Filosofía egún la Apología platónica, Sócrates habría nacido en una

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Filosofía
Por Claudio Véliz (Director)
Según la Apología platónica, Sócrates habría nacido en una fecha cercana al año 469 a.C.
Si bien conocemos de su pensamiento en virtud de los escritos de Platón (que lo convirtió
en protagonista excluyente de sus Diálogos), también Aristófanes (lo eligió como personaje
central de su comedia Las nubes) y Jenofonte aportan algunas pistas al respecto. El hecho
de que Sócrates no haya dejado ningún texto escrito, nos obliga a confiar en el testimonio
de los principales testigos de su actividad. Resultará demasiado osado, y quizás absurdo,
pretender distinguir entre lo que Platón puso en boca de Sócrates y una filosofía (estrictamente) platónica. Sin embargo, el trabajo de algunos eruditos ha permitido entrever ciertas
distinciones, articulando las observaciones de Platón, Jenofonte y Aristóteles (aunque este
último no llegara a conocerlo).
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Filosofía
Considerado un sofista, por algunos; y un sabio, por otros, Sócrates
procuró escapar de ambas designaciones. Abominaba por igual el
relativismo destructivo de la sofistería; y la pretensión de un saber enciclopédico en tanto acumulación de
múltiples conocimientos sobre las
más diversas cuestiones. Partiendo
de la más absoluta ignorancia (de
quien confesaba no saber nada), Sócrates se proponía aprender y ayudar a “vivir bien”; nos enseña que
lo más importante es alimentar la
personalidad (psykhé), el alma, el yo
más íntimo; nos sugiere que es preciso vivir en armonía con ella, enriquecerla; nos invita a que vivamos
de acuerdo con ciertos valores, aun
a costa de nuestra vida. En su “forma socrática” (tal como podemos
advertir en los diálogos platónicos),
la dialéctica se constituyó como
una herramienta deconstructiva, un
ejercicio destinado a evidenciar la
estructura arbitraria de ciertas opiniones, más cercano a las conclusiones escépticas que a las soluciones
conciliatorias.
Sócrates hace suyo el “conócete
a ti mismo” inscripto en el oráculo
délfico, proponiendo una búsqueda
en nuestra propia psykhé (el alma,
el ser íntimo, la psiquis). Y para esta
tarea, la pedagogía socrática se propone como mero auxilio, como ayuda, como amigable despertar. Y sin
embargo, a pesar de tratarse de un
cuidado centrado en el individuo
en tanto tal, algunos autores han
querido ver en esta preocupación
socrática, una inquietud política; según lo habría insinuado Sócrates en
la Apología, sólo se logra alcanzar la
propia humanidad dejando de lado
los asuntos particulares para “abrazar a la ciudad en sí misma”. A la
inversa, muchos otros críticos han
preferido subrayar el desinterés por
los asuntos públicos como el rasgo
más destacado de su personalidad.
El método propuesto por Sócra-
tes consistía, entonces, en interpelar
a sus interlocutores de modo que
ellos mismos (es decir, sus almas)
produzcan los conocimientos que,
recién entonces, estarían en condiciones de asimilar. Pero antes de
esta “etapa productiva” (en que
emergerían los valores desde la interioridad de cada individuo) era
menester atravesar un “momento
purgatorio” (kátarsis) de las falsas
nociones. Muy lejos de considerarse a sí mismo un maestro, Sócrates
se contenta con ayudar a parir los
conocimientos. Sólo consigue filosofar –dice– aquel que admite que
no sabe y que, como consecuencia,
desea saber. Esta mayéutica socrática (en explícita correspondencia
con el trabajo de comadrona de su
madre) consistía en colaborar con el
parto de las verdades, y se valía de
todos los recursos dialécticos que,
por entonces, utilizaban los grandes
maestros de la oratoria (y que Sócrates articulaba con una gran ironía); sólo que, a diferencia del procedimiento destructivo consistente
en tenderle trampas al interlocutor
hasta destruirlo, Sócrates se proponía (o al menos así lo afirmaba)
recuperar los saberes ocultos tras la
aparente ignorancia; aunque para
ello fuera menester desenmascarar
la necedad de aquellos que aseguraban poseer saberes.
Sócrates fue, por sobre todas las
cosas, una figura tan enigmática
como polémica. Inspiró por igual
amores y odios, adhesiones y rechazos. Si en algo coincide la caracterización de Aristófanes (Las nubes)
con la de Platón, es en considerarlo un ser inestable, escurridizo,
inapresable. Aunque protagonista
absoluto de los primeros diálogos
platónicos (que no casualmente
fueron llamados “socráticos”), será
El Banquete el texto que desarrolle el
retrato, por excelencia, del ironista.
El pensamiento socrático ha sido
caracterizado como una suerte de
“intelectualismo ético”, ya que para
este singular “partero del saber”,
la falta moral estaba directamente
vinculada con el desconocimiento,
con un insuficiente o ineficaz ejercicio intelectual. Sólo la razón –afirmaba Sócrates– podrá contribuir
al alumbramiento; sólo se educa el
intelecto. En su debate con los sofistas, afirmaba que la virtud no se enseña, y que se alcanza únicamente
a través de una búsqueda personal.
A su turno, Aristóteles y Nietzsche
criticarán estos socráticos “excesos intelectualistas”. El primero
le recriminará por haber desestimado el influjo de los apetitos y
deseos irracionales del alma, en
la conducta humana; el segundo
hace responsable a la razón socrática por “la muerte de la tragedia”
que, paradójicamente, se consumaría con Aristófanes (el más
“socrático” de los poetas trágicos,
según Nietzsche). Para otros, su
extremismo intelectualista debería
interpretarse a la luz del carácter
subjetivo e individualista de una
ética que se desinteresa del “bien
común”, de la relación con los otros,
del bienestar de la polis, es decir de
la vida política.
Esta mayéutica intelectualista que
comienza por confesar la ignorancia
del “partero” respecto de una supuesta sabiduría (recordemos el gran
lema socrático: “Sólo sé que no sé
nada”), nos impide hablar de la existencia de una filosofía o de un cuerpo doctrinario en Sócrates. De haber
existido un corpus semejante –observa Hegel– no resultaría comprensible
el surgimiento de las más diversas
corrientes filosóficas a partir del enigma socrático. Por consiguiente, el legado de este personaje tan particular,
de este verdadero artista de la interrogación, debiera pensarse menos a
partir de una práctica teórica que de
un método original: la dialéctica irónica. Más allá de la persuasión retórica de los sofistas y de los discursos
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grandilocuentes, Sócrates propone
un diálogo sustentado en ciertas pautas metodológicas que contribuyan al
nacimiento de los saberes ocultos en
el alma de cada individuo.
El ironista –dice la filósofa Mónica Virasoro(2000)– “es el que
tiene una irreparable necesidad de
conversar, por algo se le decía charlatán. Por todos lados en el ágora, en
el gimnasio, en la calle, se lo veía interpelando a toda clase de personas
sin distinción de oficio o condición
social, hablaba con sastres, curtidores y zapateros en sus talleres, con
esclavos y hombres de Estado, con
jóvenes o viejos. Decían sus compatriotas que prefería a los bellos
mancebos. En tales ocasiones se
trataba de ejercer su oficio de comadrona, ayudar a alumbrar; el diálogo
comenzaba siempre desde la esfera
empírica, lo concreto, desde donde
partían los interrogados para avanzar en un juego de arabescos hacia
la idea, lo general, la esfera de las
esencias” (pág. 163). Sin embar-
...Fui a ver a uno de los que
pasan por sabios (...) No hace
falta que diga su nombre, sólo
diré que era un político y que,
al examinarlo, me pasó lo que
voy a referiros: llevé a cabo el
examen a que lo sometí por
medio de la conversación y tuve
la impresión de que ese hombre
parecía sabio a muchos y sobre
todo a sí mismo, pero no lo era,
y seguidamente procuré demostrarle que creía ser sabio, pero
no lo era. A consecuencia de
esto me gané su enemistad y la
de muchos que estuvieron presentes, y partí pensando para
mis adentros: “Yo soy más sabio
que este hombre; es posible
que ninguno de los dos sepamos
cosa que valga la pena, pero él
cree que sabe algo, pesa a no
saberlo, mientras que yo, así
como no sé nada, tampoco creo
saberlo”. Platón, Apología de
Sócrates.
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go –sigue diciendo Virasoro–, el
ironismo socrático ha sido caracterizado como una dialéctica negativa, una dialéctica que suspende,
indefinidamente, el momento de
la superación, del alumbramiento;
para volver a empezar una y otra
vez. La figura del ironista también
ha sido comparada con la de un
mago que sorprende con sus trucos y siempre se guarda un as en la
manga. Su objetivo –concluye esta
filósofa– “es poner en evidencia el
error, el carácter contradictorio de la
doxa, deconstruir los presupuestos y
las convenciones del hombre autosatisfecho, del que cree que sabe y se
complace con los discursos grandilocuentes, esas puras huecas palabras
que Sócrates califica de “bagatelas
verbales” (pág. 164).
Aunque muy a su pesar (o no
tanto) esta propuesta “pedagógica-deconstructiva” también suele
utilizar algunos recursos “destructivos” de la dialéctica zenoniana y de la retórica sofista. El
momento culminante del diálogo
no está dado por la emergencia
de una verdad sino por el acto de
rendición de quien acaba reconociendo su ignorancia. Y sin embargo, bastará un giro inesperado
para recomenzar la tarea desde
otro lugar. La promesa de verdad-iluminación-saber nunca se
concreta, se diluye en el instante
mismo en que el partero anuncia
su nacimiento. Y entonces, habrá
que reiniciar el trabajo de parto,
indefinidamente.
Bibliografía
Aristófanes (1984): Las nubes, Orbis, Bs. As.
Cordero, Néstor Luis (2008): La invención de la filosofía, Biblos, Bs. As.
Mondolfo, Rodolfo (1996): Sócrates, Eudeba, Bs. As.
Platón (1984): Apología de Sócrates / Critón, Orbis, Bs. As.
Valls Plana, Ramón (1982): La dialéctica. Un debate histórico, Montesinos,
Barcelona.
Virasoro, Mónica (2000): Los griegos en
escena, Eudeba, Bs. As.
Estrepsíades: ¡Sócrates!... ¡Mi pequeño
Sócrates!
Sócrates (Colgado de una canasta): ¿Por
qué me llamas “criatura de un día”?
Entrepsíades: En primer lugar, ¿qué haces ahí? Te conjuro a que me lo digas.
Sócrates: Camino por los aires y contemplo el sol.
Estrepsíades: Entonces es desde una canasta desde donde miras de arriba abajo
a los dioses, y no desde la tierra.
Sócrates: Nunca, en efecto, habría
podido yo aclarar exactamente las
cosas celestes, si no hubiera colgado
mi espíritu y hubiera confundido mi
pensamiento sutil con el aire semejante
a él. Si hubiera permanecido en la tierra
para observar desde abajo las regiones
superiores, nunca habría descubierto
ninguna cosa; no lo hubiera hecho,
porque la tierra atrae fuertemente
hacia sí la savia del pensamiento. Es
exactamente lo que ocurre a los berros.
Aristófanes, Las nubes.
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