¿Por qué no hay que limpiar los ríos?

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¿Por qué NO hay que limpiar los ríos?
Una demanda recurrente
Cada vez que asistimos a la crecida de un río emergen las voces de los habitantes ribereños
−alcaldes, agricultores y cualquier persona de la calle− reclamando la “limpieza” del cauce y
asegurando, además sin ningún género de duda por su parte, que la inundación está siendo grave
“por culpa de que el río no está limpio”.
Esta interpretación popular de los hechos, tan errónea como abrumadoramente unánime, resulta
muy llamativa y se manifiesta en ríos grandes y pequeños y en cualquier rincón de la Península.
Los medios de comunicación, además, no la ponen en duda, y constituyen un altavoz permanente
de esta demanda.
La idea de que “hay que limpiar el río” está, por tanto, profundamente enraizada. Quizás provenga
de esa mentalidad ancestral de tantas labores de manejo tradicionales, como eliminar la maleza y
mantener “limpios” los bosques para que no se quemen. Quizás sea porque en el pasado los
cauces se “limpiaban” con frecuencia y sin contemplaciones, sabiendo que no servía de nada, a
modo de “actuación placebo”, pero se hacía para mantener callado y agradecido al personal y
para ganar votos. En una encuesta reciente en Francia solo los mayores de 65 años siguen
planteando esta medida para luchar contra las inundaciones (“es algo simbólico, la tradición,
aunque no sea efectivo”). Quizás sea porque en España aún se sigue haciendo cuando se puede, es
decir, cuando se pueden evitar o regatear las normativas ambientales. Así, los gestores públicos se
acogen a los procedimientos de emergencia (sinónimo de ausencia de control ambiental) tras cada
crecida para meter las máquinas “limpiadoras” en el río. Quizás sea que hay intereses económicos
en estas prácticas, dinero público disponible para ello y fuerte presión desde las empresas del
sector a los organismos de gestión. Quizás sea también porque es difícil para los afectados convivir
con las inundaciones y se aferran al recurso de pedir, que es gratis, y si la “limpieza” se aprueba
saben que no les va a costar un euro.
Sea cual sea la causa, no hay crecida en la que no se demande la “limpieza del río”, incluso con
mayor intensidad que otras típicas frases recurrentes como “si no fuera por los embalses esto
habría sido una catástrofe”, “qué pena, cuánta agua se va a perder en el mar” o “vamos a eludir
las trabas ambientales para ayudaros”, pronunciadas sin rubor por políticos y gestores de turno.
El tinglado está montado así. Y, desde luego, las aseveraciones de los científicos contra estas malas
prácticas poco o nada se tienen en cuenta.
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¿En qué consiste realmente limpiar un río?
Habría que poner siempre “limpiar” entre comillas, porque es una expresión inexacta aunque sea
tan tradicional. Realmente limpiar es eliminar lo que está sucio, por lo que en este caso este verbo
debería restringirse a eliminar la basura (residuos de procedencia humana) que pueda haber en
los ríos.
Pero cuando se pide ”limpiar un río” no se pretende liberarlo de basuras, sino eliminar
sedimentos, vegetación viva y madera muerta, es decir, elementos naturales del propio río. Se
demanda, en definitiva, agrandar la sección del cauce y reducir su rugosidad para que el agua
circule en mayor volumen sin desbordarse y a mayor velocidad. Este es uno de los objetivos de la
ingeniería tradicional, por lo que hay abundante teoría y experiencia al respecto, y se basa en una
visión del río muy primaria y obsoleta, simplemente como conducto y como enemigo, en absoluto
se contempla como el sistema natural diverso y complejo que realmente es.
Técnicamente, por tanto, “limpiar” es intentar aumentar la sección de desagüe y suavizar sus
paredes o perímetro mojado, es decir, dragar y arrancar la vegetación. Y para ello se destruye el
cauce, porque se modifica su morfología construida por el propio río, se rompe el equilibrio
hidromorfológico longitudinal, transversal y vertical, se eliminan sedimentos, que constituyen un
elemento clave del ecosistema fluvial, se elimina vegetación viva, que está ejerciendo unas
funciones de regulación en el funcionamiento del río, se extrae madera muerta, que también tiene
una función fundamental en los procesos geomorfológicos y ecológicos, y se aniquilan muchos
seres vivos, directamente o al destruir sus hábitats. En definitiva, el río sufre un daño enorme,
denunciable de acuerdo con diferentes directivas europeas y legislación estatal.
Estas prácticas se realizan con maquinaria pesada, sin vigilancia ambiental, sin información pública
y sin procedimiento de impacto ambiental. En nuestro país siguen siendo muy generalizadas y
constituyen una de las principales causas de deterioro de nuestros valiosos ecosistemas fluviales.
Por poner un ejemplo, en 2005 −época de “vacas gordas”−, se “limpiaron”, es decir, se
destruyeron salvajemente, 150 km de cauces solo en la pequeña cuenca del río Arba (provincia de
Zaragoza), invirtiendo mucho dinero para el que en aquel momento no supieron encontrar un
mejor destino. Hoy algunos de esos cauces masacrados no han podido recuperarse todavía, pero
otros sí lo han hecho, presentando de nuevo un aspecto afortunadamente bastante natural, por lo
que si ahora hubiera dinero podrían ser objeto de una nueva e inútil actuación de “limpieza”.
Resultado de “limpiezas”: izquierda río Arba de Biel en Biel, derecha río Arba de Luesia en Rivas. Fotos: A. Ollero.
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Una acción inútil y contraproducente
Los daños geomorfológicos y ecológicos provocados por las “limpiezas” fluviales son enormes y
justifican por sí mismos que estas prácticas deberían estar radicalmente prohibidas. Pero es que,
además, son acciones que en nada benefician al medio socioeconómico, a aquéllos que las
demandan.
En primer lugar las “limpiezas” son inútiles, ya que en el siguiente episodio de aguas altas o de
crecida el río volverá a acumular materiales en las mismas zonas “limpiadas”, recuperando en
buena medida una morfología muy próxima a la original. Si se draga el cauce, en las primeras
horas de la siguiente crecida sedimentos movilizados rellenarán los huecos. Si solo se piensa a
corto plazo, a unos meses vista, sí puede que se haya ganado una poca capacidad de desagüe
(pensemos que en grandes ríos eliminar una capa de gravas de su lecho aumenta mínimamente la
sección de la corriente desbordada, es un efecto despreciable1), pero a medio y largo plazo la
inversión no habrá valido la pena y si se quiere mantener dicha capacidad de desagüe habrá que
seguir “limpiando” una y otra vez. Tras la pequeña crecida de 2010 se dragó el Ebro en varios
puntos (126.000 m3) y hoy durante la crecida del Ebro de enero de 2013 se está pidiendo
insistentemente que se vuelvan a dragar los mismos puntos. “Limpiar” el río es tirar el dinero, es
un despilfarro que no puede admitirse en estos tiempos. Y no cabe ya ninguna duda de que dragar
cauces y arreglar las defensas tras cada crecida cuesta más dinero que indemnizar las pérdidas
agrarias.
“Limpieza” del río Ebro en Cabañas en 2010: a la izquierda imagen de marzo, antes del dragado, y a la derecha imagen
de agosto, posterior a la actuación. Fotos: A. Ollero.
En segundo lugar las “limpiezas” son contraproducentes, ya que pueden provocar numerosos
efectos secundarios muy negativos. Los solicitantes van cada vez más lejos y llegan a demandar
“limpiezas integrales” de ríos enteros para evitar cualquier inundación, dragados profundos del
cauce en toda regla. Los efectos, tanto si se ejecutaran estos dragados como si se practicaran
“limpiezas” locales repetidas sobre un mismo tramo, serían rápidos e implacables: erosión
remontante, incisión o encajamiento del lecho, irregularización de los fondos, descenso del
freático (con graves consecuencias sobre la vegetación y sobre el abastecimiento desde pozos),
descalzamiento de puentes, escolleras y otras estructuras, muy probables colapsos si el sustrato
presenta simas bajo la capa aluvial, etc. En suma, los daños pueden ser mucho más costosos que
los bienes que se trataba de defender con la “limpieza”.
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En el río Ebro, si se dragara rebajando 1 metro el fondo del lecho en el cauce menor, para una crecida de 2.000 m /s
y teniendo en cuenta el campo de velocidades, tan solo bajaría el nivel de la corriente unos 8 centímetros en la misma
sección dragada.
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Distintas imágenes de las “limpiezas” realizadas, incluyendo la eliminación de una isla, en el río Ebro en Gallur en el
verano de 2010. Fotos: J.A. Pinzolas.
La falsa percepción de que el cauce se eleva
En algunos tramos fluviales se demandan “limpiezas” porque consideran que está elevándose el
cauce. Generalmente esos procesos de acreción o elevación del lecho por acumulación
sedimentaria no son ciertos. Sí pueden crecer en altura algunas barras sedimentarias, que se
consolidan con la colonización vegetal. Pero son crecimientos locales que el río compensa en la
propia sección transversal, es decir, si crece una barra (adosada a la orilla o en forma de isla) la
corriente se hace paso profundizando en el lecho al lado de la barra, con lo que la capacidad de
desagüe sigue siendo la misma.
En ríos de llanura los ribereños afirman, para justificar las demandas de “limpieza”, que con
crecidas pequeñas cada vez se inundan más campos. Esto no se debe a la supuesta elevación del
cauce, sino al hecho, constatado por ejemplo en el curso medio del Ebro, de que se inundan
terrenos muy alejados del cauce por la presión del agua desde el freático. Esto es causado por
contar con defensas en ambas márgenes que comprimen el flujo y lo inyectan con fuerza a las
capas subterráneas, de manera que la crecida se expande antes hacia los laterales bajo el suelo
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que en superficie. Este proceso es más intenso cuanto más lenta sea la crecida y encontramos aquí
uno de los múltiples problemas generados por la regulación. En los grandes ríos se juega ahora
tanto con la gestión de los embalses de sus subcuencas que se deforman totalmente las crecidas
naturales, de manera que para evitar que coincidan las puntas de cada afluente se termina
generando una crecida con la menor punta posible (para evitar daños en poblaciones) pero, en
consecuencia, muy larga en el tiempo, tardando varios días en pasar esos caudales, lo cual es
mucho más perjudicial para la agricultura. Pues bien, estas crecidas tan lentas recargan los
acuíferos aluviales con gran eficacia, generando estas cada vez más frecuentes inundaciones
freáticas de amplias extensiones.
Por la misma causa antrópica, en casos puntuales y muy locales, y siempre en tramos regulados y
defendidos, el cauce sí puede crecer ligeramente por acumulación de materiales. Se debe a que se
ha constreñido el río con las defensas y a que la regulación de caudales impide la correcta
movilidad y transporte de los sedimentos. Hay que reflexionar, por tanto: si se quieren mantener
los actuales sistemas de defensa con diques longitudinales habrá que aceptar ciertas
consecuencias, como que la carga sedimentaria no pueda expandirse en la llanura de inundación y
se mantenga dentro del cauce. Y si se quiere tener embalses reguladores, cada vez más y mayores,
habrá que aceptar la abundante vegetación que favorecen en los cauces aguas abajo. En suma, si
hubiera más crecidas naturales la vegetación crecería menos y los sedimentos se clasificarían
mejor, y si retiráramos las motas se distribuirían más los sedimentos lateralmente. Pero la propia
invasión humana del espacio del río y el empeño por regular y controlar los caudales han sido las
causas de que los cauces estén en permanente ajuste frente a los impactos que sufren y presenten
unas características que hoy se consideran negativas cuando llegan los procesos de inundación.
La limpieza la hace el río
Y es que son precisamente las crecidas fluviales los mecanismos que tiene el río para “limpiar”
periódicamente su propio cauce. Y el río lo hace bien, mucho mejor que nosotros, tiene
centenares de miles de años de experiencia. El sistema fluvial es un sistema de transporte y de
regulación. El cauce sirve para transportar agua, sedimentos y seres vivos, y con su propia
morfología diseñada por sí mismo, y con la ayuda de la vegetación de ribera, es capaz de autoregular sus excesos, sus crecidas. Este sistema natural es mucho mejor y más eficiente que el que
hemos creado con los embalses y las defensas. Deberíamos intentar imitarlo dando mayor espacio
al río y regulándolo menos, dejándole cuantas más crecidas mejor. Todo lo contrario de lo que se
está haciendo con la chapuza de las “limpiezas”.
Las crecidas distribuyen y clasifican los sedimentos y ordenan la vegetación, la colocan en bandas.
Esto sí que es realmente limpiar, renovar el cauce. También lo limpian de especies invasoras y de
poblaciones excesivas de determinadas especies, como las algas que han proliferado en los
últimos años en tantos cauces. Cuantas más crecidas disfruten, mejor estarán nuestros ríos.
Sí que podemos ayudar al río en sus labores de limpieza, simplemente retirando basuras del cauce
residuo por residuo, manualmente, sin emplear maquinaria, o bien retirar madera muerta de
puentes o represas donde haya quedado retenida y pueda incrementar el riesgo, reubicando esa
madera en el interior de bosques de ribera para que siga cumpliendo su función en el ecosistema
fluvial. Estas sí serían buenas prácticas de limpieza y mantenimiento.
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Voluntariado limpiando el río Ebro de neumáticos en el verano de 2010. Foto: I. Sanz.
Vamos a ver si por fin se entra en razón, se dejan de demandar “limpiezas”, se piensa un poco más
en cómo funciona un río y en qué se puede hacer para gestionarlo mejor, y se buscan soluciones
civilizadas frente a las inundaciones, soluciones no de fuerza contra el río, sino de ordenación del
territorio, como indica la directiva europea de inundaciones. Hay que mirar más allá del corto
plazo, porque inundaciones va a seguir habiendo, las habrá siempre, y las zonas inundables, por
definición, se inundan y se inundarán siempre.
Conclusión final
La “limpieza” es una actuación destructiva del cauce que no sirve para reducir los riesgos de
inundación y que puede originar graves consecuencias tanto en el medio natural como en los usos
humanos del espacio fluvial. Es necesaria una labor continua de concienciación y educación para
conseguir que las sociedades ribereñas renuncien a este tipo de acciones y promuevan
mecanismos alternativos de gestión y convivencia con el riesgo.
Zaragoza, 24 de enero de 2013
Dr. Alfredo Ollero Ojeda
Profesor Titular de Geografía Física de la Universidad de Zaragoza
Vocal del Centro Ibérico de Restauración Fluvial
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