LA MUERTE DEL MARISCAL DON PEDRO DE NAVARRA

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LA MUERTE DEL MARISCAL DON PEDRO DE NAVARRA
(CONCLUSIÓN)
Los dos frailes del Abrojo no fueron llamados a declarar. Causa extrañeza
también que no fuera oído el Capellán Miguel Arrones en esta segunda información, cuyo blanco principal era el de averiguar el estado de ánimo del preso.
Dada por conclusa, el alcalde dictó un auto enteramente conforme con la aseveración de Temiño: «Vista la ynformacion de testigos, é considerados los yn»dicios y presunciones que resurtan del caso y de la ynformacion, con otras
»particulares cosas de que a mi consta como cosa manifiesta donde el caso
»acaesció y avydo ansymismo respeto a la ynformacion que por vista de ojos
»se vió muy clara é muy manifiestamente por la calidad é manera é por la ma«nera de las heridas y lugares de las heridas se dieron, porque consta é se pre»sume aver seydo por su mano del dicho Marchal de Navarra y en el lugar
»donde se mató, que fué en su propia cama, como yo le hallé é vi por vista de
»ojos, con mucha sangre fresca derramada en la cama, estando el dicho Mar»chal con alguna calor é pulso en espirando, y por todo lo sobredicho y por
»justas y razonables causas que para esta determinacion mueven ánimo y
»presumir é averse presuncion averse él muerto, segun que por las dichas he»ridas parescia.»
Consérvase en el archivo de Simancas la «Información» que el alcalde, a
pedimento de Noguerol, mandó abrir para el reconocimiento de la letra del testamento ológrafo del Mariscal, pero faltan las hojas que contenían la disposición testamentaria. El cadaver fué enterrado en el convento del Abrojo, de la
orden franciscana, sito en Laguna, provincia de Valladolid. Muerto Don Pedro
con la fama de suicida, alguna dificultad habría nacido para darle sepultura
eclesiástica. No ha llegado noticia de ella hasta nosotros y en todo caso, se
allanaría fácilmente, pues la iglesia suele proceder en estos negocios con benignidad suma, dando asenso a las excusas de arrebato, locura, etc.
La muerte del Mariscal fué mencionada en algunos documentos públicos,
pero siempre disimulándose su causa: «el marichal D. Pedro de Navarra ya de»functo... el dicho Marichal defuncto... ha ffenecido sus dias;;;;;» dice la Real
provisión sobre la administración de los bienes confiscados al Mariscal Don Pedro de Navarra y a su hijo Don Pedro. (Arch. de la Cámara de Comptos, papeles sueltos, leg. 23 n.º 73.—9 Febrero 1523.—Arigita, loc. cit. pág. 417 y
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418). «... el dicho Don Pedro de Navarra, ya defuncto... todos los frutos y
»rentas que han rentado despues que el dicho Marichal vuestro Padre, morió..»
Léese en el perdón otorgado por el emperador Carlos V, a 29 de Abril de 1524.
(Id, n.º 26.—Arigita, loc. cit. pág. 425 y sig.)
No parece que el Alcalde de Simancas hubo de remover en su inteligencia
muchos inconvenientes para dar por plenamente averiguado que el Mariscal de
Navarra había atentado contra su propia vida. Lo que inspeccionó y lo que no
inspeccionó (el cuchillo, por ej.) sumado a las cosas particulares que a él le
constaban, le movieron a declarar, no sin contradicción palmaria, que consta y
se presume el suicidio del Mariscal Don Pedro. Y ahora quiero dejar oir la voz
de aquel Fiscal cuyo papel me gustaba representar durante un rato, para decir
que los indicios y presunciones, únicos fundamentos jurídicos del auto del Alcalde, me persuadirían a pedir la revocación del sobreseimiento y la práctica de
nuevas indagaciones sumariales.
Pero, cesen estos similes y dejemos en paz a los Tribunales de justicia,
donde necesariamente disfruta de autoridad legal el apotegma «lo que no está
en los autos no está en el mundo.» Ojalá así sucediese siempre y los aires de
de fuera no moviesen el cortinaje de los estrados! Ahora me toca remedar a los
historiadores, los cuáles especialmente buscan lo que está en el mundo y no en
los autos. No se podrá quejar por ello el Sr. Alcalde de Simancas, que se apoyó sobre otras cosas particulares, es decir, sobre cosas del mundo.
Supongamos que la noticia del asesinato o de la ejecución capital, fuese la
verdadera. ¿Cómo podríamos explicarla en relación con las diligencias informativas del suicidio? Caben dos hipótesis; una la más llana e improbable, consiste
en suponer que, después de asesinado el Mariscal, se forjó la «Información»,
lográndose por medio de dádivas, mercedes, amenazas y mandatos, las declaraciones testificales necesarias. La segunda hipótesis estima que la «Información», por lo menos en parte, es sincera; que los testigos, la mayoría de ellos
dijeron lo que se les hizo creer, con mayor o menor connivencia de su entendimiento. Yo me imagino que los asesinos, o el asesino aprovecharon la ausencia de Pedro de Frías que fué a la iglesia a dar un recado al leal Felipe de Bergara. Por el apremio del tiempo, breve, los asesinos abrieron dos heridas mortales al Mariscal, buscando la manera de que se desangrase pronto. El otro
Vergara, Pedro el paje, estaba calentándose en la chimenea de una cámara vecina; pudo oír y habría oído, si es que además no contempló la sanguinaria escena; la declaración del paje, por tanto, es para mí la sospechosa, ora no fuese
oído en la información, ora alterasen el sentido de sus palabras o suprimiesen
alguno de sus dichos, ora le invitasen a mentir, con mercedes o amenazas. Las
equivocaciones del nombre en la declaración del paje, parece como que indican
que en esa parte de la información, las cosas no anduvieron por el camino derecho,
El género de muerte del Mariscal la padeció asimismo el famoso comunero
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Don Pedro de Ayala, conde de Salvatierra, magnate alavés; de orden del Emperador Carlos V le abrieron las venas en la carcel de Burgos.
El Mariscal Don Pedro era cabeza del bando agramontes de Navarra y el
segundo personaje entre la nobleza del Reino; corría sangre real por sus venas
y era hombre de mucha hacienda, parentela y amistades. Habíase mezclado en
todas las revueltas nacionales y en todas las invasiones francesas en pró de los
monarcas legítimos destronados. Pública era la entereza, la constancia, la lealtad y la inaccesible perseverancia de su carácter. El Rey de España sabía muy
bien que mientras viviese el Mariscal, no disfrutaría de la pacífica posesión de
la corona robada, y habría dispuesto que lo matasen. Sustanciaría, oiría y decretaría la causa en el tribunal real de su conciencia, en virtud de «su poderío
absoluto» y debajo del dictamen de la razón de Estado. Así eran los Reyes y
las costumbres de entonces.
El asesinato político o si se quiere, la ejecución capital sin forma de juicio,
le manejaron muchos, no ya un Monarca corrompido y despreciable, como Enrique 3.º contra el Gran Duque de Guisa, sino un Felipe 2.º digno de reverencia. Recordemos el caso del Secretario Escobedo. Al decidirse a «quitar de por
medio a Juan de Escobedo» contestó el Rey a Antonio Pérez, que le proponía
se consultase el asunto con una tercera persona: «si el proponerme tercero en
»esto, es porque no os quereis aventurar en ello, es uno. Si para consultar la
»resolución, yo no he menester tercero. Que los reyes en casos tan extremos ha»cemos como suelen hacer los protomédicos y mayores médicos entre sus infe»riores, en los subjectos que tienen a su cargo; que en los graves y urgentes
»accidentes obran de suyo con ejecución aunque en las enfermedades ordinarias
»sigan y resuelvan con consulta de otros médicos.» El tercero fué el Marques
de los Velez y convinieron ambos personajes en que Escobedo era reo de muerte como perturbador del Estado, maquinando levantar la guerra en Flandes;
que no era posible prenderle, juzgarle y sentenciarle por la vía ordinaria, so
pena de causar zozobra en el ánimo de Don Juan de Austria y suscitar en Flandes nuevos disturbios; mas que el Rey como dueño y señor de vidas y haciendas, según la doctrina corriente entonces, podía juzgarle y sentenciarle en el
fuero interno de la conciencia, y encargar de la ejecución de lo proveído a alguna persona de confianza. (P. Coloma. Jeromin, págs. 540, 558 y 559.)
La razón de Estado causante de muertes secretas incitaba de paso a armar
la tramoya que las desfigurase. La historia del mismo Felipe 2.º nos presenta
un fehaciente ejemplo de ello. El Barón de Montigny vino de los Países Bajos
a España, enviado por la Gobernadora, la Duquesa Margarita, para hablar con
el Rey, su hermano, de los negocios de Flandes, Cuando los condes de Egmont
y de Horn (éste era hermano de Montigny) fueron reducidos a prisión en Bruselas, a Montigny le encerraron también en el alcazar de Segovia. El suplicio
de los dos próceres flamencos se llevó a cabo el 5 de Junio de 1568. El Duque
de Alba procesó entonces a Montigny en el tribunal de los tumultos. Adoleció
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el proceso desde su principio, de algunas graves irregularidades. El 14 de Mayo
de 1570 el Duque promovió sentencia de muerte contra el infeliz enviado de
Doña Margarita, ordenando que públicamente le degollasen y expusiesen la cabeza cortada. El 18 de dicho mes el Duque requirió a los alcaldes, corregidores y otras justicias de Castilla la ejecución de la sentencia, El Consejo Real
opinó porque no se cumpliese en público, temeroso de que esa muerte echase
más leña a la hoguera de Flandes. Dicen que algunos consejeros propusieron el
uso del veneno. Felipe 2.º decidió que la ejecución fuese secreta. Trasladaron
el preso de Segovia a Simancas. El Rey, con la minuciosidad que ponía en todas sus operaciones de gobierno, perjudicando con ella a menudo, a la celeridad conveniente, trazó la pauta puntualísima del suplicio. Don Alfonso de Arellano, Alcalde de la Real Chancillería de Valladolid, recibió el encargo de cumplir la sentencia. «Y en tal manera es la voluntad de S. M.—decía la Real pro»visión—que se guarde lo contenido en el capítulo precedente, que en ninguna
» manera querría se entendiese quel dicho Flores de Memoranci (Montmorency),
»ha muerto por ejecución de justicia, sino de muerte natural, y que así se diga,
publique y entienda, » (Lotrop Mottley, autor, a la verdad, poco imparcial, asevera que se hicieron correr voces entre el público, de que el preso estaba enfermo de fiebres, y que para mejor acreditar el rumor llevaron un médico a la fortaleza, el cual, a su vez dijo en público lo que convenía al fin propuesto).
(Rev. des Pays Bas., t. III, pág. 250 a 261), «para lo cual será necesario pro»ceder con gran secreto y usando de la disimilación y forma de que se le ad»vierte aparte y de palabra se le ha comunicado....». Las instrucciones insistían sobre lo mismo: «Pasada la media noche una o dos horas... se podrá hacer
»la ejecución de la sentencia... y hase de advertir mucho que la ejecución se
»haga en tal manera que en cuanto sea posible, los que le hobieren de amorta»jar, después de muerto, no habiéndolo de ser de los que se hallaren presentes
»(a la ejecución), si pareciere que lo hagan otros para más disimulación, no
»conozcan haber sido la muerte violenta.»
Flores de Montmorency, barón de Montigny, murió agarrotado en el castillo de Simancas, haciendo repetidas protestas de inocencia, el 16 de Octubre de
1570. El Rey comunicó la noticia al Duque de Alba, en carta de donde copio
las siguientes palabras: « Reparé algunos dias en mandar que se ejecutase (la
»sentencia) en la forma que venía, porque se me representó que causaría gran
»rumor y nuevo sentimiento en esos Estados y aún en los vecinos... al fin me
»resolví en lo que vereis por una relación que irá con esta, en cifra, y sucedió
»tan bien, que hasta agora todos tienen creido que murió de enfermedad, y así
»se ha de dar a entender allá, mostrando descuidada y disimuladamente dos
»cartas que irán aquí, de Don Eugenio de Peralta, de quien se fió el secreto,
»como de mi alcaide de la fortaleza de Simancas, donde se había llevado y es»taba preso el dicho de Montigny, el cual, si en lo interior acabó tan cristiana»mente como lo mostró en lo exterior y lo ha referido el fraile que le confesó,
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»es de creer que se habrá apiadado Dios de su ánima.» El Rey sin duda se refería a la carta que Fray Hernando del Castillo escribió al Dr. Velasco, del
Consejo de S. M.: «el negocio que S. M. cometió al Sr. D. Alonso de Arellano
»se acabó de concluir hoy, lunes a las dos horas de la mañana de los 18 de
»este... En lo más principal ha estado tan bueno (Montigny) que puede dejar
» envidia a los que quedamos...».
De estos ejemplos rectamente se infiere que no desdeciría de los procedimientos de la casa de Austria, que el Mariscal de Navarra hubiera sido condenado a muerte con sigilo, por algún Tribunal o por el Rey mismo; que la pena
capital hubiese consistido en abrirle las venas y que luego, «usando de la disimulación», instada por Felipe 2.º en el suplicio de Montigny, el alcaide de Simancas, Mendo de Noguerol, amañase unas diligencias judiciales, atando sobre
el feo rostro del asesinato, la careta del suicidio.
Mendo de Noguerol acabó sus dias desastradamente, cerca de cinco años
después (25 de Febrero de 1526) a manos de otro preso célebre, el comunero
D. Antonio de Acuña, obispo de Zamora, que le dió de puñaladas.
Las mías son vehementes sospechas sobre varios indicios graves; pero guárdame Dios de vender por el precio de una certidumbre, una hipótesis que puede
desvanecerse con el hallazgo de nuevas noticias. Mas las hasta ahora publicadas, no me parecen bastantes para declarar insubsistentes, las aseveraciones
propias o ajenas, del P. Alesón. Entre las ajenas por el analista recogidas, se
lleva la palma una del autor manuscrito anónimo, y es que el Mariscal murió
como gran cristiano después de recibir todos los sacramentos de la iglesia,
según lo oyó contar dicho autor a un eclesiástico de mucha virtud, que le asistió en la muerte. La clase de muerte sufrida se la calló el eclesiástico, como se
la callaba Fr. Hernando del Castillo, confesor de Montigny. Ese autor es anónimo a medias, puesto que, «según buenas congeturas», era el Ldo. Reta,
«varón eruditísimo, abogado del Real Consejo de Navarra y que acabó su obra
el año de 1580, y la escribió provocado de la hiel y poco tiento con que a veces
se refieren las cosas de Navarra en Garibay.» (Aleson. Ann., T. V. lib. XXXIV,
cap. 1.º Annotaciones B., n.º 12).
La prudencia aconseja suspender el juicio definitivo e inapelable, y mientras
suene la hora de dictarle, mantener al Mariscal en la posesión de su buena fama
de caballero cristiano, aunque la de leal y buen patriota—menos importante de
suyo—no se la arrebatará nadie.
ARTURO CAMPION.
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