambio me tiene a mí. Claro que
Rimbaud tenía una esclava etíope, que se parecía mucho a Noemi Campbell. Él
tenia ventaja, claro, por eso se dedicaba al tráfico de armas y nosotras en cambio
sólo somos proletarias en busca de amo.
Mi madre ya lo ha encontrado, se llama Hospital: esos mausoleos que la ciencia ha erigido para competir con las catedrales: allí nacemos y morimos. Allí efectuamos cualquier tránsito, en una liturgia profana de radiografías y análisis, de
cirugía y consultas, de yesos y vendas, goteros y lágrimas.
Dicen que el índice medio de frecuentación de los Hospitales para un español
medio es de 7.5 días al año, bien sea en calidad de paciente o de acompañante o
visitante. Más días de los que empleamos en ir a la Iglesia, al cementerio, al ayuntamiento o a la biblioteca. Nos pasamos la vida en los Hospitales aunque no estemos enfermos, y cuando estamos enfermos parece que estando allí no nos sentimos tanto así, debido precisamente a que el fondo del paisaje nos hace confundirnos con respecto a nuestro sufrimiento, que siempre —e inevitablemente—
terminamos por comparar con el sufrimiento ajeno. Y siempre hay alguien peor.
Mamá, por ejemplo, entró en el Hospital para recibir quimioterapia, pero clínicamente se encuentra muy bien, de modo que aún no se ha identificado demasiado con el rol de enferma. Todo lo que ve a su alrededor le parecen desgracias
mucho más grandes que la suya y probablemente, lo son. Solo que cada cual no
puede sino sentir la suya propia. Si pregunta a los demás, es simplemente por
tranquilizarse respecto a lo que le preocupa, que es su enfermedad. Las enfermedades de los demás como que no nos interesan demasiado, excepto cuando por
proximidad nos recuerdan la nuestra.
Así parecen vivir los que trabajan en el Hospital: médicos y enfermeras alegres, eficaces, cansados y abrumados por la muerte y por las demandas de los
enfermos y sus familiares: demandas continuas, hostiles, insaciables. Ellos nos
huyen de una manera disimulada, como queriendo eludir el contacto con la muerte que ven aproximarse. Se distancian, no quieren ver, no quieren sentir.
Están como anestesiados y todos parecen comportarse de un modo similar,
como si fueran restos de series de clones hechos para negociar con los individuos,
106
su muerte y su dolor. Una especie de funcionarios replicantes entrenados en engullir pequeñas dosis de muerte a fuerza de sorbos cotidianos, una especie de tutelantes del mal, modernos y consensuados, que incapaces de dar absoluciones o
redención, nos abruman con tratamientos de choque y antibióticos. No hablan
demasiado, ni hacen amistad con los enfermos, hacen visitas cortas y son parcos
y circunspectos. Hay demasiada muerte en este antro y todos permanecen al margen. Nadie quiere verse salpicado por ella, por eso parecen tan vitalistas los
médicos y tan trabajadoras las enfermeras. Muy profesionales, sí.
Pero nadie conversa con los enfermos, nadie parece ocuparse del trato personal. Todo es estéril, mediático, administrativo. Como si esa distancia entre el acto
médico y la muerte fuera a conjurarla y a sacarla de allí a trompicones, como
cuando se expulsa a un alborotador o a un yonki a través del servicio de seguridad. Nadie quiere verla, a esa vieja y desdentada dama armada de guadaña.
Porque todas son iguales y se parecen de forma siniestra, aunque sólo tememos
de verdad a una: la propia.
Mamá tiene que permanecer ingresada durante una semana, porque van a
darle un tratamiento de choque: una manera de decir que los oncólogos van a ser
muy agresivos con su melanoma, al que adivinan se puede asediar con esos venenos carísimos que son los antineoplásicos. Utilizan una terminología militar para
referirse a su trato con el cáncer: asedio, defensa, ataque, cerco, agresión, expansión, etc. Como en el fútbol.
En realidad el cáncer no es sino una metáfora postmoderna de nuestra falsa de
recursos para afrontar el mal que procede de dentro. Logramos gracias a los antibióticos atajar las enfermedades infecciosas de una manera eficaz, pero a cambio
hemos dejado a nuestro sistema inmunológico en paro. El muy tonto ya no sabe
reconocer a un alérgeno banal, a una proteína intrusa o a una célula loca que ha
decidido hacerse inmortal, dividiéndose infinitamente sin sexo. Una célula conservadora y beata, seguro.
Ese mal que procede de dentro y que supone un reto para el orden interno de
nuestro cuerpo, siempre me ha parecido una alegoría perfecta para ilustrar la
falta de recursos a la que nos conduce el vivir en un mundo demasiado predecible, demasiado limpio y demasiado monótono. Nuestro cuerpo carece ya de
enemigos externos con los que lidiar de dentro a afuera, para convertirse en un
organismo débil que sucumbe por su propia causa. Ya no es un virus, una bacteria, un accidente, no. Es un mal que viene de dentro, que se expande por replicación asexuada de sus células, hasta el infinito, acabando con la vida del organismo que lo sostiene.
107
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 108
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Allí, en la sala de oncología donde mi madre está ingresada, todos tienen un
tipo u otro de cáncer y todos están exánimes, consumidos por una invasión de la
que no son capaces de librarse, y sobre todo consumidos por una desesperanza y
una melancolía resignada y obediente que a veces se confunde —incluso por los
propios médicos— con un estado de ánimo colaborador y optimista.
En realidad, a los médicos les gusta que los enfermos sean así, melancólicos
y obedientes, que no se quejen demasiado y no hagan demasiadas preguntas. Esos
son los mejores pacientes para ellos. Y nos siguen llamando pacientes, a pesar de
todas las campañas diseñadas por las autoridades para que dejemos de ser enfermos y seamos usuarios. Que dejemos la paciencia a un lado y seamos agentes de
nuestra propia salud.
Bueno, yo creo que el enfermo verdadero siempre será un paciente porque no
tiene donde ir, no tiene alternativa y quiere seguir viviendo. Cree que aquí, en
este lugar siniestro, podrá robarle algún tiempo a esa cita inaplazable con la
muerte. Lo cree y por eso permanece aquí y se somete a cualquier tortura médica, con tal de arañar unos días a la vida: el resultado de esta estrategia es que casi
nadie muere ya con dignidad y llenamos los ataúdes o los crematorios de seres
exánimes, consumidos por un mal que les vino de dentro. Una autodestrucción
no planificada por la conciencia y que no es sino la consecuencia de haber puesto fin a una lacra, sin contar con que la lacra es la propia humanidad, la vida y
la muerte. Y que cuando se encuentra remedio a una enfermedad aparecen dos
nuevas, de las que hasta el momento no se tenía noticia. Es la crónica de que
cualquier discurso asistencial está vacío, aunque hay muchos que creen en él,
por eso ya no existe el proletariado, porque todos quieren participar de ese pastel que se llama Estado del Bienestar. Todas las bocas estarán cerradas mientras
se pueda mantener este derroche.
Mamá también es una buena enferma, tolera muy bien los goteos de “quimio”, y no se queja en absoluto. Sólo vomita dos veces al día, lo que según una
enfermera delgadísima que pasa por la mañana, significa que tolera muy bien la
medicación, lo que siempre es un buen augurio.
Por si acaso, tengo pensado pillar una buena dosis de mierda, para ayudar a
mamá con sus vómitos en cuanto salga de aquí. El cannabis es el mejor antiemético que existe, no sé por qué coño no lo dan a los cancerosos. Tengo que buscar
al Drome para encargarle un buen costo.
—Mamá, en cuanto te den el alta y nos vayamos a casa, me mudaré con vosotros. Quiero ocuparme personalmente de ti.
—¿Qué ocurre con Andrés, Vero?
108
—Bueno, lo de siempre, no nos entendemos. Ya tenía pensado dejarle, pero
ahora me apetece volver a casa, creo que puedo resultarte útil.
En su línea de sentencias prácticas mi madre añade:
—Lo que no interesa, no interesa. ¿Pero has pensado que vas a hacer?
—¿Qué voy a hacer, cuándo, mamá?
—Con tu vida de pareja, me refiero. Creo que tienes muy poco aguante con
los hombres, Vero. Y con los hombres hay que aguantar mucho hija, por los
hijos, por…
—Pues por eso, como yo no tengo hijos, ¿por qué iba a aguantar a Andrés?.—
Y añado pedagógica y explicativa:
—Lo único que me mantiene ligada a él, es la compasión, una lejana ternura
y la sensación de ser muy importante para él, pero no hay nada más.
—Pues no es suficiente, una mujer tiene que estar muy enamorada de un hombre, para aguantar lo que le echen.
—Quiero terminar la tesis y afrontar mi futuro laboral. Ya pensaré en mi vida
de pareja cuando sea mayor.
—Tontunas Vero, tú ya eres mayor.
—No lo suficiente mamá. Aún no sé a dónde voy a dirigir mis pasos. Lo único
que sé es que no quiero convertirme en la esposa de un hombre. Al menos de un
hombre como Andrés. Prefiero vivir sola, la convivencia me aplasta.
—Lo que no interesa se deja.— concluyó mamá. Una frase que no admitía
más matices que el blanco o negro. De modo que dejé flotando en el aire mi decisión de irme a vivir con ella. Lo cual no hizo sino incrementar en ella la sospecha de su gravedad.
—¿Es grave lo mío, verdad Vero?
—¿Lo preguntas por mi decisión? No, yo diría que mi decisión no tiene que
ver con tu enfermedad, sino que es una oportunidad que me sale al paso para volver a casa— A pesar de la solemnidad de su tono, yo sabía que mamá no quería
saber la verdad, por eso eludí responderle directamente.
—Sí hay que operar, que me operen.— Para mamá, la cirugía era la madre de
la ciencia y mantenía la fantasía de que su mal podía extirparse. Que los médicos
rectificarían pronto o tarde, después de dar muchos rodeos, para acabar entregándola al cirujano para su salvación.
Sólo podemos tolerar pequeñas porciones de verdad y en medicina, sólo es
útil la verdad que cura, aquella verdad a la que podemos oponer alguna acción
voluntaria que pueda neutralizar el daño evitable. Según los oncólogos, el melanoma de mamá era muy maligno y ya había ramificado en la columna vertebral,
109
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 110
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
de modo que aquel tratamiento pudiera considerarse paliativo. Dicho de una
manera más clara: no había que albergar falsas esperanzas de curación.
Los oncólogos no hablan nunca de curación sino de supervivencia. De series
estadísticas y comparativas de tipos histológicos de tumor y correlaciones con
determinados tipos de tratamientos. Supervivencia a 5 o 10 años. Se considera
que el cáncer de mamá tiene una supervivencia del 20% a 5 años y de 2 % a 10
años. Lo que significa que las posibilidades de morir durante el primer año después del diagnóstico son elevadísimas, cerca de 50%.
Si recordamos el primer principio de Peter: “Si algo puede salir mal, saldrá”,
estaremos en condiciones de entender que lo más probable es que mamá será un
número de ese grupo de enfermos que no llegará al año de supervivencia. Si
viviera dos años hablaríamos de fortuna y si viviera tres de milagro. O sea que
tenemos poco tiempo para estar juntas y llevarme lo que quede de mí en ella.
Llevármelo conmigo a la posteridad, de modo que pueda vivir en mí.
Las noches en los Hospitales son inhóspitas, irrespirables. Todos los enfermos
empeoran y los quejidos y los pasos apresurados son la norma, junto con los ronroneos de las máquinas, las alarmas de los respiradores y las idas y venidas de los
ingresos. Casi ningún acompañante duerme velando a tientas la respiración de sus
familiares, a veces logran conciliar durante breves periodos de tiempo, un sueño
sobresaltado por toses y burbujeos.
Mamá tiene como vecina a una viejecita que no sé muy bien qué hace aquí,
porque más que una cancerosa parece un cadáver en busca de mortaja. Se llama
Inés y apenas puede hablar. La cuida un señor igual de anciano que ella pero que
habla por los codos y parece entusiasmado por los progresos de la ciencia, en la
que deposita una confianza ciega para la curación de Inés.
Pero Inés no está por la labor y ya apenas come, sólo alcanza a beber agua con
una pajita de cristal que a duras penas puede introducir en su boca después de un
esfuerzo de Paco, su marido, todo dedicación y cariño.
—¿A ustedes les molestaría que esta noche enchufáramos la televisión, aunque fuera sin voz? Es que echan un partido de fútbol.
—No, no en absoluto—. Hay un televisor que se alimenta con monedas.
A mí no me molesta porque en cuanto veo deambular a esos veintidós monigotes que ganan una millonada por patear el balón, me da sueño. Es un estupendo sedante, de manera que puede usted enchufar la tele, por mi no hay ningún
inconveniente. —De verdad señor Paco—. Es muy mirado el señor Paco. A doña
Inés como que también le da igual y mi madre como que se encuentra en casa con
esa vaina del fútbol.
110
Creo que mamá y yo nos dormimos apenas aquellos replicantes deportivos
comenzaron su andadura de geómetras, aturdidos por tanta luz como alumbraba
sus evoluciones. Dormiríamos una hora, nos despertaron unos gritos desencajados.
En la noche, aquellos gritos parecían proceder de la calle, de una reyerta de
macarras, de una refriega por un quítame allá esas pajas, pero no, era en la habitación, era el señor Paco quien gritaba.
—¡Hijas de puta, ahí os quiero ver, hijas de puta!— Y señalaba el suelo en un
gesto de desafío.
El susto que me dio fue inmenso y el despertar brusco al alimón de mamá y
yo confluyó en una confusión, que me impedía ver a la puta a la que D. Paco
increpaba y a la que ninguna de las dos consiguió identificar. Pero D. Paco insistía gritando como un energúmeno:
—¡Hijas de puta, bajad aquí, hijas de puta!—, se dirigía evidentemente a la
televisión, no a nosotras.
Abrí de golpe todas las luces y me planté delante de D. Paco, para tratar de
aportarle una referencia de realidad. Doña Inés dormía ajena a los gritos y mi
madre ponía cara de espanto.
—Pero D. Paco, ¿a quién se refiere usted, qué es lo que ha visto?
—Esas hijas de puta que se burlan de mí, ¿es que usted no las ve?— Su rostro estaba desencajado, como el que ve alucinaciones o ha tomado coca y va de
mal rollo.
—Pero si son futbolistas, señor Paco.
—¿Y esa rubia?
—Me parece que se llama Mendieta señor Paco, pero es un tío, eso seguro.
El señor Paco ha tenido un episodio confusional, según la enfermera que ha
acudido rápidamente después de la tercera andanada de gritos. Supuse que la pilló
a medio dormirse, porque lo usual es que tarden más en acudir. La noche parece
amenazar tanto o más a los cuidadores que a los propios enfermos, de modo que
las enfermeras echan cabezadas, como si intuyeran de qué va el rollo.
El caso es que ahora está en Urgencias donde le están atendiendo. La noche ha
empezado movidita y yo ya no pego ojo, preguntándome qué moverá a algunas personas a seguir vivos en condiciones tan lamentables. ¿Qué coño hace el señor Paco
en un Hospital alargando artificialmente la vida de una esposa por la que nadie da
un duro? No sé, igual están empleándola de conejillo de indias, para algún experimento de clonación.
Me reí de mi ocurrencia y dormí un par de horas.
A las siete de la mañana el ajetreo que hay en una sala de oncología como
111
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 112
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
aquella es terrible, y es justo el momento en que aprovecho para salir del Hospital
y acercarme a una cafetería próxima y tomar distancia de aquel ambiente infernal, tomarme un café y leer la prensa. Mamá aún duerme y sin hacer ruido me
deslizo por el pasillo en busca del ascensor, una odisea digna de elogio porque los
Hospitales son lugares más cercanos al laberinto de Teseo que a otra cosa. Todo
parece dispuesto para aturdir, para que el paciente, quiero decir el usuario, no
encuentre su destino sino después de muchas idas y venidas, después de ensayar
direcciones y rutas erróneas que no llevan sino a un callejón sin salida o al atolladero de saberse en el mortuorio.
Me encuentro en el pasillo a la enfermera que anoche se llevó al Señor Paco
a Urgencias. Le pregunto:
—¿Cómo está D. Paco?
—D. Paco ha muerto. Tuvo un accidente vascular hemorrágico y masivo. No
hemos podido hacer nada por él.
Supongo que puse una cara de sorpresa y de desamparo tal, que la enfermera
—benévola— alargó un poco su explicación, añadiendo:
—Es muy frecuente que los acompañantes enfermen mientras cuidan de los
enfermos, digamos verdaderos. Cuidar es mucho estrés. Que nos lo digan a nosotras— Aprovechó para lanzar una diatriba sobre la sobrecarga de trabajo de la
enfermería, a la que yo no presté ninguna atención.
Salí de allí como alma que lleva el diablo y preguntándome, ¿quién se ocuparía ahora de Doña Inés?
¿Quién se ocupará de nosotras. De mamá y de mí, quién?
Sin saber por qué, aquella muerte anónima, se me aparecía como un anticipo
delegado de la soledad primordial que íbamos a morder mamá y yo a solas, sin
más apoyo que el que mutuamente pudiéramos brindarnos, pero, ¿ y después?
¿Qué sería de mí cuando mamá se fuera, a donde iría yo con una tesis a medio
escribir sobre el marqués de Sade y el Mal?
Por eso, supongo, lloré aquella muerte, como si fuera la muerte de alguien significativo. Como si D. Paco fuera un familiar mío. Un pariente muy querido por mí.
La tesis
La gran paradoja de la libertad que las mujeres nos hemos propuesto alcanzar, es
que es una libertad que nos lleva de cabeza al desamparo.
112
Hay dos clases de libertad: una libertad jurídica y una individual, que junto con la
dignidad humana, se constituye como un eje de torsión desde el determinismo de la
animalidad hasta lo más sublime de la humanidad. Un camino —sin embargo— lleno
de obstáculos, que hace aparecer a esa libertad como un valor deseable, un valor
democrático, aun sabiendo que la otra libertad, la libertad metafísica, es imposible.
Otra, la libertad individual llevada al límite nos aboca a todos al vacío, pero a
nosotras las mujeres mucho más. Como si pudiéramos intuir con más facilidad
que los hombres, que dejadas a nuestro albedrío, nos encontraremos de bruces,
inevitablemente, con esa otra realidad, de la que —precisamente— por constituirse en conciencias individuales, no pueden sino pensarse a sí mismas y no pueden abarcar esa conciencia de totalidad de la que hablan los místicos y cuya
herramienta no es otra que el amor.
Una realidad ahora lejana y de la que hemos logrado escapar después de siglos
de combate feroz contra la dominación masculina, pero que propiciaba desde el
sometimiento un orden de certidumbre que ahora ha desaparecido.
No podemos sino profundizar en la libertad metafísica, aun sabiendo que es
imposible de alcanzar. En esa libertad fusional de la que hablan los místicos desde
la óptica de cualquier religión. Porque hemos sido arrojadas de bruces frente a la
determinación y el azar, vuelvo ahora mis ojos frente una realidad supraindividual que me permita sobrevivirme en otro, en otro no contingente.
Las religiones, en este sentido, proveen al hombre de respuestas frente a sus
necesidades fundamentales, porque relativizan su subjetividad, pesada y siniestra,
frente a un orden divino de causación.
De las religiones sólo me interesa aquella parte que no tiene nada que ver con
el dogma o el precepto, sino con el proceso de iluminación. Lo usual es que el
peso doctrinario de una religión repose en la revelación. Revelación que aporta
un indiscutible manual de uso para andar por la vida. Contiene dogmas, moral,
cosmogonía y recomendaciones prácticas para gestionar la vida de los hombres
por los propios hombres a través de una casta de intermediarios: los sacerdotes,
que transitan el designio desde lo oculto hasta lo práctico. Ahí está contenido,
pues el germen de atropello de cualquier religión.
Cuanto más política es una religión, es decir, cuanta más confusión exista
entre el manual práctico y su nivel metafísico, más se implica el Estado en la tutela de su doctrina dando lugar a los estados integristas, verdaderas versiones religiosas de otros ensayos totalitarios que confluyeron en Europa en el siglo XX.
En este sentido, este tipo de religiones son muy protectoras, porque proveen
al hombre de una iconografía que atraviesa de parte a parte su vida y le brindan
113
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 114
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
soluciones prácticas y sobre todo inapelables, a todos los dilemas que se le pueden plantear en el más acá. Creo que la religión católica tiene perdida la partida
de antemano frente a este tipo de religiones integristas donde el poder del Estado,
resulta proveedor y protector. Este tipo de religiones, sin embargo, no tienen
redención para el Mal, a diferencia del cristianismo. No hay más remedio pues,
que someterse al plan divino, que hace coincidir los contrarios en distintas criaturas a través de su multiplicidad y aceptar como una fatalidad el crimen o la maldad, aunque imponiéndose legalmente a ellos mediante la venganza del Estado y
la ejecución de duras sentencias por delitos que a los occidentales nos harían
morir de risa, como el adulterio.
Paradójicamente, la libertad de la mujer arrancada a dentelladas en los últimos años en todo Occidente, nos lleva de cabeza a enfrentarnos con una baja
natalidad que deja lugar para la expansión de una religión que nos amenaza en
nuestros derechos consolidados. ¿Quién tendrá niños una vez todas las mujeres
seamos libres? ¿Es esta una nueva versión del mal, que deja libres las manos a
aquellos que no participan en nuestros ideales de libertad?
¿Habrá en el futuro una casta de mujeres que dispondrá de bebés a la carta
mientras otras cargan con el peso de la reproducción convencional?
¿En un Estado de ese tipo, quién nos gobernará? ¿Clones o ayatolás?
Sí. La libertad de la mujer occidental se sostiene en la dominación de la mujer
árabe, de las europeas del este, de las chinas y las latinoamericanas. El discurso
de la liberación de la mujer nos lleva de cabeza al integrismo religioso.
Quizá por eso algunas mujeres que se lo huelen ya se entrenan y sueñan con
ser esclavas y lo hacen además con escenarios de desiertos, de jaimas y de bereberes, muy en consonancia con la estética de “El cielo protector”, aquella magnifica película de Bertolucci, —a propósito de una novela de John Bowles— y que
tanto me fascina cuando la veo. Una película de culto para mí, como para Nicolás
es “La muerte en Venecia”.
¿No es una contradicción que una mujer occidental liberada y moderna sueñe
con convertirse en una hurí en medio de un harén sarraceno? ¿Por qué elegir para
esas fantasías escenarios árabes, donde la mujer es concebida como un ser inferior, un ser sin libertad? ¿Por qué suspiramos en secreto por los talibanes, mientras en público abominamos del chador obligatorio?
Esta es una cultura de dominación y nadie está a salvo de sus efectos imaginarios. Si he de ser esclava de un hombre, al menos tengo una cosa clara: no quiero serlo de Andrés, ni de otra mujer. Nada hay tan opresivo como los vínculos con
mujeres tormentosas o con hombres débiles. Quizá sea por eso, por masoquismo,
114
por lo que me voy a vivir con mi madre. Sólo yo sé lo que me espera, un periodo de sufrimientos y de aburrimiento infernal.
Pero se lo debo. Y si no se lo debo, al menos me permitirá editar un aspecto
de nuestra relación que para mí está incompleto, inmaduro y sujeto a forcejeos y
a una continua inestabilidad.
Quiero profundizar en eso con mamá y sobre todo quiero tenerla cogida de la
mano cuando muera. Para que no muera sola, como Bea.
No hay nada peor que morirse sola.
No hay nada peor que morirse sin amor. Sólo vivir sin él, es peor.
Andrés
Lo había postergado, pero al fin no tuve más remedio que acercarme a casa,
sabiendo que me encontraría con Andrés, y explicarle mi decisión. Mientras
hablaba trataba de mantenerme ocupada embalando mis libros, en una especie de
ritual diseñado para no tropezarme con él. Sabía que no me lo iba a poner fácil,
me quería demasiado, aunque de esa forma ovejuna que algunos hombres quieren a sus parejas, un amor detestable y plañidero.
—Ya sabía que acabarías dejándome.
—Lo siento, Andrés, esto se ha terminado. Te lo he explicado cientos de
veces, pero no hay forma de que entre en tu cabeza la idea buena. No puedo vivir
contigo, no me llenas.
Trataba en vano de hacerle entender mis razones, de ser pedagógica, de explicarle una verdad a la que Andrés nunca llegaría a tener acceso del todo. Hubiera
querido que esa imposibilidad pudiera rellenarse con comprensión. Es verdad que
a veces las razones de los demás nos parecen inexplicables, por eso disponemos
de un resorte emocional que se llama empatía y que nos permite saltar abismos
de incomprensión racional. Gracias a ella, podemos intuir o al menos simpatizar
con las razones del otro, pero por lo visto, el límite de la tolerancia se encuentra
más acá de nuestro egoísmo.
Quizá Andrés pudiera entender mis razones si yo no fuera yo, su pareja. Pero
a mí, al parecer, no estaba dispuesto a concederme el beneficio de esa empatía que
tan bien me hubiera venido para no sentirme la mala de la película. Una maldad
que Andrés no hacía sino retorcer en argumentos sacados de quicio, y que fuera de
contexto y de lugar adquirían un tono de fotonovela, de mal serial televisivo.
115
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 116
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Siempre pensé que si Andrés fuera mujer y yo hombre, nuestra relación hubiera podido sobrevivir, si yo admirara a Andrés, tanto como él me admira. ¿Si yo
tuviera la convicción de que mi pareja fuera un ser extraordinario, de que estaba
en las mejores manos, acaso no me sentiría como él se siente?
Lo que ocurre es que tenemos los sexos cambiados. Para una mujer como
yo, es intolerable convivir con un hombre al que hay que hacer mapas, darle
explicaciones continuamente y darle masticadas las soluciones y los análisis,
no sólo a las cuestiones importantes de la vida, sino a las más triviales del quehacer diario.
Podría ser tolerable que ella, la mujercita, hiciera las faenas de la casa, los
pequeños arreglos de bricolage o incluso la compra. Pero es infumable que el
hombre sea tan dependiente de la mujer. Es obsceno y perverso. A lo mejor por
eso me fui a vivir con él, quién sabe.
Hasta la literatura de Andrés es mala. Sus argumentos, su manera de pensar,
de ver la vida. Carece de originalidad, de valentía, de riesgo. Es un botarate oprimido por su madre y por sus hermanas, incapaz de darse cuenta de que nuestra
pareja ha sido un pacto transitorio, que fue eficaz durante un tiempo, mientras él
y yo nos distanciábamos relativamente de nuestras propias familias, que había
servido para rescatarnos el uno al otro. Que éramos buenos colegas, que habíamos compartido muchas cosas, pero que mi destino se hallaba lejos de esa casa,
de su cuerpo y de su compañía.
—¿Quién es él, dime, Vero, por favor?
—Él, como tú dices, es mi madre, me voy a vivir con ella.
—Tú tienes alguna movida preparada, si te conoceré yo.
No. Andrés no me conocía en absoluto. Al menos no sabía la clase de anhelos
que me consumían por dentro, mientras fingía mirar la televisión, y me debatía en
cavilaciones interminables sobre asuntos que no era capaz de compartir. Los hombres están acostumbrados a tratar a las mujeres como niñas, como menores de edad.
Están persuadidos de que las decisiones de las mujeres son cambiantes, provocadas
por repentinos virajes de las hormonas femeninas, a las que sólo la luna conoce en
sus accidentes. Por eso insisten tanto y nos acosan y asedian, a partir de un error
cognitivo, como la vieja idea de que “el que la suerte persigue, premio consigue”.
No diré que la mujer no tenga una naturaleza algo cambiante y que le guste
ser perseguida, asediada. Algunas tontas creen que eso aumenta su valor, porque
no tienen conciencia de tener ningún valor. Es verdad.
Las mujeres, por lo general, necesitamos saber a qué atenernos. Las mujeres
tenemos una gran necesidad de ser amadas, cuidadas, sostenidas, deseadas, y
116
amparadas en un marco sólido de referencia que nos permita movernos con soltura. Entre otras cosas, por eso también dejo a Andrés.
Porque Andrés no es exactamente un hombre, es un amiguete. Si pudiera
diseccionar uno a uno los sentimientos que me han unido a él, podría mostrarle
que esos sentimientos están más relacionados con la amistad, la camaradería o el
compañerismo, que con el amor. En realidad, siento simpatía por Andrés, pero no
le amo ya. Tampoco siento por él ese tipo de pasión que una mujer como yo puede
sentir por un buen amante. La verdad es que Andrés es para mí algo más cercano
a una hermana, que a otra cosa.
—Una hermana, anda, pues si que te gustaba follarte a tu hermana antes de que
encontraras a otro— Ahora Andrés recurre a la grosería para ofenderme. Creo que
puede entender ese tipo de relación, él tiene dos hermanas y yo sólo a él y a Nicolás.
—Mira Andrés. No tiene nada que ver con el sexo. Tú eres un colega y nada más
y me gustaría seguir siendo amiga tuya. ¿Me dejarás o harás lo posible para evitarlo?
—Creo que estás volada y que un día u otro te arrepentirás. Tú, lo que estás
es encoñada por algún tío.
—No hay ningún tío, Andrés. Sólo un cambio de rumbo.
—Pues una tía. Tu no me dejarías para irte sola a la aventura. No eres tan tonta
como para eso.
—¿Qué quieres decir con eso de que no soy tan tonta?
—Pues que no tienes oficio, ni beneficio. ¿De qué vas a comer?
—Tengo dos papás que velarán por mí, es su obligación y lo harán.
—Pues eso faltaría. No me voy a morir de hambre, además tengo una propuesta de Arantxa para trabajar con ella. Pero no voy a decidir eso hasta que termine la enfermedad de mamá. Además Andrés, ¿por qué me sacas ese tema, es
que prefirirías que me quedara contigo, solo por una cuestión de supervivencia?
—Pues ya sabes que no me importaría.
—Andrés, yo no soy la clase de chica que te conviene. Tu madre tiene razón.
La ha tenido siempre.
Si hay algo que detesto es utilizar mi utillaje de ironía con Andrés, pero el
muy cabrón no me está dejando salida. Mientras continuo embalando mis libros,
me persigue por toda la casa con sus lloriqueos, demandas, acusaciones, torpes
amenazas y sentencias fuera de lugar.
Me viene a la cabeza un verso de un poema cuyo nombre no recuerdo, pero que
me viene como anillo al dedo, para concluir esta estúpida conversación de besugos:
—Andrés, no añadas vergüenza a tu fracaso.
—El fracaso es tuyo, que eres incapaz de convivir con nadie, porque eres una
117
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 118
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
holgazana y una tía sin moral.
—Ahora me sale el humanista, con una andanada de ética barata. Pero tienes
razón, el fracaso es mío, tú con esa polla que tienes —seguro— que encuentras
una sustituta adecuada para olvidarme enseguida. Te recomiendo una rusa o una
latinoamericana. Esas son las que vienen en tromba a sustituirnos a las obsoletas
occidentales en la cama. La puedes encontrar hasta por Internet, pero antes enséñale la foto a tu madre y que te dé el visto bueno.
La conversación ha subido de tono a medida que voy amontonando, ahora ya
sin orden ni concierto, los libros en unas cajas que me ha prestado Nicolás para
esa función. La verdad, es que me he puesto furiosa al comprobar que ni siquiera mi pareja de tantos años es capaz de darme ese margen de confianza que necesito para sobrevivir, y que carece de toda sensibilidad y de toda generosidad para
comprender y aceptar.
—Estoy rodeada de subnormales—. Que duro es reconocerlo.
—Es que tú siempre has sido más lista que nadie. Seguro que has encontrado a
algún ricachón que te ha prometido mantenerte a cambio de sexo de fin de semana.
—Esa idea me fascina, me encantaría ser una mantenida— El tono de sarcasmo
es inmediatamente detectado por Andrés que está al borde del colapso emocional.
—Igual está casado, ¿dime está casado?— Me grita como un energúmeno.
—¡Sííííííí!,— berreo ahora como una descosida —tiene tres esposas, una
china, y otra árabe, yo soy la que hace tres.
—Pues será muy rico, dime ¿qué es, médico o abogado? ¿es mejor que yo en
la cama, te gusta follar con él?.
—Las preguntas una a una por favor, pasa a la siguiente.
—Mira que lo sabía, que acabarías dejándome por un abogado, lo sabía, lo sabía.
—Me gusta que tengas principios de clase. ¡Viva la clase obrera! Deberías
afiliarte mañana a algún sindicato de izquierdas y presentarle una queja por
escrito: Mi mujer me ha dejado por un burgués, por un insaciable patrón. ¡A mí
las huestes de parias que son el futuro del mundo!. ¡Viva la internacional! Lo
malo es que si tu madre se entera, igual te deshereda— Me encantaba meterme
con mi ex suegra, era un placer exquisito, que sacaba a Andrés de su quicio.
—Eres una hija de puta.
Si, le había sacado de quicio.
—Bueno Andrés, aquí hay mucho trabajo. Ya vendré mañana cuando no estés
en casa a recoger mis libros. Hoy no puedo seguir, es demasiado para mí, tu histeria y tu estúpida insistencia en ser un cornudo.
—Los llevo bien puestos, sí.— No había manera de sacarle de su error.
118
—Llévalos con dignidad, cariño.
—Con dignidad los vas a llevar tú, porque me voy a largar a Cuba a follarme
a todas las mulatas que se me pongan a tiro.— Ahora pasa a la amenaza, como si
me importara mucho donde mete la polla.
—Que sea con condón, macho, igual se te pega algo.
—La meteré cómo quiera, que ya no tengo que darte explicaciones. Pero
cuando vuelvas arrepentida, igual te han cogido la vez.
—Que sea para bien, Andrés.
Ya de camino hacia la puerta, donde me dirijo rauda y veloz escapando de esta
espantosa escena de vodevil, recuerdo que tenía una cosa que preguntar a Andrés:
—¿Oye Andrés, Mendieta es un futbolista rubio?
—Sí.
—¿Y por qué un hombre pudo confundirlo con una puta y morir por su causa?
—Porque es un traidor, como tú.
—¿A quién ha traicionado?
—A la afición. Se fue a jugar a un equipo extranjero.
—Suficiente razón, para morir, sí.
Ahora estaba en condiciones de saber porque había muerto D. Paco, una razón
de peso que Andrés compartía y que le parecía tan legítima como cualquier otra.
Que se jodan, —pensé— y me largué de allí sin esperar el ascensor. Estaba
rodeada de mamones y de subnormales que morían por un futbolista.
Me asfixiaba en aquella casa, donde sólo los libros llevaban mi marca y sostenían aún el rastro de mi vida en ellos. Una casa donde no había nada mío.
Dice Lao-Tsé que hay que cuidar de los finales del mismo modo que cuidamos de los comienzos, pero no me daba la gana acabar bien con Andrés, sabía que
la única manera de quitármelo de encima era aplastándolo como a un insecto, no
había otra forma de tratar con los subnormales, no entienden más que el palo. El
palo y la zanahoria.
Pero la zanahoria ya no estaba en mi mano.
Condomina
Era la primera vez que mi señor me citaba en la casa del jardín, donde una
buganvilla hace de techumbre emparrada en la transición de la puerta y el salón.
De modo que me dirigí hacia allí, sabiendo que debía apretar el botón del séptimo en lugar del octavo.
119
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 120
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Supuse que ese cambio de escenario significaba algo, en relación a mi aprendizaje. Quizá ya me encontraran preparada para asumir los signos, como Yuki
repetía una y otra vez en un hermetismo masónico, que a mí —la verdad— me
importaba un bledo, porque a lo que aspiraba en ese momento era a follarme a
Condomina, mejor dicho, a que Condomina se me follara a mí. O que los dos se
me follaran, en cualquier caso, yo iría de pasiva.
La verdad es que comenzaba a sentirme aturdida con aquel ritual a medio
camino entre Oriente y ninguna parte. Una especie de sincretismo, que a base de
retazos, se había convertido en un pastiche y que no significaba nada más allá del
misterio del propio aplazamiento del goce propiamente dicho.
Es verdad que todo aplazamiento añade al goce un elemento erótico que no
hace sino sumar en el resultado final de cualquier experiencia. Eso ya lo sabía yo,
era una idea de Reik, que había tenido que revisar para mi tesis. Lo que no me
cuadraba era toda aquella puesta en escena, con una geisha en paro de por medio,
y que aún añadiendo un elemento exótico, no hacía sino hacer más inverosímil la
doctrina que se me pretendía inculcar.
Aunque también es posible que Condomina no pretenda nada, sino ayudarme a entrever mi problema. Estoy segura de que también querrá hacérseme, pero
quizá todos estos prolegómenos no hayan sido sino una maniobra de distracción
para averiguar si puede fiarse de mí, a causa de sus heterodoxas prácticas médicas. Igual quiere practicar conmigo algún método chamánico que yo no soy
capaz de intuir aún.
Sea como sea, lo que es cierto es que estoy mejor: hace meses que no tengo
crisis de jaqueca y me encuentro bastante feliz, a pesar de la enfermedad de mi
madre y de mi ruptura con Andrés. Me siento fuerte, llena de vida y atractiva,
irresistible. ¿Qué clase de milagro se estará cociendo en mi, que aún sin creer en
la liturgia a la que he sido sometida se ha operado en mí semejante cambio?
¿Serán efectivos los símbolos más allá de las creencias?
Bueno, es posible que sí, pero lo cierto es que la iconografía que tanto
Condomina como Yuki han empleado en mi instrucción no ha sido demasiado
coherente. Han mezclado elementos sufies con elementos tanto del zen como
báquicos, instrumentando una mezcolanza que no ha terminado por asumir ninguna coherencia más allá de fragmentos reconocibles, donde la idea fuerza, parece estar en una crítica al sistema de roles que los occidentales utilizamos para
afirmar nuestra identidad. La verdad es que esto de ser agente y paciente en mi
proceso de iluminación, no deja de plantearme problemas y dudas. Me gustaría,
en este momento, dejarme llevar y no tener ninguna capacidad de crítica.
120
Presiento que mi lucidez me encadena a una especie de amortiguación de los sentidos. Y yo quiero sentirlo todo. Todo lo que venga.
Lo cierto es que yo esperaba una iniciación en clave sadomaso, eso era lo que
esperaba, y lo que me he encontrado hasta ahora es una especie de academia de
buenos modales, teñida de un cierto exotismo y una doctrina de la que no alcanzo a discriminar cual es su objetivo. Claro que todos los caminos llevan a Roma,
y pronto saldré de dudas.
Condomina me franquea la puerta y me hace pasar al saloncito. Me manda
sentarme. Él a su vez se sienta en el sillón. Creo que va a despejar mis dudas de
una vez. Dice:
—Bien Lou, a estas alturas supongo que estarás preguntándote a dónde te
lleva toda esta instrucción que has recibido por parte de Yuki.
—Sí, señor, creo que estoy preparada para saber que queréis de mí.
—Verás Lou, lo que quiero de ti es que te incorpores a la serie. A mi serie. Ya
te he hablado de eso. Nos movemos por objetivos altruistas y sólo aceptamos a
personas que tengan una inteligencia superior, es la única condición. Ayudamos a
la gente a resolver sus enigmas existenciales y más tarde en consecuencia, los
miembros de la serie ayudan a otros con el mismo fin.
—¿A qué clase de ayuda se refiere señor?
—A la misma clase de ayuda que brinda cualquier religión, cualquier mística,
cualquier comprensión del mundo. Sólo que nosotros no tenemos ninguna religión, ninguna ideología, ni practicamos ninguna mística específica. Somos, por
así decir, eclécticos, tratamos de adaptarlas todas a nuestro modo de vivir, pensar
y sentir. En Occidente nos hemos quedado, un poco, sin referencias culturales, la
religión ya no sirve para nada porque nadie cree en ella, de modo que la idea de
todo esto es formar un núcleo de personas que actúen por libre, sin mediadores,
ni sacerdotes, ni gurus, un poco como las células de los partidos en la clandestinidad. Una gran organización, pero donde cada cual no conoce más que a los
miembros de su serie, de su célula, por así decir.
Condomina debió notar en mí, una mueca de cansancio, de hastío, de decepción, porque inmediatamente preguntó:
—¿Estás decepcionada?
—Pues la verdad es que un poco sí, señor. No esperaba que usted me hubiera
buscado para captarme para una organización y mucho menos altruista. No me
había planteado nunca presentar mi candidatura al Rotary club o a la masonería,
ni a un partido político. Yo esperaba otra cosa, la verdad.
—¿Esperabas sexo, verdad?
121
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 122
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—Pues sí, después del adelanto que me dio Yuki el día del restaurante japonés.
Aunque, no sexo convencional, pensaba en una especie de sadomaso, la verdad.
—¿Dime una cosa Lou, por qué el sexo es tan importante para ti?
—¿Es que no lo es para usted?
—No tanto como para ti, pero contesta y dime ¿a qué atribuyes esa enorme
importancia que le das al sexo?
—Siempre he sido así, a los cinco años tuve mis primeros escarceos sexuales
con un primito algo mayor que yo, fuí muy precoz en eso como casi en todo lo
demás. Me alejé de la religión porque prohibía la masturbación. He tenido grandes decepciones y grandes polémicas por el tema sexual. Pienso que la represión
del sexo es la manifestación del Poder actuando en los cerebros individuales y
que un hombre sin sexo es un hombre débil y manejable por el Estado, la Iglesia
o cualquier poder terrenal.
—Bueno eso es verdad, pero sólo a medias. El sexo es engorroso y difícil de
administrar por el hombre sin el límite de una autoridad inapelable. También se
puede manipular desde la libertad sin límites, que hoy gobierna las interacciones
sexuales. Tengo la convicción de que hoy, el Poder del que hablas nos manipula
de una manera más sutil. Desparrama y siembra múltiples posibilidades de goce,
y después deja a los individuos que se hagan parcelas de identidad que el individuo llega a creer que son partes de sí mismo, cuando no son sino espejismos
difundidos por la puesta en escena.
—Eso pasa porque la represión sigue operando en forma de una norma permisiva e irreconocible.
—Claro. ¿Tú misma, crees ser libre sexualmente?
—En absoluto, yo soy una mujer.
—¿Y si fueras hombre, serías más libre?
—Hubo un tiempo en que lo creí, ahora no estoy ya segura de casi nada. Pero
sigo pensando que ustedes tienen muchas ventajas.
—El sexo que practicas no te lleva a ninguna parte. ¿Lo sabes, verdad?
—Sí señor, lo sé. Siempre pensé que la única liberación posible procedía del
uso de la libertad individual, de las posibilidades de goce subjetivas, pero esto me
ha llevado a un pantano sin retorno. Es cierto.
—Hay algo de siniestro en la subjetividad ¿no crees? Es como si uno se realimentara a partir de su propio catabolismo. Todos necesitamos trascender la propia subjetividad. Tú por ejemplo, lo necesitas.
—Señor, si hay algo que deba saber acerca de mí misma, me gustaría saberlo
ahora.
122
—Son muchas las cosas que debes saber, no se trata de una única cosa.
Tampoco se trata de acumular ese conocimiento, sino que un solo conocimiento
te permita cambiar de nivel y ver las cosas en otra perspectiva. Pero, aún no sé
cuál es esa clave, por eso estamos aquí hoy, quería charlar contigo en intimidad.
—Anda, ponme un whisky— me ordenó, cambiando el ritmo de la conversación.
Obedezco y me levanto dirigiéndome a un aparador donde supongo que deben
estar las botellas de licor. Luego a una nevera donde aparecen unas bandejas con
cubitos. Más arriba, en un armario los vasos de cuello alto. Vierto allí el jotabé y
los cuatro cubitos. Vuelvo mis pasos y le ofrezco el whisky a mi señor que me
sonríe, enseñándome unos dientes muy blancos bajo su bigote gris.
—Te gusta complacer, ¿verdad?
—Sí señor.
—¿Lo sueles hacer en tu vida privada?
—Nadie se me ha quejado hasta la fecha.
—No me refiero a ese tipo de quejas, sino a las otras, las domésticas, las
cotidianas.
—Si se refiere a si soy la criada de alguien, le diré que no, no lo soy.
Después de decir tamaña sandez producto de mi instrucción occidental y de
la resaca de todos los discursos feministas que hube de tragar mientras hacia los
cursos del doctorado, me doy cuenta de que mi instructora Yuki no se sentiría en
este momento nada contenta conmigo. Que mi educación sentimental le habría
resultado todo un fiasco.
—Lo que me interesa saber entonces es, ¿por qué me sirves el whisky sin sentirte criada mía?
—Pues,—pensé en una respuesta convincente— supongo que porque forma
parte del guión.
Otro cambio de ritmo y de tema:
—¿Qué metodo anticonceptivo usas, anovulatorios, DIU?
—El preservativo señor.
—Jajajajajajajajajaja— Ahora mi señor ríe como un poseído. Tanto que me
dan ganas de reírme a mí, a sabiendas que he despertado su hilaridad con mi
declaración. Me río de mí misma, pues.
—Entonces, Lou, bórrame de tu lista, conmigo no cuentes para eso. Y siguió
riendo y riendo.
—Usted sabe que no puedo tomar anticonceptivos, por la jaqueca.
—Sí, es verdad, pero también sé que no quieres tener hijos.— concede
123
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 124
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Condomina, como certificando que tengo una razón de peso. Pero vuelve al ataque:
—¿Y no te parece un poco contradictoria esa decisión, de no llevar un dispositivo, un poco más adecuado, cuando se tiene pareja fija?
Repasé de memoria mis amantes alternativos a Andrés. Casi todos se caracterizaban por una cosa: eran ocasionales y con casi ninguno repetí, excepto con
aquel profesor tan azorado y estúpido que me hice un poco por compasión. Solo
Andrés había sido un amante regular y mantenido a lo largo del tiempo. El resto
habían sido aventuras sin sentido. Búsquedas infructuosas de Vero en los brazos
de una persona, hombre o mujer, un cuerpo que pudiera contener en sí, todos los
matices que me agobian desde que tengo uso de razón.
—He roto con Andrés, ahora no tengo pareja fija.— Declaro, aun sabiendo
que este tipo de episodios privados no son del agrado de mi señor.
—¿Abortarías, si te quedaras embarazada?
—Desde luego.
—¿Cómo lo sabes?
—No quiero tener hijos colgando de mí.
Condomina masticó su respuesta:
—Sí, supongo que Lou ya tiene bastante enredo con Vero.
Con Vero y con mamá y con su tesis y mi futuro profesional, pensé añadiendo razones a mi declaración. Condomina continuaba dando pequeños sorbos a su
whisky mientras la conversación iba saltando de aquí para allá sin ningún objetivo predecible. Me dejé llevar por aquel ambiente de una cierta clandestinidad y
pensé en la clase de personas que alquilarían aquel lugar diseñado con tan buen
gusto. Claro, que no es de extrañar, porque mientras existan los cuernos, existirá
quien hará negocio con ellos. Husmeé por la parte de arriba, vedada hasta ese
momento para mí, mientras la cadena de música daba buena cuenta de unas
“Variaciones Goldberg” más que potables. Me acordé de Nicolás, esa es una de
sus piezas favoritas y que interpreta con regularidad, para mi gusto mejor que
Glenn Gould, demasiado sobreimplicado con Bach. Aunque dicen los entendidos
que es el que mejor lo entiende e interpreta, me parece que es porque Bach, para
Gould, más que un autor es una obsesión. Más que un maestro un desafío, y eso
se nota en sus interpretaciones, siempre brillantes pero exageradas y un poco
fuera de madre con gritos guturales y todo, como si tocara flamenco.
Sí, la alcoba está arriba y decorada con ese glamour fetichista que tienen los niditos de amor, como si sólo por el hecho de estar allí, todo lo que ocurriera fuera a salir
bien, impulsados por las fotos de Marilyn o la iconografía de Drácula en todas sus
versiones. Un poco más arriba hay una terraza donde un par de tumbonas y las plan124
tas bien cuidadas y atendidas, delatan que de ser un picadero que se alquila por horas
está en muy buenas manos. Se nota que está limpio, nada de mugre o cutrez, nada
señalaría que este es un lugar para venir con las amantes a pasar la noche.
—¿De quien es este apartamento, Señor?
—De Yuki, es el apartamento que le regaló el tipo que se la trajo de Kyoto,
pero ella no vive aquí. Ha progresado, a pesar de que con su oficio es difícil que
obtenga en Occidente un reconocimiento acorde con su categoría. Así como las
religiones o las místicas tendrán que transformarse si quieren sobrevivir, también
Yuki, tendrá que encontrar su lugar en ese reparto de las tareas que conforman lo
que entendemos como sociedad opulenta. En esta sociedad no hay lugar para las
geishas, del mismo modo que tampoco hay lugar para los médicos que intentamos ayudar a los demás yendo más allá de la clínica.
—Para eso está el psicoanálisis. ¿No es el psicoanálisis la versión digerible
para un occidental de las técnicas del zen?
—El psicoanálisis está envenenado por la eficiencia médica. La gente va al
psicoanálisis para curarse buscando una curación médica, sin darse cuenta que lo
que el psicoanálisis hace, ocurre más allá del concepto de enfermedad. La gente
busca curaciones rápidas, sin esfuerzo, sin implicación emocional alguna. La
gente no quiere saber. Por eso existimos nosotros, para obligarles a ver.
Naturalmente, es inútil pretender hacerlo con todo el mundo, hay que elegir y no
derramar esfuerzos allí donde no hay nada que rascar.
—Entonces, ¿ usted me está —de alguna manera— psicoanalizando?
—Sí y no. En realidad esta es una técnica iniciática. El psicoanálisis trata de
que el paciente sepa, recuerde y elabore. Aquí de lo que se trata es de otra cosa.
—¿De qué se trata entonces señor?
—Primero de que aceptes una autoridad superior e inapelable, y que lo hagas
por amor. Después, que aceptes la distancia, la humillación y la subordinación a
ese algo superior. Más tarde que profundices en ese estado, renuncies y elijas.
—¿A qué tengo que renunciar yo, señor?
—De eso se trata, de que lo llegues a saber por ti misma. Poco importa que lo
sepa yo.
—Pues la verdad, a mí, esto me recuerda mucho a aquel psicoanalista que me
trató la jaqueca.
—Algo tiene que ver. Se trata de alcanzar una verdad subjetiva, sujeta a
cambios y a vaivenes y sustituirla por una realidad superior, donde no quepa el
sufrimiento como expresión de ese malestar que procede siempre de las contradicciones sociales.
125
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 126
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—¿Usted cree en Dios, señor?
—Yo soy un ateo, teísta— me dice el señor. Pero le he pillado la paradoja, de
modo que ningún problema. Me gusta esa definición. Me la aplicaré a mi misma.
A esas horas Condomina había terminado su whisky, solícita, me levanto y le
pregunto si quiere otro. A él se le ilumina la cara y me ordena:
—Desnúdate, quiero verte desnuda.
Confieso que no me lo esperaba, pero eso no hace mella en mi, me encanta
que me lo pidan, de modo que en un momento me quedo desnuda, de pie, alta,
rasurada, perfecta. Desde su sillón me contempla desde la soberanía de su superioridad intelectual, le gusto y me gusta gustarle. Quiere que sienta todo el peso
de su mirada en mi desnudez, quiere desafiar mi vergüenza, saber si aguantaré la
asimetría de verle allí sentado, mientras me desvisto en gestos calculados de zorra
de lujo y un rubor en las mejillas que delata un pudor de colegiala que siempre
me acompañará, al menos en las primeras ocasiones en que me brindo de este
modo a un partenaire poco habitual.
Quiero quedar bien con mi señor, quiero que esta experiencia sea la definitiva, que suponga un cierre en mi adiestramiento, quiero complacer a Condomina,
quiero que me tome para sí y haga de mí lo que quiera, que me azote, que me flagele, que me ate a los pies de la cama y haga brotar de mí una nueva mujer, una
mujer redimida por el dolor, la humillación y el goce que la religión adosó definitivamente al cuerpo femenino desde que los Padres de la Iglesia lanzaron sobre
él la maldición de lo demoníaco.
El exorcismo tomó cuerpo:
—Arrodíllate y cumple las escrituras.— lo dice con una firmeza que no admite ninguna réplica, ninguna concesión a la teatralidad, a ningún fingimiento.
Comienzo a desgranar el “Pequeño poema infinito” de Federico, verso a
verso, deteniéndome en las comas y haciendo énfasis en cada punto y coma, en
cada parada. Poniendo pasión en su declamación, aspirando el aire de aquel lugar
donde el recuerdo de la buganvilla se hace corpóreo en cada aliento e identificándome con su significado. Termino de declamar.
Mi señor, en lugar de darme un bofetón, un bofetón que en ese momento
hubiera resultado una excrecencia digna de una mala película de cine negro, me
toma en sus brazos, me mira, me olisquea, me besa. Me mete la lengua en la boca
y allí se detiene en cada accidente de mis encías, arriba, abajo, adentro, afuera,
mientras mordisquea mis labios abiertos, ofrecidos al sacrificio.
Un beso donde se hacen presentes todos los matices de la sal y del azúcar, de
limones y de frutas, amargo del alcohol y de maderas, un beso de especias de
126
ultramar, un beso definitivo que me hizo saber allí, bajo el influjo de una emoción inefable, quién era yo, de donde procedía y a donde debía dirigirme. Se trataba de una intuición. Una intuición cuyas letras formaban parte de un alfabeto
desconocido, apenas gustado mil veces en otros labios, en otros besos que di sin
saber siquiera el nombre del mensajero que los apresaba y que ahora se me antojaban herejías inconcretas, que formaban parte de un pasado cuya desolación aun
persistía en mi vida, más allá de un futuro que empezaba a vislumbrar.
Vi a dos niñas pelirrojas de unos once o doce años, andando por la calle y
cogidas de la mano, comiendo palomitas. Se me antojó que aquella visión bien
pudiera representar a Vero y a Lou, reunidas, conjugadas por un beso esclarecedor. Un beso que me supo a mucho, a mí, que era una experta en trucos amatorios. Un beso que en ese momento me compensaba de una vida sin besos, sin
ferias, sin circo, ni pasteles. Una vida sin velas de cumpleaños, ni aguinaldos.
De una vida sin reconocimiento.
Arantxa
Claro que sabía lo que mi señor quería decir con aquello tan hermético del ateísmo teísta, claro que sí. Significa que Condomina no cree en la revelación. No cree
pues en profetas, ni en sacerdotes, ni siquiera en esa especie de Dios malhumorado que desde el cielo nos vigila, para afearnos nuestros actos. Condomina es un
panteísta, más interesado en la metafísica que en la religión. Más preocupado en
el proceso de iluminación, que en cumplir unas determinadas normas, que el
someterse a un dogma cualquiera.
Tanto Condomina como yo creemos en una especie de espíritu oceánico, de
una Totalidad que todo lo contiene y que en su multiplicidad hizo brotar a las criaturas. Tan distintas unas de otras que parecen diferentes aun siendo tan parecidas,
tan parecidas que la única diferencia genética entre el hombre y la mosca del
vinagre se limita a unos cientos de genes. De ese magma esencial descendemos
todos, que apresados en cerebros individuales no podemos sino pensarnos a nosotros mismos. Esa es la condición humana, nuestra tragedia.
Nuestra conciencia, sometida a un continuo repliegue, sólo es capaz de percibir la realidad y compararla constantemente con la experiencia individual, fruto
del aprendizaje y de la recursividad de la conciencia de ser alguien desgajado del
común. Sin embargo, esa conciencia de singularidad que el hombre posee, gra127
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 128
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
cias a esa propiedad recursiva del cerebro, no es más que un espejismo. Pocas
personas mantienen enfocada esa linterna mágica, que puede alumbrar una lejana conciencia de totalidad. Un recuerdo de haber pertenecido en otro tiempo y
lugar a una realidad distinta. Y digo recuerdo porque no existen palabras para
nombrar esa clarividencia que nos conecta con aquel estado prehumano, del que
no puede haber memoria, dado que la memoria está vinculada a la propia materia, con el Uno esencial y anterior a la propia vida.
Esta concepción del Todo echa por tierra uno de los dogmas más infantiles y
destructivos que llevan en su eje de torsión todas las religiones monoteístas: la
convicción de que el Bien y el Mal son conceptos antagónicos, opuestos, contrarios y enfrentados en una lucha fratricida desde el comienzo de la humanidad.
Quien inventó el Bien, inventó sin saberlo el maniqueísmo, porque opuso una
categoría ideal que transgredir. Para Condomina y para mí el Mal es inseparable
del Bien. Hacer el Bien por el Bien se convierte en una disparatada manera de —
irremediablemente— convocar el Mal. Por esa razón a nosotros nos interesa más
la metafísica o la fusión que el dogma, y entendemos que cualquier persona, sea
santa o malvada, tiene cabida en ese proceso de iluminación, porque tanto el Bien
como el Mal proceden del mismo centro, de la misma Conciencia de sí, que es
Conciencia aun después de haberse operado en ella la fragmentación de la multiplicidad y el sembrado de posibilidades individuales de pequeñas conciencias en
guerra con sus semejantes.
En ese sentido, Sade puede considerarse como un bienhechor de la humanidad,
que combatió oponiendo al consenso racional de la Ilustración su convicción de
que el Mal no era una categoría moral, sino el placer visto desde su propio lado.
El placer enfocado desde su egoísmo si se prefiere. Desde su propia subjetividad.
¿No es esta una concepción tremendamente moderna del problema del Mal?
Si el Mal no es más que la consecuencia práctica del pecado, ¿no habrá que ir
más lejos en nuestra concepción de la moral, limitando las consecuencias de la
virtud y de la transgresión, si queremos al menos neutralizar las consecuencias de
la explosión del mal? ¿No habremos de reconocerlo de una vez, en lugar de blanquearlo?
—Bueno, esa es una idea muy osada, Vero. Una idea que sería posible rastrear en Baudrillard, creo que tengo por aquí un texto muy interesante que habla precisamente de eso.— Arantxa sale al rescate de mi cascada de intuiciones, poniendo como siempre nombres, textos y citas a lo que se me va ocurriendo.
—¿Sabes una cosa, Arantxa?
—Dime, Vero.
128
Hoy Arantxa está despejada, se nota que ha dormido bien, la veo como con
ganas de trabajar, con ganas de dar a mi tesis ese definitivo empujón que necesita y soltar amarras. Como si le fuera la vida en ello, quizá se siente identificada
con mi entusiasmo y por haber encontrado esas claves que hacen que un trabajo
deje de dormir el sueño de la bella durmiente y se encamine de forma clara y
rotunda hacia su final. Creo que ella y yo compartimos la idea de que mi tesis está
entrando en su recta final, pero no sé aún si es una impresión que le he contagiado a partir de esa convicción por mi parte o si es realmente un hecho objetivo.
—Mi sueño se ha cumplido— Le digo a Arantxa aprovechando que está en su
librería escarbando el texto de Baudrillard.
—¿Completamente?
—Bueno, no del todo, no hubo bofetada, si es a eso a lo que te refieres. Hubo
en su lugar un largo y apasionado beso.
—¿La echaste a faltar?
—¡Oh, no! no eché a faltar nada. Todo estuvo perfecto— Me sonrío ante su
ocurrencia.
—Bueno, mejor. ¿Qué poema leiste?
—“Pequeño poema infinito” de Garcia Lorca.
—Así que la fantasía sadomasoquista, ha sido desplazada por un idilio de lo
más romántico, ¿no?
—Yo hablaría más bien de una historia de fusión, en lugar de amor.
—¿A qué te refieres?
—No sé si a ti te ha pasado nunca. A mí —desde luego— nunca me había ocurrido: encontrar a una persona con la que te unen una serie de vínculos invisibles,
que te encadenan a él, con una cuerda tejida con los propios sueños, como ese
cuadro de Botticelli, donde aparece un S. Sebastian asaetado, que supuestamente
está atado a un árbol, aunque si te fijas bien no hay ninguna cuerda. Nada físico
lo retiene allí y sin embargo conforma una bella imagen de la entrega dolorosa—
Continuo:
—Mi sensación es como si hubiera encontrado un doble, una encarnación de los
ideales, de las fantasías más abstrusas, de un reconocimiento que va más allá de lo
útil, de lo práctico, de lo familiar. Algo que es sólo mío, no sé si me explico— Me
detengo y trato de ser más clara en mi exposición.— Cuando ya albergaba la convicción de que en el mundo no había nadie igual a mí, voy y me encuentro a un doble
pero en tío. Como si hubiera tenido un hermano gemelo al que nunca conocí y que
un buen día te lo encuentras por la calle. Una gemelidad que no tiene que ver con lo
físico sino con lo mental. Es algo siniestro y al mismo tiempo maravilloso.
129
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 130
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—Total, que te has encoñado— Más que preguntar, Arantxa afirmaba.
—No, no se trata de eso. Es un Eureka, un hallazgo, que va más allá del amor.
Es más, tengo la convicción de que el amor no haría sino estropear este hallazgo.
De manera que iré muy despacio para no exorcizar esa presencia con ningún
signo terrenal que pueda ponerlo en peligro. Es como Mefistófeles, una presencia sobrenatural que está delante de mí para hacer conmigo un pacto, del que aún
no tengo noticia.
—¿Y qué puede querer pactar contigo ese demonio?
—Quizá venga a concederme la inmortalidad, lo único que en este momento
podría hacerme algo de ilusión, porque la fama no me interesa, y la belleza—
Ahora me sonrío de lo que voy a decir, como quitándole importancia a mi vanidad— ¿Qué podría añadir a la que ya tengo de forma natural?— Ahora muevo mi
melena dejándola ondear al viento, en un gesto de Barbie perversa.
—Eso es verdad.
Sé que Arantxa lo dice en serio, que para ella soy guapa, o al menos, atractiva,
sé que le gusto, eso no se me escapa, ni cuando el cliente de esa atracción es un
hombre, ni cuando es una clienta. Y ella está fascinada por mis rasgos núbiles y aniñados. Le encanta proteger seres vulnerables y yo lo soy, o al menos lo aparento.
Arantxa está en esa edad de transición, donde las mujeres parecen sufrir por
sentir que se están quedando fuera del mercado sexual. Una convicción un poco
fuera de lugar, como quien se siente gorda siendo delgada, pero tan común y
devastadora como la tiranía de la delgadez. A otra edad, en otro ámbito, existe también un cierto pavor a quedarse solas, después de haber hecho la mitad del trecho
de la vida en compañías poco recomendables y haber deshecho, también parte de
ese camino, con grandes conflictos y turbulencias interiores, yendo a parar a ese
lugar común donde las cuarentonas y las treintenas convergemos, en un espacio de
nadie, donde nadie nos espera en ninguna parte. Ella está comenzando a plantearse qué hacer con su vida, ahora que el cuerpo ha perdido la solidez exuberante de
la juventud y en los labios comienza a dibujarse esa mueca de hastío que delata a
la que no se come un rosco más que como puro entretenimiento gimnástico.
Arantxa se debate entre el aerobic o el sexo per se. ¿Qué hacer?
—Yo vendería mi alma al diablo por vivir en una buena compañía— Me aclara casi a continuación que: — Naturalmente no de una compañía cualquiera, sino
de un alter ego, una convivencia en el sentido práctico e intelectual que Sartre y
Simone de Beauvoir compartieran. Pero ¿dónde encontrar a una persona así?
—No abundan, no, esa clase de personas. Enseguida quieren comprar frigoríficos, lavadoras, pisos, propiedades…
130
—Bueno, yo ya tengo todos esos bienes materiales, de modo que sólo precisaría de una presencia que viniera a ocuparse de ellos.— Arantxa ríe y yo sé de
qué se ríe. También ella detesta las tareas domésticas y sueña, como yo, en encontrar a alguien en quien delegar esa función. Alguien que se ocupe de nosotras,
como una madre. Como una madre que no esté enferma o sea una entrometida
como la mía. Una madre primigenia, arcaica y universal que venga a liberarnos
de todas las funciones que fueron adheridas a la femineidad a causa de los discursos de distribución de cargas. Discursos que desde siempre, sostuvo el hombre. Una madre que cuide de nosotras desde la distancia, desde la lealtad y el
silencio. Una madre que nos ame sin condiciones y que deje la cuerda bien larga.
Arantxa vuelve a la carga con los detalles de la comunión con mi señor, cuya
identidad e intensidad desconoce.
—¿Vas a irte a vivir con él?
—No, en absoluto, esa posibilidad ni siquiera ha sido planteada en mi cabeza, ni supongo que en la suya. No sé, pero supongo que estará casado, como todos
los hombres de esa edad. Que tendrá hijos y muchas facturas que pagar.
—¡Ah!, pero ¿no lo sabes con seguridad?— me pregunta con una cierta cara
de asombro.
—Pues no, la verdad es que nunca me lo había planteado. No aspiro a formar
con él una parejita convencional, ya te dije, de modo que no he hecho nada por
saberlo. Lo nuestro no es amor, es algo más que eso, es una experiencia mística—
Afirmo con la boca llena, pero después de decirlo me siento ridícula, como avergonzada. Esa frase me sonó demasiado retórica, demasiado gastada, a pesar de no
dar con ninguna que pudiera describir mejor mi vínculo con Condomina, más
acertada que la alegoría religiosa.
—¿Habeís pensado en fundar una nueva religión?— Ahora es Arantxa la que
me lleva al límite de mis propias contradicciones en una especie de sarcasmo
sobre lo antedicho.
— Religiones ya hay demasiadas, Arantxa. Sólo somos francotiradores, felices de haberse encontrado el uno al otro.— Le contesto seria, como no dándome
por enterada de su ironía.
— Oye Vero— ahora la que se pone seria es ella — He estado pensando en lo
que hablamos la última vez, ¿te acuerdas?— Asiento con la cabeza y espero la
propuesta —. Si, la posibilidad de vivir con alguien. Una especie de secretaria
que conviva conmigo y hacernos compañía mutuamente. Había pensado en ti
para ese trabajo. Recuerdo que me lo sugeriste, he pensado en ello y creo que
sería una buena idea. Tendrías cama, comida y un sueldo para tus gastos, no sé,
131
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 132
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
una asignación justa, de eso ya hablaríamos. Tengo mucho trabajo empantanado
y tú podrías ayudarme en las correcciones, la bibliografía y todo eso.
Me lo esperaba, la verdad. Ahora es cuando le cuento a Arantxa lo de mi
madre. Su cáncer, sus sesiones de “quimio”, su pronóstico fatal y mi decisión de
irme a vivir con ella. Sí. Había dejado a Andrés, ya no habría más broncas por los
fideos, la maravilla, la cerveza o sus continuas pérdidas de las llaves de casa.
Lo entiende.
—Estaré con mi madre, hasta que muera. Esa decisión está tomada en firme.
Lo demás, depende de Mefistófeles y de su propuesta, me callo para mis adentros mientras me despido de Arantxa y tomo nota de nuestra próxima cita.
—Es terrible vivir sola. No sé por qué, pero últimamente me he hecho hasta
miedosa. Los ruidos me ponen alerta, por las noches sobre todo. Hay días que no
puedo pegar ojo. Será la proximidad de la menopausia.
Y yo que creía que Arantxa era una heroína social, ahora me sale miedosa,
pero en realidad su miedo no es a ser atacada por un rufián. Su miedo es a envejecer, una idea que procede sin duda de su estado preclimatérico. Es curioso,
como la regla, la menstruación sigue conservando esa connotación mágica y
sagrada entre las mujeres. Cuando se tiene, es la fuente de todos los males. A ella
atribuimos los altibajos de nuestro ánimo, los dolores de la hemorragia, para después atribuir las jaquecas al descenso de su flujo. No hay malestar que no pueda
colgarse del ciclo menstrual. Lo contradictorio es que cuando esa fuente de males
desaparece, volvemos a atribuirle una nueva serie de calamidades. Digo yo, que
si al desaparecer la regla nos viniera toda esa nómina de adversidades, deberíamos en compensación atribuirle también un efecto benefactor cuando la tenemos.
Las mujeres seguimos viendo a la regla como una maldición. La maldición de
ser mujeres. La maldición de la fertilidad, o lo que es lo mismo, la inexorabilidad
de nuestra naturaleza dadora de vida y en consecuencia, nuestro atractivo sexual.
Un atractivo sexual que vemos declinar y que como consecuencia de haberse
adherido a nuestro potencial reproductor, le consideramos un equivalente. Una
idea mágica que casi todas las mujeres sostienen a pesar de tener dos o tres carreras universitarias, doctorados, o una cultura universal. Por lo general, las mujeres
tienen esta idea muy poco intelectualizada, y como casi todo lo que no está intelectualizado, se hace síntoma psicosomático.
Yo ahora sangro, como un toro, después de aquel beso de Condomina, pero no
me preocupo en absoluto, porque ese es el regalo que mi cuerpo ofrece a los ciclos
telúricos, una especie de ofrenda hidráulica que mis entrañas regalan a la Luna y que
a mi entendimiento le llega como la convicción de ser una mujer. Es decir, fértil.
132
Digo yo que eso le pasará a Arantxa como buena premenopaúsica y buena
somatizadora, que está aterrorizada por quedarse fuera del mercado reproductor.
La muy boba no sabe que aun le queda el mercado erótico, y que ese es un mercado de hombres. Quedar al margen del mercado reproductor sólo puede ser una
tragedia para las mujeres que viven de ese negocio, de aquellas que se ofrecen en
la pira de la estirpe y se pasan la vida renegando de su suerte.
Pero al parecer, la tragedia de las demás, de las que no estamos en ese rollo,
es que nos sentimos demasiado culpables y terminamos por sentirnos inútiles
para lo práctico, para lo fácil y lo cómodo de la convivencia con maromos, así
acabamos convirtiendo nuestro entorno en un árido desierto donde sólo crecen
plantas de interior o alguna mascota redentora. En el caso de Arantxa o el mío
propio, ni eso. Ni siquiera un gato a quién mimar sin miedo a sentirse demasiado
comprometida.
Porque para Arantxa o yo, eso sería demasiado fácil, demasiado tópico. Al
final, el gato se haría un malcriado y no habría más remedio que sacrificarlo.
Nosotras no servimos para criar, porque estamos educadas para que nos críen. El
problema es que ya no existen buenos educadores de Arantxas o Veros.
Les hemos hecho fracasar y se han retirado en desbandada.
Por eso Condomina es un hallazgo, por eso sólo él puede redimirme.
Mónica
Lo de Mónica es demasiado. Ya hace como mi madre. Sólo se acuerda de mí
cuando me necesita. No sé por qué todas mis amigas me buscan cuando sienten
la necesidad de hacerme confidencias. Alguna vez pensé en que debería cobrarles, pero como no soy psicóloga, no les resulto creíble, sin embargo, ante cualquier adversidad, ante cualquier desasosiego: “Vero, ven, necesito hablar contigo”. “Vero, dónde te has metido, hace días que te busco”. Siempre el mismo tono
de reproche, el mismo tono que te hace sentir una especie de traidora, de estar en
un lugar extraviado, como si el lugar que los demás te adjudican fuera tu lugar
genuino, siendo las demás ubicaciones como caprichos transitorios que no hacen
sino desviar la verdadera razón de tu existencia, que no debería ser otra sino la de
prestar oídos, a toda la cadena de banalidades que hacen sufrir a la gente y lo
peor: la convicción de que contando su adversidad, quedará de ese modo conjurada. Y todo sin pagar, por el morro vamos.
133
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 134
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
En realidad, el que enseña sus llagas no lo hace para buscar una solución, lo
hace para mostrarse. Para exhibir y hacer ostentación de su sufrimiento. Un
sufrimiento que masticado a solas carece de sentido. Como no hay daño que
mostrar, la gente se conforma con enseñar su dolor subjetivo, algo imposible de
medir. Un dolor que se enseña en forma de queja. Es así como el sufrimiento se
hace audible, se comunica, se injerta en otro, con la secreta convicción de que
se haga cargo de él.
Una vez depositado el dolor en ese testigo que hace de porteador del ánimo
ajeno, el individuo se queda conforme, desahogado y tranquilo como quien
dice. Ya no le interesa negociar con ese otro una solución, cualquier cosa que
se diga en ese sentido, sólo encontrará una cascada de racionalizaciones que
hace que cualquier salida se deseche por ineficaz, por imposible de aplicar o
poco práctica. En realidad, el que se queja ya sabe la solución a sus males, pero
no le da la gana poner en práctica las soluciones que intuye, por eso necesita a
alguien que le dé cobertura a su cobardía y se quede con el fardo de su incapacidad. El que sufre busca inocular su sufrimiento en el otro, con la secreta intención de librarse de él. Por eso, la mejor forma de ayudar a un sufridor es no
ayudarle en el sentido humanitario del término, sino discriminar su queja y
devolvérsela, para que se haga cargo de ella, negándonos a ser los negros de sus
faltas, rencores o ideas sobrevaloradas.
Lo que el sufridor no sabe, es que aun consiguiendo depositar su sufrimiento
en el otro, cosa que suele suceder en personas bienintencionadas (que corren el
riesgo al ayudar al quejoso en la gestión de su dolor, de quedarse con parte de él),
es que nunca logrará desprenderse del todo de su sufrimiento, que aun multiplicado y depositado en varios cuerpos, sigue siendo sobre todo una losa para el que
lo inventó. Porque eso es a veces el dolor: un invento para tapar otros dolores que
no se quieren sentir.
Pero oigamos el dolor de Mónica:
—Juan Antonio no puede tener hijos, es estéril—. Lo dice entre sollozos,
entre mocos, entre lamentos y suspiros. Y lo dice en una cafetería, donde hemos
quedado, enfrente de sendas coca-colas light, al arrullo de una música ambiental anodina e intemporal, indistinguible del ruido de fondo, un trasiego de clientes y camareros.
Escucho el relato de su periplo de médicos, de pruebas de laboratorio, de
espermiogramas, de análisis de espermatozoides “in vivo” (en el interior de la
vagina), de torturas ginecológicas y andrológicas simultáneas, repetitivas, obsesivas. Tratamientos de estimulación hormonal para Mónica, tratamientos de esti134
mulación hormonal para el testículo de Juan Antonio. Una procesión de varios
meses cuya primera noticia me llega hoy, cuando el calvario ya ha sido dado por
concluido, con la precisión de un diagnóstico preciso. Es él el culpable. Sea.
—Bueno Mónica, eso es muy frecuente hoy en día, pero podeis recurrir a la
fertilización in vitro.— Dar una solución a alguien como en este caso, siempre es
arriesgado, porque Mónica no llora por eso, sino por otra cosa. La idea de la fertilización in vitro seguro que ya se le ha pasado por la cabeza como posibilidad.
No, Mónica no llora porque ya haya desechado la idea de tener hijos. Es más,
dudo que Mónica deseara tener hijos, al menos no me lo había dicho. Sólo que
no es lo mismo no querer tener hijos que no poder tener hijos. Llora por esa imposibilidad, es más, llora por la presunta incapacidad de Juan Antonio, que en el
interior de su cabeza poco amueblada para convertir el símbolo en realidades fácticas, seguramente aparece en este momento como un ser castrado, un medio
hombre que no hace sino devaluar su propio papel genésico y ponerlo en cuarentena. Ahora Mónica —estoy segura— preferiría ser ella, la estéril, poder asumir
ese papel mesiánico y mostrarse ante mí como una víctima de la reproducción.
Su llanto es —pues— una queja por poderes.
Prestar las orejas a las amigas para que viertan en ellas sus confidencias, es
una tarea que nunca me ha gustado. Y no me ha gustado porque no tolero nada
bien presenciar como la gente se engaña a sí misma de esa forma tan burda. Y me
pone de los nervios que traten de engañarme. Eso es lo peor, supongo, de este oficio de escuchador, que parece haber desaparecido del mapa de las carreras prácticas desde que los sacerdotes desaparecieran de la faz de la tierra. Porque: ¿qué
se supone que debo hacer, decirle la verdad que yo siento como verdadera, callar,
mentir, limitarme a servir de vertedero de su calamidad, poner cara de poker,
invitarla a seguir llorando, indagar en su “verdadero problema”, relativizar sus
dificultades, reirme, llorar en solidaridad con ella? Opto por darle conversación y
que descargue su problema, opto por la catarsis.
—¿Y ya estáis seguros de eso, habéis agotado todas las posibilidades?—
Menuda tontería le acabo de preguntar. Mónica nunca hubiera recurrido a mí si
aún albergara alguna esperanza. Sé que sólo me busca para escribir el epílogo de
cualquier historia, como si temiera mi consejo cuando aún está masticando la
solución. A mí me da el plato cocinado para plantearme el enigma de una solución que ya ha confrontado con su familia, marido, etc. en una especie de encuesta aleatoria que incluye a cualquier persona antes que a mí.
Lo mismo hizo cuando decidió casarse con Juan Antonio, tanto fue así, que me
tomó por sorpresa. Me lo hizo saber cuando volví de aquellas vacaciones en el
135
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 136
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
pueblo de mi madre. Un lugar aburrido e intransitable desde que me hice adulta,
pero del que conservo —paradójicamente— recuerdos entrañables de mi infancia.
No hay infancia sin pueblos. Esos lugares donde la memoria retrocede cuando trata de asirse a algo benéfico. A algo que conservamos de memoria gracias
a haberse inscrito en nuestros cerebros cuando aún estaban tiernos y dispuestos
para codificar cualquier cosa. Recuerdo las tardes larguísimas y aburridísimas,
entre bocadillos y vasos supernumerarios de leche, los juegos en las azoteas y en
los patios, las bicicletas y los batacazos siempre disimulados. Mis primeros
escarceos sexuales en los pajares o bajo las higueras, mi predilección por acechar nidos de pájaros y refundar familias de gorriones, mis incursiones en una
pequeña laguna atestada de ranas, de las que conservo, aún, una viscosa memoria táctil. Las primeras verbenas y las primeras erecciones de los niñatos que
buscan sustitutos reales a sus fantasías calenturientas. Los primeros jugueteos,
las primeras decepciones. Recuerdo los mosquitos y recuerdo las noches calladas, quietas y plomizas y las conversaciones de los mayores siempre graves.
¿Qué se hizo de aquel paisaje, que no logro capturar sino mediante un recurso
amable de mi memoria?
De repente todo cambia y nos estiramos hacia arriba como los árboles, buscando más luz, una especie de fototropismo que nos aleja del suelo, nos hacemos
mamíferos en un estallido de narices y de granos androgénicos. Un cambio que
pilla a los demás con el paso cambiado y a unos cuantos con el mismo paso, solo
que en otra dirección, en otro estadio, en otra picardía que se oculta como las buenas estrategias de guerra a las oponentes. De repente, también el paisaje interior ha
cambiado. Aquella beatitud casi contemplativa de la amistad, que apenas un año
antes no ofrecía sino predictibilidad y protección, se muda en el acero indistingible
de la rivalidad. La turbulencia del sexo cambia nuestros caracteres, lo hace más
agrios, más tendentes a la confrontación. Nuestras amigas de antaño nos vuelven la
espalda, casi al mismo tiempo que los tíos se nos echan encima con la intención
siempre renovada de llevarnos al huerto. Los amigos de antaño se nos desvelan enemigos sin darnos tiempo a entrever qué es lo que ha cambiado en nuestra vorágine
interior, luego hacen como que no nos conocen, más tarde ni siquiera hay nada de
qué hablar. Con el tiempo sólo los recuerdos protegidos por la idealización o la nostalgia hacen de colchón a un muermo esencial. Entonces decidimos no volver. No
volver al pueblo, donde enterrada queda nuestra infancia.
Fue en una de esas venidas del pueblo, de donde siempre se regresa más
sobrealimentada, más turgente y más decidida a no volver jamás, cuando Mónica
me anunció su casorio. Aprovechó el verano — al parecer— para madurar esta
136
idea y abandonar el segundo curso de la misma carrera que yo hacía por una vocación sin nombre que aún no he podido deletrear.
Que dos chicas como nosotras, hijas de obreros, llegáramos a la Universidad,
no era en aquellos tiempos ninguna cosa excepcional y menos aún en una Facultad
de Filosofía, verdadera cantera de traseros femeninos en tránsito hacia una plaza en
la Administración. La facultad ya estaba atestada de mujeres, sólo que para mí al
menos, entrar en la Universidad era un éxito, el fruto de una reivindicación histórica de mi familia, una especie de noviciado que suponía un compromiso y la secreta convicción de estar subvirtiendo un orden social petrificado. Suponía, porque lo
habíamos hablado mucho, que para ella la Universidad tenía un significado similar,
pero me equivocaba. Por eso, mi decepción fue mayúscula cuando me anunció su
intención de dejarlo todo e irse a vivir después de casarse con Juan Antonio como
mandan los cánones, al menos los cánones municipales. No entendí nunca aquella
renuncia, ni entendí nunca ese giro inesperado en nuestra complicidad.
—Si, el diagnóstico ya está claro, de modo que vamos a intentar la fertilización in vitro. Si fracasa estamos dispuestos a todo.
—¿Estáis pensando en adoptar a un niño?— Pregunto asombrada. El asombro procede de mi desconfianza ante este tipo de actitudes. Si criar un hijo propio ya es una fuente de dificultades y de sombras, hacerlo con un hijo ajeno, me
parece una tarea colosal, que siempre supongo estará impregnada por un sentimiento permanente de haberse equivocado en la elección. Siempre he desconfiado de las actitudes altruistas y sin negar que el que adopta un niño hace un acto
de humanidad hacia ese niño, no dejo de pensar en las razones que pueden albergar dos mentes distintas para llegar a ese compromiso, que implica a un tercero
y que supone un posicionamiento heroico frente a la crianza.
—Antes queremos agotar las posibilidades de tener un niño nuestro. Juan
Antonio está dispuesto a recurrir hasta a la clonación.
—Pero la clonación es ilegal— Arguyo desde la escasa información que tengo
acerca de ese tema.
—En España, si, pero Juan Antonio está dispuesto a ir donde sea, para tener
un hijo propio.
—Bueno, un clon no es un hijo propio, es un hermano del dador, en este caso
un hermano de Juan Antonio. Más que un hermano, un idéntico.
—¿Y que más da? lo importante es tener un hijo— Y vuelve a verter las lágrimas que le quedaban y que pugnaban por derramarse, desde hacía un rato, retardadas por los continuos cambios de rumbo de la conversación y media coca-cola
que aun quedaba en su vaso.
137
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 138
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—Sí. Que más da, después de todo— Concedo para no seguir en esa dirección del diálogo que se me antoja conflictiva.
—La culpa de todo la tienen las dioxinas — Mónica parece haber recuperado
la compostura y profundiza —, toda la mierda que nos comemos. Las hormonas
de los pollos, los alquitranes del tabaco y del aceite, los conservantes de las gambas, los anabolizantes de la ternera.— Ahora Mónica hace un discurso ecologista en un intento de sacudirse la culpa de encima.
Mi teoría sobre el asunto concede más importancia a otros factores. La fertilidad masculina desciende desde los años setenta, es decir, es posterior a la universalización de la píldora y de los métodos anticonceptivos. Sin negar el factor
tóxico, que puede ejercer algún papel en la espermiogénesis, creo que el factor
social no está lo suficientemente estudiado.
¿Cómo afecta a los hombres el que las mujeres puedan decidir sobre su fecundidad? ¿No será el descenso de la fertilidad masculina una consecuencia directa
de la libre elección de los embarazos, por parte de la mujer? ¿Alguien podía creer
que este factor añadido de voluntariedad no iba a afectar al proceso reproductivo
de una manera u otra?
—Si, comemos mierda— concedo sin ánimo de interferir en el argumento de
Mónica, que con todo puede tener razón.
—Bueno Vero, parece que ya me he tranquilizado.
Y tanto que te has tranquilizado, ya has depositado en mí el problema. Mejor
dicho, la parte afectiva del problema, porque la parte cognitiva no has querido
hablarla conmigo. Seguro que la has discutido con el mamón de tu marido y seguro que has aceptado su hipótesis narcisista de tener, con un óvulo tuyo, una copia
perfecta de su estúpida e irrelevante carga genética. Como Mónica me ha puesto
de mala leche con toda esta historia, le echo una última andanada de despedida:
—¿Y qué se hizo de vuestros juegos sadomaso?
—Los hemos aparcado, ahora estamos en otra fase.— Lo dice muy seria, sin
apercibirse de la carga de reproche que esconde mi pregunta. Mejor.
Al despedirme de ella, no puedo dejar de preguntarme por qué la confidencia
de Mónica me ha sacado de mis casillas, por qué más allá de nuestras profundas
discrepancias, de nuestras desavenencias esenciales, me ha puesto a parir.
¿Tendrá que ver con eso, precisamente, con el parir?
¿Acaso su deseo de ser madre ha rebotado en mi como una pelota encontrando en mi interior una resonancia que no quiero admitir?
¿Por qué querrá ser madre una mujer?
Se lo preguntaré a Nicolás.
138
Nicolás
Hoy aún no he terminado mi trabajo de contenedor psicológico, de terapeuta de
imposibles, porque Nicolás también quiere verme. En su voz puedo percibir esa
angustia que siempre interpreto y no suelo equivocarme, como de desplome sentimental, de abandono de pareja, de desamor y de pendencias pasionales entre gays.
Le digo que nos vemos en Ámbar, que quiero pasar por allí a ver al Drome y
hacerle un encargo. —De acuerdo voy para allá— me dice hablando muy rápido,
con esa ansiedad que tienen los que necesitan a alguien que les diga lo que tienen
que hacer, para acabar haciendo lo que ya habían pensado.
Quiero encargarle al Drome una buena partida de costo del bueno, por si mi
madre lo necesita. Ahora está en casa y sólo vamos a las sesiones de “quimio” dos
veces a la semana. Pero la pobre en cada sesión empeora, me refiero a los efectos secundarios de los venenos que usan los oncólogos para matar las células cancerosas y de paso también a las otras. Dentro de nada, dejarán de darle la “quimio” y veremos en qué queda todo, porque por el momento es difícil discriminar
su estado clínico, de su intoxicación terapéutica. De momento, no hay manera de
saber si está mejor o peor, porque lo único visible de momento es ese mareo, esos
vómitos y ese malestar que continuamente aletea en su vientre, dejándole una
cara de medio muerta y con una sensación que comparto, de que es peor el remedio que la enfermedad.
Por eso quiero conseguir un buen libanés y sé que el Drome, si no lo tiene en
existencia, puede conseguirlo, a buen precio y de la mejor calidad. Yo no me fío
de otro más que del Drome. Ya veremos como me las ingenio para convencer a
mi madre que lo fume, ella que no fuma, pero al menos lo intentaré, quiero ahorrarle sufrimientos y sé perfectamente que el libanés pone pero mucho, le quitará el malestar y es broncodilatador, de modo que si consigo vencer su resistencia,
resultará beneficioso para las dos, la enferma y la cuidadora. Ya se sabe que los
cuidadores soportan mucho estrés.
Llego a Ámbar, que a esas horas de la mañana ofrece un aspecto insólito,
como de salón parroquial. Con la luz diurna, hasta los garitos pierden su glamour
y se transforman en una especie de versiones difuminadas y minimalistas de lo
que son en realidad, en la realidad de la noche: un nido de macarras y vividores,
unos que chulean y otros que son chuleados. Niñas que se ofrecen y tíos que
escarban en el subsuelo a ver qué se llevan, generalmente una resaca de humo y
alcohol y algún que otro botellazo del que sólo son testigos las farolas.
139
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 140
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Allí tiene su territorio el Drome, un tipo alto y rubio con el pelo de cepillo,
delgado como un alambre, de rostro anguloso y duro, enjuto cuajado de cicatrices y de tatuajes, pero que conserva una mirada limpia. Una mirada que pareciera que hubiera podido rescatar de algún lejano lugar, un lugar atemporal apresado por un pasado turbulento y que hubiera sido puesta a buen recaudo, por un oficiante de la bondad. Siempre le he asociado a Tatuaje, aquella canción de la
Piquer que habla de amores desgraciados, con marineros rubios como la cerveza
y pasados belicosos e irredentos amores truncados por el destino o las navajas.
Allí está de día y de noche, sentado en una mesa o acodado en la barra, siempre
dispuesto a servir buen costo a los clientes. Una presencia tan adherida a este
local, que puedes afirmar, sin temor a equivocarte, que si no te encuentras al
Drome en Ámbar es que está en chirona.
Y eso que el Drome sólo trafica con costo, nada de coca ni de caballo, para él
una cuestión de honor. El Drome no se considera un traficante sino un militante del
cannabis, de su consumo y de su legalización, dice que por eso ahora se ha hecho
del movimiento antiglobalización, sin percibir siquiera la contradicción de esa decisión. Pero todo se le puede perdonar al Drome, que no es sino un descolgado de la
vida que ha logrado mantener contra viento y marea una cierta ingenuidad intelectual, a pesar del entorno en el que se mueve, lo que le hace si cabe más adorable y
tierno de lo que sus ojos delatan, aun envueltos en esa neblina dura de la ilegalidad.
Pero la pasma no distingue entre drogas ilegales y drogas ilegitímas, y ya ha
dado con sus huesos en la Modelo en dos ocasiones. Es un gran tipo el Drome,
un tipo de fiar. Un colega de lo más legal.
Le hago el encargo y pone esa cara que los estudiantes ponemos cuando nos
encontramos ante un examen difícil y cuya respuesta siempre se halla en la letra
pequeña de los textos. Unas preguntas que por su irrelevancia nadie se estudia, en
la convicción de que ningún profesor es lo suficiente borde como para ponerlas
en un examen.
—Está difícil el libanés tía, pero lo conseguiré. Eso sí, necesito hacerme con una
buena cantidad, solo los turcos trafican con ese costo. Al menos veinte talegos.
Le doy mi conformidad, casi al mismo tiempo que Nicolás entra en Ámbar
como una exhalación, se pide una cerveza y se sienta a mi lado en la silla que el
Drome acaba de dejar libre. Solo un par de camareros y dos clientes pululan por
el local a esas horas de la mañana, consumiendo cervezas frías y aceitunas rellenas. Suena Lenny Kravitz, que desgrana solemnemente la primera frase de su
gran éxito Little girl´s eyes “You makes me feel alive”, un gran tema, para aliviar
la tragedia de Nicolás.
140
Me besa, se sienta y comienza a informarme de su última tragedia sentimental, una tragedia que me es familiar, por periódica y redundante. La tragedia de
los disidentes, la soledad.
Le ha dejado. Aquel tipo maduro y distinguido que suponía para él, todo un
dechado de virtudes caballerescas, el ideal de Nicolás, le ha dejado. Sólo una nota
atestigua su decisión, al parecer no encontró en Nicolás lo que andaba buscando.
Y es lógico, Nicolás tiene una vida de lo más impredecible, desordenada y
bohemia. Aunque suspira por construir un hogar plagiado del hogar burgués, la
vida de Nicolás no da para mucho juego. Conjugar esa vida de músico ambulante, que anda siempre de gira, con el de una vida en pareja, es tan difícil para un
homosexual, como para un heterosexual. Si a eso añadimos, las dificultades que
toda pareja perversa encuentra para la vida en común, junto con ese gusto por la
promiscuidad, los triángulos, los celos de quitar y poner, los desafíos entre machitos, que no dejan de ser machitos por ser homosexuales, los conflictos de roles son
permanentes e insolubles. Pero al parecer el motivo de la discordia ha sido otro.
—Le planteé tener un hijo— me aclara Nicolás.
—¿Un hijo, cómo?—, le pregunto más sorprendida por la imposibilidad fáctica que por el propio deseo siempre omnipotente e ininterpretable. Le pregunto
acerca de la mecánica imposible, acerca del útero ausente.
—Lo hubiéramos podido adoptar, qué sé yo, ahora con la Ley de parejas de
hecho me han dicho que a través de la asociación podemos pedirlo.
—Pero Nicolás, no seas ingenuo. Pasará mucho tiempo hasta que los homosexuales podáis adoptar niños. Si aun no podéis casaros, cómo te planteas el
adoptar un niño. Joder Nicolás, no me digas que por eso habéis roto. Por una
imposibilidad fáctica.
—Lo importante no es si se puede o no se puede. Lo que importa es que no
estábamos de acuerdo en eso, y que esa discrepancia nos ha llevado a romper.
Mejor dicho, él se ha ido, porque para mi Armando es y será siempre mi pareja.
—Pero que más da estar de acuerdo en algo que de momento es imposible,
coño, tío, estáis locos, todos locos—. La ilógica de ese impulso que ha sacado de
quicio, lo sé.
—Tú siempre tan cerebral.— En cuanto está conmigo, Nicolás se tranquiliza, como si al confrontarse con Vero adquiriera de nuevo la cordura. En este
sentido, las confidencias de Nicolás tienen un efecto distinto a las de Mónica,
ella me busca para irritarse e irritarme, Nicolás para tranquilizarse, como si no
confiara en su juicio a la hora de establecer criterios sobre valores y sobre asuntos de pura lógica lineal.
141
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 142
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—No hace falta estar siempre de acuerdo en todo en una pareja. Armando y tú
no sois la misma persona, hay que tolerar una mínima diferencia, Nicolás. No existe otro Nicolás fuera de ti, ¿es que no te das cuenta? Deberías llamarte Narciso—
Sigo subiendo el tono de mi intervención, me he puesto de muy mala hostia.
—Bueno cariño, tranquilízate— ahora invierte los roles y pasa a hacerme
terapia él a mí, olvidando que el objetivo de la cita era precisamente lo contrario.
—Es que hoy ya tengo bastante con el rollo de Mónica, — me disculpo y justifico con la cita anterior mi estado de ánimo— ¡hostia todo el mundo quereis
tener hijos!, ¿qué está pasando aquí?, antes queríamos tener mucho sexo y pocos
hijos, ahora todo el mundo quiere tener muchos hijos sin sexo, si es posible.
Le cuento, para aclararle a qué me refiero, mi encuentro de esta misma mañana con Mónica, con una Mónica atribulada cuya adversidad parece coincidir con
la suya, una abrumadora sensación, una devastadora conciencia de esterilidad
universal, como si la especie humana fuera a extinguirse a causa de una imposibilidad física que trascendiera el propio egoísmo individual, a la propia vanidad.
Una herida narcisista irreparable salvo haciendo alguna barbaridad metafísica
como es la clonación, pues menuda gente me rodeaba ¿Qué estaba sucediendo a
mi alrededor, me había quedado sola en un mundo virtual dominado por un virus
que extendía sus tentáculos en las creencias de los ciudadanos más próximos y
significativos? ¿Era esta una nueva versión del cáncer social que amenaza con
romper los valores de la Modernidad, alcanzados después de hogueras, persecuciones y tortura de los adalides del progreso?
¿Dónde habían ido a parar las utopías, dónde habitaban hoy las quimeras
sociales?
—Pues yo la comprendo perfectamente, Vero. Mi mayor ilusión es la de ser madre.
—Nicolás tú, no puedes ser madre, ¡porque eres un tíooooooooo!— Ahora
grito como una descosida. Pero me tapa afortunadamente el lector de cedés, con
un volumen que de día parece insoportable y de noche sería inaudible.
You are my highest high
All I can do is smile
When I look in my little girl's eyes
You're You make me feel alive
my star and when I'm far
You're not alone cause your heart's my home
You are my biggest prize
So beautiful and so wise
142
Lenny Kravitz seguía cantando su Little girl´s eyes, imprimiendo a nuestra conversación un tono leve, como vespertino, frívolo, a pesar de la magnitud del tema
que Nicolás me estaba proponiendo. Más tranquila, aprovecho para preguntarle:
—Oye Nicolás, ¿por qué las mujeres quieren tener hijos?
—Pues — titubea sólo lo justo— porque es el máximo en la realización de la
femineidad. Tu deberías saberlo mejor que yo, eres una mujer.
—Pues eso es lo que me sorprende, que no lo sé. Y lo más sorprendente es
que tú si lo sepas. A mí me parece una carga, una especie de masoquismo que se
acepta como aceptando un implacable plan preternatural. La verdad es que no veo
en la maternidad ninguna ventaja.
—¡Ah Vero!, como me cambiaría por ti— Lo dice de un modo afectado, como
bromeando, aunque yo sé que ese es el modo en que Nicolás trivializa su drama.
Realmente se cambiaría por mí, lo sé.
—¿Y renunciarías a tus genitales por los míos?
Para los homosexuales el pene es esencial, por eso le pongo contra la pared al
obligarle a darme una solución a ese dilema.
—¿Para qué? Puedo tenerlo todo: polla y ser madre. Si de una vez el Estado
nos concede el derecho a las parejas homosexuales de normalizar nuestra convivencia, podremos al fin hacerlo como las lesbianas o los propios heterosexuales.
—Seguiréis sin tener un útero para la gestación.
—Pues lo alquilaremos o lo compraremos.
—Mónica y Juan Antonio quieren recurrir a la clonación si les falla la fertilización in vitro.
—¡Huy que guarrada!, eso de tener un hijo que es tu hermano.
—Tu problema Nicolás, es que tienes un solo cuerpo y muchos guiones que
vivir en él. Lo que pasa es que eres un mitómano.
—Anda, y tú también, por eso me gustas tanto— Ahora trata de echarme
mano a las tetas, el muy cabrón.
Los homosexuales tienen un problema universal de identidad al que se le
adosa ahora uno nuevo: la dificultad de legitimar determinados roles. La comunidad gay es también exclusiva y excluyente, igual o más que la heterosexual, por
eso los gays como Nicolás son perseguidos incluso desde su propio movimiento.
Los maricones femeninos y pasivos están tan mal vistos por los gays ortodoxos,
como las amas de casa, las esclavas sexuales o las geishas por las feministas.
Toda perversión pareciera que estuviera dispuesta para aparecer dentro de un
orden político correcto. Cualquier cosa es asimilable a condición de que se adapte al traje cortado por los que mueven los hilos de la transgresión, los mayoris143
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 144
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
tas de la identidad. Lo que está bien visto es que la pluma no se note, que el
homosexual sea combativo dentro de los cauces que la propia comunidad gay
determine. Que sea muy macho, vaya. Lo que me hace pensar en la vida como
una espiral, donde el centro sigue siendo en cada repliegue el mismo, no importa lo alejado que esté de ese punto que todo lo coordina. Como esas muñecas
caucasianas, que contienen otra muñeca en su interior y luego otra y otra y así
en múltiples desplazamientos de tamaño, que no de forma y color, en un perpetuo movimiento, donde todo permanece igual a pesar de nuestra convicción de
que algo se ha movido.
Ser homosexual ya no es una transgresión, porque parte del movimiento se ha
adaptado de tal manera a los valores heterosexuales, que resulta irreconocible en
su propia esencia de cuerpo extraño. Se ha diluido, ha sido domesticado, descafeinado y deglutido. Por eso los homosexuales como Nicolás siempre habitarán
en el guetto y serán excluidos y apartados de cualquier movimiento. Son molestos por su tremendo individualismo, por su incapacidad para seguir consignas. En
realidad, a Nicolás le pasa como a mí, por eso le comprendo tan bien pesar de no
dejar de asombrarme de su tremenda ingenuidad intelectual. No prevé que su destino de paria, le lleva de cabeza hacia la infelicidad y que sus demandas imposibles y contradictorias no son sino una forma de esquivar el aburrimiento ontológico de cualquier ser, que intuye que con nadie va a ser feliz, porque nadie va a
poder contener todos sus anhelos sexuales, intelectuales y espirituales.
Por eso juega múltiples roles y es un numerero que hoy se cree enamorado
de Clint Eastwood y mañana cree ser Penélope Cruz, porque lo quiere todo y lo
quiere todo cuando su deseo se lo demande. A veces y de forma transitoria, parece que incluso lo consigue, pero se trata de un aplazamiento, de un paréntesis
hacia una nueva derrota que es capaz de intuirse detrás de cada enamoramiento,
de cada nueva convivencia.
Es como un niño malcriado, solo que Nicolás no es un niño malcriado, sólo
alguien que cree que todo es posible si es capaz de fragmentar ese deseo innombrable en decenas de trozos irreconocibles, que de vez en cuando debe recomponer para dotar a su vida de una cierta coherencia.
Es por eso que Nicolás me busca, como si mis ojos, mi mirada o mi sola presencia contuvieran ese pegamento que hace que cada trozo vuelva a encontrar
su lugar en el puzzle de su existencia. En cuanto lo consigue, se va. Nicolás no
soporta demasiado tiempo el contacto con una mujer. Es como si temiera que
fuera a adherirme a él, con ese mismo pegamento que le da cobertura en su
zozobra. Nicolás no se fía un pelo de las tías, es un misógino disfrazado de
144
maricón, que trata de conjurar su repugnancia esencial con un disfraz de fraternidad femenina.
En realidad, un rollo muy parecido al que tienen muchos tíos heteros, solo que
un poco más visible, más exagerado. A Nicolás se le ve venir, porque es una persona noble y legal. Por eso le quiero a pesar de todo, pero ya sé de qué va el rollo,
estoy avisada y sé que hay muy pocas diferencias entre los mariquitas y los
machitos, muy pocas.
—Oye Vero ¿tu tendrías un hijo mío?
—Tú no tienes pilila, mamón.— Nos reímos como locos y damos por terminada la sesión de terapia silvestre.
—¿Y si me opero y me la estiro?— Plantea entre risas, mientras paga la consumición.
Quedamos esta tarde para ver por enésima vez “Bailando con lobos”, Nicolás
necesita —dice— verla de vez en cuando para rearmarse ideológicamente.
Supongo que hubo un tiempo en que anduvo enamorado de Kevin Costner.
—A las siete me viene bien, sí. He de hacer la cena de mamá y papá. Aún una
ultima pregunta.— Oye, Nicolás ¿tú tienes representante artístico? quiero decir,
¿quién te lleva tus asuntos?
—A mi nadie, cariño, nadie. Yo mismo. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada. Por nada.
Lou
Decir que estoy enamorada de Condomina como una loca sería un pacto del lenguaje para entendernos. Un pacto gramatical, que no llegaría a dar cuenta de
todos y cada uno de los materiales de los que se compone ese sentimiento.
Tampoco de su profundidad o intensidad. Supongo, porque lo he leído, y también
porque he llegado a sentir alguna vez algo parecido a lo que siento actualmente,
que lo que me sucede es comunicable, aunque con muchas dificultades.
Sé que no es amor solamente, aunque participa de algunas de sus expresiones
químicas: el amor, o mejor, el enamoramiento, se parece a esta inundación de hormonas que trastean mi cuerpo y mi cerebro, y supongo que de hecho se confunden ambos materiales a la hora de describirlos, prisioneros como somos del lenguaje y de sus aproximaciones. Pero acudir al hecho fisiológico también me parece una herejía para transmitir mi verdadera pasión por mi señor.
145
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 146
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Por ejemplo, cuando una se enamora, está constantemente pensando en su
galán. Su cerebro es recorrido por unas diminutas moléculas que forman parte de
un sistema de recompensa del cerebro, que es estimulado sólo y exclusivamente
por el recuerdo del amado. Escenas que se realimentan de una propiedad como
masturbatoria (en realidad un recuerdo intrusivo, en la fenomenología clásica),
que hace que toda la percepción quede cegada y subordinada al pensamiento principal. Se trata de una especie de visión en túnel, donde nuestra motivación no
halla sino en su recuerdo, el necesario alimento para continuar gozando de esa
sensación, que a veces puede ser autoinducida, y otras veces sólo se muestra ante
la presencia física del amado.
Pero esta sensación se gasta, porque al parecer el cerebro está diseñado para
que esta sensación de embriaguez dure poco, lo suficiente para reconocer, pero
no tanto como para quedar atrapado sine die, por esta abrumadora sensación
como de andar por las nubes, como de ser abducida y puesta en contacto con la
completud. Pero este extraño cóctel de hormonas que suele coincidir psicológicamente con la idealización del chorvo, va agotándose poco a poco como un
manantial que reaccionara paulatinamente a la sequía, después de un periodo de
abundancia de lluvias.
Al reconocer esta señal inconfundible, nuestra conducta se alinea en la dirección
de atrapar, cómo no, a aquél que es la fuente de nuestro secreto placer. Si conseguimos hacerlo, pasamos a una segunda fase. Una segunda fase presidida por el amortiguamiento de aquella sensación que aun podemos convocar, a veces con el sexo,
otras con un beso, en ocasiones con una caricia o una simple frase que opera como
un código de complicidad. Estos elementos operan como un flash-back, recordándonos que aquella persona fue en otro tiempo el origen de aquellos ardores.
Pero poco a poco, la idealización va dejando el sitio a una confortable sensación de sosiego sin sobresaltos, que caracteriza al amor como secuela del enamoramiento, una especie de resaca bienhechora de donde nacen, con el tiempo,
los sobreentendidos, los malentendidos y las discordias.
Si una no logra atrapar al amado, simplemente se queda colgada de él, en una
especie de transmutación idealizada de aquella sensación voluptuosa que la cautivó y que nuestro cerebro, en esa manía que tiene de colgar conceptos de las
imágenes, atribuye al amado que pudo ser y no fue, cuando en realidad hemos
quedado atrapadas por el cóctel de endorfinas que nos metimos mientras anduvimos enamoradas-embriagadas de su vino.
En realidad, todo amor está destinado con el tiempo a avinagrarse por la costumbre de vivir juntos, dormir juntos y compartirlo todo: un ideal que procede
146
más bien de nuestro concepto cristiano del matrimonio, que nada tiene que ver
con la verdadera esencia de los seres humanos: múltiples, variables y polígamos,
pero también comodones, interesados y culpables de ser tan sexuales y tan perversos como somos en realidad. Una disonancia que se traduce frecuentemente
en una búsqueda. Una búsqueda que casi nunca puede hacerse en parejas, sino de
uno en uno y sin amontonarse.
Bueno, pues este tipo de experiencias, sí las he vivido. Las dos.
He vivido esa especie de voluptuosidad amorosa, que cómo no, cualquier ser
humano ha experimentado en sus propias carnes, y he vivido también esa especie de tedio que todo lo invade, a medida que la pasión viene a sustituirse por la
placentera predictibilidad de tener una pareja fija, un lugar donde regresar y un
plato de garbanzos esperando su turno en el microondas.
Por eso digo que a mis treinta años, puedo dar fe, desde la experiencia de
haber repetido aquellas, que mi relación con el señor, nada tiene que ver ni con la
una ni con la otra. O de tener algo que ver se trata de una superación de ambas.
Me explico:
Sí, he sentido esa embriaguez que se produce cuando la serotonina, la adrenalina, y los opiáceos colisionan en las sinapsis de nuestro cerebro emocional.
Allí en el sistema límbico, que no es sino una estación de paso de estas emociones abriéndose camino hacia la corteza cerebral: estación de término donde el
raciocinio las bautiza, les pone nombre, las analiza y las devuelve codificadas de
nuevo a nuestro cerebro profundo en un bucle recursivo que hace que ese camino, esa vía de ida y vuelta tome el mando durante un cierto tiempo e imponga sus
secuencias de placer sobre todas las cosas.
La he sentido, pero esa fase no se ha agotado, porque creo que mi cerebro está
diseñado para retener, en este caso, esta secuencia, y que al no pretender invertirla, dando la orden a mi conducta de atrapar a Condomina, que es inasible, no
tanto por mí sino por él y por las condiciones que regulan nuestro contrato amoroso, me he quedado detenida en una especie de embriaguez lúcida, como si
andara todo el día bajo los efectos de una potente droga que es administrada no
por inhalación como el porro — siempre incierto en sus efectos a causa del descontrol de su dosis — sino por una especie de perfusión gota a gota, que un sabio
farmacólogo regulara para que la dosis exacta coincidiera con mi metabolismo y
mis necesidades de ella.
Supongo que eso pasará siempre que consideremos que nuestro amado resulta imposible de alcanzar, bien porque está casado, bien por razones de distancia
o bien porque el Amado no es una persona física, como les sucede a los místicos.
147
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 148
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Pero entonces lo que suele suceder es:
—O bien la enamorada se desengaña del amado y le sustituye por otro.
—O bien la enamorada no se da por vencida y trata de arrimar al amado a su
ascua y a su sardina.
Bien, pues a mí lo que me pasa es digamos la tercera posibilidad. Me pasa
como a Santa Teresa. Ni la ausencia, ni la imposibilidad de formar una pareja
tradicional con mi amado me abruman, como imposibilidades fácticas. Antes al
contrario, de pretender algo con mi señor sería la de mantener el statu quo actual
de por vida. Determinados hallazgos no pueden contaminarse con algo tan brutal como la convivencia. ¿Qué haríamos Condomina y yo viviendo juntos? Ni
más ni menos lo que hacen miles de parejas, pelearse, decepcionarse el uno del
otro y asistir juntos al entierro de la sardina, después de los carnavales y el exceso de la impostura.
Porque la convivencia es la principal enemiga de la impostura. De aquel ser
lo que queremos ser, en este caso ser para sí y ser para el otro y luego salirse de
ese papel e interpretar otro. ¿Podríamos mantener conviviendo esa relación tan
asimétrica, que es precisamente la clave de nuestro goce? Las personas que conviven, aun en el mejor de los supuestos, — de que lleguen a esa convivencia por
amor— con el tiempo tienden a identificarse la una con la otra, al sentirse iguales. Lo que ignoran es que cada vez y a través de esa identificación, serán más
iguales. Y esa igualdad se convierte en algo incestuoso, en algo repugnante,
banal y sin vida.
Porque identificarse no es copiar al otro exactamente, como si se tratara de
una fotocopia mecánica de un documento. Identificarse es sobre todo, asumir lo
que el otro no es, ni llegará nunca a ser. De este modo, nos hacemos versiones
rígidas del otro, después de haber pasado a ese otro por la trituradora de nuestros
propios anhelos de ser distintos. Nos convertimos en malos plagios, de malos protagonistas que hemos conseguido asimilar a base de una distorsión esencial. En
ese momento, somos como una copia en blanco y negro, una copia complementaria de lo que creemos le falta o le sobra a nuestro amado, que deja de ser amado
y se transforma en un replicante de nuestro propio desatino. El otro se transforma en espectro y deja en consecuencia de ser Otro, es un otro encartonado.
En ese momento, el amado ya no puede amar, porque le hemos invalidado
para ello, ya no puede devolver imágenes fijas que guíen nuestra intuición, porque hemos enturbiado su raciocinio a base de repetir “eres esto o aquello”. Por
eso, la vida con nuestros padres llega en un momento concreto a resultar desesperante, por eso los hermanos nos resultan insufribles aunque les queramos, por
148
eso los hombres van a las putas y las mujeres al gimnasio, buscando otra mirada,
otra oreja, otro espejo.
Es imposible vivir sin espejos, salvo en la paranoia. Cuando la vida se ha llenado de certezas concretas sobre cualquier cosa, todo se vuelve —en consecuencia amenazante —y la vida resulta peligrosa de vivir y la muerte individual se
convierte en una tortura metafísica. Entonces sólo podemos retroceder hacia la
locura o hacia el cambio de pareja: una idea extravagante que propone la postmodernidad como solución a todos los males del hombre. Males que sufre por
vivir demasiado, en una vida tan larga que da para equivocarse al menos dos
veces, construyendo y destruyendo parejas e hijos, en eso que se ha venido a llamar monogamia sucesiva, que sólo pueden pagar los ricos o los caraduras que no
saldan nunca sus deudas.
Porque el error no está en la persona elegida. El error está en elegir. En llevarnos al amado a nuestra cueva y dejarlo allí cargado de responsabilidades, de
exigencias y de facturas. El error está en pretender que la convivencia de la pareja es la solución al dilema de la pareja.
Equivocar el camino
es llegar a la nieve
y llegar a la nieve
es pacer durante veinte siglos las hierbas de los cementerios.
¿Pero entonces qué hacer, qué propones Vero? Ya me parece oír la pregunta
en el seminario de la facultad.
No, no propongo nada, porque mi función no es normativa, ni universal. Mi
verdad es una verdad individual que sólo me pertenece a mí. No trato de arreglar
el mundo, no pretendo construir un discurso político aplicable a la gestión del displacer privado en el mundo. Pretendo dar cuenta de una versión individual que no
pretende ofrecerse tampoco como testimonio a la que puedan acogerse acólitos o
seguidores. Mi modelo, en todo caso, chocaría con los intereses de la mayor parte
de mujeres y de la mayor parte de los hombres, de modo que lo callaré y no daré
ninguna publicidad de mi hallazgo.
Un hallazgo que todo lo envuelve, todo lo llena, todo en mí ha sido invadido
por Él. No hay un centímetro de mi piel que no lleve inscrito su nombre, ni un
poro o un orificio de mi cuerpo que no se halle obturado por un deseo abrasador
de sus dedos, de sus caricias, de su ausencia masculina, imposible de apresar.
Aniquilada por un deseo que me eleva por encima de los mortales, que me hace
149
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 150
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
vivir en comunión conmigo misma, con esa otra pelirroja de nombre Verónica
Fortuño: Vera amica, amiga verdadera, embriagada para siempre por un licor
inmortal que precedió a todos los jardines de buganvillas, a todas las vides, a
todas las uvas y que sabe además, que todas las uvas son la misma uva.
Y que de ahí, su belleza.
Papá, mamá y Pedrito
Es tan raro verlos juntos fuera de la mesa, que cuando los pillo charlando en el
sofá, inmediatamente me surgen dos tipos de sentimientos. Primero, una oleada de
ternura y ganas de largarme para dejarlos solos. Quién sabe, igual están planeando un polvo que he venido a interrumpir. Pero enseguida me asalta una sospecha:
están hablando de mí, o están aliándose para hacerme alguna putada. En efecto.
—Vero, la mamá y yo, estábamos hablando de un asunto y queremos saber tu
opinión— me anuncia mi padre de una forma excesivamente solemne, tanto que
me temo lo peor.
Me siento frente a ellos, —¿De qué se trata, papá?
—La mamá quiere ir a pasar el verano al pueblo, de modo que nos preguntábamos qué te parecería a ti.
Era eso. Ya me temía yo algo parecido, pero de ninguna forma había previsto
una decisión a tres meses vista en una mujer que está sometida a un tratamiento
antineoplásico y que de alguna manera puede necesitar de forma urgente cuidados médicos.
—Pues no sé— acierto a decir, supongo que habréis pensado ya en las posibilidades de que la cosa se complique y que tengamos que salir de allí corriendo.
—Mamá dice que allí estará mucho mejor y más distraída sin los calores que
aquí tanto la agobian.
No quería contradecir a mamá en esos momentos y no quería tampoco frustrarla en lo que suponía su última visita a su edén particular, pero en este momento, desaparecer tres meses del mundo académico era para mi un aplazamiento
intolerable. Pretendía aprovechar el verano en ultimar mi tesis, que con un poco
de suerte podía haber leído antes de las Navidades— y por otra parte, estaba
Condomina, ¿debía consultarle esa decisión, qué debía hacer?
Mamá es de un pueblo, aunque más que de pueblo podría calificarse de una
aldea, que en invierno no llega a los doscientos habitantes. En verano, y gracias
150
a los que mantienen allí amarrados sus recuerdos y su nostalgia, pueden juntarse unas cuatrocientas personas, vinculadas casi en su totalidad por lazos familiares o por rencillas seculares. Cualidades ambas que hacen que los pobres no
puedan pasar sin verse al menos una vez al año. La excusa para volver es un riachuelo, —un riachuelo con remanso, claro— donde se dan cita a modo de liturgia social y estival, todos los amigos y enemigos del lugar que hacen coincidir
sus estancias unas con otras, más para darse tiempo de alardear unos delante de
los demás, que para disfrutar de una vida en común —ciertamente monótona y
triste— y un hacinamiento incestuoso, en unas casas antiguas, húmedas y sin
ninguna calidez, que se mantenían en pie por un orgullo cerril que sólo el proletariado industrial mantiene, y que no es otro sino una manía de regresar a algún
lugar propio. Una manía de emigrantes industriales. Pues como dice el poeta,
todo es regresar, pero claro, depende dónde.
Mamá es una de esas personas que creen saber de dónde proceden, que no
tiene dudas acerca de este extremo, así que mantiene con ese pueblo una relación de añoranza, nostalgia y un secreto deseo de volver para siempre, que
ahora se ha manifestado con la enfermedad y quién sabe sí con la intuición de
la muerte próxima. Claro que la añoranza no se tiene con los pueblos, las casas
o los ríos, aunque tengan un remanso incluido, sino con las personas que uno
supone va a reencontrar. En este caso, su hermana y sus sobrinos, su tío Antonio
y una serie de familiares de segundo y tercer grado que para mamá son la quintaesencia de la fraternidad. Mamá se sabe herida de muerte y como los elefantes, quiere adentrarse en la senda que la guíe a su cementerio viviente. ¿Cómo
oponerme a ese deseo?
A papá le viene de puta madre que mamá se vaya, porque se queda libre
durante todo el verano para hacer lo que le salga de los huevos, libertad que
supongo incluirá alguna canita al aire, de manera que estoy segura que les habrá
sido fácil ponerse de acuerdo en ese proyecto en el que los dos ganan, sólo que
en este juego yo no he recibido más que cartas marcadas. Se me pide directamente una renuncia, una nueva moratoria que debo acatar, en la lógica de la hija
buena que se debe a sus padres, dado que estoy soltera y no tengo trabajo que
oponer a esa decisión. Al parecer, nadie ha pensado en mí, en mis intereses, en mi
tesis, al menos.
—Vosotros sabéis que estoy escribiendo una tesis— Lo digo como para recordarles que tengo trabajo, una especie de reivindicación algo tonta que tengo que
hacer de vez en cuando, por la tendencia de ambos a olvidarse de esa circunstancia. Aunque es cierto que la hago sin fe.
151
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 152
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
—Tontunas Vero, tú ya eres licenciada.— Mamá nunca entendió bien para
qué sirve una tesis y tampoco la diferencia entre licenciatura y el doctorado.
Mamá supone que una vez se termina la carrera, al día siguiente una buena chica
debe pensar en hacer algo útil; casarse o trabajar en lo que salga. Papá, algo más
flexible en su concepción del mundo, admite:
—Bueno Vero, pero te puedes llevar al pueblo los libros y los apuntes, allí tendrás mucho tiempo para leer y escribir.
Papá cree que una tesis se hace leyendo y escribiendo. Ignora que una tesis es
un trabajo de investigación y que las investigaciones no se hacen en aldeas perdidas de la civilización, por más ríos que tengan. Que se hacen en contacto con
bibliotecas, tutores y una línea de argumentos que se van amontonando hasta que
construyen por sí mismos una realidad original. Que no puedo hacer eso en un
pueblo cochambroso a cientos de kilómetros de mi facultad, separada además del
hilo conductor que alimenta cualquier búsqueda y durante tres meses nada más y
nada menos. Toda una vida para una tesis. Es un plazo demasiado largo.
Me quedo triste y pensativa, sin encontrar una solución, de modo que se me
ocurre al menos negociar un aplazamiento.
—Bueno, dejemos esta discusión. A mamá aun le quedan dos sesiones de
“quimio”, de modo que lo consultaremos con su médico, a ver qué planes tiene
para después. La verdad es que no sabemos aún qué va a tocarnos después de esta
serie de goteros. Entre que los médicos dan pocas explicaciones y que nosotras
no preguntamos, aun no tenemos un cronograma definitivo del plan terapéutico.
De manera que propongo que cuando vayamos al Hospital nos enteremos bien de
que es lo que piensan hacer con mamá y pedirle opinión al médico respecto de
ese viaje. El sabrá aconsejarnos.
—Me parece buena idea— concluye papá.
Ahora la que se pone triste es mamá, como buena maña, tozuda e incorregible:
—Si no queréis acompañarme, no os necesito. En cuanto termine esos goteros, me voy al pueblo y si no queréis llevarme, me iré sola.— Sentencia en un
tono de voz que sé por experiencia no va a resultar probable de rebatir. Si mamá
dice que se va, se irá. Pues menuda es mamá.
—Bueno mamá, esperemos a ver que dice el médico, ¿vale? Después decidimos.
Papá se daba por vencido y ya no nos escuchaba, había encendido el televisor.
Su gesto delataba un cansancio y una renuncia total a discutir, de hacer oír su voz.
Sabía que nada de lo que dijera sería tenido en cuenta para dirigir el progreso de
la discusión. Nunca había visto tanto desamparo en aquella mueca de desinterés
que vi dibujada en su rostro y que parecía decir: “ahí te las apañes con esa”.
152
En ese momento, no quise decirles que lo que dijera el médico a mí me importaba un bledo. Que yo había decidido libremente hacerme cargo de su enfermedad y lo haría a pesar de todas las contrariedades, pero que si me era posible limitarlas, también estaba en mi derecho de hacerlas saber a tan democrática concurrencia. Pero al parecer, nadie pensaba en mis contrariedades, es más, nadie suponía que Vero tuviera ninguna contrariedad, porque las actividades de Vero, no
eran sino jugueteos de niña malcriada que no se resignaba a crecer y a darse cuenta de que la vida es como es. En este caso, la vida era como mi madre suponía
que debía ser, un mero ejercicio de idas y venidas, para al fin regresar a aquel
lugar que sentía como parte de su identidad profunda, como si aquel pueblo contuviera una receta de felicidad que en ningún lugar pudiera ser permutada; sino
por un billete de vuelta que supusiera una oportunidad de ponerse en paz con
todos aquellos personajes abyectos que me habían amargado la adolescencia.
Hubo un tiempo en que mamá me buscó un novio allí, un novio a su gusto. A
su medida, pero con mi tamaño cronológico. Creo que gran parte de su decepción
por mí procede de este agravio. Siempre pensé que por ser mujer no había cumplido su deseo de tener un hijo, pero este error en mi sexo cromosómico, de existir, no era sino secundario. Mamá se decepcionó de Vero aquel verano, en que
rechacé definitivamente a Pedro. De pronto, dejé de ser Verónica y pasé a ser Vero.
Pedro (en adelante Pedrito) era el hijo del cacique del pueblo, más que el
alcalde, D.Pedro era el que ungía alcaldes. Más que el rico del pueblo, D. Pedro
era el mandamás. Ignoro si mamá y ese hombre tendrían entre sí algún rollo que
fuera más allá de lo concebible en una aldea de posguerra, pero desde niña pensé
que ese enamoramiento de mi madre con Pedrito debería de ser algo relacionado
con la estirpe de D. Pedro y menos por sus encantos. Mama y D.Pedro son aproximadamente de la misma edad, y siempre me olí lo peor, quiero decir, lo mejor
para ambos, claro.
Lo cierto es que para mamá, Pedrito era un dechado de virtudes, un tipo sensacional con un gran futuro, no se sabe muy bien porqué, ya que Pedrito no había
podido pasar de COU. Vete a saber que querrá decir mamá cuando habla de futuro. En resumen, que Pedrito para ella funcionaba más bien en clave de idealización, una especie de aparición benefactora que me había destinado en su fuero
interno desde la más tierna infancia y cuya reserva yo debía agradecerle, dadas
las circunstancias.
Pedrito no estaba ni bien ni mal. Si tuviera que definirlo físicamente diría que
era incluso un tipo apuesto, la verdad, pero más corto que un arado. Superficial,
chulo e insoportable. De esos tíos que gustan de alardear de fincas, cacerías y
153
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 154
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
coches. En fin, un patán que haría las delicias de cualquier pueblerina como mi
madre, pero que a mí no me decía nada.
El problema no estaba tanto en Pedrito sino en que mamá tenia con él y con
respecto a mí, una actitud muy cercana al ofrecimiento ritual. Era más que obvio,
que mamá tenia un plan para su estirpe. Un plan que me incluía como ofrenda a
Pedrito por algún lejano favor recibido de parte de D. Pedro en tiempos de
Alfonso X el Sabio. Poco a poco, esta intuición fue tomando cuerpo, y más rápidamente cuando la eclosión puberal amenazaba desde el albedrío de las hormonas a cercenar nuestro cuerpo, en una ola de calor que debe parecerse mucho a
los sofocos de las menopáusicas.
Naturalmente, Pedrito se percató casi inmediatamente de este extremo, en
cuanto tuvo edad suficiente para atar cabos y reunir información sobre las intenciones de mamá — que por otra parte eran públicas —. Porque nuestro matrimonio era algo que no se podía discutir, dado que pertenecía a un ámbito donde sestea lo mítico con lo sagrado: algo así como un destino irrefutable que nadie en
aquel pueblo osaba discutir. Todo ello había sido promocionado por la manipuladora de mi madre, que se había encargado de difundir nuestra amistad mucho
antes de que se materialzara. Era una elección profetizada, que tendía a cumplirse como cualquier profecía, dado que ella se ocupó de los aspectos prácticos de
nuestra relación desde que nacimos, en el mismo año y en el mismo mes.
Nada, que se le metió entre ceja y ceja casarme con él, un plan que mantuvo
en secreto durante casi dieciocho años. Su estrategia incluía una serie de movimientos de acercamiento y retirada que sabiamente administró, hasta que me hice
mayor y los hice por mi misma. Claro, que mis movimientos de ajedrez tuvieron
más de avance que de retroceso. Quiero decir, más de acercamiento que de retirada; cuando tuve la suficiente penetración psicológica como para advertir los
manejos de mamá y adelantarme a ellos para hacerlos fracasar en el mismo terreno en que fueron planeados.
Fue entonces cuando simplemente me dejé querer por Pedro. Tres meses de
verano eran demasiado largos para una adolescente que ardía de ansias de volar,
de saber, de conocer y de experimentar otras ansias terrenales. Nuestras idas y
venidas al río precedidas por nuestras excursiones infantiles con merienda y todo,
acabaron en coitos lunares a la sombra de los pámpoles de las moreras, en mamadas furtivas en cualquier sitio, en besos a la intemperie, en erecciones y eyaculaciones interminables, inevitablemente presenciadas por los nogales, autentificadas por los chopos, certificadas por los manantiales. Sin saber cómo, terminaron
por hacerse públicas, quizá más por nuestro descaro y nuestra necesidad de osten154
tación, que por la rumorología sibilina de las comadres a las que dimos materia
de charla para mucho tiempo.
La suposición por parte de Pedrito de que yo iba a ser para él y sin duda, las
muestras invisibles de aceptación por parte de mamá, habían logrado inducir en
aquella cabeza de chorlito que yo sería algo así como su ligue fijo para los veranos. Una novia que lucir en las verbenas y a la que se pierde de vista durante el
invierno, cuando se abre la veda y los señoritos se van a perseguir jabalíes, corzos o perdices según el tamaño de la finca a depredar. Que a la larga, sería su
novia formal y si no había inconveniente, hasta su mujer legítima. Pedrito estaba
muy colgado conmigo, natural, nunca había volado tan alto.
Naturalmente, aquel affaire que solo duró dos veranos, me granjeó la enemistad de todas las mozas del pueblo y aún de los lugares vecinos, donde era famosa por ser la novia puta de Pedrito. Mi fama de que era más puta que las gallinas
y de que había aprendido a nadar para follarme a los patos, se extendía en los
otrora confines propiedad de los Templarios, de los que aquel lugar parece que
fue en algún momento de la historia centro de peregrinaje y culto.
De manera que me quedé sin amigas y —naturalmente— también sin pretendientes alternativos, dado que ninguno de ellos hubiera osado hacerle la competencia a Pedrito, por el lugar inaccesible de poder que su padre ostentaba y ostenta aún en aquel delicioso lugar de veraneo.
Cuando todas estas actividades llegaron a oídos de mi madre, se cabreó
muchísimo conmigo y trató de castigarme a no salir de casa, entre otras barbaridades domésticas. Mi padre también intervino y se me hizo una especie de tribunal inquisitorial, donde fui reo y convicta, no tanto por puta, sino de no haber
sabido administrar mi puterío de una forma eficaz.
Eficacia que mi madre centraba en una buena gestión de la pasión de Pedrito:
trataba de enseñarme a no darlo todo, ni de golpe. Me enseñó a ofrecerme a
pequeños sorbos y a la conocida cantinela de insinuar y no dar, brindar y encogerse. En suma, me instruyó a dosificar mis levantamientos de bragas a fin de
hacerme más deseable para la lujuria de Pedrito, un verdadero punto débil de
todos los hombres y que sólo las mujeres muy listas saben administrar.
Mi padre estaba muy ofendido en su fuero interno, como si mi ayuntamiento
con Pedrito fuera parte de una especie de tributo arcaico que no estaba dispuesto
a soportar sin el pago del matrimonio como lavado de la afrenta. Una especie de
complejo de derecho de pernada que se mantenía vivo en la cabeza de mi padre,
que aún consintiendo en el fondo, no estaba dispuesto a tolerar en las formas,
dado que mi honestidad había sido puesta en evidencia por el hijo del cacique. Mi
155
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 156
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
padre se debatía entre el duelo de honor con Pedrito o el destierro perpetuo para
mí, que no era sino la inductora atroz de aquella afrenta.
Sensatamente, optó por la segunda posibilidad. Se trató de un exilio emocional.
Naturalmente, Pedrito no me gustaba lo suficiente como para sentir que merecía todo aquel atropello en que se convirtió mi vida a partir del momento en que
decidí pasármelo por la piedra, tal y como los augurios parecían anticipar. Cumplí
las escrituras, pero al parecer había ido más allá, como siempre sucede cuando
hago algo movida por mi altruismo, pues considero altruismo a esa incapacidad
mía de darle calabazas a un tío que me desea y por el desconocimiento de unas
reglas sociales que siempre he aborrecido. En realidad, si le dejé fue por aburrimiento, y porque no sabía follar. Era bastante incompetente y durante nuestro
segundo verano me di cuenta de que siempre iba a llevarle la delantera, que aquel
tío no iba a enseñarme nunca nada y yo detesto a los tíos que no les enseñan nada
a sus parejas.
Si para mi madre había cometido un primer error al entregarme tan rápidamente a Pedrito, cuando le anuncié que lo iba a dejar por su incompetencia
sexual, resultó tan duro golpe para ella que nunca me lo ha perdonado. La saga
de D. Pedro no podía ser incompetente en esas cosas que hasta los conejos conocen por instinto.
—Eres mas puta que las gallinas Vero— me declaró. De modo que mi fama
de promiscua ya había llegado hasta ella, así como la desgraciada comparación
con esos animales que siempre me han parecido algo beatas y frígidas. Ignoro
pues, quién le colgaría ese sambenito a tan inocente ave.
De modo, que el reeditar un nuevo veraneo en aquel lugar donde era más que
evidente que estaba Pedrito, ya casado y con hijos, y por tanto con más ganas de
follar que un pez, sin ninguna compañía, masculina ni femenina de confianza o interés para mí, suponía un encarcelamiento que en ese momento no podía aun digerir.
Esa era la segunda razón de peso, la primera era naturalmente que separarme
durante tres meses de mi señor me resultaba en ese momento una tarea incompatible con la vida.
— Mamá, si hay que ir se va— Le anuncié a mi madre haciendo un chiste
fácil, de esos que circulan por ahí y que proceden de la caja tonta. Pero me haces
una gran putada. De verdad mamá.
—Tontunas Vero, tu no tienes nada mejor que hacer este verano— sentenció
mamá de forma definitiva.
De manera que no tuve más remedio que cambiar cromos.
Muerte por vida.
156
Condomina y Lou
Siempre me ha gustado que me consideren una puta, porque para mí las putas son
libres. Más que libres, representan la soberanía de la mujer sobre su cuerpo.
Encarnan, en el inconsciente colectivo, a aquellas mujeres consagradas al sexo
público, a aquellas que mantenían sobre sí la llama de la continua disponibilidad.
Ser disponible, que se ofrece al deseo de los hombres como un resto de la prohibición sexual, una excepción a la prescripción de la castidad impuesta por la
socialización que parece flotar en el alma de los hombres desde que aparecen los
primeros signos de hominización.
Porque la prohibición sexual no procede de las religiones monoteístas, sino que
es precisamente junto con el culto de los muertos, algo que pertenece al registro
simbólico del hombre, mucho antes incluso de que se inventara la agricultura o el
lenguaje. Se trata de una prohibición informe, cuyo representante vicario es el tabú
del incesto y todos los tabúes menores que cuelgan de la sexualidad, de cualquier
sexualidad, incluso la legitimada por el discurso de la religión o la cultura.
Una forma de recordarle al hombre que la prohibición existe desde mucho
antes de que se inventaran los códigos morales, que todos en justa reciprocidad
terminaron con adherirse de él —colgándole— la etiqueta de vicio o virtud, pecado o gracia.
Pues ser puta, para mí, es quedarse al margen de esa prohibición, igual que el
Papa es también una excepción en el error doctrinal o el Faraón una excepción al
incesto. Ser puta, aunque la gente no lo sepa, es estar muy cerca de lo sagrado, de
aquello que para el resto de los mortales no es sino terreno vedado para transitar.
Claro, que coloquialmente la gente usa el término puta para designar a una
mujer disponible por hipersexual, sin distinguir entre aquellas que perciben un
pago directo por sus servicios de aquellas otras que lo hacemos por amor al
arte. En la práctica, lo que sucede es que a veces las putas no son nada putas,
por cansancio, falta de vocación o enfermedad de sus partes. Y las que no lo
parecen, pues a veces engañan. Ahora bien, yo no engaño, me piden incluso
precio, ya lo he dicho.
Me gusta que me llamen puta, si por puta se entiende aquella que se entrega
al sexo por placer, es decir, de forma desinteresada y libremente elegida. Es
entonces cuando quiero ser llamada puta, porque la verdad es que lo soy, si ser
puta es eso. Aunque puta no es más que una palabra, no pertenece a lo real. Y a
mí nunca me han dado miedo las palabras, porque las palabras no representan
157
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 158
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
sino estados. Y no hay ningún estado que sea permanente. De manera que ni las
putas más vocacionales somos putas todo el tiempo.
No sé, igual tiene que ver el ser multiorgásmica, o sea, que puedo tener varios
orgasmos en una sola sesión. Claro, que nunca me he creído demasiado esa historia, porque digo yo que todas las mujeres estaremos hechas de los mismos
materiales, y esa diferencia de respuesta tan variable que existe en la mujer a la
hora de gozar del sexo, me hace pensar que más allá de los resortes fisiológicos,
pueda existir un terreno de mediación entre las partes pudendas y la cabeza. Una
estación donde hay que pagar peaje, será ahí donde debe ubicarse esa diferencia
funcional tan enigmática que recorre el rango de la respuesta sexual desde la frigidez, hasta la multiorgasmia. Un territorio donde deben habitar los feroces
monstruos de la Moral, armados de guadañas y de cepos, para encarcelar a todos
los que osan ir más allá de ese constructo arbitrario que es el discurso moral, un
discurso cuyo eje de torsión se encadena a la prohibición sexual.
La verdad es que además hay otro factor que es —creo— muy importante.
Yo soy sensorialidad pura, tengo muy poca capacidad para imaginar de forma
visual. Yo imagino con el cuerpo, como supongo que debemos imaginar casi
todas las mujeres: pocas visualizaciones y mucha sensorialidad. Debe ser por
eso que las mujeres soñamos menos que los hombres. Porque ellos son todo
ojos, sobre todo ojos. Ojos para ver, ojos para medir, ojos para comparar. Y también ojos para desear, ojos para comer, ojos para catar. Por eso los hombres por
lo general, sueñan más, tienen como una facilitación de la visualización, tanto
de un problema, como de un recuerdo. Se excitan y comen por los ojos, como
buenos depredadores.
Sin embargo, yo cuando recuerdo algo no lo veo. Lo huelo, lo mastico, lo
siento en el paladar, en la punta de los pies, en la columna vertebral, en el occipucio. Lo percibo como una cenestesia, como un hormigueo, como un escozor,
pero nunca como un paisaje. Gran parte del discurso de igualdad feminista fracasó al no tener en cuenta este hallazgo neurofisiológico esencial: que las mujeres
recordamos, rememoramos, evocamos, aprendemos, amamos, odiamos y envejecemos de dentro hacia fuera, desde los tuétanos, desde el centro de una esfera en
cuyo borde o circunferencia hay un cuerpo nunca lo suficientemente bello para
ser amado sin condiciones.
Ya sé que hay mujeres que son muy visuales, y hombres que por el contrario son muy sensoriales, Proust por ejemplo. Bueno, en este momento si buscara en mi memoria otros grandes sensoriales, no se me ocurrirían más que
homosexuales, de modo que algo tendrá que ver la femineidad, o al menos las
158
hormonas sexuales femeninas en esta acomodación de nuestro cerebro y de sus
formas de percibir.
Hasta en el orgasmo podemos encontrar estas diferencias. El orgasmo del
hombre es centrífugo, hidráulico. Hay un retardo de milisegundos apenas perceptible entre la eyaculación y el orgasmo, o mejor dicho al revés, porque el
orgasmo antecede a la propia eyaculación. Una diferencia apenas perceptible en
los varones instruidos en la mitología del “no fallarás”, pero un marcador muy
sensible cuando las coordenadas temporales se dilatan, por ejemplo bajo los efectos del hachisch, mejor si se toma con café, como hacía Baudelaire, y no hay una
etiqueta de débito colgándole de las orejas a nuestro atosigado hombrecito.
Entonces hay como una detención del tiempo, como si una frase recién oída
hubiera sido emitida por su autor, años, siglos antes de haber sido escuchadas. Un
alargamiento o dilatación del tiempo que cuando se logra vivir durante el orgasmo es una experiencia extraordinaria.
El problema empieza precisamente en la vista. Como en nosotras el orgasmo
es siempre inverificable a los ojos del varón, nuestro goce tiende a ser puesto en
duda cuando no es negado. Esa falta de documentos que acrediten visualmente su
existencia, es precisamente el enigma del hombre que nunca puede apresar del
todo aquel goce. Un goce interno inaccesible a la vista. Un goce que unas aprenden a fingir y otras a suprimir con igual eficacia, porque tanto el orgasmo como
su función quedan dentro. Con todo, nosotras, las mujeres, tenemos un potencial
orgásmico inmenso, somos las especialistas de la sexuación, una especie de
macho plus. De nuestra costilla nació Adán, si es que algún sexo precedió al otro,
una cuestión que es biológicamente imposible.
A diferencia del varón, para nosotras el orgasmo no es un acto catabólico, es
sobre todo un acto de plenitud. A diferencia de una verificación, para nosotras el
orgasmo es una anticipación de la muerte, porque nosotras nos salimos realmente del cuerpo. Yo al menos lo hago. Entro y salgo, entro y salgo y así tantas
veces como quiero.
La putada es que para nosotras este acto requiere ser dotado de un significado. Algo que le preste una palabra, de modo que el lenguaje común lo pueda nombrar. Generalmente, esta palabra es un nombre propio de varón. En el hombre, el
orgasmo es un reconocimiento a partir de la propia exposición del semen. En
nosotras, no hay definitivamente verificación, porque todo ese material —ese
eyaculado que nunca fue— no halla salida de dentro afuera, se queda dentro, en
el centro de nuestra mismidad. Más tarde, puede ser conjurado, exorcizado o evocado, pero siempre a través de los sentidos, de todos, olfato, sabor, tacto y oído,
159
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 160
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
a los que hay que añadir los receptores para el calor, de la presión, de las texturas y de nuestra posición en el espacio. Nuestro orgasmo y nuestra memoria de él
recorre desde el laberinto del oído interno hasta los receptores músculo esqueléticos de las rodillas, de los pies, de los omoplatos. Nosotras usamos poco la vista.
Porque nosotras no necesitamos ver.
Y aun así, a veces, en determinadas experiencias, hasta vemos. Pero eso sólo
sucede con determinados hombres. No se trata de belleza o de amor tan sólo, aunque estos materiales no se hallen ausentes. No se trata de una alucinación visual,
sino de un proceso de iluminación. Un Eureka. Una comprensión que se derrama
de súbito y que es —además— inefable. Una comprensión total, como esas intuiciones que tenemos a veces cuando leemos un verso, escuchamos un acorde o
saboreamos un helado. Un aplastamiento de los significados, un terremoto de las
metonimias. Un cataclismo de las metáforas. Algo que se dota de un sentido
plano y donde el error no puede existir, porque cualquier significado es en sí
mismo incuestionable.
Y sucede entonces que vemos por los oídos, y sentimos por la piel, por la
rabadilla, por los cabellos, olemos por el ombligo, saboreamos con los ojos. Se
abre un túnel con una enorme luz que nos atraviesa de arriba abajo y vemos
mapas que hemos ojeado alguna vez en un Atlas escolar, escenas de picachos o
de cumbres, que crecen por los pellizcos atravesados de amarillo, y de todas las
gamas del rosa. Huevos fritos en el techo y lagartos en la ventana, todo depende
de qué circuitos se hayan activado en esa tempestad. Los circuitos del miedo, los
circuitos de la culpa. Los circuitos del espanto o los de la beatitud más inmensa,
la más colosal impresión que una mujer puede llegar a sentir.
Eso siento con Condomina, con mi señor. Quiero decir, SÓLO con él.
Veo bocas, bocas, bocas que bailan y que giran como en un caleidoscopio.
Topoides de labios que danzan, se abrazan, se destruyen en una órbita cada vez mas
ancha, en una hélice que girara y se deformara en cada giro, unas aspas apresadas
en un eje que es en realidad un centro virtual. Un centro que nos traga, que nos
engulle en una vorágine de salivas, de deliciosos sabores que se gustaron en otro
tiempo o en otro lugar: pasteles, gominolas, altramuces, regaliz. Bocas que son
labios, y labios que son espadas, que hieren, que cortan en secciones caprichosas a
las bocas que siguen girando en una especie de ancestral cadencia, que las conecta
con todos los orificios del cuerpo en perfecta solidaridad de concavidades. Me sale
Cernuda, me sale Andy Warhol, me salen aletas de ballenas y lomos de delfin junto
a un acantilado, una marina, donde el mar y el cielo son los ideales soportes para
cualquier visión. Blancos y amarillos, todos los tonos del rosa. Y peces.
160
Y tú estás allí, con esa mitad que garantiza la posible observación del fenómeno, su análisis y su explicación, mantienes un hemisferio frío, una especie
de piloto que tutela el viaje hacia dentro. No, no era un huevo frito, era una
mancha en la pared que combinada con el resplandor de una lámpara propiciaba el engaño de la vista. No, no era tampoco un lagarto que culebreara en la
ventana, era una simple mancha que sigo viendo, y que sé que no es un lagarto
aunque tanto me lo pareciera hace sólo un instante. ¿Fue un instante realmente
o fue una eternidad?
La sensación de distorsión del tiempo es más perceptible que la distorsión
del espacio, casi siempre bien acreditado por nuestra potente visión de ave de
rapiña, nuestra visión tridimensional, diseñada para la caza y para obtener referentes continuos de nuestra posición en el espacio. Pero el tiempo no existe, o al
menos no se trata de una dimensión objetiva, por eso nos perdemos en él, por
eso el tiempo no cuenta demasiado y puede contraerse y dilatarse como un acordeón, como un útero.
Es entonces cuando el señor se vierte dentro de ti, en un alarido esencial, un
alarido que no pertenece al hombre individual, que atraviesa diacrónico a la especie humana, la historia, el tiempo. Un alarido que procede de la caverna. De una
caverna silenciada por los millones de gargantas que le antecedieron en el grito.
Y el hombre muere de una pequeña muerte que es sin embargo el anticipo de la
otra: de la verdadera. Una muerte y una resurrección que tarda en llegar unos
segundos, un minuto quizá. Un tiempo donde las parejas se suceden aniquiladas
de sí mismas y simultáneamente se reconocen en los ojos del otro, en la ausencia
o la desgana del partenaire, en el repliegue del otro hacia adentro.
Una muerte de la que siempre se regresa y permite, a veces, poderla contar.
Una muerte metafórica del individuo, que trata en la partenogénesis de prolongar
su propia vida en un interior fiable y confortable.
Y allí se instala la vida, prendada de sí misma, como si fuera la primera vez
que la vida anduviera por allí, tanteando el azar de las madrigueras en su búsqueda de reunión.
Se hizo el milagro y la cabeza de un espermatozoide de Condomina penetró la
membrana de uno de los óvulos de Lou, una célula enorme comparada con la
insignificancia de su contrincante. El flagelo fue abandonado apenas penetrar,
desde allí y a través de su citoplasma, ese espermatozoide sin rabo de Condomina
inició su viaje hacia el núcleo. En su interior, se ofició la comunión concreta de los
cuerpos en algo más que un deseo, en algo más que una palabra. Se inscribió la
vida más allá del mito, mas allá de un deleite metafisico, se hizo el discurso, carne.
161
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 162
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
En aquel interior inhóspito, oscuro y misterioso, comenzó a escribirse el discurso de la vida, un hecho aleatorio y banal. Una redundancia, un milagro, un
hecho trivial por común. Una violencia que resumía en aquel encuentro inexorable todas las violencias que la Humanidad recorrió, desde que el mono fue consciente de que el sexo y la reproducción eran la misma cosa.
—He aquí la esclava del señor. Hágase en mí, según tu palabra. Y ahora en
latín, ecce ancillam tuam.
Y volví a casa, llena de vida.
El plan sutil de Gloria
El nacimiento de Vero había supuesto una sorpresa tal para sus padres, que hoy
aun continúan digiriendo parte de aquel asombro.
Su concepción y nacimiento fueron considerados como una especie de milagro, tanto por parte de Gloria como de Ángel. La verdad es que ninguno de ellos
esperaba tener descendencia, porque ninguno de ellos esperaba siquiera encontrar
pareja: ambos se conocieron ya de bastante mayores y con el arroz algo pasado
de punto, como suele decirse. Casi treinta y seis años ella, y treinta y cuatro él.
De manera que Vero llegó al mundo como un regalo fuera de temporada, como
un resto de serie al que nadie espera y que sólo habita en los sueños más ocultos
y profundos que alimentan una relación. De existir: en un lugar muy cercano al
que habitan las quimeras.
Bastante suerte tuvieron Ángel y Gloria con encontrarse uno al otro, ambos
solteros y emigrantes en una ciudad industrial que les era ajena. Una ciudad a la
que nunca hubieran llegado por placer, una ciudad a la que se llega por obligación, por las escasas oportunidades de ganarse la vida allá en el pueblo. Un pueblo que abandonaron ambos, en distintos momentos de su existencia, aunque
compartiendo ese sentimiento de calamidad social que les había impulsado a
abandonar sus paisajes y sus familias, sus casas y su rutina. Una rutina que ansiaban desde que abandonaran aquellos parajes con río y remanso incluidos, volver
a recobrar algún día.
Vero llegó pues, como un regalo. Una hija, a la que nadie hubiera concedido
más importancia que la que tiene en si misma la venida de un hijo, a no ser porque Ángel y Gloria, añosos y desencantados ya, no albergaban ni siquiera el
deseo de multiplicarse. No es que Vero fuera una hija no deseada, es que Vero ni
162
siquiera había sido imaginada, simplemente se había descolgado biológicamente
de aquel útero angosto, sin que hubiera —simétricamente— un deseo donde apresar o colgar a aquella criaturilla.
Ni Ángel ni Gloria hubieran osado imaginarse padres de alguien, y menos de
una niña tan mona y tan lista, porque ambos se sentían tan poca cosa que se conformaban con asirse el uno del otro para no tambalearse en aquella vida de ciudad, donde el trabajo se encontraba tan lejos del hogar y el hogar a su vez —
construido repentinamente — no guardaba ni siquiera un recuerdo, un aroma, una
memoria, del que ambos pudieran sentirse dueños. Gloria y Ángel nunca consideraron hogar a aquella casa, en un barrio obrero de la periferia de aquella ciudad que había crecido hacia fuera, como todas las ciudades crecen, a fin de albergar la mano de obra que acude en oleadas al olor de las obras públicas, las fabricas, las empresas, los pequeños talleres.
Aquello no era un hogar sino un lugar de paso. Así estaba concebido y diseñado, como un lugar de paso, una especie de cabaña construida para un tránsito,
pero cuya función no es echar raíces. Una especie de campamento provisional
cuyo destino no es sino levantarse con el alba. Un nido en una rama, pero no un
árbol, una especie de guarida que podía caerse a pedazos en el momento en que
ambos decidieran regresar. Esa era su función: aguantar en pie hasta que todo
estuviera dispuesto para regresar.
Al principio el deseo de volver era mutuo. Tanto Ángel como Gloria vivían
amplificando en su interior este propósito, siempre aplazado por las exigencias
del trabajo de Ángel o los estudios de Vero. Porque Vero había destacado desde
pequeña en los estudios, era una chica muy lista y había que aprovechar aquel
don. Una chica que prometía un porvenir académico importante. Vero era una
superdotada, de modo que podía estudiar lo que quisiera, Vero podría descollar
en cualquier actividad que hubiera elegido porque Vero, era una estudiante brillante. Vero destacaba. De modo que Vero amenazaba siempre con alterar los planes de Gloria y de Ángel, unos planes que para nada contemplaban tesis doctorales, ni estudios postgrado. Bastante sacrificio habían hecho dándole una carrera, que a la postre no servía para nada. Unos estudios que amenazaban y se habían constituido ya en una moratoria inacabable, y en un argumento de peso a la
hora de encontrar justificaciones para aquel aplazamiento.
Por otra parte, el trabajo de Ángel fue desplazándole poco a poco, desde la
alienación de un trabajo anónimo e inseguro, hacia un abultamiento progresivo
de la nómina y de la responsabilidad, simultáneamente arrancadas a un entorno
hóstil, vanidoso y competitivo de la industria privada a pequeña escala. Un
163
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 164
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
lugar donde había llegado hasta capataz, desde la nada. De barrendero a hombre de confianza.
Digamos que Ángel fue adaptándose con el tiempo mejor a la vida en la
ciudad, mientras que Gloria no hacía sino añorar más y más sus orígenes, maldiciendo cada progreso que hacía Ángel en su trabajo o Vero en la escuela, y
que llenaba la casa de signos de permanencia. Una cabaña que poco a poco
tomaba forma de hogar definitivo. Cada cambio de muebles, cada mano de
pintura o cada nuevo electrodoméstico, no hacían sino encadenarles más y más
a todos — en el imaginario de Gloria— a un destino distinto al pensado. En la
medida en que las comodidades aumentaban, la nostalgia de Gloria aumentaba también, así como un explícito y nunca disimulado rechazo a seguir incrementándolas, negándose a sí misma y negando a su familia cualquier mejora
que pudiera reportar la sensación de que ya estaban bien allí. Que no hacía
falta volver.
De modo que las estrategias individuales de la pareja respecto a su deseo de
regresar fueron divergiendo con el tiempo, aunque nunca fueron explicitadas
sino calladas, como quien teme ser traicionado aun más si cabe por las palabras
que por las intenciones manifiestas. Ángel ya no hablaba de regresar, y Gloria
refunfuñaba constantemente de su vida en aquel barrio — áspero y ruidoso —
con un continuo tráfico de camiones y de vehículos que casi a diario utilizaba
como una coartada para refrescar en Ángel el propósito compartido —anteriormente— de salir de allí. Gloria utilizaba este modo esquivo de tantear las intenciones de Ángel, que al principio compartía, pero que paulatinamente fue desdeñando. Así que Gloria terminó por refunfuñar sola, puesto que Ángel dejó de
escucharla, en cuanto pudo intuir que aquellas quejas no eran sino una forma de
sondear sus intenciones.
Y la verdad es que Ángel a esas horas ya no tenía ninguna intención de volver. Ni siquiera existía en su mente un plan para cuando se jubilase. Los inviernos en el Maestrazgo aragonés eran duros y fríos. Sin embargo, en la ciudad todo
estaba próximo, el médico, los servicios. Había muchas razones para quedarse en
la ciudad, que ahora no hacen al caso. En el pueblo no hay amigotes, ni tertulia,
sólo ancianos aburridos y ociosas conversaciones que se hacen tolerables en breves periodos de tiempo, de año en año. Además a él no le quedaba familia. La
poca familia que había en el pueblo era de su mujer.
Gloria por su parte sentía que el plan que había urdido para hacer florecer a
su estirpe —definitivamente— en aquel lugar, había fracasado con la ruptura de
relaciones de Vero con Pedrito, una esperanza que había albergado durante
164
mucho tiempo y que se fue al traste en muy poco. Conseguir que su semilla
diera fruto, emparentándose con el mejor abolengo de su terruño, era una oportunidad que se había malogrado por la irresponsabilidad de Vero y que sentía
ya irreversible, no tanto porque Pedrito estuviera casado, que ahora hay divorcio, sino porque Vero había ido de mal en peor, desparramando su facilidad en
empresas vacías de contenido, en aventuras que no habían hecho sino aumentar su mala fama. A Vero ya no la casaría, eso seguro, porque ni siquiera guardaba lo que una mujer debe guardar siempre para ser deseable a los ojos de los
hombres: un certificado de exclusividad que pudiera operar como un reclamo
para un buen hombre. Como ella había hecho con Ángel. De otro modo ¿cómo
se habría casado ella?
Pues así, resguardando su buena fama y su honestidad. Antes de casarse nadie
conocía su cuerpo, ni ella misma. Por eso Dios le concedió ese novio, que tanto
había deseado y que aunque con un cierto retraso, contribuyó a hacer de su vida
un modelo cristiano a seguir. Un modelo que suponía fracasado y en crisis, debido a las críticas que había escuchado de la boca de su propia hija, en lo que ella
no tenía sino por virtudes morales y de rectitud en la conducta.
Por otra parte, su marido ya tampoco compartía aquel ideal de volver al pueblo que la había mantenido viva después de tantos años. De modo que para una
mujer cristiana no había más que una opción. Volver a morir allí. Pasar los últimos meses, años, los últimos días en el pueblo. Porque ahora tenia una buena
razón. Una razón que aunque resultara molesta para uno u la otra, no tenían más
remedio que respetar. Se trataba de un acto de últimas voluntades y Gloria sabía
que aquella era una razón de peso.
De hecho, la enfermedad le había venido como anillo al dedo, porque no
hubiera encontrado por sí misma una excusa más poderosa. No podía abandonar
a su marido en la ciudad mientras ella veraneaba en un lejano pueblo del
Maestrazgo y no podía dejar a su hija sola, ahora que había roto con su pareja. De
modo que la dichosa verruga había sido una bendición de Dios, una especie de
coartada divina que —seguramente— le había enviado la Virgen para darle una
señal de reconocimiento a su sacrificio cristiano de tantos años.
El plan de Gloria era llevarse a Vero de escopeta e instalarse en el pueblo definitivamente, en casa de su hermano, donde siempre sería bien recibida. Siempre
lo había sido. Nada de abrir la vieja y desvencijada casa familiar que ahora era
suya, sino instalarse en casa de su hermano. Necesitaba llevarse a Vero porque sin
ella aquello estaría mal visto, sería interpretado como un abandono de hogar. Sin
embargo, con Vero a su lado se leería desde el lado de la necesidad. Simplemente,
165
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 166
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Ángel no puede venir porque está trabajando. La Vero, como está desocupada,
pues cuida a su madre. Todo normal.
En Agosto Ángel vendrá al pueblo a pasar las vacaciones y Vero se irá. En
septiembre Dios dirá. Y si se pone enferma, allí hay un médico que seguramente,
será tan bueno como cualquier otro. Y si no lo es, pues no pasa nada. Aguantaría
toda la mecha necesaria, porque quiere estar con los suyos y se lo merece. Se
merece estas vacaciones que le brindan desde el cielo.
Y así fue como Vero y Gloria se marcharon en junio a pasar un largo verano.
Gloria llevó consigo toda su ropa de verano y de entretiempo. Vero, algunos
libros que nada tenían que ver con su tesis sobre Sade y el Mal. Llevó consigo un
buen cargamento de hachish, para aliviarse el muermo y la intención de pasarle
el testigo a Ángel en Agosto.
En agosto tomaría vacaciones de madre, pueblo, río y remanso, si su padre
cumplía la promesa de volver. Una promesa que debía ser cumplida, porque
Vero no era responsable ni quería erigirse en el complemento eficaz de la traición de su padre, suponiendo que un cambio de opinión fuera una traición.
Pero este cambio de opinión al no haberse verbalizado jamás, daba lugar a un
inquietante pacto siniestro entre ambos. Un pacto que la incluía a ella y que le
exigía silencio. Una complicidad que si ahora aceptaba, era por la sensación
de que Gloría no sobreviviría al plan que ella misma trazó para aligerarse psicológicamente de una vida guiada por descargas eléctricas. Un laberinto que
había sido recorrido a empujones, forzada por la necesidad y un celibato no
electivos que la habían llevado a vivir una vida en la que jamás pudo reconocer su albedrío.
Una vida de perro, que al final y gracias a una enfermedad, podía recomponerse, encontrar su significado. Por eso las enfermedades siempre tienen sentido.
Porque cualquier vida, cualquier historia, cualquier muerte, tiene sentido. Tiene
sentido al final, pero no antes mientras se vive.
Por eso la muerte de cualquier persona es siempre solemne, sagrada, porque
nos acerca a la verdad esencial, al Logos. A la Razón que no quisimos invitar
al festín.
La muerte de Gloria revelaría con el tiempo mayor sentido de lo que hubo
mostrado su vida.
Como cualquier muerte.
166
Vero y el limbo
Junio, julio, agosto.
Mamá murió un domingo tórrido de septiembre, tan caluroso que tuvimos que
enterrarla precipitadamente, después de velar su cadáver toda la noche, como
mandan los cánones aldeanos. Papá vino a cumplir ese último ritual, de modo
cansino después de pasar con nosotras el mes de agosto y darse cuenta de que la
suerte estaba echada: de que ya no podía durar mucho.
De modo que mamá no se hizo demasiado de rogar, simplemente se murió en
el momento adecuado, cuando ya estábamos agotados de esperar una agonía que
trató de disimular para no prolongar nuestro sufrimiento o quizá para no hacernos esperar demasiado. Naturalmente, no pudimos hacer mucho para aliviarla.
Mamá era difícil de ayudar, difícil de sostener, difícil de consolar. Porque nadie
sabía cómo hacer, mamá nunca dio pistas acerca de sus deseos, acerca de sus
sufrimientos, acerca de sus necesidades. Mamá carecía de planes para sí misma.
De tanto callar, mamá no tenía ya deseos ni necesidades, se había vaciado de
todo anhelo cuando se encontró en el lugar adecuado. Había cumplido su última
voluntad. Morir y ser enterrada en aquel pequeño cementerio rural, donde descansaba su madre. Allí la enterramos, desplazando un cadáver, del que ya nada
quedaba, salvo despojos. Simplemente hicimos un hatillo, para hacerle sitio a
mamá. Allí la dejamos, para siempre.
No pude conseguir que fumara mis canutos para aliviarle sus dolores o su
malestar. No quise insistir, de modo que me los fume yo misma, solita, empalmando un viaje con un sueño y otro viaje, como un orgasmo astral donde no se
dejara caer nunca la curva basal del todo, siempre en la cima de una cúspide de
la que sólo se descendía para dormir. Di buena cuenta de aquel costo extraordinario que me mantuvo serena, dócil, sin ganas de discutir. Sin ganas de huir, sin
ganas de maldecir mi mala suerte.
Porque ahora estaba sola. Una soledad corpórea, presente, real. No se trataba
de una soledad alegórica o subjetiva o sutil. No. La soledad se mostraba en toda
su naturaleza, en toda su plenitud, en toda su voracidad. Me ceñía desde el estómago hasta la garganta: una especie de hambre y sed que no podían saciarse con
alimentos, ni agua. Una soledad que amenazaba con devorarme apenas mi padre
se largó de allí para poner en orden —como él decía— algunos papeles, algunos
asuntos que requerían de su presencia en casa.
Permanecí en casa de mi tío en un estado de confusión y de desesperanza,
167
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 168
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
esperando que alguna decisión racional acudiera a mi voluntad con la suficiente
intensidad para ser tomada en cuenta, más allá del propósito instintivo, más allá
de la conveniencia por comer o dormir.
Me sumí en una especie de estado onírico, en la que mi conciencia estaba despierta, mi voz enchufada a los cables de mi laringe, mis ojos atendían a la luz, mi
respiración al aire. Pero mi voluntad se encontraba exánime. No quería salir, ni
comer, o vestirme. No quería levantarme de aquella silla, que parecía hubiera sido
adherida a mi cuerpo por un extraño pegamento que hacia de cemento entre la
Vero y yo. Alternaba la silla y la cama con una periodicidad lunar, con una precisión de reloj suizo. Mis tías me cuidaban, me mimaban, me traían, me llevaban.
Me hablaban y sollozaban al ver mi estado. Me daban de comer y me traían leche
y galletas, zumos, helados. Ellas se empeñaban en que comiera, en que bebiera.
Inútilmente. Porque yo sólo atendía una orden interna que aun no discriminaba
de donde procedía, una orden que me impedía moverme, estaba como cataléptica, como sumida en la inmovilidad, en la inacción.
No sé el tiempo que estuve en ese estado. Ni siquiera sé si el hachis me había
inducido o facilitado aquel estado medio catatónico en que quedé después de la
muerte de mamá. La verdad es que me pasé, puesto que me metí todo aquel libanés que el Drome me había proporcionado y que de alguna forma, me hizo respirable aquel tiempo en que operé como enfermera y conversadora de mamá. Era
realmente bueno, y suficiente para flipar durante un año. Yo me lo terminé en tres
meses. Soy muy bestia, ya lo sé.
Al borde de la catástrofe metabólica, un buen día recibí una visita inesperada:
era Nicolás. Verle atravesar el quicio de la puerta mudó mi aura de beatitud indiferente en un ataque de llanto más terrenal. Había descendido de la cruz. Nicolás
me descolgó literalmente del limbo y me abrió los brazos para ayudarme a bajar.
En cuanto le vi, me agarré a su cuello y lloré, lloré sobre sus hombros sin darle
tiempo a quejarse, a apartar el cuello, a virar el sentido de su cuerpo, atornillado por
una especie de espasmo en que convertí al mío en la reunión con el amigo, con el
que llegué a configurar una coreografía completa de la Pietá. Le atosigaba, lo sé,
pero no pude dejar de llorar sobre su cuello, derramando sobre él todas las lágrimas, presentes y pasadas que se me habían congelado sin posibilidad de emerger.
Creo que estuve unos veinte minutos así, en esa postura inverosímil, en que
ora me convertía en la Virgen María, ora en un Jesucristo descendido de la cruz,
y así, hasta que la propia dinámica de los abrazos, de los llantos y el sudor nos
llevaba a modificar nuestra posición espontáneamente; después de forzar el músculo y la posición de nuestro contrincante en aquel abrazo brutal, que resumía
168
cualquier amistad en un único punto de fusión entre los cuerpos. Así que cambiamos de posición y nos sentamos, pero permanecí asida a su cuello, durante
muchas horas, tantas que no tengo noción del tiempo que transcurrió entre su llegada y cuando me anunció:
—Anda cariño, suéltame que tengo ganas de hacer pipí.
El pipí de Nicolás me devolvió a la realidad. Sin el pipí de Nicolás dudo
mucho que me hubiera levantado de aquel sofá de sky barato donde el sudor de
los cuerpos se descompone al unísono con la mala fibra de plástico que le da
soporte. Un sudor de plástico que no hace sino dar más calor a un verano ya de
por sí pesado, irrespirable. Allí, en aquel sofá, me había ovillado entre sus brazos
y me había enredado como una planta decorativa, mojada y ausente como una
santa en pleno éxtasis. Ahora el pipí de Nicolás me obligó a cambiar de posición,
a adquirir una actitud erguida, a ver la vida desde arriba, tal y como estamos acostumbrados a verla desde que dejamos de gatear.
La visita de Nicolás tuvo para mi un efecto de renacimiento, de resurrección,
me rescató de mi misma, del marasmo en que mis sentimientos y mi fisiología
habían quedado después de aquella muerte. Nunca supuse que la muerte de mamá
me fuera a afectar tanto y de ese modo. Nunca supuse que una muerte ajena
pudiera relacionarse con la propia muerte. Porque no hay manera de salvar a un
moribundo más que muriendo con él.
Nicolás volvió a mi lado y me abrazó de nuevo, aunque eligiendo entonces
una postura más fisiológica para su columna vertebral, que había quedado deshecha después de mis estiramientos y mi descuelgue anterior. Nicolás ya no era una
percha, era de nuevo un ser humano, que me seguía acariciando y hablándome
bajito, preguntándome sobre los acontecimientos, los datos, los detalles. Aunque
ahora protegía su integridad, sentado enfrente de mí en una silla con respaldo.
Le conté, le narré el infierno de tres meses encerrada en aquella casa, velando a mi madre, casi cada noche, escuchando sus quejas, administrándole los fármacos prescritos por el médico, tratando de animarla, de conformar su voluntad
al destino que implacablemente se había adelantado. Mintiéndole y diciéndole
verdades a medias. Riéndome de su humor negro de pueblo y acariciándole el
pelo, hasta que ella daba por terminadas las efusiones. Mamá nunca soportó mis
pruebas de ternura, aunque la forcé a admitirlas ahora que la tenía de rehén. Un
día incluso la hice reír a base de hacerle cosquillas, una actividad que mamá
detestaba, porque para admitir las cosquillas se tienen que admitir las caricias. Y
mamá había renegado del placer hacía ya mucho tiempo. Pero no tuvo más remedio que claudicar.
169
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 170
(Negro/Process Black plancha)
Primera parte. La serie de Condomina
De lo oculto y lo sutil
Cuando llegó su último suspiro yo estaba junto a ella, a pesar de que para
entonces ya estaba agotada. Gracias al costo, me pilló despierta y a punto de atravesar una nube de algodón, una nube desde la que pude coger la mano de mamá.
Una mano que se deslizó desde la vida hacia la muerte, en una experiencia dulce
para ella y dulce para mí, porque no hay nada tan dulce como la muerte, a pesar
de que su tránsito sea tan duro, tan brutal, porque el cuerpo casi nunca obedece
al designio del cerebro y se niega a acompañarlo en tan irreversible viaje. La
acompañé hasta el final del túnel, allí donde dicen que habita la Luz, una Luz, que
pude ver por mí misma. Cuando llegó el momento mamá me soltó la mano y yo
hice el camino de vuelta envuelta en una beatitud inmensa.
De ese estado me rescató Nicolás. Gracias a él he vuelto a la vida, aunque no
diría yo que me encontraba en la otra cara de la vida. No diría yo que he estado
muerta, sino en una especie de limbo, esperando una voz amiga que viniera a rescatarme. De allí solo se vuelve cuando un amigo te lo pide. Un amigo muy especial. No hay ningún deseo de volver, por eso sólo se regresa a partir del deseo de
otro. Por eso estoy aquí, con Nicolás.
—Coño, has hecho una especie de viaje astral, Vero, mira que eres moderna.
No te puedo dejar sola, pequeña. Creo que te has pasado con el costo. Bueno, ¿no
vas a ofrecerme siquiera una coca-cola? Anda, levanta el culo, tengo sed.
Le señalo la nevera. Trae dos cocas, pero no son lights, sino normales, mejor,
más subidón.
Me cuenta que volvía de un viaje y que se ha pasado por aquí en cuanto se
enteró por Andrés del fallecimiento de mamá. Que Andrés también hubiera venido, pero no se ha atrevido a acompañarle por si me molestaba. Que todo el
mundo está muy preocupado por mí y todos le preguntan. Que no sabía nada y
que eso no se hace, que soy una mala amiga y de no ser por su viaje un tanto
imprevisto se hubiera quedado sin conocer mi estado y sin saber siquiera de la
muerte de mi madre.
De modo que Nicolás aprovecha la circunstancia para hacerme todo los reproches que Andrés, Mónica y otros me harían en esas mismas circunstancias.
Reproches que en ese momento son para mi un ungüento protector, porque la
verdad es que no suponía ni de lejos que hubiera alguien que se molestara en
saber de mí, después de aquella desaparición un poco intempestiva, y de una decisión que pocos de mis amigos compartían o estaban dispuestos a aceptar.
—¿Bueno, y ahora qué? Nicolás me pone delante de las narices la gran pregunta. Una pregunta que no he sido capaz de hacerme ni durante la enfermedad
de mamá, ni durante mi vuelo místico en el limbo de los justos.
170
— Ni idea, Nico— No tenía ni idea de qué hacer, de verdad.
— Tú te vienes conmigo en el coche. Yo te sacaré de aquí.
—No sé si quiero volver aún.
—¿Qué te retiene aquí, Vero? Tu ya has cumplido, tu madre está muerta y
enterrada. ¿Qué más esperas que suceda aquí?
—No, no es eso. Lo que ocurre es que no tengo dónde volver.
—¿Cómo que no? ¿Es que no tienes una casa? ¿No está tu padre allí?
—Sí, pero no me apetece volver con él. Dudo que entre sus planes esté el
compartir ese techo conmigo. Y yo misma, no estoy segura de que esa sea una
buena solución. Y menos ahora.
—¿Por qué ahora, qué sucede ahora?
—Que estoy embarazada.— Después de un segundo de una cierta perplejidad,
Nicolás reacciona como era de prever. Posiblemente sea una de las pocas personas cuya reacción fuera tan fácilmente imaginable. Nicolás me quiere de verdad.
—¡Uyyyyy, que bonito! No te preocupes mamá. Yo te cuidaré.
La alegría de Nicolás era contagiosa, de modo que me dejé contaminar por su
frivolidad histriónica, por sus chistes, por su entusiasmo. Nicolás me había rescatado de mi misma ya en dos ocasiones, en un solo día.
—Tú te vienes a vivir conmigo— Arguyó en tono irrebatible.
Bueno, de momento comeremos algo, haré las maletas, me despediré de toda
mi familia, y después decidimos. ¿Ok? Tenemos varias horas de viaje— Admito
ya más conformada y con los cinco sentidos en la realidad real.
—Tengo un disco de James Taylor que te encantará.
Sí. Something in the way she moves es una de las canciones más bellas del
pop. Y sobre todo esa voz, romántica y acaramelada, nasal, una voz que parece
abismada en sí misma. Una voz que parece volver diluida en cazalla o mejor,
en bourbon, más adecuado para su estilo del sur del Missisipi. Una forma de
tocar la guitarra inconfundible, pellizcando los arpegios y alternando los rasgueos con unas frases que parecen encajar perfectamente en los silencios de los
bajos. La vida tiene cosas tan raras, que aún hoy me pregunto si Nicolás hubiera podido rescatarme sin el apoyo de James Taylor. Una canción estupenda para
viajar, una canción estupenda para una road movie, una especie de hilo de seda
que parecía conectar aquella carretera con una nueva vida, aquella voz, con un
deseo de volver.
Y volver se hizo deseo en mí, después de que regresar hubiera sido una imposición que a modo de exorcismo hubiera detenido el tiempo en aquel pueblo,
donde un río y su remanso se hacían ahora inaudibles, invisibles, porque nunca
171
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 172
(Negro/Process Black plancha)
De lo oculto y lo sutil
más volvería a recorrer a tientas los designios de ningún otro. De ningún otro que
ignorara que Vero ya no era solo Vero.
Que Vero era ahora dos, o mejor tres, porque la que ama no tiene nombre, sólo
aquél por el que la nombra el Amado. Y tres son los nombres posibles y los peldaños necesarios para acercarse a Él.
Segunda parte
Vero y sus arcanos
172
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 174
(Negro/Process Black plancha)
Aunque hagas cien nudos, la cuerda sigue siendo una.
Rumi
El apego a este mundo trae de vuelta a los soldados
vagando por el campo de batalla.
Seami Motokiyo
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 176
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
Andrés
Apenas me hube instalado en casa de papá, sonó mi móvil. No es que sonara
ahora como en una especie de sincronicidad dispuesta por el Hacedor, sino porque era la primera vez en meses en que lo enchufé a la red para cargar la batería,
era pues una razón física, nada esotérica, aunque me sorprendí tanto como si de
algo sobrenatural se tratara. Aunque era Bach quien sonaba en el móvil, me di
cuenta en ese momento de que no había nada de mágico en aquel sonido salvo la
inspiración de su autor.
A pesar del asombro de oírlo sonar, me sorprendí a mi misma contestando sin
pensar, como en un automatismo. Pensé que algunas cosas no se olvidan nunca.
Me tendría que deshacer de este artefacto, que carecía ya de función con la muerte de mamá. Ya nadie me buscaría.
Andrés me daba el pésame, y además en un tono muy amable, me citaba en
casa, quería hablar conmigo.
—Mira Andrés, no tengo muchas ganas de…— Quería decirle que no tenía
ganas de discutir, pero se adelantó a mi objeción.
—No, no te preocupes, no vamos a discutir, pero quiero hablar contigo.
Además en casa quedan muchas cosas tuyas, ropa, libros, artículos personales.
Algunos los he embalado yo mismo. Te he preparado una maleta llena de tus
cosas. En fin, tienes que recogerlas.
Parecía contento o al menos sensatamente feliz. No parecía albergar ningún
rencor hacia mí, de modo que me fié de él y me limité a seguir sus instrucciones.
—Vale, dentro de un par de horas voy a tu casa. Ahora acabo de llegar y estoy
aterrizando. Bueno, hasta luego— le contesté en tono lánguido, nada fingido,
estaba así muy flojita.
Miré a mi alrededor. Allí no había nada mío. Nada que pudiera delatar mi presencia durante tantos años. Mamá se había ocupado durante mucho tiempo de que
aquella casa careciera de calidez y lo había conseguido. Parecía un hotel, impersonal, frío, una especie de panteón funerario dispuesto para la revista militar. Todo
limpio y en su sitio. Todo en orden. Pasaría mucho tiempo antes de que la casa sintiera la ausencia de mamá, antes de que adquiera algo de vida, con el desorden o
177
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 178
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
el estrépito que acompaña a las casas habitadas por seres vivos. Seres que ensucian y gritan, que acumulan objetos inútiles, seres que rozan las paredes y dejan
las puertas abiertas, los lavabos goteantes, las esponjas húmedas. Seres que ocupan un espacio, y que no doblan las toallas, restos de basuras que no se vacían, de
enseres y botellas inutilizados que no son retirados por nadie. Todo este orden que
aún no había sido roto me recuerda que mi padre ha debido de pasar poco tiempo
aquí, sólo una cama deshecha atestigua una presencia humana. El resto mantiene
ese orden cerrado que mi madre aplicaba a su casa. Un cuartel, donde todo estaba
perfectamente dispuesto para la revista de un general. Era obvio que mi padre no
había parado mucho por la casa. Era obvio que mi padre no ha aparecido por aquí
en mucho tiempo.
Me cambié y me fui a la casa que tiempo atrás me había pertenecido. A la casa
de Andrés. Es curioso que después de todo este tiempo ya no me viene el decir
mi casa. Es evidente que no tengo casa, que ni la una ni la otra me pertenecen. Es
curioso el sentimiento de territorialidad que tenemos las personas, cuán alejada
estoy de ese sentimiento perruno que algunos conservan, al sentir como propio un
espacio que han habitado en otro tiempo. Como si el hecho de haber habitado un
determinado espacio les concediera un salvoconducto de propiedad de por vida.
A mí me pasa todo lo contrario: no tengo ni pizca de apego por las cosas materiales. Sólo con los libros o los cedés me sucede algo así. Pero con nada más. Ni
siquiera le guardo fidelidad a mi cepillo de dientes. Todo es intercambiable
excepto lo que está escrito en un libro, grabado en un disco, pintado en un lienzo, guardado en el archivo de la memoria. El resto es simplemente ocasional
cuando no opresivo o siniestro.
—Hola Vero. Anda pasa, siéntate.
Sí. Andrés está muy bien. No le noto combativo, no quiere reñir, quiere parlamentar. Las frases de cortesía iniciales, otra vez ese pésame, que creo que comparte. Disculpas por no haber venido al entierro. Que tuve el móvil desconectado
todo el verano.
—Es que allí no había cobertura— me disculpo. Era verdad.
Andrés se muestra amable y convincente en sus prolegómenos. Me ofrece
volver a casa, no a vivir como pareja, sino simplemente se pone a mi disposición
para lo que necesite, una muestra de cortesía. Le siento sincero, próximo, locuaz.
Después de una media hora de preliminares, me cuenta:
—He estado en Cuba, este verano, como te dije. Un mes entero.
—Bueno, más bien como me amenazaste en nuestra última conversación—
puntualizo.
178
Andrés tosió y tomó aliento para proseguir —Bueno, ya sabes que tenía
ganas de vivir esa experiencia. Me ha venido muy bien. La verdad, Cuba es un
país extraordinario. Hay que ir para verlo antes de que Fidel la espiche. Aquello
es como España hace 100 años. Un paraíso terrenal. Y a nosotros, los españoles, nos quieren mucho, la verdad. Se nota que los cubanos se sienten medio
españoles.
—Que yo recuerde, tu interés por Cuba no era tanto socio-político sino sexual.
Concretamente siempre tuviste ganas de cepillarte a alguna mulata. ¿No es así?
—Si, es verdad— admitió Andrés, con una mueca de disimulo.
—¿Y qué tal te fue en esa tarea?
—¡Hum! estupendo, como te puedes imaginar. Allí, un tío solo dura menos
que un pastel a la puerta de un colegio. Allí las cubanas se te rifan. Vaya, a mí se
me han rifado— Lo dice con una sonrisa donde se delata el enorme orgullo de
varón que cree haberse resarcido de una vez por todas de todos los problemas
sexuales de la civilización judeo—cristiana.
—¿O sea, que has venido satisfecho? No sabes lo que me alegro, Andrés, de
verdad.— Lo decía sinceramente, sin ningún tipo de doblez.
—Bueno— pareció dudar de su respuesta y añadió— No demasiado Vero, por
eso quería hablar contigo. Sé que en ti puedo confiar. Eres una colega.
—¿Qué ocurre Andrés? ¿Te ha pasado algo?
—Sí. He tenido una experiencia extraordinaria.
—Te has encoñado de una mulata. — Afirmé casi segura de no errar. No pude
evitar visualizar la cara que se le pondría a mamá Lilith.
—Sí y no— Andrés volvía a vacilar, aumentando la tensión de la espera, que
no sabía si atribuir a una duda por su parte o a un cierto temor de decirme qué le
había pasado.
—Coño, Andrés, desembucha, ¿qué te ha pasado?— me intranquiliza tanto
suspense.
—No es de una mulata, Vero, sino de un mulato de quien me he enamorado.
Ahora se queda callado, esperando mi reacción, mirándome de soslayo, con
la cabeza agachada, en esa actitud que ponen los pecadores cuando esperan la
absolución y en espera de la penitencia oportuna.
—¿Quéeeeeee? ¿Cómoooooo?— La cara de asombro que puse le debió asustar mucho porque casi a continuación añade:
—Héctor, se llama Héctor.
—Hostia Andrés, eso si que no me lo esperaba, de verdad. Perdona mi sorpresa, pero es que no lo esperaba. Ha sido una verdadera impresión. Nunca me lo
179
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 180
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
habías dicho. Quiero decir, nunca me habías dicho, o mejor, reconocido, que
tuvieras esas — elegí bien la palabra— inclinaciones….
—Ni yo, Vero. ¿Cómo iba a decirte una cosa que yo mismo ignoraba?
—Hombre, — un poco más relajada, trato de justificarme— siempre pensé
que te iban los tíos. Ya sabes, aquella manera de mirar a Nicolás, aquellos celos
infundados, aquel interés por cómo me miraban, pero, nunca pensé que cruzaras
el Rubicón, la verdad.
Mi argumento era un poco tramposo, porque cualquier conducta tiene
explicación después de que se produzca, pero lo que tiene mérito es pronosticarla antes. Después de que algo suceda, casi todo tiene demostración. Atamos
cabos y encontramos augurios, presagios y señales en aquel detalle, en aquella mirada que nos pasaron —entonces— desapercibidos, pero que ahora, a la
luz de esa nueva información encuentra argumentos en toda su plenitud. Pero
si esta conducta no se hubiera producido nunca, ¿cómo interpretaríamos aquellas mismas señales, aquellas mismas marcas que aparecen de repente dotadas
de sentido?
Es verdad que hay homosexuales vergonzantes que nunca reconocerán que
lo son. ¿Pero lo son realmente, qué atributos invisibles tiene aquí el verbo ser?
¿Cómo discriminarlos —entonces— de los absolutamente heterosexuales? Por
otra parte, si la disposición del ser humano es la bisexualidad ¿Por qué la heterosexualidad es mayoritaria? ¿Qué significa ser homosexual y no reconocerlo?
¿Se puede ser homosexual sin haber tenido nunca un contacto homosexual? O
más filosóficamente:
¿Es la sexualidad un don o una fatalidad?
La verdad es que en esta materia había muchas opiniones y ningún consenso
científico. Lo que es cierto es que la identidad homosexual se había extendido en
ese menú desplegable que el Poder determinaba y operaba como una identidad
posible en el imaginario de los hombres. Yo misma siempre había admitido ser
bisexual, pero ahora ya no estaba muy segura de eso. Creo más bien que esa identidad operaba en mi como una posibilidad transgresora que utilicé mientras tuve
necesidad de creármela. Pero que se deshizo en mil pedazos en cuanto dejé de
tenerla en cuenta como posibilidad de identificación.
Es verdad que he tenido experiencias homosexuales, pero yo no soy una lesbiana. Es verdad que puede que las vuelva a tener, pero en cualquier caso esa
posibilidad no opera en mí como un eje de torsión donde mi identidad se enrosque. Es nada más que una posibilidad de goce, pero no una creencia. No es una
ideología, sino un placer periférico.
180
¿De qué lado estaba Andrés? ¿Había sufrido una conversión como S. Pablo?
¿Había sido derribado del caballo a partir de su desengaño conmigo?
—Es la primera vez que me pasa, aunque lo cierto es que había fantaseado
mucho con esa idea. Una vez, incluso me propuse pedírselo a Nicolás, sabes, un
poco por probar, por vicio. El asunto es que en cuanto conocí a Héctor todo vino
rodado, él me sedujo y me llevó al huerto como quien dice.
—Ah ¿fue él, el seductor?— Estuve a punto de decirle que en ese caso, tenía
menos de la mitad de la culpa. Estoy segura de que ese argumento era aceptable
y creíble para Andrés, pero me callé.
—Si, fue él, yo me dejé llevar— Era su manera de mantenerse al margen.
— ¿Cuántos años tiene el tal Héctor?— Alcanzo a preguntar aun bajo los
efectos del shock.
—Veinte.
—Coño Andrés, eres un infanticida.— No salía de mi sorpresa, de verdad.
Que el hombre con el que has compartido seis años de tu vida te confiese en
un alarde de camaradería que es homosexual, te deja la impresión comprensible de que eres tonta, de que has ido de panoli, de que eres fea y horrible, de
que has sido engañada, menospreciada, vituperada, mucho más que si te ponen
los cuernos con una tía, la verdad. Lo lógico es salir rebotada de ese sentimiento: romper sillas, tirar platos, hacer una escena y acabar para siempre con
el fulano, llorar, berrear, afligirse y plañir. Eso es al menos lo que he oído decir
por ahí. Eso es lo que hacen las mujeres normales. Eso es lo que haría mi madre
y no sólo ella, sino cualquiera. Cualquiera de las que conozco. Ninguna hubiera aguantado el tipo como yo, porque el diálogo aún no había concluido, solo
había sido formulado.
—Bueno Andrés, ¿y qué vas a hacer, mejor dicho, qué piensas hacer?— Lo
que quería decir era que la lógica sucesiva a cualquier enamoramiento, consistía
en hacerse con Héctor. Conseguirle, llevárselo puesto, ponerle un pisito, yo qué
sé. ¿Qué había pensado Andrés para cohabitar eternamente con el efebo? ¿
Llevárselo de recepcionista a la tienda? ¿Huir con él a pan y cebolla durante el
resto de la vida?
Nada de eso, Andrés tenía un plan.
—Quiero traérmelo a España, naturalmente.
—¿Y vivir con él, tener hijos y esas cosas?
—No digas tonterías Vero, los hombres no podemos tener hijos.
Una nota de cordura que parecía diferenciar claramente a Andrés de Nicolás.
En esos momentos me preguntaba quién sería más maricón y más allá de eso: me
181
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 182
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
empeñaba en encontrar diferencias entre una homosexualidad y la otra. Era simple curiosidad intelectual. Ni un ápice de condena por mi parte, ni del uno ni del
otro. Bien sabe Dios que yo nunca juzgo a los demás por la bragueta. Los senderos de Dios son inescrutables, me decía a mi misma.
—¿Entonces le vas a montar un pisito o algo así?
—Bueno, he pensado en una solución y por eso te he hecho venir, para ver a
ti que te parece.
—Pues adelante, te escucho.
—Había pensado en un matrimonio por poderes, algo así para facilitarle la
salida de Cuba. Buscar a alguien que se preste a casarse con él y permitirle así su
venida a España.
—Pues es una buena idea. He oído decir que existen mafias que se dedican a
eso. Traen rubias del este y putas húngaras o checas que casan con testaferros,
con subnormales o incluso con muertos. Les falsifican el pasaporte y ya está.
Creo que es viable esa idea, sí.
—Yo tenía otra idea. Una idea menos sórdida, menos arríesgada. Había pensado en buscarle una esposa legal, que hiciera presencia en el acto administrativo, del matrimonio civil. Pagarle una cierta cantidad de dinero y que después desapareciera. Sería como una esposa de alquiler.
—No está mal la idea, pero ¿cómo vas a encontrar a esa especie de madre
Teresa de Calcuta del mestizaje homosexual?
—Verás Vero, había pensado en ofrecértelo a ti.
Era la segunda vez que esa tarde me había quedado de piedra, asombrada,
perpleja. Incapaz de mover un solo músculo de la cara. Pero era la primera vez
que me quedaba lívida como un cadáver, desangrada. Me mareé y todo, de forma
visible, manifiesta. Tanto fue así que Andrés me trajo — inmediatamente— un
vaso de agua, algo que se ofrece a los que se marean como un remedio ritual,
como si beber agua aliviara en algo la lividez, como si beber agua pudiera borrar
la impresión de las palabras que se pronunciaron momentos antes. Beber agua
sólo sirve para que el exánime se sienta vivo, para que sienta que su esófago es
capaz de deglutir, que sus músculos orbiculares se muevan y ofrezcan un testimonio de que se sigue viva. Así me sentía después de la demanda de Andrés,
muerta. Una muerta viva. Sólo alcancé a decir:
—No sé Andrés, creo que eso me sobrepasa.
—Te ofrezco cinco millones por ese trabajo. Sólo una mañana en el ayuntamiento, unos papeles, tú pones el carnet de identidad y te llevas cinco kilos.
¿Qué te parece?
182
—Que no Andrés, no insistas— Creo que Andrés captó de inmediato que
no era el momento de seguir presionándome. De repente, me sentía cansada,
como agotada después de un esfuerzo y tremendamente mareada, con arcadas
y naúseas. No pude evitarlo y vomité allí mismo sobre el kilim que nos compramos en Estambul.
Me disculpé mientras Andrés — armado de palo y fregona— recogía los frutos de su declaración. Mi vómito respondía a una repugnancia intelectual, a una
somatización desconocida para mí, a una sensación que trascendía lo somático,
pero que no podía expresar sino a través de un símbolo del propio asco físico. En
aquel vómito le devolví a Andrés no sólo el contenido de mi estómago sino todas
las deudas emocionales que restaban pendientes. Me volví a disculpar y tomé
fuerzas y el suficiente aliento para no dejarme nada dentro.
—¿Sabes Andrés?
—¿Qué cariño?
—Lo del vómito es normal, porque estoy embarazada.
Ahora el que se pone lívido, es él. Se recuesta en el sofá, se echa las manos a
la cabeza y comienza primero a gemir, después a sollozar, más tarde a hiperventilar. No da puñetazos porque no tiene pared, ni cabezazos, en lugar de eso se
balancea. Tiene un ataque de pánico, le pongo una bolsa de plástico en la cabeza,
tal y como solía hacer cuando le daban los episodios de ansiedad por la maría. Le
digo que respire en cuatro tiempos, le doy consejos sobre cómo conseguir que sus
pulmones se llenen, trato de calmarlo y al final lo consigo.
Pero no puedo evitar que vierta a su vez sobre el desgraciado kilim el producto de su repugnancia. Ahora soy yo la que me aplico tratando de salvar lo poco
rescatable que queda de aquel viaje a Turquia y que casi ya no recuerdo, de tan
lejano, de tan débil y borroso.
Nos quedamos los dos callados durante un cierto intervalo, nos calmamos,
nos miramos, nos observamos. Tratamos de adivinar quién iniciará de nuevo la
conversación. Hacen falta aún algunos datos, algunos detalles. Tratamos de ordenar, mejor, de discriminar nuestras emociones, demasiado turbias, confusas aún.
Es él quien se lanza:
—¿Es del abogado?
—Sí, es del abogado, cuando nazca llevará ya dos cursos de derecho.
Y por una vez fue verdad: Andrés y yo no discutimos. Nunca más lo haríamos.
183
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 184
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
La tesis
Hay varias clases de amistad como hay varias clases de amor. La trampa está en
los mensajes que encierran estas palabras que aún hoy en Occidente operan
como ideales.
Para la mayor parte de las personas la amistad es una mera operación instrumental. Soy amigo de este porque comparto aficiones con él, o con aquel otro
porque coincidimos cada semana en un determinado lugar, o también con un
compañero de trabajo porque nos vemos a diario y charlamos y tomamos café
juntos. A ese tipo de actividades conjuntas, la gente común las llama amistad.
Del mismo modo, la gente llama amor a una estrategia que tiene que ver con
la convivencia en pareja. A una estrategia a largo plazo que casi siempre lleva
adosada una etiqueta de largo recorrido. La gente llama amor a casarse, tener
hijos y pagar las letras del piso, del coche y de los electrodomésticos. Y esta es
precisamente la esencia del malentendido.
Porque dicen los místicos que el amor es la superación de todas las religiones,
de todos los dogmas. Una matriz común de donde proceden todas ellas: desde las
monoteístas, hasta las religiones más antiguas, incluso aquellas que no precisan
de la idea de Dios para conformar un punto de vista espiritual sobre la existencia,
como el taoísmo o el budismo.
Y este es precisamente el problema, porque el Amor sigue siendo para nosotros un ideal que opera desde el otro lado de la trinchera, llamando a filas a un
ejercito de consumidores. Naturalmente, el amor al que se refieren los místicos
de cualquier pelaje nada tiene que ver con el amor en el que cree la gente común.
El Amor, instalado en el inconsciente colectivo como un ideal a seguir, se erige
en mucha gente como una fortaleza inalcanzable, cuya consecuencia práctica es
el descubrimiento del resentimiento y el desamor.
Personalmente, creo que en nuestro entorno la palabra amor está vacía de contenido, porque alude a muchas emociones que a veces nada tienen que ver con su
esencia. ¿Es amor lo que la esposa siente por su marido, después de ciertos años
de convivencia, o más bien una comodidad instalada en la rutina y en los intereses compartidos? ¿Es amor una pasión destructiva adolescente que lleva a los
amantes a elegir el suicidio como la única forma de permanecer juntos? ¿Es amor
lo que un padre siente por su hijo cuando aquel cumple las expectativas que su
padre nunca vio realizadas en sí mismo?
La gente común sólo tiene acceso a pequeñas versiones del Amor. A aquellas
184
que rozan el egoísmo, la vanidad, la rutina o los intereses. Llamar a eso amor, a mí
siempre me ha parecido un pleonasmo, aunque por defecto, por estrechez de miras.
Lo mismo sucede con la religión. En realidad, la gente se queda en la superficie de la manifestación religiosa, en su epidermis. Todas las religiones contienen una serie de preceptos, de dogmas y de reglas que el creyente debe acatar para ser un buen discípulo de ese credo. Pero en realidad, esos preceptos no
son sino pretextos para enseñar a los ignorantes modos de entender la convivencia entre ellos y los demás, o para mediar entre ellos y lo oculto. Se trata de
mitologías que resumen el periplo de la humanidad en clave de resumen, de síntesis, con una serie de mensajes para el porvenir que requieren además de interpretación, de una cierta preparación teológica, lo que las hace inexpugnables a
la crítica común.
La mayor parte de la gente se conforma con esos preceptos formales a los que
por otra parte no concede demasiada importancia (al menos en Europa), inventándose religiones y morales a su medida que nunca llegan ni a rozar de lejos la
verdadera esencia o mensaje de ese culto. De modo que casi todo el mundo conoce los preceptos aunque no los cumple, sin acabar de percibir que el precepto no
es más que una forma de regular la vida en común, inventada hace muchos años
para dar cuenta en sociedades muy primitivas con conceptos muy diferentes a los
nuestros, sobre sus dilemas vitales. Pero que más allá del precepto, toda religión
contiene un mensaje espiritual que la atraviesa de parte a parte y que ese mensaje se llama amor.
El amor siempre se ha considerado la piedra filosofal de los problemas del
hombre. Y realmente lo es. No se trata de buscar el oro, las riquezas, el poder. Se
trata de amar, de buscar ese oro, esa riqueza, ese poder en su vertiente metafórica.
Sucede que en la práctica es muy difícil enseñarle algo a alguien que tenga
que ver con la complejidad. ¿Cómo enseñarle Música a alguien si no tiene instrucción sobre el lenguaje musical? La mejor forma de enseñarle Música a
alguien es a través de las reglas y fundamentos del lenguaje musical, a través del
solfeo. Pero el solfeo (o la armonía) no es la Música, sino su expresión. Esa distancia que separa a la Música de la música, es lo que diferencia el Arte del oficio.
Además, hay una dificultad sobreañadida: el que aprende música, tiene muchas
posibilidades de confundir su talento instrumental (sí lo tuviera) con el verdadero talento creativo. Lo usual es que el que ha aprendido a codificar el sonido en
una matriz predecible por la música formal, esté incapacitado para la Música con
mayúsculas. Al menos, sabemos que no existe una correspondencia entre el talento creativo y el aprendizaje repetitivo de las escalas.
185
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 186
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
Pero tampoco tenemos ninguna seguridad en su opuesto. ¿Podríamos llegar a
desarrollar un potencial talento musical, sin la necesaria y fastidiosa repetición de
escalas, arpegios y digitación?
Pedagógicamente, no tengo una respuesta para eso. Lo que es cierto es que la
Música no es equivalente al talento o habilidad musicales. Ni las habilidades terapéuticas de un médico tienen que ver con su ciencia aprendida ya que de algún
modo, esas habilidades curativas superan sus propios conocimientos, van más
allá de ellos. Del mismo modo, la religión no es equivalente al dogma o al precepto. Estos no son sino el solfeo para párvulos que las castas de mediadores
entre Dios y el Hombre nos imponen, más por propio desconocimiento de su disciplina que por maldad intrínseca.
Las religiones son disciplinas que dan cuenta de una necesidad humana fundamental, que más que trascendente, es en sí misma metafísica, teosófica.
Jesucristo dijo que la Ley (de Moisés) podía ser resumida en un solo precepto,
que él le añadió perfeccionándola: “Amarás al prójimo como a ti mismo”. Este
mandato o precepto, al que todo el mundo alude de continuo y poca gente practica, es en realidad el mismo precepto que existe en todas las místicas, hebreas,
mahometanas o hindúes. Y por supuesto, también cristianas. Es su tronco común
del que todos esos cultos beben. Porque la trampa está en que amar al prójimo no
es un precepto, es la solución.
Claro, que no se trata de amar al prójimo porque sí. Se trata de amar al prójimo porque representa la multiplicidad de la manifestación del Todo. No se trata
de amarle o atosigarle con esos amores conyugales o filiales que tantas calamidades extienden en nuestra vida privada. Claro que no. Se trata de amarle como
a uno mismo. Con esa especie de mirada narcisista que hace que nos perdonemos
las faltas y seamos tan indulgentes a la hora de juzgarnos. Se trata de que les amemos como si fueran parte de nosotros, como si realmente ellos fueran versiones
propias injertadas en otros cuerpos, lo que realmente son, nuestros congéneres:
pequeñas diferencias genéticas nos distancian de ellos, a pesar de que haya guapos y feos, buenos y malvados, blancos y negros.
A esa clase de amor se refieren los místicos cuando hablan del Amor, y no a otro.
Esa clase de Amor no opera como un ideal, porque el amor a sí mismo no es un ideal,
sino algo consubstancial al egoísmo humano. Pero la conciencia individual no puede
pensarse más que a sí misma y está ciega, en tanto en cuanto no es capaz de vislumbrar las semejanzas que hay entre el sí mismo y los demás, muchas veces ni
siquiera es capaz de intuir que hay un Todo. Un Todo que confunde con un más allá,
sin caer en la cuenta de que el Todo está mas acá, si uno tiene los ojos bien abiertos.
186
Lo que es un ideal son esas interpretaciones mundanas del amor que tienden
a confundirse con la pasión sexual, la conveniencia económica o el amor romántico, una barrera para el conocimiento del verdadero Amor desde que las sociedades industriales introdujeran que el amor electivo era un derecho del ser humano individual.
La vía hacia ese tipo de Amor es múltiple. Cada camino diverge de los demás,
no se trata de una vía única o estereotipada. En ella caben desde la castidad hasta
el desenfreno sexual. La paciencia y la impaciencia, las drogas o la temperancia.
Porque el camino no admite preceptos, más que los necesarios para que esa búsqueda esencial que impulsa al amante le lleve de bruces en presencia del Amado.
Ser en Él es el objetivo de cualquier búsqueda, porque el ser no puede hallar su
justificación sino en su Presencia.
En el siglo XIX y a partir de la revolución industrial, al Poder le fue necesario repoblar de obreros los barrios periféricos de las ciudades. Esta masiva afluencia de proletarios sólo pudo ser realizada a partir de un cambio en el concepto del
amor, hasta entonces considerado como una enfermedad, porque amenazaba el
orden patrimonial y los intereses feudales. Desde entonces el amor ya no es una
enfermedad sino una elección consciente y voluntaria, de la que sólo quedan
exentos los representantes de las monarquías europeas, donde sigue vigente la
razón de Estado, un superviviente medieval de aquella prescripción.
El que inventó el amor como una elección voluntaria, depositó sin saberlo en el
albedrío del hombre el temor a fracasar, el horror a equivocarse, al mostrarle toda
la gama ilusoria de oportunidades que estaban a su alcance. También diseminó la
semilla de la infelicidad, porque el individuo se supo responsable de su elección.
Pero el Amor nunca es una elección. Es una llamada.
Sucede también, que la construcción de la conciencia moral tiene mucho que
ver con una operación semejante. Una operación que se le atribuye a Moisés y a
los judíos. El mundo pagano —politeísta— se encontraba a merced de los dioses
(una actitud más próxima a la verdad). Los hebreos inventaron la moral individual arrancándole a Dios la potestad de premiar o castigar acciones individuales
en la vida presente. El que inventó el albedrío lo hizo hurtándole a Dios el poder
de discriminar el bien y el mal, y al hombre un mero objeto de sus decisiones. A
partir de ese momento nace la moral individual, con sus juegos de valores y antivalores, de acatamiento y transgresión. Nace el individuo libre, último responsable de sus actos.
Naturalmente, esta operación necesitó de grandes inversiones de libros sagrados, códices y reglamentos que regularan la vida en común, con sus excepciones
187
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 188
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
y distribución de cargas entre las castas sociales. De ahí nace nuestro concepto
del Bien y el Mal: de una arbitrariedad de un hombre o un conjunto de ellos, que
terminaron por importar con gran éxito su concepción del mundo hasta llegar a
nosotros, prácticamente sin modificar apenas sus viejos y trasnochados conceptos sobre el amor y la muerte, sobre la felicidad y la desazón.
El éxito de estas religiones monoteístas debe atribuirse sobre todo a sus conexiones con el poder político, y también a la posibilidad para el hombre de rescatar parcelas de autocontrol sobre sus propios actos. Un control que no es más que
ilusorio, porque el albedrío no es más que un concepto instrumental tutelado por
las multinacionales de la espiritualidad, del mismo modo que la capacidad de
elección en el supermercado es una libertad que tiene que ver con la cantidad de
dinero que podemos gastar y de la cantidad de oferta para elegir. ¿De qué sirve el
dinero en el desierto, cuando se tiene sed? ¿De qué le sirve la abundancia al que
no tiene dinero?
Siempre he pensado que el albedrío era una trampa para introducir en el cerebro humano los castigos y las recompensas que podían escapar al espionaje de la
autoridad competente. Que la capacidad de maniobra del ser humano en sus elecciones es limitada. Que su responsabilidad y libertad no son sino delegaciones
que el Poder mantiene abiertas para limitar el desorden social, que no es más que
un desorden ligado a las diferencias sociales. Que no hay un único menú para
todos, sino menús económicos y menús del día, comida a la carta y bienes materiales escasos que se reparten de forma desigual.
Y también: que aunque alcanzáramos esa supuesta igualdad utópica, que persiguen desde el comienzo de la humanidad sistemas políticos concretos e incluso
religiones como el mazdeismo, siempre habrá un segmento de desigualdad entre
los hombres imposible de superar.
Por eso no creo en la liberación colectiva desde el punto de vista político o
terrenal.
Cada uno debe seguir su camino individualmente y elegir, dentro de ese menú
que despliega la vida, y alegrarnos de que a veces nos permita sentirnos felices o
saciados.
Y creo también que el virtuoso y el malvado son la misma cosa, porque mientras uno se identifica con el ideal, el otro se constituye en el representante de un
contravalor. El problema no es pues el virtuoso o el malvado. El problema es ese
Ideal que opera de forma indistinta en cada uno de nosotros y que unos adoran
como un ídolo y a otros les da por la iconoclastia, pero ninguno de ellos elige. La
elección ya fue distribuida de antemano por los mayoristas.
188
Porque el único ejercicio posible de la libertad es el amor. El Amor que se
funde con el otro, en un espejo que acaba troceándose cuando ya no es necesario.
Cuando ya se es solamente Uno y se alcanza así la universalidad.
Esa es la plenitud del ser, que cuando se alcanza completamente, elimina esa
posibilidad de negación que llamamos Mal. Y en consecuencia también del Bien,
porque la salvación individual no le interesa a Dios y por tanto no debe interesar
tampoco al hombre.
Sólo podemos aspirar a renacer y hacer el camino de regreso en buena compañía. Y hacerlo el menor numero de veces hasta desparecer por completo.
Arantxa
—Bueno Arantxa, ¿qué te parece?— Hoy le he traído a Arantxa mis conclusiones sobre la tesis. En principio la idea es dividirla en tres grandes capítulos: el
primero acerca de Sade y su obra, el segundo sobre el concepto del Mal en otros
autores distintos a Sade y el tercero sería una especie de refundición entre el concepto del Mal en el propio Sade y las conclusiones.
Arantxa piensa la respuesta, tose, bebe agua. No me da una opinión. Está claro
que está aplazando su decisión crítica.
—Entonces Vero, ¿qué propones? Es eso lo que no me queda claro, ¿cuál es
tu propuesta?
—Bueno Arantxa, en principio no veo porque habría de proponer nada, se
trata de una tesis, no de un texto religioso o jurídico.
—No veo clara la conclusión, Vero. Lo que parece que propones es una salida rabiosamente individual. Una especie de abdicación política o social. Pareces
querer decir que no hay alternativas.
—No hay alternativas colectivas dentro de nuestras propias coordenadas, en
nuestra civilización. Eso quiero decir.
—Entonces ¿hacia donde nos dirigimos, Vero?
—A título individual y sin que pese como una prueba en mi contra, te diré que
creo que vamos hacia una progresiva islamización de Occidente.
—¿Y eso?— Arantxa está asombrada, cosa que me sorprende.
—Pues yo creo que por varias razones: la primera porque el islamismo es una
religión muy protectora para el hombre. La segunda, porque nuestra iconografía
cristiana no significa nada para el hombre de hoy. La tercera, por causas demográficas…. . Arantxa me interrumpe.
189
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 190
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
—Pues en tu tesis no dices nada de eso, simplemente lo nombras de pasada.
—Ese dato daría para otra tesis, pero en este caso de política ficción, creo que
no es materia de la nuestra. Si te he contestado a eso, es off the record, creo que
el Islam se expandirá en Europa durante este siglo y se llevará consigo nuestros
conceptos democráticos y nuestras instituciones, tanto estatales como religiosas,
pero no creo que el tribunal me pregunte nada de eso. Ya te digo, creo que no es
materia de este trabajo. Es como predecir el tiempo a cincuenta años, no es mi
propósito hacerlo en mi tesis, no osaría.
—El tribunal puede preguntarte —no obstante— qué propones a título personal. ¿Qué cambios tendríamos que proponer para no llegar a esa destrucción de
nuestra propia civilización? La verdad es que tus conclusiones son inquietantes,
de modo que estoy segura de que te lo preguntarán.
—Pues no sabría qué responder a eso, Arantxa. No he tenido en ningún
momento una mentalidad normativa, de la pudieran emanar recetas de felicidad.
—Dime Vero ¿y para ti has encontrado esa receta de felicidad?
Arantxa sabía de la muerte de mi madre y de mi cautiverio estival, supuse que
me estaba interrogando para saber si mis conclusiones estaban motivadas por mi
estado de ánimo. Arantxa quería saber cómo me encontraba, quizá para posponer
las conclusiones de mi tesis, aplazarlas, madurarlas de nuevo. Estaba claro que no
compartía mi pesimismo histórico y lo atribuía a mi descalabro emocional.
—Sí. Las conclusiones que presento me las voy a aplicar precisamente a mí.
A mi propia vida, eso para empezar.
—¿Puedo conocer tus planes, para los próximos años?
—¡Uy! largo me lo fiáis.— Nunca hago planes, es verdad.
—Bueno, pues para el próximo año. Pongamos un periodo más breve.
Arantxa me llevaba contra las cuerdas, quería una declaración de intenciones,
quería saber de mí. Quería discriminar mi estado afectivo y yo sólo quería en ese
momento terminar mi tesis. Terminar, leerla y dedicarme a otra cosa.
—La verdad Arantxa, estoy hasta los ovarios de este rollo. Quiero terminar mi
tesis y poder pensar con claridad en mi futuro.
—Lo comprendo, pero no podemos cerrar tu tesis en falso, ¿en eso estarás de
acuerdo, no?
Sentía un cansancio inmenso, la sensación de que mi vida había quedado suspendida en una tarea inútil que me había apresado durante años en la persecución
de una carrera académica, que constantemente me cerraba las puertas, que no quería saber de mí. Y la verdad es que yo tampoco mucho de ella. Quería dejarlo y al
mismo tiempo me unía a esta tarea una especie de fijación adolescente que no era
190
capaz de liquidar. Es como si te quedarás flipada con un novio prematuro y que
constantemente buscaras en los demás sus defectos tan queridos, sin acabar de ver
en ellos más que reflejos tenues de aquél, mientras se niegan afanosamente las virtudes que adornan a los nuevos. Mi tesis se había convertido en algo pesado, insoportable. Sade ya no me interesaba lo más mínimo, pensé incluso en modificar
parte de su contenido orientándola hacia el misticismo, pero era demasiado tarde.
Habíamos perdido demasiado tiempo en esta investigación tanto Arantxa como yo.
—Arantxa, en realidad mi pesimismo histórico no es más que una exposición
y denuncia de la insensatez del egoísmo individual— Traté de reavivar la discusión, con el propósito de aplazar su juicio.
—Sí, pero no das demasiadas oportunidades al albedrío individual para que
pueda manifestarse.
—Yo no creo en el albedrío, Arantxa. El albedrío es una trampa del cristianismo y más allá de eso del judaísmo.
—¿Entonces?— Preguntó arqueando las cejas y esperando una declaración
ideológica.
—Creo que hay un secreto, que cuando se desvela da lugar a otro secreto y a
otro y a otro. Somos un enigma circular.
—¿Y cómo se desvela ese secreto?
—No hay posibilidad de hacerlo mediante la instrucción. La educación o el
aprendizaje no añaden nada, simplemente complican las alternativas de elección.
Para aprender algo del secreto hay que hacerlo mediante la vía iniciática. Es así
como el sujeto individual aprende algo sobre sí mismo. Algo esencial. Cualquier
otro aprendizaje no hace sino añadir más y más zozobra a la vida. Se trata de una
acumulación y nunca de una elucidación. Fíjate en Sade por ejemplo, ¿Crees que
el mensaje de Sade puede divulgarse? ¿Crees que la obra de Sade puede estar al
alcance de cualquiera?
—Uy Vero, terreno vedado. No seré yo la que censure el conocimiento.
—Ni yo, pero que desde el punto de vista de la salud pública es peligroso leer
a Sade, es innegable. Hay determinados conocimientos a los que no se puede
acceder sino mediante un proceso de aprendizaje divergente con lo que entendemos por aprender. No se trata de acaparar conocimientos, sino de cambiar de
nivel jerárquico, el orden de lo aprendido. No se trata de decir: señores, el Mal no
existe porque Dios no existe (la posición de Raskolnikov)3 , se trata de decir:
puesto que Dios no existe ya no necesitamos las categorías del Bien y del Mal,
pasemos por encima, vamos a otra cosa.
3 El heroe de Crimen y castigo
191
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 192
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
—Entiendo. Sí, la posición de Dovstoiesky parece hoy poco razonable, y es
bastante decadente.
—Claro, es mucho más moderno Sade cuando admite que el placer está en él
y la ley es algo ajeno a sí mismo. Raskolnikov no pasaba de ser un raterillo. Sade
es un perverso.
Ahora Arantxa parece que se ha tranquilizado, se sienta a mi lado, me habla
con dulzura, me toma la mano, me mira con ojos de corderillo. Me cambia el tercio y me pregunta por lo personal.
—¿Qué fue de aquel hombre de tu sueño, sigues con él?
—Pudiéramos decir que sí. Pero no creas, nuestra relación no tiene mucho
que ver con lo mundano. Se parece más a la relación que mantuvieran S. Juan
de la Cruz y Sta. Teresa, que la de Sartre y Simone de Beauvoir— Sabía que esa
alegoría le gustaría a Arantxa, ella aspiraba a ese tipo de relaciones donde se
comparten cuestiones intelectuales y se dejan de lado las lavadoras, las cocinas
y la compra.
—Entonces has ido más allá de lo que suponía. Ni siquiera sois camaradas,
sois algo más, una pareja de místicos o algo así, en versión moderna y occidental.— Sonreía mientras decía esto, ni siquiera ella, una mujer de mundo, creía en
mi versión del Amor, era obvio.
Afirmé con la cabeza para darle a entender que no quería hablar de ello, que
ese era mi secreto. Un secreto que yo no debía desvelar y que ni siquiera ella se
encontraba en condiciones de prestarme su apoyo, suponiendo que fuera apoyo lo
que me brindaba.
—¿Y aquella mujer, qué fue de ella?
Se refería a Yuki.
—Simplemente desapareció cuando cumplió su función. No sé nada de ella.
—¿Sabes Vero?
Arantxa se me acercó más. Su cuerpo adquirió esa posición que adquieren los
cuerpos cuando se disponen a las confidencias, cuando se disponen a mostrarse
tal como son. Cuando se vacían de poses y gestos retóricos y se disponen a una
comunicación privada, liberados de público y por tanto de la apariencia. Arantxa
se disponía a ser Arantxa, de modo que aguardé su decisión.
—Me puse muy celosa el día que me lo contaste.
—Lo supe en aquel momento, pero me hice la tonta:
—¿Sí? ¿Porqué?— Ahora era yo quien la llevaba hacia las cuerdas. Arantxa
no me defraudó, no pudo mentirme. No usó palabras, ni circunloquios. Fue directamente al grano.
192
Me ciñó del cuello, me acarició los brazos desnudos, jugueteó con mis orejas,
me rozó los labios con sus labios. Me atrajo hacia sí y me besó. Me metió la lengua mientras gemía. Se notaba que había allí mucha pasión contenida, una gran
voluptuosidad, una gran lujuria que yo había presentido, aunque nunca intelectualizado adecuadamente.
Respondí a su beso por varias razones: la primera, porque no besaba mal; la
segunda, porque no sé decir que no al placer; la tercera, porque estaba en deuda
con ella; la cuarta, porque sentía admiración por aquella mujer, o mejor, la
había sentido; la quinta, porque soy una viciosa. Y otras razones que no vienen
a cuento ahora.
Pero aquel beso me dejó fría, también por varias razones. Razones que en ese
momento no supe discriminar, ocupada como estaba en ordenar el torrente de
intuiciones y de significados múltiples que se atropellaban en mi interior como
configurando un escenario, donde todo de repente adquiría su función, adquirían
una claridad meridiana los actores, el texto, la dirección, la iluminación, e incluso las taquilleras y acomodadores. Todo estaba en su sitio. Sucedió en mi como
una revelación, por eso fui yo la que puso fin a aquel beso, dejando a Arantxa
anhelante con la boca abierta y la respiración entrecortada, como si tuviera hipo.
Pensé que me había deseado mucho y se lo agradecí con una sonrisa, que no dejaba dudas de que la función había acabado.
—¿Vives con él?
—Era obvio que Arantxa tenía celos de Condomina. A Yuki la había descartado como posible rival.
—Ya te he dicho que no, Arantxa. No, no vivo con nadie. Mejor dicho, vivo
con mi padre de momento.
—¿Has pensado en mi proposición?
—¿En cuál, Arantxa?
—En venirte a vivir conmigo.
—Bueno Arantxa, la verdad es que no he pensado en eso, pero lo de hoy da
un nuevo giro a nuestra relación. De modo que tendré que pensarlo.
—Te daré techo y comida, también trabajo, ya te dije. Y por supuesto tendrás acceso a mejorar tu posición académica. Siempre y cuando seas prudente
y leal conmigo. Yo — ahora se puso tierna de nuevo— te quiero Vero, quiero
que seas para mí.
En ese momento sentí esa extraña sensación que denominamos vergüenza
ajena. Arantxa me estaba acosando sexualmente. Pretendía comprar mis favores
sexuales con bienes académicos. No tuve fuerzas ni para enfadarme. Me sentía
193
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 194
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
demasiado avergonzada. En su lugar, en el lugar de Arantxa.
—Te lo agradezco Arantxa, de verdad, pero creo que este no es el mejor
momento para mí. No quiero tomar decisiones que afecten a mi futuro inmediato.
Hubiera querido decirle que en ese momento me sentía de goma, sentía como
si todo el mundo tirara de mí hacia un centro, donde habitara una pretensión insólita hacia mi persona.. Que me sentía abrumada de tanta abundancia derramada en
mi honor, decirlo con recochineo, con la ironía más dura que me fuera posible verbalizar. Me sentía como el blanco de todas las perversiones que Sade imaginara y
de unas cuantas más de nuevo cuño. Que no me sentía capaz de complacer ni a
unos y a otros, porque no creía en diferencias significativas en lo que unos y otros
me proponían. Hubiera querido decirle muchas cosas para evitarle el dolor de
admitir que Vero no estaba dispuesta para Arantxa. Que Vero era una puta, pero no
estaba en el mercado. Aplacé esa decisión porque no me sentí con las fuerzas suficientes para darle en ese momento un no rotundo. Pero lo que no decía con palabras lo decía con mis gestos, con la posición de mi cuerpo, con mi cara. Una cara
que no admitía en ese momento grandes interpretaciones, una cara de asco, como
la que se les pone a ciertas mujeres cuando son requeridas para algo inmoral y se
sienten aturdidas y culpables por haber podido dar pie a aquellas pretensiones. Se
me puso la misma cara que mamá tenía el día que le mostré donde tenía el clítoris. Cara de santa sin beatos que la adoraran. Una cara de santidad gratuita, pues.
—Hay algo más que debes saber Arantxa, al margen de todo. Lo digo para que
reconsideres tu propuesta.
—¿Qué es?
—Acabas de besar a una mujer embarazada de cuatro meses.
Cólera, furia, pasión, desencanto, asombro. Todas las tonalidades de las emociones más primarias se dibujaron en su rostro ajado ya por la desesperanza.
—¡Hija de puta! Me has traicionado con ese mamón— lo masculló con rabia,
bajito para que se oyera, pero que no resultara tan audible para sí misma como
para mí.
Arantxa acababa de perder los papeles de manera manifiesta. Sentí hacerle
daño, de verdad, pero no podía seguirle ocultando mi embarazo. Las cartas estaban todas sobre la mesa.
Se tomó un tiempo de reflexión mientras andaba de una parte a otra del despacho, como un animal enjaulado, y me dirigía miradas asesinas de forma paroxística, mientras yo aguantaba el tirón con cara de reo.
—¿Sabes Vero?
Ahora venía la sentencia, la estaba presintiendo.
194
—Es la tesis. No me acaba de gustar. Tus inferencias son un pastiche, demasiado eclécticas, demasiado dispersas, demasiado apresuradas, mételas en el frigorífico y madúralas un poco más. Reescribe las conclusiones de nuevo y ven a
verme— ahora ojea su agenda y trata de retrasar nuestro próximo encuentro, me
da una fecha para dentro de tres meses. Demasiados, demasiados.
Casi al mismo tiempo me levanto y me dirijo hacia la puerta. Ni siquiera he
tomado nota de esa cita. Desde el quicio le lanzo una última mirada a Arantxa y
al despacho.
—Déjalo Arantxa, ya lo sé todo sobre la maldad— Y salí de allí apresuradamente, por miedo a que se me pegara algo.
Arantxa me llamó a voces desde la puerta de su despacho, mientras me alejaba. Me pareció entender que gritaba:
—¡Vero, creo que no me has entendido, Vero, Vero, Vero!
Mónica
Sí, lo de Arantxa también era maldad. Hasta ahí había retrocedido el Mal en nuestras sociedades opulentas, hacia el acoso sexual, una trinchera ignominiosa. Es
acoso sexual prometerle a alguien bienes materiales, académicos, ventajas laborales o simplemente cum laudes a cambio de sexo. Pero mucho peor era obturar
el camino de una tesis, de un proyecto, por no haber cedido a los requerimientos
de un catedrático, de un capataz de la incompetencia, de un jefecillo inmoral.
¿Por qué las personas recurrirán a este tipo de prácticas cuando pueden obtener
los favores sexuales por ellos mismos?
¿O es que no pueden? ¿O es que creen que no pueden obtenerlos por sí mismos
y utilizan el recurso a la violencia moral? Debe de ser eso. La verdad es que me
hubiera ido a la cama con Arantxa a cambio de nada, simplemente por amistad, por
placer, por morbo. Pero después de esa encerrona, que le den. Por ahí no paso.
Y que le den a la tesis, y a la vida académica. Una cosa ya tengo clara: no
quiero trabajar en la universidad, aquello es un engendro endogámico e incestuoso donde subsisten los replicantes a fuerza de fabricar clones de sí mismos. Una
puta mierda. Prefiero el supermercado. Antes Maruja que Ally Mc Beal.
No estaba triste, ni furiosa, contrariamente a lo que cabría esperar de esta
nueva decepción. Al contrario, me había liberado de un peso enorme, de una gran
duda. Había elegido un camino, de eso estaba segura, me había detenido en una
encrucijada y había dejado atrás una opción. Más de una, creo.
195
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 196
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
Pasé por delante de una tienda de ropa de bebés y me paré en el escaparate.
Después de unos segundos me sorprendí a mi misma en aquella posición, taladrando el escaparate. Nunca me paraba en ese tipo de tiendas. ¿Qué coño hacía
yo mirando cochecitos y cunitas de bebés?
Enseguida até cabos y deseché el automatismo que me inducía a preguntarme
tal cosa. Claro, estaba embarazada y me salían intereses de mamá. Que cosa tan
curiosa había experimentado, casi en un acto reflejo. Me había parado sin pensar,
espontáneamente. Me dije que debía reafirmar aquel sentimiento, que debía acrecentarlo, porque Vero no sabía nada de crianzas ni de bebés. ¿Sabría algo Lou, de
toda esa historia? Lo mejor era preguntarle a Mónica. Ella podría darme consejos
y sobre todo conversación del corazón. Quería ponerme al día de banalidades,
hablar de ropitas, y todos esos temas que ella domina y que yo ignoro, por ignorante voluntaria. Es decir, una ignorancia sensible a la instrucción. De modo que
me dejaré instruir.
Me cita en su casa, está sola. Comeremos juntas. De acuerdo. Le digo que voy
para allá. Ahora me doy cuenta de que el móvil tiene su utilidad. De que es posible que en mi nueva vida pueda servirme para algo interesante, para las cosas prácticas. De repente, me viene la ocurrencia de que el móvil será — en el futuro— mi
Logos particular. Un hilo que me conectaría con la nueva realidad que la vida
había dispuesto para mí. Aunque no sepa todavía en qué consiste tal novedad.
—Hola Vero— Mónica me franquea la puerta de su casa con cara de circunstancias —Lo he sentido mucho de verdad, anda siéntate— Me ofrece una cocacola y unos aperitivos, almendras y aceitunas. Esas cosas, dispuestas en platitos
alrededor de la mesilla central, como si se tratase de una hoguera encendida y a
cuyo alrededor se sientan los nómadas para conversar y disponer la marcha de la
caravana del día siguiente. Decidí darle la noticia bruscamente sin ningún tipo de
rodeo, sería lo mejor, para que pudiera ir elaborándola durante la comida. Mónica
era una magnífica ama de casa, olía a carne mechada recién hecha, estaba claro
que había cocinado para muchas personas, debe de guardar las sobras para días
sucesivos. Una chica previsora esta Mónica. Me dio hambre entrar en aquella casa.
—¿Tenemos carne mechada para comer?
—Si, supongo que aún te gusta.
—Hace tanto tiempo que no la como que ya ni recuerdo su sabor. Pero sí, me
gusta mucho. ¿Sabes Monica? Algunas tías es como que me abrís el apetito, no
sé por qué será, pero en cuanto te veo, me entra hambre y si encima me invitas a
comer, pues nada, estos olorcillos que emanan de tu cocina, como que me ponen.
—Qué exagerada eres. Anda cuéntame.
196
—Si, descuida, que te voy a contar. Bueno empezaré por contarte la novedad
más importante.— Picaba aceitunas mientras Monica me escuchaba y preguntaba.
—¿Sí?— Puso cara de interés doméstico, como esperando una receta que contuviera los elementos de la felicidad y marcas de la desdicha, escritos en letreros
muy amplios, como fáciles de advertir, desde lejos y sin necesidad de usar las gafas.
—Mónica, estoy embarazada. Esa es la novedad más importante. En resumidas cuentas.— Lo dije de un tirón como para acrecentar su impresión. Soy muy
mala, yo.
—¿Cómo? Quiero decir: ¿cómo ha sido?— Su cara, sin embargo, no fue de
susto, sino que una vez superada la primera fase de extrañeza quedó iluminada
como de una especie de cualidad beatífica, como si fuera ella la embarazada y no
yo. Creo que se alegró.
—Pues fue con mediación de varón, claro— acerté a bromear enmedio de
aquella espesura
—Mujer, ya me imagino, ¿es de Andrés?
—Claro que no. Mira Mónica, es un asunto muy difícil de explicar y mucho
más de comprender. Seguramente imposible de compartir. Aún no he decidido
qué voy a hacer, si esa es la siguiente pregunta que tienes en la recámara.
Nos dirigimos a la cocina, comeríamos allí. Mientras Mónica daba los últimos
pucherazos a la comida recién hecha yo me dedicaba a poner la mesa. De esa
guisa me enteré de muchas cosas que no sabía, detalles de embarazadas, de análisis, de toxoplasmas, de no sé cuántos adelantos que Mónica conoce y yo ignoro. De ropa de bebés, de cunas portátiles, pomadas para los pezones, alimentación
pediátrica, leches, dodots, potitos, chupetes. De muerte súbita del lactante y de la
posición mejor para descansar los bebés, que si de espaldas, que si de lado, las
últimas tendencias en teorías médicas sobre el gateo. Enfermedades infantiles y
estimulación precoz, calendario de vacunaciones, educación musical temprana.
En fin, una larga y estudiada lista de temas que Mónica domina, junto con la iconografía necesaria para completar todas estas noticias. Libros sobre los primeros
meses de tu bebé y tropecientos mil panfletos, catálogos y folletos informativos
que ha ido acumulando durante mucho tiempo y que ahora por fin puede sacar de
sus carpetas y mostrar, aunque solo sea para servir a una amiga como guía de puericultura. Es obvio que no ha podido emplearlo para su propio uso, al que supongo iba destinada toda esta bibliografía.
—Mujer, tú dirás, qué quieres que te pregunte. Me pillas en fuera de juego, no
sabía nada desde que te fuiste al pueblo. Sólo sé que has estado muy rara estos
últimos meses, no ha habido forma de conectar contigo, parecías muy ida.
197
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 198
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
—¿Y cómo iba a estar? He roto con Andrés casi al mismo tiempo que mi madre
se puso enferma. Después he pasado tres meses en aquel lugar espantoso viendo
día a día como mi madre se consumía. Si no llega a venir Nicolás a buscarme aún
estaría allí, sumida en una especie de estado depresivo o no sé como llamarlo.
Nos pusimos a comer, mejor, a devorar directamente, sin protocolo alguno,
aquel redondo con salsa de almendras y guisantes, que ella escarbaba y yo deglutía con deleite.
—¿De cuántos meses estás embarazada?
—Son cuatro faltas ya. Tú pregunta, pregunta, yo iré comiendo, es que me has
abierto el apetito, ya te digo.
—Un poco crecidito para tomar soluciones drásticas.
—Sí te refieres a abortar, no, no me había pasado por la cabeza, la verdad.—
Lo digo con la boca llena, pero a Mónica no parece importarle demasiado mi avidez canina, está demasiado intrigada— Es raro, porque lo tenía muy intelectualizado. Me refiero a esa posibilidad, pero desde que estoy en estado de buena esperanza, como que no me lo he planteado—. Supongo que cuando lo pensaba es que
no estaba embarazada, ahora como estoy embarazada pues la situación cambia y
yo también he cambiado de opinión.
—¿Te ha entrado el instinto maternal?
—Nada de eso. Pero creo que este embarazo tiene algo que ver con la muerte de mi madre, ¿sabes? Es como si viniera a compensarme por algo. Supongo
que esa será la razón por la que no he pensado en desembarazarme del niño. Oye
¿puedes ponerme otro filete?, está buenísimo, coño.
—¿Es niño?— Lo pregunta mientras me sirve dos filetes más, con su correspondiente ración de salsa a la que añade guisantes y verdura.
—Uy, no lo sé, aún no he ido al ginecólogo. Mira, me lo acabas de recordar.
Esta semana próxima iré.— ¿Cuándo había que ir al ginecólogo?
Tal y como me había propuesto, la conversación fue mutando desde los datos
hacia los detalles. Hablamos de todo ello animadamente, mientras yo devoraba y
ella miraba. Supuse que estaba a régimen. Mónica siempre está a régimen. En
cuanto empecé a sentirme saciada, hubo lugar para la teoría, me fue surgiendo
como una duda intelectual. ¿Cómo no me había planteado yo deshacerme de ese
niño? ¿Qué clase de mecanismo se me había activado o desactivado en mi raciocinio, para que ignorara de ese modo mi embarazo? Creo que ese día y por primera vez, sentí miedo, pero decidí esperar a después del café para los sentimientos trascendentes. ¿Cómo me he quedado embarazada, sin dinero, sin pareja, sin
profesión y sin patrimonio? ¿Quién coño iba a cuidar de nosotras?
198
Ahora me asalta otra duda, ¿por qué he dicho nosotras?.— Anda Mónica, pon
la cafetera. No hay comida sin café. Joder, qué bueno estaba el redondo.
—¿Y quién va a cuidar de vosotras? Mónica era como mi alter ego, no sé si
tenía la capacidad de leer mi pensamiento o si en mi situación aquella pregunta
era de lo más razonable.
—Pues esa es una pregunta muy inteligente Mónica— admití—, no lo sé.
Pero supongo que no soy la primera mujer que saca adelante a su hijo, a pesar de
no poseer bienes materiales.
—¿Has pensado en darlo en adopción?— Esta pregunta me la hizo después
de servirme el café, mientras encendía su enésimo cigarrillo que inhalaba casi en
ayunas, pues casi nada había comido.
—Pues no—. No se me había ocurrido, entre otras cosas porque aún no había
pensado en las cuestiones prácticas que rodeaban a mi embarazo. Ni siquiera
había hablado aún con mi padre. Ni siquiera mi señor conocía mi estado.
—Es una posibilidad que debes valorar. Hay muchas parejas que estarían dispuestas a quedarse con el niño y por supuesto a correr con los gastos necesarios.
Hay en España un déficit enorme de niños para adoptar, por eso florecen los mercados negros en otros países.
—En España de lo que hay déficit es de embarazos, no de niños en adopción.
Dentro de poco tiempo solo las pobres parirán y las ricas elegirán el genoma de
sus hijos a la carta. Solo para darse cuenta más adelante que les salen igual de
gilipollas que si hubieran sido suyos, quiero decir, concebidos al azar, de forma
natural. O más, porque ni siquiera tendrán el vínculo de la madre y del padre. El
poco vínculo que queda ya.
—Tú siempre tan radical, Vero.
—En el momento en que encierres a Edipo en una probeta, ¿qué puedes esperar? No saldrán sino androides musculados o andróginos frankestenianos.
—Tú no tienes ni idea de lo que significa querer tener un hijo y no poder
tenerlo. Estar llena de amor y no poder ofrecérselo a una criatura. Tú llegas,
tocas y te quedas embarazada, ni siquiera lo has deseado, te ha venido añadido.
Lo que para ti es un accidente del azar, para Juan Antonio y para mí es el objetivo de nuestra vida.
—Mira Mónica, vamos a llamar al pan, pan y al vino, vino.— Me puse seria
porque ya estaba completamente saciada y había rematado aquella deliciosa comida con un buen café, algo fundamental— A lo mejor resulta que por eso no podéis
tener hijos. Precisamente porque eso es lo que os falta para completar vuestra felicidad. Algo os tiene que faltar. De otro modo ¿cómo haríais para soportar la vida
199
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 200
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
tan estúpida que lleváis? ¿Cómo podríais identificarla con la felicidad? No,
Mónica, lo que para ti es causa, para mí es efecto. Si pudieras tener hijos, te buscarías otra carencia, porque estáis pervertidos por un sistema de consumo donde
hasta los hijos son bienes materiales que disfrutar.— Fui un poco dura, pero estaba mosqueada con ella, porque me sentía de nuevo de goma. Estaba segura de que
al final Mónica y Juan Antonio me ofrecerían un precio por el niño.
—No digas tonterías, no poder tener hijos es una desgracia real.
—No estoy de acuerdo, no tener hijos no es ninguna desgracia. Es precisamente el verbo poder lo que la convierte en una desgracia. En la elección de ese
verbo queda clara que para vosotros no tener hijos se ha convertido en un certificado de impotencia. Eso es lo que os jode. No poder aparentar ser como los
demás. No poder estar a su altura.
—Bueno, eso es una interpretación tuya.
—Si te conoceré yo, Mónica. La vida no es un derecho, ni un entretenimiento. La vida es una fatalidad o una suerte, según se mire. En cualquier caso no
depende de la voluntad de otros. En el momento en que la voluntad humana interviene en estos procesos, interfiere gravemente en su espontaneidad. Si estás todo
el día pensando en la respiración, que es un acto reflejo e involuntario, la respiración se afectará. Si estás todo el día probándote la fiebre, al final te alterarás la
temperatura. Si estás toda la vida pendiente de tus ovarios, de tus ovulaciones, de
tus reglas y de tus DIUS, ¿Cómo quieres que no se altere la función genésica? eso
es normal, al menos es lo que cabe esperar.
—Bueno, al parecer es Juan Antonio el que no puede dejarme embarazada.
—Eso son chorradas, Mónica, supersticiones. Juan Antonio no puede tener
hijos contigo. Es la pareja conjuntamente la que es infertil. Darle la culpa al otro
es una manera de sacudirse la propia culpa de encima.
—De eso ni hablar. Hay recuentos de espermatozoides que lo demuestran.
—¿Y qué demuestran Mónica? Para mí sólo indican que ese día Juan Antonio
no estaba lo suficientemente excitado. ¿Quién se excita cuando está siendo evaluado en una prueba de laboratorio? Además, no hay ninguna razón para creer que
los hombres no estén también afectados por las mismas razones que nosotras.
Hombres y mujeres somos víctimas de la misma desolación.
—¿A qué te refieres?
—Mira. Por una parte se nos educa en unos valores y por otra, el discurso
social nos lleva hacia otro lugar. Y ambos niveles se encuentran siempre en tensión, y casi siempre en contradicción. Ese sentimiento tuyo de desolación por no
tener hijos, es un sentimiento de síntesis. Alguien lo ha puesto ahí. No es genui200
namente tuyo. ¿Desde cuándo quieres tener hijos?
—Pues desde que me casé con Juan Antonio.
—No, tenemos que retroceder un poco más, hagamos un poco de historia.
Primero quisiste estudiar lo mismo que yo. Es más, quisiste ser igual que yo.
Cuando conociste al Juan Antonio, no paraste hasta que le pescaste, porque era
un buen partido. Luego quisiste venirte a vivir aquí, a esta casa. Más tarde, quisiste cambiarte el coche. Luego, los juegos sadomaso, y después os vino a la
cabeza el tener hijos. Has cambiado demasiadas veces el deseo. Porque siempre
hay un deseo u otro. ¿A quién se le ocurrió primero, a él o a ti?
—Juan Antonio fue el primero que lo nombró. ¿Pero eso que importa?
—¿Te das cuenta? Es un capricho más. Un capricho suyo. A ti ni se te había
ocurrido. Os pasa como al niño al que le prohiben una golosina y no hacen más
que hacerla — con la prohibición— más apetecible.
—Pero tener hijos no está prohibido, Vero.
—Al contrario, es una prescripción. Hay que tener hijos. Por eso no vienen,
porque existe una contradicción entre tener o no tener. Hay una tensión entre esos
deseos y al final el cuerpo se estropea. Porque lo que está prohibido Mónica, es
follar— me llené la boca de saliva, al pronunciar ese verbo—. Eso si que es peligroso, lo demás, es asumible.
—¿Peligroso, para quién Vero?
¿Cómo podía ser tan ignorante aquella chica que había sacado un 7,2 en la
selectividad, que despuntaba en matemáticas y lenguaje, en idiomas y en casi
todo? ¿Cómo era posible tal ignorancia de las leyes que gobiernan el intercambio
entre los humanos? Traté de encontrar una palabra que pudiera explicarle fácilmente a Mónica quién gobernaba el mundo, quién gobernaba las emociones individuales, quién distribuía en los individuos, las prebendas y las cargas. No encontré mejor razonamiento que decir:
—El inconsciente colectivo, el Superego o como quieras llamarle. Esa especie de centinela que gobierna nuestras vidas desde un concepto sesgado de lo que
es la moral. De lo que es el bien y el mal.
—¿Algo así como Dios?
—Sí, algo así. A Dios poco le importa que tengas o no tengas hijos. Porque a
Dios lo que le importa es la humanidad, no Mónica, ni Juan Antonio. Y la humanidad tiene asegurada la reproducción. De eso no me cabe ninguna duda. La especie humana no va a extinguirse porque resultéis estériles.
—Sí. Pero a nosotros lo que nos duele es nuestro problema, no los problemas
de la humanidad.
201
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 202
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
—Pues en correspondencia justa, a la humanidad le tienen sin cuidado los
problemas de Mónica.
—Pues que gracia.— concedió resuelta como quien no quiere saber más sobre
el asunto.
—Créeme Mónica, tu problema es un pseudoproblema. Una invención para
andar en la vida detrás de alguna ilusión.
Mónica estaba tocada, la había herido. Estaba a punto de llorar. A mí me
encantaba hacerla llorar. Lo confieso, me enternecía. Mónica convocaba en mí
dos clases de sensaciones, la una, — ya la he dicho— era de hambre, como esos
buenos maitres que en los restaurantes te cantan el menú y te movilizan los jugos
gástricos. La otra, es que conseguía sacar de mí lo peor. Disfrutaba haciéndola
sufrir, llevándola contra la pared. En ese momento me hubiera gustado azotarla
en toda la plenitud de sus nalgas.
Pero me desarmó inmediatamente con un nuevo razonamiento al borde del
colapso emocional:
—Eres tú la que me tienes envidia, siempre has intentado robarme las ideas.
Te has quedado embarazada sólo para joderme— Lo dijo de carrerilla, como
quien tiene pensado el discurso mucho tiempo ya.
—¿Yo? Anda Mónica, piensa, siempre has estado colgada de mí. Me has vampirizado intelectualmente toda la vida. ¿Ahora me sales con esto?
—Te has quedado embarazada como represalia. Para reafirmar tu autoridad
sobre mí— La conversación subía de tono, había adquirido ese tinte emocional
que tanto habíamos ensayado en nuestra adolescencia. Una tormenta que terminaba siempre en un buen cunnilungus. Su recuerdo me estimuló, tiró de mí,
haciéndome más osada. Mónica sólo respondía al palo, pues palo con ella.
—Me he quedado embarazada porque he encontrado a un hombre, ¿entiendes
Mónica? Un hombre, ¿tú sabes lo que es eso?— enfatizaba el tono y el timbre de
mi intervención— No, no son esas personas que llevan pantalones y se mean
fuera de la taza. No, no es eso. El tuyo es eso. Ni siquiera puede dejarte preñada
tu Juan Antonio— Coño, se la tenía bien guardada al mamón aquel. Me sorprendí a mi misma en semejante exceso verbal.
Mónica lloraba, pero yo sabía que esa era su manera de decirme que tenía
razón. Que ella sentía así. Claro que no tenía razón, pero no importaba. De lo que
se trataba era de reducir a Mónica a escombros, someterla desde el único lado que
entendía: la superioridad intelectual. Poco importaba que esa superioridad estuviera sostenida por argumentos tramposos o por falacias lingüisticas. Mónica no
sabía discriminar los sofismas de las realidades fácticas, sólo sabía obedecer a ese
202
ídolo de barro cuya adoración había suspendido por esa vocación de seguridad
que llaman matrimonio.
—Anda, deja de llorar y pon algo de música que no sea Julio Iglesias, por
favor. Si es que conservas algo audible aún— No me cansaba de humillarla.
Moqueando y casi sollozando, se dirigió hacia el mueble como una autómata
vencida. Puso un disco de Utte Lemper, que le regalé hace mucho tiempo. Un
disco de canciones de Kurt Weill, uno de mis discos preferidos, que hacía ya
mucho tiempo no escuchaba: canciones de cabaret, canciones que te transportaban al Berlín de entreguerras. Volvió a mí la sensación de ser una heroína del
blanco y negro, una mujer fatal.
—Vero, perdona por lo que te dije antes, lo hice sin pensar.— Como una mosquita muerta, se dirige hacia mí y me pide perdón también con la mirada. Encima
me pide perdón, la muy boba. No consigue sino encender aun más mi deseo.
—Ponte de rodillas—, le ordeno sin darle tiempo a pensar su reacción. Me
obedece automáticamente.
—Dime Mónica ¿te gustaría chupársela a una embarazada?— Se lo pregunto
de una forma brutal, de una forma que no admite trámites ni rodeos. Puede decirme sí o no. O una cosa o la otra.
—Sí— Concede casi a continuación.
—Hazlo— Lo digo en tono imperativo, firme, mientras me recuesto en el sofá
y dejo que me desnude en esa posición, manteniéndome sentada mientras ella se
ocupa de la ropa y de los accesorios, en una reedición de una escena que habíamos
ensayado ya demasiadas veces para sentirnos ahora confundidas o avergonzadas.
Oh moon of Alabama…
Qué voz la de la Lemper y qué lengua la de Mónica, sabe donde lamer, sabe
aplicar la intensidad necesaria, precisa. Una lengua dinámica y sutil. De la punta
de su lengua recorro el trayecto que va desde una excitación explícita a la cúspide del orgasmo. Allí se detiene un poco, aplico mi mano en su nuca para darle las
órdenes oportunas sin necesidad de hablar, ora la empujo sobre mi pubis, ora la
alejo de allí. Llego una vez, dos veces, no la hago esperar demasiado, yo soy una
chica muy fácil, un orgasmo muy agradecido tengo yo, luego simplemente esperar un poco, detenerse y volver a empezar: los orgasmos se suceden, porque la
excitación no cae por debajo de esa línea basal que separa el placer inevitable del
incierto. Una vez y otra, hasta que cualquier estimulación resulta dolorosa. Pero
para entonces ya he perdido la cuenta. La aparto tirándole del pelo hacia atrás y
Mónica me mira con ojos sumisos, dóciles, como suplicando una caricia gatuna.
—Magnifico, Mónica, no has perdido habilidades,— le concedo.
203
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 204
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
Ella sigue mirándome como diciendo “y ahora qué más me mandas”.
—A ti hoy no te toca. Has sido mala.
Se retira y yo me subo las bragas, me abrocho los pantalones. Ella ha desaparecido rumbo al baño y yo sigo escuchando a la Lemper:
Surevay Johnny…
Surevay
Ya de vuelta Mónica, me dice:
—Bueno, a ver si se me pega algo de tus hormonas y me quedo preñada yo
también.
La beso, agradecida, mientras me sonrío por su ocurrencia. De repente, me ha
venido una oleada de ternura hacia Mónica. Lo cierto es que hemos pasado muy
buenos ratos juntas ella y yo. Es verdad que ahora no se me ocurre ninguno más
allá de algunos orgasmos compartidos y algunas travesuras adolescentes, pero
debe de haber un fondo común entre ella y yo lo suficiente denso como para contener las tropelías que le digo y me hace. Y que nunca terminamos por ofendernos del todo.
—Siempre seremos amigas Mónica, tú seca y yo fértil, pero amigas, ¿no es
cierto?
—Vete a tomar por el culo.
—Aún no, me gustaría quedarme y ver una película.
—¿Cuál te apetece ver?
—“Portero de noche”, ¿la tienes?
—Sí. Juan Antonio y yo la vimos el otro día, mejor dicho, la volvimos a
visionar.
—Mira que eres retorcida, visionar. Mira que visionar. Anda ya, ponla antes
de que me de asco estar contigo.
La volvimos a visionar, sí. Era la tercera vez que la veía y supuse que si la
volvía a ver, sería la última vez. Me parece ahora una película vulgar, con un
mensaje bastante moralista y reaccionario. Esa autodestrucción que aparece con
el amor, como si el amor fuera la pócima que rescata las culpas de ambos, me
parece convencional, y una solución para diluir el discurso de dominación de la
propia película. Un final aceptable y descafeinado para el público en general. Una
película con concesiones, demasiadas. En la vida no sucede así. Unos dominan,
otros se someten y nadie se rescata a sí mismo por el amor. Nadie tiene salvación,
más allá de seguir haciendo lo que ya hace. No existe redención para el Mal, porque el Mal solo puede combatirse con el mal.
204
Papá
Era difícil encontrarse con papá, o quizá era él quien retrasaba nuestro encuentro
adrede. De modo que decidí irme pronto a casa y esperarle para cenar. Suele acudir tarde, cuando ya se ha cansado de alardear en El Caminito. Hoy me encuentro con la sorpresa de que está en casa cuando llego. Se ha sentado en el sofá en
espera del telediario. Está bebiéndose una cerveza.
No sé si esto le pasará a todo el mundo, pero cuando se pierde a una madre,
lo usual es que nuestras preocupaciones giren en torno a nuestro padre, como si
temiéramos que el superviviente fuera a morirse detrás del difunto por solidaridad con él. Es una solemne tontería que sólo pasa en la mitología y en algunas
exageraciones del amor terrenal que sirven de base a la tragedia. Pero ya se sabe
que la tragedia se escribe precisamente para exorcizar la realidad. Para que no
pase en la vida de los espectadores lo que sucede en escena. Y desde luego, a mi
padre no parece sucederle nada. Su vida no ha cambiado en lo más mínimo. Llega
a casa a la misma hora y sale al trabajo con una diligencia alemana, lo que me
confirma en la idea de que la relación con mamá estaba muerta desde mucho
tiempo antes de que ella muriera fácticamente. Esa especie de divorcio emocional que había presentido, se me confirmaba ahora al verle tan fresco, rompiendo
las normas establecidas con mamá respecto al museo. Ponía los pies encima de la
mesa, dejaba cercos en las mesillas y amontonaba basura, dejando rastros de su
paso. Meaba fuera de la taza como un perro que marca así su territorio, inutilizando mis esfuerzos por hacerle saber que la taza del retrete era compartida, que
yo me sentaba a veces allí y que las chicas mean sentadas. Papá había profundizado en su desconsideración hacia mí y me ignoraba de forma abierta, pero esta
vez sin ningún tipo de rodeo o de circunloquio. Era evidente que quería hacerme
saber que no estaba dispuesto a vivir conmigo. Que era una molestia para él, que
tenía planes en los que no había sido invitada.
De modo que intenté sacarle conversación. Papá era capaz de pasarse así días
y días, sin hablarme. Decidí entrar por el estómago.
—¿Qué quieres cenar, papá?
—Lo de siempre, Vero, cualquier cosa— Para papá cualquier cosa, representaba un primer plato de caliente y un segundo plato sólido. También incluía los
postres. Nada de rutinas o improvisaciones, nada de pizzas o bocadillos. De modo
que “cualquier cosa” no era más que un subterfugio pactado para no sentirse
demasiado exigente en materia gastronómica, aunque realmente lo era y mucho.
205
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 206
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
—¿Quieres un plato de verdura hervida, de primero?
—Sí, Vero, cualquier cosa.
—Me dirigí a la cocina a poner una buena olla a hervir, yo también cenaría
verdura esa noche, mientras se hacía el hervido, podría charlar con él.
—¿Cómo va todo?— Hubiera querido preguntarle directamente si se sentía
solo, si echaba de menos a mamá, pero me pareció más genérico y menos comprometido preguntarle sobre su estado de ánimo.
—Bien, aunque me siento muy solo. A veces me voy a cenar a casa de un
amigo que también es viudo. Nos hemos hecho muy amigos, nos hacemos compañía y charlamos.
—Si, ya me he dado cuenta de que has acampado poco por aquí, este verano.
—Muy poco, la casa se me caía encima. Ahora ya voy acostumbrándome a la
soledad y también a esa cama enorme, que los primeros días me daba algo de
repelús.
Ahora es él quien pregunta:
—¿Y tú como estás?— Mi padre no solía interesarse por mis estados emocionales, pero era cortesía obligada.
—Pues ya sabes, los últimos días en el pueblo fueron infernales, pero ahora
parece que ya voy saliendo de ese pozo.
—¿Tienes alguna idea de lo que vas a hacer ahora, quiero decir, vas a volver
con Andrés?
—No, no voy a volver con Andrés.
—¿Y que planes tienes?
—He dejado la tesis.
Me mira con cara de asombro, de estupefacción, de irritación.
—Vaya— exclama con ironía— eso sí que es constancia. ¿Ahora, después de
seis años, vas a dejar tu tesis, vas a tirar seis años de tu vida de esa manera?
—Según se vea papá. Pueden ser años perdidos o años ganados. No quiero
trabajar en la universidad. De allí he salido a gorrazos, no he tenido más que zancadillas, disgustos y obstáculos. En la universidad hay que seguir al abanderado,
si no lo haces, corres el riesgo de ser excluida, y yo soy una excluida académica,
de modo que voy a rendirme ante esa evidencia. No quiero seguir tropezando toda
mi vida en esa piedra.
—Eso te pasará en cualquier lado, en cualquier ámbito. ¿O es que crees que
en el trabajo te van a adorar incondicionalmente? La vida es lucha, dedicación,
trabajo— Papá aprovecha para largarme el discurso calvinista de la supremacía
del trabajo sobre cualquier otra consideración moral o ética. Un discurso que
206
conozco bien, de hecho, hubo un tiempo en que creí en él mientras sacaba matrículas de honor y sobresalientes en casi todo.
—Algún sitio habrá donde pueda cobijarse una pobre mujer— bromeé.
—Como no te cases con un tío rico lo tienes crudo Vero, ¿qué voy a hacer
contigo?— Pronunció esta última pregunta en un tono como de incapacidad aceptada, en un tono de derrota.
—No te preocupes, yo no quiero ser una carga para ti, ya me buscaré la vida.
Haré oposiciones en la administración o algo así. Aún no lo he pensado. En cuanto tome una decisión te lo comunicaré, ¿vale?
Papa gruñó algo ininteligible, que no llego a escuchar porque me he dirigido
rauda hacia la cocina a vigilar el fuego y a coger una coca-cola light.
Pero no hay coca-colas. Por no haber, no hay ni leche. La nevera de casa
comienza a parecer la nevera de un soltero, despoblada y vacía. Es lógico, nadie
repone las faltas. Nadie se ocupa de ir al supermercado y vigilar lo que necesitamos. De pronto, me doy cuenta de que estoy viviendo de prestado, de que allí
no hay nadie vigilando las carencias más obvias, de que aquello ya no es un
hogar, sino un lugar de paso, un campamento provisional. Llegará un día en que
se terminará el jabón y nadie se habrá preocupado de reponerlo. Pero eso no es
lo peor. Nadie pone tampoco la lavadora, ni se ocupa de bajar la basura, que
sigue acumulándose en la puerta de la cocina, amenazando miseria. La casa
parece no haberse movido, ningún mueble ha sido permutado de puesto, todo
parece haberse detenido y sólo los signos de decadencia que van acumulándose
indican los estertores de una vida, que nadie tiene la intención de redimir. De
pronto, me asalta una duda.
—No hay coca-cola papá. Y la verdad, no hay de nada, ni comida, ni bebida,
ni detergente. Habrá que ir al supermercado a comprar.
—Por mí no lo hagas Vero.— Lo dijo en un tono lastimero, como de víctima
propiciatoria.
—¿Qué quieres decir, es que no piensas comer, cenar, beber o lavarte?
—Ya sabes que desayuno y como en El caminito. Casi todas las noches ceno en
casa de ese amigo del que te hablé. De manera que no tengo apenas necesidades.
—Bueno papá, pero habrá que comprar lo necesario, ¿no?
—Sí, compra lo que necesites para ti, pero por mí no te preocupes.
—Papá— le increpo y le obligo a confrontarse directamente conmigo.—
¿Puedes explicarme qué quieres decir, a dónde quieres llegar? Dímelo por favor.
—Sencillamente que no como en casa. No quiero que estés pendiente de mí.
Hoy he hecho una excepción.
207
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 208
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
Era obvio que papá quería decirme algo pero estaba utilizando un discurso
tangencial. ¿Estaba tratando de decirme que no iba a vivir allí? Se lo pregunté
directamente:
—¿Ese amigo con el que cenas por la noche, es un amigo o una amiga?
Se queda mirándome de hito en hito y me lanza una ojeada que pretende ser
de complicidad, con una sonrisa adherida de lo más falsa.
—Me has pillado, sí. Es una amiga. Bueno, es un arreglo.
—¿Un arreglo?— Confieso que me ha sorprendido la definición.
—Sí, es una chica que está separada, y me ha ofrecido vivir con ella. De
momento estoy viviendo en su casa, como un rey. No te preocupes, estoy muy
bien atendido. Es un cielo.
¿Me alegro, me deprimo, rompo a llorar? Nada de eso. Primero los datos.
—¿Cuantos años tiene ese cielo, Papá?
—Treinta y pico o por ahí, no sé.
—¿Cómo se llama? Dime ¿cómo es? Me gustaría conocerla.
—Se llama Paloma, es una mujer muy hecha a pesar de la edad. Pero no es el
momento de conoceros, el tema aún no está maduro. De momento tenemos un
arreglo, interesante para ambos, pero no está maduro, no.— Titubea y se siente
incómodo. Es evidente que no quiere hablar del asunto y es también evidente que
hace mucho tiempo que tiene “el arreglo” en marcha. Claro que no se lo reprocho. La castidad que mi madre le impuso le llevó en brazos de otra mujer, hasta
ahí todo comprensible, diáfano.
—Con tu madre, bueno— tosió— hacía mucho tiempo que no hacíamos vida
matrimonial, ¿entiendes?
Cómo no iba a entender eso.
—Siempre lo sospeché papá. ¿Tiene hijos Paloma?
—Si, dos. De 4 y 5 años. Dos niñas muy majas, por cierto.
—¿De modo que voy a tener dos hermanitas?— Siempre deseé tener hermanos, de modo que por un instante la cara se me debió de iluminar.
—No vayas tan aprisa, Vero. Las mujeres sois todas iguales — simplifica
papá—. Yo no quiero adquirir compromisos aún. Como comprenderás, en estos
momentos lo que menos me interesa es meterme en lios de criar hijos de otro. Ya
te he dicho que se trata de un arreglo provisional. Ceno y duermo allí y paso los
fines de semana con ellas, pero no tengo planes de instalarme definitivamente en
su casa.
—¿Y entonces a qué viene esa manía de no querer arreglar la casa, comprar
víveres o simplemente reponer las existencias?
208
—Bueno, lo que quise decir es que no cuentes conmigo. Ya sabes que yo no
puedo mantener dos casas. De modo que he pensado en vender este piso. ¿Qué
te parece?
—Pues me parece simplemente contradictorio. Dices que aún no has tomado
una decisión con Paloma y por otra parte quieres vender el piso. ¿Dónde quieres
ir a parar?
Mi padre era un hombre hermético, que nunca decía lo que pensaba cuando esa
declaración podía comprometerle. A sus sentimientos, proyectos o planes. Era tozudo y moralista, de modo que intuía que poco o nada iba a sacar en limpio de aquella conversación, que no había hecho sino añadir nuevas dudas e incertidumbres
sobre sus propósitos. No sabía a que atenerme. No sabía si papá había decidido irse
a vivir con “el cielo”, y si era así, no entendía porque no lo decía francamente.
—Simplemenete eso, Vero, que yo no puedo mantener esta casa y aquella
otra. No me da el sueldo para las dos.
—Hombre, esta casa poco gasto te representa. Es tuya, y no tiene ninguna
carga. Y además, en el caso de que te vayan mal las cosas, siempre puedes volver aquí.
—Ah no, en el caso de que tenga que volver a algún lado, no será aquí
donde vuelva. Esta casa está llena de recuerdos dolorosos para mí. Antes me
volvia al pueblo.
Más sopresa, confusión, aturdimiento incluso.
—Sabes papá, por eso murió mamá.— Eso era lo último que hubiera supuesto que iba a oír.
—¿Qué quieres decir?
—Si estabas de acuerdo en volver al pueblo, ¿por qué le decías a mamá que
no querías hacerlo?
—Tu madre nunca se adaptó a vivir aquí en la ciudad. Hace más de veinte
años que llevábamos con esa discusión. Pero yo aún no me he jubilado y la verdad, no me apetecía convencerla. Tu madre era bastante difícil de contentar y de
convencer. Por cierto, tu madre te dejó una cierta cantidad de dinero, está a tu
nombre en el BBV, aquí tienes la cartilla.
Me alarga una cartilla del BBV antes de la fusión con Argentaria, de modo
que la fecho en varios años ya. La abro, y confirmo que mamá nunca las tuvo
todas consigo con respecto a mí. La cuenta tiene siete millones de pesetas, pico
arriba o abajo.
De pronto me vienen dos clases de sentimientos a los ojos, que pugnan entre
sí por la hegemonía de mis lágrimas: uno es la gratitud hacia mi madre; otro, la
209
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 210
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
verificación de que mi padre me está largando, con siete millones, pero largando
al fin y al cabo. La nostalgia y la rabia parece que se han neutralizado entre sí,
porque ninguna lágrima asoma a mis ojos a pesar de la turbulencia con que mi
corazón y mi estómago se agitan mientras miro la cartilla como hipnotizada.
—Dime la verdad, papá, ¿piensas venirte a vivir con Paloma aquí, es eso lo
que no te atreves a decirme?
—Ya te digo, hija. Aún no lo tenemos decidido. Lo que es seguro es que tendremos que tomar una determinación. Dos casas son demasiados gastos.
—¿Es que Paloma no trabaja, papá?
—No. Ahora está en el paro.
Es eso, sin duda. Papá tiene una querida, una amante, una mantenida. La historia de siempre. Ella debe estar convenciéndole para que venda esta casa, ingresar un dinero y llevarselo a su territorio. ¡Pero qué putas somos las mujeres, Dios
mío! De modo que ojo por ojo.
—Este dinerillo me vendrá muy bien, papá. Con él comenzaremos una nueva
vida, mi hijo y yo.
Eso sí que le ha tocado al muy cabrón, a juzgar por la cara de asombro y de
cólera que poco a poco irá desplazando y tiñendo sus pupilas de sangre. Papá
es un tipo con unos raptos coléricos muy señalados. Estoy preparada, pues, para
lo peor.
—¿Tu hijo y tú? ¿Qué hijo, es que estás embarazada?
—Sí papá, queria decírtelo personalmente, por eso hoy vine tan pronto.—
Recuerdo ahora que el hervido está cociéndose a fuego lento.— Estoy de cuatro
meses. Sí, me quedé embarazada antés de irnos al pueblo.
No, no es de Andrés. Claro que sé quien es el padre. Será un señor de tu edad
más o menos. Claro que no te voy a decir quién es. Es un buen amigo. No, no, él
aun no lo sabe y no sé si voy a decírselo. Es mío este hijo, y de nadie más. Fue un
acto de voluntad más que nada. Y de amor, claro. No voy a desembarazarme de él.
Sí, sí quiero tenerlo. Ya he pensado en todas esas dificultades de las que me hablas.
Papá va enfureciéndose cada vez más a medida que voy neutralizando sus
reproches. Presiento que de un momento a otro va a estallar, lo siento ya muy cercano, muy explícito en su orgullo herido. Se levanta y bracea en una desesperación a medio camino entre el sainete y la tragedia griega. Se siente herido en una
especie de lealtad sentida y expresada de una manera torpe y machista, como si
yo le perteneciera, como si fuera de su propiedad. Como si no fuera más que un
mueble, un objeto, uno más, que colgaba de aquella casa deshabitada desde que
mamá desapareció de este mundo.
210
—Vero, eres una puta— lo dice de una forma solemne, apoyándose en cada
sílaba, en la pu y en la ta. Un poco teatral, pero verosímil. Es sincero en ese juicio, es así como me considera, como siempre me ha considerado, de modo que le
sitúo en la realidad.
—Puta para todos, excepto para ti, papá. ¿Eso es lo que jode, verdad?
El bofetón en la cara no se hace esperar. Estalla como un obús en mi mejilla derecha, dejando tras sí una oleada de calor y de enrojecimiento que
enciende las dos mejillas, la golpeada y su opuesta, indiferenciando así la vergüenza ajena del dolor. Sólo una bofetada, pues tal ha sido su intensidad, que
papá es el primer sorprendido por haber perdido el control de ese golpe, excesivo, pasional; de modo que reprime una segunda, queda con la mano en alto,
reteniendo el golpe en un alarde de control muscular. No, no se trataba de una
bofetada cualquiera, no se trataba de un cachete banal, de un coscorrón parental, fue más allá de eso, reflejando un odio que trasciende el mito de que los
hijos deben y pueden ser abofeteados cuando ofenden la virtud de sus padres
o simplemente desobedecen. Era algo mucho más visceral, una bofetada de
macho como la de Glenn Ford a Gilda, se trataba de una ofensa que iba más
allá de la clase de ofensas que hace una hija quedándose embarazada de otro
hombre distinto a su padre. Era una bofetada de celos, de amargura, una bofetada de hombre.
Inmediatamente me puse de rodillas y comencé a recitar el poema de
Garcia-Lorca, mientras mi padre, confundido por su propio estallido de rabia,
salía de la habitación y se introducía en el cuarto de baño, ¿para llorar? ¿lloraba mi padre? Y en caso de llorar ¿de qué lloraba, por qué? Quedé inmóvil
tratando de recordar el texto del poema, mientras daba sentido a la escena en
el contexto de mi sueño, recreandólo, evocando la escena temida de mi pesadilla. Ya conocía el resto de la historia. Condomina y papá eran las dos personas del verbo, una condensación que aparecía en aquel individuo de mi sueño
y cuya cara no alcancé nunca a vislumbrar. Ahora ya tiene cara y manos y yo
soy su esclava.
—Ecce ancillam tuam— murmuré para mi misma. Mi padre no sabía latin.
Pero el verbo se hará carne y habitará entre nosotros.
Más tarde, derramé toda la verdura en la bolsa de la basura y la arrinconé en
una esquina cualquiera de la cocina.
211
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 212
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
Lou
Pensar qué hacer sin saber dónde dirigirse, dónde detenerse, dónde refugiarse.
Dudar entre una cosa y su contraria. Saber que el verdadero camino no es este ni
es el otro. Intuirse medio viva y medio muerta y a pesar de eso, seguir respirando. Estallar en cavilaciones y rastrear —insomne— las autovias de las posibilidades prácticas. Desecharlas todas, que aparecen en tropel en la mente: disecarlas e intentar reconocerlas una a una, etiquetarlas, ponerles nombre. Desear matar
y morir, desaparecer, licuarse en un charco de amargura líquida. Disolverse en
ácido, diluirse en gas mostaza. Perecer, renacer, despertar, y comenzar un nuevo
día sin planes, aniquilada por un deseo corrosivo de venganza. Planear una maldad tras otra sin posibilidad de llevar a cabo ningún propósito, más allá de una
elucubración dramática. Saber que nunca se volverá atrás, que nadie saldrá al rescate, que nadie espera a Vero por Vero. Que ya no hay amor incondicional, que el
Edén quedó atrás, que sólo queda un ligero recuerdo agazapado detrás de la confianza. Una confianza malherida de la que nunca brotará nada sólido. Sentir que
el cuerpo se ensancha y que una vida discurre ajena a todas estas circunstancias.
Y saber que esa vida representaría un sentido para otras vidas que no son la mía.
Agrupar razones para levantarse de la cama, reunir fuerzas, vestirse, lavarse,
salir a la calle. Llamar por teléfono, hablar con alguien, musitar una oración a
algún Dios del que nada se sabe excepto su desinterés. Provocarse lástima delante del espejo, disimular una mueca de hastío, coleccionar pastillas para dormir.
Hacer un plan suicida que nunca se llevará a cabo, un homicidio que nada arreglaría. ¿A quién asesinar?
Dirigirse al ambulatorio y pedir hora para el Dr. Condomina, hacer cola.
Esperar a que la enfermera te llame, entrar y llorar. Comprobar que Condomina
no está y no obstante, provocarse un diluvio de lágrimas, un torrente de redención
donde el débil se postra esperando una absolución que nunca llegará, porque el
sustituto no está legitimado para la absolución. Salir de allí moqueando, con unos
consejos convencionales y un volante para hacerse una ecografia.
Pedir una receta para los vómitos y contener el vómito que trasciende al propio espanto fisico de ser dos. De estar habitada por los tentáculos de un nuevo ser,
que no reparará ninguna carencia. Un ser que aportará su propia incertidumbre,
su propia lógica de fracasos.
Ir al ginecólogo y comprobar que el sexo del feto aún es incierto. Y no saber
si rosa o azul. Que todo va bien y las vitaminas. Y caminar, caminar como un
212
transeúnte que desconociera la ciudad que fue suya, pero que ahora se muestra en
toda su desconocida iniquidad. Volver a los lugares que fueron nuestros y no
reconocer en ellos ningún rastro de nuestro paso.
Callejear sin rumbo fijo en una mañana soleada y adherirse al suelo como un
lagarto, sentir los pies en el asfalto y la cabeza en las nubes. Fumar un cigarrillo
tosco a bocanadas ávidas y nauseosas, mientras se espera el turno en cualquier cola.
Multiplicar las visitas administrativas y poner en orden las cuentas, los saldos,
sumar y restar números, identificarse en los edificios oficiales. Abrir una nueva cartilla a nombre de Verónica Fortuño y no reconocerse en ese nombre. No saber cómo
se llama esa —que en la ventanilla— saca su carné y se lo muestra al cajero. No
encontrar las gafas de sol y perderse en su propio barrio. Volver al Caminito a espiar
a papá. Comprobar que Paloma se parece a Vero de forma siniestra, visitar al Drome
y pillar mierda de fiado. Salir de Ámbar con el rabo entrepiernas. Pensar en hacerse puta y visitar el barrio chino para tomar nota de las esquinas vacías. Escribir cartas sin destino, dirigidas a la catarsis o al desengaño. Volar a Katmandú, abrir un
burdel en Damasco, entrar en un grupo terrorista. Morirse de asco, estamparse en
la pared de un puente colgante diseñado por Calatrava, salpicando las barandillas
de un río que ya ni siquiera es río, con una sangre que ya no es más sangre.
Olvidarse de Vero y romper el carnet de identidad, borrar todos los rastros y
comenzar una nueva vida, diseñar nuevos propósitos, tantear una nueva identidad, aniquilarse en ella. Recurrir a Condomina y marcar su número de teléfono.
Saber que es necesario romper la promesa dada de no utilizarlo salvo en caso de
extrema necesidad. Tener la certeza de que es una situación límite. Saber que se
ha fallado por desparecer sin dejar rastro. Desaparecer durante meses y no dar
señales de vida y aun así arriesgarse al desengaño. Y no ser rechazada a pesar de
eso. Y amar, amar, de nuevo.
Comprobar que Condomina me habla y no censura. Que no hay reproches ni
preguntas. Y aun así explicar, explicar el infierno que Vero trazó en su destino con
un firme propósito de no pedir, de no suplicar. Ocultar el embarazo y notificar la
muerte de mamá, los últimos días, las últimas rupturas, los reventones. Y darse
por enterado de todo, entender lo que ha sucedido y pedir una nueva cita con mi
señor. Y ser atendida en mi petición.
Suplicar su perdón por la ausencia de Vero en tránsito hacia su disolución.
Pedir ayuda. Brindar ayuda. Pedir consuelo y obtenerlo a través del auricular, llorar, moquear, hiperventilar. Y hablar, hablar de lo vivido y lo soñado, reconfortarse y oír su voz y dejarse penetrar y ser habitada por ella.
Y hallar en mí su guarida y ser otra vez tres.
213
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 214
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
Condomina
Hay al menos dos maneras de conversar. La primera forma es la habitual, la que
todo el mundo utiliza: la narrativa. De esa guisa designamos, contamos, afirmamos, negamos o preguntamos. Se trata de una forma de hablar convencional,
lineal, donde existe un hilo del que tirar y un ovillo que mantiene infinitas posibilidades de desenredarse. Los que así hablan se asemejan a los jugadores de ajedrez. Toman la palabra por turnos y van construyendo lo que entendemos por
conversación. Casi nunca nos damos cuenta de que en este tipo de charlas, nuestro adversario —pues esa condición ostenta quien habla con nosotros— apenas
nos escucha, sino para tomar su turno y a veces ni siquiera eso: nos avasalla con
su rollo sin pretender dar la impresión de que nos entiende. Ambos parlantes se
conforman con darse mutuamente la impresión de que están comunicándose algo,
cuando lo único que hacen es narrativa, una literatura hueca que improvisan a
empujones, como si tuvieran prisa, como si se dirigieran a algun sitio.
Así se pasan la vida la mayor parte de las personas: tomándose el relevo en
conversaciones vacuas, donde no existe ningun propósito común de llegar a parte
alguna, de consensuar nada, de ponerse de acuerdo en cualquier cosa. Se trata de
un trámite social, de un discurso que nada aporta a la verdadera comunicación
entre humanos. Porque cualquier cosa que se diga pertenece al guión del lenguaje, a los mercaderes de los significados. Un guión que sólo espera de loros parlantes que le sirvan de voluntarios para continuar la farsa, que le sirvan de apoyatura para su vocalización. De estúpidas laringes que se presten al juego, de que
son sus propietarios los responsables de ideas preformadas en el propio flujo de
las palabras. Que emitan fonemas y que se encadenen en una secuencia aleatoria
que dé la impresión de que las personas que los emiten tienen un criterio propio,
una identidad, sólidas convicciones, creencias irrenunciables.
Y oponer argumentos a nuestros adversarios sabiendo que nada de lo que
digamos les hará cambiar de opinión, excepto cuando estamos dispuestos a dejarnos convencer. Es entonces cuando el lenguaje se convierte en un instrumento de
seducción y se convierte en retórica, en algo fraudulento y ocasional, leve y pasajero que a veces nos posee y nos convoca a la fraternidad. El resto del tiempo lo
pasamos intentando construir un discurso propio que nadie sigue, porque a veces
el destino del héroe es divergente con el destino que el resto de los humanos han
tomado como deseable. Es entonces cuando nos convertimos a la poesía y abandonamos la narrativa.
214
Hay otro tipo de conversación cuyo paradigma es el lenguaje poético. Aquí lo
que cuenta no son tanto las palabras y los hilos temporales, que pretenden llevar
el discurso hacia delante, sino más bien sus contrarios: los gestos, los silencios y
la convicción de que se puede construir un diálogo coherente sin necesidad de
hacer progresar la conversación hacia parte alguna. Saltar por encima del tiempo
y ponerlo del revés, acuñar neologismos, encontrar dobles sentidos, hacer hablar
a las plantas, cantar a la materia inerte, utilizar las interjecciones, adjetivar los
sustantivos. Musitar al oído cosas irrepetibles y tararear discursos, que nunca se
convertirán en oratoria, por falta de público. Hablar por hablar, como decía
Seferis, es equivalente a callar por callar. Cuando se ha alcanzado la suficiente
sabiduría para saber que nadie va a mudar de opinión, porque las propias convicciones están formadas —precisamente— para defender un territorio inhóspito
que se identifica con la propia valía, uno deja de hablar con los demás. Ya no pretende cambiarles, ni ayudarles. Tampoco nos oponemos más. Una como que se
borra de todas las oenegés a las que alguna vez perteneció y se desapunta de las
utopías. Una se conforma con que no le llegue la maldad ajena. Se conforma con
resguardarse de los embates de las conversaciones que precisan de actores y de
hilos. Una se queda por fuera del tiempo.
Este hallazgo suele coincidir con un cambio desde la ontología a la epistemología. Quiero decir, que es entonces cuando una ya no se ocupa de los porqués,
sino de los cómos. Cuando se dejan los porqués a un lado suceden prodigios en
el cerebro: el primero de ellos es que se deja de sufrir, porque la mayor parte de
los sufrimientos se deben precisamente a no haber entendido que la mayor parte
de las desgracias se deben al sinsentido de la vida. La manía finalista del hombre
y su tendencia a buscar explicaciones, incluso a aquello de lo que carece de explicación, nos lleva de bruces al agotamiento ontológico. El segundo prodigio, es
que entonces, de repente, aquellas preguntas que siempre nos hicimos y que
nunca encontraron respuesta, se adivinan entre una penumbra de certidumbres, en
una malla de certezas que dan sentido al sinsentido. No es que tengamos resueltas las preguntas con respuestas adecuadas, no. Es que las preguntas que nos torturaron se transforman, se convierten en otra cosa que deja de lado el sufrimiento adherido al no encontrar, en su momento, respuestas verosímiles. La pregunta
adquiere entonces un valor de afirmación y se contesta por sí sola.
Es entonces cuando se alcanza la paz.
Yo estoy muy poco preparada y nada interesada en las conversaciones convencionales, y por eso suelo eludirlas. En ese campo, no puedo ser sino víctima
de los depredadores que dominan ese sistema de subterfugios que llamamos len215
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 216
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
guaje. Me refiero al uso común que hace la gente de ese poderoso instrumento
que nos legó la evolución. De ese instrumento que nos separó definitivamente del
determinismo puro y nos hizo más poderosos, evitando el miedo, la zozobra y la
tristeza de sabernos tan vulnerables. Renunciar a él me ha hecho más fuerte, más
autónoma, y me ha dejado la sensación de que estoy protegida del hombre: la
amenaza más importante de todas las que me rodean, mis semejantes.
Haber conseguido eludir la alteridad me ha convertido de repente en el Otro.
Otro, donde sólo caben pláticas puntuales con mi señor: aquel que me alimenta y
de cuyo ser obtengo todos los beneficios. Él es un dador de bienes, de vida y de
conversación, solo con él puedo hablar, porque sé que sólo él no pretenderá
hacerme daño.
Y ahí estoy, otra vez, en el jardin de las buganvillas desenredando de nuevo
la madeja de las palabras. Y ahí está Condomina con un whisky con hielo en la
mano, dando buena cuenta del costo que pillé en Ámbar, un buen costo, como
todo lo que vende el Drome.
—Esta es la última vez que nos vemos, Lou— me anuncia el señor de forma
abrupta.
—¿Por qué señor? ¿Está usted enfadado conmigo?
—Nada de eso. Es la última vez que nos vemos porque ya has cumplido tu
instrucción. Ya has comprendido.
Quise decirle que no había entendido nada, que el único vínculo que me mantenía atada a la vida era él. Que ni siquiera el niño me importaba demasiado. Que
lo anteponía todo a él. Pero callé y escuché.
—Has llegado ya al último centro, a ese nivel de entendimiento que hace que
reconozcamos nuestro verdadero destino. Ahora sólo te toca aceptarlo y tomar el
camino de regreso.
—Regresar, ¿dónde, señor?
—Hay un camino de ascenso y un camino de descenso. Has alcanzado ya la
cúspide, sólo tienes que regresar, volver atrás siguiendo el rastro de tus huellas.
No tiene pérdida. Tu sabrás recorrerlo incluso con los ojos cerrados.
Quise protestar, recurrir su decisión, pero Condomina no se inmutaba fácilmente con los lamentos o con las súplicas. Era demasiado sabio para dejarse manejar por esos sentimientos toscos y burdos que las personas emplean para aparecer
como débiles y encontrar apoyos permanentes con tal de no seguir su trayectoria.
Condomina creía en la libertad, y por tanto no se molestaba en rescatar a nadie de
su sufrimiento. Habia declarado la guerra a la subjetividad y en ese sentido, sabía
que sufrimiento y goce estaban urdidos con los mismos materiales. Se limitaba a
216
fumar su canuto, saborear su jotabé y hablar, utilizando ese lenguaje poético donde
cabía cualquier interpretación. Un lenguaje que me recordaba a Joyce, un lenguaje que se constituía en una matriz de significados múltiples cuya interpretación
dejaba en manos del oyente, que pasaba así de ser un adversario a un cómplice.
Me pregunté en ese momento qué hacer con su hijo. Decírselo, no decírselo,
callar para siempre. Pero este pensamiento utilitario que durante toda nuestra
conversación flotó en mi conciencia, no era sino una coartada para retenerlo junto
a mí. ¿Tenía yo derecho a utilizar ese argumento como un medio para evitar la
pérdida de mi señor?
Decidí callar y escuchar, aprovechar nuestro último encuentro. No pude evitar —no obstante— que un nudo en la garganta ya familiar en mí y un fluir sin
fin de lágrimas, permanecieran constantemente descarrilando por mis mofletes
durante todo el tiempo. Pero aun asi escuché.
—Tus problemas han terminado ya. ¿Te das cuenta de que ni siquiera tienes
ya jaquecas?
Era verdad. Desde que murió mamá no había vuelto a tener dolor de cabeza y
si me apuro en pensarlo bien, ninguna otra molestia fisica. Sólo ese sentimiento
constante de naufragio, de haberme perdido. De no saber donde ir, de errar por el
mundo sin encontrar ningún referente, ningún Norte. Una sensación de zozobra que
era esencialmente psicológica. Mis males fisicos habian desaparecido, era verdad.
—Sí, pero he dejado la tesis— alcancé a decir para explorar mi capacidad de
persuasión. No quería dejarle y debía intentar cualquier truco.
—No te preocupes por la tesis. No tiene tanta importancia legarle a la humanidad ese conocimiento. ¿Sabes Lou? Yo soy de los que cree que el ser humano,
individualmente considerado, tiene muy poca importancia. Lo que importa es la
humanidad. Otro vendrá que retome tu tesis y la termine. Seguramente ya hay en
el mundo otro individuo ocupándose de ello, con tus mismos puntos de vista. En
ese sentido somos inmortales, aunque contingentes. No somos tan importantes
como para creer que sin nosotros, el mundo vaya a venirse abajo. Otros tomarán
nuestro relevo.
El panteísmo de Condomina ya me era conocido. Sostenía que Dios no habitaba en el cielo, sino dentro de cada uno de nosotros. Que en cada ser humano
existía una versión de Dios, que en su multiplicidad aceptaba cualquier mascarada, hasta la maldad. La misión del ser humano individual era encontrarle, reconocerle y seguirle. Consideraba una traición imperdonable no asumir esa tarea
con entusiasmo y sin descanso. Según él, yo ya lo había alcanzado, pero en ese
momento no entendía de dónde procedía esa seguridad para que Condomina
217
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 218
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
hubiera decidido licenciarme en la Ley de ese Dios cuya intuición compartía con
él, pero cuya Presencia aún no me había sido desvelada.
Condomina seguía dando largos tragos a su vaso cilíndrico mientras agitaba
los cubitos que poco a poco se disolvían en su alcohol preferido. Yo nunca toleré el whisky, me daba dolor de cabeza. Creo que fue el propio Condomina quien
hace años me prohibió las bebidas alcohólicas, por eso casi me sorprendí cuando
me propuso llenar de nuevo su vaso y ponerme un trago para mí.
—¿Pero no fue usted quien me lo prohibió hace años?
—Si, pero ahora puedes beber, porque ya estás curada.
La seguridad de mi señor me dio ánimos. Le acompañé en la siguiente ronda.
Quise saber detalles sobre mi descenso, como él llamaba al camino de regreso.
—¿Quién me acompañará en ese tránsito, señor?
—Nadie. Deberás hacerlo tu sola. Pero ya te dije que el descenso es menos
duro que el ascenso, porque en el camino están tus huellas, hallarás rastros, escenarios conocidos, señales que delatarán por allí tu paso. Las etiquetas que colgaste en la vida, alli siguen.
—¿Pero habrá gente conocida que compartirá en algún tramo el camino conmigo?— Pensé en el Camino de Santiago que recorrí hace años sola y acompañada a fragmentos por unos y otros caminantes, que parecían turnarse y aparecer
de improviso cuando ya los habías dado por perdidos, como ángeles de la guarda dispuestos por la Providencia para seguirme.
— Es posible, pero no te preocupes demasiado por eso. Ya verás cuando
comiences tu descenso como cambias de opinión. Lo que ahora te parece una gesta
entonces te parecerá coser y cantar. Ya te he dicho que lo peor ya ha pasado.
— ¿Estará Yuki enseñándome a bajar del mismo modo que me ayudó a subir?
— Oh, no. Yuki no pertenece a la serie mas que de una manera periférica.
Ya te dije. Podríamos decir que sólo pertenece a la organización a media jornada, por así decir.— Entonces rió, guiñándome un ojo y dando por entendido que
ya sabía el resto de su dedicación. Pero me fue imposible recordarlo. Nunca me
aclaró ese punto.
Quise también saber qué haría con nuestro hijo mientras acometía la tarea del
descenso, pero no podía hacer esa pregunta sin, al mismo tiempo, delatar mi
embarazo, de modo que intenté imaginarme a mí misma recorriendo un campo de
batalla, una ciudad en ruinas con un niño agarrado de la mano, buscando un camino cuya trayectoria había que adivinar a tientas, sin oficio ni beneficio, sin saber
de qué ibamos a vivir y lo peor, sin saber dónde íbamos a vivir.
Ese pensamiento negativo fue de nuevo desplazado por la propia lógica subli218
me de nuestra conversación, por las risas y guiños de complicidad que a medida
que consumíamos nuestros respectivos vasos iban subiendo de tono. Al no estar
acostumbrada al alcohol, necesité muy poco para ponerme a tono. Decidí entonces poner un corolario romántico a nuestro último encuentro.
—Señor, ¿me permite una última pregunta?
—Adelante Lou— concedió Condomina.
—¿Vais a hacerme vuestra hoy?
—Lo deseo mucho, como siempre ha sido. Pero no va a ser posible. No vamos
a tener contacto físico nunca más. No es viable ya.
No me atreví a preguntarle la razón. Tuve la convicción de que Condomina
me hubiera respondido indirectamente, dándome a entender que ya sabía la respuesta, que sólo era cuestión de discernimiento. Y que ese discernimiento estaba
en mí, no procedía de afuera. Se trataba de aplicar el foco encima de la duda y
alumbrar la solución que en ese momento aparecía como un enigma.
—¿Volveremos a vernos?— Al menos quise asegurarme de este extremo. La
idea de no volver a ver a mi señor era en ese momento irrespirable, inconcebible
para mí.
—Es posible que sí. Pero seguro que será en otro tiempo y lugar. El jardín de
la buganvilla cierra hoy.
En ese momento pensé en mamá. En la imposibilidad de contar con su
ayuda en ese trance donde parecía haberme quedado definitivamente sola. Es
curioso que pensara en mamá, con lo mal que siempre me había llevado con
ella. Si pudiera contar con alguien en ese tramo de mi viaje elegiría sin duda a
mamá. ¿Dónde coño estaría ahora que tanto la necesito? ¿Dónde van los muertos cuando se mueren?
—Es como una especie de playa de nudistas. Allí el cuerpo no tiene la menor
importancia, pero están Lou, están. Ya lo verás. Y sobre todo, quedan sus marcas
en la vida. Eso hace que nos sea fácil encontrarlos. Al final, cada cual no sigue
sino un rastro preformado, como los ríos que sólo son capaces de seguir el camino que la naturaleza construyó para que se deslizaran a su través. No hay más
opción que seguir ese rastro. En ese sentido, estoy seguro de que la encontrarás.
En ese momento caí en la cuenta de que no era necesario formular preguntas
para que mi señor adivinara qué quería saber. Era algo mágico, como sí tuvieramos telepatía. No necesitaba hablar. Condomina me respondía, sin que yo hubiera verbalizado mi pensamiento. ¿Tenía Condomina la capacidad de leer mi pensamiento? Esa idea me asustó, porque en ese caso, sabría de mi embarazo, conocía mi secreto. ¿Cómo saber hasta qué punto mi señor podía penetrar esa grieta
219
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 220
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
desconocida que forma un pensamiento con su inmediata verbalización, disimulo o simple engaño? Esperé un momento. Condomina no hizo ninguna mención
de ello, lo que me hizo suponer que no sabía de mi embarazo. No lo había leído.
Respiré con un cierto alivio, que coincidió con un nuevo trago de jotabé. El último. Aún tenía aprensión por temer que fuera a darme un ataque de migraña.
—No te preocupes por tu migraña. Te aseguro que nunca más te volverá a
doler la cabeza. Confia en mí.
Efectivamente, Condomina y yo teníamos telepatía. Me sonreí mientras mis
lágrimas no cesaban de importunar mi gesto en una mezcla incongruente de alegría y tristeza y que daba a mi rostro, ahora lo sé, una mueca de niña pequeña
caprichosa que después de un disgusto tremendo ha sido consolada con un regalo improcedente. Un regalo que no ha merecido.
Aquel fue el último dia que vi a Condomina, a mi señor, del que tanto aprendí, al que tanto amé, con ese amor que sólo los elegidos podemos contar entre las
marcas que dejamos en la vida, a la espera de que alguien despierto las halle, para
reproducir en otro vientre el mismo milagro que en mi se hizo.
Nicolás
Si había que averiguar algo sobre ese camino de descenso que mi señor me había
señalado, sólo podía recurrir a una persona. Esa persona era Nicolás, el amigo, el
confidente, el compañero esencial. Quizá él pudiera darme alguna pista, nadie me
conoce como él, nadie me quiere y me respeta como Nicolás. Nadie.
En ese momento me encontraba perdida, más aún si cabe que antes de mi
encuentro con Condomina. Su presunción de que ya había alcanzado mi último
centro, como llamaba a la Iluminación, ejerció sobre mi un resultado paradójico.
Me había tranquilizado, al saber que mi camino había terminado, pero por otra
parte me sentía ignorante y torpe al no haber discernido a qué se refería
Condomina. Estaba hecha un lío, no encontraba en mi interior una respuesta
coherente a todo ese galimatías metafísico que Condomina me proponía, a pesar
de ser una de las disciplinas que siempre me habían interesado. Yo siempre me he
interesado por lo inútil, con aquello con lo que no se puede ganar dinero.
Afortunadamente, Nicolás está en casa, ensayando un concierto que tiene
contratado con obras de Satie y Debussy. Una especie de orgía impresionista de
lo más luminosa, incluyendo también a las sombras y las penumbras entre la cate220
goría del color. Música descriptiva que sintoniza con mi estado de ánimo, nostalgia, tristeza, misterio.
Nicolás es un gran pianista. Tiene más talento del que él cree poseer. Al verme
deja de tocar, pero yo no le dejo, le obligo a seguir, quiero oír las Gymnopedias, quiero regodearme, fundirme con Satie, ser uno de sus gnomos saltarines, de los duendes que evoca su música, ser un hada bienhechora y aparecerme a las amistades para
cumplir sus deseos y hacerles saber así que cualquier deseo es inalcanzable.
Juguetear con los amigos y brindarles todo lo que siempre desearon, para concluir
en una moraleja donde el deseo vuelve a rebrotar inexorablemente, porque cualquier
deseo nos empuja hacia otro, que pernocta en otro nivel. Enseñarles la diferencia
entre el deseo — inalcanzable— y el propósito, siempre posible. Y después burlarme de ellos y concluir la lección desapareciendo de escena como un poltergeist,
como un gnomo saltarín que acude a la llamada de sus conocidos, para más tarde
hacer un mutis definitivo, cuando la lección haya sido asimilada por el alumnado.
Y compartir con Nicolás el costo sobrante de mi última visita al Drome y fundírmelo con él, después de haber escuchado una sublime interpretación de Satie,
que ahora calla. Calla para que hable Nicolás.
—¿Cómo estás mamaita?
—Pues no sé Nico, no sé que decirte. No me encuentro a mí misma.
—¿Cómo es eso, cariño? Anda, cuéntame, ¿qué te pasa?
—Verás. El caso es que no sé que hacer con mi vida. Todos excepto tú me han
fallado.— Lo digo de carrerilla sin pensar— Mefistófeles me ha ofrecido un
pacto y mi problema es que no sé qué me ofrece y ni siquiera sé qué quiero yo.
Nicolás siempre está ahí, haciéndome saber que está conmigo, que la vida
vuelve a ser algo respirable. Oyendo mis dudas y brindándome una percha donde
colgar mis pensamientos más íntimos. Sirviéndome de apoyatura para que las frases adquieran un sentido, sin buscar conversación, ni recurrir a las confidencias:
esa forma de asesinar el pensamiento. Por eso hablar con Nicolás es para mí un
bálsamo, una especie de cauterizador emocional, porque sé que no quiere nada de
mí sino a mí misma. Que me acepta dividida, fragmentada, rota, desequilibrada o
incluso ajena de él. Que me acepta alienada, como soy.
—¿Qué te ha propuesto ese demonio que arde en tu interior, cariño?
—La eternidad, Nico.
—¿A cambio de qué, mamaita?
—De valentía y lucidez. Debo de iniciar ya el camino de mi descenso. Pero
no sé por donde empezar, creo que no estoy preparada. Además, ¿qué voy a hacer
con mi hijo?
221
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 222
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
—Pues muy fácil, mamaita, escucha mi proposición.— Nicolás encendió un
porro que había preparado mientras yo me debatía en encontrar una respuesta. Lo
ha cargado más que menos, de modo que podemos tener una conversación larga
e interesante. Tomo asiento delante del piano. Me aflojo la tensión, echo las cortinas, y escucho la propuesta de Nico.
—Tú te vienes a vivir conmigo. Te ocupas de la gestión de mis conciertos.
Vives aquí y haces lo que te da la gana. A cambio de…
—¿De qué Nicolás? Anda, habla. No te cortes, ya me han hecho toda clase de
proposiciones indecentes. No voy a ruborizarme.
—Podemos ser una pareja de hecho y cuidar del niño. Me encantaría ser
madre. Yo me quedo con el rol de mamá y tú haces de papá, o el que tú quieras.
Sólo aspiro a tener la oportunidad de vivir la maternidad.
—Pero Nicolás, ¿cómo puedes estar tan seguro de que puedes ejercer ese
papel? Ni siquiera yo que soy la madre real de ese niño me siento con fuerzas para
ejercerlo.
—No es tan difícil cariño, basta con dejar salir el instinto. Hay que tener vocación, como para casi todo. Tú no la tienes y yo sí. No hay que sentirse culpable
por eso. Yo tengo lo que te falta a ti.
—¿Y qué haremos, hacer vida conyugal o fingir que la tenemos?
—Pero ¿qué mas da eso? Lo importante es construir un hogar, no tanto un
lugar de paso. Un hogar sin reglas, donde cada cual entre y salga a su criterio, sin
más límites que los necesarios para dotar a la crianza de ese niño de predictibilidad, de sincronías, de un cierto ambiente, lo suficientemente bueno. El resto es
literatura.
Sí, esa era la teoría. Lo habíamos hablado demasiadas veces para que ahora
me surgieran dudas. Nada impedía pensar que una pareja cualquiera pudiera criar
a un hijo, más allá de sí estaban casados, eran de distinto sexo o asumían distintos roles sexuales. La pareja tradicional estaba demasiado llena de esqueletos en
los armarios para ahora, hacer un canto a la tradición. La misma abyección, la
misma ignominia, podía existir en un hogar común que en otro alternativo.
Di una larga calada al primer porro, que ya se consumía quemándome los
dedos mientras lo sostenía por el extremo de las uñas. Decidí terminarlo mientras
Nicolás se ocupaba de liar un segundo.
—Seremos un equipo, tú te ocuparás del niño cuando yo esté de gira.
Atenderás el teléfono y mi e-mail. Contratarás mis conciertos y pondrás un poco
de orden en mi vida. Serás una especie de administrador de mis asuntos. Cuando
yo vuelva de trabajar, te relevaré de tus funciones. Tendrás vacaciones, por así
222
decir. Seremos un matrimonio no convencional.
—¿Y que hay de tus ligues, los traerás a casa? ¿Cuánto tiempo tardarás en
sentirte encarcelado en este negocio?
—Pactaremos unas reglas. Nada de ligues. Tengo los viajes y mis continuas
escapadas con mis alumnos. No te abrumaré con relaciones que tú no desees,
serás la reina de esta casa.
—¿Y si te enamoras de otro, qué haré yo?
Ahora Nicolás me ofrece la segunda calada del porro que ya tiene liado. Ha
dado la primera para asegurarse de que está bien encendido. Se acerca hacia mí,
me toma de la mano y me dice:
—Yo nunca querré a otra Vero, porque tú eres mi único amor.
Al terminar la frase me ha dado un beso en los labios muy corto, casi furtivo,
como para darme tiempo a sentirme querida sin llegar a sentirme presionada. Me
da otro, mientras me dice de una forma cálida:
—Te querré como una madre Vero.
Y me deja aturdida, pensando en su proposición que valoro como un reo valoraría su única escapatoria, como un disidente político que acariciara su última
oportunidad frente a un torturador más poderoso que él mismo, como una víctima ideológica que sucumbe a una conspiración política, como un senador romano que cae en desgracia.
Quise decirle que yo no buscaba una madre, sino a un hombre especial, que
me permitiera compartir la divinidad imposible de alcanzar para una mujer sola,
sin dinero o posición social. Quise decirle que le quería, quizá más que a cualquier otra persona en el mundo, pero que mi amor no era un amor homologable,
que se trataba de un pacto entre parias. Pero no tuve fuerzas para amargarle su
decisión genuina de brindarme ayuda, de salir al paso de los inconvenientes, de
borrar ese atajo que me dibujaba para eludir mi adversidad.
—Nicolás. No estoy en condiciones de elegir. Sólo quiero que sepas que…
—Ya lo sé tonta. No te preocupes, sé lo que vas a decirme. No tengo orgullo
de hombre y te comprendo mejor que tu misma. Yo soy en definitiva una mujercita. Eso es lo que quiero ser.
Quizá fue el hachis el que me dio ganas de reír, pero esa última frase, pronunciada de esa manera tan afectada, me sacudió de encima mi preocupación, mi
marasmo afectivo, mi aturdimiento.
—No sé qué veis los homosexuales en nosotras para envidiarnos nada, la verdad.
—Verás Vero, es difícil de explicar, a mí lo que me gusta de las mujeres es
vuestro rol, no vuestro sexo. Poder cuidar de otros, poder servirles, poder excitar
223
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 224
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
a los hombres. Provocarles erecciones y verificar que han sido satisfechos. Que
han respondido a mis encantos. Que es por mí por lo que han eyaculado, que es en
mí donde se vierten. Que es por mí por lo que pierden la cabeza. Que me eligen
de un montón de posibilidades, que me quieren y me protegen. Que me cuidan y
me miran. Que me desean como objeto sexual. Ese es el goce. ¿No es ese tu goce?
—Si, creo que sí.
—Entonces ¿de qué te extraña que a mí me guste también? ¿Es que vas a
negarme ese placer sólo por el hecho de ser un hombre?
—Jajajajajajajaja. Magnífico argumento, Nico. Además, tal y como lo planteas, parece que las mujeres seamos algo sexistas, sí. Pero dime una cosa ¿no te
parece que ser mujer supone una desventaja, así, en términos generales?
—No, no lo es. Lo que es una desventaja es querer ser mujer en un cuerpo de
hombre. Ser homosexual, amar a los hombres desde un cuerpo de hombre y un
corazón femenino. Eso sí que es una desventaja, créeme.
—Bueno, yo creo que tú operas desde el lado de la idealización.
Personalmente creo que ser una mujer es, ha sido, y es posible que siga siendo
siempre una desventaja.
Nicolás da una ultima bocanada al porro de magnifico costo sobrante que aún
le debo al Drome. Lo apaga, sin darme tiempo a cogerlo de nuevo por las uñas.
—Mira, Vero. Tu desventaja no procede del hecho de ser mujer, sino de la
lucidez. Y esa desventaja es la misma para los hombres que para las mujeres.
Ver más profundamente y más allá siempre es una desventaja, a no ser que conviertas ese don en una profesión y te dediques a ganar dinero con ese poder. Ser
mujer, lúcida, hija de un proletario y hacer siempre lo que una quiere sin atenerse a normas, tiene un precio. Ese precio que tú ya conoces, que ya has vivido en tu aislamiento.
Me quedé pensando en esta última parrafada de Nicolás. Me quedé muda,
tenía razón, la mayor parte de la gente no se planteaba grandes preguntas y se
atenía a lo práctico, a lo mensurable, a lo cotidiano. Pagaban un enorme peaje
por los pequeños momentos de placer que podían arrancar de sus áridas vidas,
que derramaban en una predecible red de idas y venidas por caminos transitados y gobernados por reglas inmutables, casi siempre invisibles. Yo me había
negado a seguir al abanderado desde siempre y había construido un personaje.
Ahora era víctima de esa máscara que me había inventado para sobrevivir en un
ambiente enloquecedor, que sólo había podido soportar en pequeños sorbos, en
pequeñas dosis que pronto o tarde terminaban por provocarme un hartazgo, un
aburrimiento ontológico.
224
Como si todos los caminos que hubiera recorrido hubieran sido ya pensados,
como si hubiera perdido la capacidad de asombro y precisara de sensaciones nuevas que aturdieran aquella sensación de lo “ya vivido”. Como un autómata, que va
siendo desplazado por una voluntad ajena a golpe de tambor, que sólo puede ser
neutralizado mediante transgresiones puntuales, mediante escapadas impulsivas,
con huidas inacabables. ¿Era eso lo que había tratado de decirme Condomina, que
debía dejar de huir, que debía dejar de patrullar por desiertos inexplorados?
¿Qué debía hacer?
Como si Nicolás hubiera adivinado mis pensamientos, respondió:
—Basta con que sigas la luz, Vero.
¿Era el hachis el que provocaba aquella sensación de telepatía que también
había sentido con Condomina?
—¿Qué luz, Nicolás?
—Ya sabes a qué me refiero, ya la has visto.
Era verdad. La vi el día que mamá murió. Aún la recuerdo, es una especie de
alucinación que ha sido descrita por aquellos que han estado al borde de la muerte y de la que hablan todos los que han regresado desde ese punto. Yo también la
he visto. Es la luz de la que hablan los resucitados, los que han estado a punto de
traspasar esa tenue frontera entre la vida y la muerte. La recuerdo perfectamente:
Yo acompañé a mamá hasta allí, aquel día de septiembre en que murió.
Estuve con ella varias horas cogiéndola de la mano, acompañándola en su agonía. Estaba tan flipada como hoy, recuerdo que me había metido aquel día una
buen cantidad de costo, que unido al que ya llevaba en el cuerpo me hacía flotar
y soportar aquel trance de acompañamiento. ¿Cómo acompañar a un moribundo
en ese trance sino muriendo con él?
Pero recuerdo que volví, que mamá me soltó la mano, en aquel vórtice que
amenazaba a tragarnos a las dos, como un caleidoscopio gigantesco. Sí, recuerdo
que tuve miedo, que sentí ese espanto que deben sentir los que atraviesan ese
umbral y caen en esa siniestra espiral que divide la vida de la muerte, en una continuidad inimaginable. No tenemos herramientas racionales para pensarlo y por
eso nos negamos a entrar, a pesar de la fascinación que la luz ejerce sobre nosotros. Allí, en ese momento, me solté de mamá y ella cayó en esa especie de agujero negro, donde la gravedad y la conciencia dejan de existir. Allí nos dividimos,
nos separamos, la dejé caer y recuerdo que volví, agotada, exhausta, como el que
ha forcejeado mucho tiempo con un adversario poderoso al borde de una sima.
—Sí, Nicolás, tienes razón. Yo la he visto— admití dócil, en aquel momento
en que recordé ese trance. Por fin tenía ante mí la solución al dilema, por fin podía
225
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 226
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
advertir la clave de mi camino.— Dime, Nicolás, creo que ya tengo la llave de mi
tránsito. ¿Es hora ya de regresar?
Nicolas sonreía, sostenía mi mano entre la suya, en una actitud muy cercana
al maternaje. Pensé que, efectivamente, quizá fuera una buena idea concederle la
oportunidad de ser madre, conmigo al menos lo había hecho bien. No tenía queja.
¿Por qué iba a ser una mala madre para mi hijo?
Me dio de nuevo un beso en los labios semiabiertos, me pasó una calada de
humo de boca a boca y me dijo a modo de despedida:
—Si, cariño, es hora de que te vayas.
Y sonó “In my life”. Era John Lennon quien cantaba.
There are places I'll remember
All my life though some have changed
Some forever not for better
Some have gone and some remain…
Lo oculto revelado
Debe ser el flipe que llevo, menudo colocón. Debe ser eso, porque no sé muy bien
que hago aquí en la playa. Yo nunca voy a la playa porque mi piel es demasiado
blanca para andar desprotegida. Ya se sabe que las pelirrojas somos muy sensibles a los rayos ultravioleta. Yo no puedo tomar el sol y más con mis antecedentes familiares.
De pequeña sí iba, pero cada vez que papá y mamá me llevaban, acababa la
fiesta como el rosario de la aurora, debía permanecer siempre en la sombra, de
modo que no podía jugar con los otros niños. El remedio era peor que la enfermedad, así que después de unas cuantas intentonas mamá decidió no llevarme más.
Aquellas excursiones siempre terminaban en tragedia familiar: llantos y desconsuelo por mi parte al sentirme discriminada por no poder juguetear con el resto de
niños a hacer hoyos, revolcarme por el fango o escarbar con paletas enormes montones de arena que aspiraban a convertirse en castillos medievales, cuerpos humanos o caras más parecidas a la Esfinge que a ninguna otra cara conocida.
Mis incursiones playeras terminaron bien pronto pues. Creo que desde hace
más de veinte años que no pisaba la arena descalza, como ahora. Una playa desconocida para mí, nada familiar. Hasta los colores me parecen un poco exagera226
dos, casi hiperrealistas: por ejemplo, el cielo es rosa, lo que me parece un poco
inusual, y la arena, en lugar de tener ese color terroso que tienen casi todas las
arenas, es verde. El mar es amarillento (por decirlo de algún modo) y el cielo violeta y lila. No se ven apartamentos, ni edificios, lo cual me parece bastante raro.
Que yo sepa no existe en todo el litoral mediterráneo ningún trozo de playa así.
Me tranquilizo, como siempre hago cuando alucino por los efectos del hachis.
Hay que prevenir un ataque de pánico, eso es lo peor. Hay que desechar los malos
rollos, de modo que me pongo a respirar abdominalmente.
Sin embargo, está la luz, una luz que lo invade todo, que todo lo coordina, una
luz distinta a la que solemos estudiar en física y que si pudiera desdoblarse en los
colores esenciales no se conformaría con menos de veintisiete o veintiocho matices. Puedo ver incluso colores que no responden a ningún sustantivo conocido.
Hay colores que no podría nombrar de ninguna manera y ahí están: los puedo ver,
como si el blanco esencial no existiera sino desparramando las diferentes longitudes de onda que conforman al todo, que ya no es blanco y que no puedo nombrar de otra manera. Le llamaré pues, Todo
Camino en una dirección aleatoria, al borde de un agua que ya no es más azul,
sino de uno de esos tonos irreconocibles para una mirada consensual. El paisaje
lo llena todo, es bello pero estridente. Sin embargo, la luz no hiere, a pesar de que
no llevo gafas oscuras, ni el sol quema. No tengo frío, ni calor. Estoy físicamente cómoda, es raro, porque lo que llevo visto podría interpretarse de un modo
paranoico. Gracias a Dios yo nunca he sido paranoica, mis viajes han sido pues
casi siempre benéficos.
Mientras camino pienso en los efectos alucinógenos de este hachís que he
compartido con Nicolás y que aún le debo al Drome. Pienso que estoy en un estado desconocido para mí. Esto no es sólo una distorsión perceptiva, es algo más.
Estoy construyendo un delirio demasiado complejo para tratarse de los efectos
del cannabis. Bien está la distorsión del color, la elaboración inusual de la deformación de la luz, pero la playa es un escenario demasiado complejo para responder a una simple alucinación.
En realidad, las alucinaciones del costo no son sino pseudoalucinaciones. Se
construyen sobre algo corpóreo, se trata de ilusiones catatímicas, mediatizadas
por el estado emocional. Si estás triste, tiendes a imaginar amenazas, si estás contento, escenarios idílicos y pastorales. Pero siempre hay una base de sustentación
donde colgar las alucinaciones, las distorsiones perceptivas. Si cierras los ojos,
mejor, porque entonces disminuyes las aferencias del medio ambiente y “viajas”
más cómodamente. Pero yo mantengo en este momento los ojos bien abiertos.
227
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 228
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
En un viaje de costo siempre hay un yo observador que crítica al otro yo alucinado. Hay como un piloto que vigila, que se muestra coherente y lúcido, de
manera que es difícil dejarse llevar por esa parte que alucina. Uno no llega nunca
a “creerse” sus propias alucinaciones. Hay una parte que vela, mientras la otra
patrulla por el inconsciente de las formas, de las texturas, los sabores y olores
sepultados en ese almacén de significados que se encuentra inaccesible y que llamamos, para entendernos, memoria. Una memoria que es predominantemente
visual: una memoria que no siempre es individual.
Pero esta experiencia es demasiado compleja para resultar un viaje de costo
a secas. Quizá responda más bien a LSD, a la mescalina o a cualquier otro alucinógeno desconocido por mí. Pero no es posible, eso se come, se ingiere por
vía oral. Además el Drome nunca me había engañado. Nunca me dio conejo por
liebre. No es posible que me diera ácido lisérgico en lugar de simple hachís. No
es posible.
Para acabar de poner la guinda me doy cuenta de que estoy desnuda. De
repente siento como un escalofrío de vergüenza, sin embargo, al pensarlo
mejor me doy cuenta de que es más sorpresa que otra cosa, porque yo no he
tomado nunca el sol desnuda. Por decir la verdad, no he tomado nunca el sol
de ninguna manera. El simple hecho de bajar a la calle en verano sin mangas
ya me provocaba quemaduras importantes. Ya he dicho que soy muy sensible
a la luz solar, de ahí que mi asombro sea, si cabe, aun mayor, no tanto por mi
descoque, sino por mi atrevimiento al pasar por alto esa regla fundamental que
guiaba mi vida: protegerme, siempre, del sol.
Procuro —como siempre he hecho— dejarme llevar por la experiencia, no
prestar atención a los datos. El efecto de la droga, cualquiera que sea, se disolverá poco a poco. Relájate y disfruta —pienso— mientras sigo caminando de una
forma automática hacia donde supongo sale el sol, hacia levante, una suposición
un poco ingenua, porque el sol no está fisicamente en ningún sitio. Quiero decir
que el sol ya no es un astro, sino un Todo que se impone mediante su Luz a todo
este escenario diseñado por un pintor de decorados de heavy metal, pero sin
monstruos. Afortunadamente para mí, pienso.
Bueno, ahora parece que diviso una silueta que viene a mi encuentro, en dirección contraria, allí a lo lejos. Mientras se acerca, sigo intentando ordenar un poco
mis sensaciones sobre todo visuales, ponerlas en orden, quiero recordarlas. Es
una verdadera lástima que no pueda tomar notas, aquí no hay lápices, ni cuadernos. Tendré que memorizar esta experiencia. Es de todas las que he tenido la más
intensa, la más creativa y probablemente la más duradera.
228
Es una mujer, la que viene hacia mí. También desnuda, mayor que yo, se le
notan los años, las carnes, la celulitis, los pechos estropeados y lánguidos, casi
acariciando el ombligo. Hay gente que no tiene ningún pudor para exhibirse así,
aun en una playa nudista como esta. En fin, las tías somos la hostia, siempre lo
he pensado.
La tengo a unos diez metros, la tía viene sonriéndome, como si me conociera o
se alegrara de encontrar a alguien que comparte quizá como ella una experiencia
inefable. Se acerca más, su rostro me es familiar, sus tetas también, su pelo, su risa...
—Mamáaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaa!!!!!!!!!!!
—Verooooooooooooooooooooooooooooo!!!!!!!!!!!!
Era mamá, era mamá, — ¿Mamá que haces aquí, mamá?— Los últimos cinco
metros los hacemos a saltos, es entonces cuando siento la falta de gravedad, la falta
de dureza al rebotar en la arena, como si no perteneciéramos a un orden donde la
tierra atrae a los cuerpos con una constante dura y pedregosa que los vuelve a
atraer hacia sí de un modo inexorable, como si estuviera en una nave espacial o en
algún otro lugar donde ya la tierra no ejerciera sus leyes sobre la materia.
Nos besamos, nos abrazamos, lloramos, derramamos toneladas de unas lágrimas que —mágicamente— no caen, ni resbalan hacia las mejillas, ni hacia parte
alguna, sino que simplemente se disuelven, se amortiguan como si pesaran menos
que el agua. Como si nuestras lágrimas fueran gases que se ocuparan solo de vertirse y fueran inmediatamente sublimadas hacia el éter.
Nuestro abrazo fue interminable, apocalíptico, las dos asistíamos a un milagro. La separé de mí, la miré de nuevo. Comprobé que no se trataba de una aparición, la toqué, le golpeé el vientre, le acaricié el pelo. Era ella, no cabía ninguna duda.
En ese momento, ningún sentimiento interfería entre nosotras, no había rencor, ni dudas. No había reproches, ni pasado. Nuestra historia en común parecía
haber sido capturada por el mismo espacio que había atraído hacia sí a las lágrimas derramadas por nuestro reencuentro.
—Pero mamá, ¿me puedes decir que haces aquí?
—He venido a buscarte, cariño, sabía que me necesitabas.
—Sí mamá, desde que te fuiste mi vida ha empeorado, ha sido un valle de lágrimas, no puedes imaginarte lo que he sufrido, lo sola que me quedé cuando te perdí.
—Lo sé Veronica, lo sé.— Es increíble, vuelve a llamarme Verónica, como
cuando era pequeña y aún me quería.
—Dejé la tesis, me separé de Andrés, me peleé con Arantxa, sólo Nicolás me
ha recogido en su casa, nadie, nadie, se ha ocupado de mí. Hasta papá tiene una
229
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 230
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
novia nueva.— Lo digo sin ningún tipo de tapujo, pareciera como si hubiera perdido también mi pudor intelectual. Me admiré que fuera capaz de semejante chivatazo, de desenmascarar a papá, y de todo lo demás. A mi madre —en vida—
jamás le hice ese tipo de confidencias.
—Lo sé cariño, sé todo lo que has sufrido, por eso he venido a reunirme contigo. Ya nunca tendrás nada que temer.
Mamá está inusualmente cariñosa, casi tan irreconocible como yo, contándole aquellas cosas que me habían sucedido y que parecía conocer como por
ciencia infusa. Mamá era en ese momento omnisciente, un trasunto de la omnipotencia infantil, ese resto que guardamos como recuerdo de una madre benéfica y que nos deja una huella de confianza de por vida. Nunca hubiera supuesto
que lograría entablar contacto con la mamá perdida en los albores de mi infancia. Más precozmente que otros renuncié a ella, porque más pronto que otros
abandoné la ingenuidad infantil a la que todos los niños tienen derecho, impulsada por una devoción exagerada hacia el conocimiento. Un conocimiento que
ahora sabía ya, superfluo.
Los detalles, los datos, eran innecesarios, mamá estaba allí, había venido para
decirme algo, había venido para mostrarme quizá el camino que sola no alcanzo
a discernir.
—¡Oh, mamá!, no sabes cuanto te he echado de menos. No sabes cuanto,
desde que te moriste, no he podido encajar las piezas de mi puzzle. No he vuelto
a ser yo, no he logrado rehacer mi vida— En ese momento me doy cuenta de que
las dos estamos expuestas al sol, tengo un repentino ataque de ansiedad, recuerdo su melanoma, una especie de fatalidad que cae ahora sobre mí, como una repetición inexorable.
—No, cariño, deja de preocuparte por el sol, en este momento eso ya no
importa. Aquí, esas cosas carecen de importancia.
—Entiendo mamá, pero no puedo dejar de pensar en la muerte tan horrible
que tuviste a causa de aquel estúpido cáncer de piel.
—Por eso estoy aquí, cariño, para hacerte entender.
—¿Entender qué, mamá?
—No fui yo quien murió de cáncer, sino tú, cariño. Fue a ti a quien te diagnosticaron el melanoma.
—¿Cómo? Supongo que estás bromeando, dime que estás bromeando, mamá,
por favor.
—Ese es el problema, y por eso he venido. Te has quedado colgada aquí, sin
saber a donde dirigirte, precisamente, porque nunca has reconocido lo que hiciste.
230
—¿Quieres decir que me morí de un melanoma, que fui yo quien murió en
Septiembre, allí en el pueblo?
— Bueno, deberías haberte muerto, pero te moriste de otra cosa.
—¿Cómo? Mamá, —agrié un poco el tono de voz— ¿puedes explicarme qué
tratas de decirme?
—Te suicidaste, cariño. No lo pudiste soportar y te quitaste la vida. Imagínate
como nos quedamos papá y yo. Nunca nos recuperamos de eso.
Era eso, esa era la razón por la que vagaba sin rumbo, como un espectro, como
un aparecido tratando de encontrar una respuesta.
—Y tú mamá, ¿qué haces aquí entonces?
—Yo también me he muerto, lo deseaba tanto— suspiró aliviada—. Sabía que
me necesitabas y mi tristeza me impulsó a buscarte para darte consuelo.
—¿Tú también lo hiciste, mamá? Me refiero a suicidarte.
—Oh no, yo nunca hubiera hecho eso, Vero, mi vida, como todas, pertenece a
Dios. He muerto por causas naturales, ya sé que he tardado un poco y lamento no
haber podido reunirme contigo antes, pero el cielo contiene designios que el hombre
desconoce y que no puede discutir. Gracias a Dios he podido venir para ahorrarte un
errar demasiado largo, ahora ya sabes la verdad y puedes seguir tu camino.
—Bueno mamá, iremos juntas.
—¡Oh no!, cariño, tú vas hacia levante, yo me dirijo a poniente.
—¿Por qué mamá, que más da un sitio que otro?
—Sí cariño, si que da, cada una en este momento tenemos un largo descenso,
una largo camino que recorrer, yo voy hacia allí, y tú hacia la otra parte. Ha llegado la hora de la verdad.
Es curioso, pero en ese momento ya no llorábamos ninguna de las dos, nuestra cara estaba iluminada por una convicción decidida de recorrer cada una su
parte del camino, su destino inexorable de vuelta, su descenso como
Condomina le llamaba.
—¿Cómo lo hice mamá?
—Con gas butano hija.
—¿Como Bea?
—Sí, como Bea,
—¿Dónde estoy enterrada, mamá?
—En el pueblo hija, fue allí donde lo hiciste. Ya sé que no te gustaba nada
ese pueblo, pero allí eres un cadáver —por así decir— distinguido. Si te hubiera enterrado en la capital nadie hubiera ido a verte. Allí nunca falta en tu sepulcro un ramo de flores.
231
interior020403_16h.qxd
12/06/2003
15:38
PÆgina 232
(Negro/Process Black plancha)
Segunda parte. Vero y sus arcanos
De lo oculto y lo sutil
—¿Quién lo pone, mamá?
—¿Quién va a ser Vero? Solo Pedrito podría tener ese detalle.— Había un
cierto orgullo en su declaración.
—¿Y tú, mamá, dónde estás enterrada?
—Estamos juntas, cariño. Así me aprovecho un poco de los detalles que tienen contigo.
—¿Y qué se hizo de mi hijo, mamá?
—Murió contigo, naturalmente.
—¿Entonces está él aquí?
—No, cariño, él no tuvo esa oportunidad, no llego a ascender. No llegó a
escindirse de la Luz, él está aun en el Todo.
—¿Quieres decir que puede volver a escindirse, que aún tiene una oportunidad?
—Solo Dios sabe eso, Vero.
—¿Y nosotras dónde nos dirigimos?
—Sólo sigue la Luz, ella te guiará.
—¿Hacia donde, hasta donde?
—Hacia otro tiempo, lugar y vientre de mujer, allí donde el amor te vuelva de
nuevo a convocar. A ese grito deberás responder, sólo a Él reconocerás, y solo su
Voz te hará de nuevo libre, encarnada en otro cuerpo, con un espíritu similar, una
búsqueda irrenunciable que cada hombre y cada mujer no pueden sino acatar.
Pensé en mi tesis sobre Sade y el Mal, sobre ese hijo que nunca llegó a nacer,
pensé en Paloma y en papá, en Andrés, en Nicolás y en el Dr. Condomina. Quizá
él me acompañara en alguna fase de mi trayecto, quizá él me ayudara de nuevo a
enfrentar mis dudas, mi confusión, mis deudas emocionales.
—Una última pregunta mamá, ya te he entretenido demasiado. ¿Sabes quién
era el padre de mi hijo?
—Si Vero, lo sé. Aquí se sabe todo.
—¿Podré volver a verle?
—Casi seguro Vero, casi seguro.
—¿Por qué, está también él muerto?
—No, cariño, El Dr. Condomina es inmortal. Si tiene que encontrarte te
encontrará. No tengas ninguna duda. Confía en Dios.
—¿Es Condomina, Dios?
—Esa pregunta, aquí, Vero, es una tontuna. Pero si no es Dios es una de sus
personas de confianza.
—Adiós mamá, y gracias por venir a sacarme de mi error.
—Adiós cariño. Y ya sabes, sólo sigue la Luz:
232
Apenas volverme ya sabía dónde dirigirme, sólo tuve que dejarme llevar por
un automatismo programado por la especie. Mis piernas se dirigían raudas hacia
levante, sin atender a mi voluntad, me despedí de mamá con la mano y me encaminé hacia aquel lugar donde la Luz me guiaba.
Preñada de un irresistible sentido de misión.
Fin
233
Descargar